AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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· Tierra y Aire ·
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· Tierra y Aire ·
El trabajo en los campos resultaba duro, pero tremendamente satisfactorio. Comenzaba temprano en la madrugada, un poco antes de que el Sol se alzara, y terminaba una hora después de que anocheciera. Las largas jornadas resultaban más duras en verano, debido al excesivo calor, y en el invierno, aunque el frío era un problema, la menor cantidad de cosecha hacía que la recolecta fuera más rápido. El otoño resultaba extrañamente fructífero en aquella zona, no tanto como la primavera pero casi, y eso hacía las jornadas algo más complejas. Pero nada importaba. Ni trabajar de Sol a Sol por unas pocas monedas y alimentos, ni el hecho de no poder permitirse una vida más cómoda ni para ella ni para su pequeña. La sensación de ser dueñas de su propio futuro era algo que no tenía precio, y que no cambiaría por todo el oro del mundo. Malaika podía presumir de ser una mujer capaz para adaptarse a diferentes ambientes sin demasiada dificultad. A pesar de venir de lo más profundo de África, de una tribu, acostumbrarse al bullicio de una ciudad como París le resultó un reto bastante simple. Desde el inicio no había aspirado a tener mucho, así que por un lado estaba salvada de decepciones, pero no había tardado más de unas horas en encontrar al empleador adecuado y un sitio en el que hospedarse. Si eso no era instinto de supervivencia, entonces no sabía qué lo sería.
Aquella tarde había sido un poco diferente. El terrateniente había tenido visita en la finca y los terrenos, así que se les había exigido a los campesinos que trataran de mostrarse presentables, agradables y trabajadores en todo momento. Malaika, a pesar de no saber mucho sobre las costumbres más civilizadas, no tardó mucho en percatarse de que los ropajes que portaban los visitantes reflejaban claramente un nivel social superior incluso al de sus empleadores. La palabra “nobles” y “condes” fueron repetidas por la mayoría de campesinos, y aunque no tenía del todo claro el significado de aquellos términos, supuso que significaba que aquella visita era oficial e importante, a pesar de que no conociera realmente los motivos. En su país de origen, unas tribus no se visitaban a otras a menos que fueran amigas y se dispusieran a intercambiar algo, o tribus enemigas dispuestas a enfrentarse. En el primer caso, la equidad entre visitantes y anfitriones era un requisito imprescindible, ese era el modo de mostrar respeto. Que independientemente de qué bando fuera mejor, o más poderoso, al poner un pie en el territorio del otro se comportaran de forma que diera a entender que eran iguales. En el mundo “civilizado”, esto no ocurría así. Los de estatus superior siempre se mostraban altivos a los de un nivel más bajo, y éstos últimos, a su vez, se sometían y comportaban de modo respetuoso a pesar de ser ellos los anfitriones. Era algo que no comprendía, pero que simplemente aceptaba. Su lugar como mujer, después de todo, siempre la había obligado a estar supeditada al control masculino, así que simplemente debía cambiar el foco de obediencia desde “su padre” o “su esposo” al de “su patrón” y el resto de nobles, dándole importancia a las ropas, y no tanto al género de dichas personas. ¿Injusto? Totalmente. Pero mejor de lo que conocía, porque aquí, al menos, era una completa desconocida. Y su pequeña, también.
Al inicio se había mostrado reacia a que la niña trabajara en los campos. A pesar de que veía que los niños de las diferentes familias que habitaban las chozas ayudaban con las tareas, no pensaba que ese tipo de labor fuera adecuada para los más pequeños. Con el tiempo, fue dándose cuenta de que los padres solían relegar los trabajos más simples y entretenidos a los pequeños, así como aquellos que requerían de destreza manual o decoración, ordenar los frutos de la recolecta, o separar las diferentes cantidades según fueran destinadas a unos u otros. Además, que estuvieran en los campos los hacía interactuar con otros niños, y a pesar de que las dos eran distintas a los humanos, eso no era algo que el resto supiera. Para integrarse, su hija debía imitar ese comportamiento. Ahora, la niña la acompañaba cada mañana y se dedicaba a recolectar las flores y a separar los montones pequeños que iban destinados a los campesinos. Corría, cantaba y reía como el resto de chicos y chicas, y no había nada que, como madre, la hiciera más feliz. Antes de que se viera obligada a huir, el rechazo que había sufrido su pequeña la hizo perder completamente la sonrisa, incluso había dejado de hablar. Ahora, eso formaba parte de un pasado del que se había prometido no volver a mencionar.
Su nueva vida era dura, simple, y humilde. Pero también, en efecto, tremendamente satisfactoria.
Aquella tarde había sido un poco diferente. El terrateniente había tenido visita en la finca y los terrenos, así que se les había exigido a los campesinos que trataran de mostrarse presentables, agradables y trabajadores en todo momento. Malaika, a pesar de no saber mucho sobre las costumbres más civilizadas, no tardó mucho en percatarse de que los ropajes que portaban los visitantes reflejaban claramente un nivel social superior incluso al de sus empleadores. La palabra “nobles” y “condes” fueron repetidas por la mayoría de campesinos, y aunque no tenía del todo claro el significado de aquellos términos, supuso que significaba que aquella visita era oficial e importante, a pesar de que no conociera realmente los motivos. En su país de origen, unas tribus no se visitaban a otras a menos que fueran amigas y se dispusieran a intercambiar algo, o tribus enemigas dispuestas a enfrentarse. En el primer caso, la equidad entre visitantes y anfitriones era un requisito imprescindible, ese era el modo de mostrar respeto. Que independientemente de qué bando fuera mejor, o más poderoso, al poner un pie en el territorio del otro se comportaran de forma que diera a entender que eran iguales. En el mundo “civilizado”, esto no ocurría así. Los de estatus superior siempre se mostraban altivos a los de un nivel más bajo, y éstos últimos, a su vez, se sometían y comportaban de modo respetuoso a pesar de ser ellos los anfitriones. Era algo que no comprendía, pero que simplemente aceptaba. Su lugar como mujer, después de todo, siempre la había obligado a estar supeditada al control masculino, así que simplemente debía cambiar el foco de obediencia desde “su padre” o “su esposo” al de “su patrón” y el resto de nobles, dándole importancia a las ropas, y no tanto al género de dichas personas. ¿Injusto? Totalmente. Pero mejor de lo que conocía, porque aquí, al menos, era una completa desconocida. Y su pequeña, también.
Al inicio se había mostrado reacia a que la niña trabajara en los campos. A pesar de que veía que los niños de las diferentes familias que habitaban las chozas ayudaban con las tareas, no pensaba que ese tipo de labor fuera adecuada para los más pequeños. Con el tiempo, fue dándose cuenta de que los padres solían relegar los trabajos más simples y entretenidos a los pequeños, así como aquellos que requerían de destreza manual o decoración, ordenar los frutos de la recolecta, o separar las diferentes cantidades según fueran destinadas a unos u otros. Además, que estuvieran en los campos los hacía interactuar con otros niños, y a pesar de que las dos eran distintas a los humanos, eso no era algo que el resto supiera. Para integrarse, su hija debía imitar ese comportamiento. Ahora, la niña la acompañaba cada mañana y se dedicaba a recolectar las flores y a separar los montones pequeños que iban destinados a los campesinos. Corría, cantaba y reía como el resto de chicos y chicas, y no había nada que, como madre, la hiciera más feliz. Antes de que se viera obligada a huir, el rechazo que había sufrido su pequeña la hizo perder completamente la sonrisa, incluso había dejado de hablar. Ahora, eso formaba parte de un pasado del que se había prometido no volver a mencionar.
Su nueva vida era dura, simple, y humilde. Pero también, en efecto, tremendamente satisfactoria.
Malaika Ṣwart- Cambiante Clase Baja
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Fecha de inscripción : 18/07/2018
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