AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Agotada estaba ya de tantas compras, pero a Josephine le gustaba estar al tanto de todo lo que le concerniese. Si iba a donar uniformes nuevos para los niños del orfanato, ella misma debía participar en la elección de las telas y opinar acerca del estilo de la confección, no era dada a delegar nada, ni siquiera esas cuestiones. En eso gastaba sus horas en aquellos últimos días.
Quienes la conocían, sabían que era una mujer frívola y dada a lujos que la mayoría juzgaría de excesos. Pero no podía soslayarse su gran corazón, su generosidad… Aunque podía parecer que todas aquellas características difícilmente lograrían convivir dentro de una sola persona, pero así era en Josephine, la viuda de De Lacy.
Caminaba por el centro de la ciudad acompañada por dos de sus esclavos, uno jovencito recientemente adquirido y la otra su adorada Nkunda quien no era solo su esclava de confianza, sino también su amiga más querida. Sucedía que Josephine estaba en contra de las desigualdades sociales –otra de las tantas contradicciones de su vida-, tanto entre esclavos y blancos como entre hombres y mujeres, ¡cuanto más entre humanos y sobrenaturales! Por eso, por ese odio hacia los que promovían la intolerancia, era que se consideraba una fiel seguidora –y financiadora- de la causa de la Orden de los Insurrectos, un organismo fundado por rebeldes que se organizaba en secreto y hacía algún tiempo, con el objetivo de darle batalla a la Inquisición. Hacía algunos años ya que se había hecho a sí misma un juramento: siempre que pudiera ayudar a los diferentes, a los especiales, a los marginados, a los maltratados, a los sobrenaturales –como ella, como ella, como ella-, lo haría; era por eso que tomaba parte en la causa de aquellos rebeldes que tenían como norte lo que muchos considerarían una mera utopía.
Distraída por esos pensamientos caminaba Josephine, seguida de cerca por los dos esclavos. Se dirigían al coche que los esperaba en la esquina -pues ya se acercaba la hora del almuerzo y ella prefería regresar a la casa-, cuando un hombre la envistió con tanta fuerza que ella acabó de espaldas en el suelo y bastante aturdida. Nkunda gritó, Guekko se asustó al ver lo que había ocurrido con su señora y tiró los paquetes, pero Josephine mantuvo la calma. Lentamente se incorporó y, ayudada por los brazos fuertes del esclavo se puso en pie para ver a los ojos al causante de semejante atropello. ¡Qué horror! ¡Qué azoro! Lo pensaba, pero nada la perturbaba. Cuando lo vio, cuando sus ojos calmos entraron en contacto con los aturdidos de él, Josephine supo que en verdad era él quien necesitaba ayuda y que ella podía ayudar a ese hombre; así fue que acabó por sonreírle en lugar de soltarle alguna frase mordaz.
-¿Se encuentra usted bien? –le preguntó, como si toda aquella situación se hubiese dado al revés.
Quienes la conocían, sabían que era una mujer frívola y dada a lujos que la mayoría juzgaría de excesos. Pero no podía soslayarse su gran corazón, su generosidad… Aunque podía parecer que todas aquellas características difícilmente lograrían convivir dentro de una sola persona, pero así era en Josephine, la viuda de De Lacy.
Caminaba por el centro de la ciudad acompañada por dos de sus esclavos, uno jovencito recientemente adquirido y la otra su adorada Nkunda quien no era solo su esclava de confianza, sino también su amiga más querida. Sucedía que Josephine estaba en contra de las desigualdades sociales –otra de las tantas contradicciones de su vida-, tanto entre esclavos y blancos como entre hombres y mujeres, ¡cuanto más entre humanos y sobrenaturales! Por eso, por ese odio hacia los que promovían la intolerancia, era que se consideraba una fiel seguidora –y financiadora- de la causa de la Orden de los Insurrectos, un organismo fundado por rebeldes que se organizaba en secreto y hacía algún tiempo, con el objetivo de darle batalla a la Inquisición. Hacía algunos años ya que se había hecho a sí misma un juramento: siempre que pudiera ayudar a los diferentes, a los especiales, a los marginados, a los maltratados, a los sobrenaturales –como ella, como ella, como ella-, lo haría; era por eso que tomaba parte en la causa de aquellos rebeldes que tenían como norte lo que muchos considerarían una mera utopía.
Distraída por esos pensamientos caminaba Josephine, seguida de cerca por los dos esclavos. Se dirigían al coche que los esperaba en la esquina -pues ya se acercaba la hora del almuerzo y ella prefería regresar a la casa-, cuando un hombre la envistió con tanta fuerza que ella acabó de espaldas en el suelo y bastante aturdida. Nkunda gritó, Guekko se asustó al ver lo que había ocurrido con su señora y tiró los paquetes, pero Josephine mantuvo la calma. Lentamente se incorporó y, ayudada por los brazos fuertes del esclavo se puso en pie para ver a los ojos al causante de semejante atropello. ¡Qué horror! ¡Qué azoro! Lo pensaba, pero nada la perturbaba. Cuando lo vio, cuando sus ojos calmos entraron en contacto con los aturdidos de él, Josephine supo que en verdad era él quien necesitaba ayuda y que ella podía ayudar a ese hombre; así fue que acabó por sonreírle en lugar de soltarle alguna frase mordaz.
-¿Se encuentra usted bien? –le preguntó, como si toda aquella situación se hubiese dado al revés.
Josephine De Lacy- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 38
Fecha de inscripción : 28/02/2017
Re: Señales | Privado
Hacía tiempo que la vida de Maurice había dejado de tener sentido. ¿Cuántos años habían pasado desde que perdió a su familia? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Quince? El tiempo en su mente era como una mancha densa y opaca que sólo dejaba entrever lo acontecido en los últimos días, suponiendo que no estuviera demasiado borracho. Por suerte — o por desgracia— para él, no contaba con apenas francos para adquirir alcohol, así que, siempre tenía que arreglárselas para robarlo de algún sitio. A veces entraba en las tabernas y hacía uso de su asombroso carisma para ganarse la confianza del tabernero y llevarse una de sus botellas. Para hacer esto, sin embargo, necesitaba estar sereno y concentrado, algo muy difícil dada su situación, con lo que, la mayoría de las veces —incluída la de ese día—, terminaba robándoselas a un pobre mendigo como él que había caído en el sueño hipnótico de la embriaguez.
Le dio un trago rápido y bastante largo para calmar la sed que azotaba su garganta. El vino estaba avinagrado y dejaba un regusto desagradable en la parte trasera de la lengua, pero hizo el efecto que Maurice buscaba. Se sentó en un poyete que había en el centro de una plaza, prácticamente vacía, y volvió a beber, esta vez más despacio. Debía controlarse si quería que esa botella le durara lo suficiente hasta conseguir otra.
Los rayos de sol impactaban directamente sobre sus ojos, así que, con ellos medio cerrados, observababa su alrededor como buenamente podía. Cuando llegó allí, después de hacerse con la botella, no había demasiada gente, pero la ceguera que le producía la luz le impidió ver que la plazoleta se había vaciado poco después de su llegada. Las figuras de unos hombres que se acercaban hacia él llamaron su atención, aunque demasiado tarde. Se levantó y fijó la mirada en el momento en el que uno de ellos le daba el alto. Inmediatamente supo que habían ido a por él, así que echó a correr, sin rumbo, con la intención de dejar atrás al grupo de inquisidores que lo perseguía.
Parecía que, después de tantos años, habían terminado encontrándolo. Maurice estaba seguro de que aquel día llegaría y, en los momentos de mayor lucidez, valoró muy seriamente si le compensaba seguir viviendo en esa inmundicia o terminaba con todo de una vez por todas y se entregaba él mismo a la Inquisición. Nunca llegó a hacerlo —no se encontraría huyendo, en tal caso—, pero las ganas de terminar con todo eran cada vez mayores. ¿De qué le servía seguir viviendo si no tenía ni a su mujer ni a sus hijos? Aunque no era capaz de dar respuesta a esa pregunta, ¿por qué su cuerpo le impedía rendirse y lo instaba a seguir corriendo?
Escuchó el chasquido de un arma y, acto seguido, sintió el impacto de una bala en el hombro. La botella, que no había tenido tiempo de soltar, cayó al suelo y se hizo añicos, aunque Maurice ni siquiera escuchó el sonido del cristal al romperse. Soltó un quejido y se llevó una mano a la herida, pero eso no consiguió relentizar su marcha. Las voces de los hombres tras él seguían pidiéndole que se detuviera, sin éxito.
Conocer las calles de la zona le ayudó a dejar atrás a sus perseguidores, con lo que pudo, al menos, respirar tranquilo unos segundos. Se escondió en un callejón y apoyó la espalda contra la pared mientras recuperaba el aliento. Su hombro le dolía mucho, aunque, al revisar la herida, vio que no era demasiado grave. Escandalosa, sí, pero podría curarse bien siempre que no se infectara. Respiró hondo y miró a su alrededor: había comercios y coches de caballos por doquier, y las aceras estaban repletas de gente que iba y venía inmiscuida en sus propios asuntos.
Salió de su escondite y comenzó a caminar fingiendo normalidad. La gente, sin embargo, se fijó en él demasiado rápido, con lo que terminaron delatándolo. Las voces de los Inquisidores volvieron a sonar en su espalda, dando comienzo a una nueva carrera. Maurice dobló una esquina en la que había un coche aparcado y se dio de bruces con una mujer que caminaba en sentido contrario. Ella cayó al suelo y él tropezó, haciendo que su brazo herido se resintiera más de lo debido.
—¿Acaso te parece que me encuentro bien? —espetó, soltando toda la rabia y el miedo acumulados.
La esclava se espantó al ver el trato que le estaba profiriendo a su señora, mientras que el otro joven se movió para intentar alejarlo de allí. No obstante, a Maurice poco le importaron las intenciones del chico. Dio un par de zancadas y se coló en el coche —cuya puerta abierta esperaba a que su legítima dueña montara en él— rezando, por todos los medios, que los Inquisidores no le hubieran visto entrar.
Le dio un trago rápido y bastante largo para calmar la sed que azotaba su garganta. El vino estaba avinagrado y dejaba un regusto desagradable en la parte trasera de la lengua, pero hizo el efecto que Maurice buscaba. Se sentó en un poyete que había en el centro de una plaza, prácticamente vacía, y volvió a beber, esta vez más despacio. Debía controlarse si quería que esa botella le durara lo suficiente hasta conseguir otra.
Los rayos de sol impactaban directamente sobre sus ojos, así que, con ellos medio cerrados, observababa su alrededor como buenamente podía. Cuando llegó allí, después de hacerse con la botella, no había demasiada gente, pero la ceguera que le producía la luz le impidió ver que la plazoleta se había vaciado poco después de su llegada. Las figuras de unos hombres que se acercaban hacia él llamaron su atención, aunque demasiado tarde. Se levantó y fijó la mirada en el momento en el que uno de ellos le daba el alto. Inmediatamente supo que habían ido a por él, así que echó a correr, sin rumbo, con la intención de dejar atrás al grupo de inquisidores que lo perseguía.
Parecía que, después de tantos años, habían terminado encontrándolo. Maurice estaba seguro de que aquel día llegaría y, en los momentos de mayor lucidez, valoró muy seriamente si le compensaba seguir viviendo en esa inmundicia o terminaba con todo de una vez por todas y se entregaba él mismo a la Inquisición. Nunca llegó a hacerlo —no se encontraría huyendo, en tal caso—, pero las ganas de terminar con todo eran cada vez mayores. ¿De qué le servía seguir viviendo si no tenía ni a su mujer ni a sus hijos? Aunque no era capaz de dar respuesta a esa pregunta, ¿por qué su cuerpo le impedía rendirse y lo instaba a seguir corriendo?
Escuchó el chasquido de un arma y, acto seguido, sintió el impacto de una bala en el hombro. La botella, que no había tenido tiempo de soltar, cayó al suelo y se hizo añicos, aunque Maurice ni siquiera escuchó el sonido del cristal al romperse. Soltó un quejido y se llevó una mano a la herida, pero eso no consiguió relentizar su marcha. Las voces de los hombres tras él seguían pidiéndole que se detuviera, sin éxito.
Conocer las calles de la zona le ayudó a dejar atrás a sus perseguidores, con lo que pudo, al menos, respirar tranquilo unos segundos. Se escondió en un callejón y apoyó la espalda contra la pared mientras recuperaba el aliento. Su hombro le dolía mucho, aunque, al revisar la herida, vio que no era demasiado grave. Escandalosa, sí, pero podría curarse bien siempre que no se infectara. Respiró hondo y miró a su alrededor: había comercios y coches de caballos por doquier, y las aceras estaban repletas de gente que iba y venía inmiscuida en sus propios asuntos.
Salió de su escondite y comenzó a caminar fingiendo normalidad. La gente, sin embargo, se fijó en él demasiado rápido, con lo que terminaron delatándolo. Las voces de los Inquisidores volvieron a sonar en su espalda, dando comienzo a una nueva carrera. Maurice dobló una esquina en la que había un coche aparcado y se dio de bruces con una mujer que caminaba en sentido contrario. Ella cayó al suelo y él tropezó, haciendo que su brazo herido se resintiera más de lo debido.
—¿Acaso te parece que me encuentro bien? —espetó, soltando toda la rabia y el miedo acumulados.
La esclava se espantó al ver el trato que le estaba profiriendo a su señora, mientras que el otro joven se movió para intentar alejarlo de allí. No obstante, a Maurice poco le importaron las intenciones del chico. Dio un par de zancadas y se coló en el coche —cuya puerta abierta esperaba a que su legítima dueña montara en él— rezando, por todos los medios, que los Inquisidores no le hubieran visto entrar.
Maurice Dupré- Humano Clase Baja
- Mensajes : 18
Fecha de inscripción : 15/04/2018
Re: Señales | Privado
¡Pero qué atropello! ¡Qué hombre tan vulgar! Ella seguía sintiendo que debía ayudarle, pero la situación era en verdad incómoda aunque no se permitiría perder la seguridad que la caracterizaba, dejar de tener el control de las situaciones que vivía nunca estaba en sus planes. Se acomodó el cabello, pensando en cómo proceder, mientras lo veía usurpar su carruaje. A punto estuvo de ordenar al cochero que le solicitase al hombre que bajase cuando notó algo en la atmosfera, percibía miedo –uno tan poderoso como el que mostraba el hombre-, percibía odio y algo más, algo que reconocería en cualquier lugar del mundo: condenados.
Pocas cosas odiaba más Josephine que a los condenados, esas personas que se habían entregado a la inquisición y que usaban su sobrenaturalidad -sus dones, nada menos- a su favor, para volverse en contra de otros sobrenaturales. Notó que estaban cerca, al menos podía ver a dos cambiantes avanzando entre las calles –justo en dirección a ella- como si buscasen algo, o a alguien. Josephine miró al indeseable que la había atropellado y no le costó entender que él estaba huyendo, presupuso que lo hacía de los inquisidores que de momento eran dos cambiantes pero que podían estar en compañía de unos cuantos más que, aunque humanos, sabían bien como atrapar a cualquiera. Y eso, aunque le pesase, la ponía a ella también en peligro puesto que así como ella veía el aura de los cambiantes, ellos podrían ver la suya de hechicera. Debía salir de su vista inmediatamente pues no quería problemas con ellos.
-Nos vamos ya mismo de aquí. Carga todas las cosas, muchacho –ordenó y se movió apurada, con su personal por detrás.
Josephine subió al carruaje con su esclavo por detrás, afanado en no perder ningún paquete. Nkunda, en cambio, se ubicó junto al cochero luego de cerrar la puerta. Josephine corrió la cortina, pues quería mantener los ojos puestos en esos cambiantes, aunque cualquiera diría que tenía el verdadero peligro ubicado frente a ella, de hecho era eso lo que pensaba su esclavo, no necesitaba verle para saberlo, le bastaba con percibir su terror al tener que compartir viaje con el desconocido.
-Nuestro acompañante está herido, Guekko, fíjate si puedes hacer que la sangre deje de brotar.
El carruaje se movió y comenzaron el regreso a la casa. Nkunda estaba preocupada por la situación –y abría constantemente la ventanita que comunicaba el interior del carruaje con el frente, buscando directivas en la mirada de su señora que permanecía imperturbable-, todo había sucedido muy rápido y Josephine era consciente de que tanto el cochero como los esclavos estaban creyendo que su señora había enloquecido al dejar viajar con ellos a un tipo como ese.
-Usted sabe bien que acabo de salvarle la vida –le dijo al hombre y relajada se cruzó de piernas mientras se estiraba el vestido para que cayese a un costado-. Había al menos dos hombres tras usted, pero los hemos perdido, no tardaremos en salir de la zona comercial de la ciudad. Quisiera saber qué me dará a cambio usted luego de haberme atropellado como lo hizo y de que así y todo yo haya decidido salvarle el pellejo, señor… como sea que se llame. Claro que veo su herida, le aseguro que puedo ayudarle a que su dolor remita y que ésta cierre rápido, pero antes necesito alguna explicación y espero que sea entretenida, pues nos quedan unos veinte minutos de trayecto hasta mi casa.
Pocas cosas odiaba más Josephine que a los condenados, esas personas que se habían entregado a la inquisición y que usaban su sobrenaturalidad -sus dones, nada menos- a su favor, para volverse en contra de otros sobrenaturales. Notó que estaban cerca, al menos podía ver a dos cambiantes avanzando entre las calles –justo en dirección a ella- como si buscasen algo, o a alguien. Josephine miró al indeseable que la había atropellado y no le costó entender que él estaba huyendo, presupuso que lo hacía de los inquisidores que de momento eran dos cambiantes pero que podían estar en compañía de unos cuantos más que, aunque humanos, sabían bien como atrapar a cualquiera. Y eso, aunque le pesase, la ponía a ella también en peligro puesto que así como ella veía el aura de los cambiantes, ellos podrían ver la suya de hechicera. Debía salir de su vista inmediatamente pues no quería problemas con ellos.
-Nos vamos ya mismo de aquí. Carga todas las cosas, muchacho –ordenó y se movió apurada, con su personal por detrás.
Josephine subió al carruaje con su esclavo por detrás, afanado en no perder ningún paquete. Nkunda, en cambio, se ubicó junto al cochero luego de cerrar la puerta. Josephine corrió la cortina, pues quería mantener los ojos puestos en esos cambiantes, aunque cualquiera diría que tenía el verdadero peligro ubicado frente a ella, de hecho era eso lo que pensaba su esclavo, no necesitaba verle para saberlo, le bastaba con percibir su terror al tener que compartir viaje con el desconocido.
-Nuestro acompañante está herido, Guekko, fíjate si puedes hacer que la sangre deje de brotar.
El carruaje se movió y comenzaron el regreso a la casa. Nkunda estaba preocupada por la situación –y abría constantemente la ventanita que comunicaba el interior del carruaje con el frente, buscando directivas en la mirada de su señora que permanecía imperturbable-, todo había sucedido muy rápido y Josephine era consciente de que tanto el cochero como los esclavos estaban creyendo que su señora había enloquecido al dejar viajar con ellos a un tipo como ese.
-Usted sabe bien que acabo de salvarle la vida –le dijo al hombre y relajada se cruzó de piernas mientras se estiraba el vestido para que cayese a un costado-. Había al menos dos hombres tras usted, pero los hemos perdido, no tardaremos en salir de la zona comercial de la ciudad. Quisiera saber qué me dará a cambio usted luego de haberme atropellado como lo hizo y de que así y todo yo haya decidido salvarle el pellejo, señor… como sea que se llame. Claro que veo su herida, le aseguro que puedo ayudarle a que su dolor remita y que ésta cierre rápido, pero antes necesito alguna explicación y espero que sea entretenida, pues nos quedan unos veinte minutos de trayecto hasta mi casa.
Josephine De Lacy- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 38
Fecha de inscripción : 28/02/2017
Re: Señales | Privado
Cuando se metió en el coche de esa mujer no pensó en qué estaba haciendo, simplemente se guió por lo que su instinto le pedía, que no era otra cosa que huir. El brazo herido le dolía, pero no lo notó hasta que la adrenalina comenzó a bajar al ponerse el coche en marcha. Se quedó pegado a la esquina del habitáculo, intentando ocultarse de la vista que se ofrecía por el ventanuco. ¿Por qué no cerraba la maldita cortina? ¿Es que acaso no se daba cuenta de que esos hombres eran peligrosos? No, claro que no. Ella era una mujer de bien que había salido a disfrutar de la tarde y, por lo que había podido ver Maurice, a gastar dinero.
La miró con los ojos entornados intentando descifrar qué pasaba por su mente. El joven que iba con ella —de nombre Guekko, por lo que pudo entender— se acercó a él y comenzó a hurgarle en la herida. Ahogó un grito y se sacudió para quitárselo de encima, consiguiendo así que el dolor corriera por el brazo hasta la punta de sus dedos.
—Ten cuidado, patán —espetó—. Quita, no sabes ni lo que haces.
El joven, sin embargo, no desistió; lo agarró con fuerza y Maurice, esta vez, no se pudo zafar de sus manos. Estaba débil y la edad no acompañaba. La segunda vez que el muchacho intentó examinarle el balazo, el hombre no se preocupó en aguantar y gritó. La gente del exterior lo escuchó claramente, y algunos incluso se giraron a mirar los extraños sonidos que salían del coche que pasaba a más velocidad de lo normal.
Tenía la frente apoyada contra la pared que tenía al lado cuando Josephine habló. Maurice abrió los ojos y los giró para mirarla sin mover nada más del resto de su cuerpo. Estaba tan tenso que le hubiera resultado imposible hacerlo.
—Ya veremos si me la has salvado —murmuró.
El esclavo consiguió, al fin, parar la hemorragia y Dupré pudo volver a respirar. Su cuerpo se relajó lo suficiente para sentarse de una manera normal —normal, que no civilizada, puesto que sus rodillas estaban tan separadas que ocupaban todo el asiento—. Echó la cabeza hacia atrás y miró a su salvadora sin decir nada durante varios minutos después de que ella terminara de hablar.
—¿Que qué te voy a dar a cambio? —Soltó una risa floja—. Las gracias. Y un beso, si quieres. —Ahora que tenía tiempo, aprovechó para mirarla de arriba a abajo; no tardó en darse cuenta de que era una mujer impresionante—. Así que quieres una explicación, señora… como quiera que te llames. Perdón, como quiera que se llame usted —se burló antes de echar un vistazo a su alrededor y fijar sus ojos, acompañados de un gesto completamente indiferente, en la ventana—. Lo cierto es que no hay mucho que contar. Estaba yo bebiendo, tranquilamente, cuando han aparecido. Se han enfurecido al verme y han comenzado a correr detrás de mí. ¿Qué he hecho yo para merecer eso? No lo sé, me temo que eso tendremos que preguntárselo a ellos, aunque, como bien has dicho, están ya lejos.
Lo que le contó no era mentira —no del todo, al menos—, pero no era, ni por asomo, toda la verdad que había detrás de esa persecución. Maurice era plenamente consciente de qué la había propiciado, pero se negaba a compartir su historia con ella. Ni con ella, ni con nadie, a decir verdad.
—Así que ya ves, me parece que será mejor hacer el trayecto en silencio. Mi vida no es para nada interesante.
La miró de nuevo durante, quizá, demasiado tiempo, y sonrió. Tenía razón en que habían dejado atrás a los inquisidores y, ahora que se daba cuenta, no entendía por qué no le había delatado en cuanto se subió al coche. Repasó mentalmente ese momento, tan rápido que apenas había tenido tiempo de analizarlo. Aunque el aspecto del Maurice actual distara mucho del que fuera tiempo atrás, su mente seguía siendo tan aguda como en su juventud. A pesar de la carga de alcohol que llevaba su cuerpo, era muy capaz de atar cabos, aunque los nudos fuera tan débiles que podría deshacerse con un simple tirón.
—Estoy pensando —dijo— que podías haber llamado a esos hombres y delatarme cuando me he subido al coche, pero no lo has hecho —Ladeó la cabeza—. Puedes, incluso, mandar parar el coche ahora y hacerlos llamar para que me lleven, porque los dos sabemos que no voy a poder soltarme de las manos de éste —señaló a Guekko con la mirada y la devolvió a Josephine—, pero algo me dice que tampoco lo harás. ¿Acaso te he caído bien?
La miró con los ojos entornados intentando descifrar qué pasaba por su mente. El joven que iba con ella —de nombre Guekko, por lo que pudo entender— se acercó a él y comenzó a hurgarle en la herida. Ahogó un grito y se sacudió para quitárselo de encima, consiguiendo así que el dolor corriera por el brazo hasta la punta de sus dedos.
—Ten cuidado, patán —espetó—. Quita, no sabes ni lo que haces.
El joven, sin embargo, no desistió; lo agarró con fuerza y Maurice, esta vez, no se pudo zafar de sus manos. Estaba débil y la edad no acompañaba. La segunda vez que el muchacho intentó examinarle el balazo, el hombre no se preocupó en aguantar y gritó. La gente del exterior lo escuchó claramente, y algunos incluso se giraron a mirar los extraños sonidos que salían del coche que pasaba a más velocidad de lo normal.
Tenía la frente apoyada contra la pared que tenía al lado cuando Josephine habló. Maurice abrió los ojos y los giró para mirarla sin mover nada más del resto de su cuerpo. Estaba tan tenso que le hubiera resultado imposible hacerlo.
—Ya veremos si me la has salvado —murmuró.
El esclavo consiguió, al fin, parar la hemorragia y Dupré pudo volver a respirar. Su cuerpo se relajó lo suficiente para sentarse de una manera normal —normal, que no civilizada, puesto que sus rodillas estaban tan separadas que ocupaban todo el asiento—. Echó la cabeza hacia atrás y miró a su salvadora sin decir nada durante varios minutos después de que ella terminara de hablar.
—¿Que qué te voy a dar a cambio? —Soltó una risa floja—. Las gracias. Y un beso, si quieres. —Ahora que tenía tiempo, aprovechó para mirarla de arriba a abajo; no tardó en darse cuenta de que era una mujer impresionante—. Así que quieres una explicación, señora… como quiera que te llames. Perdón, como quiera que se llame usted —se burló antes de echar un vistazo a su alrededor y fijar sus ojos, acompañados de un gesto completamente indiferente, en la ventana—. Lo cierto es que no hay mucho que contar. Estaba yo bebiendo, tranquilamente, cuando han aparecido. Se han enfurecido al verme y han comenzado a correr detrás de mí. ¿Qué he hecho yo para merecer eso? No lo sé, me temo que eso tendremos que preguntárselo a ellos, aunque, como bien has dicho, están ya lejos.
Lo que le contó no era mentira —no del todo, al menos—, pero no era, ni por asomo, toda la verdad que había detrás de esa persecución. Maurice era plenamente consciente de qué la había propiciado, pero se negaba a compartir su historia con ella. Ni con ella, ni con nadie, a decir verdad.
—Así que ya ves, me parece que será mejor hacer el trayecto en silencio. Mi vida no es para nada interesante.
La miró de nuevo durante, quizá, demasiado tiempo, y sonrió. Tenía razón en que habían dejado atrás a los inquisidores y, ahora que se daba cuenta, no entendía por qué no le había delatado en cuanto se subió al coche. Repasó mentalmente ese momento, tan rápido que apenas había tenido tiempo de analizarlo. Aunque el aspecto del Maurice actual distara mucho del que fuera tiempo atrás, su mente seguía siendo tan aguda como en su juventud. A pesar de la carga de alcohol que llevaba su cuerpo, era muy capaz de atar cabos, aunque los nudos fuera tan débiles que podría deshacerse con un simple tirón.
—Estoy pensando —dijo— que podías haber llamado a esos hombres y delatarme cuando me he subido al coche, pero no lo has hecho —Ladeó la cabeza—. Puedes, incluso, mandar parar el coche ahora y hacerlos llamar para que me lleven, porque los dos sabemos que no voy a poder soltarme de las manos de éste —señaló a Guekko con la mirada y la devolvió a Josephine—, pero algo me dice que tampoco lo harás. ¿Acaso te he caído bien?
Maurice Dupré- Humano Clase Baja
- Mensajes : 18
Fecha de inscripción : 15/04/2018
Re: Señales | Privado
¿Qué decía ese hombre, por amor a todos los Santos? ¿Cómo podía insinuar que Josephine no le había salvado la vida? ¿Acaso deliraba? Podría ser, a juzgar por su aliento y por su propia confesión había estado bebiendo… Si Josephine fuese la joven impulsiva y exasperable que una vez había sido, lo habría bajado de inmediato en la siguiente esquina. Pero ella había cambiado y aprendido a ver las cosas con otros ojos, a oír lo que nadie decía, aunque podía disimularlo bien si se lo proponía.
-Claro que te he salvado la vida, gusano malagradecido –le dijo, dejando de tratarlo con cortesía, presionando para provocar un cambio de actitud en él-. Y no, no lo he hecho porque me caigas bien, en lo absoluto. Si no me tratas como es debido te bajaré en la próxima esquina y llamaré a los gritos a esos inquisidores que te perseguían… Oh, ¿te he sorprendido, querido? No soy ninguna improvisada, mucho menos descuidada. Sí, inquisidores he dicho y, para peor, había dos cambiantes. Algo me dice que entiendes bien a qué me refiero. ¿Quieres silencio? Bien, yo quiero respeto y agradecimiento.
Estaba verdaderamente molesta, pero ella no abandonaba a nadie sin importar las ganas que tuviera de hacerlo y esa no sería la excepción. Hicieron el resto del trayecto en silencio, la calma era tensa y ella lo notaba en la expresión en el rostro de su esclavo que quería hablar, pero no sabía qué decir. Afortunadamente no tardaron mucho en llegar a la casa, solo un cuarto de hora. Al arribar, el esclavo descendió primero para tomar de la mano a Josephine y asistirla.
-Tienes las manos sucias con sangre, Guekko, no está bien que ayudes a otros si puedes ensuciarlos –le enseñó, rechazando la asistencia-. Ayuda al caballero a bajar, yo puedo sola –le dijo, mientras descendía. Ya desde abajo le volvió a hablar al hombre-: Esta es mi casa, por consecuencia son mis reglas las que vamos a seguir. Usted podrá darse un baño si lo desea y una de las personas de mi servicio le revisará la herida para hacerle la curación que considere pertinente, en una hora comeremos algo y luego será libre de irse si lo desea, no sin antes besarme como me prometió –le dijo, añadiendo una sonrisa al final de sus palabras, y por supuesto que bromeaba pero no pudo evitar mencionarlo-. Sígame, por favor.
Ingresó en la casa y se quitó los guantes y la capa. Impartió órdenes para que asistiesen al invitado –así lo llamó ante la servidumbre, aunque no sabía su nombre y no le importaba seguir sin saberlo-. Luego de eso se separó de él sin mirar atrás y ella misma se metió en su dormitorio para tomar un baño allí.
-Dios quiera que no me haya equivocado al ayudar a este hombre –suspiró en voz alta algunos minutos después, ya inmersa en la calidez del agua perfumada que la limpiaba y energizaba.
El almuerzo se sirvió cuarenta minutos después, puntual como siempre se hacía allí. Josephine, que comía sola desde que su hijo se había marchado al casarse, ahora se encontraba con que tenía a su querida Yvette a quien consideraba como a una hija, y aguardaba impaciente el arribo de ese hombre enigmático para comenzar a comer. Su vida siempre cambiaba, la gente entraba y salía de ella dándole energía y enseñanzas... pero no sabía si ese sería justamente el caso del hombre malagradecido al que había asistido.
-Claro que te he salvado la vida, gusano malagradecido –le dijo, dejando de tratarlo con cortesía, presionando para provocar un cambio de actitud en él-. Y no, no lo he hecho porque me caigas bien, en lo absoluto. Si no me tratas como es debido te bajaré en la próxima esquina y llamaré a los gritos a esos inquisidores que te perseguían… Oh, ¿te he sorprendido, querido? No soy ninguna improvisada, mucho menos descuidada. Sí, inquisidores he dicho y, para peor, había dos cambiantes. Algo me dice que entiendes bien a qué me refiero. ¿Quieres silencio? Bien, yo quiero respeto y agradecimiento.
Estaba verdaderamente molesta, pero ella no abandonaba a nadie sin importar las ganas que tuviera de hacerlo y esa no sería la excepción. Hicieron el resto del trayecto en silencio, la calma era tensa y ella lo notaba en la expresión en el rostro de su esclavo que quería hablar, pero no sabía qué decir. Afortunadamente no tardaron mucho en llegar a la casa, solo un cuarto de hora. Al arribar, el esclavo descendió primero para tomar de la mano a Josephine y asistirla.
-Tienes las manos sucias con sangre, Guekko, no está bien que ayudes a otros si puedes ensuciarlos –le enseñó, rechazando la asistencia-. Ayuda al caballero a bajar, yo puedo sola –le dijo, mientras descendía. Ya desde abajo le volvió a hablar al hombre-: Esta es mi casa, por consecuencia son mis reglas las que vamos a seguir. Usted podrá darse un baño si lo desea y una de las personas de mi servicio le revisará la herida para hacerle la curación que considere pertinente, en una hora comeremos algo y luego será libre de irse si lo desea, no sin antes besarme como me prometió –le dijo, añadiendo una sonrisa al final de sus palabras, y por supuesto que bromeaba pero no pudo evitar mencionarlo-. Sígame, por favor.
Ingresó en la casa y se quitó los guantes y la capa. Impartió órdenes para que asistiesen al invitado –así lo llamó ante la servidumbre, aunque no sabía su nombre y no le importaba seguir sin saberlo-. Luego de eso se separó de él sin mirar atrás y ella misma se metió en su dormitorio para tomar un baño allí.
-Dios quiera que no me haya equivocado al ayudar a este hombre –suspiró en voz alta algunos minutos después, ya inmersa en la calidez del agua perfumada que la limpiaba y energizaba.
El almuerzo se sirvió cuarenta minutos después, puntual como siempre se hacía allí. Josephine, que comía sola desde que su hijo se había marchado al casarse, ahora se encontraba con que tenía a su querida Yvette a quien consideraba como a una hija, y aguardaba impaciente el arribo de ese hombre enigmático para comenzar a comer. Su vida siempre cambiaba, la gente entraba y salía de ella dándole energía y enseñanzas... pero no sabía si ese sería justamente el caso del hombre malagradecido al que había asistido.
Josephine De Lacy- Hechicero Clase Alta
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Re: Señales | Privado
¿Cómo demonios sabía ella que los hombres que lo perseguían eran inquisidores? Maurice irguió el cuello y la miró fijamente, tan mudo que cualquiera diría que hacía escasos minutos había hablado de corrido. Su mente —libre ya de cualquier rastro de alcohol, lo que, por otra parte, su cuerpo pronto empezaría a exigir— siguió atando cabos. Si sabía que eran inquisidores y que, además, había dos cambiantes entre ellos, sólo podía deberse a dos razones.
La primera era simple: los conocía, pero Maurice la descartó de inmediato. Si así fuera y la relación entre ella y sus perseguidores era buena, lo habría delatado a la primera oportunidad; si, por el contrario, la relación entre ellos se debía a las tiranteces que pudieran haberse generado en el pasado, no amenazaría con parar el coche y hacerlos llamar, ¿no? También podía ser un farol, pero prefirió no arriesgarse para averiguarlo.
La segunda razón, sin embargo, tenía más sentido, al menos para él: se encontraba sentado delante de una mujer capaz de ver el aura de los demás. Durante sus años en la inquisición, Maurice había tenido numerosos compañeros condenados, y conocía bien la capacidad que tenían para encontrar a otros de su especie. En el tiempo que duró el trayecto, el hombre no dejaba de escudriñar el rostro de ella para averiguar qué clase de sobrenatural podría ser. ¿Se estaría volviendo loco, acaso?
El carruaje paró y la mujer salió tan rápido que verla dentro fue casi como un espejismo. Desechó la ayuda del esclavo para bajar y se lo ofreció a él, ¡como si necesitara ayuda! ¡Ja!
—Puedo solo —dijo con desdén.
Y, aunque lo cierto era que no podía bajar solo —las escaleritas del carro eran demasiado empinadas como para no sujetarse con el brazo lesionado— se las apañó para no aceptar la mano que el joven le tendía, siguiendo después a la mujer. Murmuró palabras incomprensibles por lo bajo, puesto que, como ella había dicho, aquella era su casa y se debían cumplir sus reglas. Aunque Maurice no lo dijo —ni lo haría—, no quería que lo mandaran de vuelta a las calles después de la promesa de un baño y comida caliente. Ya podía oler los aromas que salían de la cocina, como el del pan recién horneado o la comida que se cocinaba a fuego lento. Hacía años que no pisaba un suelo tarimado y cubierto por alfombras, o que no tenía el placer de dormir bajo unas sábanas limpias sin miedo a que lo rajaran de arriba a abajo.
Nada más entrar, la mujer dio órdenes a otras dos que lo miraron con suspicacia, pero obedecieron a su señora y lo acompañaron a una habitación de la segunda planta. El agua del baño tardó un poco en estar lista, así que mató el tiempo de espera inspeccionando los muebles y la decoración. Tocó las cortinas —con las manos demasiado sucias como para que las mujeres que lo estaban atendiendo no se santiguaran—, pasó un dedo por encima de la cómoda para cerciorarse de que no había ni una mota de polvo y, finalmente, se sentó en la cama y botó un par de veces para comprobar su dureza. Era perfecta. Se dejó caer hacia atrás y cerró los ojos. ¡Lo que deseaba poder quedarse así durante días!
—Monsieur —lo llamó una de las criadas—. El baño está listo.
Maurice se levantó, perezoso, y se quitó la ropa mugrienta sin importar si le miraban o no. El agua estaba demasiado caliente, pero, por primera vez en su vida, no se quejó; tenía los músculos tan tensionados que el calor le ayudó a relajarse. Las mujeres frotaron su piel con decisión, pero delicadas a su vez. ¿Podía ser aquello mejor? Sí, podía y, de hecho, lo fue. Le lavaron el cabello dándole un masaje que lo adormiló y lo dejaron dentro del agua hasta que ésta se enfrió.
—Tenéis unas manos maravillosas —dijo un Maurice que salía de la bañera manso como un cachorrito.
Sobre la cama encontró un conjunto de ropa masculina que debían haber preparado mientras él estuvo a remojo. Olía a limpio, pero parecía que había estado guardado durante demasiado tiempo. Aun así, se lo puso con sumo gusto. Limpio, peinado y con ropa nueva, Maurice Dupré parecía un hombre completamente distinto al que había entrado en la mansión De Lacy.
Se dejó guiar por las sirvientas, pero si le hubieran dejado solo, también habría sido capaz de encontrar el camino hasta el comedor. Tenía el estómago tan vacío que creía que en cualquier momento se engulliría a sí mismo.
Nada más entrar al comedor, vio a la mujer que lo había rescatado sentada frente a él. También se había aseado y cambiado de ropa, y Maurice tuvo que tragar saliva al darse cuenta de que estaba todavía más espectacular que cuando se habían encontrado. La visión de Josephine lo cegó por un momento, tanto que pasó por alto la presencia de la joven que estaba a su lado. Cuando la miró, sin embargo, toda su atención se centró en ella. Su piel pálida, sus ojos, sus labios, la forma de su nariz, el cabello rubio… Avanzó hasta la mesa sin quitarle los ojos de encima. Era como estar viendo un fantasma, pero no uno cualquiera. Era el fantasma de Anne.
—Buenas noches —saludó sin apartar los ojos de Yvette.
—Buenas noches, monsieur —contestó ella.
Eligió el asiento frente a Josephine y se sentó. No sabía si era fruto del hambre y del cansancio, de la falta de alcohol o de las drogas que el tal Guekko le habría metido en el cuerpo mientras le paró la hemorragia, pero no podía apartar los ojos de esa joven tan maravillosa que había aparecido sin esperarlo.
La primera era simple: los conocía, pero Maurice la descartó de inmediato. Si así fuera y la relación entre ella y sus perseguidores era buena, lo habría delatado a la primera oportunidad; si, por el contrario, la relación entre ellos se debía a las tiranteces que pudieran haberse generado en el pasado, no amenazaría con parar el coche y hacerlos llamar, ¿no? También podía ser un farol, pero prefirió no arriesgarse para averiguarlo.
La segunda razón, sin embargo, tenía más sentido, al menos para él: se encontraba sentado delante de una mujer capaz de ver el aura de los demás. Durante sus años en la inquisición, Maurice había tenido numerosos compañeros condenados, y conocía bien la capacidad que tenían para encontrar a otros de su especie. En el tiempo que duró el trayecto, el hombre no dejaba de escudriñar el rostro de ella para averiguar qué clase de sobrenatural podría ser. ¿Se estaría volviendo loco, acaso?
El carruaje paró y la mujer salió tan rápido que verla dentro fue casi como un espejismo. Desechó la ayuda del esclavo para bajar y se lo ofreció a él, ¡como si necesitara ayuda! ¡Ja!
—Puedo solo —dijo con desdén.
Y, aunque lo cierto era que no podía bajar solo —las escaleritas del carro eran demasiado empinadas como para no sujetarse con el brazo lesionado— se las apañó para no aceptar la mano que el joven le tendía, siguiendo después a la mujer. Murmuró palabras incomprensibles por lo bajo, puesto que, como ella había dicho, aquella era su casa y se debían cumplir sus reglas. Aunque Maurice no lo dijo —ni lo haría—, no quería que lo mandaran de vuelta a las calles después de la promesa de un baño y comida caliente. Ya podía oler los aromas que salían de la cocina, como el del pan recién horneado o la comida que se cocinaba a fuego lento. Hacía años que no pisaba un suelo tarimado y cubierto por alfombras, o que no tenía el placer de dormir bajo unas sábanas limpias sin miedo a que lo rajaran de arriba a abajo.
Nada más entrar, la mujer dio órdenes a otras dos que lo miraron con suspicacia, pero obedecieron a su señora y lo acompañaron a una habitación de la segunda planta. El agua del baño tardó un poco en estar lista, así que mató el tiempo de espera inspeccionando los muebles y la decoración. Tocó las cortinas —con las manos demasiado sucias como para que las mujeres que lo estaban atendiendo no se santiguaran—, pasó un dedo por encima de la cómoda para cerciorarse de que no había ni una mota de polvo y, finalmente, se sentó en la cama y botó un par de veces para comprobar su dureza. Era perfecta. Se dejó caer hacia atrás y cerró los ojos. ¡Lo que deseaba poder quedarse así durante días!
—Monsieur —lo llamó una de las criadas—. El baño está listo.
Maurice se levantó, perezoso, y se quitó la ropa mugrienta sin importar si le miraban o no. El agua estaba demasiado caliente, pero, por primera vez en su vida, no se quejó; tenía los músculos tan tensionados que el calor le ayudó a relajarse. Las mujeres frotaron su piel con decisión, pero delicadas a su vez. ¿Podía ser aquello mejor? Sí, podía y, de hecho, lo fue. Le lavaron el cabello dándole un masaje que lo adormiló y lo dejaron dentro del agua hasta que ésta se enfrió.
—Tenéis unas manos maravillosas —dijo un Maurice que salía de la bañera manso como un cachorrito.
Sobre la cama encontró un conjunto de ropa masculina que debían haber preparado mientras él estuvo a remojo. Olía a limpio, pero parecía que había estado guardado durante demasiado tiempo. Aun así, se lo puso con sumo gusto. Limpio, peinado y con ropa nueva, Maurice Dupré parecía un hombre completamente distinto al que había entrado en la mansión De Lacy.
Se dejó guiar por las sirvientas, pero si le hubieran dejado solo, también habría sido capaz de encontrar el camino hasta el comedor. Tenía el estómago tan vacío que creía que en cualquier momento se engulliría a sí mismo.
Nada más entrar al comedor, vio a la mujer que lo había rescatado sentada frente a él. También se había aseado y cambiado de ropa, y Maurice tuvo que tragar saliva al darse cuenta de que estaba todavía más espectacular que cuando se habían encontrado. La visión de Josephine lo cegó por un momento, tanto que pasó por alto la presencia de la joven que estaba a su lado. Cuando la miró, sin embargo, toda su atención se centró en ella. Su piel pálida, sus ojos, sus labios, la forma de su nariz, el cabello rubio… Avanzó hasta la mesa sin quitarle los ojos de encima. Era como estar viendo un fantasma, pero no uno cualquiera. Era el fantasma de Anne.
—Buenas noches —saludó sin apartar los ojos de Yvette.
—Buenas noches, monsieur —contestó ella.
Eligió el asiento frente a Josephine y se sentó. No sabía si era fruto del hambre y del cansancio, de la falta de alcohol o de las drogas que el tal Guekko le habría metido en el cuerpo mientras le paró la hemorragia, pero no podía apartar los ojos de esa joven tan maravillosa que había aparecido sin esperarlo.
Maurice Dupré- Humano Clase Baja
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Fecha de inscripción : 15/04/2018
Re: Señales | Privado
Josephine estaba dudando, no sabía si sería correcto brindarle su hospitalidad a ese hombre tan maleducado y atrevido. Algo, tal vez cierto instinto maternal, le alertaba diciéndole que luego de que él pasase tiempo allí nada volvería a ser igual… pero ella no sabía si oírlo o no pues había hecho un juramento hacía mucho tiempo -en un momento de necesidad extrema, cuando nadie le tendía la mano- y lo quería honrar. Ella le daría refugio a cualquiera que se hallase en peligro –mucho más si el peligro involucraba a la inquisición-, y ese hombre sí que lo estaba.
Si había algo que a Josephine le gustaba era ser admirada, ya fuese por su belleza física o su inteligencia, por su don de gentes o por ser dueña de una charla siempre interesante… ella amaba ser admirada y halagada. Por eso le gustó la forma en la que el hombre se la quedó mirando cuando ingresó en el salón comedor. Pulcro y con ropas limpias, él parecía otra persona y hasta le resultaba bello… no con la belleza que deslumbraba, pero sí con un magnetismo particular que hacía tiempo que no veía en nadie.
Sí que no esperaba lo que sucedió a continuación. Fue la santa de Yvette quien acaparó la atención del caballero y por unos instantes Josephine sintió celos de la juventud y el brillo de la otra hechicera, pero no fueron más que eso: instantes, porque su instinto de madre pudo más y se dijo que sería peligroso compartir mucho tiempo el techo con aquel sujeto al que no conocían en lo absoluto. Miraba a Yvette con adoración, que no era lascivia, tampoco acoso, pero no era normal tampoco y su primer deber era proteger a la muchachita que ya quería como a una hija. Pondría a Yvette por sobre ese sujeto, eso estaba muy claro para ella. Fue por eso que se saltó el protocolo y no los presentó, no quería unirlos ni siquiera con eso... además tampoco sabía el nombre del hombre.
-Buenas noches, siéntete bienvenido a mi mesa… Recuérdame tu nombre, por favor –dijo, porque no sabía si se habían presentado. Ante la luz de aquellas miradas del hombre a la muchacha todo el resto se le volvía confuso a Josephine-. Puedes servir, querida –le dijo a la mujer del servicio.
Los platos humeaban ante ellos unos minutos después y el silencio era dueño del salón mientras comenzaron a comer, solo se oía el choque de las cucharas con la vajilla. Sentía ambas auras agitadas en la mesa, la del hombre mucho más que la de Yvette aunque no creía que la muchacha estuviese ajena a la forma en la que él se la quedaba mirando. Decidió entonces sentar algunas bases de convivencia:
-Puedes quedarte esta noche si lo necesitas, pero mañana luego del desayuno debes volver a tu casa. Espero que te hayas sentido cómodo en la habitación en la que tomaste el baño, pues esa ocuparás si quedarte a pasar la noche es lo que deseas. Te he ayudado hoy, ambos sabemos que te salvé de la muerte segura. Ya te contaré la historia, querida Yvette –le dijo a la muchacha para no dejarla excluida y tomó su mano-. Una muerte que sería el punto final para días de torturas y tú lo sabes –dijo, volviéndose a él-. Solo me gustaría saber por qué te seguían, siento curiosidad –porque no veía sobrenaturalidad en él y no imaginaba qué podían querer de ese hombre los inquisidores-, creo que merezco saber la historia.
Si había algo que a Josephine le gustaba era ser admirada, ya fuese por su belleza física o su inteligencia, por su don de gentes o por ser dueña de una charla siempre interesante… ella amaba ser admirada y halagada. Por eso le gustó la forma en la que el hombre se la quedó mirando cuando ingresó en el salón comedor. Pulcro y con ropas limpias, él parecía otra persona y hasta le resultaba bello… no con la belleza que deslumbraba, pero sí con un magnetismo particular que hacía tiempo que no veía en nadie.
Sí que no esperaba lo que sucedió a continuación. Fue la santa de Yvette quien acaparó la atención del caballero y por unos instantes Josephine sintió celos de la juventud y el brillo de la otra hechicera, pero no fueron más que eso: instantes, porque su instinto de madre pudo más y se dijo que sería peligroso compartir mucho tiempo el techo con aquel sujeto al que no conocían en lo absoluto. Miraba a Yvette con adoración, que no era lascivia, tampoco acoso, pero no era normal tampoco y su primer deber era proteger a la muchachita que ya quería como a una hija. Pondría a Yvette por sobre ese sujeto, eso estaba muy claro para ella. Fue por eso que se saltó el protocolo y no los presentó, no quería unirlos ni siquiera con eso... además tampoco sabía el nombre del hombre.
-Buenas noches, siéntete bienvenido a mi mesa… Recuérdame tu nombre, por favor –dijo, porque no sabía si se habían presentado. Ante la luz de aquellas miradas del hombre a la muchacha todo el resto se le volvía confuso a Josephine-. Puedes servir, querida –le dijo a la mujer del servicio.
Los platos humeaban ante ellos unos minutos después y el silencio era dueño del salón mientras comenzaron a comer, solo se oía el choque de las cucharas con la vajilla. Sentía ambas auras agitadas en la mesa, la del hombre mucho más que la de Yvette aunque no creía que la muchacha estuviese ajena a la forma en la que él se la quedaba mirando. Decidió entonces sentar algunas bases de convivencia:
-Puedes quedarte esta noche si lo necesitas, pero mañana luego del desayuno debes volver a tu casa. Espero que te hayas sentido cómodo en la habitación en la que tomaste el baño, pues esa ocuparás si quedarte a pasar la noche es lo que deseas. Te he ayudado hoy, ambos sabemos que te salvé de la muerte segura. Ya te contaré la historia, querida Yvette –le dijo a la muchacha para no dejarla excluida y tomó su mano-. Una muerte que sería el punto final para días de torturas y tú lo sabes –dijo, volviéndose a él-. Solo me gustaría saber por qué te seguían, siento curiosidad –porque no veía sobrenaturalidad en él y no imaginaba qué podían querer de ese hombre los inquisidores-, creo que merezco saber la historia.
Josephine De Lacy- Hechicero Clase Alta
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Re: Señales | Privado
No podía apartar los ojos de esa muchacha. Todavía no había identificado el motivo, pero era ella, en su conjunto, la que lo atraía irremediablemente. No era un deseo carnal ni una atracción puramente física; era otra cosa, algo parecido al instinto, lo que hacía que quisiera saber más de ella.
—Me llamo Maurice —se presentó si desviar los ojos de Yvette.
La doncella sirvió la cena y el olor de la sopa caliente consiguió que Maurice dejara de prestar atención a Yvette para centrarse en la comida. Olía deliciosa y sabía aún mejor, aunque, teniendo en cuenta que hacía años que no probaba comida de verdad, hasta un mísero trozo de pan fresco le habría sabido bien. Tomó la cuchara con manos temblorosas y comenzó a sorber la sopa rápidamente, como si tuviera un tiempo ya definido para comer antes de que le quitaran el plato.
Volver a casa, decía. Maurice bufó, pero no se molestó en contestar. ¿A qué casa quería que volviera si se lo había encontrado corriendo en mitad de la calle y lleno de harapos? No le parecía que fuera una mujer estúpida, pero, desde luego, esa noche no estaba siendo demasiado observadora. No pasó por alto la insistencia que ponía en dejar claro que le había salvado la vida, y Maurice sólo esperaba que ella no le pidiera nada a cambio.
—La curiosidad no es buena, ¿sabes?
Sonrió de medio lado y comió un poco más antes de limpiarse los labios con la servilleta. Se apartó ligeramente para que la mujer del servicio pudiera quitarle el plato y dejar, en su lugar, el segundo: un rico estofado que olía mejor que lo anterior. Desde luego, aquella mujer sabía cómo vivir bien.
—Quieren que pague por algo que hice —contestó.
No hacía falta ser muy astuto para darse cuenta de que esa respuesta no la iba a contentar, en absoluto. Maurice probó el segundo plato mientras valoraba sus opciones: inventarse un cuento creíble o contarle la verdad. No la conocía, pero sus años en la Inquisición le habían enseñado a distinguir los aliados de los enemigos. La actitud que había demostrado con los inquisidores no era, en absoluto, la de una persona que estuviera a su favor, así que, aunque no podía catalogarla como una alidada, tampoco era alguien en quien no pudiera confiar. Decidió arriesgarse porque tampoco tenía muchas más opciones.
—Durante muchos años formé parte de la Inquisición. —Vio el gesto de horror de la joven y Maurice frunció el ceño, pero no hizo comentario alguno—. Me mandaron en una misión que parecía sencilla, pero no la llegué a cumplir. No sé hasta qué punto conoces cómo funcionan las cosas ahí dentro —dijo, con un doble sentido muy claro sobre su posible pertenencia a la institución—, pero ellos sólo conocen dos bandos: o estás conmigo, o estás contra mí. Yo estaba con ellos, hasta que, según dicen, me volví en su contra. —Pinchó un trozo de verdura y se lo llevó a la boca—. No llevan bien las traiciones, y nunca dejan de perseguirte hasta que se aseguran de que has pagado por tus hechos. Sé bien el precio que le ponen a los chivatazos, así que no sería de extrañar que alguien me hubiera delatado.
Bebió un trago y, cuando se dio cuenta de que era agua, dejó el vaso sobre la mesa y buscó con la mirada a la doncella.
—¿No tienes vino? —preguntó, alzando el vaso en su dirección. La mujer miró a Josephine esperando instrucciones, así que Maurice se volvió hacia ella—. ¡Oh, vamos! Dale permiso —rogó, dejando el vaso sobre la mesa y volviendo a comer—. Yo también tengo preguntas. ¿Cómo has sabido que eran inquisidores, cambiantes, más concretamente? No es algo que cualquiera sepa si no se los conoce previamente, creo que sabes a qué me refiero —dijo, y volvió a mirar a Yvette—. ¿Es tu hija?
—Me llamo Maurice —se presentó si desviar los ojos de Yvette.
La doncella sirvió la cena y el olor de la sopa caliente consiguió que Maurice dejara de prestar atención a Yvette para centrarse en la comida. Olía deliciosa y sabía aún mejor, aunque, teniendo en cuenta que hacía años que no probaba comida de verdad, hasta un mísero trozo de pan fresco le habría sabido bien. Tomó la cuchara con manos temblorosas y comenzó a sorber la sopa rápidamente, como si tuviera un tiempo ya definido para comer antes de que le quitaran el plato.
Volver a casa, decía. Maurice bufó, pero no se molestó en contestar. ¿A qué casa quería que volviera si se lo había encontrado corriendo en mitad de la calle y lleno de harapos? No le parecía que fuera una mujer estúpida, pero, desde luego, esa noche no estaba siendo demasiado observadora. No pasó por alto la insistencia que ponía en dejar claro que le había salvado la vida, y Maurice sólo esperaba que ella no le pidiera nada a cambio.
—La curiosidad no es buena, ¿sabes?
Sonrió de medio lado y comió un poco más antes de limpiarse los labios con la servilleta. Se apartó ligeramente para que la mujer del servicio pudiera quitarle el plato y dejar, en su lugar, el segundo: un rico estofado que olía mejor que lo anterior. Desde luego, aquella mujer sabía cómo vivir bien.
—Quieren que pague por algo que hice —contestó.
No hacía falta ser muy astuto para darse cuenta de que esa respuesta no la iba a contentar, en absoluto. Maurice probó el segundo plato mientras valoraba sus opciones: inventarse un cuento creíble o contarle la verdad. No la conocía, pero sus años en la Inquisición le habían enseñado a distinguir los aliados de los enemigos. La actitud que había demostrado con los inquisidores no era, en absoluto, la de una persona que estuviera a su favor, así que, aunque no podía catalogarla como una alidada, tampoco era alguien en quien no pudiera confiar. Decidió arriesgarse porque tampoco tenía muchas más opciones.
—Durante muchos años formé parte de la Inquisición. —Vio el gesto de horror de la joven y Maurice frunció el ceño, pero no hizo comentario alguno—. Me mandaron en una misión que parecía sencilla, pero no la llegué a cumplir. No sé hasta qué punto conoces cómo funcionan las cosas ahí dentro —dijo, con un doble sentido muy claro sobre su posible pertenencia a la institución—, pero ellos sólo conocen dos bandos: o estás conmigo, o estás contra mí. Yo estaba con ellos, hasta que, según dicen, me volví en su contra. —Pinchó un trozo de verdura y se lo llevó a la boca—. No llevan bien las traiciones, y nunca dejan de perseguirte hasta que se aseguran de que has pagado por tus hechos. Sé bien el precio que le ponen a los chivatazos, así que no sería de extrañar que alguien me hubiera delatado.
Bebió un trago y, cuando se dio cuenta de que era agua, dejó el vaso sobre la mesa y buscó con la mirada a la doncella.
—¿No tienes vino? —preguntó, alzando el vaso en su dirección. La mujer miró a Josephine esperando instrucciones, así que Maurice se volvió hacia ella—. ¡Oh, vamos! Dale permiso —rogó, dejando el vaso sobre la mesa y volviendo a comer—. Yo también tengo preguntas. ¿Cómo has sabido que eran inquisidores, cambiantes, más concretamente? No es algo que cualquiera sepa si no se los conoce previamente, creo que sabes a qué me refiero —dijo, y volvió a mirar a Yvette—. ¿Es tu hija?
Maurice Dupré- Humano Clase Baja
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Fecha de inscripción : 15/04/2018
Re: Señales | Privado
Cuando el hombre comenzó a hablar con tanta soltura sobre la inquisición, Josephine percibió a Yvette aterrorizada y tomó su mano por debajo de la mesa para decirle que todo estaría bien, que estaban a salvo allí, que nada les ocurriría. Aunque ahora que habían metido allí a un prófugo y traidor, bien podrían estar arriesgándose demasiado, Josephine comenzaba a tomar conciencia de aquello en esos momentos. ¿Acaso acabarían con los estúpidos soldados a las puertas de su casa? Respiró, tranquilizándose, ella contaba con el favor de Fernand, el líder de los rebeldes más odiados por los inquisidores. En caso de necesitar ayuda urgente podía podía recurrir al encantador licántropo.
-No sé si hace falta mencionarlo, pero por si acaso te aseguro que aquí, en mi casa, estamos del bando contrario. He sido perseguida por ellos, he visto arder a personas que amé. Cualquier perseguido por la inquisición es bienvenido a mi mesa, como tú mismo puedes ver.
Otra vez la extraña tensión entre Maurice e Yvette, otra vez la incómoda conexión que no le gustaba nada, que quería deshacer. Creyó que su presencia era suficientemente fuerte como para que el hombre dejase de intimidar a la muchacha, pero evidente era que se equivocaba.
-Yvette es mi ahijada –dijo en tono protector, marcando con énfasis cada palabra-, es la discípula de una muy querida amiga mía y, sí, la cuido como si fuese mi hija. –Quería que eso le quedase bien en claro-. ¿Que cómo lo he sabido? Es simple, Maurice –lentamente pasó su mirada por las velas que iluminaban la mesa y ellas se apagaron dejando una ondulante humareda que ascendía hasta deshacerse, luego Josephine miró a cada una durante dos segundos y ellas volvieron a encenderse. Debía bastar con aquello, pues estaban en medio de la cena y no deseaba hacer demostraciones mayores.
La doncella seguía allí esperando la orden de Josephine y ella la miró y negó con la cabeza. Resultaba evidente la afición del hombre por la bebida, después de todo lo había encontrado medio borracho… si quería una copa se la daría, pero no allí. Quería hablar a solas con él y aprovecharía eso, sería una perfecta excusa.
-¿Cómo están tus heridas? ¿Me permitirás revisarlas luego de cenar? Te invito una copa en mi biblioteca, así podremos hablar con total franqueza sobre temas delicados, asuntos que como ves tenemos en común.
Quería alejar a aquel hombre de Yvette y por eso, sabiendo que podía ser considerada una mal educada, pero pasando de esa idea, Josephine se disculpó y se puso en pie, dejando un momento la mesa. No salió de la habitación, pero sí le dio la espalda a los comensales para acercarse a una de las muchachas del servicio y hablarle en voz muy baja:
-Traslada la ropa de cama de Yvette a mi recámara –le ordenó muy seria, con preocupación de madre anidada en el pecho-, esta noche dormirá conmigo.
-No sé si hace falta mencionarlo, pero por si acaso te aseguro que aquí, en mi casa, estamos del bando contrario. He sido perseguida por ellos, he visto arder a personas que amé. Cualquier perseguido por la inquisición es bienvenido a mi mesa, como tú mismo puedes ver.
Otra vez la extraña tensión entre Maurice e Yvette, otra vez la incómoda conexión que no le gustaba nada, que quería deshacer. Creyó que su presencia era suficientemente fuerte como para que el hombre dejase de intimidar a la muchacha, pero evidente era que se equivocaba.
-Yvette es mi ahijada –dijo en tono protector, marcando con énfasis cada palabra-, es la discípula de una muy querida amiga mía y, sí, la cuido como si fuese mi hija. –Quería que eso le quedase bien en claro-. ¿Que cómo lo he sabido? Es simple, Maurice –lentamente pasó su mirada por las velas que iluminaban la mesa y ellas se apagaron dejando una ondulante humareda que ascendía hasta deshacerse, luego Josephine miró a cada una durante dos segundos y ellas volvieron a encenderse. Debía bastar con aquello, pues estaban en medio de la cena y no deseaba hacer demostraciones mayores.
La doncella seguía allí esperando la orden de Josephine y ella la miró y negó con la cabeza. Resultaba evidente la afición del hombre por la bebida, después de todo lo había encontrado medio borracho… si quería una copa se la daría, pero no allí. Quería hablar a solas con él y aprovecharía eso, sería una perfecta excusa.
-¿Cómo están tus heridas? ¿Me permitirás revisarlas luego de cenar? Te invito una copa en mi biblioteca, así podremos hablar con total franqueza sobre temas delicados, asuntos que como ves tenemos en común.
Quería alejar a aquel hombre de Yvette y por eso, sabiendo que podía ser considerada una mal educada, pero pasando de esa idea, Josephine se disculpó y se puso en pie, dejando un momento la mesa. No salió de la habitación, pero sí le dio la espalda a los comensales para acercarse a una de las muchachas del servicio y hablarle en voz muy baja:
-Traslada la ropa de cama de Yvette a mi recámara –le ordenó muy seria, con preocupación de madre anidada en el pecho-, esta noche dormirá conmigo.
Josephine De Lacy- Hechicero Clase Alta
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Re: Señales | Privado
Con que era una hechicera. Maurice había tenido contacto con varias —puesto que las misiones que le asignaban en la inquisición tenían que ver, sobre todo, con encontrarlas—, pero si sentía un gran afecto por ellas se debía sólo a su Anne. La mujer que le había dado los mejores años de su vida y por la que esos sinvergüenzas se lo habían arrebatado todo. Conocerla le hizo cambiar su visión de las cosas; comprendió que, si bien había hechiceros malévolos que utilizaban sus poderes para hacer el mal, los había que lo usaban para ayudar a otros. En realidad, Maurice no se encontró con muchos de los primeros, pero hasta que no se enamoró, no se terminó de quitar la venda de los ojos.
—Ya veo —dijo tras ver el espectáculo de luces del que había sido testigo—. Mi otra opción era que formaras parte de todo eso, pero supongo que he tenido suerte. Creo que tenemos más en común de lo que a simple vista parece. —Comió un poco más y bebió para aclarar la garganta antes de pasar la lengua por los dientes—. Gracias por dejarme venir.
¿De verdad le acababa de dar las gracias? Ahora que tenía el estómago lleno y la perspectiva de una cama cómoda y caliente a la vista, Maurice era capaz de admitir que aquella mujer era la única que de verdad le había ayudado, pidiendo sólo una explicación a cambio. Al menos, por el momento. Maurice no tenía nada que poder ofrecerle, salvo información sobre la Inquisición. La conocía como la palma de su mano y, si bien hacía años que no pisaba la base, sabía lo conservadores que eran, así que podía jugarse el pescuezo a que poco habría cambiado durante sus quince años de ausencia.
—Supongo que bien. Tus doncellas las han limpiado con mucho mimo. Tienen unas manos maravillosas.
Miró a su alrededor, buscando a alguna de las chicas que lo habían ayudado, y levantó su vaso para brindar cuando vio a una de ellas. La mujer salió de la habitación, entre azorada y molesta ante la sonrisa de Maurice. Bebió un sorbo, pero el agua le sabía tan insípida que no supo si fue largo o corto. Josephine se había negado a que le sirvieran vino, así que con eso se tendría que conformar. O tal vez no.
—¿Una copa y buena compañía? ¡Por favor! Acepto sin dudar. Hablaremos de todo lo que quieras —aseguró, dejando el vaso sobre la mesa—. Además, creo recordar que te debo un beso.
Se fijó en que Yvette lo miró escandalizada y, seguido, desvió los ojos hacia Josephine, pidiendo una explicación. La mujer no hizo amago de contarle nada, sino que se levantó y se acercó a hablar con una de las mujeres del servicio. No se podía escuchar nada de lo que decían, así que Maurice se recostó en la silla, apoyó un brazo en el respaldo de la contigua y miró a la joven que seguía sentada a la mesa con él.
—¿Tú también haces magia?
—Sí —contestó con la vista fija en su plato.
—Ha dicho que eres una discípula de una amiga suya, pero que no eres su hija. ¿Tus padres no pueden enseñarte? ¿Por qué no vives con ellos?
Maurice no estaba queriendo ser indiscreto, pero la atracción inexplicable que sentía por esa chiquilla le impulsaba a saber más de ella, como si necesitara conocerla en profundidad.
—Mis padres no saben que estoy aquí. Yo también soy una invitada, como usted —contestó—. Madame De Lacy es una mujer muy buena, pero tampoco dejará que la traten como una tonta, porque no lo es. Ella le puede ayudar, ya lo ha visto, y todos necesitamos que nos echen una mano de vez en cuando.
Tan joven y tan carismática. Maurice sonrió con ternura y asintió despacio.
—Tienes razón.
Sus palabras parecieron contentar a la muchacha, porque le devolvió la sonrisa —que a Maurice le pareció preciosa, como la de Anne— y tomó una posición más civilizada en la silla. Cuando Josephine regresó a la mesa, él parecía un hombre decente, compartiendo la cena de personas decentes.
—Me muero por esa copa —dijo, y, por primera vez, no mentía—. ¿Cuándo iremos?
—Ya veo —dijo tras ver el espectáculo de luces del que había sido testigo—. Mi otra opción era que formaras parte de todo eso, pero supongo que he tenido suerte. Creo que tenemos más en común de lo que a simple vista parece. —Comió un poco más y bebió para aclarar la garganta antes de pasar la lengua por los dientes—. Gracias por dejarme venir.
¿De verdad le acababa de dar las gracias? Ahora que tenía el estómago lleno y la perspectiva de una cama cómoda y caliente a la vista, Maurice era capaz de admitir que aquella mujer era la única que de verdad le había ayudado, pidiendo sólo una explicación a cambio. Al menos, por el momento. Maurice no tenía nada que poder ofrecerle, salvo información sobre la Inquisición. La conocía como la palma de su mano y, si bien hacía años que no pisaba la base, sabía lo conservadores que eran, así que podía jugarse el pescuezo a que poco habría cambiado durante sus quince años de ausencia.
—Supongo que bien. Tus doncellas las han limpiado con mucho mimo. Tienen unas manos maravillosas.
Miró a su alrededor, buscando a alguna de las chicas que lo habían ayudado, y levantó su vaso para brindar cuando vio a una de ellas. La mujer salió de la habitación, entre azorada y molesta ante la sonrisa de Maurice. Bebió un sorbo, pero el agua le sabía tan insípida que no supo si fue largo o corto. Josephine se había negado a que le sirvieran vino, así que con eso se tendría que conformar. O tal vez no.
—¿Una copa y buena compañía? ¡Por favor! Acepto sin dudar. Hablaremos de todo lo que quieras —aseguró, dejando el vaso sobre la mesa—. Además, creo recordar que te debo un beso.
Se fijó en que Yvette lo miró escandalizada y, seguido, desvió los ojos hacia Josephine, pidiendo una explicación. La mujer no hizo amago de contarle nada, sino que se levantó y se acercó a hablar con una de las mujeres del servicio. No se podía escuchar nada de lo que decían, así que Maurice se recostó en la silla, apoyó un brazo en el respaldo de la contigua y miró a la joven que seguía sentada a la mesa con él.
—¿Tú también haces magia?
—Sí —contestó con la vista fija en su plato.
—Ha dicho que eres una discípula de una amiga suya, pero que no eres su hija. ¿Tus padres no pueden enseñarte? ¿Por qué no vives con ellos?
Maurice no estaba queriendo ser indiscreto, pero la atracción inexplicable que sentía por esa chiquilla le impulsaba a saber más de ella, como si necesitara conocerla en profundidad.
—Mis padres no saben que estoy aquí. Yo también soy una invitada, como usted —contestó—. Madame De Lacy es una mujer muy buena, pero tampoco dejará que la traten como una tonta, porque no lo es. Ella le puede ayudar, ya lo ha visto, y todos necesitamos que nos echen una mano de vez en cuando.
Tan joven y tan carismática. Maurice sonrió con ternura y asintió despacio.
—Tienes razón.
Sus palabras parecieron contentar a la muchacha, porque le devolvió la sonrisa —que a Maurice le pareció preciosa, como la de Anne— y tomó una posición más civilizada en la silla. Cuando Josephine regresó a la mesa, él parecía un hombre decente, compartiendo la cena de personas decentes.
—Me muero por esa copa —dijo, y, por primera vez, no mentía—. ¿Cuándo iremos?
Maurice Dupré- Humano Clase Baja
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Fecha de inscripción : 15/04/2018
Re: Señales | Privado
Luego del postre -pastel de limón y nata-, Josephine decidió que era hora de pasar a la biblioteca con el invitado, pero antes de hacerlo quiso hablar a solas con Yvette.
-Acompáñame, querida –le pidió, poniéndose en pie y tomando a la muchacha de la mano-, me gustaría mencionarte algo a solas. Discúlpanos un momento, Maurice. Ya regreso para que nos tomemos esa copa. –Salió del salón comedor con la muchacha y estando al pie de las escaleras le habló-: ¿Confías en mí, Yvette? Sabes que para mí eres como una hija, que te adoro, ¿cierto? –le besó la frente en actitud maternal y tomó su mejilla entre las manos-. Esta noche, y todas las noches que vaya a quedarse el señor Maurice en casa –dijo eso porque, aunque tenía pensado que solo fuese esa vez, no podía asegurar que aquello acabase por cumplirse-, dormirás conmigo, en mi recámara. Mi cama es lo suficientemente grande para las dos, hijita –le dijo la última palabra con sumo cariño-. Ya he pedido que trasladen tu ropa de cama, puedes usar mi cuarto de baño si lo deseas. Ahora he de hablar con este hombre, pero no tardaré en subir.
Se despidió de la muchacha y volvió en busca del hombre al salón. Ingresó y descubrió que por primera vez se sentía incómoda en su propia casa… ¿por qué? No lo entendía, pero tampoco permitiría que esa sensación anidase en ella. Lo miró directamente a los ojos, con una seriedad meridiana y habló:
-Gracias por esperar. Sígueme, Maurice. Como entenderás, tenemos asuntos que tratar.
Sin esperar su respuesta se movió, suponiendo que él se había puesto en pie para seguirla. Atravesó los pasillos de su casa, estaba orgullosa de haber elegido ella misma la decoración hasta el más ínfimo detalle. Ese era su hogar, su refugio, su fortaleza. Ingresó a la biblioteca, que había sido despacho de su difunto esposo y que ahora lo usaba así ella también. Con un delicado movimiento de manos le indicó al hombre que podía tomar asiento en una de las butacas que estaba frente al enorme sillón que usaría ella, el escritorio pesado y lleno de papeles y libros los separaba. Antes sentarse, caminó hasta la mesilla rinconera donde aguardaban los licores.
-Supongo que gustas una doble medida de whisky –dijo, dándole la espalda para servir-. Te acompañaré con lo mismo –decidió, pese a que en realidad deseaba tomar una taza de té con menta.
Tomó ambos vasos de cristal y se volvió hacia el escritorio, dejó el que contenía la doble medida frente a él, mientras que ella se quedó con el que apenas tenía una línea del líquido escocés. Se sentó frente a Maurice y decidió ser directa:
-No sé qué pretendes con mi ahijada, tampoco por qué la miras de esa manera tan… intimidante –la pronunció, pero intimidante no era la palabra que habría elegido-. Quiero que no te acerques a ella, que no la molestes, que no la hagas sentir incómoda. Ambos tienen mi hospitalidad aquí, pero ella es a quien más me importa cuidar. ¿He sido clara? Espero que sí, ahora dime, por favor, ¿qué necesitas para librarte de la inquisición?
-Acompáñame, querida –le pidió, poniéndose en pie y tomando a la muchacha de la mano-, me gustaría mencionarte algo a solas. Discúlpanos un momento, Maurice. Ya regreso para que nos tomemos esa copa. –Salió del salón comedor con la muchacha y estando al pie de las escaleras le habló-: ¿Confías en mí, Yvette? Sabes que para mí eres como una hija, que te adoro, ¿cierto? –le besó la frente en actitud maternal y tomó su mejilla entre las manos-. Esta noche, y todas las noches que vaya a quedarse el señor Maurice en casa –dijo eso porque, aunque tenía pensado que solo fuese esa vez, no podía asegurar que aquello acabase por cumplirse-, dormirás conmigo, en mi recámara. Mi cama es lo suficientemente grande para las dos, hijita –le dijo la última palabra con sumo cariño-. Ya he pedido que trasladen tu ropa de cama, puedes usar mi cuarto de baño si lo deseas. Ahora he de hablar con este hombre, pero no tardaré en subir.
Se despidió de la muchacha y volvió en busca del hombre al salón. Ingresó y descubrió que por primera vez se sentía incómoda en su propia casa… ¿por qué? No lo entendía, pero tampoco permitiría que esa sensación anidase en ella. Lo miró directamente a los ojos, con una seriedad meridiana y habló:
-Gracias por esperar. Sígueme, Maurice. Como entenderás, tenemos asuntos que tratar.
Sin esperar su respuesta se movió, suponiendo que él se había puesto en pie para seguirla. Atravesó los pasillos de su casa, estaba orgullosa de haber elegido ella misma la decoración hasta el más ínfimo detalle. Ese era su hogar, su refugio, su fortaleza. Ingresó a la biblioteca, que había sido despacho de su difunto esposo y que ahora lo usaba así ella también. Con un delicado movimiento de manos le indicó al hombre que podía tomar asiento en una de las butacas que estaba frente al enorme sillón que usaría ella, el escritorio pesado y lleno de papeles y libros los separaba. Antes sentarse, caminó hasta la mesilla rinconera donde aguardaban los licores.
-Supongo que gustas una doble medida de whisky –dijo, dándole la espalda para servir-. Te acompañaré con lo mismo –decidió, pese a que en realidad deseaba tomar una taza de té con menta.
Tomó ambos vasos de cristal y se volvió hacia el escritorio, dejó el que contenía la doble medida frente a él, mientras que ella se quedó con el que apenas tenía una línea del líquido escocés. Se sentó frente a Maurice y decidió ser directa:
-No sé qué pretendes con mi ahijada, tampoco por qué la miras de esa manera tan… intimidante –la pronunció, pero intimidante no era la palabra que habría elegido-. Quiero que no te acerques a ella, que no la molestes, que no la hagas sentir incómoda. Ambos tienen mi hospitalidad aquí, pero ella es a quien más me importa cuidar. ¿He sido clara? Espero que sí, ahora dime, por favor, ¿qué necesitas para librarte de la inquisición?
Josephine De Lacy- Hechicero Clase Alta
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Fecha de inscripción : 28/02/2017
Re: Señales | Privado
Josephine dio por terminada la cena justo después del postre, antes de que Maurice pudiera siquiera terminar de saborear el delicioso trozo de pastel de limón y nata que la muchacha del servicio le había servido. Todavía masticando la dulce crema con sabor a cítrico, se acomodó en la silla y miró a la joven bruja con una sonrisa en los labios.
—Que descanses, Yvette. Ha sido un placer conocerte.
No dejó que le contestara, sino que volvió a centrarse en su plato y en rebañar los restos de pastel que quedaban en él. Yvette, sin embargo, se quedó mirando al hombre hasta que salió del comedor, pero no dejó de andar detrás de Josephine.
—Lo sé, Josephine —dijo, permitiendo que la mujer expresara su cariño con aquel beso—. Está bien, iré derecha a tu habitación y esperaré a que lleven mi ropa allí —aseguró y observó cómo la mujer se alejaba—. Josephine —la llamó—, no me parece que sea un mal hombre. Creo que, simplemente, lleva demasiado tiempo solo, y eso no es bueno para nadie.
Sin añadir nada más, agarró su vestido para no pisarlo y subió las escaleras hacia el piso superior. Mientras tanto, Maurice esperaba la llegada de Josephine coqueteando con la sirvienta que estaba recogiendo los platos de la cena, y así lo atrapó la hechicera cuando le pidió que lo siguiera.
—No te preocupes, las esperas en esta casa son sumamente entretenidas.
Guiñó un ojo a la joven, que se ruborizó y se marchó por la puerta del servicio en la primera ocasión que se le presentó. La biblioteca a la que lo llevó era elegante, eso no lo podía negar. Los muebles de madera, tintados de oscuro por la cantidad de capas de barniz que se le habría aplicado con el paso del tiempo. Se descubrió a sí mismo deseando leer alguno de los volúmenes que se almacenaban en las estanterías, puesto que, por lo que pudo ver desde donde se encontraba, algunos de ellos tenían títulos de lo más interesantes.
—Supones bien, querida —dijo, tomando asiento donde ella le indicó—. Qué bien me conoces ya, me gustan las mujeres listas.
Sonrió de medio lado y se deslizó en la butaca para esperar su vaso de whisky. La garganta le picaba, pero no quería parecer un necesitado. Cuando Josephine llegó con su bebida, se irguió en el sillón y tomó una posición mucho más civilizada, pero no había dado ni el primer trago cuando tuvo que toser ante lo que acababa de escuchar.
—¿Cómo que qué pretendo con la niña? —preguntó, confuso y sin querer entender lo que ella acababa de decir—. ¡Por el amor de Dios! ¡Es una cría! ¿Qué clase de hombre crees que soy? —exclamó, dejando el vaso sobre el escritorio con violencia—. Que sea un borracho sin techo no significa que sea un degenerado. ¡Pero si podría ser mi hija!
Su vista se nubló al recordarla, así que tomó el vaso y se bebió lo que quedaba de whisky de un sólo trago. Después, dejó el vaso, tomó aire y se recostó en el respaldo, cruzando los dedos y apoyando los codos en los reposabrazos.
—Si lo que te preocupa es la forma que tengo de mirarla, puedes estar tranquila, que no la miraré más. Se parece mucho a alguien que conocí hace tiempo, por eso es que, quizá, la he mirado más de lo que debía —explicó, dando el asunto por zanjado—. La única manera que tengo de librarme de ellos es que crean que estoy muerto y rezar para que nadie me delate si me ven con vida. Son despiadados y rencorosos, y no me van a dejar ir así como así. ¡Joder! —Se frotó los ojos—. Yo también lo fui en su día, y entiendo lo que les pasa por la cabeza, pero ahora que estoy en el otro lado pienso que es una soberana estupidez.
Se mordió el labio con fuerza, pero sin llegar a hacerse una herida, y miró el vaso vacío un segundo. Entornó los ojos y pensó en algo que quizá podría funcionar. Estaba seguro de que no quedaban muchos que hubieran trabajado con él hacía veinte años, por lo que su nombre se limitaba a existir en los archivos que habrían ido guardando de él después de su huída, y quizá también en los que tuvieran que ver con Anne. Si desaparecían, quizá…
—Se me ocurre otra forma de hacer que dejen de buscarme, pero necesito un poco más —agitó el vaso en el aire y sonrió—, por favor.
—Que descanses, Yvette. Ha sido un placer conocerte.
No dejó que le contestara, sino que volvió a centrarse en su plato y en rebañar los restos de pastel que quedaban en él. Yvette, sin embargo, se quedó mirando al hombre hasta que salió del comedor, pero no dejó de andar detrás de Josephine.
—Lo sé, Josephine —dijo, permitiendo que la mujer expresara su cariño con aquel beso—. Está bien, iré derecha a tu habitación y esperaré a que lleven mi ropa allí —aseguró y observó cómo la mujer se alejaba—. Josephine —la llamó—, no me parece que sea un mal hombre. Creo que, simplemente, lleva demasiado tiempo solo, y eso no es bueno para nadie.
Sin añadir nada más, agarró su vestido para no pisarlo y subió las escaleras hacia el piso superior. Mientras tanto, Maurice esperaba la llegada de Josephine coqueteando con la sirvienta que estaba recogiendo los platos de la cena, y así lo atrapó la hechicera cuando le pidió que lo siguiera.
—No te preocupes, las esperas en esta casa son sumamente entretenidas.
Guiñó un ojo a la joven, que se ruborizó y se marchó por la puerta del servicio en la primera ocasión que se le presentó. La biblioteca a la que lo llevó era elegante, eso no lo podía negar. Los muebles de madera, tintados de oscuro por la cantidad de capas de barniz que se le habría aplicado con el paso del tiempo. Se descubrió a sí mismo deseando leer alguno de los volúmenes que se almacenaban en las estanterías, puesto que, por lo que pudo ver desde donde se encontraba, algunos de ellos tenían títulos de lo más interesantes.
—Supones bien, querida —dijo, tomando asiento donde ella le indicó—. Qué bien me conoces ya, me gustan las mujeres listas.
Sonrió de medio lado y se deslizó en la butaca para esperar su vaso de whisky. La garganta le picaba, pero no quería parecer un necesitado. Cuando Josephine llegó con su bebida, se irguió en el sillón y tomó una posición mucho más civilizada, pero no había dado ni el primer trago cuando tuvo que toser ante lo que acababa de escuchar.
—¿Cómo que qué pretendo con la niña? —preguntó, confuso y sin querer entender lo que ella acababa de decir—. ¡Por el amor de Dios! ¡Es una cría! ¿Qué clase de hombre crees que soy? —exclamó, dejando el vaso sobre el escritorio con violencia—. Que sea un borracho sin techo no significa que sea un degenerado. ¡Pero si podría ser mi hija!
Su vista se nubló al recordarla, así que tomó el vaso y se bebió lo que quedaba de whisky de un sólo trago. Después, dejó el vaso, tomó aire y se recostó en el respaldo, cruzando los dedos y apoyando los codos en los reposabrazos.
—Si lo que te preocupa es la forma que tengo de mirarla, puedes estar tranquila, que no la miraré más. Se parece mucho a alguien que conocí hace tiempo, por eso es que, quizá, la he mirado más de lo que debía —explicó, dando el asunto por zanjado—. La única manera que tengo de librarme de ellos es que crean que estoy muerto y rezar para que nadie me delate si me ven con vida. Son despiadados y rencorosos, y no me van a dejar ir así como así. ¡Joder! —Se frotó los ojos—. Yo también lo fui en su día, y entiendo lo que les pasa por la cabeza, pero ahora que estoy en el otro lado pienso que es una soberana estupidez.
Se mordió el labio con fuerza, pero sin llegar a hacerse una herida, y miró el vaso vacío un segundo. Entornó los ojos y pensó en algo que quizá podría funcionar. Estaba seguro de que no quedaban muchos que hubieran trabajado con él hacía veinte años, por lo que su nombre se limitaba a existir en los archivos que habrían ido guardando de él después de su huída, y quizá también en los que tuvieran que ver con Anne. Si desaparecían, quizá…
—Se me ocurre otra forma de hacer que dejen de buscarme, pero necesito un poco más —agitó el vaso en el aire y sonrió—, por favor.
Maurice Dupré- Humano Clase Baja
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Fecha de inscripción : 15/04/2018
Re: Señales | Privado
Josephine lo observó fijamente, había enojo en su mirada y también fiereza; era una madre leona rugiendo como aviso, quería a su cachorra a salvo y lo estaba demostrando. Que Maurice negase todo lo que quisiera, pero ella no dejaría de tenerlo vigilado pues no le gustaba nada la forma en la que miraba a su pequeña Yvette, cuidarla era su prioridad y no era solo porque la quería muchísimo -en el tiempo compartido, la niña dulce se había vuelto como una hija para ella-, sino también porque su honor estaba en juego, ¿qué le diría a Ilanka Kratorova si algo le sucedía a Yvette?
-Lamento haberte ofendido. Si en verdad eres el hombre honrado, que quieres aparentar que eres, entenderás que ningún recaudo es poco. Soy una mujer sola que ha traído a un ebrio desconocido a su casa y allí está también una pequeña muchacha sumamente cuidada e inocente –relató, tomando distancia del asunto para poder analizarlo mejor-. ¿De verdad crees que he estado mal en procurar la seguridad de mi ahijada?
Se acomodó en la butaca que había sido de su esposo y acarició el lateral del apoya brazos. ¿Cuántas veces se había sentado él allí a meditar, a decidir? Una oleada de nostalgia la empapó y Josephine procuró pensar en cualquier otra cosa para no recordar.
Maurice era guapo. Estaba algo perjudicado por los vicios; por las ojeras se adivinaba que hacía mucho que no experimentaba el placer del sueño profundo, pero era guapo. Tenía los rasgos masculinos bien marcados, justo como a ella le gustaba. Josephine sirvió nuevamente una doble medida de whisky para él, pero ella decidió que ya no bebería más. Era suficiente.
-Cuéntame, ya te he dicho que te ayudaría en lo que me fuera posible, así que cuéntame lo que tienes en mente.
Claro que le interesaba saber aquello, ella siempre estaba pendiente de ver la forma en la que complicar a los inquisidores. A su manera, generalmente proveyendo de recursos –como armas y alimentos- a los rebeldes, Josephine se involucraba en todas las causas en las que se pudiera joder de alguna manera a los asesinos que la iglesia bendecía y llamaba sus soldados santos. Sí, le interesaba aquello, pero mucho más saber a quién se parecía tanto Yvette que lo había dejado así de embobado, mirándola de modo perdido. Ya tendría oportunidad de preguntar, estaba segura de que la relación con ese hombre acababa de comenzar.
-Lamento haberte ofendido. Si en verdad eres el hombre honrado, que quieres aparentar que eres, entenderás que ningún recaudo es poco. Soy una mujer sola que ha traído a un ebrio desconocido a su casa y allí está también una pequeña muchacha sumamente cuidada e inocente –relató, tomando distancia del asunto para poder analizarlo mejor-. ¿De verdad crees que he estado mal en procurar la seguridad de mi ahijada?
Se acomodó en la butaca que había sido de su esposo y acarició el lateral del apoya brazos. ¿Cuántas veces se había sentado él allí a meditar, a decidir? Una oleada de nostalgia la empapó y Josephine procuró pensar en cualquier otra cosa para no recordar.
Maurice era guapo. Estaba algo perjudicado por los vicios; por las ojeras se adivinaba que hacía mucho que no experimentaba el placer del sueño profundo, pero era guapo. Tenía los rasgos masculinos bien marcados, justo como a ella le gustaba. Josephine sirvió nuevamente una doble medida de whisky para él, pero ella decidió que ya no bebería más. Era suficiente.
-Cuéntame, ya te he dicho que te ayudaría en lo que me fuera posible, así que cuéntame lo que tienes en mente.
Claro que le interesaba saber aquello, ella siempre estaba pendiente de ver la forma en la que complicar a los inquisidores. A su manera, generalmente proveyendo de recursos –como armas y alimentos- a los rebeldes, Josephine se involucraba en todas las causas en las que se pudiera joder de alguna manera a los asesinos que la iglesia bendecía y llamaba sus soldados santos. Sí, le interesaba aquello, pero mucho más saber a quién se parecía tanto Yvette que lo había dejado así de embobado, mirándola de modo perdido. Ya tendría oportunidad de preguntar, estaba segura de que la relación con ese hombre acababa de comenzar.
Josephine De Lacy- Hechicero Clase Alta
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Fecha de inscripción : 28/02/2017
Re: Señales | Privado
No, claro que no había estado mal en preocuparse por la seguridad de la muchacha; él, de hecho, habría hecho lo mismo de haber sido Yvette sangre de su sangre, incluso casi sin conocerla estaría dispuesto a defenderla de cualquier indeseable que osara acercársele. Pero, ¿él? No tuvo claro que se creyera sus excusas —tan ciertas como que la noche sigue al día—, pero no sabía qué más hacer o decir para que confiara en él.
—Entiendo que te preocupe su bienestar —coincidió con ella—, pero te lo repito: no pienso hacerle nada. Es sólo que… siento que la conozco de algo. Sé que no, pero así lo siento, y por eso la miro. ¿No te ha pasado nunca? Seguro que sí.
Alargó la mano para tomar el vaso recién rellenado y dio un trago corto corto antes de comenzar a hablar.
—Llevo años huyendo, demasiados para que aquellos que trabajaron junto a mí sigan en activo, incluso vivos. Si todavía me siguen buscando por las calles, es porque mi nombre está escrito en cientos de papeles que cuentan lo que hice, la traición que, según ellos, llevé a cabo.
Bebió otro trago, esta vez más largo, pero sin llegar a terminarse el vaso, y jugueteó con él viendo cómo el líquido se movía al son del cristal.
—Si esos documentos sobre mí desaparecen, los recién llegados ni siquiera sabrán quién soy, y los que ahora me buscan no tendrán fundamentos sobre los que reforzar lo poco que recuerden. Ese es mi plan —apuró el whisky y dejó el vaso sobre la mesa—, pero no tengo ni la más remota idea sobre cómo llevarlo a cabo. Yo solo no puedo, y lo cierto es que tampoco tengo claro que quiera que todo termine.
El whisky, si bien no le hacía el mismo efecto que a una persona menos asidua a consumirlo, sí le soltaba bastante la lengua. La presencia de Yvette durante la cena, además, había revivido dolorosos recuerdos que, por algún extraño motivo, necesitaba airear. Quizá fuera que, durante los quince años que había vivido huyendo, no había tenido la oportunidad de contárselos a nadie.
—Aunque sea deprimente admitir esto, huir de esa gente es lo único que consigue que me mantenga con vida. ¿Quieres saber por qué me persiguen? ¿Cuál fue el terrible pecado que cometí? —La miró con los ojos entornados y la barbilla comenzó a temblarle—. Estoy seguro de que sí, a las mujeres os gustan las historias completas, con detalles.
Sonrió y se levantó de la butaca. Metió las manos en los bolsillos y se acercó a una de las estanterías para leer los títulos de los volúmenes que reposaban en las baldas. Si hablaba no la miraría, no podría.
—Era miembro de la cuarta facción, la de los espías. Me enviaron a investigar a una mujer que vivía cerca de la frontera con España, una que se suponía que había sido denunciada por brujería. No parecía una misión difícil, se podría decir que era casi para novatos, así que fui plenamente confiado. Hasta que la vi.
Se giró para mirarla con unos ojos enrojecidos y húmedos.
—Era la mujer más hermosa, más buena y más dulce que he conocido nunca. Y era bruja. —Sonrió, melancólico—. La terrible traición que cometí fue quedarme con ella y no volver. Al no recibir noticias de mí, mandaron un grupo a averiguar qué había pasado, y nos encontraron. Quise alerjarlos de ellos, pero no lo conseguí. La perdí a ella y a nuestros hijos, y ya no me queda nada, salvo seguir huyendo.
Se quedó en silencio, aguantando como pudo el nudo de la garganta al recordar los rostros, ya borrosos, de su familia. Tragó saliva y se acercó a la butaca que había ocupado. Apoyó las manos en el respaldo y clavó los ojos en los de Josephine.
—Hoy, mi hija tendría la misma edad que Yvette —confesó—. No voy a hacerle nada a la niña, créeme.
Se volvió a sentar y tomó el vaso.
—Necesito un poco más.
—Entiendo que te preocupe su bienestar —coincidió con ella—, pero te lo repito: no pienso hacerle nada. Es sólo que… siento que la conozco de algo. Sé que no, pero así lo siento, y por eso la miro. ¿No te ha pasado nunca? Seguro que sí.
Alargó la mano para tomar el vaso recién rellenado y dio un trago corto corto antes de comenzar a hablar.
—Llevo años huyendo, demasiados para que aquellos que trabajaron junto a mí sigan en activo, incluso vivos. Si todavía me siguen buscando por las calles, es porque mi nombre está escrito en cientos de papeles que cuentan lo que hice, la traición que, según ellos, llevé a cabo.
Bebió otro trago, esta vez más largo, pero sin llegar a terminarse el vaso, y jugueteó con él viendo cómo el líquido se movía al son del cristal.
—Si esos documentos sobre mí desaparecen, los recién llegados ni siquiera sabrán quién soy, y los que ahora me buscan no tendrán fundamentos sobre los que reforzar lo poco que recuerden. Ese es mi plan —apuró el whisky y dejó el vaso sobre la mesa—, pero no tengo ni la más remota idea sobre cómo llevarlo a cabo. Yo solo no puedo, y lo cierto es que tampoco tengo claro que quiera que todo termine.
El whisky, si bien no le hacía el mismo efecto que a una persona menos asidua a consumirlo, sí le soltaba bastante la lengua. La presencia de Yvette durante la cena, además, había revivido dolorosos recuerdos que, por algún extraño motivo, necesitaba airear. Quizá fuera que, durante los quince años que había vivido huyendo, no había tenido la oportunidad de contárselos a nadie.
—Aunque sea deprimente admitir esto, huir de esa gente es lo único que consigue que me mantenga con vida. ¿Quieres saber por qué me persiguen? ¿Cuál fue el terrible pecado que cometí? —La miró con los ojos entornados y la barbilla comenzó a temblarle—. Estoy seguro de que sí, a las mujeres os gustan las historias completas, con detalles.
Sonrió y se levantó de la butaca. Metió las manos en los bolsillos y se acercó a una de las estanterías para leer los títulos de los volúmenes que reposaban en las baldas. Si hablaba no la miraría, no podría.
—Era miembro de la cuarta facción, la de los espías. Me enviaron a investigar a una mujer que vivía cerca de la frontera con España, una que se suponía que había sido denunciada por brujería. No parecía una misión difícil, se podría decir que era casi para novatos, así que fui plenamente confiado. Hasta que la vi.
Se giró para mirarla con unos ojos enrojecidos y húmedos.
—Era la mujer más hermosa, más buena y más dulce que he conocido nunca. Y era bruja. —Sonrió, melancólico—. La terrible traición que cometí fue quedarme con ella y no volver. Al no recibir noticias de mí, mandaron un grupo a averiguar qué había pasado, y nos encontraron. Quise alerjarlos de ellos, pero no lo conseguí. La perdí a ella y a nuestros hijos, y ya no me queda nada, salvo seguir huyendo.
Se quedó en silencio, aguantando como pudo el nudo de la garganta al recordar los rostros, ya borrosos, de su familia. Tragó saliva y se acercó a la butaca que había ocupado. Apoyó las manos en el respaldo y clavó los ojos en los de Josephine.
—Hoy, mi hija tendría la misma edad que Yvette —confesó—. No voy a hacerle nada a la niña, créeme.
Se volvió a sentar y tomó el vaso.
—Necesito un poco más.
Maurice Dupré- Humano Clase Baja
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Fecha de inscripción : 15/04/2018
Re: Señales | Privado
Sí, lo entendía, pero de igual manera no se confiaría. No dejaría de estar alerta con él, menos tratándose de Yvette porque la seguridad de la niña le había sido encomendada y no quería tener el más mínimo problema en cuanto a ella.
-¿No quieres que todo termine? –le preguntó, asombrada-. Creo entonces que necesitas nuevos motivos por los que vivir. ¿La venganza no es suficiente estímulo?
No podía negarlo, le gustaban mucho las historias reales, conocer anécdotas, oír narraciones pasadas de labios de los propios protagonistas. Por eso, aunque no acotó nada de momento, Josephine se acomodó en la butaca y se dispuso a oír lo que él le narraba.
Lo observó moverse, se percató de lo seguro que se volvía cuando se disponía a hablar de él. Tal vez se debiera a que cuando lo conoció iba ebrio, mas ahora solo tenía dos tragos de whisky encima. ¿De qué se escondía cuando bebía?
La historia la conmovió hasta el punto de generarle angustia. Josephine era una mujer muy empática, ese era su mal, la causa por la que solía llevarse a la casa a tipos ebrios y vulgares que la insultaban en el mercado… No lloró, pero por dentro se sentía apenada por lo que el hombre había vivido. No dudó ni por un instante de lo que Maurice le refería, sabía que no estaba mintiéndole. La atmosfera del lugar parecía haberse teñido de tristeza.
-¿Qué ha sido de ellos? ¿Nunca los has buscado? ¿Cuántos hijos tenías, Maurice? Tienes, todavía los tienes –dijo, con una seguridad que no sabía de dónde le nacía.
Volvió a llenarle el vaso, pese a que había jurado que no lo apañaría en su vicio evidente por el alcohol, porque la historia era lo suficientemente fuerte como para que aquel hombre necesitase refugiarse en algo, aunque fuese tan endeble como un vaso.
-Sin ánimos de entrometerme en tu historia, en lo que tú sientes como una tragedia, es evidente –aventuró, mientras intentaba acomodar sus pensamientos-. ¿No has considerado como suficiente motivo para vivir el buscar a tus hijos? Por la forma en la que hablas supongo que ella, tu amada, ha muerto y lo siento –extendió su mano para acariciar la de él, pero no fue un gesto superficial, sino que Josephine entrelazó sus dedos con los de él y no lo soltó-. Si quieres puedo ayudarte a saber qué ha sido de tus pequeños, averiguar si están bien o si han corrido la suerte de su madre.
Estaba haciendo lo que sentía, eso no le garantizaba que fuera lo correcto, pero Josephine jamás le había negado ayuda a nadie. Mientras Maurice no se acercase de forma indebida a Yvette todo estaría bien en aquella casa y ella podría intentar hacer por él algo más que solo darle techo y comida caliente unos días. Podría ayudarlo a cerrar una etapa de su pasado, para bien o para mal.
-¿No quieres que todo termine? –le preguntó, asombrada-. Creo entonces que necesitas nuevos motivos por los que vivir. ¿La venganza no es suficiente estímulo?
No podía negarlo, le gustaban mucho las historias reales, conocer anécdotas, oír narraciones pasadas de labios de los propios protagonistas. Por eso, aunque no acotó nada de momento, Josephine se acomodó en la butaca y se dispuso a oír lo que él le narraba.
Lo observó moverse, se percató de lo seguro que se volvía cuando se disponía a hablar de él. Tal vez se debiera a que cuando lo conoció iba ebrio, mas ahora solo tenía dos tragos de whisky encima. ¿De qué se escondía cuando bebía?
La historia la conmovió hasta el punto de generarle angustia. Josephine era una mujer muy empática, ese era su mal, la causa por la que solía llevarse a la casa a tipos ebrios y vulgares que la insultaban en el mercado… No lloró, pero por dentro se sentía apenada por lo que el hombre había vivido. No dudó ni por un instante de lo que Maurice le refería, sabía que no estaba mintiéndole. La atmosfera del lugar parecía haberse teñido de tristeza.
-¿Qué ha sido de ellos? ¿Nunca los has buscado? ¿Cuántos hijos tenías, Maurice? Tienes, todavía los tienes –dijo, con una seguridad que no sabía de dónde le nacía.
Volvió a llenarle el vaso, pese a que había jurado que no lo apañaría en su vicio evidente por el alcohol, porque la historia era lo suficientemente fuerte como para que aquel hombre necesitase refugiarse en algo, aunque fuese tan endeble como un vaso.
-Sin ánimos de entrometerme en tu historia, en lo que tú sientes como una tragedia, es evidente –aventuró, mientras intentaba acomodar sus pensamientos-. ¿No has considerado como suficiente motivo para vivir el buscar a tus hijos? Por la forma en la que hablas supongo que ella, tu amada, ha muerto y lo siento –extendió su mano para acariciar la de él, pero no fue un gesto superficial, sino que Josephine entrelazó sus dedos con los de él y no lo soltó-. Si quieres puedo ayudarte a saber qué ha sido de tus pequeños, averiguar si están bien o si han corrido la suerte de su madre.
Estaba haciendo lo que sentía, eso no le garantizaba que fuera lo correcto, pero Josephine jamás le había negado ayuda a nadie. Mientras Maurice no se acercase de forma indebida a Yvette todo estaría bien en aquella casa y ella podría intentar hacer por él algo más que solo darle techo y comida caliente unos días. Podría ayudarlo a cerrar una etapa de su pasado, para bien o para mal.
Josephine De Lacy- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 38
Fecha de inscripción : 28/02/2017
Re: Señales | Privado
Había pensando en la venganza, claro que lo había hecho, pero ¿qué le quedaría después? Su familia no iba a volver, por mucho que él terminara con la vida de aquellos que se la habían arrebatado, así que, ¿qué sentido tenía? A pesar de que era lo que todo el mundo deseaba —incluso él en algún momento lo quiso—, Maurice se había dado cuenta de que no iba a servir de nada.
—Lo pensé, buscar a los que nos hicieron esto y hacérselo pagar, pero eso no iba a devolverme a mi mujer o a mis hijos —contestó—. Tenía dos, un niño y una niña. Eran mellizos.
Él hablaba en pasado, a pesar de que Josephine insistía en que todavía había oportunidad de encontrarlos. Maurice quería creer en sus palabras, necesitaba encontrar ese rayo de esperanza que le hiciera comprender que todo lo que había pasado los últimos quince años había merecido la pena, pero le costaba mucho esfuerzo y energía —misma que ya no tenía aquella noche—.
—No sabría ni por dónde empezar —dijo, aceptando la mano de ella en un gesto muy cercano que no tuvo tiempo de valorar—. Me da miedo descubrir la verdad, saber que están con su madre, esperándome. Vi el expediente que prepararon para mi esposa, pero no pude buscar si había unos iguales para ellos. No estoy preparado para eso, ningún padre lo está.
Soltó la mano de la hechicera y se acomodó en el respaldo de su butaca, dejando las manos reposadas sobre su regazo. Miró al techo y suspiró antes de beberse el vaso de whisky de un trago largo y lento.
—Aunque te lo agradezco, no puedo darte una respuesta porque no sé si quiero saber dónde están —confesó—. Si siguen vivos, dudo que quieran saber que su padre es un borracho sin techo, tan malogrado que ni siquiera es capaz de recordar dónde ha dormido la noche anterior —sonrió con tristeza—; si no siguen vivos… prefiero no descubrirlo jamás, aunque no miento si digo que mi alma no me lo está pidiendo con fuerza.
Se levantó y se pasó las manos por el pelo, peinándolo hacia atrás. Se sentía agotado, y la perspectiva de tener, aunque sólo fuera por esa noche, una cama caliente donde dormir se le antojaba cada vez más apetitosa. Volvió a echar la llave de esa fortaleza que había alzado con los años y miró a Josephine, con las manos en los bolsillos.
—Si no recuerdo mal, tenía una invitación para quedarme esta noche —le guiñó un ojo antes de continuar—, y no me gustaría ser un maleducado rechazando a una mujer como tú.
—Lo pensé, buscar a los que nos hicieron esto y hacérselo pagar, pero eso no iba a devolverme a mi mujer o a mis hijos —contestó—. Tenía dos, un niño y una niña. Eran mellizos.
Él hablaba en pasado, a pesar de que Josephine insistía en que todavía había oportunidad de encontrarlos. Maurice quería creer en sus palabras, necesitaba encontrar ese rayo de esperanza que le hiciera comprender que todo lo que había pasado los últimos quince años había merecido la pena, pero le costaba mucho esfuerzo y energía —misma que ya no tenía aquella noche—.
—No sabría ni por dónde empezar —dijo, aceptando la mano de ella en un gesto muy cercano que no tuvo tiempo de valorar—. Me da miedo descubrir la verdad, saber que están con su madre, esperándome. Vi el expediente que prepararon para mi esposa, pero no pude buscar si había unos iguales para ellos. No estoy preparado para eso, ningún padre lo está.
Soltó la mano de la hechicera y se acomodó en el respaldo de su butaca, dejando las manos reposadas sobre su regazo. Miró al techo y suspiró antes de beberse el vaso de whisky de un trago largo y lento.
—Aunque te lo agradezco, no puedo darte una respuesta porque no sé si quiero saber dónde están —confesó—. Si siguen vivos, dudo que quieran saber que su padre es un borracho sin techo, tan malogrado que ni siquiera es capaz de recordar dónde ha dormido la noche anterior —sonrió con tristeza—; si no siguen vivos… prefiero no descubrirlo jamás, aunque no miento si digo que mi alma no me lo está pidiendo con fuerza.
Se levantó y se pasó las manos por el pelo, peinándolo hacia atrás. Se sentía agotado, y la perspectiva de tener, aunque sólo fuera por esa noche, una cama caliente donde dormir se le antojaba cada vez más apetitosa. Volvió a echar la llave de esa fortaleza que había alzado con los años y miró a Josephine, con las manos en los bolsillos.
—Si no recuerdo mal, tenía una invitación para quedarme esta noche —le guiñó un ojo antes de continuar—, y no me gustaría ser un maleducado rechazando a una mujer como tú.
FIN DEL TEMA
Maurice Dupré- Humano Clase Baja
- Mensajes : 18
Fecha de inscripción : 15/04/2018
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