AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Baile de Mascaras (Libre)
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Baile de Mascaras (Libre)
Desde que había llegado a París apenas había salido de casa, esa casa tan modesta que la Condensa du Cayla me había prestado para mi nueva vida en la capital, parecía mentira que le perteneciese, tan acostumbrada a los grandes y exuberantes lujos. En el fondo de mi corazón una parte de mi echaba de menos a la Condesa, a sus fiestas, al ambiente del castillo, otra parte había estado esperando este momento durante toda mi vida.
Pero gracias al señor hacía un par de semanas me había llegado una invitación de Palacio, el baile de mascaras de primavera, igualmente no importaba que acontecimiento fuese, solo había que buscar un pretexto para hacer un baile, una fiesta, comida, gente, lo que fuera con tal de que palacio no se sintiese vacío.
Cuando llegué a París me había autoprometido guardar al fondo del baúl todas las joyas y telas caras, pero esta noche no podía, alguien había dicho en palacio que la sobrina de la Condesa du Cayla había llegado a la ciudad, y por consiguiente mi invitación llegó a mi residencia. Sobrina adoptada de la Condesa du Cayla, pero todos parecían olvidar ese importante dato, al parecer lo único que importaba era quien era la Condesa, amiga del Rey Luis XVIII, conocida por su belleza, riqueza y lujuría. Me hubiese gustado no asistir, no tener que socializar, quedarme en la cama sin soportar toda aquella excentricidad.
Aunque yo sabía que en lo más profundo de mi ser aquella vida me gustaba, pudiese ser porque era la única vida que conocía, o porque el hecho de que mis padres muriesen siendo yo niña tal como me dijo la Condesa, me había hecho apreciar todo lo que tenía por todo aquello que siempre he querido y jamás tendré.
Había amanecido un día magnífico, pero ya entrada la hora de comer unos nubarrones negros asomaban en el horizonte, solo esperaba que se dignase a no llover, con todo lo que suponía prepararse, lo último que quería era que mi maravilloso vestido se arruinase.
Hacía las ocho de la tarde le pedí a mi ama de llaves que preparase el carruaje y salí hacía palacio. Tarde en llegar mucho más de lo que esperaba y empece a sentir una ansiedad recorrerme la sangre, pero cuando llegue y vi la cantidad de gente que subía por las escaleras de la entrada, me sentí, irónicamente, como en casa, a salvo. Tanto tiempo soñando con marchar del castillo para sentirme como en casa en un palacio desconocido, con gente que no conocía.
Seguí a las mujeres con sus grandes pelucas y sus mascaras decorando sus rostros, yo aun llevaba la mía en la mano, una mascara rosa palo con brillantes y plumas, baje la cabeza y suspire, coloque la mascara en mi rostro y todo lo bien que pude até los lazos rodeando mi pelo. Sabía que lo normal eran las pelucas, eran más sencillas que hacer tremendos recogidos en el pelo, pero a mi me gustaba lo natural, me gustaban las horas que se pasaban mis doncellas aseando el pelo hasta que quedaba perfecto, pomposo y extravagante, pero natural, más o menos.
Tras subir la escalinata, pasar la entrada del palacio y antes de pasar al gran salón, un sirviente me preguntó mi nombre y acto seguido me busco en una lista de invitados que parecía no tener fin, mientras me disponía a bajar las escaleras escuche a mis espaldas al sirviente vociferar
- Katherine Colbert Rose, sobrina de la Condesa du Cayla de Francia.
- Sobrina adoptiva...- susurré para mi misma. La gente inundaba el gran salón, hacían caso omiso a quienes llegaban o se iban, estaban enfrascados en sus conversaciones, en sus copas de champan, y en a saber dios que más.
Pero gracias al señor hacía un par de semanas me había llegado una invitación de Palacio, el baile de mascaras de primavera, igualmente no importaba que acontecimiento fuese, solo había que buscar un pretexto para hacer un baile, una fiesta, comida, gente, lo que fuera con tal de que palacio no se sintiese vacío.
Cuando llegué a París me había autoprometido guardar al fondo del baúl todas las joyas y telas caras, pero esta noche no podía, alguien había dicho en palacio que la sobrina de la Condesa du Cayla había llegado a la ciudad, y por consiguiente mi invitación llegó a mi residencia. Sobrina adoptada de la Condesa du Cayla, pero todos parecían olvidar ese importante dato, al parecer lo único que importaba era quien era la Condesa, amiga del Rey Luis XVIII, conocida por su belleza, riqueza y lujuría. Me hubiese gustado no asistir, no tener que socializar, quedarme en la cama sin soportar toda aquella excentricidad.
Aunque yo sabía que en lo más profundo de mi ser aquella vida me gustaba, pudiese ser porque era la única vida que conocía, o porque el hecho de que mis padres muriesen siendo yo niña tal como me dijo la Condesa, me había hecho apreciar todo lo que tenía por todo aquello que siempre he querido y jamás tendré.
Había amanecido un día magnífico, pero ya entrada la hora de comer unos nubarrones negros asomaban en el horizonte, solo esperaba que se dignase a no llover, con todo lo que suponía prepararse, lo último que quería era que mi maravilloso vestido se arruinase.
Hacía las ocho de la tarde le pedí a mi ama de llaves que preparase el carruaje y salí hacía palacio. Tarde en llegar mucho más de lo que esperaba y empece a sentir una ansiedad recorrerme la sangre, pero cuando llegue y vi la cantidad de gente que subía por las escaleras de la entrada, me sentí, irónicamente, como en casa, a salvo. Tanto tiempo soñando con marchar del castillo para sentirme como en casa en un palacio desconocido, con gente que no conocía.
Seguí a las mujeres con sus grandes pelucas y sus mascaras decorando sus rostros, yo aun llevaba la mía en la mano, una mascara rosa palo con brillantes y plumas, baje la cabeza y suspire, coloque la mascara en mi rostro y todo lo bien que pude até los lazos rodeando mi pelo. Sabía que lo normal eran las pelucas, eran más sencillas que hacer tremendos recogidos en el pelo, pero a mi me gustaba lo natural, me gustaban las horas que se pasaban mis doncellas aseando el pelo hasta que quedaba perfecto, pomposo y extravagante, pero natural, más o menos.
Tras subir la escalinata, pasar la entrada del palacio y antes de pasar al gran salón, un sirviente me preguntó mi nombre y acto seguido me busco en una lista de invitados que parecía no tener fin, mientras me disponía a bajar las escaleras escuche a mis espaldas al sirviente vociferar
- Katherine Colbert Rose, sobrina de la Condesa du Cayla de Francia.
- Sobrina adoptiva...- susurré para mi misma. La gente inundaba el gran salón, hacían caso omiso a quienes llegaban o se iban, estaban enfrascados en sus conversaciones, en sus copas de champan, y en a saber dios que más.
Última edición por Katherine Colbert Rose el Vie Jun 03, 2016 6:09 am, editado 1 vez
Katherine Colbert Rose- Humano Clase Alta
- Mensajes : 13
Fecha de inscripción : 26/05/2016
Re: Baile de Mascaras (Libre)
Sus ojos se abrieron de golpe, mientras su pecho se movía con la superficial inspiración que llenaba sus pulmones de oxígeno. La oscuridad lo rodeaba, al igual que cada noche, cada vez que despertaba de la muerte su cuerpo repetía aquella acción inútil, pero certeramente humana. La primera y única inspiración, la señal de que todo volvía a comenzar de nuevo. El dolor, la locura y el hambre. Sobretodo el hambre.
Sus manos se movieron primero, desperezándose, retorciéndose sobre aquel caro colchón sobre el que había caído muerto ante las primeras señales del amanecer. La fructividad del día traía consigo una exhalación mortecina, antes de dejar que su cuerpo cayera como una marioneta sin hilos, dondequiera que estuviese. Ése era el motivo principal para que él luciera aquella ropa arrugada sobre su cuerpo, debido a las numerosas horas que había permanecido retorcida alrededor de sus miembros. Sus largas piernas se enderezaron antes de caer por uno de los costados de su cama, buscando el suelo a tientas con la punta de sus pies.
Su dedo gordo fue el primero en rozar el frío suelo, lo cual le recordó que de nuevo se había dejado dormir sin encender la amplia chimenea que tenía en su habitación. Su mansión aún permanecían sin arreglar, por lo cual era más fría que otras casas. Aquel amplio lugar que le servía para su descanso volvía a estar ausente de personas. Había matado a sus últimos sirvientes y nadie parecía tener interés en sustituirlos, todos sabían que el dueño de la casa estaba loco.
Rió y se enderezó, antes de moverse hacia su armario tatareando una canción. Sus dedos se pasearon por las inhumerables prendas de ropa de numerosos siglos, agrupadas unas entre otras, de forma perfecta. Eligió varias al azar, para después comprobar su imagen sobre el espejo, desechando la que se había quitado de la misma forma en que hacía con todas las hojas que escribía y no le gustaban; haciéndolas una bola y dejándolas en el fondo del armario. Quizás debiera buscar nuevos sirvientes.
- Más dinero- Murmuró para sí, enderezando el pañuelo blanco que le servía de corbata. Había aprendido a atarlo gracias a su último profesor de protocolo. Sólo por él había conseguido tener varios contactos en las altas esferas de la alta clase, para ellos él sólo era un joven escéntrico dedicado al estudio. Aunque lo cierto era que tenía a su espalda, la publicación de cientos de novelas famosas. Sus palabras eran susurradas con deleite y todos parecían amar sus melodramas. Pues sus finales jamás eran felices.
Salió de su habitación y bajó las escaleras como una exhalación, colocó su abrigo en su lugar y tomó la máscara negra que había elegido para la ocasión. Tenía ganas de jugar con los humanos, divertirse al verlos corretear y dar grititos como pequeños ratones asustadizos. Las damas de aquella época eran tan jugosas con sus vestidos, que le parecían miles de pastelitos con capas y volantes. Volvió a reír y salió de su mansión sólo para enfrentar su fachada actual; el joven Niord Süskind, adinerado descenciente de miembros ilustres, dedicado a la escritura y los pasatiempos más que extravagantes. Un mal partido como marido, pero el favorito de las solteronas.
Horas más tarde, se presentó ante el sirviente que se dedicaba a anuciar todos los invitados. La cara del hombre parecía haberse tragado un limón cuando elevó la voz y presentó a Niord.
- Monsieur Niord Süskind - Su presentación escasa y corta se debía principalmente a la poca importancia que dio el dueño de aquel nombre, quien ni siquiera esperó que el hombre terminase de decir su nombre, cuando ya hubo descendido casi todos los peldaños, para perderse entre la multitud, buscando nuevas historias que poder relatar en sus libros.
Sus manos se movieron primero, desperezándose, retorciéndose sobre aquel caro colchón sobre el que había caído muerto ante las primeras señales del amanecer. La fructividad del día traía consigo una exhalación mortecina, antes de dejar que su cuerpo cayera como una marioneta sin hilos, dondequiera que estuviese. Ése era el motivo principal para que él luciera aquella ropa arrugada sobre su cuerpo, debido a las numerosas horas que había permanecido retorcida alrededor de sus miembros. Sus largas piernas se enderezaron antes de caer por uno de los costados de su cama, buscando el suelo a tientas con la punta de sus pies.
Su dedo gordo fue el primero en rozar el frío suelo, lo cual le recordó que de nuevo se había dejado dormir sin encender la amplia chimenea que tenía en su habitación. Su mansión aún permanecían sin arreglar, por lo cual era más fría que otras casas. Aquel amplio lugar que le servía para su descanso volvía a estar ausente de personas. Había matado a sus últimos sirvientes y nadie parecía tener interés en sustituirlos, todos sabían que el dueño de la casa estaba loco.
Rió y se enderezó, antes de moverse hacia su armario tatareando una canción. Sus dedos se pasearon por las inhumerables prendas de ropa de numerosos siglos, agrupadas unas entre otras, de forma perfecta. Eligió varias al azar, para después comprobar su imagen sobre el espejo, desechando la que se había quitado de la misma forma en que hacía con todas las hojas que escribía y no le gustaban; haciéndolas una bola y dejándolas en el fondo del armario. Quizás debiera buscar nuevos sirvientes.
- Más dinero- Murmuró para sí, enderezando el pañuelo blanco que le servía de corbata. Había aprendido a atarlo gracias a su último profesor de protocolo. Sólo por él había conseguido tener varios contactos en las altas esferas de la alta clase, para ellos él sólo era un joven escéntrico dedicado al estudio. Aunque lo cierto era que tenía a su espalda, la publicación de cientos de novelas famosas. Sus palabras eran susurradas con deleite y todos parecían amar sus melodramas. Pues sus finales jamás eran felices.
Salió de su habitación y bajó las escaleras como una exhalación, colocó su abrigo en su lugar y tomó la máscara negra que había elegido para la ocasión. Tenía ganas de jugar con los humanos, divertirse al verlos corretear y dar grititos como pequeños ratones asustadizos. Las damas de aquella época eran tan jugosas con sus vestidos, que le parecían miles de pastelitos con capas y volantes. Volvió a reír y salió de su mansión sólo para enfrentar su fachada actual; el joven Niord Süskind, adinerado descenciente de miembros ilustres, dedicado a la escritura y los pasatiempos más que extravagantes. Un mal partido como marido, pero el favorito de las solteronas.
Horas más tarde, se presentó ante el sirviente que se dedicaba a anuciar todos los invitados. La cara del hombre parecía haberse tragado un limón cuando elevó la voz y presentó a Niord.
- Monsieur Niord Süskind - Su presentación escasa y corta se debía principalmente a la poca importancia que dio el dueño de aquel nombre, quien ni siquiera esperó que el hombre terminase de decir su nombre, cuando ya hubo descendido casi todos los peldaños, para perderse entre la multitud, buscando nuevas historias que poder relatar en sus libros.
Niord Süskind- Vampiro Clase Alta
- Mensajes : 50
Fecha de inscripción : 11/11/2014
Re: Baile de Mascaras (Libre)
Me apoyé en el bajo muro de piedra que rodeaba una de las terrazas del salón principal, ante mí se desplegaban jardines en flor iluminados por la tenue luz de la luna llena que brillaba en un cielo oscuro que se extendía sobre mi cabeza.
El sonido melodico de la música y las conversaciones del interior llegaban a mi como un murmullo incomprensible. Suspiré ante la inmensidad de la noche sintiendo como el frío que acariciaba mi piel erizaba el bello de mis brazos desnudos. El hecho de que hubiese acudido a aquel baile no había sido motivado tanto por mis propias ganas sino por una carta que me había llegado de mi tia la semana pasado, pidiéndome encarecidamente que acudiese a la cita. Aunque en el fondo echase de menos las fiestas, no eran lo mismo sin la Condesa, sin tanta locura desperdigada por los salones. En París las fiestas parecían ser más tranquilas, sin tanto revuelo como lo eran en mi antiguo hogar.
Irme de allí había sido una decisión propia, y aunque a veces se me pasaba por la cabeza la idea de que me había equivocado, no estaba dispuesta a echarme atrás. Si volvía tendría que admitir que me equivocaba, que no sabía vivir independientemente, y era demasiado testaruda para todo aquello. Pocas veces eran aquellas en las que daba mi brazo a torcer, el sentimiento que inundaba mi alma cuando estaba equivocada era algo que eludía desde mi infancia.
La llegada a la ciudad, contrariamente a como pensé que ocurriría, no había llenado ese pequeño vacío que albergaba una parte de mi corazón, llegada a aquellas alturas tenía la sensación de que nunca sería capaz de llenarlo. Negué con la cabeza inconscientemente y acerque mis manos a la mascara que cubría mi rostro, desate con cuidado la lazada de mi nuca y deje descansando la mascara en la repisa.
Del interior unas notas llegaban a mis oídos, era un piano perfectamente afilado. Aquel instrumento había cautivado mi alma desde el primer momento que lo conocí hacia casi un siglo de las manos del compositor Emmanuel Bach, un gran compositor que había fallecido hacía apenas treinta años. La obra que estaba siendo representada era una de mis favoritas, sentía como mi piel se erizaba y esta vez no era por el frío de la noche, si no por el recuerdo tan grato que guardaba del compositor alemán. El sonido de las notas era débil y decidí volver al gran salón para deleitarme con aquella maravillosa música.
Una vez dentro del salón mis pies buscaban el ritmo de música mientras andaban, cruzando el salón entre el gentío escuchaba fragmentos de algunas conversaciones que estaban plagadas de risas y adulaciones.
Una vez al otro lado del gran salón, me acerque a la barra, donde un par de camareros atendían a los invitados. Dando la espalda a la barra contemple a la gente, a las mujeres con sus pomposos vestidos de colores y a los hombres con sus trajes y sombreros de copa. Algunos ya habían optado por quitarse sus mascaras para entablar mas amenamente las conversaciones y eso me recordó que yo había dejado la mía en la terraza, tendría que volver más tarde a por ella, o darla por perdida. - ¿Desea algo señorita? - una voz grave me saco de mis pensamientos y cuando me giré encontré a un joven con unas prominentes ojeras bajo sus ojos oscuros al que sonreí educadamente - Póngame un cóctel de vodka, por favor
Volví de nuevo la vista hacía el centro del salón, sobre él una gran lampara llena de velas que se consumían poco a poco, a la derecha se alzaba la escalinata por la que llegaban los invitados y en el extremo opuesto una pequeña orquesta amenizaba la velada. El camarero posó el vaso de coctel sobre la barra y de sus labios salió un prácticamente inaudible disfrútalo mademoiselle. Sonreí al sirviente cogiendo el vaso y alzándolo en señal de brindis y sorbiendo de la copa con delicadeza.
El sonido melodico de la música y las conversaciones del interior llegaban a mi como un murmullo incomprensible. Suspiré ante la inmensidad de la noche sintiendo como el frío que acariciaba mi piel erizaba el bello de mis brazos desnudos. El hecho de que hubiese acudido a aquel baile no había sido motivado tanto por mis propias ganas sino por una carta que me había llegado de mi tia la semana pasado, pidiéndome encarecidamente que acudiese a la cita. Aunque en el fondo echase de menos las fiestas, no eran lo mismo sin la Condesa, sin tanta locura desperdigada por los salones. En París las fiestas parecían ser más tranquilas, sin tanto revuelo como lo eran en mi antiguo hogar.
Irme de allí había sido una decisión propia, y aunque a veces se me pasaba por la cabeza la idea de que me había equivocado, no estaba dispuesta a echarme atrás. Si volvía tendría que admitir que me equivocaba, que no sabía vivir independientemente, y era demasiado testaruda para todo aquello. Pocas veces eran aquellas en las que daba mi brazo a torcer, el sentimiento que inundaba mi alma cuando estaba equivocada era algo que eludía desde mi infancia.
La llegada a la ciudad, contrariamente a como pensé que ocurriría, no había llenado ese pequeño vacío que albergaba una parte de mi corazón, llegada a aquellas alturas tenía la sensación de que nunca sería capaz de llenarlo. Negué con la cabeza inconscientemente y acerque mis manos a la mascara que cubría mi rostro, desate con cuidado la lazada de mi nuca y deje descansando la mascara en la repisa.
Del interior unas notas llegaban a mis oídos, era un piano perfectamente afilado. Aquel instrumento había cautivado mi alma desde el primer momento que lo conocí hacia casi un siglo de las manos del compositor Emmanuel Bach, un gran compositor que había fallecido hacía apenas treinta años. La obra que estaba siendo representada era una de mis favoritas, sentía como mi piel se erizaba y esta vez no era por el frío de la noche, si no por el recuerdo tan grato que guardaba del compositor alemán. El sonido de las notas era débil y decidí volver al gran salón para deleitarme con aquella maravillosa música.
Una vez dentro del salón mis pies buscaban el ritmo de música mientras andaban, cruzando el salón entre el gentío escuchaba fragmentos de algunas conversaciones que estaban plagadas de risas y adulaciones.
Una vez al otro lado del gran salón, me acerque a la barra, donde un par de camareros atendían a los invitados. Dando la espalda a la barra contemple a la gente, a las mujeres con sus pomposos vestidos de colores y a los hombres con sus trajes y sombreros de copa. Algunos ya habían optado por quitarse sus mascaras para entablar mas amenamente las conversaciones y eso me recordó que yo había dejado la mía en la terraza, tendría que volver más tarde a por ella, o darla por perdida. - ¿Desea algo señorita? - una voz grave me saco de mis pensamientos y cuando me giré encontré a un joven con unas prominentes ojeras bajo sus ojos oscuros al que sonreí educadamente - Póngame un cóctel de vodka, por favor
Volví de nuevo la vista hacía el centro del salón, sobre él una gran lampara llena de velas que se consumían poco a poco, a la derecha se alzaba la escalinata por la que llegaban los invitados y en el extremo opuesto una pequeña orquesta amenizaba la velada. El camarero posó el vaso de coctel sobre la barra y de sus labios salió un prácticamente inaudible disfrútalo mademoiselle. Sonreí al sirviente cogiendo el vaso y alzándolo en señal de brindis y sorbiendo de la copa con delicadeza.
Katherine Colbert Rose- Humano Clase Alta
- Mensajes : 13
Fecha de inscripción : 26/05/2016
Re: Baile de Mascaras (Libre)
Mientras las notas flotaban en el aire, llenando aquel recinto con el buen gusto de sus dueños, la fiesta continuaba. Los conocidos que habían revelado ya su identidad, converdaban animadamente, mientras otros, en cambio, proseguían en la firme decisión de mantener su rostro cubierto por su máscara.
Entre aquellos últimos se encontraba Niord, quien no había dudado a la hora de jugar sucio con todos los que le rodeaban. Usando sus poderes para moverlos como peones sobre un amplio ajedrez. A veces edo le ayudaba a la hora de inspirarse en nuevas historias. ¿ Debería escribir sobre la terrible historia de un bastardo fruto entre una dama y un mero joven encargado de las caballerizas?. De la pasión de sus miradas silenciosas, las frases que jamás serían pronunciadas en alto para no provocar aún más dolor. Al final todo terminaba igual, muriendo tras una atroz agonía.
Todos sabían que su carácter tenía sin duda un gran defecto, además de su locura, la negatividad. Ése aire funesto que jamás parecía ser capaz de desprenderse, teniéndolo cosido bajo la piel. Le habían enseñado que el poder era lo único que tenia, lo único que podría ostentar sin que fuera dañado. Y jugaba con su posición, ya fuera como joven de clase alta o como raza depredadora.
Se deslizó entre los humanos buscando qué debería usar como musa aquella noche. Con aire pensativo se acercó al lugar en el que servían copas, colocándose al lado de una mujer para solicitar una copa de champaña espumosa. Sus ojos claros danzaron sobre los brillos de la purpurina oscura que adornaba su máscara, mientras sus labios formaban una sonrisa cínica. Había encontrado otra pareja aún más funesta que la anterior, un joven matrimonio que parecía amarse y mostrar muestras de afecto en publico.
- Espeluznante - Susurró, aceptando la copa del camarero. Llevó la misma a sus labios y bebió, sin poder apartar los ojos de aquellas criaturas ilusas. El amor era sin duda la raíz de todos los problemas en sus novelas. Y no había nada más doloroso que el amor correspondido. Pues cuando uno de los amantes terminaba por despertar del sueño idílico, sólo quedaba la opción de clavar una daga en el corazón del otro amante, asesinando así un amor que jamás debió surgir.
Entre aquellos últimos se encontraba Niord, quien no había dudado a la hora de jugar sucio con todos los que le rodeaban. Usando sus poderes para moverlos como peones sobre un amplio ajedrez. A veces edo le ayudaba a la hora de inspirarse en nuevas historias. ¿ Debería escribir sobre la terrible historia de un bastardo fruto entre una dama y un mero joven encargado de las caballerizas?. De la pasión de sus miradas silenciosas, las frases que jamás serían pronunciadas en alto para no provocar aún más dolor. Al final todo terminaba igual, muriendo tras una atroz agonía.
Todos sabían que su carácter tenía sin duda un gran defecto, además de su locura, la negatividad. Ése aire funesto que jamás parecía ser capaz de desprenderse, teniéndolo cosido bajo la piel. Le habían enseñado que el poder era lo único que tenia, lo único que podría ostentar sin que fuera dañado. Y jugaba con su posición, ya fuera como joven de clase alta o como raza depredadora.
Se deslizó entre los humanos buscando qué debería usar como musa aquella noche. Con aire pensativo se acercó al lugar en el que servían copas, colocándose al lado de una mujer para solicitar una copa de champaña espumosa. Sus ojos claros danzaron sobre los brillos de la purpurina oscura que adornaba su máscara, mientras sus labios formaban una sonrisa cínica. Había encontrado otra pareja aún más funesta que la anterior, un joven matrimonio que parecía amarse y mostrar muestras de afecto en publico.
- Espeluznante - Susurró, aceptando la copa del camarero. Llevó la misma a sus labios y bebió, sin poder apartar los ojos de aquellas criaturas ilusas. El amor era sin duda la raíz de todos los problemas en sus novelas. Y no había nada más doloroso que el amor correspondido. Pues cuando uno de los amantes terminaba por despertar del sueño idílico, sólo quedaba la opción de clavar una daga en el corazón del otro amante, asesinando así un amor que jamás debió surgir.
Niord Süskind- Vampiro Clase Alta
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