Étoiles dansant ~ [Ghenadie]

Noches de Luna radiante, consuelo y devoción para el joven gitano que deambulaba sin rumbo el día entero con objeto de obtener sustento para la madre perturbada que en casa le aguardaba. Hacía poco que había dado con una fuente de ganancias sumamente valiosa, aunque tan peligrosa como desconcertante; el malestar derivado de las preocupaciones era un sentimiento que jamás había tenido la oportunidad de experimentar hasta entonces y, sin embargo, le latía con vigor en medio del pecho. Desconocía en qué clase de aprieto se estaría involucrando, más allá de la encantadora narración que le había ofrecido su cliente, tal y como si hubiera memorizado las prosas de un libro para repetirlas al primer curioso que mostrara interés, había sido espectador de un relato elocuente situado en la realidad que le atañía a él y a los vivientes, pero que resultaba tan ajena a ellos como el rostro del sol a los videntes.

Una propuesta fuera de lo convencional le había sido transmitida esa misma mañana; se había topado con un grupo problemático de niños gitanos que se dispersaba colocando ramas entre las ruedas de los carruajes detenidos en la calle. En cierta ocasión, fueron reprendidos por un vigilante que merodeaba en los alrededores y Ghenadie se había encargado de interferir para que no les expulsaran a piedrazos.
En cierto modo, aquel escaso número de criaturas le recordaba su propia edad temprana; no podía negar el haber participado en numerosas travesuras con sus amigos por ese entonces, las innumerables especies de insectos que coleccionaban en frascos de dulce, la infinidad de árboles que habrían escalado para degustar los frutos en primavera, sus constantes imitaciones circenses al resguardo de las tiendas.
Los insistentes retoños le poblaron de preguntas, en pocos minutos ya había sido objeto de diversidad de apodos y manoseados sus brazos y rostro para la obtención de la «bendición lunar». A pesar del revuelo incitado por los pequeños, el albino fue receptor de sincera gratitud y dotado con un boleto que le permitiría presenciar el acto nocturno en el circo gitano.

El sol había sido engullido por el horizonte hacía ya unas buenas horas y Ghenadie estaba al tanto de su impuntualidad. Iba aprisa entre los transeúntes del bajo París para arribar lo más pronto posible al espectáculo que se estaría desarrollando en el interior de la gran tienda gitana.
Desafortunadamente, para cuando su intensiva travesía llegó a su fin, los guardas que custodiaban la entrada al circo le prohibieron el paso en vistas de la hora. Cuán devastador se alzaba el clamor de la multitud en el interior, el joven ansiaba con fervor poder presenciar alguno de los maravillosos actos que desde pequeño le habían conducido a un universo de ensueño en el que las estrellas cabían en la palma de la mano, los hombres se convertían en dragones y las mujeres en serpientes ataviadas con exquisitos colores.
Debió resignarse al exterior, a la silenciosa noche poblada de oscuridad. Por fortuna, recordaba cómo sortear a la vigilancia para colarse en la región posterior de la gran tienda, allí podría contemplar, al menos, a los bellísimos actores y su magnífico vestuario.

Se alojó en las proximidades del monstruoso complejo de tolderías y aguardó a obtener algún indicio de la posibilidad para inmiscuirse en los vestuarios. Desde allí pudo atisbar a ver el magnífico manto de seda remachada que empleaba una de las acróbatas, creyó oportuno el momento para aproximarse cuando una pelota rebotó contra su tobillo.
La tomó con la mano y la levantó del suelo para examinarla con mayor detenimiento, pero su dueña no se hizo esperar y debió interrumpir su escrutinio.
–No te preocupes, no ha sido nada –respondió tras esbozar una sonrisa, aproximándose hasta la muchacha con intención de devolverle el objeto.
Le tomó unos segundos reparar en el traje que llevaba puesto y la procedencia de la recién llegada, pero cuando finalmente lo hizo, abrió grandes los ojos, presa del asombro.
–¿Eres uno de los espectáculos del circo?, –interrogó con entusiasmo– ¡qué buena fortuna! Venía con intención de presenciar la función, pero olvidé preguntar la hora de inicio y me prohibieron la entrada –anunció, ligeramente avergonzado–, disculpa el atrevimiento, pero, ¿a qué te dedicas?

La algarabía en el interior de la exorbitante tienda se alzó sobre todos los sonidos de la noche, Ghenadie no pudo privarse de contemplar el monumento de telas que le obstruía la visión del espectáculo, se reprendió por su descuido al haber olvidado interrogar a los instigadores de su presencia en el lugar el horario de comienzo de la función.
Regresar al área en que se excluía a los de su clase era siempre ocasión para obtener un respiro, le permitía desligarse del ajetreo parisense, sus calles de adoquines, los centros de venta y los monótonos atuendos que, voluptuosos, exhibían excesivos detalles y una angustiosa escasez de color.

Debió conceder la razón a la jovencita en lo que atañía a la puntualidad, si bien no había sido su intención, aún en él recaía la culpa por haber olvidado indagar al respecto. Si el día arribaba en que hiciera mayor uso de su memoria para detalles del quehacer cotidiano, quizá perdiera su esencia de ser.
Que se especializara en malabarismo resultaba maravilloso, ya en su infancia había tenido la oportunidad de contemplar los ensayos de los abocados a esa actividad; los objetos viraban en el aire con completa soltura, como luchando contra las órdenes del universo que les obligaban a descender, y regresaban a las manos de sus señores semejantes a las aves adiestradas que eligieran el alimento seguro antes que el desgaste de someterse a su naturaleza.

Alojó con intensidad la mirada en sus utensilios y la dirigió, a continuación, hacia el rostro de la joven. Todos los gitanos disponían de un carisma singular, una suerte de energía motivadora, al servicio de las sonrisas y los buenos deseos, aquella desconocida no era la excepción y logró que Ghenadie bajara la guardia, después de todo, se había inmiscuido hacia la región posterior de la carpa en otra de sus infantiles travesuras.
–¡Debí haberlo supuesto!, –comentó con vehemencia–. Si formas parte del espectáculo, has de ser muy talentosa con los malabares –observó a continuación, sintiendo el deseo de mendigar una exhibición crecer con arrebato.

Una nueva ronda de aplausos se elevó entre el público del espectáculo y el joven albino profundizó el sentimiento de arrepentimiento. De niño había asistido una única vez en compañía de su madre al circo gitano, recordaba haber experimentado un viaje hacia una dimensión desconocida, en la cual los hombres sabían volar, reptar, enrollarse en sus propios cuerpos y dispersar polvo de cielo a sus observadores. Luego de aquello, las tareas del oficio le habían privado del tiempo para acompañarle nuevamente a la exhibición y Ghenadie había preferido desistir de hacerlo por su cuenta; ahora que se había decidido por aceptar la invitación y recrear aquella maravillosa experiencia, las condiciones no se mostraban a su favor.
De improviso, una despampanante idea afloró a su conciencia, llevándole a reaccionar sin previa meditación. Dio un paso al frente y entrelazó los dedos de sus manos frente a su pecho, dedicándole una destellante mirada a la muchachita.
–¿Crees que podrías hacer una demostración? –Volvía a comportarse como un chiquillo desamparado, carente de escrúpulos e inundado por la sed de misterios.

¿Eso dicen de los gitanos?, –indagó con perplejidad–. ¡Oh! Pero si de aquello se trata, el talento no proviene de la habilidad, sino de la pasión con la que el intérprete realiza su actividad.
Cualquier circense podría alzar pelotas en el aire y atraparlas con aptitud una vez añoraran el suelo; pero la magia del espectáculo residía en el cariño con el que el malabarista recibía de regreso a sus estrellas, el destello de sus ojos al brindarles vuelo por un instante, la danza interpretada por sus miembros al acompañar a los pinos en la estela de sus audaces piruetas. Que los monarcas del arte interpretado con puñados de fantasía decidieran compartir su actuación con el público era una de las más encantadoras maravillas del circo e independientemente de la calidad de la función –pues, no siempre los sinuosos bailarines hacían caso a las manos que les acunaban en el descenso– bastaba dejar que la sonrisa se contagiara en el rostro para acoger la calidez en el pecho.

Haber arribado tarde a la función había sido un infortunio, pero la intrepidez de su aventura por la región posterior de la tienda le había conducido a toparse con una artista de carne y hueso, una que se había detenido para hablarle y ahora accedía a enseñarle sus encantamientos. El destino volvía a soplar a su favor y la emoción que anidaba en el pecho del gitano se veía próxima a desbordar.
–¡Sería un honor! –exclamó encandilado por la expectativa–, si resulta incómodo que observe, puedes ignorar completamente mi presencia y hacer exactamente aquello que planeabas realizar.
La sonrisa se había impregnado en su rostro, recordaba con cierta sutileza la sensación de ensueño que producían los espectáculos montados en el circo, Ghenadie era fiel creyente de que la magia surgía del intercambio entre el acróbata y el visitante, aquel que se desempeña en su disciplina y el que encuentra en ella un secreto irrevelable y, por tanto, sumamente enigmático.

De improviso, el murmullo de una conversación comenzó a alzarse por sobre el del espectáculo y el joven albino huyó rumbo al monumento de carruajes y escenografía obsoletos que se alojaba a unos metros de su posición; allí halló refugio a los ojos de los transeúntes que, ataviados con sus pomposos uniformes estelares, transitaban desde la zona posterior hacia la frontal de la tienda. Logró disimular su presencia colocándose de rodillas detrás de un bombo deteriorado, la membrana que debía recibir los golpes estaba rasgada y su cilíndrica silueta había perdido el encanto de sus primeros usos; a su alrededor, un ejército de cajones repletos de vestuario agujereado construían la base de la barricada que enmudecía su presencia.
Ghenadie contempló la cima, coronada con la cabeza de un caballo de madera, y se preguntó si en realidad no sería una pira, dispuesta para ser incendiada una vez estuviera lo suficientemente apetitosa como para contentar el paladar del fuego.

Había dejado a la joven malabarista de pie en su sitio, esperaba no haberla ofendido con su repentina desaparición, no podía correr el riesgo de ser descubierto por otros integrantes del circo, pues, aquello habría supuesto su inmediata expulsión y, quizá, un inconveniente mayor para la atenta muchachita.
Aguardó inmóvil, sin ser capaz de escuchar la plática que se desarrollaba a sus espaldas, a espera de alguna señal que le asegurara estar a salvo. De improviso, reparó en que había olvidado preguntar el nombre de su compañera y se reprendió por lo bajo, aferrándose a sus esperanzas de poder presenciar el desenvolvimiento de sus habilidades.