AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Cráteres lunares.
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Cráteres lunares.
“Life is a disease: sexually transmitted, and invariably fatal.”
Neil Gaiman
Neil Gaiman
Si contemplaba sus facciones en el reflejo del charco, su pómulo ya no era púrpura. Todavía palpitaba. Se hubiese tratado de un dolor reconfortante de haberlo recibido a través de un golpe animal durante las peleas clandestinas, no contra el canto de la puerta de la taberna. Pero qué remedio, se encontraba de vuelta a casa y ni si quiera era capaz de caminar en línea recta. Murmuró algo a medio camino entre un gruñido y un juramento. Hubiese borrado la sonrisa de todo aquel que se había reído de ella en la taberna, pero por el momento prefería quedarse dormida junto al fuego de su chimenea. Otro día, otro día, se cobraría sus carcajadas, se dijo. Si recordaba sus rostros.
Helida se deslizó entre las retorcidas callejuelas, sus húmedos adoquines semejantes a las escamas de un reptil. Dobló la esquina de una de ellas y se topó con un modesto café. No había sido la primera tarde que la muchacha había tratado de entrar en él y sumirse en su entorno, resguardado y elegante. Envidiaba la clase de quienes acudían a aquel lugar, la finura de sus movimientos, su espalda erguida que emergía de forma natural…
Ella no era así, lo podía fingir a la perfección una y dos veces, las que hiciera falta, pero siempre acababa en la taberna, riendo a pleno pulmón y gritando hasta que su garganta cedía. Ya era tarde para cambiar.
Tardó minutos en alcanzar los barrios bajos. No cruzaba semejantes calles por gusto, sino por ser el camino más corto a casa. Y a decir verdad, la gente que frecuentaba aquellos barrios, le habían visto el suficientemente número de veces como para saber que no era buena idea meterse con ella. O al menos, eso creía.
─ Mademoiselle, ¿no son estás calles lúgubres y des-
─¡¿Descorazonadas demasiado peligrosas para que las bendigáis con vuestra presencia?! ─se adelantó ella ─. ¿Por qué siempre repetís la misma sarta de sandeces, Paulo? ¿Es que nunca recordáis mi rostro? ¿O vais tan ebrio que ni vuestras propias facciones sabrías identificar? De cualquier modo, no quiero volver a escucharos.
El mendigo al que se dirigió dio un brinco cuando la reconoció, retrocedió y se dio la vuelta para huir.
─Un segundo ─se apresuró ella─. Volved.
─Mis disculpas, os lo ruego… ─respondió Paulo, tembloroso. Se llevó una mano a la nariz, recordando la última vez que la había hecho enfadar.
─Callaos y dadme eso ─Helida indicó la botella que el mendigo sujetaba en la mano.
Él la miró desconcertado y ella levantó las cejas, lanzando una evidente advertencia. Paulo le entregó la botella de cristal rápidamente y desapareció. Sin miramientos, la muchacha limpió el morro con la manga de su vestido, y le propinó un profundo y abrasador trago.
Los alaridos y los gritos la acompañaron mientras continuaba su camino. Ella respondió con ebrios hipidos. Cual fue su sorpresa cuando el aroma a alcohol y mugre se entremezcló con aquel toque oxidado y distintivo del cobre. Helida sintió sus músculos encenderse con un chasquido, la alerta encoger sus pupilas y ella, simplemente ignoró la respuesta. Lo ignoró todo, como llevaba haciendo los dos últimos años de su vida. Ni si quiera se detuvo, cuando las gotas de sangre se presentaron ante ella y crearon un evidente rastro hacia uno de los callejones.
Ya no era su deber.
Por mucho que su cabeza gritara, le rogara por seguir el rastro, Helida simplemente continuó el camino a casa evidenciando sus instintos.
Otro trago de la botella de Paulo, los terminó de apagar.
Helida Darsian- Cazador Clase Media
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Fecha de inscripción : 25/04/2014
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Re: Cráteres lunares.
No era el caudillo más fuerte ni el más inteligente, pero en cuanto a la capacidad de adaptación, Fernand llevaba la delantera. Sabía sumergirse en los barrios marginales, beber con adúlteros, y bailar con duquesas. Le tomó años comprenderlo, pero los miembros más fieles de la Orden de los Insurrectos se encontraban en la base de la pirámide; tenían menos distracciones y, como no tenían nada que perder, la pobreza los liberaba para seguir el clamor del espíritu. Por eso se había internado con ellos esa jornada, para avivar esos fuegos y convencerlos de que dieran el paso que sus corazones ya habían tomado.
Y ya iba de vuelta cuando un patrón particular impactó contra su olfato.
Una fragancia. Una mujer joven. El aroma que desprendía era bestial. Una mezcla de alcohol, sangre seca y suciedad. Ni pescadora ni pastora. ¿Estaba en problemas? Todo su atuendo apestaba a problemas. El licántropo dio media vuelta y comenzó a seguir el rastro; tenía un presentimiento. Con cada paso, una pista llegaba. Una cazadora, ¿qué más? Una cazadora que no estaba en sus cinco sentidos. ¿Miedo? No. Respeto sí. Fernand guardaba un rencor sin límites contra la inquisición, pero no sentía el más mínimo desprecio por los cazadores. Ellos se ganaban la vida. Mataban al objetivo, ya fuera porque viviesen de cortar cabezas o porque se extasiaban con cada criatura muerta. Podías estar de acuerdo o no con lo que hacían, pero, al verlos u oírlos, sabías a qué clase de persona te enfrentabas. No te mentían o adulaban para manipularte. Te prometían mandarte al infierno. No te lo vendían con la falsa promesa de un paraíso en el más allá.
De pronto el aroma se hizo demasiado intenso. Se detuvo. Allí, bajando la vista en una esquina perdida, descubrió a la tambaleante chica.
Un hombre más pragmático se hubiera retirado, incluso tomando en cuenta que ella no conocía su especie. Era normal que las causas perdidas se pusieran en riesgo de esa forma tan grosera, llamado a la muerte y a los abusos. Apostaba que varios pares de ojos estaban sobre la mujer, desde callejones y balcones. Pero Fernand no podía hacer la vista gorda y marcharse. No era que no supiera que una decadencia como aquella era pan de cada día de la mayoría del pueblo, pero esta vez lo estaba viendo. Y su corazón pisaba gallardo, más fuerte que la historia de la mujer. No importaba lo que hacía, sino quién era.
Se puso tras ella y la sujetó de los hombros con suavidad.
— Niña, no te duermas. Te están viendo. — advirtió. Ella no era indefensa, se notaba, pero si perdía la conciencia estaba perdida. — Oye, tenemos que sacarte de aquí. Dime cómo te llamas y si tienes adónde ir. Alguien que te esté esperando o si vas sola. Tú dime y allí te llevo. Vamos, mantente alerta. Cuéntame en dónde estamos, una historia. Lo que sea, pero no vayas a cerrar los ojos.
Tenía cosas que hacer. Debía esconderse en la guarida de esa noche y no salir sino hasta que sus cómplices le informaran. La Inquisición lo buscaba y estaba arriesgándose por alguien que, con mucho gusto, arrastraría sus restos por París. Fernand lo sabía, pero su lucha por la igualdad lo detenía. Le recordaba que, si quería una sociedad que recordara que cada uno de sus miembros era digno y valioso por sí mismo, no podía abandonar una causa, por imposible que pareciera. Esa joven… Fernand también luchaba por ella.
Y ya iba de vuelta cuando un patrón particular impactó contra su olfato.
Una fragancia. Una mujer joven. El aroma que desprendía era bestial. Una mezcla de alcohol, sangre seca y suciedad. Ni pescadora ni pastora. ¿Estaba en problemas? Todo su atuendo apestaba a problemas. El licántropo dio media vuelta y comenzó a seguir el rastro; tenía un presentimiento. Con cada paso, una pista llegaba. Una cazadora, ¿qué más? Una cazadora que no estaba en sus cinco sentidos. ¿Miedo? No. Respeto sí. Fernand guardaba un rencor sin límites contra la inquisición, pero no sentía el más mínimo desprecio por los cazadores. Ellos se ganaban la vida. Mataban al objetivo, ya fuera porque viviesen de cortar cabezas o porque se extasiaban con cada criatura muerta. Podías estar de acuerdo o no con lo que hacían, pero, al verlos u oírlos, sabías a qué clase de persona te enfrentabas. No te mentían o adulaban para manipularte. Te prometían mandarte al infierno. No te lo vendían con la falsa promesa de un paraíso en el más allá.
De pronto el aroma se hizo demasiado intenso. Se detuvo. Allí, bajando la vista en una esquina perdida, descubrió a la tambaleante chica.
Un hombre más pragmático se hubiera retirado, incluso tomando en cuenta que ella no conocía su especie. Era normal que las causas perdidas se pusieran en riesgo de esa forma tan grosera, llamado a la muerte y a los abusos. Apostaba que varios pares de ojos estaban sobre la mujer, desde callejones y balcones. Pero Fernand no podía hacer la vista gorda y marcharse. No era que no supiera que una decadencia como aquella era pan de cada día de la mayoría del pueblo, pero esta vez lo estaba viendo. Y su corazón pisaba gallardo, más fuerte que la historia de la mujer. No importaba lo que hacía, sino quién era.
Se puso tras ella y la sujetó de los hombros con suavidad.
— Niña, no te duermas. Te están viendo. — advirtió. Ella no era indefensa, se notaba, pero si perdía la conciencia estaba perdida. — Oye, tenemos que sacarte de aquí. Dime cómo te llamas y si tienes adónde ir. Alguien que te esté esperando o si vas sola. Tú dime y allí te llevo. Vamos, mantente alerta. Cuéntame en dónde estamos, una historia. Lo que sea, pero no vayas a cerrar los ojos.
Tenía cosas que hacer. Debía esconderse en la guarida de esa noche y no salir sino hasta que sus cómplices le informaran. La Inquisición lo buscaba y estaba arriesgándose por alguien que, con mucho gusto, arrastraría sus restos por París. Fernand lo sabía, pero su lucha por la igualdad lo detenía. Le recordaba que, si quería una sociedad que recordara que cada uno de sus miembros era digno y valioso por sí mismo, no podía abandonar una causa, por imposible que pareciera. Esa joven… Fernand también luchaba por ella.
Fernand de Louvencourt- Licántropo Clase Alta
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Fecha de inscripción : 17/03/2017
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Re: Cráteres lunares.
Era chistosa su forma de defenderse, o eso hubiese pensado de no haber sido ella la dueña de aquel ridículo desenlace. Tan pronto como escuchó la voz, giró, un movimiento letal y sutil que se convirtió en un mero chapoteo cuando ni si quiera rozó al hombre que tenía a sus espaldas. La botella que había tratado de utilizar como arma, salió disparada hacia el fondo del callejón. Helida necesitó del hombro del extraño para aferrarse y no salir despedida también.
─¿A quién llamáis niña, hombre espeluznante? Solo estoy ebria, no tullida. Ahora, soltadme de una buena vez.
Echo a caminar, tropezando con sus propios pies, continuando su viaje. Maldita sea, había echado la botella a perder. ¿Y quién era aquel tipo? No había nadie que se preocupara por el bienestar del otro en aquellas calles. Si pensaba que iba a caer en sus calumnias, la creía necia. Echó una ojeada por encima del hombro, pero no consiguió enfocar su rostro con claridad. No olía a mugre tampoco, algo extraño. Probablemente, estaba demasiado borracha…
─Una historia pedís…─susurro, tambaleándose sobre un punto fijo ─. ¿Habéis oído hablar alguna vez sobre el hombre que perdió sus dedos tras intentar tocar a una dama inconsciente? ¿No? Tenerla en mente las próximas horas.
Dicha la advertencia, se dejó caer sobre el extraño, pasada. No podía ser peor que caer en las redes de Paulo, desde luego. Al menos aquel hombre olía bien.
Había duendes en su cabeza, personas diminutas, excavando su mente con picas. Hacían cola, para comprobar quién conseguía hacer el hoy más grande. Primero uno, luego otro. Primero uno, luego otro. Atronadores, le arrebataron su descanso. Helida hundió las manos en su cabeza, ahogando un gemido de disconformidad. Era la última vez. ¡La última! Tenía que moderarse. Lo haría, si todavía no era considerada una alcohólica.
─Maldita sea…─siseó.
Se incorporó, somnolienta. Necesitaba algo de comer. Y eso es a lo primero que se hubiese dedicado, si al abrir los ojos completamente su realidad no hubiese dado un traspiés. ¡Demonios! ¿Qué había hecho ahora? No sabía dónde estaba y desde luego, no sabía quién era aquel hombre. Le pareció demasiado elegante, demasiado atractivo como para ser el resultado de la pregunta que respondió ella misma.
─No, no nos hemos acostado ─observó y añadió bajito─. Lástima.
Frotó sus ojos, reparando al segundo en que llevaba puesta la misma ropa de anoche. Maldita ella. Si la viera su padre…Era un desastre.
─Os agradecería… ─hizo una pausa─. Te puedo tutear, ¿verdad? Sin duda que hayas escuchado mis ronquidos debe de habernos unido. Así que…Dos preguntas simples, ¿quién eres y dónde estoy?
─¿A quién llamáis niña, hombre espeluznante? Solo estoy ebria, no tullida. Ahora, soltadme de una buena vez.
Echo a caminar, tropezando con sus propios pies, continuando su viaje. Maldita sea, había echado la botella a perder. ¿Y quién era aquel tipo? No había nadie que se preocupara por el bienestar del otro en aquellas calles. Si pensaba que iba a caer en sus calumnias, la creía necia. Echó una ojeada por encima del hombro, pero no consiguió enfocar su rostro con claridad. No olía a mugre tampoco, algo extraño. Probablemente, estaba demasiado borracha…
─Una historia pedís…─susurro, tambaleándose sobre un punto fijo ─. ¿Habéis oído hablar alguna vez sobre el hombre que perdió sus dedos tras intentar tocar a una dama inconsciente? ¿No? Tenerla en mente las próximas horas.
Dicha la advertencia, se dejó caer sobre el extraño, pasada. No podía ser peor que caer en las redes de Paulo, desde luego. Al menos aquel hombre olía bien.
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Había duendes en su cabeza, personas diminutas, excavando su mente con picas. Hacían cola, para comprobar quién conseguía hacer el hoy más grande. Primero uno, luego otro. Primero uno, luego otro. Atronadores, le arrebataron su descanso. Helida hundió las manos en su cabeza, ahogando un gemido de disconformidad. Era la última vez. ¡La última! Tenía que moderarse. Lo haría, si todavía no era considerada una alcohólica.
─Maldita sea…─siseó.
Se incorporó, somnolienta. Necesitaba algo de comer. Y eso es a lo primero que se hubiese dedicado, si al abrir los ojos completamente su realidad no hubiese dado un traspiés. ¡Demonios! ¿Qué había hecho ahora? No sabía dónde estaba y desde luego, no sabía quién era aquel hombre. Le pareció demasiado elegante, demasiado atractivo como para ser el resultado de la pregunta que respondió ella misma.
─No, no nos hemos acostado ─observó y añadió bajito─. Lástima.
Frotó sus ojos, reparando al segundo en que llevaba puesta la misma ropa de anoche. Maldita ella. Si la viera su padre…Era un desastre.
─Os agradecería… ─hizo una pausa─. Te puedo tutear, ¿verdad? Sin duda que hayas escuchado mis ronquidos debe de habernos unido. Así que…Dos preguntas simples, ¿quién eres y dónde estoy?
Helida Darsian- Cazador Clase Media
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Fecha de inscripción : 25/04/2014
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Re: Cráteres lunares.
Tratar con una ebria era hablar con la pared. Era una verdad universal que Fernand había tratado de pasar por alto, pero acabó suspirando de resignación. Vaya que era una lástima que la amabilidad no hubiera funcionado. Tuvo que dejarla hacer el payaso, humillarse a sí misma, para que se diera un golpe fuerte y así se la pensara veinte veces antes de dejar que la bebida la dominase. Finalmente el exceso de alcohol hizo lo suyo, derribándola. El licántropo la detuvo antes de que impactase el suelo, más o menos previendo que se daría un buen costalazo en cualquier momento.
— Interesante. Me la contarás a la vuelta, revoltosa. — dijo satisfecho con que el ajetreo hubiera acabado. — Vámonos de aquí.
Echó a andar cargando a la rebelde de costado, cuidando que no se ahogara con su propio vómito en el camino. Sabía exactamente hacia dónde ir. No estaba lejos del único bar de París donde no buscaban su cabeza. Ya estaba cerrado, pero los dueños nunca dormían de noche. El caudillo lo sabía.
— Madame Fouché. Venga rápido. — llamó Fernand a la ventanilla.
Le contestó una voz madura y familiar.
—¿Fernand? ¿Qué haces aquí? No hemos planeado nada.
— No se trata de la Orden. Es otro asunto. — dijo levantando el rostro de fémina — Encontré a esta mujer vagando desorientada por abusar de la bebida. Varios infelices estaban pendientes de ella para hacer de las suyas. Me la cruzo cinco minutos tarde y ya no estaría con nosotros.
—Ay, Fernand. ¿No te cansas de esperanzar a los tontos? Si se bebió un barril completo, bien sabía cómo acabaría. Llámalo suicidio etílico o como quieras, pero ebrios en mi bar me sobran. — dijo Madame Fouché duramente, pero Fernand no movió un músculo del lugar. No queriendo discutir, la señora abrió la puerta. — Ya, pasen. Pero lo que rompa o ensucie será tú responsabilidad. No te acostumbres, ¿eh?
— Con intereses, Madame Fouché.
Atinó a llevarla al cuarto que el marido de la señora utilizaba para quedarse haciendo la contabilidad del bar. No era más que una modesta cama junto a un escritorio, pero servía. La puso encima, ladeó su cabeza y la cubrió con la frazada que allí encontró. Ya habría tiempo para introducciones e insultos, pero primero debía recobrar la conciencia. En el entretanto, aprovechó el escritorio para escribir algunas cartas; instrucciones y propaganda para los insurrrectos.
Tuvo menos tiempo del que pensó. Negó con la cabeza cuando la oyó. De haber tenido treinta años menos, se hubiera reído, pero ya tenía experiencia suficiente para saber cómo terminaban las causas perdidas.
— Fernand de Louvencourt, a tus órdenes. — dijo al principio, con mediana formalidad y sin dejar el escritorio — Pero por mí puedes tratarme como a las barbas de tu abuela. — esa ya fue con fastidio. No era una gracia lo que esa chica había hecho.
Sólo ahí dejó la pluma de lado y se hincó frente a la mujer, fijamente mirando a sus ojos. Todavía no se había recuperado del todo, pero mala suerte. Como fuera, tendría que espabilarse.
— Estás en el bar de Madame Fouché. Amiga mía. Tienes suerte que la pillamos de buen humor. Un mal día y no me deja entrarte, así que espero que al menos te hayas refrescado con buenos tragos. — dijo entre la severidad y la amabilidad antes de correr la frazada para que la imprudente no se quedara dormida otra vez. Fernand hizo un mohín. — Pero a juzgar por este olor, mandaste el hígado a la mierda. Concéntrate. ¿Hasta dónde recuerdas?
— Interesante. Me la contarás a la vuelta, revoltosa. — dijo satisfecho con que el ajetreo hubiera acabado. — Vámonos de aquí.
Echó a andar cargando a la rebelde de costado, cuidando que no se ahogara con su propio vómito en el camino. Sabía exactamente hacia dónde ir. No estaba lejos del único bar de París donde no buscaban su cabeza. Ya estaba cerrado, pero los dueños nunca dormían de noche. El caudillo lo sabía.
— Madame Fouché. Venga rápido. — llamó Fernand a la ventanilla.
Le contestó una voz madura y familiar.
—¿Fernand? ¿Qué haces aquí? No hemos planeado nada.
— No se trata de la Orden. Es otro asunto. — dijo levantando el rostro de fémina — Encontré a esta mujer vagando desorientada por abusar de la bebida. Varios infelices estaban pendientes de ella para hacer de las suyas. Me la cruzo cinco minutos tarde y ya no estaría con nosotros.
—Ay, Fernand. ¿No te cansas de esperanzar a los tontos? Si se bebió un barril completo, bien sabía cómo acabaría. Llámalo suicidio etílico o como quieras, pero ebrios en mi bar me sobran. — dijo Madame Fouché duramente, pero Fernand no movió un músculo del lugar. No queriendo discutir, la señora abrió la puerta. — Ya, pasen. Pero lo que rompa o ensucie será tú responsabilidad. No te acostumbres, ¿eh?
— Con intereses, Madame Fouché.
Atinó a llevarla al cuarto que el marido de la señora utilizaba para quedarse haciendo la contabilidad del bar. No era más que una modesta cama junto a un escritorio, pero servía. La puso encima, ladeó su cabeza y la cubrió con la frazada que allí encontró. Ya habría tiempo para introducciones e insultos, pero primero debía recobrar la conciencia. En el entretanto, aprovechó el escritorio para escribir algunas cartas; instrucciones y propaganda para los insurrrectos.
Tuvo menos tiempo del que pensó. Negó con la cabeza cuando la oyó. De haber tenido treinta años menos, se hubiera reído, pero ya tenía experiencia suficiente para saber cómo terminaban las causas perdidas.
— Fernand de Louvencourt, a tus órdenes. — dijo al principio, con mediana formalidad y sin dejar el escritorio — Pero por mí puedes tratarme como a las barbas de tu abuela. — esa ya fue con fastidio. No era una gracia lo que esa chica había hecho.
Sólo ahí dejó la pluma de lado y se hincó frente a la mujer, fijamente mirando a sus ojos. Todavía no se había recuperado del todo, pero mala suerte. Como fuera, tendría que espabilarse.
— Estás en el bar de Madame Fouché. Amiga mía. Tienes suerte que la pillamos de buen humor. Un mal día y no me deja entrarte, así que espero que al menos te hayas refrescado con buenos tragos. — dijo entre la severidad y la amabilidad antes de correr la frazada para que la imprudente no se quedara dormida otra vez. Fernand hizo un mohín. — Pero a juzgar por este olor, mandaste el hígado a la mierda. Concéntrate. ¿Hasta dónde recuerdas?
Fernand de Louvencourt- Licántropo Clase Alta
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Re: Cráteres lunares.
“Fernand de Louvencourt”
No, no le sonaba. Con la mirada vidriosa y el cabello enmarañado, trató de fijar las pupilas sobre el hombre. Para ser sincera, todavía se encontraba ligeramente mareada. Necesitaba un buen baño y algo de comer. Sin embargo, apenas acaba de despertarse que él ya parecía cansando de su presencia. Las barbas de tu abuela decía el chistoso.
─¿En el bar de Madame Fouché? ¿Me trajiste de nuevo a un bar, so inconsciente? ─ahogó un gemido de cansancio, tan solo pensar en alcohol le revolvía los intestinos. El hombre la embroncó y para colmo, le retiró la frazada. Helida deseó echarse a llorar─. Oh, por favor, no te las des de héroe, estoy segura de que ni si quiera pedí tu ayuda. O bien te sientes irremediablemente solo o tienes complejo de príncipe azul. Optaré por lo segundo.
Colocó la mano abierta sobre el rostro del tal Fernand y apartó su cara, tirando de la frazada para cubrirse de nuevo y retomar su descanso. Y es que Helida era buena cazadora, buena pintora y muy buena en ser una niñata irremediable que conseguía poner de los nervios hasta al mismísimo Papa. Era consciente de ello, e incapaz de evitarlo, aquella era la razón de que apenas tuviese amigos y de que probablemente Fernand la echaría de aquel lugar de una patada en el trasero durante los próximos cinco minutos.
─Por favor, no me hables con ese tono severo, te asemejas a mi padre y tu atractivo se ve irrefrenablemente restado. Lo último que recuerdo, sin duda no eres tú. Estaba en la taberna y ya…No sé─. Cerró los ojos con fuerza y murmuró para sí; ─. Seguro que ese cavernícola de Moren me propinó un botellazo en la cabeza, me la tiene guardada desde que le gané a las cartas…
Se envolvió remolona. Maldita sea, estaba temblando, gélida como un témpano. No, no volvería a probar el alcohol. Ni una sola vez. Eran millones las ocasiones en las que se había dicho aquello mismo una y otra vez, pero en ninguna de las veces un extraño se la había que tenido que llevar arrastras. Helida abrió un ojo, echándole una rápida mirada. Se preguntó que le habría llevado a aquel hombre a ayudarla, ella sin duda no lo habría hecho por otra persona. Algo entre la admiración y la curiosidad floreció en sus pensamientos. Cuando sus miradas se encontraron, volvió a mostrarse enfurruñada y desagradecida. Con su comportamiento parecía estar pidiendo a gritos que la echara de aquel lugar.
─Haz algo útil y tráeme algo de agua y comida…Me estoy muriendo, ¿no lo ves? Este dolor de cabeza es insufrible.
Dramática, Helida, dejó escapar un suspiro agónico. Qué ironía, era capaz de aguantar impasible el mordisco de un vampiro, pero no aquello.
─Me muero…Fernand, me muero.
No, no le sonaba. Con la mirada vidriosa y el cabello enmarañado, trató de fijar las pupilas sobre el hombre. Para ser sincera, todavía se encontraba ligeramente mareada. Necesitaba un buen baño y algo de comer. Sin embargo, apenas acaba de despertarse que él ya parecía cansando de su presencia. Las barbas de tu abuela decía el chistoso.
─¿En el bar de Madame Fouché? ¿Me trajiste de nuevo a un bar, so inconsciente? ─ahogó un gemido de cansancio, tan solo pensar en alcohol le revolvía los intestinos. El hombre la embroncó y para colmo, le retiró la frazada. Helida deseó echarse a llorar─. Oh, por favor, no te las des de héroe, estoy segura de que ni si quiera pedí tu ayuda. O bien te sientes irremediablemente solo o tienes complejo de príncipe azul. Optaré por lo segundo.
Colocó la mano abierta sobre el rostro del tal Fernand y apartó su cara, tirando de la frazada para cubrirse de nuevo y retomar su descanso. Y es que Helida era buena cazadora, buena pintora y muy buena en ser una niñata irremediable que conseguía poner de los nervios hasta al mismísimo Papa. Era consciente de ello, e incapaz de evitarlo, aquella era la razón de que apenas tuviese amigos y de que probablemente Fernand la echaría de aquel lugar de una patada en el trasero durante los próximos cinco minutos.
─Por favor, no me hables con ese tono severo, te asemejas a mi padre y tu atractivo se ve irrefrenablemente restado. Lo último que recuerdo, sin duda no eres tú. Estaba en la taberna y ya…No sé─. Cerró los ojos con fuerza y murmuró para sí; ─. Seguro que ese cavernícola de Moren me propinó un botellazo en la cabeza, me la tiene guardada desde que le gané a las cartas…
Se envolvió remolona. Maldita sea, estaba temblando, gélida como un témpano. No, no volvería a probar el alcohol. Ni una sola vez. Eran millones las ocasiones en las que se había dicho aquello mismo una y otra vez, pero en ninguna de las veces un extraño se la había que tenido que llevar arrastras. Helida abrió un ojo, echándole una rápida mirada. Se preguntó que le habría llevado a aquel hombre a ayudarla, ella sin duda no lo habría hecho por otra persona. Algo entre la admiración y la curiosidad floreció en sus pensamientos. Cuando sus miradas se encontraron, volvió a mostrarse enfurruñada y desagradecida. Con su comportamiento parecía estar pidiendo a gritos que la echara de aquel lugar.
─Haz algo útil y tráeme algo de agua y comida…Me estoy muriendo, ¿no lo ves? Este dolor de cabeza es insufrible.
Dramática, Helida, dejó escapar un suspiro agónico. Qué ironía, era capaz de aguantar impasible el mordisco de un vampiro, pero no aquello.
─Me muero…Fernand, me muero.
Helida Darsian- Cazador Clase Media
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Re: Cráteres lunares.
Tuvo que contener una carcajada medio infantil cuando ella le apartó el rostro. “Ésta es de las mulas que no aprenden", pensó. Entre broma y broma, Fernand realmente esperaba no haber sido como Helida en su juventud. Cierto, no podría haberlo sido; en la Inquisición disciplinaban sin mesura a los mancebos principiantes, antes de que el libertinaje se les saliera hasta por las orejas. Ella todavía no llegaba a ese extremo, por fortuna, pero la suerte no se caracteriza por fiel. Era cosa de tiempo para que cayera en un agujero más profundo, sin darse cuenta. Como fuera, esperaba que, si llegaba a un tope, no volviera a cruzarse con ella, o lo obligaría a salvarle el pellejo otra vez. ¿Para qué se engañaba? Apostaba a que Helida se caería de nuevo y más fuerte, porque desde ya le estaba restando importancia al asunto. Allá ella. Fernand se daba por satisfecho con haberle tendido la mano una vez.
— Su padre debió haber sido muy permisivo, señorita. Es posible que le haya dado más cuerda de la que prudentemente se administra a las truchas pesadas. — opinó tras una mera observación. Tampoco había que indagar tanto, si en menos de cinco minutos contaba más historias que cualquier tabernero. Estaba bien que sufriera, y ojalá se aburriese de andar apostando la vida por un instante de placer.
Ahora, ¿cómo lo hacía para que ese tornado no se saliera de control? No podía abusar de la confianza de Madame Fouché; era su amiga, pero también una mujer de negocios. Soportar a una turbadora con resaca no salía a cuenta. Menos si hacía ruido desde temprano, despojando a los dueños de las escasas horas que tenían para dormir antes de abrir el local otra vez. ¿Qué hacer para no dejar ningún punto sin atender?
— Conozco un remedio infalible para sus males. Si ya terminó, permítame. — dijo sonriente. Una sonrisa de la cual no se desprendía nada apacible.
Adiós a la caballerosidad. De un momento a otro, Fernand abandonó su postura amigable y tomó a Helida otra vez, esta vez sobre sus hombros. No hacía falta ejercer una gran fuerza para retenerla ahí, aunque la diabla propinaba patadas y puñetazos como cualquiera de los luchadores de los barrios marginales. De haber sido un hombre humano, hubiera tenido que amarrarla. Sujetándola firme, le habló.
— Tienes dos opciones: te bañas por las buenas o te bañas por las malas. Si mantienes la boca cerrada y bajas el tono, te ayudaré a calentar agua para que uses el lavado de aquí arriba. Si, por el contrario, prefieres hacerte la interesante, yo mismo te lanzaré al río para que recibas toda la atención que quieras. Cumplo con avisarte que no saldrás de aquí viéndote así.
— Su padre debió haber sido muy permisivo, señorita. Es posible que le haya dado más cuerda de la que prudentemente se administra a las truchas pesadas. — opinó tras una mera observación. Tampoco había que indagar tanto, si en menos de cinco minutos contaba más historias que cualquier tabernero. Estaba bien que sufriera, y ojalá se aburriese de andar apostando la vida por un instante de placer.
Ahora, ¿cómo lo hacía para que ese tornado no se saliera de control? No podía abusar de la confianza de Madame Fouché; era su amiga, pero también una mujer de negocios. Soportar a una turbadora con resaca no salía a cuenta. Menos si hacía ruido desde temprano, despojando a los dueños de las escasas horas que tenían para dormir antes de abrir el local otra vez. ¿Qué hacer para no dejar ningún punto sin atender?
— Conozco un remedio infalible para sus males. Si ya terminó, permítame. — dijo sonriente. Una sonrisa de la cual no se desprendía nada apacible.
Adiós a la caballerosidad. De un momento a otro, Fernand abandonó su postura amigable y tomó a Helida otra vez, esta vez sobre sus hombros. No hacía falta ejercer una gran fuerza para retenerla ahí, aunque la diabla propinaba patadas y puñetazos como cualquiera de los luchadores de los barrios marginales. De haber sido un hombre humano, hubiera tenido que amarrarla. Sujetándola firme, le habló.
— Tienes dos opciones: te bañas por las buenas o te bañas por las malas. Si mantienes la boca cerrada y bajas el tono, te ayudaré a calentar agua para que uses el lavado de aquí arriba. Si, por el contrario, prefieres hacerte la interesante, yo mismo te lanzaré al río para que recibas toda la atención que quieras. Cumplo con avisarte que no saldrás de aquí viéndote así.
Fernand de Louvencourt- Licántropo Clase Alta
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Re: Cráteres lunares.
Su padre permisivo... ¡Qué ocurrencia! Más bien había sido, al contrario. Puede que crecer en una atmósfera tan disciplinaria la hubiese hecho estallar de aquella manera. No estaba muy segura de cuales eran las razones que la habían llevado hasta aquel momento. Qué había sucedido para que en aquel instante estuviera quejicosa en cama ajena con Fernand inclinándose sobre ella para ofrecerle un remedio. Helida no era una muchacha intuitiva, ni mucho menos, sin embargo, la gentil sonrisa del hombre se le antojó de tan mal agüero que se sorprendió a si misma apartando la frazada a un lado para salir de su camino, reacción que hasta el momento tan solo había conseguido un solo hombre en su vida; su padre.
A pesar de todo, no fue lo suficientemente rápida y como bien había previsto aquella sonrisa divina le pasó factura. La atrapó, levantándola una vez más. Qué suerte tenía que ni si quiera pudiera con su propio peso, que probablemente le hubiese arrebatado la oreja de un mordisco. Por el momento, se conformó con patalear y castigar su espalda con los puños. Pero qué sorpresa, el maldito tenía más fuerza de la esperada. Ni si quiera parecía inmutarse, algo que la ofendió profundamente. Lo acható a su estado actual. Estaba resacosa, ni si quiera podría lidiar con un niño de cinco años en aquel instante. Posiblemente aquella era la razón. Rendida, dejó que el peso muerto cayera sobre el hombro de Fernand. Quizás hasta pudiera echar una cabezadita en aquel lugar.
Dios mío, no recordaba la última vez que había sido semejante despojo. Si incluso él le estaba insistiendo en que tomara un baño. ¿Tan horrible era su estado? Helida frunció ligeramente el labio, en lo que podría haber sido vergüenza. Años atrás, debido a su orgullo probablemente hubiese terminado en el río, sin embargo, estaba aprendiendo a controlar su arrogancia. Así que simplemente accedió.
─Esta bien…─balbuceó─. Tan solo bájame de una maldita vez, pareces estar cogiéndole un gusto insólito a tomarme en volandas.
Se paro los pies a si misma. No deseaba realizar un comentario ofensivo, no estaba en condición de creerse mejor que nadie y sin duda la firmeza de Fernand le advirtió de que era fiel a su palabra de zambullirla en el rio. Esperó a que la dejara sobre el suelo y orgullosa, levantó el mentón. No pasó desapercibida el detalle de su piel, cálida, casi ardiente. Probablemente sería su obsesión con el que una vez fue su oficio, pero la idea la continuó molestando hasta que la ayudo a calentar el agua y le permitió su privacidad.
A decir verdad, el baño fue una auténtica bendición. Se volvió a vestir, con las ropas que le había ofrecido y tan solo cuando estuvo completamente lista, se percató de la desnudez de sus tobillos, los cuales siempre iban vestidos por dos particulares dagas de plata. Helida junto las cejas. O bien las había perdido en una partida de cartas, cosa que dudaba, ya que las dichosas armas se las había regalado o su padre, o Fernand se las había quitado. Sus sospechas se vieron avivadas Se preguntó si años atrás lo había ofendido, si se habían peleado por algún casual y ahora planeaba una larga y tortuosa venganza contra ella. Porque algun intención oculta debía tener, no podía ser que una buena persona como Fernand existiera. No, claro que no. Aquello sería inconcebible.
─¿Mas tranquilo? ─sugirió mientras bajaba las escaleras y emergía nuevamente a la habitación─. Ya no tendré que ofenderte con mi hedor.
Helida se sentó sobre el filo de la cama con fingida inocencia. Si no hubiese llegado a tocar el suelo con los pies, hubiese balanceado las piernas como una niña inmaculada.
─Te debería agradecer todo lo que has hecho por mí. Sé que puedo llegar a ser realmente insoportable, pero ha sido un ejemplo de altruismo que me ayudaras en el estado en el que me encontraba.
Se levantó de la cama y plácidamente caminó hacia él.
─Me gustaría agradecerte…Toma esta ofrenda para compensar las molestias.
Dispuso su puño cerrado, a la espera de que él extendiera su mano y de tal modo posara el objeto que ocultaba entre sus dedos. Un anillo, un inocente y precioso anillo de plata. Un anillo que juzgaría la naturaleza de quién tenía delante.
A pesar de todo, no fue lo suficientemente rápida y como bien había previsto aquella sonrisa divina le pasó factura. La atrapó, levantándola una vez más. Qué suerte tenía que ni si quiera pudiera con su propio peso, que probablemente le hubiese arrebatado la oreja de un mordisco. Por el momento, se conformó con patalear y castigar su espalda con los puños. Pero qué sorpresa, el maldito tenía más fuerza de la esperada. Ni si quiera parecía inmutarse, algo que la ofendió profundamente. Lo acható a su estado actual. Estaba resacosa, ni si quiera podría lidiar con un niño de cinco años en aquel instante. Posiblemente aquella era la razón. Rendida, dejó que el peso muerto cayera sobre el hombro de Fernand. Quizás hasta pudiera echar una cabezadita en aquel lugar.
Dios mío, no recordaba la última vez que había sido semejante despojo. Si incluso él le estaba insistiendo en que tomara un baño. ¿Tan horrible era su estado? Helida frunció ligeramente el labio, en lo que podría haber sido vergüenza. Años atrás, debido a su orgullo probablemente hubiese terminado en el río, sin embargo, estaba aprendiendo a controlar su arrogancia. Así que simplemente accedió.
─Esta bien…─balbuceó─. Tan solo bájame de una maldita vez, pareces estar cogiéndole un gusto insólito a tomarme en volandas.
Se paro los pies a si misma. No deseaba realizar un comentario ofensivo, no estaba en condición de creerse mejor que nadie y sin duda la firmeza de Fernand le advirtió de que era fiel a su palabra de zambullirla en el rio. Esperó a que la dejara sobre el suelo y orgullosa, levantó el mentón. No pasó desapercibida el detalle de su piel, cálida, casi ardiente. Probablemente sería su obsesión con el que una vez fue su oficio, pero la idea la continuó molestando hasta que la ayudo a calentar el agua y le permitió su privacidad.
A decir verdad, el baño fue una auténtica bendición. Se volvió a vestir, con las ropas que le había ofrecido y tan solo cuando estuvo completamente lista, se percató de la desnudez de sus tobillos, los cuales siempre iban vestidos por dos particulares dagas de plata. Helida junto las cejas. O bien las había perdido en una partida de cartas, cosa que dudaba, ya que las dichosas armas se las había regalado o su padre, o Fernand se las había quitado. Sus sospechas se vieron avivadas Se preguntó si años atrás lo había ofendido, si se habían peleado por algún casual y ahora planeaba una larga y tortuosa venganza contra ella. Porque algun intención oculta debía tener, no podía ser que una buena persona como Fernand existiera. No, claro que no. Aquello sería inconcebible.
─¿Mas tranquilo? ─sugirió mientras bajaba las escaleras y emergía nuevamente a la habitación─. Ya no tendré que ofenderte con mi hedor.
Helida se sentó sobre el filo de la cama con fingida inocencia. Si no hubiese llegado a tocar el suelo con los pies, hubiese balanceado las piernas como una niña inmaculada.
─Te debería agradecer todo lo que has hecho por mí. Sé que puedo llegar a ser realmente insoportable, pero ha sido un ejemplo de altruismo que me ayudaras en el estado en el que me encontraba.
Se levantó de la cama y plácidamente caminó hacia él.
─Me gustaría agradecerte…Toma esta ofrenda para compensar las molestias.
Dispuso su puño cerrado, a la espera de que él extendiera su mano y de tal modo posara el objeto que ocultaba entre sus dedos. Un anillo, un inocente y precioso anillo de plata. Un anillo que juzgaría la naturaleza de quién tenía delante.
Helida Darsian- Cazador Clase Media
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Re: Cráteres lunares.
Por fin aflojaba, la más terca de las mulas. Mejor para ella; con las defensas tan bajas, muy posiblemente le hubiera brotado una enfermedad respiratoria de haberla lanzado al río. Contento con no tener que mancharse las manos, pero cauto con la evolución que mostraba la muchacha, llevó a cabo lo prometido.
Mientras Helida se aseaba, Fernand se dio el tiempo de inspeccionar, desde la ventana, las calles que anoche por poco se habían comido a su huésped. Pocas almas medianamente corrientes dando vueltas. Los amigos de la calle afirmándose mutuamente siempre estaban, al igual que las viudas que, con más cojones que sus difuntos maridos, salían a pelear la harina y el pan. Una de ellas le devolvió la mirada al caudillo, esperando unos segundos antes de manifestar algún cambio en la expresión facial. Una vez que tuvo centrada la atención sobre ella, negó con la cabeza. Fernand entendió lo que significaba: la inquisición estaba allí, pisándole los talones. Un limosnero o una prostituta debutante podían ser los disfraces para despistarlos. Estos espías, cómo no iba a conocerlos.
El relajante sonido de unos pasos bajando por la escalera hizo voltear a Fernand. A cara lavada hacía presencia Helida. Daba para no reconocerla, con el rostro despejado. Había rejuvenecido varios años. Helida, ¿cómo olvidarla? La había guarecido, pero no había calculado el costo de aquellas acción. Si alguien incorrecto los había visto, entonces podían asociar a la joven a los insurrectos; estaría en problemas. Lo mejor sería alertarla. Eso y darle una solución.
— Así es mejor. No dolió. — dijo Fernand —. Veo con placer, mi ilustre pero inoportuna invitada, que os halláis adecentada y muy tranquila. Así debe ser. Pero en este momento debo informarte que, al sacarte de la calle, te dejé frente a la boca del lobo. No disponemos de mucho tiempo para charlar, pero tendrá que bastar, por el momento con decirte que hay quienes buscan mi cabeza, porque sostiene a otras, y ellas me alimentan a mí. Es un sistema. Un sistema enemigo. A mis hombres y a mí se nos vigila mucho, aunque sus redes tienen la misión de hacernos creer que no somos vigilados. — hizo saber con prudencia — Bien se percataron de ti ciertos ojos anoche. Si hubieran contemplado desde cerca, se hubieran dado cuenta de que les aguardaban una mujer que no estaba en condiciones de defenderse ni de sus propios vicios y un rebelde anarquista cuya causa anula la sensatez que puede salvarle la vida. Por precaución y porque no es digno abusar de las amistades, tengo que sacarte de aquí. Desprenderte de mi camino y luego irme por el lado contrario al que elijas. Nos vieron caminando de noche, así que no es inteligente volver a recorrer el camino de anoche. Te diría que es mejor que saliéramos de día, pero es cuando se encuentran más atentos. Habrá que camuflarse entre la multitud a la hora pico. Cuando los obreros salgan a gastarse el salario y los rostros se confundan. Es eso o convertirse en cadáver.
Mientras Helida se aseaba, Fernand se dio el tiempo de inspeccionar, desde la ventana, las calles que anoche por poco se habían comido a su huésped. Pocas almas medianamente corrientes dando vueltas. Los amigos de la calle afirmándose mutuamente siempre estaban, al igual que las viudas que, con más cojones que sus difuntos maridos, salían a pelear la harina y el pan. Una de ellas le devolvió la mirada al caudillo, esperando unos segundos antes de manifestar algún cambio en la expresión facial. Una vez que tuvo centrada la atención sobre ella, negó con la cabeza. Fernand entendió lo que significaba: la inquisición estaba allí, pisándole los talones. Un limosnero o una prostituta debutante podían ser los disfraces para despistarlos. Estos espías, cómo no iba a conocerlos.
El relajante sonido de unos pasos bajando por la escalera hizo voltear a Fernand. A cara lavada hacía presencia Helida. Daba para no reconocerla, con el rostro despejado. Había rejuvenecido varios años. Helida, ¿cómo olvidarla? La había guarecido, pero no había calculado el costo de aquellas acción. Si alguien incorrecto los había visto, entonces podían asociar a la joven a los insurrectos; estaría en problemas. Lo mejor sería alertarla. Eso y darle una solución.
— Así es mejor. No dolió. — dijo Fernand —. Veo con placer, mi ilustre pero inoportuna invitada, que os halláis adecentada y muy tranquila. Así debe ser. Pero en este momento debo informarte que, al sacarte de la calle, te dejé frente a la boca del lobo. No disponemos de mucho tiempo para charlar, pero tendrá que bastar, por el momento con decirte que hay quienes buscan mi cabeza, porque sostiene a otras, y ellas me alimentan a mí. Es un sistema. Un sistema enemigo. A mis hombres y a mí se nos vigila mucho, aunque sus redes tienen la misión de hacernos creer que no somos vigilados. — hizo saber con prudencia — Bien se percataron de ti ciertos ojos anoche. Si hubieran contemplado desde cerca, se hubieran dado cuenta de que les aguardaban una mujer que no estaba en condiciones de defenderse ni de sus propios vicios y un rebelde anarquista cuya causa anula la sensatez que puede salvarle la vida. Por precaución y porque no es digno abusar de las amistades, tengo que sacarte de aquí. Desprenderte de mi camino y luego irme por el lado contrario al que elijas. Nos vieron caminando de noche, así que no es inteligente volver a recorrer el camino de anoche. Te diría que es mejor que saliéramos de día, pero es cuando se encuentran más atentos. Habrá que camuflarse entre la multitud a la hora pico. Cuando los obreros salgan a gastarse el salario y los rostros se confundan. Es eso o convertirse en cadáver.
Fernand de Louvencourt- Licántropo Clase Alta
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Re: Cráteres lunares.
Por “A” o por “B”, la trivialidad no parecía querer llamar nunca a su puerta. No bastaba con que el incidente quedara en un recuerdo bochornoso, sino que tenía que verse sumida en un entre maneje para que su día a día adquiriese coherencia. Gruñó por lo bajo y retiro el puño con la ofrenda, comprobaría más tarde si era lo que sospechaba, o pronto, si se venían sumergidos en una escaramuza. Aunque a juzgar por las palabras de Fernand, era sortear el inconveniente o morir. Poco sabía el hombre que a la muchachita se le daba bastante mal evitar problemas.
Resignada, se rascó la cabellera, apartando la melena del rostro; parecía una campesina o una mendiga aseada.
─Mansa, me prefieres mansa, ya veo... Soy de mayor agrado de este modo supongo. Aunque malas noticias, no suelo permanecer demasiado tiempo en este estado de ánimo.
Le dedico una sonrisa tierna, bañada en falsedad, o no tanta como le hubiese gustado. Sin duda le hubiese gustado pintar a Fernand, pero también empotrarlo contra la pared como a uno de sus cuadros. Aunque si pensaba con claridad, amordazado incluso sería más atractivo.
─Permite que sea honesta contigo, ya sé que no ando demasiado acertada expresando mi gratitud. Encuentro torpeza en los halagos y agradecimientos, sin embargo, sí, te debo una…Pero no pienses ni por un instante que me voy a dejar arrastrar en tus enredos.
Sin miramientos tomó la manta y se cubrió por encima, ahora sí; estaba ridícula.
─Ignoro en que tipo de pastel andas metido, pero estoy cansada y me martillea la cabeza, así que si me lo permites; gracias y adiós.
Giró sobre sus talones y sin esperar una respuesta clara abrió la puerta y busco las escaleras. En vez de bajar, subió hasta el piso superior. Tenía suficientes problemas, ella era su principal, era un problema con patas y lo peor de todo… ¡pensamientos! Cuando alcanzó el final de las escaleras abrió la claraboya del ático y emergió por el tejado. Su estomago gruñó. Dios…estaba hambrienta.
Con cuidado volvió a ponerse el anillo de plata que había ofrecido a Fernand y que este había pasado por alto. Supuso que nunca sabría si era una criatura o no. Sumida en su pensamiento y en la hambruna, Helida no reparó en los ojos que la seguían. Víctima de una resaca importante, todos sus oxidados instintos de cazadora se vieron ahogados.
Resignada, se rascó la cabellera, apartando la melena del rostro; parecía una campesina o una mendiga aseada.
─Mansa, me prefieres mansa, ya veo... Soy de mayor agrado de este modo supongo. Aunque malas noticias, no suelo permanecer demasiado tiempo en este estado de ánimo.
Le dedico una sonrisa tierna, bañada en falsedad, o no tanta como le hubiese gustado. Sin duda le hubiese gustado pintar a Fernand, pero también empotrarlo contra la pared como a uno de sus cuadros. Aunque si pensaba con claridad, amordazado incluso sería más atractivo.
─Permite que sea honesta contigo, ya sé que no ando demasiado acertada expresando mi gratitud. Encuentro torpeza en los halagos y agradecimientos, sin embargo, sí, te debo una…Pero no pienses ni por un instante que me voy a dejar arrastrar en tus enredos.
Sin miramientos tomó la manta y se cubrió por encima, ahora sí; estaba ridícula.
─Ignoro en que tipo de pastel andas metido, pero estoy cansada y me martillea la cabeza, así que si me lo permites; gracias y adiós.
Giró sobre sus talones y sin esperar una respuesta clara abrió la puerta y busco las escaleras. En vez de bajar, subió hasta el piso superior. Tenía suficientes problemas, ella era su principal, era un problema con patas y lo peor de todo… ¡pensamientos! Cuando alcanzó el final de las escaleras abrió la claraboya del ático y emergió por el tejado. Su estomago gruñó. Dios…estaba hambrienta.
Con cuidado volvió a ponerse el anillo de plata que había ofrecido a Fernand y que este había pasado por alto. Supuso que nunca sabría si era una criatura o no. Sumida en su pensamiento y en la hambruna, Helida no reparó en los ojos que la seguían. Víctima de una resaca importante, todos sus oxidados instintos de cazadora se vieron ahogados.
Helida Darsian- Cazador Clase Media
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Re: Cráteres lunares.
¿Honestidad? Naturalmente que la permitía. Más aún, la exigía. Aquella mujer era como un manceba en la edad del pavo: torpe, porfiada, presumida. Pero era auténtica, una cualidad que Fernand apretaba.
— Sería un avance que te arrastrases, luego de que anoche no pudieras ni mantener los ojos abiertos. — se divirtió Fernand —. Pero no lo harás; me decepcionarías, a ti también.
Y ahí fuera la inquisición seguía apresando a cualquier persona que pudiera ser sospechosa con la monotonía enervante con que molestan las mujeres como Helida. De cuando en cuando pasaba una especie de sombra fugaz, corriendo calle arriba o calle abajo y dejando un murmullo de sospecha. Los enemigos hacían su camuflado patrullaje, pero Helida estaba tan ensimismada en lo que se le daba la gana hacer, que no se detenía a pensar si era conveniente hacerlo. ¿Por qué sería que la libertad tendía a perjudicar a los jóvenes? Muy probablemente, porque no se habían golpeado lo suficiente como para entender que debían andarse con más cuidado.
Reprimiendo un bostezo, Fernand asintió a todo lo que decía Helida. Si quería tirarse de un puente, ya era su responsabilidad. Él quedaba en paz con tal de haber hecho todo lo posible por salvarla de una muerte segura, o algo peor. Hasta le era irrisorio, porque no había manera de que ese tiro al aire llegara muy lejos. A lo más sobrevivía rompiéndole la nariz a alguno, pero hasta ahí.
—Bien. Eres una mujer. No puedo retenerse, pero conste que te lo dije. Imagino que no basta con el alboroto que has hecho aquí dentro; tienes que llevarlo afuera. Un placer haberte conocido en vida. El único mérito que se me ocurre es que, si lamentablemente te matan, serás un limpio cadáver. — acotó dándole la espalda para retirarse de esa habitación. Pero justo debajo del umbral de la puerta, se giró momentáneamente. — Mi mano está extendida por si la llegas a necesitar. Tómala, si puedes hacerlo. Como te habrás dado cuenta, no puedo cerrar los ojos o voltearme cuando es imperioso actuar. No quiero. Y si debo sobrepasarme, lo haré. Ya lo sabes.
Con el rostro resignado, de aspecto amigable, miró sin rubor a Helida, como inspeccionándola. Fernand sonrió para sus adentros. Era divertida, como sólo los seres inestables sabían serlo, pero su mayor enemiga era ella misma. Antes de que Fernand pudiera dar una apropiada despedida, la mujer se había encaminado a su destino. Sólo un ruido se escuchaba: los pies que se alejaban cloqueando en el techo.
— Sería un avance que te arrastrases, luego de que anoche no pudieras ni mantener los ojos abiertos. — se divirtió Fernand —. Pero no lo harás; me decepcionarías, a ti también.
Y ahí fuera la inquisición seguía apresando a cualquier persona que pudiera ser sospechosa con la monotonía enervante con que molestan las mujeres como Helida. De cuando en cuando pasaba una especie de sombra fugaz, corriendo calle arriba o calle abajo y dejando un murmullo de sospecha. Los enemigos hacían su camuflado patrullaje, pero Helida estaba tan ensimismada en lo que se le daba la gana hacer, que no se detenía a pensar si era conveniente hacerlo. ¿Por qué sería que la libertad tendía a perjudicar a los jóvenes? Muy probablemente, porque no se habían golpeado lo suficiente como para entender que debían andarse con más cuidado.
Reprimiendo un bostezo, Fernand asintió a todo lo que decía Helida. Si quería tirarse de un puente, ya era su responsabilidad. Él quedaba en paz con tal de haber hecho todo lo posible por salvarla de una muerte segura, o algo peor. Hasta le era irrisorio, porque no había manera de que ese tiro al aire llegara muy lejos. A lo más sobrevivía rompiéndole la nariz a alguno, pero hasta ahí.
—Bien. Eres una mujer. No puedo retenerse, pero conste que te lo dije. Imagino que no basta con el alboroto que has hecho aquí dentro; tienes que llevarlo afuera. Un placer haberte conocido en vida. El único mérito que se me ocurre es que, si lamentablemente te matan, serás un limpio cadáver. — acotó dándole la espalda para retirarse de esa habitación. Pero justo debajo del umbral de la puerta, se giró momentáneamente. — Mi mano está extendida por si la llegas a necesitar. Tómala, si puedes hacerlo. Como te habrás dado cuenta, no puedo cerrar los ojos o voltearme cuando es imperioso actuar. No quiero. Y si debo sobrepasarme, lo haré. Ya lo sabes.
Con el rostro resignado, de aspecto amigable, miró sin rubor a Helida, como inspeccionándola. Fernand sonrió para sus adentros. Era divertida, como sólo los seres inestables sabían serlo, pero su mayor enemiga era ella misma. Antes de que Fernand pudiera dar una apropiada despedida, la mujer se había encaminado a su destino. Sólo un ruido se escuchaba: los pies que se alejaban cloqueando en el techo.
TEMA FINALIZADO.
Fernand de Louvencourt- Licántropo Clase Alta
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