AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Louder Than Words | Privado
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Louder Than Words | Privado
"Entrégame silencio, agua, esperanza. Entrégame lucha, acero, volcanes."
Pablo Neruda
Pablo Neruda
Escondida detrás de la cortina, miraba hacia la calle. La lluvia castigaba con fuerza, el aguacero se había desatado acompañado de una tormenta eléctrica que era capaz de asustar hasta al caballero más valiente. Camille giró el rostro y contempló a sus niños, que dormían en el sofá, tapados con mantas, tal vez demasiado agotados por los días que tuvieron que pasar en la calle, escondiéndose, hasta que finalmente la mujer se había decidido a tocar la puerta de la casa de Edgar, el hombre por el que estaba metida en ese lío, que tenía a Meredith luchando por su vida y a ella escondida como si se tratase de una delincuente.
Una semana atrás, había regresado a su humilde casa tras una noche de trabajo, y había encontrado la puerta entreabierta. Tuvo un mal presentimiento e ingresó con cuidado. Se encontró a la anciana que la ayudaba con la crianza de los niños, tendida en un charco de su propia sangre. A los gritos comenzó a llamar a Yves y a Marion, que aparecieron bañados en llanto y se refugiaron en sus brazos. El escándalo que Camille había hecho, alertó a un vecino, que se acercó y vio la terrible escena. Inmediatamente, ayudó a la prostituta a voltear a Meredith, que se quejaba levemente. Tenía puñaladas en el vientre y un fuerte golpe en la cabeza. “Deja de preguntar por Léa Tellier. Los próximos serán los niños” fue la amenaza que la pobre mujer repitió antes de perder la consciencia.
Camille tomó la decisión de preparar algunas cosas de sus hijos e irse, mientras los vecinos iban en busca de un médico. Lamentó dejar a Meredith, que tan buena era con ella, en ese estado, pero debía preservar a los pequeños. Se refugiaron en las calles, donde durmieron durante seis noches. Mientras los pequeños dormían, Camille en silencio le entregaba su cuerpo a cualquier transeúnte a cambio de unas pocas monedas con las cuales comprar algo para comer. Luego lloraba, ya que no podía tener un trabajo honrado con el cual darles alimento y techo a sus vástagos. Era una mala madre. Finalmente, había llegado a la casa del abogado, y éste, tal vez motivado por la culpa, los había invitado a quedarse allí.
Lo vio regresar envuelto en una capa negra, y caminó hacia la puerta para recibirlo. El pobre hombre no tenía más que botellas de alcohol, y había ido a buscar víveres. Camille, por su parte, había aseado a los niños y también a sí misma. Lo ayudó a desembarazarse de las bolsas, y rápidamente llevó todo a la cocina para secarlo. La tormenta echaría todo a perder rápidamente. Se había tomado el atrevimiento de limpiar y acomodar algunos sectores de la casa, en parte porque no quería a sus hijos durmiendo en la mugre, y también como una forma de agradecerle por haberle dado asilo. Se notaba a leguas que aquella era la casa de un alcohólico, de un hombre vicioso y sin responsabilidades. Pero no era quién para juzgarlo.
—Has sido muy amable en ir a comprar todo esto para nosotros —comentó, mientras con un trapo secaba el frasco con galletas. Le sorprendió que el letrado tuviese tanto criterio para comprar alimentos. —Los niños se durmieron, estaban agotados —continuó. Abrió la puerta de la alacena y se quedó con la manija en la mano. La miró un instante y sin decir una palabra, la dejó a un costado. Allí guardó las galletas. — ¿Crees que vendrán a buscarnos aquí? —preguntó, con notable preocupación, una vez que se volteó. — ¿Es un lugar seguro? ¿Mis hijos corren peligro? Estoy aterrada —se sinceró, y se abrazó a sí misma. Necesitaba mantenerse fuerte y no demostrarle miedo a los niños.
Una semana atrás, había regresado a su humilde casa tras una noche de trabajo, y había encontrado la puerta entreabierta. Tuvo un mal presentimiento e ingresó con cuidado. Se encontró a la anciana que la ayudaba con la crianza de los niños, tendida en un charco de su propia sangre. A los gritos comenzó a llamar a Yves y a Marion, que aparecieron bañados en llanto y se refugiaron en sus brazos. El escándalo que Camille había hecho, alertó a un vecino, que se acercó y vio la terrible escena. Inmediatamente, ayudó a la prostituta a voltear a Meredith, que se quejaba levemente. Tenía puñaladas en el vientre y un fuerte golpe en la cabeza. “Deja de preguntar por Léa Tellier. Los próximos serán los niños” fue la amenaza que la pobre mujer repitió antes de perder la consciencia.
Camille tomó la decisión de preparar algunas cosas de sus hijos e irse, mientras los vecinos iban en busca de un médico. Lamentó dejar a Meredith, que tan buena era con ella, en ese estado, pero debía preservar a los pequeños. Se refugiaron en las calles, donde durmieron durante seis noches. Mientras los pequeños dormían, Camille en silencio le entregaba su cuerpo a cualquier transeúnte a cambio de unas pocas monedas con las cuales comprar algo para comer. Luego lloraba, ya que no podía tener un trabajo honrado con el cual darles alimento y techo a sus vástagos. Era una mala madre. Finalmente, había llegado a la casa del abogado, y éste, tal vez motivado por la culpa, los había invitado a quedarse allí.
Lo vio regresar envuelto en una capa negra, y caminó hacia la puerta para recibirlo. El pobre hombre no tenía más que botellas de alcohol, y había ido a buscar víveres. Camille, por su parte, había aseado a los niños y también a sí misma. Lo ayudó a desembarazarse de las bolsas, y rápidamente llevó todo a la cocina para secarlo. La tormenta echaría todo a perder rápidamente. Se había tomado el atrevimiento de limpiar y acomodar algunos sectores de la casa, en parte porque no quería a sus hijos durmiendo en la mugre, y también como una forma de agradecerle por haberle dado asilo. Se notaba a leguas que aquella era la casa de un alcohólico, de un hombre vicioso y sin responsabilidades. Pero no era quién para juzgarlo.
—Has sido muy amable en ir a comprar todo esto para nosotros —comentó, mientras con un trapo secaba el frasco con galletas. Le sorprendió que el letrado tuviese tanto criterio para comprar alimentos. —Los niños se durmieron, estaban agotados —continuó. Abrió la puerta de la alacena y se quedó con la manija en la mano. La miró un instante y sin decir una palabra, la dejó a un costado. Allí guardó las galletas. — ¿Crees que vendrán a buscarnos aquí? —preguntó, con notable preocupación, una vez que se volteó. — ¿Es un lugar seguro? ¿Mis hijos corren peligro? Estoy aterrada —se sinceró, y se abrazó a sí misma. Necesitaba mantenerse fuerte y no demostrarle miedo a los niños.
Camille Jouvet- Prostituta Clase Media
- Mensajes : 18
Fecha de inscripción : 14/05/2017
Re: Louder Than Words | Privado
Decir que sentía culpable era quedarse cortos. En cuanto Edgar vio a la prostituta en la puerta de casa, empapada y con sus hijos, supo que todo se había ido al demonio, que la había involucrado en algo demasiado peligroso. Días antes él mismo ya había averiguado lo suficiente y supo que todo el asunto de Tellier era más serio de lo que había asumido. Quiso alertar a Camille, pero cada vez que decía que iría a verla, terminaba en el suelo de su casa o de su oficina, totalmente ebrio. Y ahora aquí estaban.
Pensó en eso mientras acomodaba las cosas que había ido a comprar con el último dinero que tenía, para sus invitados. La casa de sus padres era grande, muy desordenada, eso sí, sobre todo en las áreas que no ocupaba, pero al menos no se sentirían atrapados en esas cuatro paredes. Había jardín trasero, descuidado, claro, pero podía arreglarlo, ponerle un columpio tal vez, para que los niños no se aburrieran. Así como su tía de Maupassant tenía en la casa de Melún; los mejores años de su vida.
Se giró al escucharla y la miró desencajado, aunque pronto dibujó una sonrisa ligera en su rostro pálido. Tenía una resaca espantosa.
—No ha sido nada, yo…, están aquí por mi culpa. Camille, lo siento, no debí… —Se movió inquieto por la cocina. Necesitaba un trago y fue hasta la alacena, ahí donde debía haber azúcar y granos, sólo había botellas. No era poitín, pero con esa ginebra barata le bastaría de momento. La descorchó y bebió directo de la botella. Se limpió con la manga y se giró.
—Ayúdame a preparar una de las otras habitaciones, ahí se pueden quedar. Tú en otra, si quieres, o como ellos, como prefieras. La casa es muy grande, me hará bien la compañía —dijo en un hilo de voz y miró la botella en su mano. Suspiró.
—No voy a mentirte, Camille, es probable que vengan si no hago algo, llegaron a ti a través de mí, pero yo no tengo a nadie, no pueden amenazarme con nada. En cambio tú… —Dejó la botella a un lado y de un par de largas zancadas estuvo a un palmo de la mujer. La abrazó—. Lo siento mucho, de verdad, no imaginé… Perdóname. —Necesitaba con urgencia, como los vampiros necesitan sangre, como el náufrago necesita agua, que lo perdonara.
—Me voy a hacer cargo esta misma noche, no les daré tiempo de que lleguen hasta este lugar. Tú y tus hijos pueden quedarse el tiempo que quieran, en verdad, no me molesta. La casa casi siempre está muy silenciosa, será un buen cambio escuchar las risas de un par de niños por ahí. —De los hijos que jamás logró tener con Colette, sobre todo porque, a pesar de entenderse bien con ellos, jamás consideró tener madera de padre. Sonrió de lado y de manera afectada.
Regresó a la mesa donde seguían las compras y continuó sacando todo de las bolsas de papel que, de milagro, no se deshicieron la lluvia.
—Ya localicé a las personas que fueron a tu casa, o eso creo. Iré a explicar mi situación, pero la tuya sobre todo. —La miró por encima del hombro y reanudó su labor—. Eres alguien que quedó en medio del fuego cruzado. Lo lamento, en serio —repitió. Perdió la cuenta de las veces que había dicho cuánto lo sentía y de las veces que había pedido perdón. Dejó los víveres y se recargó con ambas manos sobre la mesa, abatido.
Hablaba mucho de tener compañía, de que podían quedarse el tiempo que quisieran, pero la verdad era que Edgar sabía que esa noche podía ser la última para él sobre la tierra.
Edgar Leclercq- Cambiante Clase Media
- Mensajes : 23
Fecha de inscripción : 06/05/2017
Localización : París
Re: Louder Than Words | Privado
No hizo falta demasiado para entender que no debía mostrarse tan atemorizada. Edgar era frágil como las alas de una mariposa, y cualquier palabra suya lo lastimaba. Camille decidió que debía ser la fuerte en todo eso. El peligro la había acechado desde muy pequeña, sabía manejar una situación adversa, aunque nunca había tenido nada tan importante como sus hijos, que dependían de sus decisiones. Y, ciertamente, la prostituta no era dada a acertar en las elecciones que hacía, sino no se explicaba que estuviera envuelta en aquel embrollo, que y que la vida de sus hijos estuviese pendiendo de un hilo. Nunca imaginó que terminaría escapando de su pequeña y tranquila casa, dejando a una querida amiga a merced de los vecinos, y que hacer vivir a sus niños en la calle se convirtiese en una realidad. Todo lo que no quería para ellos, se había desencadenado trágicamente.
—Deja de culparte —lo consoló, aunque era sincera. —Estamos juntos en esto. No estás solo. Yo también decidí aceptar tu propuesta, así que soy tan responsable como tú —el abrazo la había tomado por sorpresa. No estaba acostumbrada a aquellas demostraciones, les rehuía por temor a sus instintos, a esos que se desataban de la nada y la arrastraban a sitios oscuros de los que luego no podía escapar. Apretó los puños para contenerse, para acallar a sus propios demonios.
Lo observó y escuchó, y sintió una profunda lástima por él. Era joven, apuesto, y estaba segura que había perdido todo por aquel vicio que lo consumía. El alcohol era un enemigo cruel; lo había visto en muchos hombres y mujeres. La pena se mezcló con cautela. Se dio cuenta que había llevado a sus hijos a convivir con un alcohólico. ¿Sería violento? Parecía más un caballero melancólico que un macho golpeador. Mas no podía perder de vista a los niños, en ningún momento. No dejaba de ser un completo desconocido, a pesar de que Camille confiase en su instinto, que le decía que podía confiar en él. Tal vez porque Edgar ejercía de espejo, y él estaba tan roto como la propia mujer, y entre rotos podían entenderse y, por qué no, juntarse de a pedacitos.
Le inspiró una ternura profunda que pensara en que sus hijos llevarían alegría a la casa, y mucho más que quisiera ir a arreglar el asunto personalmente. A Camille la movió un instinto profundo de preservación, y se acercó a él para envolverle una mano con la propia, y le acarició la espalda a modo de consuelo. Le regaló una sonrisa, una suave. Sus labios se curvaron levemente, pero fue suficiente para iluminarle el rostro.
—No te vayas. No nos dejes solos, por favor —y si bien no había súplica en su voz, la intencionalidad era esa. —Si te matan, ¿qué haremos? Lo mejor es que esperemos aquí, hoy no vendrán. Tal vez, todo se soluciona si dejamos de preguntar por esa mujer. Su amenaza fue esa. Si abandonamos ésta empresa, ya no vendrán por nosotros —quiso insuflarle seguridad a su voz, aunque no estaba muy segura de haberlo logrado.
—Nos cuidaremos entre los dos —la paso una mano por el cabello y lo descubrió maravillosamente suave. —Pero te necesito sobrio, Edgar —impostó la voz, le impuso seriedad. —Si estás ebrio ni siquiera podrás escapar si vienen por nosotros —bromeó. —Tú aceptaste a mis hijos. Sinceramente, sé que éste es tu hogar y puedes hacer lo que quieras, pero yo no puedo permitir que mis pequeños te vean en condiciones deplorables —necesitaba ser lo más sincera posible con él. —Si no puedes hacerlo, dímelo. Nosotros mañana mismo nos iremos, y no habrá rencor entre nosotros. Te entiendo mucho más de lo que crees —la última frase estuvo impregnada de tristeza.
—Deja de culparte —lo consoló, aunque era sincera. —Estamos juntos en esto. No estás solo. Yo también decidí aceptar tu propuesta, así que soy tan responsable como tú —el abrazo la había tomado por sorpresa. No estaba acostumbrada a aquellas demostraciones, les rehuía por temor a sus instintos, a esos que se desataban de la nada y la arrastraban a sitios oscuros de los que luego no podía escapar. Apretó los puños para contenerse, para acallar a sus propios demonios.
Lo observó y escuchó, y sintió una profunda lástima por él. Era joven, apuesto, y estaba segura que había perdido todo por aquel vicio que lo consumía. El alcohol era un enemigo cruel; lo había visto en muchos hombres y mujeres. La pena se mezcló con cautela. Se dio cuenta que había llevado a sus hijos a convivir con un alcohólico. ¿Sería violento? Parecía más un caballero melancólico que un macho golpeador. Mas no podía perder de vista a los niños, en ningún momento. No dejaba de ser un completo desconocido, a pesar de que Camille confiase en su instinto, que le decía que podía confiar en él. Tal vez porque Edgar ejercía de espejo, y él estaba tan roto como la propia mujer, y entre rotos podían entenderse y, por qué no, juntarse de a pedacitos.
Le inspiró una ternura profunda que pensara en que sus hijos llevarían alegría a la casa, y mucho más que quisiera ir a arreglar el asunto personalmente. A Camille la movió un instinto profundo de preservación, y se acercó a él para envolverle una mano con la propia, y le acarició la espalda a modo de consuelo. Le regaló una sonrisa, una suave. Sus labios se curvaron levemente, pero fue suficiente para iluminarle el rostro.
—No te vayas. No nos dejes solos, por favor —y si bien no había súplica en su voz, la intencionalidad era esa. —Si te matan, ¿qué haremos? Lo mejor es que esperemos aquí, hoy no vendrán. Tal vez, todo se soluciona si dejamos de preguntar por esa mujer. Su amenaza fue esa. Si abandonamos ésta empresa, ya no vendrán por nosotros —quiso insuflarle seguridad a su voz, aunque no estaba muy segura de haberlo logrado.
—Nos cuidaremos entre los dos —la paso una mano por el cabello y lo descubrió maravillosamente suave. —Pero te necesito sobrio, Edgar —impostó la voz, le impuso seriedad. —Si estás ebrio ni siquiera podrás escapar si vienen por nosotros —bromeó. —Tú aceptaste a mis hijos. Sinceramente, sé que éste es tu hogar y puedes hacer lo que quieras, pero yo no puedo permitir que mis pequeños te vean en condiciones deplorables —necesitaba ser lo más sincera posible con él. —Si no puedes hacerlo, dímelo. Nosotros mañana mismo nos iremos, y no habrá rencor entre nosotros. Te entiendo mucho más de lo que crees —la última frase estuvo impregnada de tristeza.
Camille Jouvet- Prostituta Clase Media
- Mensajes : 18
Fecha de inscripción : 14/05/2017
Re: Louder Than Words | Privado
Giró el rostro cuando la sintió cerca. Dio un respingo, hace mucho que no tenía a una mujer a esa distancia, bueno, hace poco la había tenido a ella misma a punto de cometer una tontería, pero fuera de eso, Edgar prefería gastar su dinero en alcohol que en otros vicios o placeres. Era obvio que aquella adicción se había apoderado de su vida, era lo que lo tenía contra el suelo y le impedía volver a ponerse de pie.
Abrió la boca para decir algo pero no supo el qué, en cambio, sonrió con tristeza y asintió nada más. Esperaba que tuviera razón, que aquello se fuera apagando como una canción que se muere a la distancia y nada más, que Camille y sus hijos ya no corrieran más peligro, y él tal vez también, aunque sabía que su trabajo (y la imperfección inherente) traía aquello como consecuencia.
Se separó de la mesa para quedar frente a la mujer y parpadeó muchas veces al escuchar lo que siguió. Eso sí que no se lo esperaba. ¿Acaso esa era la señal que necesitaba? Aquella llamada de atención para poner en orden su vida. Si lograba pasar… ¿tres, cuatro días? Sin beber, ¿podía considerarse ya victorioso? ¿Cuánto tiempo iba a tener a Camille ahí? ¿Podría soportar no tomar la botella? Respiró profundamente.
—Yo… —comenzó, la boca se le secó. Tomó a la mujer por los antebrazos, pero no ejerció fuerza como para lastimarla, es más, su agarre fue débil, como si todo su cuerpo estuviera lastimado—. Entiendo lo que dices, sé que debería, pero… —La soltó y caminó en dirección contraria de manera frenética.
—Si dices comprender, sabrás lo difícil que es dejar de hacerlo y ya, ¿no? No es como si me gustara la persona en la que el alcohol me ha convertido —confesó, y resultó terrible. Era algo muy personal y si pudo soltar algo de ese tamaño ante la que no dejaba de ser una desconocida, eso era porque no la estaba mirando a los ojos, de otro modo jamás habría podido. Esa era su verdad más grande, que algunos días se juraba dejar el alcohol y cuando la ansiedad lo atacaba, le juraba amor eterno a la bebida. Que simplemente no podía lidiar con la realidad, porque fue cuando mejor estaba que comenzó con eso, como si de fondo no creyera merecer la felicidad.
—Puedo… puedo intentarlo, Camille, pero… —Se giró lentamente, como si temiera enfrentarla—. Necesito paciencia y… ¿sabías que puedo morirme si dejo de tomar así de golpe? No lo digo yo, lo dice la ciencia —bromeó, aunque era verdad lo que decía. Siendo como era, había investigado, oh sí, había investigado incontables veces y la conclusión siempre era la misma: a ningún adicto que se quita su adicción de golpe, tenía que ser paulatino.
—Con tus hijos aquí podría mantener la mente ocupada en otras cosas. Arreglar el jardín, limpiar el resto de la casa, conseguir un empleo de verdad. —Con eso último, soltó una risa. Edgar sabía bien que ser detective era lo mejor que sabía hacer, que sería una pena dejarlo de hacer, pero quién sabe, tal vez necesitaba algo más estable. Mantuvo un gesto afectado, esperando una reacción. Y es que muchas veces antes ya lo había intentado, y había fallado, ¿por qué iba a ser diferente ahora? ¿Por Camille?
Edgar Leclercq- Cambiante Clase Media
- Mensajes : 23
Fecha de inscripción : 06/05/2017
Localización : París
Re: Louder Than Words | Privado
Camille no sabía lo que era la seguridad. No recordaba la última vez que había tenido confianza en sí misma, y la culpa era su estandarte. ¿De qué otra forma se explicaba haber sido sometida de la forma que lo fue? ¿Qué otra explicación tenían aquellos impulsos que la controlaban? Siempre la culpable había sido ella, era la respuesta a todas las preguntas que se hacía. Y su mundo giraba en torno a ese sentimiento, que la definía y la arrastraba a los brazos de sus propios demonios. “Soy mi peor enemiga”, se repetía todas las mañanas cuando se despertaba y se miraba al espejo. La vida le había dado la espalda la suficiente cantidad de veces como para devanarle el autoestima y convertirla en eso que era, una mujer de mala vida, que había arrastrado a sus hijos a un peligro inminente. No merecía la bendición de esos dos pequeños hermosos que Dios le había dado, y ellos no merecían la nefasta madre que era.
Sintió que estaba forzando a Edgar a una situación extrema. Le estaba proponiendo que cambiara su vida por completo. Ella, al fin de cuentas, no era nadie para pedirle que dejara sus vicios y llevara una vida cuasi familiar. ¿Acaso pretendía convertirlo en un padre para sus hijos? Tuvo la sensación de estar orillándolo a que se haga cargo de una familia que no era suya. No tenía ningún derecho a pedirle que dejara sus adicciones, y al mismo tiempo que se enojaba con ella misma, se enternecía con la actitud de él. Que pensara en arreglar el jardín y embellecer la casa para que sus pequeños estuvieran a gusto, era más de lo que cualquier persona había hecho por ellos en todos esos años. Salvo por la pobre Meredith, que los había cuidado como nadie y había pagado con su vida su caridad.
—Estoy siendo demasiado exigente contigo —y le sonrió, aunque su rostro mostraba un gran cansancio. —Si dejar el alcohol es lo que realmente quieres, házlo, Edgar. Pero hazlo por ti, no por mis hijos y por mí, no somos más que unos desconocidos, que no tenemos hogar y, probablemente, nunca lo tengamos —a Camille le daba una enorme tristeza pensar al punto que había llegado su vida. Aquella infancia feliz se había convertido en una juventud y adultez horrorosas, repletas de frustraciones, miedos y excesos, en los que la premisa era siempre ir más allá de los propios límites. Ella también tenía su vicio, pero le era demasiado difícil lidiar con él. ¿Con qué cara se había atrevido a pedirle a Edgar que hiciera algo con el suyo?
La expresión de tristeza que atravesó la mirada de Leclercq la conmovió. Vio sus miedos, sus angustias y sus dolores. ¡Cuánto sabía de eso! Se acercó a él muy lentamente, como si estuviera haciéndolo a un cachorro herido en medio de un camino. Estiró una mano y le acarició una mejilla con el dorso de los dedos, con extrema suavidad. Luego, le acunó el rostro y terminó apegándose a él. Camille tragó con dificultad, acallando aquellas sensaciones oscuras que la atravesaban íntegramente.
—Estarás bien —aseguró, con firmeza en la voz. —Insisto. Si lo que realmente quieres es una vida diferente, sin alcohol y poder trabajar tranquilamente, y quieres que te ayude, haré todo lo que pueda, aunque es muy seguro que sea poco —y a pesar de que sonó como una broma, en el fondo estaba en lo cierto. Ella no era más que una puta. —Yo te tendré paciencia, pero no te obligaré a que hagas algo que no desees. Tú tienes tu vida, mis hijos y yo no queremos entrar por la fuerza, aunque todo indica que será así —y ésta vez, el chiste sí era real.
Sintió que estaba forzando a Edgar a una situación extrema. Le estaba proponiendo que cambiara su vida por completo. Ella, al fin de cuentas, no era nadie para pedirle que dejara sus vicios y llevara una vida cuasi familiar. ¿Acaso pretendía convertirlo en un padre para sus hijos? Tuvo la sensación de estar orillándolo a que se haga cargo de una familia que no era suya. No tenía ningún derecho a pedirle que dejara sus adicciones, y al mismo tiempo que se enojaba con ella misma, se enternecía con la actitud de él. Que pensara en arreglar el jardín y embellecer la casa para que sus pequeños estuvieran a gusto, era más de lo que cualquier persona había hecho por ellos en todos esos años. Salvo por la pobre Meredith, que los había cuidado como nadie y había pagado con su vida su caridad.
—Estoy siendo demasiado exigente contigo —y le sonrió, aunque su rostro mostraba un gran cansancio. —Si dejar el alcohol es lo que realmente quieres, házlo, Edgar. Pero hazlo por ti, no por mis hijos y por mí, no somos más que unos desconocidos, que no tenemos hogar y, probablemente, nunca lo tengamos —a Camille le daba una enorme tristeza pensar al punto que había llegado su vida. Aquella infancia feliz se había convertido en una juventud y adultez horrorosas, repletas de frustraciones, miedos y excesos, en los que la premisa era siempre ir más allá de los propios límites. Ella también tenía su vicio, pero le era demasiado difícil lidiar con él. ¿Con qué cara se había atrevido a pedirle a Edgar que hiciera algo con el suyo?
La expresión de tristeza que atravesó la mirada de Leclercq la conmovió. Vio sus miedos, sus angustias y sus dolores. ¡Cuánto sabía de eso! Se acercó a él muy lentamente, como si estuviera haciéndolo a un cachorro herido en medio de un camino. Estiró una mano y le acarició una mejilla con el dorso de los dedos, con extrema suavidad. Luego, le acunó el rostro y terminó apegándose a él. Camille tragó con dificultad, acallando aquellas sensaciones oscuras que la atravesaban íntegramente.
—Estarás bien —aseguró, con firmeza en la voz. —Insisto. Si lo que realmente quieres es una vida diferente, sin alcohol y poder trabajar tranquilamente, y quieres que te ayude, haré todo lo que pueda, aunque es muy seguro que sea poco —y a pesar de que sonó como una broma, en el fondo estaba en lo cierto. Ella no era más que una puta. —Yo te tendré paciencia, pero no te obligaré a que hagas algo que no desees. Tú tienes tu vida, mis hijos y yo no queremos entrar por la fuerza, aunque todo indica que será así —y ésta vez, el chiste sí era real.
Camille Jouvet- Prostituta Clase Media
- Mensajes : 18
Fecha de inscripción : 14/05/2017
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