AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Årsland rara vez aceptaba ese tipo de encargos. Tras algunos años en la “profesión”, había aprendido que mientras más claras estuvieran las líneas que separaban lo carnal de lo social con sus clientes, más seguro podía sentirse a la hora de ejercer. Después de todo, el servicio que ofrecía no era algo de lo que enorgullecerse, ni por parte suya, ni mucho menos por parte de sus clientes, los que, en su mayoría, lo buscaban a él cuando no podían recibir lo que deseaban por parte de sus familias. O simplemente cuando necesitaban descargar parte de las tensiones acumuladas a lo largo del día a día. Årsland no era más que un parche, siempre lo había sabido. Un desliz, o una mancha obscura en la memoria de aquellos que buscaban su compañía. Sus transacciones estaban desprovistas de emociones más allá de la obtención inmediata y sin ataduras de placer, uno que él jamás obtenía de primeras, pero eso era algo secundario. Con el tiempo y la experiencia, te veías obligado a aprender a separar tu cuerpo de tus pensamientos. No es como si siempre lo consiguiera, no era así, muchos amaneceres aún eran recibidos con lágrimas en los ojos, pero en su mayor parte, y cuando todo cuanto debía vender era simplemente su cuerpo, que no su dignidad, tampoco resultaba tan terrible. Además, a aquellas alturas dudaba que pudiera hacer ninguna otra cosa con el mismo nivel de habilidad con el que presumía llevar al clímax a todos los que lo alquilaban por algunos francos.
Pero el mes había sido malo, mucho más que de costumbre. A pesar de ser el tipo de prostituto que se limitaba a trabajar lo suficiente para poder subsistir -perseguir una vida de lujo no estaba entre sus prioridades-, sus gastos se habían incrementado tras el último estirón por parte de su hermana. En el pasado había estado preocupado por el hecho de que la niña no estuviera creciendo lo suficiente. La delgadez era algo que ambos compartían, parte de genética y parte por la continua sensación de no-tengo-hambre-pero-jamás-estoy-lleno, pero mientras Årsland era relativamente alto, rozando el metro setenta y seis, la chica apenas si llegaba al metro y eso no era normal, no para alguien que estaba a punto de alcanzar la pubertad. Obsesionado como siempre con el bienestar de la joven, el chico se esforzaba hasta la saciedad por balancear su dieta tanto como le era posible dado su limitado presupuesto. No había previsto que los resultados a sus esfuerzos fueran a aparecer precisamente en una de esas temporadas en las que los clientes eran más escasos. Solía ocurrir cíclicamente, coincidiendo con la apertura de un nuevo burdel, o la llegada de nuevas “caras” a las calles más frecuentadas por los suyos. Era algo natural, y por lo que no solía preocuparse demasiado. Pero con el frío venía la necesidad de reforzar la casa, además de conseguir más prendas de abrigo y ahora también sustituir la mayoría de la -escasa- selección de prendas que a su hermana se le habían quedado pequeñas. Las curvas propias de las mujercitas comenzaban a adivinarse, y mientras que le hacía sentir infinitamente orgulloso saber que la estaba criando adecuadamente, sus miedos se volvían también más notorios.
No tenía tiempo para centrarse en ellos, sin embargo. Las tasas a pagar para la escuela de la joven, además de por las clases de canto y danza a las que finalmente la había apuntado tras mucha insistencia, requerían más de la mitad de sus ganancias. Y mientras que no le importaba usar su cuerpo hasta estar exhausto, incluso su stamina tenía un límite, y tampoco la solución estaba al alcance de sus manos simplemente con esforzarse. A veces debía recurrir a otros medios a los que ni estaba tan acostumbrado, ni le gustaba demasiado acudir. La Molly House era una especie de teatro, al menos en apariencia, aunque tan sólo con observar el movimiento en torno a sus puertas era sencillo darse cuenta de que la clientela era muy diferente a la de otros establecimientos. Los hombres trajeados no eran una sorpresa, pero sí el hecho de que los acompañantes que colgaban de sus brazos solían ser jóvenes, en masculino, vestidos de formas variopintas, extravagantes y femeninas. La cosificación de aquellos jóvenes iba mucho más allá a lo que era por costumbre, y en su gran mayoría, las fiestas que se realizaban entre sus paredes no era algo de lo que se pudiera hablar abiertamente. No solamente por parte de los clientes, que negarían categóricamente haber formado parte de ellas, sino por parte de los propios chicos, cuya presencia en ellas era criticada incluso por aquellos de su misma clase y condición. Y es que, hasta la degradación a la que uno se sometía solía tener un límite.
Aunque en su caso, nada importaba realmente cuando se trataba de darle una vida mejor a la persona más importante de su universo.
Pero el mes había sido malo, mucho más que de costumbre. A pesar de ser el tipo de prostituto que se limitaba a trabajar lo suficiente para poder subsistir -perseguir una vida de lujo no estaba entre sus prioridades-, sus gastos se habían incrementado tras el último estirón por parte de su hermana. En el pasado había estado preocupado por el hecho de que la niña no estuviera creciendo lo suficiente. La delgadez era algo que ambos compartían, parte de genética y parte por la continua sensación de no-tengo-hambre-pero-jamás-estoy-lleno, pero mientras Årsland era relativamente alto, rozando el metro setenta y seis, la chica apenas si llegaba al metro y eso no era normal, no para alguien que estaba a punto de alcanzar la pubertad. Obsesionado como siempre con el bienestar de la joven, el chico se esforzaba hasta la saciedad por balancear su dieta tanto como le era posible dado su limitado presupuesto. No había previsto que los resultados a sus esfuerzos fueran a aparecer precisamente en una de esas temporadas en las que los clientes eran más escasos. Solía ocurrir cíclicamente, coincidiendo con la apertura de un nuevo burdel, o la llegada de nuevas “caras” a las calles más frecuentadas por los suyos. Era algo natural, y por lo que no solía preocuparse demasiado. Pero con el frío venía la necesidad de reforzar la casa, además de conseguir más prendas de abrigo y ahora también sustituir la mayoría de la -escasa- selección de prendas que a su hermana se le habían quedado pequeñas. Las curvas propias de las mujercitas comenzaban a adivinarse, y mientras que le hacía sentir infinitamente orgulloso saber que la estaba criando adecuadamente, sus miedos se volvían también más notorios.
No tenía tiempo para centrarse en ellos, sin embargo. Las tasas a pagar para la escuela de la joven, además de por las clases de canto y danza a las que finalmente la había apuntado tras mucha insistencia, requerían más de la mitad de sus ganancias. Y mientras que no le importaba usar su cuerpo hasta estar exhausto, incluso su stamina tenía un límite, y tampoco la solución estaba al alcance de sus manos simplemente con esforzarse. A veces debía recurrir a otros medios a los que ni estaba tan acostumbrado, ni le gustaba demasiado acudir. La Molly House era una especie de teatro, al menos en apariencia, aunque tan sólo con observar el movimiento en torno a sus puertas era sencillo darse cuenta de que la clientela era muy diferente a la de otros establecimientos. Los hombres trajeados no eran una sorpresa, pero sí el hecho de que los acompañantes que colgaban de sus brazos solían ser jóvenes, en masculino, vestidos de formas variopintas, extravagantes y femeninas. La cosificación de aquellos jóvenes iba mucho más allá a lo que era por costumbre, y en su gran mayoría, las fiestas que se realizaban entre sus paredes no era algo de lo que se pudiera hablar abiertamente. No solamente por parte de los clientes, que negarían categóricamente haber formado parte de ellas, sino por parte de los propios chicos, cuya presencia en ellas era criticada incluso por aquellos de su misma clase y condición. Y es que, hasta la degradación a la que uno se sometía solía tener un límite.
Aunque en su caso, nada importaba realmente cuando se trataba de darle una vida mejor a la persona más importante de su universo.
Årsland P. Byström- Prostituto Clase Baja
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