AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Crush Syndrome
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Crush Syndrome
El ruido de sus tacones repica contra el asfalto. Los edificios, carcomidos por la mugre y el tiempo, se ciernen sobre nosotros, apenas dejando entrever el cielo turbio que compone el techo de nuestra jaula. Las ratas y la suciedad acosan las calles parisinas; sin embargo, aún resta alcantarillado por el cual pueden ascender sus hermanas.
Su brazo deshace el nudo con el mío cuando me adelanto, empujo una puerta y me deslizo en la estancia elegida, liderando la marcha. La joven me sigue, con paso tembloroso y débil, aprovechando que le doy la espalda para pasar sus dedos frágiles por un maquillaje incapaz de fortalecer sus rasgos, de iguales características.
—Despeje el restaurante de inmediato —ordeno, nada más irrumpir en la estancia.
No me hace falta repetirlo: el camarero, que en un principio muestra sorpresa, queda sometido a mi voluntad y, ante la queja de sus clientes y sus ofensivos comentarios, simplemente agacha la cabeza, ruega disculpas y acusa el problema al mal estado de la comida.
—Es por su bien. Un cliente ha mostrado malestar. Aún no sabemos qué ingrediente lo ha causado, estamos intentando averiguarlo. Lo sentimos mucho. Por favor, vuelvan otro día —recita, a unos y a otros. Los cocineros, en la sala contigua, se asoman, entre confusos y curiosos. Mientras aguardo, junto a mi acompañante, en la puerta, a que se despeje el restaurante, percibo una multitud de rumores e interrogantes desprenderse de sus labios y contagiarse, de unos trabajadores a otros, hasta que cuantos comían se han marchado y cuantos servían están, al completo, en el salón.
—Buenas noches —comienzo. Su foco de atención se dirige de inmediato hacia mi persona. Torciendo una sonrisa y con las manos a la espalda, paseo con tranquilidad por el salón, mirando las mesas y tratando de elegir una a mi gusto. Finalmente, me decanto por un oscuro rincón donde, planta decorativa a un lado, no anhelaría la privacidad ansiada—. Quiero que despejen esa mesa y que sirvan, tanto a mi acompañante como a mí, sus mayores exquisiteces. He leído que tienen contratado a un cuarteto los sábados por la noche... —Me giro hacia la joven—. ¿Qué día es hoy?
—¿Diecis... iete? —tartamudea, buscando apoyo en una mesa. Casi puedo sentir su piel constreñida por los zapatos.
Sonrío, descontento.
—De la semana —corrijo, sin molestarme en ocultar mi irritación.
—Martes.
—Finjamos que es sábado, en tal caso —soluciono, dando una palmada—. Traigan a ese cuarteto, ardo en deseos de escuchar cuanto la inmundicia parisina inspira a nuestros artistas.
*
—No puedo más —murmura. No la miro. Recostado contra la silla en dirección a la salida del local, frente a la cual se desarrolla el concierto, disfruto del sufrimiento que se desprende de las cuerdas rotas y la madera astillada de los instrumentos.
—¿Marie? —pregunto, distraídamente.
—Marthe —corrige. Sin embargo, calla al instante, atormentada por sus actos. Ladeo la cabeza para observarla, ojos entrecerrados: temerosa, se lleva los dedos grasientos a los labios, manchados de diferentes salsas y desbordados por las mismas barbilla abajo—. Pero usted puede llamarme como quiera...
—Marie —repito, haciendo caso omiso de su interrupción. Mi mirada regresa al cuarteto—. Te estoy haciendo un favor, ¿comprendes? Hace dos días estabas en una esquina prostituyéndote y pidiendo limosna. Pongo ante ti los mejores platos de París... ¿y así me lo agradeces? —murmuro, con un deje de tristeza que desaparece en cuanto sacudo la cabeza y vuelvo a mirarla. Mis ojos se clavan en ella despiadados, crudos—. Come.
No se resiste a mis palabras, tampoco a los manjares: con un gemido angustiado, obedece.
Un grito agudo procedente del violín me sobresalta.
—Será posible, ¿quién ha fallado esa nota? —Me levanto, airado, volviendo a dirigir mi atención al cuarteto. El músico culpable alza las manos: las uñas rotas, la piel enrojecida, descamada y abierta, y finos hilos de sangre hasta los codos—. ¿Acaso he dicho que dejes de tocar? —pregunto, la amenaza implícita en la voz.
—No, señor.
—El próximo que deje de tocar sin mi permiso, deberá arrancarse las manos.
Tembloroso, el culpable se reverencia antes de volver al trabajo. Sus compañeros, en idénticas condiciones, vuelven a bajar la mirada que hace unos instantes le habían dedicado de reojo.
Sufro otra interrupción: el camarero regresa con otro plato distinto a los anteriores, que se despliegan entre varias mesas.
—¡Oh, salmón! —exclamo, entusiasmado, pero Marie ha alzado las manos y tomado el plato antes de que yo regrese a mi sitio. Le doy un manotazo—. Mío —advierto, robándoselo, sentándome de nuevo y parapetándome tras él para que no intente volver a quitármelo.
Sin embargo, y no por su culpa, apenas me da tiempo a paladear el pescado. La puerta del restaurante se abre. Deposito, con excesiva suavidad, los cubiertos sobre el plato, entrelazo los dedos ante mí y me acomodo contra el respaldo, estudiando el ejemplar de fémina que ha atravesado la puerta. Me relamo.
—¿Qué hace una mujer como usted en un mundo de hombres como este? —ronroneo. Una sonrisa torcida insufla vida a mis labios.
Su brazo deshace el nudo con el mío cuando me adelanto, empujo una puerta y me deslizo en la estancia elegida, liderando la marcha. La joven me sigue, con paso tembloroso y débil, aprovechando que le doy la espalda para pasar sus dedos frágiles por un maquillaje incapaz de fortalecer sus rasgos, de iguales características.
—Despeje el restaurante de inmediato —ordeno, nada más irrumpir en la estancia.
No me hace falta repetirlo: el camarero, que en un principio muestra sorpresa, queda sometido a mi voluntad y, ante la queja de sus clientes y sus ofensivos comentarios, simplemente agacha la cabeza, ruega disculpas y acusa el problema al mal estado de la comida.
—Es por su bien. Un cliente ha mostrado malestar. Aún no sabemos qué ingrediente lo ha causado, estamos intentando averiguarlo. Lo sentimos mucho. Por favor, vuelvan otro día —recita, a unos y a otros. Los cocineros, en la sala contigua, se asoman, entre confusos y curiosos. Mientras aguardo, junto a mi acompañante, en la puerta, a que se despeje el restaurante, percibo una multitud de rumores e interrogantes desprenderse de sus labios y contagiarse, de unos trabajadores a otros, hasta que cuantos comían se han marchado y cuantos servían están, al completo, en el salón.
—Buenas noches —comienzo. Su foco de atención se dirige de inmediato hacia mi persona. Torciendo una sonrisa y con las manos a la espalda, paseo con tranquilidad por el salón, mirando las mesas y tratando de elegir una a mi gusto. Finalmente, me decanto por un oscuro rincón donde, planta decorativa a un lado, no anhelaría la privacidad ansiada—. Quiero que despejen esa mesa y que sirvan, tanto a mi acompañante como a mí, sus mayores exquisiteces. He leído que tienen contratado a un cuarteto los sábados por la noche... —Me giro hacia la joven—. ¿Qué día es hoy?
—¿Diecis... iete? —tartamudea, buscando apoyo en una mesa. Casi puedo sentir su piel constreñida por los zapatos.
Sonrío, descontento.
—De la semana —corrijo, sin molestarme en ocultar mi irritación.
—Martes.
—Finjamos que es sábado, en tal caso —soluciono, dando una palmada—. Traigan a ese cuarteto, ardo en deseos de escuchar cuanto la inmundicia parisina inspira a nuestros artistas.
*
—No puedo más —murmura. No la miro. Recostado contra la silla en dirección a la salida del local, frente a la cual se desarrolla el concierto, disfruto del sufrimiento que se desprende de las cuerdas rotas y la madera astillada de los instrumentos.
—¿Marie? —pregunto, distraídamente.
—Marthe —corrige. Sin embargo, calla al instante, atormentada por sus actos. Ladeo la cabeza para observarla, ojos entrecerrados: temerosa, se lleva los dedos grasientos a los labios, manchados de diferentes salsas y desbordados por las mismas barbilla abajo—. Pero usted puede llamarme como quiera...
—Marie —repito, haciendo caso omiso de su interrupción. Mi mirada regresa al cuarteto—. Te estoy haciendo un favor, ¿comprendes? Hace dos días estabas en una esquina prostituyéndote y pidiendo limosna. Pongo ante ti los mejores platos de París... ¿y así me lo agradeces? —murmuro, con un deje de tristeza que desaparece en cuanto sacudo la cabeza y vuelvo a mirarla. Mis ojos se clavan en ella despiadados, crudos—. Come.
No se resiste a mis palabras, tampoco a los manjares: con un gemido angustiado, obedece.
Un grito agudo procedente del violín me sobresalta.
—Será posible, ¿quién ha fallado esa nota? —Me levanto, airado, volviendo a dirigir mi atención al cuarteto. El músico culpable alza las manos: las uñas rotas, la piel enrojecida, descamada y abierta, y finos hilos de sangre hasta los codos—. ¿Acaso he dicho que dejes de tocar? —pregunto, la amenaza implícita en la voz.
—No, señor.
—El próximo que deje de tocar sin mi permiso, deberá arrancarse las manos.
Tembloroso, el culpable se reverencia antes de volver al trabajo. Sus compañeros, en idénticas condiciones, vuelven a bajar la mirada que hace unos instantes le habían dedicado de reojo.
Sufro otra interrupción: el camarero regresa con otro plato distinto a los anteriores, que se despliegan entre varias mesas.
—¡Oh, salmón! —exclamo, entusiasmado, pero Marie ha alzado las manos y tomado el plato antes de que yo regrese a mi sitio. Le doy un manotazo—. Mío —advierto, robándoselo, sentándome de nuevo y parapetándome tras él para que no intente volver a quitármelo.
Sin embargo, y no por su culpa, apenas me da tiempo a paladear el pescado. La puerta del restaurante se abre. Deposito, con excesiva suavidad, los cubiertos sobre el plato, entrelazo los dedos ante mí y me acomodo contra el respaldo, estudiando el ejemplar de fémina que ha atravesado la puerta. Me relamo.
—¿Qué hace una mujer como usted en un mundo de hombres como este? —ronroneo. Una sonrisa torcida insufla vida a mis labios.
Última edición por Mortrou el Lun Ene 01, 2018 2:49 pm, editado 1 vez
Mortrou- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 12
Fecha de inscripción : 12/12/2017
DATOS DEL PERSONAJE
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Re: Crush Syndrome
Normalmente, Loane estaba rodeada de una constante trivialidad a la que suplicaba por cambios, catastróficos incluso, cualquier cosa que le sacara de su rutina. Aquel día no era distinto. Discutir con el proveedor le hastiaba.
─¿Tiene algo que ver la mesera con cintura de avispa con que lleguéis siempre tarde? Llevo esperando un buen rato y tengo una docena de clientes que no quieren seguir viviendo si no están ebrios.
El hombre pareció sobresaltarse al verla. Un ligero tinte rojizo, decoró sus pómulos.
─No digáis sandeces, estaré allí en lo que tardáis en parpadear.
─¿Por qué entrar por la puerta principal cuando podéis hacerlo por la trasera? Quizás en la despensa corráis el riesgo de no ver a vuestra bella mesera ─indicó, contemplando como su proveedor cargaba al hombro la mercancía y se acercaba a la entrada.
─¡Diablos! Hay más espacio. Ahora, si no os importa voy a hacer mi trabajo.
Loane contempló la posibilidad de dejar escapar un bufido descontento, pero simplemente agregó:
─Esperaré aquí, no me hagáis ir a buscaros.
Se alejó de ella con un gruñido al que encontró agotador responder. Mientras tanto, Loane se acercó a la carreta del hombre, tomó uno de los licores, le quitó el corcho y le propinó un prolongado trago. Ron. Repugnante. Revitalizante, no demasiado, y es que cada vez que lo tomaba, sus carrillos enrojecían y un profundo sopor la visitaba. Se apoyó contra la fachada del restaurante y detuvo su errática mirada sobre los adoquines del suelo, donde una rata solitaria era despachada por una escoba.
─Ratas, están por todas partes ─observó la dueña de la escoba.
No podía estar más de acuerdo. Una de ellas estaba tardando demasiado en salir del restaurante. Resignada, dejó la botella a un lado y abrió las puertas del lugar con un ligero empujón de hombro. Su mirada perezosa tornó atónita. Loane se detuvo, estática. Sus pupilas viajaron desde las mesas vacías hasta las manos ensangrentadas de los músicos. Por último, hallaron su destino en la pareja que comía a su vera. Ella angustiada, él relajado. Su traje purpura, llamativo y enigmático, como los trucos de magia que llevaban a cabo los magos del circo. Farsantes, embaucadores y mentirosos.
Ella angustiada, él relajado. Él culpable. Él aguijoneándola con la mirada.
Frunció el ceño. Los improperios se arremolinaron en la punta de su lengua, victima de la incomprensión, sin embargo, ni siquiera tuvo tiempo de comenzar a hablar. ÉL preguntó y ella respondió.
"¿Qué hace una mujer como usted en un mundo de hombres como este?"
─Cambiarlo.
¿Por qué responderle si quiera? Corrió hacia los músicos, desorientada y trató de hacerles entrar en razón.
─¡Parad! ¿Es que no veis que os estáis dañando las manos? ¡Esto es un despropósito!
Fijo los ojos sobre el hombre púrpura. O bien era un príncipe o un rey, otra persona no hubiese conseguido que vaciaran el restaurante y los músicos continuaran tocando sin tregua. Loane, la humilde mesera, arrugó la nariz.
Ratas, estaban por todas partes.
─¿Tiene algo que ver la mesera con cintura de avispa con que lleguéis siempre tarde? Llevo esperando un buen rato y tengo una docena de clientes que no quieren seguir viviendo si no están ebrios.
El hombre pareció sobresaltarse al verla. Un ligero tinte rojizo, decoró sus pómulos.
─No digáis sandeces, estaré allí en lo que tardáis en parpadear.
─¿Por qué entrar por la puerta principal cuando podéis hacerlo por la trasera? Quizás en la despensa corráis el riesgo de no ver a vuestra bella mesera ─indicó, contemplando como su proveedor cargaba al hombro la mercancía y se acercaba a la entrada.
─¡Diablos! Hay más espacio. Ahora, si no os importa voy a hacer mi trabajo.
Loane contempló la posibilidad de dejar escapar un bufido descontento, pero simplemente agregó:
─Esperaré aquí, no me hagáis ir a buscaros.
Se alejó de ella con un gruñido al que encontró agotador responder. Mientras tanto, Loane se acercó a la carreta del hombre, tomó uno de los licores, le quitó el corcho y le propinó un prolongado trago. Ron. Repugnante. Revitalizante, no demasiado, y es que cada vez que lo tomaba, sus carrillos enrojecían y un profundo sopor la visitaba. Se apoyó contra la fachada del restaurante y detuvo su errática mirada sobre los adoquines del suelo, donde una rata solitaria era despachada por una escoba.
─Ratas, están por todas partes ─observó la dueña de la escoba.
No podía estar más de acuerdo. Una de ellas estaba tardando demasiado en salir del restaurante. Resignada, dejó la botella a un lado y abrió las puertas del lugar con un ligero empujón de hombro. Su mirada perezosa tornó atónita. Loane se detuvo, estática. Sus pupilas viajaron desde las mesas vacías hasta las manos ensangrentadas de los músicos. Por último, hallaron su destino en la pareja que comía a su vera. Ella angustiada, él relajado. Su traje purpura, llamativo y enigmático, como los trucos de magia que llevaban a cabo los magos del circo. Farsantes, embaucadores y mentirosos.
Ella angustiada, él relajado. Él culpable. Él aguijoneándola con la mirada.
Frunció el ceño. Los improperios se arremolinaron en la punta de su lengua, victima de la incomprensión, sin embargo, ni siquiera tuvo tiempo de comenzar a hablar. ÉL preguntó y ella respondió.
"¿Qué hace una mujer como usted en un mundo de hombres como este?"
─Cambiarlo.
¿Por qué responderle si quiera? Corrió hacia los músicos, desorientada y trató de hacerles entrar en razón.
─¡Parad! ¿Es que no veis que os estáis dañando las manos? ¡Esto es un despropósito!
Fijo los ojos sobre el hombre púrpura. O bien era un príncipe o un rey, otra persona no hubiese conseguido que vaciaran el restaurante y los músicos continuaran tocando sin tregua. Loane, la humilde mesera, arrugó la nariz.
Ratas, estaban por todas partes.
Loane Lebijou- Humano Clase Media
- Mensajes : 20
Fecha de inscripción : 12/12/2017
Localización : París.
Re: Crush Syndrome
Enarco una ceja ante su respuesta, y una risa febril escapa de mis labios.
—Cambiarlo —repito, llevándome una mano al estómago. Alzo la otra para animar a mi público a secundarme y tuerzo el cuello para encarar, divertido, a Marie—. ¡Cambiarlo! —exclamo, burlón, sin interrumpir la carcajada.
Sin embargo, las últimas palabras de la muchacha me hacen enmudecer. Me levanto con brusquedad, y la silla cae estrepitosamente al suelo: Marie se atraganta, varios cocineros salen de su retiro para presenciar, curiosos, los sucesos que se desarrollan en el salón, y el camarero da un suave respingo en una esquina, manos cruzadas ante sí; los únicos que prosiguen, inmutables, con su deber, son los músicos, sin atender, por beneficio propio, a las palabras de la muchacha.
—¿Quién te has creído que eres? —mascullo, tuteándole airadamente mientras devuelvo a su lugar un par de desordenados mechones con la mano. El gesto, que finaliza en el aire con el puño cerrado, es una advertencia que nadie pasa por alto: los cocineros regresan a su sitio, el camarero recupera la compostura y se yergue dolorosamente y Marie devuleve la atención a la comida—. No contestes, no me interesa quién te crees que eres, sino quién eres. ¿Quién eres? —pregunto, acercándome con paso felino y observándola sin pudor.
A mi espalda, una arcada seguida de un viscoso chapoteo me hace respirar profundamente y buscar la paciencia que me falta, que me agotan.
—Disculpa —pido, alzando un dedo. Repaso los pliegues y los botones de la chaqueta púrpura, tranquilizándome, y compongo una de mis mejores sonrisas, que no deja de ser sino una amarga mueca contrariada. Giro sobre mis talones, me encamino hacia donde se encuentra Marie y aguardo tras la mesa a que termine de vomitar. Cuando lo hace y sale de su escondrijo bajo la mesa, apoyándose en ella con manos temblorosas, aparto los platos de un empujón, con lo que caen contra el suelo y se fragmentan; después, imito su postura y apoyo las manos sobre la mesa—. Marie, querida... —paladeo, deleitándome en la dicción de cada letra—. ¿Acaso he dicho que dejes de comer?
La muchacha me observa, desconcertada, asustada; tras unos segundos de vacilación, se agazapa sobre uno de los platos rotos con carne.
—Dicen que masticar esquirlas fortalece la dentadura —instruyo, amable, con un leve encogimiento de hombros. Tras ello, miro al camarero—. ¿No deberías ayudarle a recoger? Hay vómito por todas partes...
El hombre empalidece; no obstante, no puede resistirse a mí, por lo que no tarda en agacharse y gatear hacia el desastre. Satisfecho, vuelvo a dirigirme a la instrusa, dando una suave palmada.
—¡Bien! Es de mala educación hablar con la boca llena, así que dudo que nos interrumpan en un rato. ¿Por dónde íbamos...? ¡Oh, sí! Ibas a contarme quién eres —recuerdo, sentándome junto a los músicos. Cruzo las piernas y palmeo el asiento contiguo, ofreciéndoselo en silencio a la morena—. Acompáñame y satisface mi curiosidad... —El vocativo se pierde en mi desconocimiento de su nombre.
—Cambiarlo —repito, llevándome una mano al estómago. Alzo la otra para animar a mi público a secundarme y tuerzo el cuello para encarar, divertido, a Marie—. ¡Cambiarlo! —exclamo, burlón, sin interrumpir la carcajada.
Sin embargo, las últimas palabras de la muchacha me hacen enmudecer. Me levanto con brusquedad, y la silla cae estrepitosamente al suelo: Marie se atraganta, varios cocineros salen de su retiro para presenciar, curiosos, los sucesos que se desarrollan en el salón, y el camarero da un suave respingo en una esquina, manos cruzadas ante sí; los únicos que prosiguen, inmutables, con su deber, son los músicos, sin atender, por beneficio propio, a las palabras de la muchacha.
—¿Quién te has creído que eres? —mascullo, tuteándole airadamente mientras devuelvo a su lugar un par de desordenados mechones con la mano. El gesto, que finaliza en el aire con el puño cerrado, es una advertencia que nadie pasa por alto: los cocineros regresan a su sitio, el camarero recupera la compostura y se yergue dolorosamente y Marie devuleve la atención a la comida—. No contestes, no me interesa quién te crees que eres, sino quién eres. ¿Quién eres? —pregunto, acercándome con paso felino y observándola sin pudor.
A mi espalda, una arcada seguida de un viscoso chapoteo me hace respirar profundamente y buscar la paciencia que me falta, que me agotan.
—Disculpa —pido, alzando un dedo. Repaso los pliegues y los botones de la chaqueta púrpura, tranquilizándome, y compongo una de mis mejores sonrisas, que no deja de ser sino una amarga mueca contrariada. Giro sobre mis talones, me encamino hacia donde se encuentra Marie y aguardo tras la mesa a que termine de vomitar. Cuando lo hace y sale de su escondrijo bajo la mesa, apoyándose en ella con manos temblorosas, aparto los platos de un empujón, con lo que caen contra el suelo y se fragmentan; después, imito su postura y apoyo las manos sobre la mesa—. Marie, querida... —paladeo, deleitándome en la dicción de cada letra—. ¿Acaso he dicho que dejes de comer?
La muchacha me observa, desconcertada, asustada; tras unos segundos de vacilación, se agazapa sobre uno de los platos rotos con carne.
—Dicen que masticar esquirlas fortalece la dentadura —instruyo, amable, con un leve encogimiento de hombros. Tras ello, miro al camarero—. ¿No deberías ayudarle a recoger? Hay vómito por todas partes...
El hombre empalidece; no obstante, no puede resistirse a mí, por lo que no tarda en agacharse y gatear hacia el desastre. Satisfecho, vuelvo a dirigirme a la instrusa, dando una suave palmada.
—¡Bien! Es de mala educación hablar con la boca llena, así que dudo que nos interrumpan en un rato. ¿Por dónde íbamos...? ¡Oh, sí! Ibas a contarme quién eres —recuerdo, sentándome junto a los músicos. Cruzo las piernas y palmeo el asiento contiguo, ofreciéndoselo en silencio a la morena—. Acompáñame y satisface mi curiosidad... —El vocativo se pierde en mi desconocimiento de su nombre.
Mortrou- Hechicero Clase Alta
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Fecha de inscripción : 12/12/2017
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Re: Crush Syndrome
Dedujo que no era francés, por el acento y por el salvajismo tal vez. Inconsistente, se irguió sobre sus dos piernas, recto como un pincel. Loane palideció, asustada, desconcertada. Aquello era un disparate, no tenía ni pies ni cabeza, ningún tipo de explicación. Había visto demencia y sociopatía en las ensortijadas calles de aquella ciudad de pestilencia, pero nada como aquello. La única explicación era una broma de mal gusto y aun así, no lo creyó, pero tampoco creyó que era real. Contempló horrorizada la escena que se desenvolvía ante sus ojos, que la obligó a cambiar de rumbo y tratar de acercarse a la joven Marie, pero él volvió a alzar la voz. Clara. Alta. Imperioso.
El camarero hizo lo propio y Loane creyó que ella también vomitaría. La escena quedo tatuada en sus retinas. Tuvo que tomar un tiempo para poder comprender lo que estaba sucediendo. Algo, que nunca llegó a hacer.
"Acompáñame”.
No lo discutió. Sus piernas parecieron moverse por cuenta propia, de forma natural. Jadeó. Se sentó a su lado disconforme ante la proximidad pero incapaz de marcharse. Se preguntó por qué lo hacía. Por qué cumplír sus deseos si el miedo no era la respuesta.
─Loane Lebijou ─musito, respondiendo a su pregunta. Su voz se le antojó ajena, extranjera ─. Tengo 27, mis padres están muertos y trabajo en una taberna como mesera.
Se atragantó a causa del exceso de información.
─Tú. ¿Quién eres tú? ─agregó, áspera─. ¿Y por qué parezco estar haciendo todo lo que a ti se te antoja? No quiero estar sentada aquí a tu lado y aún así, lo estoy haciendo. No quería darte mi nombre y aún así, también lo he hecho.
Su mano se alzó, tambaleante. Enredó sus dedos alrededor del cuello de su traje y lo aferró mordaz a pesar de la palidez de su semblante. Se acercó, simplemente y vocalizó:
─Qué. Está. Pasando.
Y mientras lo hacía, un interruptor en su cabeza chasqueó, advirtiendo. Advirtiendo de lo peligroso de aquel hombre. Sintió su arma de fuego palpitar contra su tobillo. Una voz en su cabeza le pidió que esperase, que fuera prudente.
Pero nada en aquel instante parecía acertado. Sin previo aviso se había visto sumida en un mundo de demencia. ¿Dónde quedaban sus momentos triviales en aquel instante?
El camarero hizo lo propio y Loane creyó que ella también vomitaría. La escena quedo tatuada en sus retinas. Tuvo que tomar un tiempo para poder comprender lo que estaba sucediendo. Algo, que nunca llegó a hacer.
"Acompáñame”.
No lo discutió. Sus piernas parecieron moverse por cuenta propia, de forma natural. Jadeó. Se sentó a su lado disconforme ante la proximidad pero incapaz de marcharse. Se preguntó por qué lo hacía. Por qué cumplír sus deseos si el miedo no era la respuesta.
─Loane Lebijou ─musito, respondiendo a su pregunta. Su voz se le antojó ajena, extranjera ─. Tengo 27, mis padres están muertos y trabajo en una taberna como mesera.
Se atragantó a causa del exceso de información.
─Tú. ¿Quién eres tú? ─agregó, áspera─. ¿Y por qué parezco estar haciendo todo lo que a ti se te antoja? No quiero estar sentada aquí a tu lado y aún así, lo estoy haciendo. No quería darte mi nombre y aún así, también lo he hecho.
Su mano se alzó, tambaleante. Enredó sus dedos alrededor del cuello de su traje y lo aferró mordaz a pesar de la palidez de su semblante. Se acercó, simplemente y vocalizó:
─Qué. Está. Pasando.
Y mientras lo hacía, un interruptor en su cabeza chasqueó, advirtiendo. Advirtiendo de lo peligroso de aquel hombre. Sintió su arma de fuego palpitar contra su tobillo. Una voz en su cabeza le pidió que esperase, que fuera prudente.
Pero nada en aquel instante parecía acertado. Sin previo aviso se había visto sumida en un mundo de demencia. ¿Dónde quedaban sus momentos triviales en aquel instante?
Loane Lebijou- Humano Clase Media
- Mensajes : 20
Fecha de inscripción : 12/12/2017
Localización : París.
Re: Crush Syndrome
Parpadeo voluntariamente con cada pregunta que realiza, divertido. Soy consciente de que está frustrada: un deje visible que transmite esa emoción es su agarre a la solapa de mi chaqueta. Con un ruidito que pretende proyectar y hacerle notar mi molestia, me deshago del mismo y me levanto, plisando las marcas de sus dedos hasta planchar la tela y dejarla como estaba antes de que situara sus manos sobre mí.
—Soy yo quien hace las preguntas... y quien da las órdenes —informo, abrochándome el par de botones de la parte inferior de la prenda que desabroché al sentarme—. Así que eres huérfana... Pobre Loane Lebijou (¿Te importa que te llame Marie? No, un nombre tan común para una criatura que se pretende tan original... Lo, Loa, Lole... ¡Lulú! Te llamaré Lulú). ¡Pobre Lulú! Pobres todos nosotros, aquellos a quien nadie echa en falta...
Mientras camino, me he acercado a Marie y el camarero. Siguen comiendo: ni siquiera alzan la mirada cuando me detengo frente a ellos.
—Mírame, Marie.
Y Marie obedece. Tiene las comisuras de los labios abiertas y perfiladas en una ancha sonrisa, la dentadura compuesta de porcelana.
—Marie, tú me quieres, ¿verdad?
La muchacha duda, pero asiente.
—¿Qué harías por mí? —prosigo, imparable.
Mastica, con esfuerzo. Traga, tose sangre y lucha por respirar y proferir una respuesta coherente.
—Cual... quier... cos... aaaah —gime, dolorida. Casi puedo percibir los cristales rasgando su laringe, atravesados en su garganta. Me acuclillo junto a ella.
—¿Morirías por mí, Marie? —Asiente—. ¿Me echarías en falta? —Asiente de nuevo. Sonrío. Beso sus labios maquillados con sangre y susurro contra su boca: «Añórame».
Sus ojos se abren desconmesuradamente. Entreabre la boca con un suspiro impregnado de anhelo y me mira, adorándome, venerándome. Sus dedos se cierran en torno a un trozo de porcelana: cuando el filo perfora la piel de su cuello me levanto y me separo. Me dirijo al camarero.
—¿Has acabado?
No lo ha hecho, pero tampoco responde hasta hacerlo. Una vez finaliza, se relame los dedos. Le obligo a alzarse.
—¿Los ves? —pregunto, y señalo la puerta de la cocina. Los cocineros han vuelto a asomarse, curiosos. Asiente. Suspiro, aliviado—. Pensé que me había vuelto loco —río, peinándome con los dedos—. Desházte de ella y piérdete —ordeno, con un gesto de la mano; después, me dirijo a los fisgones—. Cada vez que sintáis la tentación de salir de la cocina, poned las manos en el fuego; si no resistís y desobedecéis, meteos en el horno; cuando nos marchemos, quemad todo.
Desaparecen. Me despido de ellos con un gesto militar debidamente aprendido gracias a Padre y doy una palmada al tiempo que devuelvo mi foco de atención a Lulú y los músicos.
—La belleza es efímera —me disculpo, en dirección a estos últimos—. Ha sido un placer escucharles.
El camarero ha dejado la puerta abierta tras desaparecer. Compongo una sonrisa amable y me dirijo a la muchacha.
—Lulú... A partir de este momento, esfuérzate por que te eche en falta —insto, tendiéndole la mano e invitándole a abandonar, conmigo, el restaurante.
—Soy yo quien hace las preguntas... y quien da las órdenes —informo, abrochándome el par de botones de la parte inferior de la prenda que desabroché al sentarme—. Así que eres huérfana... Pobre Loane Lebijou (¿Te importa que te llame Marie? No, un nombre tan común para una criatura que se pretende tan original... Lo, Loa, Lole... ¡Lulú! Te llamaré Lulú). ¡Pobre Lulú! Pobres todos nosotros, aquellos a quien nadie echa en falta...
Mientras camino, me he acercado a Marie y el camarero. Siguen comiendo: ni siquiera alzan la mirada cuando me detengo frente a ellos.
—Mírame, Marie.
Y Marie obedece. Tiene las comisuras de los labios abiertas y perfiladas en una ancha sonrisa, la dentadura compuesta de porcelana.
—Marie, tú me quieres, ¿verdad?
La muchacha duda, pero asiente.
—¿Qué harías por mí? —prosigo, imparable.
Mastica, con esfuerzo. Traga, tose sangre y lucha por respirar y proferir una respuesta coherente.
—Cual... quier... cos... aaaah —gime, dolorida. Casi puedo percibir los cristales rasgando su laringe, atravesados en su garganta. Me acuclillo junto a ella.
—¿Morirías por mí, Marie? —Asiente—. ¿Me echarías en falta? —Asiente de nuevo. Sonrío. Beso sus labios maquillados con sangre y susurro contra su boca: «Añórame».
Sus ojos se abren desconmesuradamente. Entreabre la boca con un suspiro impregnado de anhelo y me mira, adorándome, venerándome. Sus dedos se cierran en torno a un trozo de porcelana: cuando el filo perfora la piel de su cuello me levanto y me separo. Me dirijo al camarero.
—¿Has acabado?
No lo ha hecho, pero tampoco responde hasta hacerlo. Una vez finaliza, se relame los dedos. Le obligo a alzarse.
—¿Los ves? —pregunto, y señalo la puerta de la cocina. Los cocineros han vuelto a asomarse, curiosos. Asiente. Suspiro, aliviado—. Pensé que me había vuelto loco —río, peinándome con los dedos—. Desházte de ella y piérdete —ordeno, con un gesto de la mano; después, me dirijo a los fisgones—. Cada vez que sintáis la tentación de salir de la cocina, poned las manos en el fuego; si no resistís y desobedecéis, meteos en el horno; cuando nos marchemos, quemad todo.
Desaparecen. Me despido de ellos con un gesto militar debidamente aprendido gracias a Padre y doy una palmada al tiempo que devuelvo mi foco de atención a Lulú y los músicos.
—La belleza es efímera —me disculpo, en dirección a estos últimos—. Ha sido un placer escucharles.
El camarero ha dejado la puerta abierta tras desaparecer. Compongo una sonrisa amable y me dirijo a la muchacha.
—Lulú... A partir de este momento, esfuérzate por que te eche en falta —insto, tendiéndole la mano e invitándole a abandonar, conmigo, el restaurante.
Mortrou- Hechicero Clase Alta
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Re: Crush Syndrome
Temblaba. Absurda, endeble. Temblaba. Loane se cubrió una mano con la otra, como si de aquella forma pudiera ocultar lo evidente; tenía miedo. Y la palabra miedo, era patéticamente diminuta ante lo que realmente sentía. Se encontró a si misma incapaz de levantarse del asiento. Lo intento, por Dios que lo intentó, pero él le había hecho algo. Él. Demonio, brujo, fruto de lo más profundo del averno. La sangre ni si quiera salpicó su traje purpura cuando emergió sin pudor alguno de la garganta de Marie. Ella parpadeó con fuerza. No pudo, no quiso, apartar los ojos de la escena.
“La belleza es efímera.”
Era un loco y, con los locos no se podía dialogar. Con su madre, nunca se pudo dialogar. Se levantó cuando él lo indicó, ciega, creyéndose culpable de su admirada sumisión. ¿Tan aterrada estaba que ni si quiera rechistaba? Persiguió su sombra, emergiendo ambos al exterior. Cuando tragó saliva, halló su boca seca. Tenía que hacer algo. Debía hacer algo. Era el momento idóneo de utilizar a su amiga, amiga que escasamente sacaba a pasear.
Respira, se dijo. Una, dos veces.
Caminó tras el hombre púrpura.
Respira.
Tropezó.
Respira.
Se irguió con las manos ocupadas.
Respira.
Quitó el seguro.
Respira.
Le apuntó con su revolver.
─Ni un paso más ─siseó, envalentonándose cada vez más al escuchar la determinación en su voz─. Créeme, me vas a echar muy en falta a mí y a todo el mundo cuando vea tu cuello desencajado pendiendo de la plaza principal. Ahora, no hagas que te cosa los labios y sígueme o atravesaré esa maquiavélica boca con el cañón del revolver.
El calor acarició su espalda y un evidente chillido la hizo cambiar de planes. Disparar, salvar, entregar. Apuntó a la cabeza, al hombro, a una pierna…Nunca había tenido que matar a nadie, pero si no lo invalidaba al menos, todo el mundo moriría en el restaurante.
─¡Demonios! ─carraspeó alguien─. ¿Qué tratáis de hacer?
Loane reconoció al proveedor. Abrió los ojos, de par en par y lo apremió.
─ El restaurante está en llamas, él es el culpable ─indicó a quién tenía frente a ella─. Socórrelos mientras yo lo detengo.
Confiaba en que no la tomara por loca, si bien no tenía muy buenas pulgas, todos sabían que era una muchacha noble.
“La belleza es efímera.”
Era un loco y, con los locos no se podía dialogar. Con su madre, nunca se pudo dialogar. Se levantó cuando él lo indicó, ciega, creyéndose culpable de su admirada sumisión. ¿Tan aterrada estaba que ni si quiera rechistaba? Persiguió su sombra, emergiendo ambos al exterior. Cuando tragó saliva, halló su boca seca. Tenía que hacer algo. Debía hacer algo. Era el momento idóneo de utilizar a su amiga, amiga que escasamente sacaba a pasear.
Respira, se dijo. Una, dos veces.
Caminó tras el hombre púrpura.
Respira.
Tropezó.
Respira.
Se irguió con las manos ocupadas.
Respira.
Quitó el seguro.
Respira.
Le apuntó con su revolver.
─Ni un paso más ─siseó, envalentonándose cada vez más al escuchar la determinación en su voz─. Créeme, me vas a echar muy en falta a mí y a todo el mundo cuando vea tu cuello desencajado pendiendo de la plaza principal. Ahora, no hagas que te cosa los labios y sígueme o atravesaré esa maquiavélica boca con el cañón del revolver.
El calor acarició su espalda y un evidente chillido la hizo cambiar de planes. Disparar, salvar, entregar. Apuntó a la cabeza, al hombro, a una pierna…Nunca había tenido que matar a nadie, pero si no lo invalidaba al menos, todo el mundo moriría en el restaurante.
─¡Demonios! ─carraspeó alguien─. ¿Qué tratáis de hacer?
Loane reconoció al proveedor. Abrió los ojos, de par en par y lo apremió.
─ El restaurante está en llamas, él es el culpable ─indicó a quién tenía frente a ella─. Socórrelos mientras yo lo detengo.
Confiaba en que no la tomara por loca, si bien no tenía muy buenas pulgas, todos sabían que era una muchacha noble.
Loane Lebijou- Humano Clase Media
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Re: Crush Syndrome
Al escucharle martillar el arma, no me giro. Aguardo, reteniendo un suspiro molesto, a que finalice la inútil retahíla que se desprende de sus labios débilmente, a pesar del evidente esfuerzo por otorgarle un amago de fuerza. Cuando, finalmente, calla, la encaro, sin molestarme en forzar, como quizá habría hecho en otras ocasiones, una sonrisa: amenazarme de muerte, a pesar de divertido, se había convertido en una rutina desagradable.
—Hay varias cosas que son, por definición, imposibles... y verse morir, sobre todo cuando a uno lo han decapitado, es una de ellas —gruño, irritado, alzando una mano en un pobre ademán permisivo. Ni siquiera miro el revólver antes de proseguir—. Quizá también debería informarte de que cuanto tienes en las manos es un .442 Webley, un modelo inglés de calibre 11 que, dadas la distancia a la que te encuentras de mí y la poca experiencia que el temblor de tus manos desvela, seguramente ni me arañaría. —Frunzo los labios; después, hago un mohín decepcionado y me acerco a ella—. No deberías jugar con fuego frente a quien creó la guerra —advierto, pasando a su lado hasta acabar frente al hombre—. Dígame, amable señor. ¿Ha estado usted en el frente?
El hombre, que hasta entonces se había mantenido al margen de la conversación, sacude la cabeza con fervor, entrelazando las manos para ocultar su temblor.
—No, señor…
Esta vez sí sonrío. Me sitúo tras él, coloco las manos en sus hombros y, sin apartar la mirada de Lulú, me aproximo a su oído para susurrar:
—¿Le gustaría morir en él?
Le noto tensarse. Río quedamente, alzándome tras él sin apartar la mirada de la muchacha.
—Apúntalo. A quemarropa. En el corazón —ordeno, dando un par de pasos a un lado para observar la escena, entretenido.
—Hay varias cosas que son, por definición, imposibles... y verse morir, sobre todo cuando a uno lo han decapitado, es una de ellas —gruño, irritado, alzando una mano en un pobre ademán permisivo. Ni siquiera miro el revólver antes de proseguir—. Quizá también debería informarte de que cuanto tienes en las manos es un .442 Webley, un modelo inglés de calibre 11 que, dadas la distancia a la que te encuentras de mí y la poca experiencia que el temblor de tus manos desvela, seguramente ni me arañaría. —Frunzo los labios; después, hago un mohín decepcionado y me acerco a ella—. No deberías jugar con fuego frente a quien creó la guerra —advierto, pasando a su lado hasta acabar frente al hombre—. Dígame, amable señor. ¿Ha estado usted en el frente?
El hombre, que hasta entonces se había mantenido al margen de la conversación, sacude la cabeza con fervor, entrelazando las manos para ocultar su temblor.
—No, señor…
Esta vez sí sonrío. Me sitúo tras él, coloco las manos en sus hombros y, sin apartar la mirada de Lulú, me aproximo a su oído para susurrar:
—¿Le gustaría morir en él?
Le noto tensarse. Río quedamente, alzándome tras él sin apartar la mirada de la muchacha.
—Apúntalo. A quemarropa. En el corazón —ordeno, dando un par de pasos a un lado para observar la escena, entretenido.
Mortrou- Hechicero Clase Alta
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Re: Crush Syndrome
Loane no creía en fantasmas, tampoco en las vanidosas habilidades de los gitanos, ni si quiera en la iglesia, algo blasfemo en aquellos tiempos que corrían. Por lo tanto, pensar en demonios, monstruos o cualquier pesadilla, era producto de su jocoso desprecio. Y sin embargo, ahí estaba, atenta a un hombre desarmado, contemplándolo como si se tratara de una de aquellas pesadillas. Un demonio. Una abominación.
El diablo.
Loane se dirigió al proveedor esta vez:
−¡No te quedes ahí parado!
Pero el tridente del extraño estaba apuntando a su siguiente víctima. La joven tomó aire, agitada.
−¿Cuán tempranamente deseas morir? −Le dijo−.Te advertí de que no te movieras, ¿no es así?
Su amenaza fue recibida por la nada, que le hizo halago en el mar del abandono. Pero a pesar de todo, él no pareció olvidarse tan pronto de ella. Susurró palabras diabólicas, bañadas en ponzoña y escarlata. Escarlata púrpura. Loane se irguió, sujetó el arma con una mano y con la determinación que le había faltado, acarició los botones de su compañero. Paseó el cañón hasta que el corazón del hombre bombeó contra la cámara del revolver.
Ba-dum. Ba-dum.
Ba…
…Dum.
¡Bam!
El purpura se derramó por el suelo, vivo, deshabitando el cuerpo vacío del difunto. Su corazón se apagó y el humo del cañón se disolvió, llevándose consigo fragmentos de Loane. Y todo simplemente porque él lo había deseado.
Él lo había querido y así había sido.
Así sería siempre.
Ella era el arma, el juguete. Un pasatiempo para el diablo. Aquella pesadilla en la que nunca había creído y que ahora sonreía macabra frente a sus ojos. Posó la errática mirada sobre la de él, hueca.
−¿Vienes del averno? −preguntó −. Dime, te regodeas de la realidad. Eres el Rey del caos y sin embargo, tampoco creo que Lucifer te conozca.
Agitada, descargó el arma. Las balas repiquetearon contra el suelo, rebotando. No sería la marioneta del Demonio. Loane, se agachó e hizo rodar el revolver por los adoquines hasta colarlo en una de las alcantarillas que tragaban el agua en días de lluvia. Engulló un crimen esta vez. Un crimen y sangre púrpura.
El diablo.
Loane se dirigió al proveedor esta vez:
−¡No te quedes ahí parado!
Pero el tridente del extraño estaba apuntando a su siguiente víctima. La joven tomó aire, agitada.
−¿Cuán tempranamente deseas morir? −Le dijo−.Te advertí de que no te movieras, ¿no es así?
Su amenaza fue recibida por la nada, que le hizo halago en el mar del abandono. Pero a pesar de todo, él no pareció olvidarse tan pronto de ella. Susurró palabras diabólicas, bañadas en ponzoña y escarlata. Escarlata púrpura. Loane se irguió, sujetó el arma con una mano y con la determinación que le había faltado, acarició los botones de su compañero. Paseó el cañón hasta que el corazón del hombre bombeó contra la cámara del revolver.
Ba-dum. Ba-dum.
Ba…
…Dum.
¡Bam!
El purpura se derramó por el suelo, vivo, deshabitando el cuerpo vacío del difunto. Su corazón se apagó y el humo del cañón se disolvió, llevándose consigo fragmentos de Loane. Y todo simplemente porque él lo había deseado.
Él lo había querido y así había sido.
Así sería siempre.
Ella era el arma, el juguete. Un pasatiempo para el diablo. Aquella pesadilla en la que nunca había creído y que ahora sonreía macabra frente a sus ojos. Posó la errática mirada sobre la de él, hueca.
−¿Vienes del averno? −preguntó −. Dime, te regodeas de la realidad. Eres el Rey del caos y sin embargo, tampoco creo que Lucifer te conozca.
Agitada, descargó el arma. Las balas repiquetearon contra el suelo, rebotando. No sería la marioneta del Demonio. Loane, se agachó e hizo rodar el revolver por los adoquines hasta colarlo en una de las alcantarillas que tragaban el agua en días de lluvia. Engulló un crimen esta vez. Un crimen y sangre púrpura.
Loane Lebijou- Humano Clase Media
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Re: Crush Syndrome
El cadáver cae a mis pies con un golpe seco. Lo observo, manos en los bolsillos, a unos pasos, ladeando la cabeza para poder observarlo con atención.
—Interesante elección —murmuro, fingiendo sorpresa. Recorro el río de sangre que va a parar al alcantarillado con los ojos; no veo a Lulú descargar el arma, pero sí lanzársela a las ratas—. No creo que tengan tan buena puntería —admito, devolviendo la mirada a la muchacha con un leve encogimiento de hombros—. Tampoco creo que disparen de no ordenárselo... Solo los buenos soldados hacen tal cosa —insinúo, caminando hacia ella. Reúno las balas restantes y las apilo a sus pies—. Recógelas y deshazte de ellas. —Señalo la alcantarilla y echo a andar, a la espera.
Apenas he llegado al final de la calle cuando la explosión prevista se desata a mi espalda. Giro con lentitud sobre los talones, aún con las manos en los bolsillos. Los cristales de los edificios contiguos y enfrentados al restaurante han explotado y por sus fachadas, así como por la calle, se extienden las llamas. Alzo el mentón, esperando señales de Lulú.
—Sobrevive y sé mía —pido, en un murmullo apenas audible. Tras salir del restaurante, he iniciado una cuenta atrás y, teniéndola siempre presente, he puesto la vida de Lulú a manos del destino. Ello no impide que pueda pedirle (quizá, ordenarle) favores.
—Interesante elección —murmuro, fingiendo sorpresa. Recorro el río de sangre que va a parar al alcantarillado con los ojos; no veo a Lulú descargar el arma, pero sí lanzársela a las ratas—. No creo que tengan tan buena puntería —admito, devolviendo la mirada a la muchacha con un leve encogimiento de hombros—. Tampoco creo que disparen de no ordenárselo... Solo los buenos soldados hacen tal cosa —insinúo, caminando hacia ella. Reúno las balas restantes y las apilo a sus pies—. Recógelas y deshazte de ellas. —Señalo la alcantarilla y echo a andar, a la espera.
Apenas he llegado al final de la calle cuando la explosión prevista se desata a mi espalda. Giro con lentitud sobre los talones, aún con las manos en los bolsillos. Los cristales de los edificios contiguos y enfrentados al restaurante han explotado y por sus fachadas, así como por la calle, se extienden las llamas. Alzo el mentón, esperando señales de Lulú.
—Sobrevive y sé mía —pido, en un murmullo apenas audible. Tras salir del restaurante, he iniciado una cuenta atrás y, teniéndola siempre presente, he puesto la vida de Lulú a manos del destino. Ello no impide que pueda pedirle (quizá, ordenarle) favores.
Mortrou- Hechicero Clase Alta
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Re: Crush Syndrome
Susurros de muerte anclándose en sus oídos. Loane se inclinó para tomar las balas sin destino entre sus dedos. Ausente, permitió que se perdieran en las aguas del alcantarillado junto al revolver, tal y como el Diablo le indicó. Había sangre en sus manos, sangre traslucida, indefinida por la realidad, pero verídica en los ojos sin vida de su víctima. Su espíritu se había marchado, junto a su habla, junto a su mundo y su realidad. Tan inertes se hallaban sus emociones que ni si quiera se estremeció ante la explosión a sus espaldas. Explosión de fuego y muerte, huesos quemados, corazones y entrañas, como las suyas… La destrucción se solapó a su alrededor, proporcionándole alas de fuego, reflejando el infierno en los ojos del demonio. El tiempo se detuvo, estático, la vida en las calles de París se paralizo y a lo lejos escuchó una sinfonía; lenta, pausada, que respiraba... Loane la escuchó, para reaccionar. Se agarró a su rastro y salió del vórtice.
Allí a lo lejos, vacilante, Lucifer entornó su cuerpo purpura ligeramente hacia su reciente creación. Tan solo quedaba una parte sin construir, ella. Echó a correr en vano, en vano puesto que ya no había lugar al que huir, al que buscar solución o pedir ayuda, puesto que la función había terminado… El telón carmesí había caído y el teatro había cerrado sus puertas, las actuaciones habían perecido, así como el alma de Loane.
La joven había perecido en la explosión. Allí había empezado todo, allí había terminado todo.
Allí yacía el cadáver de Loane Lebijou;
Víctima cómplice de un lunático.
TEMA FINALIZADO
Allí a lo lejos, vacilante, Lucifer entornó su cuerpo purpura ligeramente hacia su reciente creación. Tan solo quedaba una parte sin construir, ella. Echó a correr en vano, en vano puesto que ya no había lugar al que huir, al que buscar solución o pedir ayuda, puesto que la función había terminado… El telón carmesí había caído y el teatro había cerrado sus puertas, las actuaciones habían perecido, así como el alma de Loane.
La joven había perecido en la explosión. Allí había empezado todo, allí había terminado todo.
Allí yacía el cadáver de Loane Lebijou;
Víctima cómplice de un lunático.
TEMA FINALIZADO
Loane Lebijou- Humano Clase Media
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