Vive La Vie [ Libre ]

La vida de un bohemio, esa era la vida que tenía François, era precisamente así como se sentía. Quizá él no era nada de lo que la gente conocía como bohemio. No era intelectual en lo absoluto, filosofar no era uno de sus pasatiempos favoritos y la máxima obra de arte que había hecho en un lienzo habían sido tres líneas con pintura negra porque era el único color que había conseguido. Pero sin embargo él se sentía como se sentían los bohemios –como se suponía que se debían sentir-: revolucionario, con una manera de pensar diferente, despreocupado y, sobretodo, feliz. Feliz a pesar de no tener dónde dormir, y feliz por vivir cada día como si fuese su último día.

Aquel día no había sido muy diferente a cualquier otro día de su vida, quizá lo único extraño era el clima: estaba más frío que de costumbre pero nada que no fuese soportable. Se había levantado a eso de las siete de la mañana porque a esa hora abrían los puestos del mercado, se había acercado al puesto de “Madame Annabell” –una adorable señora regordete- y una vez más le había fiado un pedazo de pan y una naranja bajo la promesa de un futuro pago. Ella bien sabía que François no tenía ni un franco pero, por raro que sonase, lo estimaba y por eso lo ayudaba. Si hubiese sido otro quizá lo hubiera sacado a escobazos de su puesto.

Para el almuerzo la tuvo más difícil, tuvo que convertirse en gato y acercarse a la plaza central en donde las matronas sacaban a vender sus cacerolas de comida. François sabía lo que hacía, una de esas señoras adoraba a los gatos y se le era imposible negarse al lastimero maullido de un felino con hambre. Le dio un plato con leche, y unos residuos de pollo que la gente no había comido. Se los comió con gusto pero, por ser ración para gato, a las cuatro de la tarde ya tenía hambre nuevamente. No quería robar, había prometido no hacerlo más, así que fue nuevamente al mercado –ya casi era hora de cerrar- a ayudar a guardar las mercancías al viejo cegatón que vendía frutas.

Le pidió a cambio dos sandías, pero el viejo fue mucho más generoso. Tenía una botella de aguardiente y se la regaló así sin más alegando que: “Él y su esposa ya estaban viejos para tomar”. François la aceptó de inmediato y salió corriendo a uno de los callejones aledaños al mercado para disfrutar de sus sandías y de su aguardiente.

Se comió las frutas en un santiamén.

Con la botella de alcohol luchó un rato más, pero terminó tomándosela toda para eso de las diez de la noche.

El callejón estaba completamente oscuro y François no podía ni levantarse porque: Uno, estaba muy mareado; y dos, no había terminado de contarle al gato que lo acompañaba lo divertido que había sido su día. Y ya estaba casi por terminar con la historia del viejo ciego y su botella de agua ardiente cuando escuchó pasos muy cerca de él. Normalmente los hubiera ignorado pero estos se acercaban hacia él. -¿Sí?- Habló en voz alta y grave. –Aquí no hay nadie, caballero.- Supuso que era un hombre, porque una mujer no caminaría a esas altas horas de la noche por aquellos callejones. Y ni siquiera su visión nocturna le funcionaba bien con tanto alcohol que había bebido.

¿Qué no era un caballero y tampoco una dama?, ¿qué era entonces? Él no conocía más sexos que esos dos, aunque siendo él un ignorante callejero seguro había cosas que no sabía. –Vete, vete.- Le dijo en voz baja al gato para que se retirase del callejón y lo dejase concentrarse en la enigmática figura que se acercaba hasta él.

Sus sentidos ya no estaban tan entorpecidos y podía dilatar algo sus pupilares para obtener un mejor panorama. Así lo hizo y, ¡oh, sorpresa!, era una hermosa señorita. Se había acuclillado muy cerca de él dejando, en el acto, que la tela que cubría sus hombros se deslizase unos cuantos centímetros. Sus ojos se posaron inmediatamente en la piel que había quedado al descubierto, lucía tersa y suave y sus poros se hallaban ligeramente dilatados por el frío: normal.

Preguntó si se encontraba bien, y se ofreció a ayudarlo para hacerlo sentir mejor. ¿Ayudarlo?, ¿a qué clase de ayudase refería? Todo eso era muy extraño. Lo más seguro era que esa joven fuese una cortesana y lo había confundido con un caballero pudiente. Vaya, una lástima, él no tenía cómo pagar aquellos placeres que la señorita vendía.

–Estoy bien, señorita. Estoy perfectamente bien.- Apoyó las manos en el suelo e intentó ponerse de pie. No lo consiguió, ni bien apoyó un pie en el suelo, todo comenzó a darle vueltas y tuvo que dejarse caer.

Instintivamente cerró los ojos y se colocó una mano en la frente. –Sólo estoy algo mareado, eso es todo.- Se justificó entre risas. –Me tomé toda una botella de aguardiente.- Contó como si fuese una proeza. En realidad sí que lo era, no cualquiera podía tomarse una botella de aguardiente en tan poco tiempo como él. -Pero me la regalaron, no me la robé.- Negó con la cabeza y soltó la carcajada. Si allí cerca hubiese casas, de seguro le hubiesen aventado un balde de agua fría por perturbar el sueño.

“Sois afortunado, ¡lo que daría yo por un sólo trago de aguardiente!”

La miró desde su posición al escucharla decir eso y sintió algo de culpa en su interior. Si no fuera tan descontrolado, no se la hubiese tomado toda y en esos momentos tendría un poco para compartirle a la dama que tan amable se estaba portando con él. Además, no estuviera tan mareado y se podría convertir en gato para buscar algún lugar cálido en donde pasar la noche. ¡Maldito sea el desenfreno! Siempre intentaba ser precavido, racionar la comida, pero nunca lo había conseguido. Era una especie de ansiedad que sentía al tener algo de comer o beber: simplemente tenía que acabárselo.

-Me la acabé, madame, mil disculpas.- Habló por fin luego de su prolongado monólogo. Ya no iba a intentar ponerse de pie porque era obvio que todavía no estaba en condiciones de hacerlo. Tendría que esperar unos minutos más y, ¡menos mal que estaba aquella mujer allí! Si no, se aburriría demasiado.

Iba a preguntarle por su nombre, pero un cálido tacto al costado de su cuerpo lo distrajo. Era la mujer, estaba acariciándolo sin él habérselo pedido. ¡No podía ser posible! ¿Por qué no tenía dinero? Ni siquiera un franco partido por la mitad, ni siquiera algo de aguardiente para ofrecerle a cambio de su compañía, no tenía nada.

“¿Queréis que me quede con vos hasta que os sintáis mejor?”

Tragó saliva. –Me encantaría, Madame.- No pudo decirle que no, así como tampoco pudo decirle que no tenía dinero. Muy bajo de su parte pero, mientras ella no se lo preguntase él no diría nada al respecto; prolongaría ese momento tanto como pudiese. A fin de cuenta, lo peor que podía pasar era que ella le diese una bofetada por tal atrevimiento.

A continuación le preguntó por qué había bebido todo aquel aguardiente, si celebraba algo. François abrió los labios para darle respuesta pero, antes de hacerlo, lo pensó. ¿Qué pasaba si le decía la verdad? ¿Si le decía que el aguardiente se lo habían regalado y que se lo había tomado todo porque no tenía nada mejor que hacer? Seguramente lo dejaría allí botado, solo, y tan bien que la estaban pasando. Era mejor mentirle, sí; decirle lo que quería escuchar y él sabía muy bien lo que era.

-Madame, Madame, ha sido una larga noche para mí.- Sintiéndose más en confianza, acarició el dorso de la mano de la joven. –Mi jefe me regaló este aguardiente, estábamos celebrando porque me había acabado de comprometer con su hija.- Subió las caricias hasta el antebrazo, su piel era tan suave, imposible creer que tantos hombres la habían tocado. –Iba camino a mi casa para descorcharla y unos rufianes me atracaron.- Dejó de tocarla para darle a la escena el dramatismo que requería. –Me quitaron mi paga del día y dejaron mi ropa hecha jirones.- Señaló sus prendas. De hecho, esas eran sus mejores prendas. –No pude hacer nada, eran demasiados y estaban armados, así que les di lo que querían. ¡Por eso estaba tomando!, ¡de indignación!- Desquitó en esas dos últimas frase el odio que guardaba para con la sociedad, para con los ricos y con todos aquellos que creían que el mundo se limitaba a sus cuatro paredes.

La dama se creyó todas y cada una de sus mentiras y eso lo hizo sentir culpable. Se sentía como si la estuviese usando, como si le estuviera robando todas esas caricias y mimos que le profería pensando que él era alguien importante. Y no necesariamente importante, sino simplemente alguien con un trabajo, que le pudiese dar más que sea cinco francos para la comida de mañana… Si supiera quién era realmente, recibiría únicamente patadas e improperios. ¡Y bien merecido! Por cínico y manipulador.

-Lo sé Madame, la seguridad de estos callejones dejan mucho que desear. Es raro el día en que no se presenta ningún robo.- Comentó haciendo conversa, mientras disfrutaba de cómo la presente lo peinaba y lo mimaba como si fuese un príncipe o algo por el estilo. Se sentía tan bien ser tratado de aquella forma, ahora comprendía porque los caballeros de sociedad buscaban tanto a las cortesanas: ellas sabían cómo hacer sentir importante, y sobre todo, sabían hacerte pasar un buen momento.

“¿Vivís cerca de aquí?”

Su momento soñado se vino abajo con esa pregunta, ¿si vivía cerca de allí? Pues… eso dependía. Dependía de qué tan cansado estuviese: si estaba muy cansado, dormía allí pudiéndose decir que “vivía allí”; pero, si no estaba demasiado cansado, buscaría un mejor lugar para descansar y entonces ya no se podría afirmar lo anterior. Claro que, igual que la vez pasada, él no podía decirle eso. Estaba interpretando un personaje y debía hacerlo de la mejor manera posible, algo se le tenía que ocurrir.

-¿Si vivo cerca de aquí?- Repitió la pregunta para darse más tiempo. –No tan cerca, madame. Queda varios metros de distancia.- Bien, pero eso no era impedimento para ir. “Varios metros” no era mucho; y por más que él no pudiese caminar del todo bien, ella se ofrecía a llevarlo. Tenía que haber algo más, algo para convencerla de que se queden allí. –Pero no puedo llegar a esta hora y mucho menos en este estado.- Comenzó a balbucear entre ratos para dar la apariencia de que estaba realmente ebrio. –Vivo con un amigo, su padre era soldado de guerra y no tiene idea de cuan estricto es con los horarios. No me abrirá la puerta por más que toque, y mucho menos ahora que ha empezado a trabajar y sale todas las madrugadas al campo.- Negó con la cabeza un par de veces y agachó la mirada. –No, no, no, prefiero quedarme aquí, ¿por qué no nos quedamos aquí?- Miró a la dama. –No hace mucho frío, Madame; y si el clima empeora estoy dispuesto a darle mi camisa.- Se dio un golpe en el pecho en señal de: “Yo soy el macho alfa, y la defenderé”.

Todo estaba resultando como lo quería: la dama pensaba que trabajaba, que se iba a casar e incluso que tenía un lugar donde pasar la noche, ¡cuántas mentiras! ¿Y ahora qué?, ¿se quedaría mintiéndole toda la noche?, o, ¿se arriesgaría y reclamaría un poco de los servicios que ella ofrecía –o al menos parecía ofrecer-? La verdad, deseos no le faltaban, hace mucho que no estaba con una mujer y esa parecía ser la oportunidad ideal para romper con el celibato. Pero, por otro lado –y por muy raro que pareciese- se sentía mal engañándola de aquella manera, una voz en su interior le decía que si algo llegaba a pasar aquella noche, él no lo disfrutaría como debería si no decía la verdad.

Y su subconsciente no lo engañaba, aquella caricia en sus manos… la debió haber disfrutado, pero nada, prácticamente le había incomodado. Y si no apartó la mano fue simplemente por pura caballerosidad que no sabía ni de dónde la sacaba. Le preguntó cuándo contraería matrimonio y si su prometida era una joven virgen. Clavó sus azules ojos en ella. ¿Qué prometida? No había ninguna prometida. –La verdad…- Liberó una de sus manos de la trampa de caricias y la dirigió al cuello de la dama: estar a punto de decirle la verdad le tenía que dar un beneficio, ¿no? –La verdad es que no me voy a casar.- Agachó la mirada en señal de arrepentimiento y para que la noticia no consternase demasiado a la presente le acarició con suavidad el cuello.

-Le mentí, no estoy comprometido.- Sonrió, así como un niño sonríe cuando acaba de hacer una travesura y, a vistas de que va a ser descubierto tarde o temprano, decide confesar para obtener represalias menos severas.

-¿Casado?- Que graciosa sonaba esa palabra cuando de él se trataba, ¿casado, él? No, no estaba casado y probablemente nunca lo estaría. Él no estaba interesado en ninguna mujer y, según tenía entendido, ninguna mujer estaba interesada en él tampoco. Jamás había mantenido una relación seria con alguna y a lo más que había llegado era a acostarse con una y con otra. –No estoy casado, madame.- Respondió por fin y extrañamente sintió el deseo de darle más detalles. Quizá era culpa del alcohol, o quizá simplemente se sentía bien el hecho de tener a alguien que se preocupaba por él, aún a sabiendas de que esa preocupación era parte de un teatro muy bien preparado. –Y probablemente nunca lo esté.-

Confesó y, casi de inmediato, la mano de la dama apresó la de él, obligándola a descender y a posarse en uno de sus turgentes senos. Llevado por el momento y por el alcohol lo apretó al instante y sus ojos se clavaron en su pecho con una notoria expresión de incredulidad. Relajó sus dedos y volvió a apretar esta vez con un poco más de fuerza disfrutando de cómo este se amoldaba a su tacto. Era hermoso, quizá eran los pechos más hermosos que había tocado jamás: carnosos, redondos y firmes; podría tocarlos toda la noche si… si tuviera plata.

Víctima de un ataque de dignidad repentino, liberó casi en cámara lenta el pecho de la mujer y posó sus ojos en los de ella. –Es usted una mujer hermosa, ¿se lo han dicho?- Siempre era bueno empezar con un halago cuando se estaba a punto de decir algo por lo que podrían abofetearte. –Creo que se ha equivocado conmigo, madame. Estas prendas…- Tomó su camisa y la estiró para dar énfasis a sus palabras. -… son robadas, soy un vil ladrón y no tengo donde pasar la noche, mucho menos para pagar por sus servicios.- Se encogió de hombros tras la confesión dando a entender que él no se avergonzaba de su situación.

-Pero…- Cerró los ojos con fuerza, el alcohol todavía no terminaba de fastidiarle la existencia y ahora lo torturaba con continuos mareos que no hacían más que provocarle nauseas. Afortunadamente no duraban mucho y en cuestión de segundos pudo ponerse de pie. -… puedo ayudarla.- Caminó con cierta dificultad hacia una viejo cartón que se hallaba por allí cerca y, sin explicar bien lo que hacía, lo vacío todo en el suelo. –Debe estar por aquí, la dejé antes de…- Ni siquiera podía enfocar bien sus pupilas pero recordaba que había dejado su pistola allí. Y no debía ser difícil de encontrarla: era plateada. –Sí, yo la puse…- Algo brillante llamó su atención. -¡Aquí está!- La levantó como si de un trofeo se tratase y volteó para enseñársela a la joven.

-¡Vamos a robar, hermosa dama!- La invitó con entusiasmo, el alcohol había hablado por él.

Maudette permitió con una sonrisa de orgullo y la espalda bien erguida que aquel hombre se solazara en el tacto de sus senos, fijándose en la expresión de su rostro, altamente elocuente. En ningún momento había dudado de que fuesen a gustarle, pero siempre le gustaba ver aquellos gestos en los rostros de los hombres. Entonces, el hombre retiró su mano y su expresión se transformó.

La chica aceptó el repentino cumplido con una sonrisa pero su confesión en medio de balbuceos le cayó como un jarro de agua fría. ¿Así que había estado perdiendo el tiempo con un muerto de hambre igual que ella? ¿Hasta dónde habría llegado aquel sinvergüenza? ¿Y qué era lo que le había hecho confesar? Rápidamente Maudette perdió sus modales y se cubrió de nuevo con el chal con un enérgico gesto mientras decía:

- ¿Es que no tienes otra cosa que hacer que perder el tiempo? Te habrás divertido, maldito hijo de...

Las palabras de Maudette se quedaron colgando de sus labios cuando vio aquella magnífica pistola plateada. Nunca había tenido una y no pudo evitar contemplar el objeto brillante en las manos de François, reluciendo en las sombras de aquel callejón.

- ¿A robar? - repitió ella con un nuevo brillo de luz en sus ojos; podrían conseguir un buen botín a punta de pistola - ¿Pero sabes manejarla? - le preguntó, tuteándole, pues ahora lo veía como un igual - ¿Y dónde podemos ir para que no nos atrapen?

La curiosidad había hecho presa en Maudette ante la presencia del arma. Si sabían hacerlo bien, podrían conseguir monedas y joyas y eso supondría comida y ropa nueva... Quizá pudiera perdonar la mentira de François después de todo...