Melancholy | Privado

por **Sylvanas** Jue Jun 09, 2016 6:44 pm

La noche que acababa de pasar, había sido literalmente su primera noche en París y había sido terrible, pues el lugar más barato que encontró para pasar la noche la había dejado sin francos y, como si fuera poco, aquella paga ni siquiera incluía algo que comer. Por lo tanto, ya no le quedaban Francos suficientes para pagar un hospedaje para aquel segundo día y, como si fuera poco, tampoco tenía qué comer, razones por las cuales hizo lo que siempre hacía en momento así: se iba a dar vueltas por los barrios más vulnerables, atendía enfermos, hacía un par de curaciones y les cobraba nada más que medio centavo. Pero París era un lugar muy grande como para irse caminando hacia aquellos lugares, por lo que nada más se instaló en el mercado ambulante. Con su buena atención y buen trato, la gente poco a poco comenzó a llegar en busca de sus atenciones pues los vagabundos y gitanos de los alrededores pasaban el dato y, pronto, le pedían que ella se trasladara a ciertas partes y lugares a atender otras personas. «¿Cómo es que cobra tan barato, señorita?», le preguntó una anciana y ella, encogiéndose de hombros, nada más contestó: «No tengo licencia.» Aquello había causado risa entre los asistentes, pero era verdad. Además, tampoco quería pedirle a la gente más de lo que podían dar; y tampoco estaba atendiendo casos médicos muy complicados, pues nada era fuera de lo regular.

Así fue que se armó de francos durante la tarde y pronto ya le era suficiente para pagarse otra habitación para aquella noche, quizá la siguiente incluso, aunque también había obtenido datos de dónde era mejor gastar esos francos y dónde no, por lo que ya comenzaba a pensar en retirarse de aquel lugar cuando una última persona más se le acercó. Era un hombre anciano tapado con una capa que le pidió fuese a ver a su señora que se encontraba en mal estado y sus sirvientes temían por su vida. ¿Los problemas? Eran dos. Uno, que vivía en las zonas alejadas de París y dos, que su marido no podía enterarse, aunque no especificó por qué. Aquello le sonaba más como un rollo que como un buen negocio, por inhumano que fuera pensar en la medicina como un negocio, pero al fin y al cabo era su ingreso primordial. Se la pensó unos minutos; si iba, tendría que pagar un carruaje o algo que la llevase hasta allá, lo cual haría que gastase la mitad del ingreso de aquel día y, si resultaba ser una trampa o un fraude, entonces estaría otro día más sin comer. Sin embargo, si no llegaba a ser una trampa y un fraude, entonces había un paciente que necesitaba su ayuda y, si así fuera el caso, aunque le pagase tan solo un centavo, entonces valía la pena el viaje y el riesgo si es que salvaba su vida. Con un suspiro, le prometió al encapuchado que iría, a lo que este le dio todas las indicaciones de dónde se encontraba la residencia pero que, si el marido llegaba a estar en casa cuando fuera, mejor nada más pidiera poro un vaso de agua y se fuera sin insistir y probablemente sin recibirlo. Cuento corto, siguió esas y todas las otras indicaciones al pie de la letra, llegó en carruaje y ahora se encontraba de pie frente a la residencia.

Se acercó a golpear la puerta y un hombre distinto le abrió. Por un momento se asustó, pero ante una rápida examinación, se dio cuenta de que el tipo no tenía pinta de ser marido.- ¿Es esta la residencia de Karla Marquand? -Preguntó, sí le respondieron.- ¿Se encuentra su marido en casa? -No.- ¿Cuánto falta para que llegue? -El hombre parecía confundido, pero finalmente le respondió: no se sabe.- Igual sirve. Entonces puedo pasar a revisar a la señora, ¿no es así? Soy médico, me buscaron en el mercado para que viniera. -Se explicó y entonces el hombre la hizo pasar rápidamente y le ofreció colgar la chaqueta que se estaba quitando en el perchero de la entrada.- No, -se negó.- si el esposo llega y yo sigo aquí, no debe ver esto. -Dijo y, con el hombre como guía, subió camino a la habitación en la que se encontraba la mujer que debía revisar. Miraba a su alrededor, pensando que aquella gente debía ser de clase alta como para tener tan grande casa y sirvientes, pero que se veía bastante lúgubre y mal cuidada. Quizá comenzaban a perder su fortuna; quizá sí se iría con solo un centavo.

Finalmente le dejaron entrar al cuarto. Su clienta se encontraba recostada en la cama y parecía que dormía. El hombre le hizo señas que no comprendió y nada más se fue, dejándolas solas. La bruja volvió la vista a la cama, acercándose a un costado de esta y dejando su chaqueta sobre las cobijas, quitándose ahora la cartera que hizo ruido con las cosas que llevaba dentro.- Disculpe, ¿es usted la señora Marquand? ¿Karla Marquand? -Dijo elevando la voz poco a poco mientras hablaba, de modo de no despertarla abruptamente.- Mi nombre es Sylvanas y soy médico; los sirvientes de la casa me pidieron que viniese a verla a escondidas del señor. ¿Está usted de acuerdo o prefiere que me vaya? -Dejó la cartera en el suelo, sin quitar la vista de la mujer. Ya con los ojos cerrados le daba una mala impresión; esperaba que con ojos abiertos y despierta no coincidiera con su instinto.

por **Karla Marquand** Miér Jul 20, 2016 7:36 pm

Haber perdido a su primer hijo le había causado demasiado daño. Hubo violencia antes, violencia después, y días que parecieron eternos en los que no dejaba de manchar. Tariq no quería que la viera ningún médico, porque la tenía confinada en esa maldita casa en la que nadie había sido capaz hasta ahora de encontrarla. Pero lo peor de todo, era la depresión por la que ella pasaba ¿Cómo no hacerlo? Había puesto miles de esperanzas en ese bebé que ahora yacía enterrado en el jardín; lo había hecho ella misma, con sus manos, sin importar que también eso quedara destrozado.

Pero eso había ocurrido cuando Karla aún podía salir de la cama y hacer cosas por sí misma. Los días siguientes empeoraron, Tariq la trataba igual que siempre, terrible, hasta que una mañana cualquiera, ya no pudo levantarse más. La fiebre se apoderó de ella y tenían que ayudarla a moverse, incluso para ir al baño. Por supuesto, su esposo desapareció por entonces y, los únicos dos empleados que tenían, hicieron lo posible por verla mejor. No obstante, ni los caldos ni las aguas de hierbas que le suministraran surtían efecto alguno; ella se dejaba ir sin luchar un ápice y la fiebre aumentaba con el paso de los días —Señora, vamos a llamar a un médico, tiene que verla alguien o va a morir— le había dicho la anciana mujer de la casa mientras ponía paños de agua helada sobre su frente —No— jadeó Karla —Si él se entera… tú sabes que va a matarnos. Déjame así, prefiero ser solo yo quien ya no esté más, por favor— suplicó dos días atrás, antes de empezar a tener alucinaciones por el alto grado que alcanzaba su fiebre.

—Si en algún momento escucha que se dirigen a alguien como “Señor” o algo similar, deberá esconderse o escapar ¿De acuerdo? Él no tolera que nadie vea a su esposa, incluso yo soy un intruso y me iré en un momento. Sólo quedan mis tíos, los dos ancianos que sirven en este maldito lugar. Sígame, le mostraré dónde descansa. Ella tampoco sabe que yo estoy aquí — explicó a la supuesto médico el muchacho, quien pronto se retiraría por su propio bien. Había llegado allí para ayudar en un par de cosas, pero se perturbaba tan pronto que debía salir al poco tiempo y resistirse a avisar a la policía sobre las cosas horribles que allí ocurrían. Y en esa ocasión no sería distinto, porque una vez dejó allí a la mujer a la que hubo llamado bajo tanto riesgo su tío, se retiró.

En la cama, Karla permanecía inmóvil y con los ojos cerrados, como perduraba la mayor parte del tiempo. Las frazadas las tenía hasta el cuello para evitar que tiritara y de hecho, así podía pasar muchas horas hasta que aparecía alguna alucinación o pesadilla. Ahora, escuchaba a lo lejos su nombre, con una voz distinta a la única voz femenina que escuchaba desde que se hubo casado ¿Quién era? La sola pregunta hizo que se removiera un poco en esa cama y empezara a negar con la cabeza —No, no, vete, él te va a matar si te encuentra— dijo con dificultad, aunque en realidad no había escuchado nada con claridad distinto a su nombre —Mamá, huye, llama a alguien, él no me deja ir, mató a…— agregó, sin abrir los labios lo suficiente como hablar de un modo del todo comprensible. Estaba muriendo, el color de su piel daba la impresión de tornarse en un tono verdoso, y tenía unas ojeras enormes que parecían hundirle los ojos al mismo tiempo. La belleza que antes alardeara se desvanecía, al igual que la alegría que siempre la caracterizara. De Karla Sartre sólo quedaba resquicios, mismos que en cuanto Tariq descubría, seguía destruyendo para volver a marcar a fuego el apellido de la carga, de la maldición: Marquand.

En el fondo, Karla sólo deseaba una de dos cosas. La primera, consistía en ser encontrada. Era imposible que no existiera la duda en su familia a esas alturas. Una vez el matrimonio concluyó, ella no volvió a ser vista por nadie, y mucho menos le fue permitido el envío de cartas para al menos disimular. No le cabía la menor duda sobre su búsqueda, alguien debería hacerlo, pero quizás cuando lo lograran, sería demasiado tarde. La segunda opción, era la muerte. Esta última podría ser la de su esposo. No así, ella tenía más que claro que no contaba con tan buena suerte, y fue por lo mismo que se dejó llevar por lo mal que se sentía. La espera se hacía larga, pero llegaría tarde o temprano. Cerrar los ojos para siempre parecía la única opción posible para liberarse de Tariq Marquand.

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