AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Perdóneme, Señor, porque sé que pecaré de nuevo | Niklaus Dunkelheit
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Perdóneme, Señor, porque sé que pecaré de nuevo | Niklaus Dunkelheit
Algún que otro siglo había pasado desde que el mundo había cambiado totalmente, pues así lo había hecho ella. Y, a pesar de que llevaba tanto o más en Francia, hacía relativamente poco que estaba en París. Lo que le había llamado la atención de aquel lugar era lo lleno de vida que parecía, contrastaba a la perfección con lo vacía que se sentía y de verdad que se esforzaba por encajar. Desde su llegada, paseaba cada noche recorriendo partes diferentes de la capital francesa, sobre todo si tenían que ver con tugurios de mala muerte.
El hecho de que en otro tiempo había sido impensable tener tanta libertad, ahora que la tenía, le hacía distar mucho de gozarla, y es que un tormento inmenso vivía dentro de su alma, si es que aún tenía (si es que alguna vez la había tenido). A pesar de todo el tiempo que había pasado, sus deseos de rebelarse contra lo que era (una señorita de clase alta, educada y formal) siempre la acompañaban y guiaban sus pasos hasta los peores sitios.
Sin embargo, aquella noche, otro edificio se atravesó en su camino hacia la decadencia: la maravillosa y grandiosa catedral de Notre Dame. Si su corazón pudiera latir, estaría martilleando contra su pecho por la emoción causada al ver tanta hermosura. La observó con la boca ligeramente abierta, exhalando un suspiro por la impresión que aquella casa de Dios le causaba. Incluso se podría decir que sus ojos se habían humedecido y que una lágrima le recorría la mejilla derecha de su perfecta, suave y pálida piel. Rápidamente se llevó una mano a la cara para ocultar cualquier rastro de lo que acababa de pasar y dirigió sus pasos hacia allí.
Al atravesar la puerta, no pudo hacer otra cosa que mojar sus dedos en agua bendita y santiguarse, sintiendo cómo le quemaba al tacto cada gota que tocaba su cuerpo. Se lo tenía merecido. Al menos así lo veía ella. Caminó por la catedral, sin hacer ni un solo ruido, hacia el altar mayor y se arrodilló en uno de los bancos que había de paso, en posición de rezo, con las manos entrelazadas y la cabeza gacha.
—Perdóneme, Señor, porque he pecado. —Su voz, aunque lo dijo en un tono bajo, retumbó ligeramente, pero el sonido se vio ahogado inmediatamente por unas campanas que anunciaban las doce.
Quizá era hora de que las Cenicientas volvieran a sus casas, pero ella se alejaba mucho de ser una. Ni siquiera iba ataviada con un vestido ni zapatos de cristal, sino que vestía con ropajes de hombre: un frac de color negro que ocultaba a ojos de cualquiera que en realidad se trataba de una mujer. Y no de una corriente. Tan ensimismada estaba en su rezo que, a pesar de contar con sentidos desarrollados, no se percató de que alguien más se había puesto a su lado.
El hecho de que en otro tiempo había sido impensable tener tanta libertad, ahora que la tenía, le hacía distar mucho de gozarla, y es que un tormento inmenso vivía dentro de su alma, si es que aún tenía (si es que alguna vez la había tenido). A pesar de todo el tiempo que había pasado, sus deseos de rebelarse contra lo que era (una señorita de clase alta, educada y formal) siempre la acompañaban y guiaban sus pasos hasta los peores sitios.
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Eleanor Aldridge- Vampiro Clase Alta
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Re: Perdóneme, Señor, porque sé que pecaré de nuevo | Niklaus Dunkelheit
Aquella noche como todas las anteriores, Niklaus solo deseaba darse un respiro y comenzó a caminar sin rumbo definido hasta llegar a la dirección a la catedral. Había pasado bastante tiempo antes de volver allí, pues él ya había visitado tantas veces el lugar que parecía no encontrar muchas cosas más por descubrir. Pero lo que más le gustaba era la infraestructura, las gárgolas cuidadoras alrededor, el pequeño cementerio en su interior con las tumbas y los ángeles que velaban a las almas todas las noches… y lo más importante para él: El Órgano Eclesiástico.
Éste a veces se tocaba en las misas o en las fiestas religiosas, pero cualquier persona que supiera tocar alguna melodía a veces subía al segundo piso de la catedral y lo tocaba; este ere el caso de Niklaus. Le encanta escuchar las graves notas y melodías que salían desde el alma del instrumento hacia afuera, y a pesar de que el vampiro era un simple pianista, sabía perfectamente tocar aquel órgano.
Después de una campanada, el vampiro comenzó a tocar la Tocata de Fuga de Bach. Una melodía conocida y tal vez un poco tétrica, pero en todo momento Niklaus creyó que se encontraría solo ya que a esas altas horas de la noche, los mortales descansaban. Había una dicha interior que le llevaba a disfrutar con mucho placer aquella melodía, y entrecerrando los ojos visualizó aún más todo lo que le rodeaba, aunque el vampiro poseía un cansador ensimismamiento él intentaba disfrutarlo ya que al fin y al cabo, era un ser que sólo olía a muerte.
De pronto al terminar la pieza, percibió no muy lejos de él a otra criatura sobrenatural dentro del recinto, al parecer era otra vampiresa. Niklaus escuchaba un lamento y una plegaria, algo que era muy poco visto en aquellos de su especie. Le llamó la atención, pero continuó empleando otra versión de la pieza, un poco más larga esta vez. No sabía realmente si a aquella vampiresa le importaría o no, pero el espacio público se veía dividido por dos mundos distintos que a su vez se entrelazaban. Ella le pedía a Dios y Niklaus le pedía a la música.
—¿Cómo sabe usted, que aquel Dios la está oyendo?— pronunció el vampiro, al silenciar de golpe la melodía y quedarse en su puesto, mirando hacia los tubos del órgano pero a su vez también visualizaba a la vampiresa en aquel solitario banco de oraciones.
Éste a veces se tocaba en las misas o en las fiestas religiosas, pero cualquier persona que supiera tocar alguna melodía a veces subía al segundo piso de la catedral y lo tocaba; este ere el caso de Niklaus. Le encanta escuchar las graves notas y melodías que salían desde el alma del instrumento hacia afuera, y a pesar de que el vampiro era un simple pianista, sabía perfectamente tocar aquel órgano.
Después de una campanada, el vampiro comenzó a tocar la Tocata de Fuga de Bach. Una melodía conocida y tal vez un poco tétrica, pero en todo momento Niklaus creyó que se encontraría solo ya que a esas altas horas de la noche, los mortales descansaban. Había una dicha interior que le llevaba a disfrutar con mucho placer aquella melodía, y entrecerrando los ojos visualizó aún más todo lo que le rodeaba, aunque el vampiro poseía un cansador ensimismamiento él intentaba disfrutarlo ya que al fin y al cabo, era un ser que sólo olía a muerte.
De pronto al terminar la pieza, percibió no muy lejos de él a otra criatura sobrenatural dentro del recinto, al parecer era otra vampiresa. Niklaus escuchaba un lamento y una plegaria, algo que era muy poco visto en aquellos de su especie. Le llamó la atención, pero continuó empleando otra versión de la pieza, un poco más larga esta vez. No sabía realmente si a aquella vampiresa le importaría o no, pero el espacio público se veía dividido por dos mundos distintos que a su vez se entrelazaban. Ella le pedía a Dios y Niklaus le pedía a la música.
—¿Cómo sabe usted, que aquel Dios la está oyendo?— pronunció el vampiro, al silenciar de golpe la melodía y quedarse en su puesto, mirando hacia los tubos del órgano pero a su vez también visualizaba a la vampiresa en aquel solitario banco de oraciones.
Niklaus Dunkelheit- Vampiro Clase Alta
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Re: Perdóneme, Señor, porque sé que pecaré de nuevo | Niklaus Dunkelheit
Si ya solo el tañido de las campanas perturbaba su paz interior —momentánea, pues era raro que ella estuviera en paz— mientras rezaba, el sonido que brotó del órgano de la catedral terminó de desconcentrarla y arrancarla de sus pensamientos más oscuros e íntimos, aquellos que solo compartía con su adorado Dios, a quien sentía que le debía la vida (a pesar de estar muerta).
Abandonó la idea de volver a intentarlo, ya solo podía escuchar las notas procedentes de aquel gigantesco y bello instrumento. Alzó la mirada, todavía arrodillada, hacia el lugar del que venía la música y, para su sorpresa, vio que quien lo tocaba era otro ser como ella, otra criatura inmortal: un vampiro. Las auras vampíricas eran tan conocidas para ella que podía detectarlas casi a lo lejos, aunque en este caso la distancia no era mucha.
Si bien es cierto que era un instrumento que le fascinaba por su grandiosa envergadura, el sonido que producía no era de sus favoritos en la música. Ella era más de piano o de violonchelo, los dos instrumentos que más le llegaban a su difunto corazón. Los cuartetos de cuerda también despertaban su admiración, pero el órgano no terminaba de convencerla del todo.
Sin embargo, se levantó y esperó clavada allí de pie a que él terminara de tocar la tétrica pieza, muy atenta a cada nota, a cada movimiento de las manos, como si fuera la cosa más importante del mundo en ese preciso instante. Y llegó su fin y, con él, algo que ella no esperaba: que aquel hombre le hablara. Y más para poner en duda sus creencias.
—Precisamente la fe se basa en creer sin cuestionar. —Ahora su tono de voz era normal y dejaba percibir el hermoso timbre de la mujer que era—. ¿No opina igual?
Salió al pasillo central y dio un par de pasos, acortando la distancia con el vampiro, pero sin llegar a ponerse junto a él.
—Yo sé —remarcó ese "sé"— que Dios nos observa y nos escucha, y si alguna vez cree que mis plegarias merecen ser atendidas, me sentiré afortunada.
No lo decía ni con pena ni como si estuviera ciega por la fe, sino como alguien que creía de verdad en lo que decía, como si su última esperanza para redimirse tuviera su base en que Él la escuchara.
—¿Usted no cree en Dios?
Eleanor Aldridge- Vampiro Clase Alta
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