AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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En blanco · Morgiana Blumer ·
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En blanco · Morgiana Blumer ·
Nunca podré olvidar el olor a primavera impregnado en sus cabellos. Casi parece que hayan pasado décadas desde la última vez en que lo sentí, pero aún así, lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Es extraño, cómo la memoria únicamente guarda aquellos acontecimientos que decidimos como más relevantes, sin importar cuánto tiempo pase, o la cantidad de veces que decidamos revivirlos. Yo jamás he sido muy dado a centrarme en momentos de ese tipo, más que nada porque sé que no me beneficia en absoluto. Pensar en ella de esa forma, recordarla de ese modo, sólo hace que el dolor en mi pecho se haga más agudo. No, no quiero que los pocas memorias felices que tengo se tornen dolorosas solamente por el hecho de que nunca fui partícipe directo de las mismas. Antes me bastaba con ser un observador, una pieza más de su mundo. Ahora también me conformo, por supuesto, pero cada vez se hace más duro observar como su mundo se expande mientras el mio sigue siendo exactamente el mismo. Proteger y servir. Cumplir con mi palabra. Seguir maldito. Lo más interesante de mi vida es que no envejezco a un ritmo normal, y la verdad, más que una ventaja, es realmente un inconveniente. No es algo que pueda cambiar, sin embargo, así que no me queda otra que aguantarme. Suspiré casi sin darme cuenta, para luego dirigir la mirada al cielo. Nublado, como los últimos días. Casi parecía que no estuviera realmente tan lejos de mi hogar, donde el clima solía ser así todo el tiempo.
Así, frente al mar, Francia y Escocia se sentían conectados de algún modo, o quizá simplemente así es como yo había elegido sentirme. La verdad es que ni siquiera sabía qué demonios estaba haciendo allí. La arena se sentía cálida a mi espalda, a pesar de que la brisa era bastante fresca. Justo entonces me di cuenta de que debía ser temprano en la mañana. ¿Había dormido allí, junto al mar? ¿Por qué? Quise moverme, pero mi cuerpo estaba extrañamente entumecido, y un dolor agudo procedente de varias partes del mismo me impedía si quiera sentarme apropiadamente. Flashes de los últimos días fueron apareciendo ante mis ojos perezosamente, haciendo que me cuestionase cuánto tiempo realmente había estado dormido. Recordaba un fuego, dolor, un disparo -que a juzgar por el estado de mi chaqueta había impactado sobre mi abdomen, ya no sangraba, pero la mancha era considerable-, mi vista nublándose, Irïna gritando... ¡Un momento! ¿Dónde estaba ella? ¿Por qué no había sido capaz de centrarme en su ausencia? ¿Aún estaba delirando? Quería gritar, pero no me salían las palabras. El pánico comenzó a surgir en mi pecho bruscamente, acompañado de la náusea. Proteger y servir. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué había ido a parar a una playa en un momento como ese? Tenía que moverme. Tenía que buscarla. Tenía que empezar a cumplir apropiadamente con mi destino, con mi palabra. ¿Qué sentido tenía mi vida si no era capaz de hacer bien lo único que alguna vez me había importado?
No tengo muy claro cuándo es que todo comenzó a ponerse negro nuevamente. Sabía que aún era de día, así que la única explicación es que mis ojos se habían cerrado. Luché por abrirlos, por encontrar mi voz nuevamente, pero sólo el murmullo del mar era audible, como si estuviera a gran distancia, y junto con él, voces apagadas, sofocadas. No pude comprender lo que decían al principio...
- ¡Oh, Dios mío! ¿Qué es eso? Parece un cuerpo, ¿no es así? ¿Qué habrá pasado? -Sin duda por mi estado era probable que sí lo pareciese. A pesar de ello, no noté a nadie aproximarse para ayudarme, ni siquiera para comprobar si seguía vivo. Quise reírme, pero todo lo que hice fue gemir silenciosamente. En realidad, ¿quería que me encontraran? ¿Necesitaba de su auxilio? Sabía que en aquel momento debería estar haciendo algo importante, pero era incapaz de recordar el qué. Sólo el olor de las flores, de la hierba, impregnados en su cabello, eran lo bastante intensos para envolverme. ¿Por qué ese recuerdo en concreto? Tal vez nunca lo sepa. Pero con él me quedé dormido, y el mundo dejó momentáneamente de tener interés alguno para mi.
Así, frente al mar, Francia y Escocia se sentían conectados de algún modo, o quizá simplemente así es como yo había elegido sentirme. La verdad es que ni siquiera sabía qué demonios estaba haciendo allí. La arena se sentía cálida a mi espalda, a pesar de que la brisa era bastante fresca. Justo entonces me di cuenta de que debía ser temprano en la mañana. ¿Había dormido allí, junto al mar? ¿Por qué? Quise moverme, pero mi cuerpo estaba extrañamente entumecido, y un dolor agudo procedente de varias partes del mismo me impedía si quiera sentarme apropiadamente. Flashes de los últimos días fueron apareciendo ante mis ojos perezosamente, haciendo que me cuestionase cuánto tiempo realmente había estado dormido. Recordaba un fuego, dolor, un disparo -que a juzgar por el estado de mi chaqueta había impactado sobre mi abdomen, ya no sangraba, pero la mancha era considerable-, mi vista nublándose, Irïna gritando... ¡Un momento! ¿Dónde estaba ella? ¿Por qué no había sido capaz de centrarme en su ausencia? ¿Aún estaba delirando? Quería gritar, pero no me salían las palabras. El pánico comenzó a surgir en mi pecho bruscamente, acompañado de la náusea. Proteger y servir. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué había ido a parar a una playa en un momento como ese? Tenía que moverme. Tenía que buscarla. Tenía que empezar a cumplir apropiadamente con mi destino, con mi palabra. ¿Qué sentido tenía mi vida si no era capaz de hacer bien lo único que alguna vez me había importado?
No tengo muy claro cuándo es que todo comenzó a ponerse negro nuevamente. Sabía que aún era de día, así que la única explicación es que mis ojos se habían cerrado. Luché por abrirlos, por encontrar mi voz nuevamente, pero sólo el murmullo del mar era audible, como si estuviera a gran distancia, y junto con él, voces apagadas, sofocadas. No pude comprender lo que decían al principio...
- ¡Oh, Dios mío! ¿Qué es eso? Parece un cuerpo, ¿no es así? ¿Qué habrá pasado? -Sin duda por mi estado era probable que sí lo pareciese. A pesar de ello, no noté a nadie aproximarse para ayudarme, ni siquiera para comprobar si seguía vivo. Quise reírme, pero todo lo que hice fue gemir silenciosamente. En realidad, ¿quería que me encontraran? ¿Necesitaba de su auxilio? Sabía que en aquel momento debería estar haciendo algo importante, pero era incapaz de recordar el qué. Sólo el olor de las flores, de la hierba, impregnados en su cabello, eran lo bastante intensos para envolverme. ¿Por qué ese recuerdo en concreto? Tal vez nunca lo sepa. Pero con él me quedé dormido, y el mundo dejó momentáneamente de tener interés alguno para mi.
Última edición por Lorick N. Mercier el Dom Oct 09, 2016 11:25 am, editado 1 vez
Lorick N. Magné- Licántropo Clase Alta
- Mensajes : 86
Fecha de inscripción : 10/04/2014
Re: En blanco · Morgiana Blumer ·
"Yo en tu lugar dejaría de esperar tanto, cerraría las persianas, le echaría llave a la puerta y me largaría de aquí para siempre."
Solemos callar porque pensar en voz alta hace que nos sintamos incómodos con nuestras propias verdades y preocupaciones, solemos apartar la vista cuando el tiempo rompe y las dudas emergen desde lo más profundo de nuestro ser. Vivimos en una historia (o al menos lo intentamos) de libros y canciones, de promesas por cumplir y detalles ínfimos capaces de hacernos sonreír gráciles y con el corazón rebosante. Así pues, ¿dónde está el amor del que tanto hablan? No me atrevo a pensar en los atardeceres que me he perdido por mirar en la dirección errónea, ahí donde mi alma no hace más que perjudicarse a sí misma. Temo desperdiciar como en antaño años bajo la sombra del mismo árbol, uno que ya ha brotado y no requiere mis cuidados; uno que en su día me hizo tanta compañía. El relucir de ambas cuencas oscuras se extravían en el interior del cabriolé mientras recorre las mañaneras calles de París, noto la decadencia de los barrios bajos y el hedor nauseabundo me obligan a apartar la vista e incluso, cambiar de rumbo.
Iré allá donde pueda romper esta burbuja que tanto me retiene y no deja que saboree el libertinaje, me reuniré con la impía brisa para que meza mis rebeldes mechones y donde los paisajes me dejen sin habla; la costa. Con la ayuda de Mauricio, un caballero de mediana edad desciendo por los diminutos peldaños del carruaje hasta tocar el pavimento, hace frío debido a las tempranas horas aunque no me importa en absoluto, escalofríos recorren mi espina dorsal a la par que me adentro en el panorama de ensueño. Mi asistente aguarda con la mirada fija en mis andares por si le requiero, la arena se cuela por el alto de las botas haciéndome cosquillas con cada paso realizado, acercándome a la marea un tanto tranquila donde las espumosas olas se deshacen al colisionar contra la orilla húmeda. Con las palmas de mis brazos trato de darme calor sin perderme ni por un segundo la cantidad de colores entremezclados en el firmamento, creando un mosaico lo suficientemente hermoso como para que quede grabado en las retinas de mis luceros. Si he de vivir con el deseo latente de poder hacer que esta realidad se parezca un poco más a esos sueños de los que despierto con ganas de continuarlos, sueños en donde no siento la falta de afecto y por fin deshago esta maldición de ser reclusa por mandato de la soledad, parecen perfectos y aún así tiemblo cuando despierto sin razón maldita.
Lo que logra que mis pies vuelvan a estar sobre la arena y no en este mundo abstracto donde me oculto son los murmuros de los que parisinos y sobretodo, la dirección en la que observan de soslayo y temerosos. ¿Qué habrá y por que les llama tanto la atención? Me acerco con cautela hasta percatarme de la malograda situación, ¡un cadáver! Uno que sigue bombeando sangre pues su pecho continúa en un vaivén donde su respiración es casi inaudible, débil. ― ¡Mauricio! ― Chillé entre la muchedumbre, asustándoles. Por no decir que hasta yo me encuentro asustada y sobretodo, anonadada por la falta de solidaridad de esta gente que ni siquiera supo acercarse a este pobre hombre. ― Súbalo al cabriolé, hay que llevarlo a un lugar donde pueda ser atendido urgentemente. ― El asistente no desobedece y robusto como es él lo carga hasta acomodarlo en el interior de dicho vehículo, según los farfulles, porque no son más que farfulles nos comunican que cerca de la costa hay hostales donde pueden atenderle. Nunca he estado en uno de baja clase y en cuanto arribamos, el ambiente me transforma el gesto de mi rostro a uno estupefacto; la suciedad pulula y antes que sentir repugnancia noto un dolor adherirse a mi garganta, pena. Con una cantidad justa de francos llegamos a un acuerdo, pues no están de acuerdo con la entrada de este hombre que podría exhalar su último suspiro en cuestión de segundos en su local.
¿Qué he de hacer? Entre los dos lo acostamos en el lecho de una de las mugrientas habitaciones, el olor a pescado podrido acabará enfermándome y aunque trate de disminuir la recia fragancia con un pañuelo de seda es prácticamente imposible. ― Quítele la prenda superior, debemos cerciorarnos de sus magulladuras. ― En una de las secciones de su chaqueta, justamente en el abdomen preveo un manchurrón de sangre, pero en su cuerpo sólo es visible lo que vendría siendo un leve moratón, confundiéndome. Llegamos a la conclusión de que este hombre ha pasado por un mal momento y se encuentra desmayado. ― Vaya y compre algo que pueda combatir el malestar, lo necesitará cuando despierte. Yo me quedaré a su cargo. ― Decisión que a Mauricio no satisface, quizás por el peligro que puedo correr, sin embargo, obedece. A continuación y con el corazón encogido ante las sorpresas que se lleva una nada más adentrarse en las costas de París, me deshago de los guantes y la prenda superior que actúa como rebeca, protegiéndome lo justo del frío.
Me parece condescendiente por mi parte que toque su frente, apartándole algún que otro mechón para cerciorarme de si tiene fiebre, en efecto. Es la primera vez que cuido de alguien y en mí no hallo que podría ayudarle a sentirse mejor, así pues y sintiéndome un tanto inútil tomo asiento en el lecho, cerca de sus pies hasta que Mauricio llegue o el desconocido despierte.
Solemos callar porque pensar en voz alta hace que nos sintamos incómodos con nuestras propias verdades y preocupaciones, solemos apartar la vista cuando el tiempo rompe y las dudas emergen desde lo más profundo de nuestro ser. Vivimos en una historia (o al menos lo intentamos) de libros y canciones, de promesas por cumplir y detalles ínfimos capaces de hacernos sonreír gráciles y con el corazón rebosante. Así pues, ¿dónde está el amor del que tanto hablan? No me atrevo a pensar en los atardeceres que me he perdido por mirar en la dirección errónea, ahí donde mi alma no hace más que perjudicarse a sí misma. Temo desperdiciar como en antaño años bajo la sombra del mismo árbol, uno que ya ha brotado y no requiere mis cuidados; uno que en su día me hizo tanta compañía. El relucir de ambas cuencas oscuras se extravían en el interior del cabriolé mientras recorre las mañaneras calles de París, noto la decadencia de los barrios bajos y el hedor nauseabundo me obligan a apartar la vista e incluso, cambiar de rumbo.
Iré allá donde pueda romper esta burbuja que tanto me retiene y no deja que saboree el libertinaje, me reuniré con la impía brisa para que meza mis rebeldes mechones y donde los paisajes me dejen sin habla; la costa. Con la ayuda de Mauricio, un caballero de mediana edad desciendo por los diminutos peldaños del carruaje hasta tocar el pavimento, hace frío debido a las tempranas horas aunque no me importa en absoluto, escalofríos recorren mi espina dorsal a la par que me adentro en el panorama de ensueño. Mi asistente aguarda con la mirada fija en mis andares por si le requiero, la arena se cuela por el alto de las botas haciéndome cosquillas con cada paso realizado, acercándome a la marea un tanto tranquila donde las espumosas olas se deshacen al colisionar contra la orilla húmeda. Con las palmas de mis brazos trato de darme calor sin perderme ni por un segundo la cantidad de colores entremezclados en el firmamento, creando un mosaico lo suficientemente hermoso como para que quede grabado en las retinas de mis luceros. Si he de vivir con el deseo latente de poder hacer que esta realidad se parezca un poco más a esos sueños de los que despierto con ganas de continuarlos, sueños en donde no siento la falta de afecto y por fin deshago esta maldición de ser reclusa por mandato de la soledad, parecen perfectos y aún así tiemblo cuando despierto sin razón maldita.
Lo que logra que mis pies vuelvan a estar sobre la arena y no en este mundo abstracto donde me oculto son los murmuros de los que parisinos y sobretodo, la dirección en la que observan de soslayo y temerosos. ¿Qué habrá y por que les llama tanto la atención? Me acerco con cautela hasta percatarme de la malograda situación, ¡un cadáver! Uno que sigue bombeando sangre pues su pecho continúa en un vaivén donde su respiración es casi inaudible, débil. ― ¡Mauricio! ― Chillé entre la muchedumbre, asustándoles. Por no decir que hasta yo me encuentro asustada y sobretodo, anonadada por la falta de solidaridad de esta gente que ni siquiera supo acercarse a este pobre hombre. ― Súbalo al cabriolé, hay que llevarlo a un lugar donde pueda ser atendido urgentemente. ― El asistente no desobedece y robusto como es él lo carga hasta acomodarlo en el interior de dicho vehículo, según los farfulles, porque no son más que farfulles nos comunican que cerca de la costa hay hostales donde pueden atenderle. Nunca he estado en uno de baja clase y en cuanto arribamos, el ambiente me transforma el gesto de mi rostro a uno estupefacto; la suciedad pulula y antes que sentir repugnancia noto un dolor adherirse a mi garganta, pena. Con una cantidad justa de francos llegamos a un acuerdo, pues no están de acuerdo con la entrada de este hombre que podría exhalar su último suspiro en cuestión de segundos en su local.
¿Qué he de hacer? Entre los dos lo acostamos en el lecho de una de las mugrientas habitaciones, el olor a pescado podrido acabará enfermándome y aunque trate de disminuir la recia fragancia con un pañuelo de seda es prácticamente imposible. ― Quítele la prenda superior, debemos cerciorarnos de sus magulladuras. ― En una de las secciones de su chaqueta, justamente en el abdomen preveo un manchurrón de sangre, pero en su cuerpo sólo es visible lo que vendría siendo un leve moratón, confundiéndome. Llegamos a la conclusión de que este hombre ha pasado por un mal momento y se encuentra desmayado. ― Vaya y compre algo que pueda combatir el malestar, lo necesitará cuando despierte. Yo me quedaré a su cargo. ― Decisión que a Mauricio no satisface, quizás por el peligro que puedo correr, sin embargo, obedece. A continuación y con el corazón encogido ante las sorpresas que se lleva una nada más adentrarse en las costas de París, me deshago de los guantes y la prenda superior que actúa como rebeca, protegiéndome lo justo del frío.
Me parece condescendiente por mi parte que toque su frente, apartándole algún que otro mechón para cerciorarme de si tiene fiebre, en efecto. Es la primera vez que cuido de alguien y en mí no hallo que podría ayudarle a sentirse mejor, así pues y sintiéndome un tanto inútil tomo asiento en el lecho, cerca de sus pies hasta que Mauricio llegue o el desconocido despierte.
Morgiana Blumer- Humano Clase Media
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Fecha de inscripción : 26/08/2016
Localización : Paris.
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Re: En blanco · Morgiana Blumer ·
Supongo que debería estar acostumbrado a la sensación de perder la identidad, la cordura, todo aquello que te hace ser quien eres... Después de todo es algo que me ocurre una vez al mes, cuando la Luna luce llena gobernando el cielo nocturno, y llama a esa naturaleza bestial que se oculta en mi interior. Sí, probablemente debería estar acostumbrado a esa sensación, a la de que mis recuerdos, mis experiencias, me sean arrebatados por un ente externo, sin que pueda hacer nada para remediarlo, para detenerlo. Pero mentiría si dijera que lo estoy. Ese tipo de sensación no es algo a lo que uno pueda adaptarse o aceptar con tanta facilidad. Ojalá así fuera, pero no. Perder lo que eres sólo hace que la siguiente vez que te ocurre, estés mucho más asustado, mucho más confuso porque, ¿y si esta vez no hay marcha atrás? ¿Y si no logro volver a mi verdadero yo? Es un miedo irracional, posiblemente, pero que está arraigado en mi interior, que forma parte de mi mismo, siendo lo único que permanece cuando todo lo demás no está.
Creo que fue eso lo que me despertó. No fueron las voces ajenas que me hablaban intentando que recuperara la consciencia. No fue el ajetreo de notar cómo mi cuerpo era arrastrado, llevado a alguna parte, lejos de esa playa que me había ofrecido cobijo quién sabe por cuánto tiempo. No fue el perfume de mujer que se intensificó cuando la dama colocó su mano sobre mi frente, ni el hedor de aquella habitación, ni siquiera la sensación de tener un colchón tras la espalda. Lo que hizo que abriera los ojos, primero de forma intermitente, adaptándome a la luz, y luego de par en par, fue el terror que recorrió mi cuerpo súbitamente. La certeza de que había algo que no encajaba, de que había perdido una parte de mi mismo y que no sabía cómo ni por qué, ni siquiera si sería capaz de recuperarla. La sensación de pérdida era lacerante, casi tanto como el pánico, pero todo cuanto pude hacer fue rogar por agua. Necesitaba beber. Notaba arena en los labios, y podía oler la sal impregnada en mi piel, como si se tratara de una costra. ¿Había caído al mar en algún momento? De alguna forma, le encontraba sentido, aunque no tenía ni idea de por qué.
Apenas podía moverme, aunque logré alzar la cabeza lo suficiente para toparme con la silueta de una desconocida, que me observaba con fijeza desde los pies de aquella cama. ¿Quién era ella? ¿Dónde demonios estaba? ¿Por qué el pecho me dolía tanto, que casi parecía que me fuera a estallar? Mi temperatura estaba más alta de lo normal, algo que indudablemente había conseguido que aquel cuartucho se templara también. Algo en aquel sitio me resultaba familiar, casi como si en algún momento de mi vida hubiese vivido en un lugar parecido, aunque el olor era demasiado fuerte, siendo lo único que me parecía fuera de lugar. Claro que, aunque hubiera querido, en aquellos momentos no podía estar seguro. Lo único que sabía, era que no recordaba nada. De lo sucedido, acerca de mis heridas, de por qué mi cuerpo estaba tan pesado, o de por qué no había entrado en pánico a esas alturas. Me llevé la mano de forma casi automática al cuello, y allí los encontré. Dos heridas de forma redonda, que me dieron la pista que necesitaba para saber por qué todo me dolía a pesar de no estar tan malherido. Cuando un ser de mi naturaleza se encuentra con un opuesto, un vampiro, eso era lo que ocurría. Aunque por más que lo intentara no podía recordar ningún encuentro, o pelea. Realmente, ni siquiera sabía cuál era mi nombre, si es que tenía alguno.
- S-señora... ¿d-dónde estoy? -Mi voz salió como apenas un susurro, entrecortada, dubitativa, como si no supiera cómo articular las palabras correctamente. - Agua... Agua, por favor... -La segunda vez que hablé, parecía más un ruego. Necesitaba calmar mi sed, pero también intentar que mi temperatura se estabilizara. Podía notar el veneno circulando por mi sangre, espesa por la deshidratación. No podía permanecer en ese estado por más tiempo. Si lo hacía, moriría. Moriría sin recordar lo sucedido. Moriría sin recordar aquello tan importante que pujaba por reaparecer en mi consciente, pero que no era capaz de surgir.
Creo que fue eso lo que me despertó. No fueron las voces ajenas que me hablaban intentando que recuperara la consciencia. No fue el ajetreo de notar cómo mi cuerpo era arrastrado, llevado a alguna parte, lejos de esa playa que me había ofrecido cobijo quién sabe por cuánto tiempo. No fue el perfume de mujer que se intensificó cuando la dama colocó su mano sobre mi frente, ni el hedor de aquella habitación, ni siquiera la sensación de tener un colchón tras la espalda. Lo que hizo que abriera los ojos, primero de forma intermitente, adaptándome a la luz, y luego de par en par, fue el terror que recorrió mi cuerpo súbitamente. La certeza de que había algo que no encajaba, de que había perdido una parte de mi mismo y que no sabía cómo ni por qué, ni siquiera si sería capaz de recuperarla. La sensación de pérdida era lacerante, casi tanto como el pánico, pero todo cuanto pude hacer fue rogar por agua. Necesitaba beber. Notaba arena en los labios, y podía oler la sal impregnada en mi piel, como si se tratara de una costra. ¿Había caído al mar en algún momento? De alguna forma, le encontraba sentido, aunque no tenía ni idea de por qué.
Apenas podía moverme, aunque logré alzar la cabeza lo suficiente para toparme con la silueta de una desconocida, que me observaba con fijeza desde los pies de aquella cama. ¿Quién era ella? ¿Dónde demonios estaba? ¿Por qué el pecho me dolía tanto, que casi parecía que me fuera a estallar? Mi temperatura estaba más alta de lo normal, algo que indudablemente había conseguido que aquel cuartucho se templara también. Algo en aquel sitio me resultaba familiar, casi como si en algún momento de mi vida hubiese vivido en un lugar parecido, aunque el olor era demasiado fuerte, siendo lo único que me parecía fuera de lugar. Claro que, aunque hubiera querido, en aquellos momentos no podía estar seguro. Lo único que sabía, era que no recordaba nada. De lo sucedido, acerca de mis heridas, de por qué mi cuerpo estaba tan pesado, o de por qué no había entrado en pánico a esas alturas. Me llevé la mano de forma casi automática al cuello, y allí los encontré. Dos heridas de forma redonda, que me dieron la pista que necesitaba para saber por qué todo me dolía a pesar de no estar tan malherido. Cuando un ser de mi naturaleza se encuentra con un opuesto, un vampiro, eso era lo que ocurría. Aunque por más que lo intentara no podía recordar ningún encuentro, o pelea. Realmente, ni siquiera sabía cuál era mi nombre, si es que tenía alguno.
- S-señora... ¿d-dónde estoy? -Mi voz salió como apenas un susurro, entrecortada, dubitativa, como si no supiera cómo articular las palabras correctamente. - Agua... Agua, por favor... -La segunda vez que hablé, parecía más un ruego. Necesitaba calmar mi sed, pero también intentar que mi temperatura se estabilizara. Podía notar el veneno circulando por mi sangre, espesa por la deshidratación. No podía permanecer en ese estado por más tiempo. Si lo hacía, moriría. Moriría sin recordar lo sucedido. Moriría sin recordar aquello tan importante que pujaba por reaparecer en mi consciente, pero que no era capaz de surgir.
Lorick N. Magné- Licántropo Clase Alta
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