AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Mon manège à moi | Privado
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Mon manège à moi | Privado
"Alguien dijo una vez que en el momento en que te paras a pensar si quieres a alguien, ya has dejado de quererle para siempre..."
Carlos Ruiz Zafón
Carlos Ruiz Zafón
No podía quitárselo de la cabeza. Por mucho que lo intentara, no lo conseguía. Pero no por el remolino que le había provocado en su vientre al besarla –cuyos resabios aún la despertaban en las noches, presa de esos sueños que la avergonzaban- sino por el pánico de que le arrebatara a su hijo. Se había vuelto loca, paranoica, y no le quitaba los ojos de encima a Jerome. Su familia, extrañada por la actitud, a pesar de que naturalmente era una madre sobreprotectora, le había preguntado por qué se comportaba de aquella manera tan obsesiva, pero Claire desestimaba los interrogatorios con respuestas escuetas. Agradecía la discreción de los empleados, que a pesar del escándalo que habían presenciado y/o escuchado, no habían emitido comentarios. La noticia de que el Zar estaba en París aún no se había corrido, y a la hechicera le sorprendía que los espías –que pululaban como ratas de alcantarilla- no hubieran dispersado el rumor. Al parecer, a muchos les importaba que no se supiera de su arribo a la capital francesa. Eso, también, era un alivio para Claire.
Se había visto tentada de aceptar su oferta y en el lapso de una semana, fue al hotel en varias oportunidades, en la mayoría de ellas regresó a mitad de camino, en una se quedó en la entrada y en la siguiente se animó a ingresar al vestíbulo. Pero nunca se anunció y terminó desistiendo de volver a verlo. Entendió que no era lo que su corazón quería. Claire estaba en busca de la armonía, porque le había costado muchas lágrimas lograrla, enfrentándose a prejuicios –propios y ajenos- con nada más que su dignidad como arma. Volver a caer en Stanislav, sería dar por tierra con todo lo que había logrado y, darse cuenta de que podía valerse por sí misma la ayudó a renunciar por completo. Pero eso no quitaba el hecho de lo asustada que la tenía la idea de que se llevaran a su hijo, de que la separaran de él, y por ello, estaba alerta y segura de que no le importaba su propio bienestar, solo proteger a su pequeño de su padre biológico y todos aquellos que lo rodeaban.
Aquel viernes, quince días después de la aparición de su antiguo amante, decidió tomarse un respiro. Se estrenaba Maria Stuart, el drama de Schiller que relataba los últimos días de María Estuardo, y que había sido un éxito en la corte de Weimar. Asistió acompañada por una doncella, dejando a Jerome a cuidado de sus padres, enfundada en un vestido azul metálico y solo unos pequeños pendientes de diamantes iluminándole el rostro, escondidos detrás de los bucles castaños que caían como una cascada sobre sus hombros y espalda. Se encontró con varios conocidos, que le enviaron saludos a su familia, y también con las miradas repletas de reproches y los cuchicheos detrás de los abanicos. Ya estaba acorazada, por lo que no se detuvo ni un solo instante a pensar en eso, y continuó su camino hacia el palco familiar con una copa de champagne en la mano.
—Ya puedes retirarte, Claudette. Gracias —dijo, una vez ubicada en el asiento y cuando las luces del lugar comenzaban a apagarse lentamente. La muchacha salió justo antes de que todo quedara a oscuras, aunque permaneció una tenue iluminación en el escenario. Se corrió el telón y allí se encontraba la escenografía del famoso castillo de Talbot, donde la Reina se encontraba cautiva. Claire percibió un movimiento a sus espaldas, aunque lo desestimó al creer que alguien podía haberse confundido. Sin embargo, los minutos transcurrieron y se dio cuenta que no estaba sola, tenía a una persona a sus espaldas. Tragó saliva porque pudo percibir de quién se trataba. Giró la cabeza lentamente, prolongando su propia agonía. — ¿Qué haces aquí? —le reprochó, en un susurro casi inaudible, y aquella pregunta parecía haberse vuelto una constante entre ellos dos.
Se había visto tentada de aceptar su oferta y en el lapso de una semana, fue al hotel en varias oportunidades, en la mayoría de ellas regresó a mitad de camino, en una se quedó en la entrada y en la siguiente se animó a ingresar al vestíbulo. Pero nunca se anunció y terminó desistiendo de volver a verlo. Entendió que no era lo que su corazón quería. Claire estaba en busca de la armonía, porque le había costado muchas lágrimas lograrla, enfrentándose a prejuicios –propios y ajenos- con nada más que su dignidad como arma. Volver a caer en Stanislav, sería dar por tierra con todo lo que había logrado y, darse cuenta de que podía valerse por sí misma la ayudó a renunciar por completo. Pero eso no quitaba el hecho de lo asustada que la tenía la idea de que se llevaran a su hijo, de que la separaran de él, y por ello, estaba alerta y segura de que no le importaba su propio bienestar, solo proteger a su pequeño de su padre biológico y todos aquellos que lo rodeaban.
Aquel viernes, quince días después de la aparición de su antiguo amante, decidió tomarse un respiro. Se estrenaba Maria Stuart, el drama de Schiller que relataba los últimos días de María Estuardo, y que había sido un éxito en la corte de Weimar. Asistió acompañada por una doncella, dejando a Jerome a cuidado de sus padres, enfundada en un vestido azul metálico y solo unos pequeños pendientes de diamantes iluminándole el rostro, escondidos detrás de los bucles castaños que caían como una cascada sobre sus hombros y espalda. Se encontró con varios conocidos, que le enviaron saludos a su familia, y también con las miradas repletas de reproches y los cuchicheos detrás de los abanicos. Ya estaba acorazada, por lo que no se detuvo ni un solo instante a pensar en eso, y continuó su camino hacia el palco familiar con una copa de champagne en la mano.
—Ya puedes retirarte, Claudette. Gracias —dijo, una vez ubicada en el asiento y cuando las luces del lugar comenzaban a apagarse lentamente. La muchacha salió justo antes de que todo quedara a oscuras, aunque permaneció una tenue iluminación en el escenario. Se corrió el telón y allí se encontraba la escenografía del famoso castillo de Talbot, donde la Reina se encontraba cautiva. Claire percibió un movimiento a sus espaldas, aunque lo desestimó al creer que alguien podía haberse confundido. Sin embargo, los minutos transcurrieron y se dio cuenta que no estaba sola, tenía a una persona a sus espaldas. Tragó saliva porque pudo percibir de quién se trataba. Giró la cabeza lentamente, prolongando su propia agonía. — ¿Qué haces aquí? —le reprochó, en un susurro casi inaudible, y aquella pregunta parecía haberse vuelto una constante entre ellos dos.
Claire Lesauvage- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 23
Fecha de inscripción : 15/02/2017
Re: Mon manège à moi | Privado
Pues sí, Claire había tenido el descaro de retarlo, de desobedecerlo, de ignorar las muchas advertencias que le hizo. En dos días más regresaría a Rusia, el trono lo reclamaba y probablemente la próxima vez que visitara París ya lo hiciera como noble, y no de incógnito como esta vez. Y por Dios que no iba a irse con las manos vacías. La Casa de Rachmaninov necesitaba continuación, y no iba a dejar que ese deber y ese honor recayeran en el idiota de Georgiy, del que ni siquiera sabía su paradero.
No obstante, por ahora, había aceptado la sugerencia de uno de los pocos miembros de la corte que lo acompañó a ese viaje y fueron al teatro, a ver el estreno de Mary Stuart. Si bien Stanislav encontraba sentido en tratar de distraerse, simplemente no pudo. Tomó su lugar en un palco privilegiado y no podía quedarse quieto, se removía en su asiento o tamborileaba los dedos, se sentía ansioso. De ese modo oteó el recinto y la vio. La vio, ¡el descaro, el cinismo! Se puso de pie en ese instante.
—Su Maj… —El pobre acompañante ni siquiera pudo terminar cuando Stanislav ya le estaba dedicando una mirada furiosa. Tenían prohibido dirigirse así a él durante ese viaje—. Lo siento, Stanislav, ¿a dónde va?
—Quédate aquí. —Fue la simple orden del zar que aprovechó que las luces aún no se apagaban para recorrer el pasillo trasero que conectaba los palcos. Contó hasta llegar al que ocupaba ella y aguardó a que Claire se quedara sola y la penumbra lo reinara todo para poder entrar.
De inmediato supo que ella sabía que estaba ahí; no sólo por la magia que compartían, sino porque lo suyo era así de intenso, se amaron con fuerza, y se odiaban ahora con ese mismo arrojo. Se sentó detrás y cuando ella se giró, le sonrió aunque en sus ojos reflejaban un enojo que podía ser perjudicial incluso para él.
—Pareciera que no te alegras de verme —respondió en voz baja, inclinándose al frente para poder hablar y entenderse mejor—. Con que esto es lo que haces en lugar de cuidar a tu hijo. Nuestro hijo. Próximo heredero de la corona rusa, si no fueras tan necia… —continuó. Sonó como una víbora siseante entre la hierba, lista para atacar—. Pero, ¿sabes? Me alegro que al fin te hayas separado de él, así cuando regreses, que su desaparición no sea una sorpresa. —La saña, el encono, todo podía palparse en esas palabras dichas en susurros.
Abrió ligeramente más los ojos y se hizo hacia atrás, para quedar recargado en su asiento. Estaba blofeando, esa era la realidad, no había planeado el secuestro de Jerome, ni siquiera sabía que Claire iba a estar ahí esa noche, pero no le iba a dejar saber eso a la mujer.
—Vamos, querida, pon atención a la obra, es de mala educación interrumpir a los actores —continuó con ironía y gesticuló hacia el escenario, donde la puesta en escena seguía su curso, ajena a lo que se estaba llevando a cabo en ese balcón.
Última edición por Stanislav Rachmaninov el Vie Ago 03, 2018 6:13 pm, editado 1 vez
Stanislav Rachmaninov- Hechicero/Realeza
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Fecha de inscripción : 14/07/2016
Localización : París
Re: Mon manège à moi | Privado
El descaro de aquel desgraciado no paraba de sorprenderla. Por mucho que Claire se hubiese acostumbrado a sus ridiculeces, que apareciese en aquel lugar y se tomase el atrevimiento de sentarse junto a ella, sólo daba cuentas de lo desequilibrado que estaba. Era la única explicación racional que la hechicera encontraba. Nadie en sus cabales actuaría con aquella desfachatez. El narcisismo, concluyó, debía de ser algún trastorno mental que estaba afectándolo en demasía. Su egocentrismo la exasperaba, y por mucho que intentó disimularlo, volteó para mirarlo de frente, aún incrédula de ser protagonista de aquel cuadro lamentable, que se desarrollaba en paralelo con aquella obra aclamada por la crítica. Una vez más, no daba crédito a lo que emanaba de la boca del zar; su veneno la exasperaba. Claire se terminó preguntando por qué la odiaba tanto y por qué estaba decidido a destruirla. No había sido suficiente con abandonarla embarazada, con haber mancillado su buen nombre ante la sociedad, con haberla convertido en la comidilla de sus pares. Ella lo había amado y, tal vez, muy en el fondo, continuaba haciéndolo, y ese, tal vez, era el mayor de sus errores.
—No creo en ninguna de tus mentiras —susurró. Íntimamente, la aterraba la idea de que él enviase a secuestrar a Jerome, pero estaba segura de que Stanislav no era capaz de eso. El ruso se lo arrancaría de los brazos, no aprovecharía su ausencia. —Mi hijo está al cuidado de mis padres, nadie lo tocará estando ellos de por medio —y de eso estaba segura. Ambos eran grandes hechiceros y, por sobre todas las cosas, adoraban a su nieto, y darían la vida por él antes de permitir que se lo llevaran. —Así que si tienes por objetivo arruinar mi noche, no es necesario que inventes una historia. Tu sola presencia es suficiente para desear no haber salido de mi hogar —ahora fue su turno de acomodarse en su asiento. Ciertamente, no estaba feliz de la violencia con la que se expresaba, no era ese tipo de persona.
A Claire, un terrible dolor de cabeza comenzó a aquejarla. Se llevó ambas manos a las sienes y las masajeó con suavidad, apretando los ojos, hasta que comenzó a relajarse. Ya había perdido el hilo de la obra. Tanto entusiasmo, se había visto frustrado por la indeseable aparición del padre de su hijo. Le apetecía, cada segundo un poco más, levantarse e irse, pero no quería entregarles un cotilleo más a las damas y caballeros de la alta sociedad, que bastante le habían carcomido el cuero a lo largo de ese tiempo. Debería soportar, con estoicismo, aquel lugar de vergüenza en el que el Zar volvía a colocarla. La tenía a su merced, rehén de sus propias estructuras y del apellido que con tanto honor portaba, y que no quería continuar ensuciando. Volvió a girarse para observarlo, parecía tan dueño de sí, que Claire se debatía entre abofetearlo o besarlo.
— ¿Qué logras con todo esto? Vete, Stanislav —hablaba en un murmullo tan bajo que sólo él podía escucharla. Había aprendido de discreción. —Ve a donde te necesiten o a donde te quieran, pero deja en paz a mi hijo y déjame en paz a mí. No te alcanzó con haber revolcado por el barro mi dignidad y la de mi familia; has regresado dispuesto a dar tu golpe final y aniquilarme por completo —no había dramatismo en su voz, pero estaba visiblemente enojada. — ¿Qué quieres de mí? Porque no es a Jerome, él no te importa —y, aunque no estaba dispuesta a confesarlo, eso era lo único que, verdaderamente, le dolía.
—No creo en ninguna de tus mentiras —susurró. Íntimamente, la aterraba la idea de que él enviase a secuestrar a Jerome, pero estaba segura de que Stanislav no era capaz de eso. El ruso se lo arrancaría de los brazos, no aprovecharía su ausencia. —Mi hijo está al cuidado de mis padres, nadie lo tocará estando ellos de por medio —y de eso estaba segura. Ambos eran grandes hechiceros y, por sobre todas las cosas, adoraban a su nieto, y darían la vida por él antes de permitir que se lo llevaran. —Así que si tienes por objetivo arruinar mi noche, no es necesario que inventes una historia. Tu sola presencia es suficiente para desear no haber salido de mi hogar —ahora fue su turno de acomodarse en su asiento. Ciertamente, no estaba feliz de la violencia con la que se expresaba, no era ese tipo de persona.
A Claire, un terrible dolor de cabeza comenzó a aquejarla. Se llevó ambas manos a las sienes y las masajeó con suavidad, apretando los ojos, hasta que comenzó a relajarse. Ya había perdido el hilo de la obra. Tanto entusiasmo, se había visto frustrado por la indeseable aparición del padre de su hijo. Le apetecía, cada segundo un poco más, levantarse e irse, pero no quería entregarles un cotilleo más a las damas y caballeros de la alta sociedad, que bastante le habían carcomido el cuero a lo largo de ese tiempo. Debería soportar, con estoicismo, aquel lugar de vergüenza en el que el Zar volvía a colocarla. La tenía a su merced, rehén de sus propias estructuras y del apellido que con tanto honor portaba, y que no quería continuar ensuciando. Volvió a girarse para observarlo, parecía tan dueño de sí, que Claire se debatía entre abofetearlo o besarlo.
— ¿Qué logras con todo esto? Vete, Stanislav —hablaba en un murmullo tan bajo que sólo él podía escucharla. Había aprendido de discreción. —Ve a donde te necesiten o a donde te quieran, pero deja en paz a mi hijo y déjame en paz a mí. No te alcanzó con haber revolcado por el barro mi dignidad y la de mi familia; has regresado dispuesto a dar tu golpe final y aniquilarme por completo —no había dramatismo en su voz, pero estaba visiblemente enojada. — ¿Qué quieres de mí? Porque no es a Jerome, él no te importa —y, aunque no estaba dispuesta a confesarlo, eso era lo único que, verdaderamente, le dolía.
Claire Lesauvage- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 23
Fecha de inscripción : 15/02/2017
Re: Mon manège à moi | Privado
—Ah, entonces mi trabajo aquí está hecho —dijo campante y triunfal cuando ella dijo que le había arruinado la noche. Sonrió con descaro, entrelazó las manos en el regazo y se recargó con desfachatez en el asiento. Para fortuna de ambos, eran los únicos ocupantes del palco, se preguntó si sería el reservado para los Lesauvage, pues sabía de la importancia de esa familia, no en vano Chaadayev había mandado a Georgiy a diezmarlos, y luego a él. Claro, todo había salido pésimamente y ahora ahí estaban.
Rio por lo bajo, no dejó de mirarla aun cuando ella se volteó momentáneamente, y sabía que Claire podía sentir sus ojos clavados en su nuca, lacerantes y eternos, una pesadilla que no se va ni cuando despiertas. Stanislav lo sabía, ¿cómo? Porque eso era ella para él también y aunque no le nagara, o ambos lo negaran, se conocían demasiado bien.
Era ella, sólo ella, quien había visto al zar en su momento más vulnerable, y por ello la odiaba, y por ello la amaba también. Derrotado, sin su reino, pedido, sólo encontró consuelo y refugio en esos brazos; en sus momentos más íntimos de reflexiones, aceptaba que todavía lo hacía, que la deseaba, que la quería, que era un dolor de cabeza y aun así la necesitaba a su lado. Qué patético se sentía en esos momentos, tan débil nuevamente.
Claro, no dejaba que nada de ello se reflejara en su rostro cínico, con esos ojos hechos para la guerra y esa sonrisa afilada como espada. Ese era Stanislav II Rachmaninov, el joven zar que iba a arreglar los desperfectos de su imperio.
Arqueó una ceja cuando ella volteó una vez más y se inclinó al frente para escucharla mejor, dejando sus rostros muy cerca en las penumbras.
—No —respondió tajante y se puso de pie, pero sólo para escabullirse en la oscuridad hasta otro asiento, uno junto a Claire—, nuestro hijo en realidad no me importa, pero eso es irrelevante, lleva mi sangre, es el heredero legítimo del Imperio Ruso, no pretendas que deje que esté aquí, contigo, sin que sepa eso —habló con el mismo tono que ella utilizó, bajo y conciso. Su atención parecía concentrada en la obra, pero en realidad no sabía qué rayos estaba sucediendo en el escenario.
—¿Qué quiero de ti? —Volvió el rostro hacia ella y le sonrió con malicia—. Está bien, Claire, aquí va… sé mi reina, sé mi zarina, sé mi emperatriz, si eso es lo que hace falta para que Jerome se convierta en mi heredero, que así sea, peores cosas he tenido que pasar, a peores cosas he sobrevivido, puedo sobrevivirte a ti. —La miró directo a los ojos, con los labios apretados y con la boca formando una línea recta en su rostro; con la música de la obra allá abajo, un zumbido que carecía de sentido en ese instante para él. El mundo entero pareció ser un borrón de tinta en una vieja hoja, algo inteligible, sólo podía leer lo que tenía enfrente, a Claire.
Y es que en ese gesto en extremo serio, casi solemne, estoico y eso sí, muy acongojado, con la mandíbula apretada, el ceño ligeramente fruncido y los ojos fijos en los de ella, le decía mucho más. Le decía que ella, mejor que nadie sobre la faz de la Tierra, sabía a lo que se refería, porque cuando más mal se sentía, Stanislav lloraba en sus brazos y le hablaba de las cosas horribles que Chaadayev lo obligó a hacer, le contaba de las masacres que cometió, le contaba de cómo el imperio de su familia estaba en manos de un monstruo. Le decía, con voz queda, en susurros y sollozos, cómo aquel vampiro mató a todos los Rachmaninov frente a sus ojos, uno a uno, excepto él y Georgiy.
No apelaba a su lástima, a decir verdad, no sabía a qué estaba recurriendo ahora. A su historia compartida, que aunque fue breve, trajo como resultado a Jerome, heredero legítimo de la corona rusa.
Última edición por Stanislav Rachmaninov el Miér Oct 03, 2018 8:13 pm, editado 1 vez
Stanislav Rachmaninov- Hechicero/Realeza
- Mensajes : 36
Fecha de inscripción : 14/07/2016
Localización : París
Re: Mon manège à moi | Privado
Le revolvió las entrañas que Stanislav le dijera que Jerome no le importaba. Le lastimó lo más profundo del alma, porque su hijo era un niño maravilloso, bueno, simpático, que podría haber sanado el alma oscura del Zar. Claire debió hacer un esfuerzo sobrehumano para sofocar el llanto, para contener las lágrimas que por una milésima de segundo le anegaron los ojos. Agradeció la casi absoluta oscuridad que los envolvía y que le ocultaba la expresión de angustia que le atravesó el rostro por un instante. Él, que la conocía como a la palma de su mano, con un poco más de iluminación, se habría dado cuenta de lo hondo que calaron sus palabras. Ese desgraciado seguía teniendo el poder de destruirla, de derrumbarla, y todo porque lo había amado como se ama una sola vez. La hechicera sabía, perfectamente, que nunca más volvería a sentir algo semejante a lo que el ruso le había inspirado. Claire le había dado lo mejor de sí, le había entregado su alma envuelta en un terciopelo, y él la había hecho añicos. Sólo en ese momento fue consciente del daño profundo que le había provocado.
—No tienes pruebas de que sea tu hijo —respondió, combativa. —Si quieres quitármelo, diré que es hijo de cualquier otro. Él no es el heredero a ningún trono. Es mío, mío y de nadie más —susurró, antes de desviarle la mirada y dirigir su vista a la obra, que se había convertido en un cúmulo deforme que emitía un ruido ensordecedor.
Aquella situación la estaba sobrepasando. El rencor que le bullía la sangre, le recorría la totalidad del cuerpo y le había dado un calor espantoso. Estaba ahogada, le costaba respirar. Todas las capas de parsimonia se habían desintegrado una a una. Estaba alterada, y la forma en que apretaba el abanico la delataba. Mantenía el rostro serio, sólo para que nadie que decidiera fijarse en ella descubriera lo que se estaba desarrollando en aquel palco. La impunidad de Stanislav la desencajaba, no tenía límites. ¡Qué lejos estaba de aquel muchacho que ella conoció! Le había barrido las lágrimas con besos, lo había amado con su cuerpo y con su alma para ayudarlo a extinguir a los fantasmas del pasado, le había prestado su espalda para convertirla en su fortaleza. Y él la había humillado como si todas las vivencias compartidas no hubieran existido. Odiaba a aquel hombre con la misma fuerza con la que lo había amado tiempo atrás.
Y a pesar de creer que nada que viniera de él podría seguir sorprendiéndola, las revelaciones que se dieron a continuación casi le arrancan una carcajada. ¿Su zarina? ¿Le estaba proponiendo matrimonio? ¿Qué clase de jugarreta era aquella? Estaba tomándola por estúpida, estaba subestimando su inteligencia. En el pasado en común, aquellas habían sido las palabras más esperadas, las que de tanto desearlas le habían impedido conciliar el sueño, las que quería escuchar después del éxtasis. Ahora se habían convertido en un total absurdo. Le sostuvo la mirada y vio desaparecer la sonrisa cínica. La seriedad y la belleza del rostro de Stanislav estuvieron a punto de hacerla claudicar, luego vio que ella tenía el poder.
—La sola idea de convertirme en tu mujer me hace desear una muerte lenta y dolorosa —ésta vez fue ella la que se acercó y le susurraba al oído. —Me repugnas, Stanislav. Me das asco. Deseo, como pocas cosas, que desaparezcas, que te trague el Infierno del que saliste y nos dejes en paz a mi hijo y a mí. No somos parte de tu vida, como tú tampoco lo eres de la nuestra. Búscate una furcia o una doncella, hazle parir veinte herederos y muérete viejo y tranquilo de haber perpetuado tu estirpe maldita —alzó la mano y lo tomó del mentón, para girarlo suavemente. —Te odio —murmuró, con sus labios rozando los del zar. Y a pesar de haber querido sentirse satisfecha, lo único que apareció en un pecho fue una roca muy pesada.
—No tienes pruebas de que sea tu hijo —respondió, combativa. —Si quieres quitármelo, diré que es hijo de cualquier otro. Él no es el heredero a ningún trono. Es mío, mío y de nadie más —susurró, antes de desviarle la mirada y dirigir su vista a la obra, que se había convertido en un cúmulo deforme que emitía un ruido ensordecedor.
Aquella situación la estaba sobrepasando. El rencor que le bullía la sangre, le recorría la totalidad del cuerpo y le había dado un calor espantoso. Estaba ahogada, le costaba respirar. Todas las capas de parsimonia se habían desintegrado una a una. Estaba alterada, y la forma en que apretaba el abanico la delataba. Mantenía el rostro serio, sólo para que nadie que decidiera fijarse en ella descubriera lo que se estaba desarrollando en aquel palco. La impunidad de Stanislav la desencajaba, no tenía límites. ¡Qué lejos estaba de aquel muchacho que ella conoció! Le había barrido las lágrimas con besos, lo había amado con su cuerpo y con su alma para ayudarlo a extinguir a los fantasmas del pasado, le había prestado su espalda para convertirla en su fortaleza. Y él la había humillado como si todas las vivencias compartidas no hubieran existido. Odiaba a aquel hombre con la misma fuerza con la que lo había amado tiempo atrás.
Y a pesar de creer que nada que viniera de él podría seguir sorprendiéndola, las revelaciones que se dieron a continuación casi le arrancan una carcajada. ¿Su zarina? ¿Le estaba proponiendo matrimonio? ¿Qué clase de jugarreta era aquella? Estaba tomándola por estúpida, estaba subestimando su inteligencia. En el pasado en común, aquellas habían sido las palabras más esperadas, las que de tanto desearlas le habían impedido conciliar el sueño, las que quería escuchar después del éxtasis. Ahora se habían convertido en un total absurdo. Le sostuvo la mirada y vio desaparecer la sonrisa cínica. La seriedad y la belleza del rostro de Stanislav estuvieron a punto de hacerla claudicar, luego vio que ella tenía el poder.
—La sola idea de convertirme en tu mujer me hace desear una muerte lenta y dolorosa —ésta vez fue ella la que se acercó y le susurraba al oído. —Me repugnas, Stanislav. Me das asco. Deseo, como pocas cosas, que desaparezcas, que te trague el Infierno del que saliste y nos dejes en paz a mi hijo y a mí. No somos parte de tu vida, como tú tampoco lo eres de la nuestra. Búscate una furcia o una doncella, hazle parir veinte herederos y muérete viejo y tranquilo de haber perpetuado tu estirpe maldita —alzó la mano y lo tomó del mentón, para girarlo suavemente. —Te odio —murmuró, con sus labios rozando los del zar. Y a pesar de haber querido sentirse satisfecha, lo único que apareció en un pecho fue una roca muy pesada.
Claire Lesauvage- Hechicero Clase Alta
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Fecha de inscripción : 15/02/2017
Re: Mon manège à moi | Privado
Se mantuvo atento y muy cerca de ella. No era idiota, sino todo lo contrario, sabía que Claire no iba a lanzarse a sus brazos ante su patética petición de matrimonio que ni siquiera fue tal cual en forma, apenas un atisbo de ello, una promesa rota y dicha con más saña que con amor.
Dilató las fosas nasales y dejó escapar el aire con todo el enojo contenido, como un Toro de Falaris. La escuchó aunque en ese instante quiso llamar a toda su guardia real para que se la llevaran fuera de su vista y luego la decapitaran frente al pueblo ruso y sirviera de lección. Pero hasta Stanislav sabía que eso era una falacia, una mentira que se estaba contando a sí mismo, que a pesar de las palabras amargas que Claire estaba escupiendo en su rostro, lo único que quería hacer era besarla en ese instante, tomarla ahí mismo en ese palco, sin importarle quién pudiera verlos. O es más, con la esperanza de ser descubiertos y que así quedara el vestigio de esa pasión rabiosa que compartían. Porque a Stanislav le gustaba creer que detrás del escarnio, la mujer aún recordaba las muchas noches que pasaron juntos.
Hasta unos segundos antes de que ella terminara, Stanislav creyó que iba a poder aguantar el arrebato, pero fue como si le partieran un hueso en dos sitios diferentes. Primero escucharla hablar sobre su linaje, luego escucharla decir que lo odiaba. Abrió ligeramente más los ojos y la tomó con fuerza de una mano, la que tuvo a su alcance y apretó con fuerza la muñeca.
—No —dijo entre dientes—, tú no me odias. Odias lo que represento. Sé cómo es eso, yo también odio todo lo que representas. —No hubo sarcasmo ni burla en su voz, era la verdad pura que brotaba de su boca real como sangre azul.
Porque Claire representaba su miedo a querer y perder, su miedo a ser débil, su miedo a fracasar como zar, su miedo a ser vulnerable. Brevemente pensó en el tonto de Georgiy, ¿no era precisamente en esa suavidad que su primo tenía, donde triunfaba sobre él? Se mordió un labio antes de jalarla con violencia hacia sí y juntar sus labios con los de ella. Un beso hambriento, mordió su boca, lo mismo con intención de dañar que de perdurar en la sensación que iba a dejar con su brusquedad.
—Sé que no me odias —dijo contra la boca ajena—, porque yo no te odio a ti. —Sólo así, sin mirarla a los ojos, en un susurro amortiguado por la música y en medio de la penumbra, Stanislav era capaz de soltar tal declaración. Era una forma velada, oculta de decirle que en verdad la había amado, y aún lo hacía como el pobre hombre roto que era.
Se separó un poco y la miró a los ojos, pero fue breve. Un segundo más tarde, ya estaba de pie, acomodándose la camisa dentro del pantalón y el moño de la corbata. Con esa estampa quedaba claro quién era, el Zar del Imperio más grande de Europa. Volvió el rostro hacia ella. Su expresión era insondable.
—Te quiero a ti y a Jerome para gobernar —declaró. Dijo «quiero» cuando en realidad quiso decir «necesito»—. Prepara todo, me marcho en un par de días, y tú y nuestro hijo, se irán conmigo. —No era una petición, fue una orden. Se encaminó a la puerta del palco, pero antes de salir, le dedicó una nueva mirada.
—Sobre ti pesaría la caída del imperio más poderoso, ¿serías capaz de cagar con eso? —preguntó muy serio, con las facciones oscurecidas y no por la escasa luz, sino por algo más poderoso, más hondo, algo inherente, como si de él emanaran sombras.
Última edición por Stanislav Rachmaninov el Miér Feb 27, 2019 10:51 pm, editado 1 vez
Stanislav Rachmaninov- Hechicero/Realeza
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Fecha de inscripción : 14/07/2016
Localización : París
Re: Mon manège à moi | Privado
Alternó la mirada entre el rostro de Stanislav y su propia muñeca, que el Zar apretaba con fiereza. Por un instante luchó por zafarse, pero llamaría la atención y sería un escándalo, y ya estaba muy cansada del qué dirán. No quería que a sus padres les llegara la mentira de que estaba encamándose nuevamente con el hombre que la había abandonado, dejándola preñada y usada para que nadie más la quisiera. Los Lesauvage no se lo perdonarían y no estaba dispuesta a su repudio. Podría soportar cualquier cosa, menos el odio de sus padres, por los cuales practicaba una devoción y gratitud eternas. Ellos, cuando el mundo puso sus ojos sobre ella y sobre su vientre abultado, levantaron una fortaleza y la protegieron de todo mal. La aceptaron con la mancha de la vergüenza a cuestas, y amaron al hijo que gestaba desde el primer momento. Entregarse a Stanislav o armar un lamentable espectáculo con él frente a toda esa gente, era un acto de traición absoluta.
Sin embargo, las palabras del ruso le cachetearon los sentidos. Eran tan ciertas, que una parte de Claire gritaba con fuerza que se callara, que era una mentira, ella lo odiaba por haberla desamparado, no por representar aquello que la hacía débil. Los ojos se le anegaron de lágrimas. No quería seguir escuchándolo, ya no lo soportaba. No toleraba sus propios deseos de besarlo, de abrirse para él como una flor en primavera. Y a pesar de no haberlo correspondido, agradeció que la besara con aquella autoridad, marcándola. Todo el cuerpo de Claire experimentó un momento de tensión y luego se relajó, porque las palabras eran más fuertes que aquel beso, y que él admitiera que no la odiaba –cuando ella se había creído su propia historia de que la odiaba y por eso se había ido- era mucho más de lo que podía soportar. Podía lidiar con su odio, mas no con su amor.
—Sí te odio —susurró, aunque lo dijo en voz tan baja que, seguramente, él no la había escuchado. Lo odiaba, sí que lo odiaba; y también lo adoraba con todo su ser. Lo odiaba por no poder arrancárselo del alma y de la piel, y se odiaba a sí misma por engañarse, por no asumir sus propios sentimientos por un ego estúpido que estaba tan pisoteado como las alfombras del teatro que los había reunido.
Cuando Stanislav se separó y se paró, Claire lo contempló con los ojos bien abiertos. La mujer tenía la respiración agitada, y el corazón y los labios le latían fuertemente. Se llevo los dedos a la boca, que no lograba desprenderse de la sensación del beso del Zar. Lo estudió mientras se acomodaba la ropa, y regresó al mundo real cuando habló. Sus frases le devolvieron el orgullo marchito, y se envaró rápidamente, sin dar crédito a lo que estaba escuchando. Ni su hijo ni ella eran una mercancía, que él se llevaría de un lado a otro. Y pensó en Olenka, que cargó toda su vida con el peso de haber sido la querida del Zar ruso. A ella no le pasaría lo mismo.
Se sonrió antes de ponerse de pie y acercarse a él una vez más. Quedaban ocultos en la oscuridad de ese sector del palco. Colocó su mano derecha en el medio del pecho de Stanislav y lo puso contra la pared. Acercó su rostro a escasos centímetros y resistió la tentación de su aroma.
—Si tu imperio cae, será por tu propia impericia, no por mi culpa —le rozó los labios con los propios e inspiró. Ésta vez, fue ella la que lo besó con salvajismo. Pero fue fugaz, ella también quería que la recordara. —No me iré de Francia convertida en tu amante y no permitiré que Jerome sea tu bastardo. Del único modo que nos sacarás de París es si llevamos tu apellido, si nos conviertes en tu familia legalmente. Sé que no serías capaz de eso, porque me temes. Le tienes tanto miedo a lo que te hago sentir, como yo a lo que tú me haces sentir —estiró su mano hacia el picaporte, sacando provecho de tener la atención del Zar. Abrió la puerta y lo empujó hacia fuera. —Ahora vete. No quiero volver a verte —y la cerró contra el rostro del hechicero.
Sin embargo, las palabras del ruso le cachetearon los sentidos. Eran tan ciertas, que una parte de Claire gritaba con fuerza que se callara, que era una mentira, ella lo odiaba por haberla desamparado, no por representar aquello que la hacía débil. Los ojos se le anegaron de lágrimas. No quería seguir escuchándolo, ya no lo soportaba. No toleraba sus propios deseos de besarlo, de abrirse para él como una flor en primavera. Y a pesar de no haberlo correspondido, agradeció que la besara con aquella autoridad, marcándola. Todo el cuerpo de Claire experimentó un momento de tensión y luego se relajó, porque las palabras eran más fuertes que aquel beso, y que él admitiera que no la odiaba –cuando ella se había creído su propia historia de que la odiaba y por eso se había ido- era mucho más de lo que podía soportar. Podía lidiar con su odio, mas no con su amor.
—Sí te odio —susurró, aunque lo dijo en voz tan baja que, seguramente, él no la había escuchado. Lo odiaba, sí que lo odiaba; y también lo adoraba con todo su ser. Lo odiaba por no poder arrancárselo del alma y de la piel, y se odiaba a sí misma por engañarse, por no asumir sus propios sentimientos por un ego estúpido que estaba tan pisoteado como las alfombras del teatro que los había reunido.
Cuando Stanislav se separó y se paró, Claire lo contempló con los ojos bien abiertos. La mujer tenía la respiración agitada, y el corazón y los labios le latían fuertemente. Se llevo los dedos a la boca, que no lograba desprenderse de la sensación del beso del Zar. Lo estudió mientras se acomodaba la ropa, y regresó al mundo real cuando habló. Sus frases le devolvieron el orgullo marchito, y se envaró rápidamente, sin dar crédito a lo que estaba escuchando. Ni su hijo ni ella eran una mercancía, que él se llevaría de un lado a otro. Y pensó en Olenka, que cargó toda su vida con el peso de haber sido la querida del Zar ruso. A ella no le pasaría lo mismo.
Se sonrió antes de ponerse de pie y acercarse a él una vez más. Quedaban ocultos en la oscuridad de ese sector del palco. Colocó su mano derecha en el medio del pecho de Stanislav y lo puso contra la pared. Acercó su rostro a escasos centímetros y resistió la tentación de su aroma.
—Si tu imperio cae, será por tu propia impericia, no por mi culpa —le rozó los labios con los propios e inspiró. Ésta vez, fue ella la que lo besó con salvajismo. Pero fue fugaz, ella también quería que la recordara. —No me iré de Francia convertida en tu amante y no permitiré que Jerome sea tu bastardo. Del único modo que nos sacarás de París es si llevamos tu apellido, si nos conviertes en tu familia legalmente. Sé que no serías capaz de eso, porque me temes. Le tienes tanto miedo a lo que te hago sentir, como yo a lo que tú me haces sentir —estiró su mano hacia el picaporte, sacando provecho de tener la atención del Zar. Abrió la puerta y lo empujó hacia fuera. —Ahora vete. No quiero volver a verte —y la cerró contra el rostro del hechicero.
Claire Lesauvage- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 23
Fecha de inscripción : 15/02/2017
Re: Mon manège à moi | Privado
Creyó que ahí iba a acabar todo, pero como era siempre cuando se trataba de Claire, Stanislav se equivocó muy a su pesar. Ni siquiera pudo corresponder el beso, porque todo fue demasiado rápido, tal vez no lo notó, o sí, pero a pesar de la rabia y el encono en ambos besos que acababan de darse, había algo más, mucho más que, al menos él, era demasiado cobarde para admitir. Decirle en voz alta que no la odiaba era ya un gran paso, a pesar de lo que ella se empeñara en decir, que sí, que sí lo odiaba.
Nadie que odia con la intensidad que ellos juraban hacerlo podía besar así, era así de sencillo, así de claro. Sólo se engañaban. Al menos, por su lado, el emperador ya lo había admitido en un plano consciente, aunque no lo expresara con palabras. Quiso refutar, volver a besarla, obligarla a irse con él esa misma noche, pero para cuando reaccionó, ella ya estaba diciendo aquello, eso de unirla de manera legal y ante el mundo a él, para luego sacarlo del palco.
Se quedó estupefacto unos segundos y estuvo tentado a tocar con todas sus fuerzas la puerta ahora cerrada, hacer acallar la música en el escenario con sus gritos, pero decidió que no, que por ahora no era lo correcto. Se llevó una mano a la boca y el recuerdo de la de Claire vino rampante, de lo que acababa de pasar, pero también de las muchas veces que compartieron la cama, tantas que en una de ellas, inevitablemente, le engendró un hijo.
¿Por quién lo tomaba? Claro que había bastardos que habían llegado a reinar, el rey de Italia era uno, ¿no? Pero por la dinastía Stanislav que él no iba a manchar de ese modo a su familia y a su patria. No obstante, esa conversación la tendrían en otra ocasión.
Comenzó a caminar por el pasillo que unía a los palcos y de inmediato, dos miembros de su corte se le unieron, habían estado escondidos por petición del propio zar.
—¿Cuándo partiremos? —preguntó uno.
Stanislav se detuvo y se giró hacia sus dos lacayos, que hicieron lo mismo y lo miraron confundidos.
—Primero, tendrán que organizar una boda. No es lo que el pueblo ruso querría, que su zar se case en París, pero así son las cosas —anunció—, más tarde podremos darle un espectáculo a nuestra gente —aclaró. Sólo Claire era capaz de mover los protocolos reales de esa manera.
Después de la inesperada noticia, Stanislav y los otros dos siguieron su camino hasta dejar el teatro, minutos más tarde, una ovación se escuchó desde el interior; la obra había terminado.
TEMA FINALIZADO.
Stanislav Rachmaninov- Hechicero/Realeza
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Fecha de inscripción : 14/07/2016
Localización : París
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