AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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A veces rendirse a las circunstancias es la única y más efectiva forma de sobrevivir. El frío era lo bastante denso como para pegárseme en los huesos, dejándome entumecida, agotada y sin la fortaleza mental suficiente para dedicarme siquiera unas palabras de ánimo. Era plenamente consciente de que, me dijera lo que me dijera, no sería más que una burda y cruel mentira. El invierno en París no era agradable, cualquier excusa al respecto sería una falsedad. Si bien había nacido en un país tres veces más frío que Francia, en aquella época tenía los recursos necesarios para resguardarme. Y ahora, simplemente, ya no los tenía. Lo único que podría haberme cubierto del frío, de la nieve, habrían sido las paredes sólidas de un edificio, y en las últimas semanas las casas abandonadas habían sido aseguradas en contra de vagabundos. Nunca entendí esa medida, si nadie usaba esas casa, ¿qué coño les importaba a nadie que otros las usaran, aunque fuera únicamente para protegerse de lo más crudo del invierno? Al parecer, mucho. Los pobres no tenían derecho a querer buscar cobijo, ni siquiera entre las sobras de aquellos que estaban por encima, mirándolos desde la cima con desprecio. Mirándonos como si fuéramos escoria. En otra ocasión me hubiera pasado por el arco del triunfo las advertencias y los refuerzos en puertas y ventanas, pero tras una semana sin comer, y con las manos agarrotadas a causa de la helada, suficiente tenía con ser capaz de mantenerme en pie por más de diez minutos seguidos.
Así que, cuando me llegó la oferta, ni siquiera lo pensé. Probablemente, aunque me hubieran pedido que asesinara a alguien, habría aceptado de inmediato sin siquiera plantearme las posibles consecuencias. Cuando la desesperación alcanza ciertos niveles, la insensatez se convierte en algo lógico y casi necesario. Instinto de supervivencia, de verdad. Con la cifra que me habían garantizado que recibiría al terminar el trabajo, podría vivir de forma holgada durante al menos cinco o seis meses (lo que para mi se traducía en comer una vez al día, nunca he sido una de excesos), así que ni siquiera presté la suficiente atención a los detalles del encargo antes de decir que sí. Luego, mientras iba de vuelta hacia la oscura esquina en los callejones que me había estado resguardando las últimas dos noches, me di cuenta de a lo que acababa de acceder. Robar formaba parte de mi naturaleza casi tanto como el hecho de ser una sarcástica muerta de hambre, pero ese era el extremo al que llegaban mis afrentas contra la autoridad. Las peleas en que me veía involucrada, a pesar de que acabaran conmigo en celdas, jamás eran causadas por mi. Yo sólo me limitaba a devolver los golpes una vez me los habían lanzado (y mayoritariamente acabar apaleada por intentar plantar cara, todo sea dicho). Y ahora acababa de acceder a convertirme en enlace entre un tipo rico al que jamás hubiera mirado más de dos veces a menos que fuera para robarle las joyas, y un narcotraficante. Sin duda, no había sido la mejor de mis ideas.
El fumadero de opio rezumaba a esa hierba de aroma pasteloso y dulzón que se me subió a la cabeza casi de inmediato. Mis órdenes no eran demasiado claras, debía sentarme en la mesa más alejada de la sala, llevar una prenda roja en un sitio visible y depositar una rosa blanca sobre la mesa, para ser reconocida. Toda aquella parafernalia me parecía un tanto estúpida, a decir verdad. Después de todo, si el encuentro tenía lugar dentro de aquel antro, ¿qué demonios iba a pensar nadie, más allá de lo obvio? Además, todos los presentes parecían demasiado idos como para percatarse de nada con demasiado detalle, mucho menos en una escuálida morena que estaba haciendo todo lo posible por mantener la nariz y la boca tapadas con un pañuelo desgastado. El tabaco era una cosa, un vicio al que estaba acostumbrada, pero otro tipo de sustancias, ajenas a la nicotina o el alcohol, no formaron nunca parte de mi repertorio de errores cometidos. En parte por la ausencia de fondos, dinero que usaría para fines más importantes, como comer, por ejemplo; y por otra parte, porque no me fiaba de quienes las vendían. No saber lo que estaba consumiendo jamás me ha parecido una opción viable. Vivía en la calle, sí, pero no tenía instintos suicidas.
Así que, cuando me llegó la oferta, ni siquiera lo pensé. Probablemente, aunque me hubieran pedido que asesinara a alguien, habría aceptado de inmediato sin siquiera plantearme las posibles consecuencias. Cuando la desesperación alcanza ciertos niveles, la insensatez se convierte en algo lógico y casi necesario. Instinto de supervivencia, de verdad. Con la cifra que me habían garantizado que recibiría al terminar el trabajo, podría vivir de forma holgada durante al menos cinco o seis meses (lo que para mi se traducía en comer una vez al día, nunca he sido una de excesos), así que ni siquiera presté la suficiente atención a los detalles del encargo antes de decir que sí. Luego, mientras iba de vuelta hacia la oscura esquina en los callejones que me había estado resguardando las últimas dos noches, me di cuenta de a lo que acababa de acceder. Robar formaba parte de mi naturaleza casi tanto como el hecho de ser una sarcástica muerta de hambre, pero ese era el extremo al que llegaban mis afrentas contra la autoridad. Las peleas en que me veía involucrada, a pesar de que acabaran conmigo en celdas, jamás eran causadas por mi. Yo sólo me limitaba a devolver los golpes una vez me los habían lanzado (y mayoritariamente acabar apaleada por intentar plantar cara, todo sea dicho). Y ahora acababa de acceder a convertirme en enlace entre un tipo rico al que jamás hubiera mirado más de dos veces a menos que fuera para robarle las joyas, y un narcotraficante. Sin duda, no había sido la mejor de mis ideas.
El fumadero de opio rezumaba a esa hierba de aroma pasteloso y dulzón que se me subió a la cabeza casi de inmediato. Mis órdenes no eran demasiado claras, debía sentarme en la mesa más alejada de la sala, llevar una prenda roja en un sitio visible y depositar una rosa blanca sobre la mesa, para ser reconocida. Toda aquella parafernalia me parecía un tanto estúpida, a decir verdad. Después de todo, si el encuentro tenía lugar dentro de aquel antro, ¿qué demonios iba a pensar nadie, más allá de lo obvio? Además, todos los presentes parecían demasiado idos como para percatarse de nada con demasiado detalle, mucho menos en una escuálida morena que estaba haciendo todo lo posible por mantener la nariz y la boca tapadas con un pañuelo desgastado. El tabaco era una cosa, un vicio al que estaba acostumbrada, pero otro tipo de sustancias, ajenas a la nicotina o el alcohol, no formaron nunca parte de mi repertorio de errores cometidos. En parte por la ausencia de fondos, dinero que usaría para fines más importantes, como comer, por ejemplo; y por otra parte, porque no me fiaba de quienes las vendían. No saber lo que estaba consumiendo jamás me ha parecido una opción viable. Vivía en la calle, sí, pero no tenía instintos suicidas.
Irathi Heaven- Humano Clase Baja
- Mensajes : 99
Fecha de inscripción : 25/09/2013
Re: · Trapped ·
- ¡No puedes estar hablando en serio! Tal y como están las ventas últimamente, poner ese precio es ridículo, por no decir abusivo y totalmente fuera de lugar. Llevamos años haciendo negocios, Yakov, creo que me merezco un trato un poco más permisivo... -El día no estaba siendo precisamente agradable, y el hecho de que el hombre que tenía delante no parase de gesticular con las manos y escupirme mientras hablaba, no lo estaba arreglando precisamente. Me contuve las ganas de estrangularle tan bien como pude, aunque mi cara seguía mostrando la misma expresión de aburrimiento e ira contenida que había tenido puesta desde hacía más de una hora. Mi grado de tolerancia hacia los inútiles se había ido esfumando a lo largo de la tarde, y es que mi paciencia es bastante delicada, sobre todo cuando se trata de negocios, y cuando es evidente que están intentando tomarme el pelo, como era en aquel caso. Mirara hacia donde mirara, en aquella sala no había nada que evidenciara la "falta de clientes", más bien todo lo contrario. Todos los puestos estaban ocupados, algunos incluso con personas esperando su turno, y el añadido de las putas que yo había suministrado sin duda había incrementado las ventas. No sabía qué me tocaba más las narices, si que me mintiera, o que me tomara por estúpido.
- Voy a serte muy claro, en parte porque, como bien has dicho, hemos estado haciendo negocios juntos durante un tiempo: me importa una mierda que mis precios te parezcan abusivos. Al final quien nos da beneficios a ambos son los clientes, y es evidente que de esos no te faltan. Los que vienen aquí, aparte de por el vicio, también lo hacen por las mujeres, y esas te las estoy regalando, así que no me toques las narices. Sube los precios, si te preocupa perder dinero. Te aseguro que quienes tienes por clientes tienen la capacidad más que suficiente para permitirse pagar un poco más. -Para hacer aún más evidente mi cabreo, por si el tono y la bilis de mis palabras no era suficiente, golpeé el vaso de whisky sobre la mesa con mucha más fuerza de la necesaria. Un poco más y habría quebrado, pero ese no era el objetivo. A pesar de la estupidez que cargaba mi "cliente" a sus espaldas, no era un mal tipo y su negocio era uno de las grandes alianzas que había establecido en París, no necesitaba ni deseaba romperla por algo tan estúpido como una diferencia de opiniones. Si seguía intentando timarme, bueno, entonces ya sería otro tema, pero incluso así dejaría que mis acompañantes, dos lycan recién convertidos, pero leales como perros falderos, lidiaran con la paliza. Mancharme el traje nuevo no merecía la pena, después de todo, no estaba en el fumadero de opio únicamente para hablar de porcentajes.
Cuando vi entrar a la humana, debo decir que me quedé un tanto sorprendido. Estaba acostumbrado a estar rodeado de mujeres, trabajo con ellas (o ellas para mi, más bien), por eso incluso las bellezas más exóticas a mi ni siquiera me lo resultan tanto. Y la verdad, desde un punto de vista objetivo, aquella escuálida chiquilla no tenía nada que pudiera llegar a encontrar medianamente atractivo uno de mis clientes habituales. Demasiado delgada, demasiado pocas curvas, expresión dura y masculina, andares pesados y nada gráciles, y un evidente exceso de tinta manchando una piel que, de otro modo, sería hermosamente pálida. No sería fácil de vender, pero no imposible. Y por desgracia para ella, era la complejidad lo que me llamaba la atención después de tantos años de putas más que encantadas de tener una verga entre sus piernas por un par de monedas, vendiendo gemidos falsos a precio de saldo. Me relamí los labios para luego acabarme de golpe lo que me quedaba de mi bebida, y dedicarle una sonrisa de medio lado al hombrecillo que aún balbuceaba delante de mis narices. - O aceptas mis condiciones, o no hay trato. Y te aseguro que ningún otro vendrá a ofrecerte materia prima para que tu negocio siga funcionado. Вы понимаете? -Di la conversación por zanjada en cuanto asintió, para luego levantarme y dirigirme a la mesa que la muchacha ocupaba en el otro extremo de la sala, nada cómoda dado el nerviosismo que desprendía incluso a tanta distancia.
- ¿Puedo sentarme? -Dije, sin esperar a obtener una respuesta antes de hacerlo, para luego pedir una nueva ronda para ambos en cuanto una de las chicas se acercó a ambos.
- Voy a serte muy claro, en parte porque, como bien has dicho, hemos estado haciendo negocios juntos durante un tiempo: me importa una mierda que mis precios te parezcan abusivos. Al final quien nos da beneficios a ambos son los clientes, y es evidente que de esos no te faltan. Los que vienen aquí, aparte de por el vicio, también lo hacen por las mujeres, y esas te las estoy regalando, así que no me toques las narices. Sube los precios, si te preocupa perder dinero. Te aseguro que quienes tienes por clientes tienen la capacidad más que suficiente para permitirse pagar un poco más. -Para hacer aún más evidente mi cabreo, por si el tono y la bilis de mis palabras no era suficiente, golpeé el vaso de whisky sobre la mesa con mucha más fuerza de la necesaria. Un poco más y habría quebrado, pero ese no era el objetivo. A pesar de la estupidez que cargaba mi "cliente" a sus espaldas, no era un mal tipo y su negocio era uno de las grandes alianzas que había establecido en París, no necesitaba ni deseaba romperla por algo tan estúpido como una diferencia de opiniones. Si seguía intentando timarme, bueno, entonces ya sería otro tema, pero incluso así dejaría que mis acompañantes, dos lycan recién convertidos, pero leales como perros falderos, lidiaran con la paliza. Mancharme el traje nuevo no merecía la pena, después de todo, no estaba en el fumadero de opio únicamente para hablar de porcentajes.
Cuando vi entrar a la humana, debo decir que me quedé un tanto sorprendido. Estaba acostumbrado a estar rodeado de mujeres, trabajo con ellas (o ellas para mi, más bien), por eso incluso las bellezas más exóticas a mi ni siquiera me lo resultan tanto. Y la verdad, desde un punto de vista objetivo, aquella escuálida chiquilla no tenía nada que pudiera llegar a encontrar medianamente atractivo uno de mis clientes habituales. Demasiado delgada, demasiado pocas curvas, expresión dura y masculina, andares pesados y nada gráciles, y un evidente exceso de tinta manchando una piel que, de otro modo, sería hermosamente pálida. No sería fácil de vender, pero no imposible. Y por desgracia para ella, era la complejidad lo que me llamaba la atención después de tantos años de putas más que encantadas de tener una verga entre sus piernas por un par de monedas, vendiendo gemidos falsos a precio de saldo. Me relamí los labios para luego acabarme de golpe lo que me quedaba de mi bebida, y dedicarle una sonrisa de medio lado al hombrecillo que aún balbuceaba delante de mis narices. - O aceptas mis condiciones, o no hay trato. Y te aseguro que ningún otro vendrá a ofrecerte materia prima para que tu negocio siga funcionado. Вы понимаете? -Di la conversación por zanjada en cuanto asintió, para luego levantarme y dirigirme a la mesa que la muchacha ocupaba en el otro extremo de la sala, nada cómoda dado el nerviosismo que desprendía incluso a tanta distancia.
- ¿Puedo sentarme? -Dije, sin esperar a obtener una respuesta antes de hacerlo, para luego pedir una nueva ronda para ambos en cuanto una de las chicas se acercó a ambos.
Hedeon "Yakov" Demídov- Licántropo Clase Alta
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