AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Way down we go | Albert Schnitzler
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Way down we go | Albert Schnitzler
La vida de los mortales eran tan, tan fugaz... Como estrellas que sobrevuela el oscuro cielo para luego apagarse ante los ojos de los inmortales. El sudor correteaba por la frente arrugada de Monsieur Moncharmin y su vista se había nublado por la fiebre. Extraños y dolorosos recuerdos surcaron mi mente, al acordarme de mi hermana de sangre Clotilde, quien perdió la vista por una enfermedad similar. Ese fue el cisma que al final me condujo al camino por el que vagabundeo hoy día.
-No se preocupe, Armand. Resista. -le susurré con suavidad. Armand Moncharmin, el antiguo director del conservatorio de París, había sido mi primer amigo humano en años y al primero al que tuve el valor de revelarle mi verdadera condición como hija de las tinieblas. Su acogida en la ciudad de las luces fue tan cálida, que me sentía en deuda con él.
Las noches pasaban, y la salud del viejo mortal parecía agravarse más y más. Ningún doctor humano parecía dar con el remedio, hasta se me cruzó por la mente pensar que había sido maldecido por algún ser de sombras.
Recorrí cada calle, cada rincón de la ciudad en busca de alguien con los conocimientos necesarios para el desempeño de tal tarea. Tuve que descender hasta las cloacas más inmundas de París para hacerme con un nombre. Schnitzler. Vino a mi como un susurro velado al viento. Schnitzler. Las fuertes consonantes de un idioma que hacía tiempo no empleaba, pero que era tan mío como del propio Sacro Imperio.
No me resultó muy difícil saber donde se alojaba ese fantasma de un pasado no tan lejano, y una noche fría de otoño, llamé a la puerta del doctor.
-Albert. -su nombre salió de mis labios en cuanto abrió la puerta, en mi voz se podía leer una extraña mezcla de sorpresa y determinación. Me pregunté si me recordaría, o mi figura habría quedado velada por el tiempo- No sé si me recuerdas. Mi nombre es Carolina Van de Valley. Nos conocimos hace tiempo, en Nuremberg. -hablé en alemán con el cándido acento del archiducado donde nací y me crié- Necesito su ayuda. -lo último, más que una petición, pareció una plegaria.
-No se preocupe, Armand. Resista. -le susurré con suavidad. Armand Moncharmin, el antiguo director del conservatorio de París, había sido mi primer amigo humano en años y al primero al que tuve el valor de revelarle mi verdadera condición como hija de las tinieblas. Su acogida en la ciudad de las luces fue tan cálida, que me sentía en deuda con él.
Las noches pasaban, y la salud del viejo mortal parecía agravarse más y más. Ningún doctor humano parecía dar con el remedio, hasta se me cruzó por la mente pensar que había sido maldecido por algún ser de sombras.
Recorrí cada calle, cada rincón de la ciudad en busca de alguien con los conocimientos necesarios para el desempeño de tal tarea. Tuve que descender hasta las cloacas más inmundas de París para hacerme con un nombre. Schnitzler. Vino a mi como un susurro velado al viento. Schnitzler. Las fuertes consonantes de un idioma que hacía tiempo no empleaba, pero que era tan mío como del propio Sacro Imperio.
No me resultó muy difícil saber donde se alojaba ese fantasma de un pasado no tan lejano, y una noche fría de otoño, llamé a la puerta del doctor.
-Albert. -su nombre salió de mis labios en cuanto abrió la puerta, en mi voz se podía leer una extraña mezcla de sorpresa y determinación. Me pregunté si me recordaría, o mi figura habría quedado velada por el tiempo- No sé si me recuerdas. Mi nombre es Carolina Van de Valley. Nos conocimos hace tiempo, en Nuremberg. -hablé en alemán con el cándido acento del archiducado donde nací y me crié- Necesito su ayuda. -lo último, más que una petición, pareció una plegaria.
Carolina Van de Valley- Vampiro Clase Media
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Albert Schnitzler- Vampiro Clase Alta
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Re: Way down we go | Albert Schnitzler
El rostro de Schnitzler se dibujó al umbral de la puerta, entre los claroscuros que desprendían la escasa iluminación del apartamento. Una cortés sonrisa apareció en mi semblante al comprobar que el doctor me reconocía. Un alivio, más bien, pues viviendo a la sombra de Dvorak durante los primeros años de neófita era fácil que hasta yo misma hubiese olvidado mi propia figura, mi propio espíritu.
Atravesé la puerta cuando Albert me invitó a entrar en su casa. Era un lugar con cierta austeridad germánica que me recordó a la casa señorial que mi familia poseía en el archiducado. En cierta manera, era como volver a casa. Cierta calidez abrazó mi inerte cuerpo al observar tímidamente en derredor. Una calidez ficticia pero, dadas las circunstancias, más que bienvenida.
-Herr Schnitzler... -comencé, cambiando al alemán. Si bien se apreciaban ciertas diferencias entre el alemán vienés con el estándar, se nos hacía perfectamente entendible para ambos y, de nuevo, supuso un alivio desprenderme del francés aunque fuese por un rato- Siento mi impertinencia. Aparecer de esta guisa en su casa... Pero no lo haría si no fuera por un motivo que me atenaza.
Me despojé de los guantes y los guardé en el bolsillo de mi capa; un entuerto más que inútil pero que ayudaba a mantener las apariencias humanas de cara a la galería.
-Se trata de un amigo. Está gravemente enfermo y me temo que ningún doctor mortal ha sabido dar con la causa. No sé si usted tendría la amabilidad, por la relación de amistad que nos unió en un pasado, de pasar a analizarle.
Un mechón de cabello rubio se me soltó del recogido pero yo ni siquiera me percaté de ello, concentrada como estaba en monsieur Moncharmin y su delicado estado de salud.
-No se ría de mi si le digo, que hasta he llegado a pensar que podría estar maldito.
No sería la primera vez que alguna bruja despechada, furiosa, o simplemente malvada, condenaba a algún desprotegido mortal. Mis manos estaban temblorosas, y no era, por supuesto, debido a las bajas temperaturas de la noche francesa.
Atravesé la puerta cuando Albert me invitó a entrar en su casa. Era un lugar con cierta austeridad germánica que me recordó a la casa señorial que mi familia poseía en el archiducado. En cierta manera, era como volver a casa. Cierta calidez abrazó mi inerte cuerpo al observar tímidamente en derredor. Una calidez ficticia pero, dadas las circunstancias, más que bienvenida.
-Herr Schnitzler... -comencé, cambiando al alemán. Si bien se apreciaban ciertas diferencias entre el alemán vienés con el estándar, se nos hacía perfectamente entendible para ambos y, de nuevo, supuso un alivio desprenderme del francés aunque fuese por un rato- Siento mi impertinencia. Aparecer de esta guisa en su casa... Pero no lo haría si no fuera por un motivo que me atenaza.
Me despojé de los guantes y los guardé en el bolsillo de mi capa; un entuerto más que inútil pero que ayudaba a mantener las apariencias humanas de cara a la galería.
-Se trata de un amigo. Está gravemente enfermo y me temo que ningún doctor mortal ha sabido dar con la causa. No sé si usted tendría la amabilidad, por la relación de amistad que nos unió en un pasado, de pasar a analizarle.
Un mechón de cabello rubio se me soltó del recogido pero yo ni siquiera me percaté de ello, concentrada como estaba en monsieur Moncharmin y su delicado estado de salud.
-No se ría de mi si le digo, que hasta he llegado a pensar que podría estar maldito.
No sería la primera vez que alguna bruja despechada, furiosa, o simplemente malvada, condenaba a algún desprotegido mortal. Mis manos estaban temblorosas, y no era, por supuesto, debido a las bajas temperaturas de la noche francesa.
Carolina Van de Valley- Vampiro Clase Media
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