AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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De finibus bonorum et malorum {Lazet de Grailly}
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De finibus bonorum et malorum {Lazet de Grailly}
Su llegada a París no había sido cómo él había imaginado. Creía que su recién adquirido apellido, ese que tan bien sonaba en conjunto con su nombre, le abriría muchas de las puertas que tendría que cruzar en esa misión que se había autoimpuesto: encontrar a su hermano mellizo, Lazet de Grailly.
Gracias a lo poco que el padre Clément le había contado y lo (poco, también) que de él había escuchado entre los muros de la sede parisina de la Inquisición, Jacques sabía que Lazet formaba parte de la segunda facción, aquella destinada a los bibliotecarios. Otra de las cosas que también le habían quedado claras era que, contra todo pronóstico, uno no podía vagar libre por esos pasillos sin una orden, permiso o lo que quiera que se necesitara para ello guardado en el bolsillo. Habían sido numerosas las veces en las que esos tipos de espaldas anchas le negaban el paso a ciertos sectores, a pesar de que había intentado acceder de las formas más absurdas habidas y por haber. Todos lo miraban con una mezcla de lástima y risa de la que, por suerte, el joven novato no se daba cuenta, y, si lo hacía, lo ignoraba completamente. Eso era lo que le salvaba la mayor parte de las ocasiones, porque eso impedía que se diera por vencido.
Así pues, uno de los días que vigilaba las puertas de acceso a la biblioteca, detectó que, durante uno de los cambios de guardia, el tiempo que pasaba la puerta sin vigilancia era mayor que en el resto. Dejó pasar varios días antes de siquiera pensar en aprovechar esa falla; podría haber sido una simple casualidad, y debía estar muy seguro de que no era así si quería intentar colarse por la puerta. Una vez que estuvo seguro, trazó un plan que consistía, básicamente, en abrir la puerta y correr por el pasillo hasta llegar a la biblioteca, todo ello sin que lo vieran. Tan simple y tan peligroso al mismo tiempo.
Escondido entre las sombras y ataviado con su capa de lana oscura, esperó a que el reloj diera la hora en punto. Junto a las campanadas que lo anunciaban, el fornido guardia abandonó su puesto y caminó por el pasillo, alejándose de allí. Jacques salió de su escondite sin mirar atrás; confiaba plenamente en que el siguiente tardaría varios segundos en llegar, tiempo suficiente para ejecutar su plan. Pero había algo que Jacques no había tenido en cuenta, y eso era la flaqueza física y su escasez de fuerzas. La puerta pesaba demasiado para abrirla de manera rápida y silenciosa. Las bisagras chirriaron —como lo hacían todas en ese maldito lugar—, y el guardia que venía a relevar se percató de que alguien quería ingresar sin permiso. Nada más escuchar su grito, el muchacho echó a correr por el pasillo como nunca antes hasta llegar a la biblioteca. Entró y cerró la puerta tras de sí, rezando por que no le hubieran visto.
Sus esperanzas se vieron satisfechas cuando el guardia pasó corriendo, y de largo, frente a la puerta. Jacques se separó y miró un segundo a través de los cristales traslúcidos que daban al pasillo antes de inspeccionar la habitación donde se encontraba. Era bastante grande en comparación con otras que había tenido ocasión de ver, y no era para menos; la biblioteca de la Inquisición era conocida por la magnitud de archivos, libros, documentos y papeles de todo tipo que albergaba. Si aquella era tan inmensa, el joven de Grailly no pudo ni imaginarse cómo serían los archivos del mismísimo Vaticano. Sólo de pensar en todo lo que dentro de la Inquisición podría leer, su corazón se aceleró como el de un niño montado en un tiovivo por primera vez.
Paseó entre las estanterías, olvidado ya el propósito que le había llevado hasta ahí, y eligió un libro encuadernado en cuero oscuro, cuyo lomo tenía grabado el título en letras cobrizas y muy desgastadas. Lo sacó de la balda y lo abrió allí mismo, de pie en mitad del pasillo. A pesar de que estaba concentrado en su lectura, escuchó el ruido de unas hojas al pasar. Miró a través del hueco que había dejado el libro en la estantería y vio algo que lo dejó casi sin aliento: frente a él había otro joven de su misma edad, enfrascado también entre unas páginas amarillentas que leía con verdadera ansia.
Jacques devolvió el libro a su lugar y se acercó de manera silenciosa y sin poder apartar los ojos del chico. Se paró a unos pocos pasos de él y lo miró de arriba a abajo.
—¿Eres Lazet? —preguntó, dándose cuenta del motivo que le hacía verse a sí mismo reflejado en el bibliotecario. Parecía que al fin había dado con él.
Gracias a lo poco que el padre Clément le había contado y lo (poco, también) que de él había escuchado entre los muros de la sede parisina de la Inquisición, Jacques sabía que Lazet formaba parte de la segunda facción, aquella destinada a los bibliotecarios. Otra de las cosas que también le habían quedado claras era que, contra todo pronóstico, uno no podía vagar libre por esos pasillos sin una orden, permiso o lo que quiera que se necesitara para ello guardado en el bolsillo. Habían sido numerosas las veces en las que esos tipos de espaldas anchas le negaban el paso a ciertos sectores, a pesar de que había intentado acceder de las formas más absurdas habidas y por haber. Todos lo miraban con una mezcla de lástima y risa de la que, por suerte, el joven novato no se daba cuenta, y, si lo hacía, lo ignoraba completamente. Eso era lo que le salvaba la mayor parte de las ocasiones, porque eso impedía que se diera por vencido.
Así pues, uno de los días que vigilaba las puertas de acceso a la biblioteca, detectó que, durante uno de los cambios de guardia, el tiempo que pasaba la puerta sin vigilancia era mayor que en el resto. Dejó pasar varios días antes de siquiera pensar en aprovechar esa falla; podría haber sido una simple casualidad, y debía estar muy seguro de que no era así si quería intentar colarse por la puerta. Una vez que estuvo seguro, trazó un plan que consistía, básicamente, en abrir la puerta y correr por el pasillo hasta llegar a la biblioteca, todo ello sin que lo vieran. Tan simple y tan peligroso al mismo tiempo.
Escondido entre las sombras y ataviado con su capa de lana oscura, esperó a que el reloj diera la hora en punto. Junto a las campanadas que lo anunciaban, el fornido guardia abandonó su puesto y caminó por el pasillo, alejándose de allí. Jacques salió de su escondite sin mirar atrás; confiaba plenamente en que el siguiente tardaría varios segundos en llegar, tiempo suficiente para ejecutar su plan. Pero había algo que Jacques no había tenido en cuenta, y eso era la flaqueza física y su escasez de fuerzas. La puerta pesaba demasiado para abrirla de manera rápida y silenciosa. Las bisagras chirriaron —como lo hacían todas en ese maldito lugar—, y el guardia que venía a relevar se percató de que alguien quería ingresar sin permiso. Nada más escuchar su grito, el muchacho echó a correr por el pasillo como nunca antes hasta llegar a la biblioteca. Entró y cerró la puerta tras de sí, rezando por que no le hubieran visto.
Sus esperanzas se vieron satisfechas cuando el guardia pasó corriendo, y de largo, frente a la puerta. Jacques se separó y miró un segundo a través de los cristales traslúcidos que daban al pasillo antes de inspeccionar la habitación donde se encontraba. Era bastante grande en comparación con otras que había tenido ocasión de ver, y no era para menos; la biblioteca de la Inquisición era conocida por la magnitud de archivos, libros, documentos y papeles de todo tipo que albergaba. Si aquella era tan inmensa, el joven de Grailly no pudo ni imaginarse cómo serían los archivos del mismísimo Vaticano. Sólo de pensar en todo lo que dentro de la Inquisición podría leer, su corazón se aceleró como el de un niño montado en un tiovivo por primera vez.
Paseó entre las estanterías, olvidado ya el propósito que le había llevado hasta ahí, y eligió un libro encuadernado en cuero oscuro, cuyo lomo tenía grabado el título en letras cobrizas y muy desgastadas. Lo sacó de la balda y lo abrió allí mismo, de pie en mitad del pasillo. A pesar de que estaba concentrado en su lectura, escuchó el ruido de unas hojas al pasar. Miró a través del hueco que había dejado el libro en la estantería y vio algo que lo dejó casi sin aliento: frente a él había otro joven de su misma edad, enfrascado también entre unas páginas amarillentas que leía con verdadera ansia.
Jacques devolvió el libro a su lugar y se acercó de manera silenciosa y sin poder apartar los ojos del chico. Se paró a unos pocos pasos de él y lo miró de arriba a abajo.
—¿Eres Lazet? —preguntó, dándose cuenta del motivo que le hacía verse a sí mismo reflejado en el bibliotecario. Parecía que al fin había dado con él.
Jacques de Grailly- Humano Clase Media
- Mensajes : 20
Fecha de inscripción : 09/12/2017
Re: De finibus bonorum et malorum {Lazet de Grailly}
Tan pronto había recibido la misiva del Papa supo que era hora de asumir, nuevamente, sus responsabilidades dentro de la Inquisición. ¿Le apetecía? No, en lo más mínimo. Lazet estaba consciente de que aquello no era lo suyo, y lo supo desde el primer momento en que puso un pie en ese lugar. Sin embargo, no tenía demasiadas opciones, sobre todo porque, pese a que no compartía todas las ideas de los Custodios, había asumido su rol con honestidad y no se iba a andar con malas a caras a última hora. Así fue como, de un momento a otro, aunque estuviera también en el papel de consejero de una reina, se apareció en las instalaciones de la Inquisición, aquella institución que, tarde o temprano, "ellos" pretendían quitar de en medio. La mermarían desde su interior, drenándola hasta que no quedara ni las cenizas.
Sus deberes eran claros y concisos: debía encargarse de evaluar, minuciosamente, todo documento que entrara y saliera de las instalaciones. Debía velar por cada palabra escrita en cada pergamino que se deslizara entre las manos de soldados y demás miembros, sin excepciones. Aun así, y tenía que reconocerlo sin tapujos, aquella labor no era la más entretenida del mundo, y no siempre hallaba algo encantador en ello, porque la mayoría de las veces ya sabía lo que leería, como si tuviera una habilidad especial para conocer esas cosas, o algo por el estilo. Tampoco era algo que se aislaba mucho de su oscura realidad, mas no era asunto del público en general.
No obstante, y conociendo de sobra el carácter de su líder, prefirió cumplir al pie de la letra con lo que se le exigía. Había pedido, no, había exigido, que durante su guardia, todo el sector de la biblioteca debía permanecer aislado. A algunos les parecía una locura que un muchachito como Lazet tuviera dichos privilegios, además de una labor tan ardua como la de examinar los archivos; pero tampoco podían negar que sus habilidades sorprendían a cualquiera, rumores que lo tenían sin cuidado. Para Lazet se trataba de cualquier cosa, la verdad sea dicha. Así que, como una sombra más, se dedicó a deslizarse entre los fríos recovecos rodeados de piedra, de estantes de madera; el olor a papel viejo y a humedad se expandía por todo el espacio, como el del incienso.
No había nada interesante en las hojas de los libros que reposaban perezosamente en las estanterías. Le habría encantado, más bien, viajar con Ciriatto a Florencia. Enfrentarse a la eterna cara de fastidio de Barbariccia era de las pocas cosas que disfrutaba, tanto como la fingida vulgaridad de su hermano mayor. Incluso, en su aburrimiento, llegó a preguntarse por el paredero de aquel cazador insolente. De acuerdo, ni siquiera se centró en la respuesta. Tal vez porque ya la sabía; tal vez porque no le daba tanta importancia. Con él nunca se sabía. Otra cosa en común que compartía con el mayor de los de Grailly.
Mientras pensaba en cómo fastidiar a Gaspard en su siguiente encuentro, palpó los lomos de algunos ejemplares, tomando uno al azar. No se había equivocado, el libro que reposaba ahora en sus manos hablaba sobre los beguinos. "Interesante" llegó a pensar Lazet, hasta decidió dedicarle un par de minutos de lectura, y pudo haber continuado de ese modo de no ser por algo que llamó atención: una voz que no le pareció ni familiar. Pero, al alzar el rostro, no evitó fruncir el ceño. ¿Quién demonios era ese otro joven? Reconoció inclusive un parecido con él mismo, aunque carecía de cualquier rasgo sobrenatural en su aura.
—Ajam, ¿y quién eres tú? Porque no eres nuevo por aquí, ni tampoco un miembro; no eres nadie perteneciente a este lugar, mucho menos alguien entre mis allegados —replicó con frialdad, dejando el libro en su lugar—. Eso sí, me impresiona un poco el parecido físico, aunque no pudiera considerarte ningún doble. ¿Quién te ha permitido la entrada?
Sus deberes eran claros y concisos: debía encargarse de evaluar, minuciosamente, todo documento que entrara y saliera de las instalaciones. Debía velar por cada palabra escrita en cada pergamino que se deslizara entre las manos de soldados y demás miembros, sin excepciones. Aun así, y tenía que reconocerlo sin tapujos, aquella labor no era la más entretenida del mundo, y no siempre hallaba algo encantador en ello, porque la mayoría de las veces ya sabía lo que leería, como si tuviera una habilidad especial para conocer esas cosas, o algo por el estilo. Tampoco era algo que se aislaba mucho de su oscura realidad, mas no era asunto del público en general.
No obstante, y conociendo de sobra el carácter de su líder, prefirió cumplir al pie de la letra con lo que se le exigía. Había pedido, no, había exigido, que durante su guardia, todo el sector de la biblioteca debía permanecer aislado. A algunos les parecía una locura que un muchachito como Lazet tuviera dichos privilegios, además de una labor tan ardua como la de examinar los archivos; pero tampoco podían negar que sus habilidades sorprendían a cualquiera, rumores que lo tenían sin cuidado. Para Lazet se trataba de cualquier cosa, la verdad sea dicha. Así que, como una sombra más, se dedicó a deslizarse entre los fríos recovecos rodeados de piedra, de estantes de madera; el olor a papel viejo y a humedad se expandía por todo el espacio, como el del incienso.
No había nada interesante en las hojas de los libros que reposaban perezosamente en las estanterías. Le habría encantado, más bien, viajar con Ciriatto a Florencia. Enfrentarse a la eterna cara de fastidio de Barbariccia era de las pocas cosas que disfrutaba, tanto como la fingida vulgaridad de su hermano mayor. Incluso, en su aburrimiento, llegó a preguntarse por el paredero de aquel cazador insolente. De acuerdo, ni siquiera se centró en la respuesta. Tal vez porque ya la sabía; tal vez porque no le daba tanta importancia. Con él nunca se sabía. Otra cosa en común que compartía con el mayor de los de Grailly.
Mientras pensaba en cómo fastidiar a Gaspard en su siguiente encuentro, palpó los lomos de algunos ejemplares, tomando uno al azar. No se había equivocado, el libro que reposaba ahora en sus manos hablaba sobre los beguinos. "Interesante" llegó a pensar Lazet, hasta decidió dedicarle un par de minutos de lectura, y pudo haber continuado de ese modo de no ser por algo que llamó atención: una voz que no le pareció ni familiar. Pero, al alzar el rostro, no evitó fruncir el ceño. ¿Quién demonios era ese otro joven? Reconoció inclusive un parecido con él mismo, aunque carecía de cualquier rasgo sobrenatural en su aura.
—Ajam, ¿y quién eres tú? Porque no eres nuevo por aquí, ni tampoco un miembro; no eres nadie perteneciente a este lugar, mucho menos alguien entre mis allegados —replicó con frialdad, dejando el libro en su lugar—. Eso sí, me impresiona un poco el parecido físico, aunque no pudiera considerarte ningún doble. ¿Quién te ha permitido la entrada?
Lazet de Grailly- Condenado/Hechicero/Clase Alta
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