AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Disfrutó de los últimos "bocados" del aperitivo que acababa de "comprar" con una sonrisa de satisfacción. La chica tendría unos dieciocho o diecinueve años, y su forma de fingir que disfrutaba del sexo dejaba mucho que desear. Su cuerpo era delgado pero bonito, y estaba segura de que llevaba en el mundo de la prostitución demasiado tiempo. Sus gestos forzados la delataron desde el primer momento. Estaba profundamente hastiada, herida, dolorida por la vida que llevaba, y aún así no se creía con la fortaleza suficiente para salir de ese círculo vicioso en que se hallaba sumida. Nada de lo que le dijo le había importado un carajo, pero la aguantó durante hora y media solo para que se calmase. Sabía ganarse la confianza de la gente actuando de la forma más comprensiva que conocía. Sabía perfectamente qué decir y cuándo decirlo. Era una artista del engaño, una malabarista de emociones, una creadora de palabras. Dijo a la chica todo cuanto quiso oír, y se aprovechó de ella de todas las maneras humanamente posibles -e imposibles- hasta quedar ambas exhaustas. Pero ni por asomo era eso lo que buscaba.
Durante la "cita", había estado vertiendo pequeñas dosis de somnífero en la copa de vino de la joven. Su sonrisa inmaculada, de mujer inteligente, rica, triunfadora y soltera, había hecho lo demás. Cuando cayó redonda, comenzó su parte favorita. La maniató y le colocó una mordaza en la boca para que se mantuviese calladita. Su carne estaba tierna, y su sangre era joven, aunque estaba ligeramente contaminada por drogas y demás sustancias, que si bien no habían hecho demasiado efecto en su carcasa, sí lo hicieron en su interior. Acabar con su patética vida no le supuso más de treinta minutos. Tras la matanza, se colocó su traje de los viernes, un vestido de color verde -el color de la esperanza, irónicamente-, junto con unos zapatos de color negro y un chal a juego. Se echó el saco que contenía el cuerpo sobre los hombros y lo arrojó al carro de caballos sin ninguna delicadeza. Después de todo ya estaba muerta.
El cochero, un hombre que siempre fue de su confianza, se había convertido en una valiosísima herramienta para moverse por la ciudad. La ayudaba a transportar los cadáveres que últimamente habían aumentado en número considerablemente. ¿A cambio de qué? A cambio de sangre. Lo había transformado hacía una década, y había descubierto en él un potencial sumamente interesante en cuanto a lo que ser vampiro se refiere. Sabía controlar su sed, sus instintos, casi desde el primer día de su "nueva vida". Y lo mejor era que se contentaba con las sobras. Aquella noche. sin embargo, la vampiresa parecía más agitada que de costumbre, así que ni siquiera tuvo que preguntar hacia dónde debían dirigirse una vez se deshicieran del cadáver que ahora se descomponía en el interior del carruaje, a su lado. No había sido suficiente. Necesitaba beber más, conseguir a alguien más digno de convertirse en su alimento.
Apenas si era medianoche cuando el carruaje se detuvo frente a las puertas del burdel más "recatado" de la ciudad. No podía evitarlo: a Ophelia le gustaban las personas ostentosas. Disfrutaba mucho más cuando conseguía que alguien orgulloso cayera rendido a sus pies, que cuando lo hacía un cualquiera sin ninguna expectativa. Sentirse superior a aquellos que, a su vez, se dedicaban a infravalorar a otros, siempre la había complacido. Era como cazar a un depredador. Por suerte, el cochero, quien la acompañó hasta el interior del recinto, era conocedor de los gustos de su Ama. Gracias a eso se le permitía disfrutar de privilegios que de otro modo jamás tendría, como la posibilidad de escoger a alguien también para él mismo, y compartir escena en la tétrica función que la vampiresa antigua tuviera planeada.
Ambos se acercaron a la barra, lugar desde el que pudieron percibir como todas las miradas, irremediablemente, se centraban en ellos. La mujer desprendía una elegancia y sensualidad que podrían competir con la de muchas meretrices de prestigio. En definitiva, no encajaba en aquel tipo de lugar. El apuesto caballero, a su lado, también parecía demasiado recatado como para necesitar compañías que requirieran una suma de dinero para satisfacerle, y más teniendo a una mujer así a su lado. ¿Qué tipo de juego estarían tramando aquellos dos hermosos seres, que ocultaban demonios en su interior? ¿Quién sería la primera víctima en caer en sus redes?
Durante la "cita", había estado vertiendo pequeñas dosis de somnífero en la copa de vino de la joven. Su sonrisa inmaculada, de mujer inteligente, rica, triunfadora y soltera, había hecho lo demás. Cuando cayó redonda, comenzó su parte favorita. La maniató y le colocó una mordaza en la boca para que se mantuviese calladita. Su carne estaba tierna, y su sangre era joven, aunque estaba ligeramente contaminada por drogas y demás sustancias, que si bien no habían hecho demasiado efecto en su carcasa, sí lo hicieron en su interior. Acabar con su patética vida no le supuso más de treinta minutos. Tras la matanza, se colocó su traje de los viernes, un vestido de color verde -el color de la esperanza, irónicamente-, junto con unos zapatos de color negro y un chal a juego. Se echó el saco que contenía el cuerpo sobre los hombros y lo arrojó al carro de caballos sin ninguna delicadeza. Después de todo ya estaba muerta.
El cochero, un hombre que siempre fue de su confianza, se había convertido en una valiosísima herramienta para moverse por la ciudad. La ayudaba a transportar los cadáveres que últimamente habían aumentado en número considerablemente. ¿A cambio de qué? A cambio de sangre. Lo había transformado hacía una década, y había descubierto en él un potencial sumamente interesante en cuanto a lo que ser vampiro se refiere. Sabía controlar su sed, sus instintos, casi desde el primer día de su "nueva vida". Y lo mejor era que se contentaba con las sobras. Aquella noche. sin embargo, la vampiresa parecía más agitada que de costumbre, así que ni siquiera tuvo que preguntar hacia dónde debían dirigirse una vez se deshicieran del cadáver que ahora se descomponía en el interior del carruaje, a su lado. No había sido suficiente. Necesitaba beber más, conseguir a alguien más digno de convertirse en su alimento.
Apenas si era medianoche cuando el carruaje se detuvo frente a las puertas del burdel más "recatado" de la ciudad. No podía evitarlo: a Ophelia le gustaban las personas ostentosas. Disfrutaba mucho más cuando conseguía que alguien orgulloso cayera rendido a sus pies, que cuando lo hacía un cualquiera sin ninguna expectativa. Sentirse superior a aquellos que, a su vez, se dedicaban a infravalorar a otros, siempre la había complacido. Era como cazar a un depredador. Por suerte, el cochero, quien la acompañó hasta el interior del recinto, era conocedor de los gustos de su Ama. Gracias a eso se le permitía disfrutar de privilegios que de otro modo jamás tendría, como la posibilidad de escoger a alguien también para él mismo, y compartir escena en la tétrica función que la vampiresa antigua tuviera planeada.
Ambos se acercaron a la barra, lugar desde el que pudieron percibir como todas las miradas, irremediablemente, se centraban en ellos. La mujer desprendía una elegancia y sensualidad que podrían competir con la de muchas meretrices de prestigio. En definitiva, no encajaba en aquel tipo de lugar. El apuesto caballero, a su lado, también parecía demasiado recatado como para necesitar compañías que requirieran una suma de dinero para satisfacerle, y más teniendo a una mujer así a su lado. ¿Qué tipo de juego estarían tramando aquellos dos hermosos seres, que ocultaban demonios en su interior? ¿Quién sería la primera víctima en caer en sus redes?
Ophelia M. Haborym- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 09/07/2013
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