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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Emanuele d'Ancona Dom Mayo 13, 2018 7:12 am

Ya habían pasado varios meses desde su boda con la hija de los Fontaine y la vida de Emanuele, al fin, había encontrado su rutina. Puede que no fuera una que a él le agradara en exceso, pero los vaivenes de las primeras semanas ya habían quedado atrás. Tras el enlace, la nueva pareja había estado todo un mes de luna de miel recorriendo el sur de Francia y el norte de Italia, visitando a los amigos y familiares de Emanuele que no pudieron asistir a la boda. Él quería, además, que su mujer conociera la tierra que lo había visto nacer, puesto que, en su fuero interno, deseaba que a Élise le gustara tanto aquello que le propusiera trasladar su residencia actual a las cálidas tierras del sur. Sabía que eso era algo difícil, si no imposible, puesto que los negocios del difunto señor Fontaine —de los que ahora se hacía cargo Emanuele— estaban en París y no había manera de gestionarlos como debía viviendo a tantos kilómetros de distancia.

Durante esas semanas que duró el viaje, Emanuele se sintió extrañamente liberado, pero, a la vez, añoraba profundamente la casa donde había dejado a Pierina. Al no tenerla cerca no tenía necesidad de controlar sus sentimientos o las ganas de estrecharla contra su pecho después de sentarla en su regazo. Se sentía libre, sí, pero no era feliz. Que Élise fuera una mujer tremendamente encantadora, cariñosa y bella no ayudaba, en absoluto, puesto que lo único que conseguía era hacer que Emanuele se sintiera ruin y miserable. Ella no se merecía un esposo así, ni él que ella lo venerara como si fuera un dios del olimpo. Pierina tampoco le merecía, ni ninguna otra mujer en la faz de la tierra. Emanuele d’Ancona se sentía un ser despreciable que no se conformaba con lo que tenía pero no era capaz de ponerle remedio.

La vuelta a París fue bastante dura para él. Había dejado atrás el cálido sol de la región del Véneto para adentrarse de lleno en las calles sucias y ruidosas de la capital. Regresar significaba, también, que debía comenzar a tener reuniones con los asesores del difunto señor Fontaine para ponerse al día sobre los negocios de la familia —ahora, su familia—, lo que apenas le dejaba tiempo para relajarse y estar con los suyos. Esos momentos libres eran demandados por Élise, como era de esperar, así que los ratos en los que se quedaba a solas con Pierina eran escasos y, como siempre, clandestinos.

Hola, cariño —saludó Emanuele cuando Élise entró en el salón.

Dejó, sobre la mesa del café, los papeles que tenía entre manos y se acercó a ella para darle un pequeño beso en los labios. Ella le correspondió gustosa, pero lo cierto fue que la caricia le supo a poco. No dijo nada porque era plenamente consciente de la presión a la que, día sí y día también, estaba sometido su marido. Lo que no sabía era que su falta de interés hacia ella no se debía exclusivamente al trabajo, como pensaba.

Mi madre quiere ir a visitar a una tía suya que no pudo venir a la ceremonia —dijo, pasándole las manos en torno a la cintura—. Es mayor y vive lejos, y los preparativos fueron demasiado rápidos como para que se preparara para un viaje así. Tiene muchas ganas de conocerte, Emanuele, y lo cierto es que hace mucho tiempo que no la veo. —Se mordió el labio y lo miró, suplicante—. Había pensado que podríamos acompañar a madre y tomarnos unas pequeñas vacaciones. Trabajas demasiado, amor mío, y nos vendría tan bien una escapada… Saldríamos mañana, ¿qué dices?

Emanuele se separó con suavidad y miró los papeles que tenía sobre la mesa. No podía ir, eso estaba claro, principalmente, porque en los días próximos tenía varias reuniones que tenía que atender; el otro motivo entraba en ese momento por la puerta con un carrito sobre el que transportaba el café cargado que había pedido. En el momento en el que Emanuele miró a Pierina, sus ojos brillaron como dos soles. Le hizo un gesto con la mano para que no se marchara y se volvió a su esposa.

No puedo ir, Élise —contestó, para disgusto de ella—. Tengo varias reuniones que no puedo posponer, ya lo he hecho con algunas y no me darán más oportunidades —mintió—. Además, tengo muchísimos papeles que estudiar y revisar todavía, y no me iré a gusto sabiendo el trabajo que me queda por hacer. —Ella hizo un mohín y él le envolvió el rostro con las manos—. Pero ve con tu madre, te vendrá bien. Has permanecido en casa desde que volvimos de Italia y no creo que eso sea sano para nadie.

Élise suspiró.

Supongo que tienes razón —dijo—. Iré a preparar mi equipaje, entonces.

Besó a su esposo poniéndose de puntillas y salió del salón, directa a su dormitorio. Emanuele esperó a que comenzara a subir las escaleras para acercarse a Pierina.

Gracias por traérmelo —dijo, tomando la taza y dando un sorbo al café—. No esperaba que ella fuera a estar aquí, perdona. ¿Cómo estás?
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Mensaje por Pierina Varzi Miér Mayo 23, 2018 12:34 am

-Susan, ve ya al mercado o no llegarás a conseguir las mejores frutas. Filippa, repasa los vidrios de la sala de música que con el temporal de anoche han de estar en penoso estado. Pierina, haz un café para el señor d’Ancona y llévaselo. ¿Sabes como lo prefiere? Bien cargado. –La señorita Helker, con su voz incuestionable, impartió las órdenes.

-Yo puedo ir al mercado –se ofreció Pierina, mordiéndose la lengua para no gritar con todas sus fuerzas que sabía muy bien cómo le gustaba el café a Emanuele-, que Filippa le lleve al señor su café y…

-¡De ninguna manera, muchacha! –respondió la mujer, acercándose demasiado a Pierina-. ¿Hace falta recordar que la última vez compraste toda la verdura mala del mercado? Tiramos comida por tu descuido, Pierina. Anda, rápido, haz el café del señor. Todas, a trabajar –instó antes de dar media vuelta y salir de la sala de servicio.

Pese a que odiaba su situación, Pierina amaba a Emanuele y en esa taza de café volcó todo ese amor. Preparó con detalle la bandeja, en la que puso también unas galletas de limón, y la apoyó en el carrito –al que le hacía falta un poco de grasa en las ruedillas pues comenzaban a chillar- y se dirigió al salón en el que él estaba, deseando llevar puesto un hermoso vestido, de esos que la señora Élise tenía en su ostentoso guardarropas -ella misma los había visto y envidiado mientras limpiaba su recamara-, y no la ropa de trabajo que hacía que luciese igual a todas sus compañeras.

Si había algo que no quería ver, eso era a Emanuele y su esposa hablando a solas. Eran perfectos juntos, si Pierina no fuese Pierina sin dudas diría que jamás había visto a un matrimonio más hermoso. Pero Pierina era Pierina y no podía respirar cada vez que los hallaba en alguna situación como aquella. Con estudiada sumisión, bajó la cabeza y aguardó junto a la mesilla de café. Agradeció estar con la mirada en la moqueta, pues eso le evitó tener que ver el beso entre el matrimonio, aunque sí lo oyó, suave y delicado aunque igual de hiriente.


-¿Se irá de viaje? –inquirió con ilusión cuando Élise se fue sin siquiera mirarla, a esa mujer todas las empleadas le parecían igualmente insignificantes y a veces la italiana lo agradecía. Pierina le tendió la taza a Emanuele y sus dedos rozaron la mano hermosa de él-. ¿Tú no irás? Oh, no importa. Ya estoy tomando la costumbre de verla todos los días, es su casa después de todo…

Cuando estaban solos se sentía nuevamente la Pierina libre de las épocas en las que vivían en Italia y ella tenía a sus padres. Emanuele era solo Emanuele, y no el señor d’Ancona. Por eso, porque se podía mover con confianza, se dirigió a la puerta para girar la llave que estaba puesta en la cerradura. Volvió hacia la mesa en la que estaba trabajando él, mientras se quitaba la cofia blanca y horrenda para liberar su cabellera. ¿Era una descarada? Tal vez, pero no pretendía más que una felicidad que durase al menos dos minutos. Dos minutos de vivir un sueño antes de volver a su triste vida.

-No le has puesto azúcar –notó y se acercó a la mesilla-, he traído los terrones y galletas. ¿Quieres? Emanuele, te necesito tanto –le dijo en un brusco cambio de tema, ya incapaz de ocultar lo que sentía. Se sentó en su regazo sin pretender nada, solo abrazarlo-. Necesitaba tanto estar un minuto a solas contigo para no olvidarme de quién soy en verdad.

Apretaba la cofia en su mano porque representaba la mujer que no quería ser, pero que era la mayor parte del día; y hundía el rostro en el cuerpo de Emanuele porque ese era el verdadero lugar al que pertenecía.
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Mensaje por Emanuele d'Ancona Dom Jun 10, 2018 7:13 am

Siempre que Pierina estaba delante, Emanuele temía que alguien se diera cuenta de los sentimientos que propiciaba en él, sobre todo cuando Élise era la que los acompañaba. Nunca había sido un gran mentiroso porque jamás le había hecho falta; ahora, sin embargo, tenía que contenerse —y mucho— para no delatarse a sí mismo, y vaya si le costaba. Quería demostrar a su esposa que no era menos cariñoso con ella cuando Pierina estaba delante, para que así no la relacionara a ella con su falta de afecto, pero, al mismo tiempo, no quería serlo demasiado para no hacer daño a la mujer que en realidad amaba. Para Emanuele, aquello era un sinvivir, así que el hecho de que Élise saliera de la habitación supuso para él una liberación. ¡Se acabó fingir! Tendrían sus minutos a solas, y él pensaba disfrutarlos.

Sí, sale mañana con su madre —contestó mientras volvía al sillón que había estado ocupando—. No, yo me quedo. Tengo trabajo que hacer y, la verdad, no tengo ganas de conocer a más familia.

Dejó la taza de café en la mesa y se frotó los ojos. Sabía que, tarde o temprano, iba a tener que conocer a la dichosa tía de su suegra, a los primos lejanos del sur de Francia que no habían podido visitar en su luna de miel, a la familia de su difunto suegro que se había mudado a Inglaterra —que, pensaba Emanuele, ya podían haber elegido otro país menos frío para vivir— y a todos aquellos de los que aún no conocía su existencia, pero que no dudaba en que terminarían apareciendo.

Recogió los papeles en un montón y los dejó a un lado. No es que le importara que Pierina los leyera, al contrario; si por él fuera, compartiría sus opiniones con ella, pero no quería abrumarla con sus problemas. Esa situación se la había buscado él solo, y la joven tenía sus propios asuntos como para preocuparse de los de él. Metió la cucharilla en el café y lo removió dos veces antes de llevárselo a los labios, pero la advertencia de Pierina hizo que lo volviera a dejar en el platillo.

Es cierto, el azúcar. —Tomó el cuenco con los terrones y echó un par de ellos—. ¿Has traído galletas? Eres un cielo, Pierina, y la única que me conoce en esta maldita casa.

No mentía. La señorita Helker solía acertar en bastantes ocasiones, pero lo cierto era que siempre había algo que no estaba como a Emanuele le gustaba. No eran cosas importantes, así que no solía decírselo salvo que preguntara explícitamente —algo que hacía con frecuencia, a decir verdad—.

No se esperaba ese acercamiento, pero no la apartó cuando se sentó en su regazo, sino que la abrazó por la cintura y la atrajo hacia sí. El pelo suelto desprendía un aroma agradable, y el recogido que todas las doncellas estaban obligadas a llevar le había dado forma a su melena, definiendo unos bucles grandes y suaves que le sentaban demasiado bien.

Eres Pierina Varzi —dijo, haciendo que ella hundiera su rostro en el cuello de él—, la mujer más maravillosa que conozco.

Hablaba bajo porque no sabía qué oídos podían estar escuchando. No se fiaba del todo del personal de aquella casa, sólo de aquellos que él mismo había traído desde Italia, un número demasiado pequeño como para estar tranquilo.

¿Te has dado cuenta de que, a partir de mañana, tendremos más momentos para estar juntos? —le preguntó, recordando el viaje que haría su esposa—. Supongo que Élise se llevará a su doncella, y su madre hará lo propio. Imagino que se llevarán alguna más para no sobrecargar al personal de su tía, así que esto se quedará bastante vacío.

Un cosquilleo le llenó el estómago al pensar en la tranquilidad de la que iba a disfrutar.

La señorita Helker se quedará aquí, es como un maldito peñón, pero he pensado darle uno o dos días libres para que me deje en paz —confesó, recostándose contra el respaldo del sofá—. Está todo el día encima de mí, no la soporto. ¿Cómo se porta con vosotras?
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Mensaje por Pierina Varzi Sáb Jun 23, 2018 10:40 pm

No se sentía maravillosa, de hecho nunca lo había hecho y ahora se arrepentía de no haber sabido apreciar lo buena que era su vida pasada, de no haber valorado y disfrutado todo lo que tenía, el no tener que trabajar, el sentirse amada realmente, tener una familia sólida... Le bastaría ahora solo con saber que para él no había perdido importancia, que en su vida seguía ocupando su lugar de mujer amada. Todo lo demás eran cosas que no volverían.

-Llámame cariño, te lo ruego. Llámame así, como le dices a ella –se lo pidió con vergüenza, pero desesperada, sin retirar el rostro del refugio que él le había brindado en el hueco de su cuello. Necesitaba saber que su voz mentía cuando la llamaba así a Élise, pero que era sincera cuando se lo decía a ella.

Finalmente lo hizo, se movió para tomar la cabeza de él entre sus manos, para poder disfrutar de mirarlo detenidamente. Estudió su boca, deseando besarla, subió la mirada a sus ojos y se detuvo en las líneas de cansancio que se dibujaban alrededor de ellos. No parecía un recién casado feliz y eso Pierina lo vivía como una pequeña victoria, aunque tampoco le gustaba verlo así. Acarició lentamente su cabello, feliz de tener a disposición esos momentos que la llenaban como nada más podía hacerlo. No reparaba en que estaba mal, en que acariciaba y deseaba al hombre de otra mujer porque ya había superado esa etapa. Emanuele era suyo, solo tenía que soportar esa vida por dura que fuera, pero él siempre sería suyo.


-Aunque Élise no esté en la casa tendré miedo de acercarme a ti. No es seguro, aunque supongo que tampoco lo es ahora, pero ya no podía esperar. ¿Cómo te encuentras, Emanuele? Estás delgado, amor mío…

Volvió a abrazarse a él, deseando llenarse de su energía, ese abrazo tendría que bastarle hasta que el próximo llegase y, dadas las condiciones en las que ambos vivían, nunca sabían cuando sucedería eso.

-Ella es buena. Tiene un humor horrible, pero creo que tiene buen corazón en el fondo… lo malo es que se ha acostumbrado a dar órdenes, es todo lo que hace hasta cuando quiere ser amable. Creo que le vendrían bien unos días libres –dijo y le acarició los labios lentamente, disfrutando del inusual momento de intimidad entre ellos-, no lo digo solo porque nos convenga tenerla lejos para poder ser un poco más libres… En verdad creo que merece descanso, trabaja demasiado.

Una caricia más a esa boca amada... y Pierina no pudo resistirse. Besó sus labios con reverencia, con adoración. Tenía más motivos para irse lejos, para dejar definitivamente a Emanuele para que pudiese vivir su vida ideal, que para quedarse en esa casa en donde los nervios se le ponían de punta tres veces por hora… pero se quedaba, por él, por sus miradas, por sus besos y por los abrazos que sabían robarle a los días, Pierina se quedaba.

-¿Qué haremos con estos días de libertad, entonces? ¿En verdad estaremos tranquilos? ¡Cómo me cuesta creerlo! ¡Parece mentira! Pero sí, sí quiero creerlo, sí considero que la vida me debe unos días de paz junto a ti y no me avergüenza decirlo.
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Mensaje por Emanuele d'Ancona Sáb Jul 07, 2018 8:26 am

Cariño.

Se lo susurró en su oído, a petición de ella, pero no le pareció que fuera suficiente. ¿Cómo podía decirle “cariño” a la mujer que amaba, si era la misma palabra que usaba para referirse a su esposa? Lo que Pierina evocaba en él era algo mucho más grande, algo más puro y más real, y desde luego que esa no era palabra para definirlo.

¿Pero qué digo? —dijo, apartándola ligeramente para poder mirarla a los ojos mientras seguía hablando—. Cariño no es suficiente para referirme a ti, amore mio —volvió a susurrar—. Sei il mio unico grande amore, Pierina

Le acarició la mejilla con el pulgar y volvió a acercarla a su pecho. Le besó la frente y el cabello antes de enredar una de sus manos en la larga melena castaña. Ojalá, ojalá pudiera quedarse así el resto de su vida, abrazado a ella y aspirando el olor que emanaba su cuerpo, sin miedo a que alguien los encontrara. Pierina tenía razón, no era seguro estar así como ahora estaban, pero ¿qué podían hacer, si se necesitaban casi como el respirar? La fantástica vida que Emanuele había imaginado que tendría al casarse estaba resultando un completo desastre, puesto que nadie allí era feliz.

Estoy bien —mintió; su aspecto parecía que ya la había preocupado lo suficiente como para ser completamente sincero—, un poco cansado, nada más. El señor Fontaine tenía varios negocios en marcha y otros tantos apalabrados con distintas personas —explicó, aunque dudaba de que a Pierina le interesara en lo más mínimo— y, aunque tenía asesores encargados de todos ellos, tengo que ponerme al día con todo para poder entender lo que me dicen. Ahora estaba revisando los números del hipódromo. —Señaló el montón de papeles con la cabeza y se frotó la cara con la palma entera, fatigado—. El hipódromo, Pierina. ¿Alguna vez me imaginaste haciendo dinero con las carreras de caballos?

Respiró hondo y la miró. Siempre había demostrado su hastío con ese tema, puesto que desde niño le habían aburrido sobremanera. Además, siendo adolescente, su padre consiguió que un conocido les dejara pasar a las caballerizas donde descansaban los animales, y el espectáculo que vio lo dejó sin habla: un caballo se había roto una pata en una carrera, así que su dueño, después de maldecir al jinete por su descuido, decidió sacrificar al animal allí mismo. «¿De qué me sirve un caballo cojo?» argumentó el hombre, y se marchó dejando a los empleados a cargo del cadáver. Desde entonces, Emanuele no había querido volver, y el porqué era algo que no le avergonzaba explicar.

Le daré unos días libres, pero cuando Élise se haya marchado. —Le acarició la cintura y la parte alta de sus glúteos—. En realidad, es algo que llevo pensando un tiempo. De hecho, se lo propuse a Élise, pero se escandalizó al pensar en pasar unos días sin el ama de llaves. «Cuando las cosas se hayan equilibrado en casa, Emanuele», me dijo. Ni que la casa se fuera a caer durante dos días que no esté ella.

Habían pasado algunos meses ya desde la boda y Emanuele todavía no se acostumbraba a la vida allí. Sentía que todos dependían demasiado de sus criados, que no eran capaces de hacer nada por ellos mismos. Aunque no soportaba a la señorita Helker, en alguna ocasión la había visto suspirar de cansancio por la cantidad de cosas que debía terminar y sintió lástima por la pobre mujer, la misma que por él mismo.

¿Que qué haremos? La verdad es que no lo sé —confesó—. ¿Qué te gustaría hacer a ti? ¿Te gustaría ir a pasear por la campiña? —La atrajo hacia sí y la besó de nuevo, con clara necesidad—. A unos kilómetros fuera de París hay unos campos que… —iba a describirlos, pero prefirió callarse— … que creo que te van a gustar.

Sonrió, divertido, y la besó de nuevo. Sabía que a Pierina le gustarían porque eran iguales a los que ellos visitaban cuando querían estar a solas en Verona. Había viñedos —no tan lustrosos como los italianos, pero hermosos igualmente—, campos sembrados con cereales y pequeños grupos de árboles aquí y allá. Los caminos eran escasos, así que el propio campo invitaba a caminar por donde los pies quisieran hacerlo. Esos campos eran una de las pocas cosas hermosas que había conseguido encontrar en París.

Te llevaré allí —decidió—, pero, además de eso, ¿qué te gustaría hacer?
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Mensaje por Pierina Varzi Miér Jul 18, 2018 1:09 am

No, nunca habría imaginado a Emanuele a cargo del hipódromo, pero era tanto lo que no había imaginado antes… y ya estaba cansada de vivir lamentándose, así que eligió callar y no hacerle el comentario, no quería que pensase que todavía le costaba acomodarse a su nueva vida –aunque algo le decía que Emanuele lo sabía muy bien, porque muertos sus padres podría decirse que su hermano y Emanuele eran las únicas personas que en verdad la conocían-, mucho menos mostrar disgusto con su presente pues sabía que estaría mendigando en las calles si no fuese por la generosidad de ese hombre hermoso que en esos momentos la envolvía en sus brazos y la bendecía con sus caricias amorosas.

Se concentró en acariciarlo mientras él hablaba, decidiendo el futuro de las personas que empleaba. Pasó sus yemas por las cejas masculinas, de rasgo firme. Acarició sus ojeras, evidencia del cansancio en el que lo sumía la vida de casado, le besó el mentón cubierto por la barba -deseando morderlo- y volvió a sus labios. Todo de él le gustaba, el tiempo corría veloz, los meses pasaban… y a Pierina seguía gustándole todo de ese hombre que le había sido arrebatado.


-Me gustas tanto, me gustas todo entero –le declaró con su boca a penas separada de la de él y sus manos recorriendo el pecho de su amor-. Sono tua, Emanuele, e lo sarò per sempre.

La idea de la campiña la sorprendió, porque era uno de sus mayores deseos y de pronto –como si sus mentes estuviesen conectadas- Emanuele le proponía algo así. ¡Cuánto lo amaba! Descubría que ese amor no tenía límites, que podía crecer cada día un poco más.

-¡A la campiña! Debe ser un lugar hermoso, aunque lo que más deseaba era poder pasar juntos tiempo a solas, sin tener que fingir, sin tener que escondernos… Te amo, Emanuele –le dijo, emocionada, y se abrazó a su cuello.

No hubo más tiempo para ellos. Así vivían, de momentos robados, de instantes que debían disfrutar plenamente porque se acababan con rapidez… alguien golpeó la puerta y al instante Pierina se puso en pie y se alejó de Emanuele de un salto. Intentaron abrir y no pudieron, pues ella había trabado. Pierina tomó el carrito del café –ya vacío, pues la taza se enfriaba sobre el escritorio- y se alejó rumbo a la puerta no sin antes lanzarle una mirada de despedida a Emanuele.

-Señor d’Ancona –dijo el ama de llaves cuando pudo por fin entrar-, hay correspondencia para usted. Ha llegado recién y parece importante.

La señorita Helker ingresó con los papeles en la mano, pero antes le lanzó una mirada a Pierina que ya estaba en el pasillo. No pasó desapercibido a la mujer que la italiana iba sin la cofia que todas las empleadas debían usar durante el día.




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