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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Irene de Wittelsbach Dom Sep 10, 2023 3:53 pm



La enfermedad hace agradable la salud; el hambre la saciedad; la fatiga el reposo.

Heráclito de Efeso



París, Francia – Actualidad (octubre de 1800)

La Fiesta de la Cosecha había merecido la pena. De eso estaba más que segura Irene de Wittelsbach, anfitriona de la misma, pero habría preferido permanecer en cama toda la noche, no tener que saludar y sonreír, ser la mujer perfecta, la duquesa y baronesa de Baviera, la marquesa d’Alincourt. A veces se hartaba en exceso de todo eso, de todo lo que llevaba siendo su vida desde… bueno, desde siempre. La habían criado para eso. Desde pequeña, se había mirado en el espejo mientras se imaginaba una corona sobre su cabeza. De momento no lo había logrado y daba la impresión de que no lo lograría nunca, pero eso no había hecho que lo hubiera deseado menos. Su ambición no conocía límites y si ella no lo lograba, alcanzaría la monarquía a través de alguno de sus hijos.

Por desgracia, tras el tropiezo con la Casa d’Orléans —uno más en su historial—, volverían a bajar escalones. Habría que intentarlo de nuevo. ¿Pero qué era un poco de esfuerzo para alguien que portaba el apellido de Wittelsbach?

Irene llevaba esforzándose toda su vida, trabajando incansablemente por ella y por su familia, pero sobre todo por esta última porque sabía que se avanzaba mejor si se tenía en quién apoyarse. Y tanto esfuerzo, si seguía así, acabaría pasándole factura. Prueba de ello era que estaba exhausta por todos los acontecimientos recientes, especialmente por la velada de la noche anterior, que unidos a su avanzadísimo y delicado estado de gravidez la tenían ahora postrada en la cama que tanto había echado de menos mientras ridiculizaban a Rémy y mientras hablaba con los duques de Bretaña, con Anneliese y con decenas de personas más. Menos mal que al final de la noche, después de todo eso, hubo alguien más con quien pudo hablar para descargarse un poco del peso que le oprimía el pecho, su adorado Heinrich. Pero esa descarga había sido mental y parecía que el cuerpo había absorbido toda la pesadez en su lugar.

Se encontraba realmente mal. Necesitaba ver a su médico. Nada más despertarse, le pidió a Celine, su doncella principal y más fiable, que llamase al doctor Edmund Schulz para que se presentase allí lo antes posible, así que esperaba que no tardara mucho. Al fin y al cabo, el señor Schulz había alargado su estadía en París, en parte, por ella. El renombrado médico estaba siguiendo personalmente su complicado embarazo con sumo cuidado.

Unos meses atrás, le había prácticamente prohibido salir de la cama, pero como había mejorado, de vez en cuando se permitía el lujo de dar algún paseo por los jardines. No obstante, el sobreesfuerzo que había realizado la noche anterior había sido ir demasiado lejos. Ahora, dolorida, no podía evitar preguntarse si estar ahí no había sido un error. ¿Pero cómo se habría podido llevar a cabo todo aquello sin ella? ¿Cómo habría podido asegurarse de que todo se cumplía según sus planes? ¿Cómo habría podido afianzar su relación con Anneliese o con otros nobles de no haber estado presente? No, Dios tendría que perdonarla por todo aquello. Incluso a pesar de sus dudas y reniegos.

En ese momento, la puerta de la habitación se abrió y sin ver quién había entrado, con el rostro hacia el techo, la duquesa dijo:
Gracias a Dios que está aquí, doctor Schulz.

Pero qué sorpresa estaba a punto de llevarse cuando descubriera que no era el viejo amigo de su madre quien había ido a verla.
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Mensaje por Cédric Fitz-Roy Mar Sep 12, 2023 10:49 pm




Château d’Aubermont, Afueras de París, Francia.
Otoño, 1842.
10:00
24°C





El otoño había llegado a la capital del país galo y ya era evidente en la vestimenta de los parisinos, quienes como no podría ser de otra manera, transitaban las empedradas calles de la capital francesa con prendas un poco más gruesas que las habituales. Era el primer otoño que pasaría el inglés en territorio francés y se sentía particularmente extraño. Muchas cosas habían pasado en los últimos meses desde su salida de su natal Londres hasta llegar a la señorial París. Su vida ahora en Francia, era particularmente más tranquila de lo que había acontecido en la capital inglesa. Pues se encontraba lejos de su familia y de aquellos compromisos que, como parte de la nobleza, debían asumir. Sin embargo, nunca estuvo el castaño demasiado interesado en todas esas actividades que realizaban. Aunque desde luego fue preparado para en algún momento ejercer alguno de estos cargos, bien sea por heredarlos a través de sus antepasados o bien por contraer matrimonio con alguna joven de su misma clase social. Lo primero lo había declinado, pues la Medicina se había apoderado de su corazón. Y lo segundo, ya lo había desechado. Sus intereses en la señoritas habían desaparecido, y ahora eran un tanto peculiares.

Como cada mañana, el doctor se dirigía hacia la sede de la Corte para llevar a cabo sus labores como uno de los galenos de la Corte Francesa. Entre sus pacientes frecuentes se encontraban algunos duques, marqueses, condes, barones y hasta miembros de la propia Familia Real. Por lo que no era extraño para él tener un trato frecuente con este tipo de personalidades. Sostenía sobre su mano derecha un maletín, donde algunas de sus pertenencias aguardaban para ser utilizadas en cualquier momento. Sus pasos le llevaron hasta su consultorio habitual, pero al llegar allí, fue notificado de que el doctor Schulz, su jefe y quién por años lideraba aquella extensión de Medicina, ahora había sido trasladado hacia el Reino de Países Bajos, y por ende, todos sus pacientes serían ahora tratados por su persona. Suspiró el castaño mientras asentía, aquello significada evidentemente más trabajo, pero por otro lado, también tendría más oportunidad para enfocarse en su trabajo y dejar de lado aquellas crisis existenciales que por momentos agobiaban su mente.

El primer paciente a quién debía atender, se trataba de una mujer noble con un embarazo de alto riesgo, según los registros del doctor Schulz. Por lo que debía dirigirse diligentemente hasta su domicilio, la presencia de un galeno había sido requerida y no parecía ser para solicitar un simple chequeo de rutina. Uno de los carruajes de la Corte le trasladó hacia las afueras de la ciudad. Miraba el castaño a través de las ventanas del vehículo y poco a poco, comenzaba a vislumbrarse una edificación fortificada de grandes dimensiones, era el Château d’Aubermont, erigiéndose sobre una colina, haciéndole lucir imponente.

Minutos más tarde, el carruaje se detuvo frente a la entrada y no tardó demasiado el inglés en ser escoltado hacia el interior del recinto, por parte del mayordomo de la familia. Era la primera vez que pisaba esas tierras que pertenecían a los Duques de Baviera, del Sacro Imperio Romano-Germánico. Aguardó en silencio y con la elegancia que le caracterizaba, mientras observaba discretamente su entorno. Fue entonces invitado a caminar en dirección hacia el área de las habitaciones, pisos más arriba, y aguardó afuera de una habitación hasta llegado el momento en el que sería invitado a pasar ―. En seguida será invitado a pasar, doctor. Notificaré su llegada a la señora de Wittelsbach ―. Avisaba el mayordomo, con actitud seria, para luego adentrarse en la habitación.

No pasaron muchos segundos hasta que fue invitado a pasar. Con educación y rectitud, los pasos de Cédric se adentraban hacia aquella habitación de grandes dimensiones, portando su maletín en su mano derecha, y vistiendo elegantemente como ya era de costumbre por su persona. Escuchó una voz femenina, y sus ojos marrones se dirigieron hacia la cama. Una mujer, de finas y elegantes facciones, le observó extrañada. Sus palabras fueron suficientes para hacerle saber que no le esperaba allí, y en definitiva, él tampoco esperaba atenderla durante ese día ―. Me temo que el doctor Schulz no podrá verla, Madame. Ha partido hacia el Reino de Países Bajos ―. Tomó la iniciativa para explicar la ausencia de su superior. Dibujó una sonrisa amable en su rostro y asintió levemente, sin moverse de allí ―. Permítame presentarme. Mi nombre es Cédric Fitz-Roy, doctor habitual de la Corte Real, y he sido enviado el día de hoy para atenderle en lugar del doctor Schulz ―. Al finalizar, reverenció a la noble frente a él. Sabía que algunas personas tenían reservas en cuanto a ser atendidos por otros galenos se refería, no obstante, Cédric se destacaba por su buena labor y gracias a ella, sus servicios habían sido solicitados por la propia Corte de Francia.

Detalló solapadamente el pronunciado vientre de la mujer, y así mismo su expresión facial. A simple vista sabía que algo no marchaba bien, pues los latidos ajenos resonaban en su cabeza a un ritmo no habitual —esto gracias a su naturaleza—. Sin embargo, no se adelantaría a los hechos, era muy minucioso en lo que a su labor se trataba. Antes de brindar un diagnóstico, debía examinarla oportunamente. Esperaba ser autorizado para comenzar cuanto antes. Si todo marchaba como era de costumbre, podría hacer un chequeo médico a Irene de Wittelsbach y luego continuaría con su jornada visitando a otros nobles.
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Mensaje por Irene de Wittelsbach Dom Nov 05, 2023 7:27 am



Los médicos como la cerveza, mejor cuanto más viejos.

Thomas Fuller


Edmund Schulz, como persona, siempre había sido un enigma para Irene. Como médico no lo cuestionaba porque había visto sus métodos y en varias ocasiones sus manos habían sanado a más de un familiar suyo e incluso a ella misma, aunque no siempre lo había logrado, por supuesto, porque los milagros es mejor dejárselos a Dios. Al ausente Dios en el que cada vez creía menos, por no decir que a esas alturas ya no creía nada, pero la realidad era que la fe de Irene en el Altísimo iba y venía de un modo enfermizo y serpenteante.

Nunca había entendido la amistad de su madre con el doctor Schulz, aunque probablemente lo que más le sorprendía era que su madre pudiera tener alguna amistad. Francheska de Neufville de Villeroy era una persona… complicada. Y así lo era también Edmund, aparentemente seco y demasiado recto, pues Irene sospechaba que era mucho más campechano bajo aquella escamosa superficie. ¡Si tan solo supiera una pizca de la siniestra verdad de aquel hombre…! De él y de su relación con Francheska. Era mejor para ellos que la duquesa de Baviera siguiera viviendo en la ignorancia, aunque resultaba un poco extraño que por más que pasaran los años aquel hombre no pareciera tan viejo como debía ser. En cualquier caso, lo que más le importaba e interesaba a Irene de él eran su destreza y su excelencia como médico, porque nada sabía de cierto veneno y oscuros tejemanejes en su contra.

Postrada en la cama, sin que nadie lo supiera, invocaba silenciosamente a la muerte, como había hecho en otras ocasiones, pero esta vez enseguida trataba de ahuyentarla porque realmente quería vivir. Porque quería sanar y seguir haciendo cosas, ver a sus hijos crecer. Había deseado durante años volver a quedarse encinta, pero no sabía que hacerlo la iba a tener así. Ninguno de sus embarazos anteriores había sido tan complicado, pero ahora tenía más años y tras sufrir varios abortos, el organismo se resentía. Tampoco ayudaba el hecho de haber estado de pie durante casi toda la fiesta de la noche anterior. Todos parecían reclamar su presencia sin darle un respiro y claramente había sido demasiado para ella.

Esperaba oír el habitual tono del doctor Schulz, áspero, correcto y excesivamente respetuoso, pero en su lugar una voz mucho más joven devolvió el saludo a la duquesa, indicándole que Edmund se había marchado a otro país. ¿Así sin avisar? Entendía que era un médico reputado y bastante demandado, pero habían acordado que la atendería en el parto y ahora, sin embargo, se había ido cuando apenas le faltaban unas semanas para salir de cuentas. Inevitablemente, Irene se preocupó y se puso ligeramente nerviosa. Rara vez solía perder la calma, sobre todo delante de otras personas, pero su corazón bajo el pecho parecía el aleteo de un colibrí y su respiración se aceleró al ver que no solo no se trataba de Edmund Schulz, sino que además el que hablaba era un joven que apenas tendría la edad de Roderick, basándose en su apariencia. ¿Cómo iba a atenderla tal muchacho? Quiso incorporarse de golpe, pero apenas pudo moverse.

¿Quién es usted? —Le había dicho el nombre, pero aparte de que ni se había molestado en escuchar, no era eso por lo que preguntaba—. No… No puede ser. —Era extraño verla balbucear, pero se sentía débil y estaba confusa—. El doctor Schulz iba a estar conmigo hasta el parto, al menos —explicó—. No pretenderá que un chiquillo imberbe y falto de formación y experiencia me atienda. ¡Apenas tiene la edad de mi hijo mayor! —exclamó hasta ofendida mientras intentaba quedar un poco más sentada, pero solamente consiguió pelearse en vano con los cientos de cojines que adornaban su lecho—. Debe tratarse de un error.
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Mensaje por Cédric Fitz-Roy Mar Nov 07, 2023 9:10 pm




El día parecía que transcurriría según lo pautado. La primera paciente en visitar, definitivamente era Irene de Wittelsbach debido a su avanzado estado de gravidez, y así mismo a su especial énfasis por parte del doctor Edmund Schulz en atenderle, un afamado galeno que se había ganado el respeto de la alta sociedad francesa debido a sus altos conocimientos en la medicina y su impecable labor como tal. Había atendido a gran cantidad de miembros de la realeza y nobleza, y por ende, era muy solicitado. Motivo que le había hecho trasladarse hasta la capital neerlandesa. No obstante, desconocía el inglés si la ausencia de su superior era transitoria, o en su defecto, era permanente. No estaba allí como miembro de los doctores de la Corte con intenciones de husmear en la vida ajena, faltaba más, su misión era ofrecer sus servicios adecuadamente y así continuar haciendo lo que más amaba. Para eso le pagaban y por ello se encontraba ahora en el Château d’Aubermont.

Se había mantenido en todo momento, en su posición inicial, no se movió de allí luego de presentarse. Sin embargo, la reacción de su posible paciente, aunque esperada, causó cierta gracia en el londinense. No obstante, y por respeto, se mantuvo con actitud estoica y con la elegancia y formalidad que le caracterizaba siempre. Se mantuvo expectante en todo momento, observando cada uno de los movimientos de la mujer, así como también escuchando sus palabras, el tono de voz empleado y así mismo los constantes ritmos cardiacos que no hacían más que resonar en su cabeza. Frunció su ceño ligeramente, casi de manera imperceptible, a medida que prestaba más y más atención al ritmo cardiaco de la mujer que yacía frente a su persona.

Una vez que esta hubiera terminado, y se percatara de que ahora se dejaba tumbar nuevamente sobre la pila de almohadas que respaldaban su cuerpo. El inglés carraspeó ligeramente, y mostró una expresión facial afable. Pues no era la primera vez que se le cuestionaba su profesionalidad debido a su aparente físico juvenil, era algo con lo que había lidiado desde que tenía uso de razón, por lo que no le afectaba ya a esas alturas de su vida ―. Efectivamente, Madame. El doctor Schulz fue bastante expreso al indicarme su caso, y al pedirme que le atendiese con la misma diligencia que él mismo emplea en su labor. No obstante, por motivos que se reservó, tuvo que partir de inmediato a tierras neerlandesas ―pronunció con un ligero acento inglés, mientras mantenía una postura corporal relajada, más no informal. Quería expresar tranquilidad y serenidad a la duquesa de Baviera, pues en base a lo que había leído en los registros reseñados por parte del doctor Edmund, Irene de Wittelsbach tenía un embarazo de alto riesgo.

Me temo que no se trata de un error, si me lo permite… ―el galeno sacó de su maletín, con tranquilidad, un sobre sellado y cuyo símbolo pertenecía al doctor Schulz― He aquí una misiva por parte del mismísimo doctor. Que puede leer ahora mismo, si es su deseo ―el londinense hizo un ademán, al sirviente de la señora, para que se acercara hasta su persona y le hiciera llegar la misiva a la señora de la casa. Guardó silencio durante unos segundos, mientras éste hacía lo propio con la misiva, y la entregaba en manos de la paciente ―. Puede allí corroborar mis palabras ―explicó y luego volvió a dibujar una sonrisa taimada en su rostro. Cédric era un hombre bastante paciente, y por ello había escogido dicha profesión como su labor hasta que su existencia se lo permitiese, por lo que se tomó de manera bastante distendida la reacción de su interlocutora.

Sin embargo, si es su deseo, puedo indicar en la Corte su malestar y pedir que envíen a otro doctor. Haré llegar sus inquietudes a la brevedad posible ― asentía y finalizó arqueando ligeramente sus cejas, expectante a la reacción de ella. De nuevo, de manera solapada, volvió a observar levemente a la mujer, quién no parecía lucir saludable. Por un lado, sentía la necesidad de atenderle y corroborar que todo se encontrase en perfecto orden. Pero por otro lado, respetaría su decisión, si era su deseo que se retirara de allí. De nuevo, volvió a recordar la reacción de la embarazada al verle y no pudo evitar sonreír levemente. Si tan solo supiera.
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Mensaje por Irene de Wittelsbach Mar Ene 02, 2024 4:28 pm



Las cartas de recomendación son las que se entregan a un inoportuno para que vaya a importunar a otro.

Pitigrilli


El cabreo de su madre sería monumental. De eso estaba segura Irene. En cuanto le contara a Francheska lo que había sucedido, traería a Edmund de las orejas si hacía falta para que se quedara a atender a su hija. Ya no solo porque había habido una especie de contrato verbal entre ellos, sino porque, como se ha mencionado anteriormente, los unían muchos años de amistad y, a su modo, confianza. Es importante poder confiar en quien te está tratando. Pones, literalmente, tu vida en sus manos. Irene no le confiaría su vida a alguien que no conocía de nada y mucho menos cuando ese alguien era tan joven, pues ya se sabe que la juventud y la inexperiencia van, en la mayoría de los casos, de la mano.

Al muchacho se le llenaba la boca diciendo que lo había mandado y recomendado Edmund, ¿pero y si no era cierto? ¿Cómo podían asegurarse de ello? Irene podía escribir una carta para preguntarle al propio Edmund, pero hasta que recibiera respuesta… Necesitaba atención inmediata si no quería que su estado empeorase, o al menos que alguien le asegurase si eso sería o no sería así.

Le parecía una vergüenza tener que limitarse a aguantarse con el resultado de todo aquello. Era frustrante no poder hacer nada. A punto estuvo de llamar a Celine con una campanilla que tenía junto a la cama para tal efecto, pero entonces el tal Cédric habló de nuevo para aclarar y subrayar que no se trataba de ningún error. La carta que tenía en mente dictarle a Celine para enviársela al doctor Schulz se esfumó en cuanto fue remplazada por una de verdad, de papel, puesta en su mano. Presta abrió aquel sobre que escupía la tinta antes de que ella pudiera leerla, como si pudiera saber la urgencia con la que había sido escrita. Claramente era la letra de Edmund. La letra, a diferencia de lo cuidada que estaba otras veces, se encontraba ligeramente emborronada en algunas partes porque no había dado tiempo a que la tinta se secara completamente. Eso evidenciaba el hecho de que su autor había partido con prisa.

Ni siquiera Irene sería tan egoísta —ni tan necia— como para pensar que qué podía ser más relevante que ella y su embarazo. Estaba dolida, sí, pero conocía lo suficiente a Edmund como para entender que lo que lo había sacado de allí era algo más urgente e importante que ella. Seguramente personal. En la carta no lo especificaba. Tampoco había esperado lo contrario. Aquel hombre era muy opaco en ese sentido, mucho más por carta, pero sí que le había dejado claro que lamentaba enormemente tener que partir de manera tan precipitada y que la dejaba en las mejores manos que conocía después de las suyas. Eso era mucho decir, pero…

No. Está bien. —La duquesa dobló la carta, la metió de nuevo en el sobre y la extendió para que el sirviente la guardara junto a su otra correspondencia—. Puede quedarse. Le daré el don de la duda.

Necesitaba que alguien le dijera si estaba bien, si se podía recuperar, y aunque ese alguien no fuera Edmund Schulz, le valía que este fuera un profesional recomendado por él. Lo vería hacer y después de eso, ya decidiría ella si era buen médico o no. Al fin y al cabo, había una parte subjetiva que ni siquiera la recomendación de un renombrado médico podía definir. Eso solo dependía de ella.

¡Venga, no se quede ahí parado! —exclamó Irene de repente, llamando a Cédric a su lado.
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Mensaje por Cédric Fitz-Roy Vie Feb 23, 2024 10:32 pm

Para alguien que ejerce el oficio de la medicina, la paciencia es imperativa. Pues los enfermos lidian día a día con diferentes dolencias y malestares que, en muchas ocasiones, les impiden llevar a cabo diferentes actividades de la vida cotidiana. En los peores casos, muchos de estos quedan reducidos a pasar gran parte del día en una cama debido a diferentes patologías. Por lo que desarrollar empatía en dichas circunstancias, era algo que no podía negociarse de ninguna manera. Cédric logró convertirse en un afamado médico gracias a su gran vocación y su amplio conocimiento, pero su físico muchas veces era su piedra en sus zapatos cuando entraba el ámbito profesional. Y allí mismo, frente a la mujer noble, volvía a experimentar uno de esos episodios con los que ya había lidiado el resto de su vida. Para ese momento, le importaba bastante poco. Pero un Cédric más joven e impulsivo, desde luego habría experimentado otra reacción a los comentarios y las acciones de la mujer embarazada.

Una sonrisa escueta comenzaba a dibujarse, lentamente, en el rostro del londinense a medida que la señora de la casa comenzaba a leer aquella carta escrita a puño y letra por el propio Edmund Schulz. Ya había escuchado de este último que ella podría ser bastante exigente, y solo en esos momentos, comprendió las acciones del doctor al escribir dicha misiva. Sin perder detalle de su entorno, observó al sirviente posicionarse en modo de alerta debido a la reacción de su señora, algo bastante predecible, y que él comprendía. Pero cuando ella volvió a pronunciar palabras, este tomó una actitud más distendida. Fue en ese entonces, cuando se dirigió nuevamente al inglés.

Asintió en silencio, y de manera calmada, cuando fue invitado a acercarse por parte de la duquesa. Con su maletín en mano, sus pasos le guiaron hasta el extremo derecho de la cama, no sin antes hacerse con un taburete que se encontraba a su paso ―. Por favor, permítanos un momento a solas para preservar la intimidad de la paciente ― Cédric se dirigió al sirviente, quién de forma bastante recelosa, aguardaba muy cerca de la puerta. Luego, dirigió su mirada hacia otra doncella que se encontraba dentro de la habitación y alzó ligeramente su dedo índice ― Usted puede quedarse, para prestar su ayuda si la requiero ― y así, se adentró en su rol de doctor. Su mirada avellanada, hizo contacto visual con la mirada profunda y asustada de su paciente, un azul intenso que era bastante bonito ― Permítame su brazo, por favor ― verbalizaba, para luego tomar este con delicadeza sin esperar la respuesta de la señora. Con su diestra, tomaba uno de sus instrumentos de trabajo sacado de su maletín previamente y lo llevaba hasta sus oídos, el otro extremo hasta la arteria braquial de la embarazada para medir su presión arterial.

Cuénteme un poco, Madame de Wittelsbach. ¿En qué consiste vuestra rutina diaria? ― a medida que se concentraba en su trabajo, trató de crear conversaciones distendidas con la mujer para intentar calmarla un poco y estabilizar su tensión, que a juzgar por las pulsaciones de ella que retumbaban en su cabeza, se encontraba aun ligeramente alterada. A medida que pasaban los segundos, Cédric agudizaba sus oídos para escuchar atentamente la frecuencia cardíaca, mientras prestaba también atención a su instrumento. Al cerciorarse, retiró el mismo y volvió a guardarlo dentro de su maletín.

Sacó una libreta de su maletín, que contenía apuntes del doctor Edmund realizados en base a visitas previas realizadas a la paciente. Allí, visualizó los apuntes relacionados a las mediciones de presión arterial y notó que esta era cada vez más alta con cada visita. Manteniendo una expresión facial distendida,  para no preocupar a la mujer, aquello le extrañaba de cierta manera. Dirigió entonces su mirada hacia las notas relacionadas a los medicamentos recetados ― ¿Ha continuado a cabalidad, el tratamiento indicado por el doctor Schulz? ― preguntó con interés. Cualquier información que esta pudiera brindarle, enriquecería mucho más su diagnóstico y podría descartar varias patologías.

Su mirada hizo contacto visual con la mujer, y pudo ver una vez más cierta palidez en su piel. En apariencia, Irene parecía una mujer embarazada más, pero la experiencia del castaño intuía que algo no andaba bien. Esperaba estar equivocado.
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Mensaje por Irene de Wittelsbach Vie Mar 22, 2024 11:13 am



Los sentimientos deben analizarse siempre y nunca obedecerse.

Enrique Jardiel Poncela


No se podía decir que Irene no era una mujer empática porque era perfectamente consciente tanto de sus sentimientos como de los de los demás. No obstante, sí que elegía, en la mayoría de las ocasiones, ignorarlos o, en su defecto, ocultarlos. Lo que le habían enseñado siempre era que debía aparentar «normalidad», quietud, elegancia y, por encima de todo, que nada podría con ella. Y hasta entonces le había servido. Había sido más que capaz de cumplir con lo que se esperaba de ella y para lo que la habían criado. En otras circunstancias, quizá podría haber sido reina.

Si bien es cierto que nunca hay que tirar la toalla porque podía pasar todo en la vida, esa meta la había dejado bastante de lado. Era consciente de que si alguien tenía posibilidades de llevar una corona sobre la cabeza, no sería ella. Eso más bien había que dejárselo a sus hijos, pero si fuera por ellos, tampoco se cumpliría ese destino. Tenía que estar ella detrás controlando que todo saliera como debía. Por eso no podía dejar que le pasara nada: tenía que velar por los suyos. Luego estaba, por supuesto, el inevitable sentido de la supervivencia con el que nacían todos los seres humanos, o al menos la mayoría. Esas irrefrenables ganas de sobrevivir, de vivir, a toda costa y, si hacía falta, pasando por encima de los demás. Ahí sí que no había empatía que importara.

No era el egoísmo el que hablaba a través de Irene al desechar a aquel médico, pero sí el pánico. Y por primera vez en mucho tiempo, no fue capaz de ocultarlo. Porque una cosa era maquillar la expresión del rostro y otra muy distinta era controlar los latidos de su corazón. Esos repiqueteos traicioneros habían sido los culpables de delatarla ante el joven que estaba atendiéndola ahora. No habló, por tanto, hasta que él terminó de comprobar su presión arterial para permitir que pudiera escuchar correctamente.

El doctor Schulz me indicó que no abusara de actividades que pudieran alterarme. De hecho, hubo un tiempo, cuando más complicado fue el embarazo, que tuve que reposar en la cama prácticamente por completo —explicó la duquesa—. No sé si tiene notas o indicaciones de Edmund que le aclaren un poco lo que ha sucedido hasta ahora. De todos modos, pensaba que habíamos dejado eso atrás. Me disgustaría mucho lo contrario, aunque entendería perfectamente que esa fuera la única solución. Desde entonces, respondiendo a su pregunta, he estado llevando una vida bastante tranquila. No he salido de aquí —dijo alzando una mano para señalar al castillo en el que se encontraban—. Solo, y muy de vez en cuando, a los jardines de la propiedad para que me diera un poco el aire al menos. Pero más allá de eso, no he hecho gran cosa… Hasta anoche, supongo. Creo que me excedí al estar tanto tiempo relacionándome con gente y organizando el evento de mi querida madre. Por eso estoy tan cansada hoy. —Suspiró levemente. Su rostro se veía extrañamente joven en aquellas circunstancias de debilidad—. ¿Cuál es su opinión, Cédric?

¿Qué se le pasaba por la cabeza al «doctor de pacotilla» que le había tocado aguantar en ausencia de Edmund?
Irene de Wittelsbach
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Si tuviera la oportunidad de evadirme de este mundo | Cédric Fitz-Roy Empty Re: Si tuviera la oportunidad de evadirme de este mundo | Cédric Fitz-Roy

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