El viejo y el mar / Libre

Como a todos los lobos, había algo en el mar que me aterraba. No es que no fuera capaz de admirar su belleza, o incluso su poesía, si es que alguna vez me daba por ser uno de esos pusilánimes que se expresaba en tales términos. Miraba el agua y veía que era capaz de cambiar de tonalidad según el clima, y eso me parecía tan maravilloso como cualquier otra obra de la naturaleza. No obstante trataba de evitar por todos los medios a mi alcance acercarme al océano, mi instinto se revolvía y notaba cómo el vello de mi nuca quería erizarse. Era demasiado vasto, demasiado profundo, demasiado... incógnito. Me gustaba pisar tierra firme y correr entre los árboles, asir con mis manos todo lo tangible, lo sólido me devolvía la sensación de control. No estaba allí por gusto, eso sobraba explicarlo. Un miembro de la manada se había emparejado con una cambiante, una hembra de alguna clase de pez, y por extraña que tal unión pareciera ambos parecían felices. Yo ya había aprendido de sobra por aquel entonces que la felicidad es algo efímero y que no tiene sentido perseguirla, pero por eso mismo sabía también que cuando se presenta no conviene dejar que se escape. Ellos querían estar juntos, bien. Habían decidido asentarse cerca de la costa porque ella a menudo salía a nadar. No quería ni imaginar lo que vivir cerca de la orilla tenía que suponer para el lobo, pero no me correspondía a mí juzgar.

Ser el líder del clan no es divertido. A menudo todo lo bueno que pueda derivar del poder se diluye entre el peso abrumador del deber y de las consecuencias jerárquicas. Me pedían consejo para emplazar un nuevo hogar, para formar familias y tener cachorros, para emprender negocios. Este lobo era apenas un cachorro pero ya se había cansado de correr tras las faldas de su madre y el amor le dio el impulso que necesitaba. Fui a conocer su casa, apenas una cabaña con muros de ladrillo que ellos mismos habían levantado. Les deseé lo mejor y salí de allí casi anocheciendo con el rumor sordo del oleaje martilleándome en los oídos. Tenía algo fascinante, el mar. A algunos metros se levantaba un faro que parecía llamarme, así que pensé que podría acercarme sólo a husmear. No parecía probable que fuese a volver por allí en un plazo breve de tiempo, así que quería curiosear. Tenía el olfato saturado de salitre y algas, pero pronto me acostumbré. Mientras caminaba el viento jugaba con mi gabán, aunque no era desagradable y no me obligaba a abrochar la prenda. Yo siempre tenía calor.

El viento me soplaba de cara, así que tenía ventaja para identificar de primeras los estímulos que estuvieran más cerca de la costa. No tardé mucho en identificar la silueta de una cabaña que se alzaba detrás del faro, presumiblemente la vivienda de los trabajadores del mismo. Me pregunté si el farero viviría solo, y esa posible existencia ermitaña lejos de disgustarme me generó un asomo de envidia pasajero. Los lobos somos gregarios, a veces la manada me requería sacrificios pero no eran comparables a nada que hubiera tenido que dejar ir antes. Metí las manos en los bolsillos, más para calmar el vaivén de mi gabán que para mantenerlas calientes, y seguí caminando con paso tranquilo puesto que mis zancadas no conducían a ninguna parte. No tardé en captar el olor de los humanos, y sobre eso algo más que no me llevó mucho tiempo discernir. Había otros licántropos cerca, la señal parecía provenir de la misma casa. Me sorprendió la cantidad de criaturas de mi especie que estaba encontrando en un lugar por naturaleza hostil como era la costa. Me detuve, no quería tentar al destino, no tenía el día belicoso y sabía que con uno de los míos probablemente no habría necesidad de enfrentamiento. Si se tratase de una sanguijuela sería diferente, pero por fortuna no parecía haber ninguna próxima.

No tuve que aguardar mucho hasta que la figura del hombre se hizo presente frente a mí, en la distancia. Pese a mi edad no había perdido un ápice de la buena vista de la que siempre gocé, y así pude apreciar todos los detalles del desconocido mucho antes de que me llegase cerca. Era joven, aunque ya distaba mucho de la adolescencia. Parecía fuerte y rígido en sus maneras, vestimenta elegante, portaba un maletín. Le seguía un niño de cabello rizado que correteaba para alcanzarle, aunque no lo consiguió hasta que estuvo a apenas unos metros de nosotros. Me llevé dos dedos al ala del sombrero por todo saludo, el otro estaba enfrascado en una conversación con el infante y como siempre solía suceder en estos casos hacía gala de su paciencia y la redundancia más elemental. Observé al niño mientras se alejaba de vuelta con su madre. - He venido a visitar a un conocido que vive allí. - Señalé vagamente la dirección de la que provenían mis pasos. - Hace buena tarde para pasear. ¿Es esta propiedad privada? - Percibí totalmente su tono de advertencia, no me importaba tomar otro camino. Normalmente no era tan transigente, pero había aprendido a fuerza de errores que la mejor victoria era no emprender batallas que no tuviera sentido pelear.

No me gustaban las bromas ni era aficionado a las carcajadas, pero me habría reído de buena gana de saber lo que Granchester pensaba de mí. Los adjetivos como bueno o plano eran ciertamente los últimos que yo habría utilizado para definirme, y si quedaban dudas se podía preguntar a cualquiera de las personas a las que había aplastado como a moscas en mi largo proceso de introspección hacia el autoconocimiento. A decir verdad pocas eran las que habían sobrevivido para dar testimonio, así que no había muchos a quienes interrogar. No, no era tan ingenuo como para pensar que mi aparente calma tenía algo que ver con la bondad o la nobleza. Seguía siendo un monstruo y de los peores, algo que irónicamente había aprendido a abrazar como parte de mí. No llegaba al punto de superación de decir que agradecía mis tropiezos porque me habían servido para aprender, pero al menos Dios me había dado una tregua y me dejaba gozar de algo parecido a la paz los años que me quedaban. Al morir suponía que iría directo al infierno donde los seres abyectos como yo pertenecían, pero no me atormentaba. Lo merecía. Saber que el fin último de mi existencia era recibir el castigo que me estaba destinado me hacía sentir que mi balanza estaba más equilibrada.

Aguardé a ver si Loyd esclarecía de dónde le sonaba mi nombre, pero se le escapaba. - Tengo negocios por ahí. - Respondí vagamente. - Soy administrador. - Era más breve resumirlo de ese modo que explicar que controlaba los vaivenes económicos de todo un clan. Atendí a su explicación y me sorprendió que confesara tan alegremente que ya no era humano. Estaba claro que veía mi aura y yo la suya, para nosotros no había secretos en cuanto a naturaleza, pero siempre quedaba el misterio de la motivación. El buen doctor no tenía modo de saber si yo tenía buenas o malas intenciones, si trabajaba para la Inquisición o incluso algo peor. Loyd Granchester era muy necio o muy inteligente. Yo, por el contrario, en ningún momento perdí de vista la posibilidad de que tras su apariencia de amigable licántropo inocente se escondiera algo en la sombra que buscara información. Esperaba por su bien que se tratase de lo segundo. Enarqué una ceja y valoré advertirle, pero nada me unía a él y no quería permitir que nadie cerrase en torno a mi cuello la soga prieta de una trampa de colegial. - Podría decirse así. - Concedí, cuando él continuó con la conversación sobre el océano. - Para mí, que nado a duras penas, más que la inmensidad de la vida sería el fin de la misma. - Y no tenía ningunas ganas de comprobar lo que se sentía al morir ahogado, así que definitivamente eso era lo más que pensaba acercarme a la orilla.

A Marie-Laure en cambio le gustaba el mar. Se quedaba embobada observándolo y decía que algún día le gustaría dejar los bosques de Normandía y vivir en la costa. No era una muchacha especialmente romántica, pero le parecía pintoresca la idea de la casita junto al rumor del oleaje y dejar que el sol le tostara la piel en sus días de retiro en la vejez. La pobre nunca pasó de la treintena. Arrugué la nariz ante la mención a los perfumes. - A mí tampoco me gustan. - Reconocí. Comenzaba a pensar que Granchester no ocultaba nada y era así, simple y abierto como un libro. Decidí arriesgarme a preguntar, aunque mi comentario sonó más bien como un suspiro. - ¿Cuánto hace de vuestra... conversión? - Indagué, utilizando su mismo término.

Cuarenta y ocho días. Pensé que pese a su edad apenas era un muchacho. Le miré de un modo distinto al de antes, como si hubiera perdido tonto el tinte de respetabilidad que su profesión pudiera otorgarle. No es que fuese peor médico después de confesar, pero en cierto modo acababa de encontrarme con un cachorro de mi especie y eso aportaba otro matiz a la situación. Me pasé una mano por el mentón en un gesto inconsciente y solo me percaté del mismo cuando la sombra de mi barba me raspó los dedos. Cuarenta y ocho días. Y parecía tan normal, andando por ahí con su maletín y haciéndose cargo de los demás. Yo había tardado diez años en recuperar algo de albedrío.

Escuché el resto de su historia. Asentí cuando me hizo partícipe del supuesto secreto sobre los inquisidores, estaba al tanto. Probablemente Granchester no sabía que estaba conversando con poco menos que un anciano, aunque ni mi aura ni las arrugas que circundaban mis ojos hablaban tampoco de juventud. - No todos. - Tuve que añadir. No quería inmiscuirme, pero algo dentro de mí no podía dejar que Loyd siguiera campando por ahí en la más absoluta ingenuidad o acabaría por ser pasto de cualquiera que tuviera la astucia suficiente para jugar sus trucos. - La mayoría sí, tienen algo diferente... pero escúchame bien. - Volví a clavar la vista en el mar mientras trataba de encontrar las palabras más adecuadas. Era parco en discursos y basaba prácticamente toda mi comunicación en la premisa de que era absurdo gastar saliva en tres frases si se podía resumir el mensaje en una. Además no sabía cómo se tomaría Granchester mi consejo, a fin de cuentas no lo había pedido, y seguramente se creería más listo que yo. Sabía perfectamente por experiencia cómo se sentían los lobos jóvenes. - Hay otros. Hay seres más antiguos que tú, que yo y que las estrellas. Hay almas retorcidas que dominan el tiempo a su antojo y que juegan con la mente de los pobres diablos como nosotros. Pueden hacer que veas lo que ellos quieran, que sientas lo que ellos quieran. Pueden hacer que mates a alguien a quien ni siquiera recordarás después. - Agucé un momento el olfato, había creído captar algo pero parecía olor de comida proveniente de la casa del faro. - Cuídate. - Concluí.

En el fondo envidiaba la felicidad con la que había acogido su conversión. A mí me habían roto la vida en tantos pedazos que aun entonces, medio siglo después, seguía intentando recomponerlos. Pero el doctor estaba tranquilo, agradecido incluso. Yo creía en Dios, había aprendido a llegar con Él a una especie de pacto silencioso, pero en momentos como aquel me golpeaba el rencor y volvía a preguntarme por qué yo, qué había hecho para merecer mi experiencia. Y qué habían hecho mi mujer y mis hijos para ganarse el final más horrible. Metí las manos de nuevo en el gabán, no debería haber ido hasta allí, el mar tenía la desagradable capacidad de recoger los recuerdos de uno y devolvérselos de donde más enterrados los tenía.

¿Cómo se llamaban? No lo sabía, y ese era parte del problema. Me encogí de hombros y le miré con fijeza, intentando hacerle comprender la gravedad de la situación. - No tiene importancia. Quizá no tengan nombre. - Le acepté el puro. No fumaba por costumbre pero hubo una época en la que sí, y siempre en un rincón recóndito de mi alma lo echaba de menos por más años que pasaran. Inspiré la primera calada con profundidad tratando de dar con las palabras exactas. En el fondo me seguía pareciendo una pérdida de tiempo estar allí en ese lugar perdido de las afueras de Francia instruyendo a un lobezno en algo que debería dictarle el sentido común. Cuando yo fui convertido habría agradecido alguien que me guiase por los entresijos de mi nueva condición, pero eso nunca me había despertado el instinto paternal. Creía firmemente en la ley del más fuerte y que cada uno se buscaba su propio destino, si yo me había enderezado por el camino difícil también valdría para otros. Pero había algo en Granchester, que estaba ahí de pie con su maletín mirándome como si yo tuviese todas las respuestas, que me impedía dejarlo plantado. - Algunos vampiros tienen poderes que van mucho más allá de beber la sangre de unos desgraciados. - Le informé. - Y hay hechiceros que dominan la vida y la muerte. Se cuentan historias... - Exhalé el humo por la nariz mientras hablaba, formando dos columnas que se elevaron en dirección al cielo. - La cuestión es que no debes fiarte. No puedes ir por ahí confiando en que todo el mundo tiene un aura luminosa que confiesa sus pecados. ¿Cómo sabes que no pueden camuflarse?

Negué con la cabeza. Sabía que no le estaba dando ningún enemigo concreto al que perseguir, ninguna presa a la que hincar el diente. El punto fuerte de los licántropos no eran los juegos mentales, era la fuerza física, y en los momentos en que la testosterona nos hacía estallar con fuego cegador no quedaban ganas ni energía para dudar del criterio propio. Pero era lo más importante que yo había aprendido en mis casi ocho décadas de existencia. - En este mundo no se puede confiar en el ensayo y el error, cachorro. - No utilizó el mote como adjetivo despectivo, sino que lo hizo con cercanía y señalando al médico con el extremo del habano, de tú a tú. - Si dejas que el error te encuentre... estás muerto.

Comprendí que Granchester no había sufrido mucho por dejar atrás la condición humana. Se desprendía de sus palabras un rencor pasado, hablaba de sus antiguos congéneres como si le hubieran dado la espalda, y supuse que en ese contexto no era de extrañar que hubiese abrazado con talante favorable su transformación. Tal vez había encontrado algunos sobrenaturales que le habían ayudado, pero en mi opinión no había una raza mejor que otra. Yo odiaba a los vampiros con todo mi ser pero sabía de algunos que habían escogido por voluntad propia no alimentarse sino de animales, y les reconocía cierto mérito moral por ello. Sabía que mi aversión hacia ellos se debía en parte a la naturaleza de mi especie y que éramos enemigos desde hacía mucho tiempo, pero intentaba por eso mismo que mi instinto de lobo no me nublara del todo el juicio. No lo conseguía a menudo cuando se trataba de sanguijuelas, pero se podía decir que me esforzaba.

Di otra calada al habano, el médico debía estar bien relacionado si conseguía productos así, sin embargo se veía un hombre bastante sencillo dentro de sus ropas elegantes. Me pregunté qué imagen transmitiría yo. Basándome en cómo reaccionaban ante mí los niños me atrevía a asegurar que mi semblante adusto inspiraba cierto temor, aunque los adultos se fijaban más en mi ropa y mi bastón. Parecía que la apariencia lo era todo a ojos de los humanos, me asombraba lo fácil que resultaba engañar a los demás. Debajo de un gabán de paño lo mismo podía esconderse un santo que un asesino, pero nadie miraría más allá de la tela. Asentí a la pregunta de Granchester. - Tomo el tren nocturno a París dentro de dos horas. ¿Tienes transporte propio? - Me di cuenta de que en el curso de nuestra conversación había pasado en algún punto a tutear a Loyd. Probablemente cuando me confesó que era un lobezno, eso me impedía verlo del todo como igual, aunque esperaba que no le molestase. Después de todo yo era un viejo y él todavía joven.

Me alegró deducir de sus últimas palabras que ya había escarmentado en carne propia y que no dejaba de ser del todo precavido. - La taberna de Moe. - Repetí, para retener el nombre en la memoria. - Lo tendré en cuenta. Nunca se sabe cuándo se necesitará un galeno... - Esbocé un amago de sonrisa, aunque en mi caso eran casi proféticas esas palabras. Siempre acababa necesitando un costurón u otro, París estaba lleno de maleantes y el bosque cuajado de peligros. Últimamente me parecía que los licántropos teníamos demasiados frentes abiertos con el resto de razas y yo ya no tenía la vitalidad de antaño. Quizá deberíamos dejar de ser tan belicosos, pero éramos la especie más territorial e irascible y no nos faltaba orgullo, así que aún nos pasaba poco. - Por eso siempre es mejor ir en grupo. ¿Estás solo? La manada siempre te guarda las espaldas.

Decididamente Granchester no era un médico a la vieja usanza. Todos los doctores que yo conocía, que tampoco eran muchos en el terreno personal, se desplazaban en carruajes particulares haciendo cierta ostentación de su nombre y su posición económica. Yo mismo había contratado en ocasiones los servicios de algún cochero, pero tampoco tenía transporte propio porque no le daría suficiente uso para amortizar lo caro que resultaba. Para llevar mi casa sí utilizaba los servicios de un escaso personal doméstico que hacía sus tareas con eficiencia y sabía comportarse con discreción, pero no estaba acostumbrado a la vida cómoda hasta tal punto que buscara dilapidar mis ahorros en contratar criados. - Es cierto. - Estuve de acuerdo porque había necesitado varias veces que me atendieran y últimamente siempre iba a ver a los especialistas que sabía que estaban recomendados por los míos. No iba a poner mi salud en manos de alguien que nunca hubiera visto un ser como yo, porque no entendería lo que necesitaba y tampoco serían capaces de hacerme un seguimiento oportuno. - Aunque a mí me valdría cualquier curandero que sepa zurcir. - En mis palabras se destilaba una broma evidente, pero no era mentira que casi todo lo que yo requería de los doctores eran suturas.

Atendí a su explicación con sumo interés. No tenía conocimiento de que existiera en París un distrito como ese, y eso me dejó intranquilo porque parte de mi trabajo era precisamente encargarme de estar al tanto de todo lo que sucedía en la ciudad. Como utopía el barrio de Granchester sonaba bien, pero mi natural desconfianza me impedía creer del todo en sus palabras. - ¿Todas las razas unidas? ¿Como una... familia? - Me terminé el puro con una última calada prolongada y después de aplastar el extremo humeante contra una roca me lo metí en el bolsillo del gabán. Ya me desharía de él en la estación, no quería provocar un incendio. Íbamos caminando y habíamos alcanzado ya la linde del paseo marítimo, donde empezaban los árboles y el terreno agreste. Como licántropo tenía mucha conciencia de proteger la naturaleza, era lo que me servía de hogar en las noches de luna llena. - No dudo de que eres imprescindible allí. - No quería ofender a Loyd, pero parecía que todo lo que decía lo pensaba a propósito para preocuparme. Me pregunté por qué aquel macho joven e ingenuo me hacía parecer un hermano mayor de pronto, a mí, que podría perfectamente tener nietos. - Pero llegará un día en que comprenderás que solo puedes tener una verdadera manada con otros lobos. No pretendo decirte qué tienes que hacer. Al fin y al cabo yo aprendí las cosas por el camino difícil y valoro la enseñanza de la experiencia personal. - Me abroché unos botones del abrigo mientras caminábamos, me molestaba el viento. - Pero si alguna vez quieres venir a ver lo que se siente... Bueno, sabes cómo me llamo. Búscame. - En mi clan éramos celosos, como todos los grupos de licántropos, pero seguro que él encajaría bien allí. Habíamos tenido algún problema alguna vez, pero en general mi autoridad no se discutía y eso daba a los demás sensación de orden y seguridad. Me pregunté si no debería ir buscando a alguien que me sucediera. Parecía claro que no iba a tener cachorros de mi sangre, así que siempre podía delegar en otro miembro como el viejo Lup había hecho conmigo.

Me parecía chistosa la idea de llevar conmigo siempre una costurera personal cuyo objetivo fuese únicamente el de zurcir mis rasguños. Tenía algunos criados en casa, pero no me imaginaba ofreciendo un cometido como aquel a ninguno de ellos. Granchester hablaba de estómago, pero no creía que fuese eso lo que faltara a los curanderos de medio pelo de Francia. No tenían reparos en arrancar muelas sanas si con ello ganaban unos francos, los había visto a montones con sus puestos levantados en las esquinas de las callejuelas como si fueran videntes o titiriteros. El problema era encontrar alguno que se preocupara mínimamente por emplear técnicas higiénicas. Parecía que el médico que tenía delante era bastante pulcro, pero el uso del agua y el jabón no estaba muy extendido entre los galenos, que todavía operaban en anfiteatros vestidos con las mismas ropas con las que luego salían a la calle.

Si el tema del barrio mixto me había hecho poner alerta, lo de Notre Dame terminó de erizarme los pelos del cuerpo. - ¿Qué estáis tramando? - En seguida di por hecho que Loyd no estaba hablando de un plan que hubiese urdido solo. Parecía que estaba oyendo las palabras de un loco, ¿quién en su sano juicio se atrevería a atentar contra el suelo sagrado más venerado de París? - No me digas que uno de tus amigos vampiros quiere que des la cara por él... - Eso éramos siempre los licántropos para las otras razas, la mano de obra. Nos creían fuertes, brutos, toscos y con los estribos cortos. Y quizá tuviesen parte de razón, pero cuando los lobos comprendíamos nuestra naturaleza y abrazábamos nuestros defectos sabíamos sacar de la debilidad mucha fortaleza. Me detuve en medio del camino y así el brazo del médico para que entendiera que no podía salirse por la tangente, no después de haberme dado una noticia como aquella. - Siempre estoy al tanto de lo que ocurre en la ciudad. - Atajé. Podía parecer petulante pero era cierto, y quería que Granchester entendiese el alcance de mi sorpresa. - ¿Qué es lo que va a pasar? ¿Tiene algo que ver con el inquisidor que te busca?

No podía fiarme de los vampiros y a mi edad sabía que no lo haría nunca. Puede que nuestra rivalidad fuese ancestral y estuviese en nuestra naturaleza, pero si un ose paraba a pensarlo era lo más lógico del mundo tenerles aversión. Eran seres oscuros, despiadados, que nos disputaban el reino de la noche y que a diferencia de nosotros se alimentaban de humanos porque otros animales no solían satisfacerles. O por el placer de hacer daño. No podía convencer a Granchester, pero tampoco lo iba a intentar más por el momento. ¿Qué más daba? El chico estaba atravesando por mucho si lo habían convertido hacía menos de dos meses. Me asombraba el simple hecho de que pudiera pasear, conversar y llevar una vida aparentemente normal. Nada que ver con mi primera transformación.

Se volvió contra mí cuando le tomé del brazo. Por supuesto, aún debía de tener los instintos de lobo a flor de piel. Mi única respuesta visible fue contraer las pupilas un milímetro, pero mis músculos se pusieron todos en tensión al tiempo que retiraba la mano. Su aura era tan transparente como la de un cachorro que no sabe ni pretende esconder sus sentimientos. Loyd debería aprender por las buenas a ocultarse un poco mejor o la vida le enseñaría a hacerlo por las malas. - No importa. - Atendí su explicación y no pude evitar transportarme a mi propio pasado cuando dijo lo de su mujer. - Eres viudo. - Constaté. - Lo lamento. - El recuerdo de mis hijos estaba muy enterrado en lo más hondo de mi ser, tanto que a veces me costaba rememorar sus caras, pero en ese momento pude verlos fugazmente otra vez como antaño, corriendo alrededor de la fogata en la que su madre preparaba la cena. Los que decían que el tiempo lo curaba todo no tenían ni idea. Me di cuenta de que estaba rozando con la mano la cadena que colgaba de mi cuello en un acto reflejo y la aparté de allí.

Si el médico quería embarcarse en un plan suicida por motivos personales podía llegar a entenderlo, pero no era mi lucha. - Apartaré a los míos de allí. - Acepté, aunque lo más sensato hubiera sido prevenirle contra lo absurdo de su intención. ¿Qué iba a decirle que él no supiera ya? Solo un hombre desesperado se embarcaría en una locura como esa.