Un ligero desliz {Oswald F. Murdock & Jeff}

La reunión con el señor Girardot había salido a pedir de boca. Un par de horas de lo más productivas, si alguien le preguntaba su opinión, las cuales en aquel momento todavía no valían para nada, pero que le acercaban un poco más al buscado premio. ¡Y vaya premio! Si todo salía como había previsto, en menos de una semana tendría una pequeña fortuna entre sus manos. Y todo habría sido obra suya, a diferencia de como acostumbraba a ser. En esa ocasión Yízo ni había tomado parte, ni tan siquiera tenía constancia del trabajo que había emprendido, algo inusual que le había obligado a mentir aa su esclavo a tiempo parcial, como en la presente noche, en la que se suponía que se encontraba inmerso en una visita a algún inversor de la otra misión que les mantenía ocupados día tras día. No sabía por qué no se lo había comentado, quizás por probarse algo a sí mismo o al mundo, o quizás por mera diversión, pero la realidad era que en ese momento casi se estaba arrepintiendo de tal decisión.

Estaba solo y caminando por esas estrechas callejuelas de París, de las que abundan por el centro de la urbe. Esas, precisamente esas que apenas lograban a iluminar un ápice las velas que, por ordenanza, los vecinos habían de colocar en las ventanas. Y no, ni tan siquiera se esforzaban en retirar la indecente capa de suciedad del cristal, así que, por muy buena intención que hubiera tenido consistorio, rey o mandatario que hubiese emitido dicha ley, servía para poco más que nada. Por su parte, el estimado señor Girardot o, en otras palabras, su proyecto de víctima había tenido por bien el ofrecerle su cochero para no tener que regresar a su residencia a pie, pero claramente él lo había rechazado, aludiendo que el propio se encontraba ya de camino. Por supuesto, la verdadera razón era que no iba a quedar cual pordiosero al aceptar la propuesta. Su plan alternativo había sido parar un carruaje que se le acercara, pero, o bien en París no se estilaba tal profesión, o se encontraba en el lado equivocado de la ciudad. Así que, ante la ausencia de éstos, no le quedaba más remedio que caminar por los desconocidos callejones.

En lo que se ajustaba la aparentemente nueva y realmente más que vieja levita para que le protegiera mejor del creciente frío, el portafolios de cuero que llevaba se le abrió, dejando caer al poco adecentado suelo un fajo de papeles. Y claro, el que no llegara a darse cuenta no hubiera sido preocupante de no ser por el pequeño matiz, minúsculo anodino detalle que hace merecer el relatar este acontecimiento: el contenido de los mismos.

Aquella tarde apenas había tenido tiempo, entre encuentro y encuentro, y ya que el joven hombre consideraba que la puntualidad entraba en su listado de virtudes mandatorias, no había podido revisar lo que había o dejaba de haber en aquel paquete. Sabía que portaba todo lo que necesitaba, pero no había podido asegurar si tenía también documentos de más hasta que deshizo los nudos de la carpeta. Los susodichos escritos eran en general notas privadas, de caligrafía rápida e imprecisa que marcaban tanto ideas, como sugerencias para sí mismo o líneas generales de actuación en la estafa. Y, como si los malabares verbales que había tenido que improvisar para evitar un desastre no hubieran sido suficiente advertencia, en cuanto la puerta del prontamente estafado se cerró, toda preocupación desapareció de su a ratos alborotada cabeza. Y, así, tras un pequeño descuido, una grave amenaza se cernía sobre sobre los planes de la pareja británica.