AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Serein [Priv.]
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Serein [Priv.]
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JULIETTA LAMBERT
Diciembre, 1841
Cementerio de Montmartre
Cementerio de Montmartre
Llegó tarde al funeral de su propio padre. Cuando Julietta apareció, el sacerdote ya había dado por terminada la ceremonia y una mano desconocida había lanzado el puñado de tierra inicial sobre el féretro. A un costado, los trabajadores del cementerio aguardaban junto a sus palas a que la única hija viva se hubiera despedido. A través del velo, logró atisbar las miradas indiscretas y de reprobación que le dirigieron algunos de los asistentes; colegas de su padre, nobles y eminencias de la medicina, incluso algunas familias aristócratas a las que su padre prestó servicio como médico de cabecera. Geneviéve de Tounens, su mejor amiga y emergente cantante lírica, había viajado desde Viena para cantar el Ave María mientras el féretro descendía en la tierra y su álgida voz se alzaba como un coro de ángeles envolviendo a los presentes.
Un cuervo graznó en la distancia y la brisa acarició sus cabellos con su suave tacto invernal. Julietta hizo lo posible por no interrumpir y en silencio se ubicó a un costado del féretro, en la zona designada para los familiares. Su mano temblorosa cuando tímidamente lanzó la aterciopelada rosa carmesí sobre la elegante madera del ataúd antes de que la tierra la cubriera por completo. Una vez que la última nota se desvaneció en el aire y tras un último minuto de silencio, el público comenzó a dispersarse lentamente y algunos pocos —conocidos y otros no tanto—, se atrevieron a acercarse a la solitaria mujer y entregarle su sentido pésame.
La francesa se sentía flotar sobre un páramo de gris angustia y resignación. No era primera vez que se sentía de aquella manera, como si el mundo se moviera a su alrededor a un ritmo diferente y aletargado. Disociada de la realidad, Julietta se sentía un espectador del propio espectáculo de su vida; bien podía ser un sueño o una pesadilla, más el tormento sería que no podría despertar jamás. El horror de la celda y el último apretón de las cálidas manos de su padre moribundo, eran memorias que le acompañarían como una sombra por el resto de su vida.
«Tranquila, hija, sonríe. No olvides que la muerte cambia a las personas. Los funerales no son solo para despedir a quienes se van, sino también para consolar a los que se quedan.»
Así que Julietta se quitó el velo y sonrió. El sobrio maquillaje ocultaba a la perfección el cansancio y las ojeras, brindándole un aspecto fresco a su expresión serena y melancólica. Como si no hubiera llorado toda la noche, adoptó la postura profesional que tanto le caracterizaba y avanzó hacia los presentes.
«Vamos, has hecho esto decenas de veces», se dio ánimos mientras agradecía protocolarmente la asistencia de aquellos que se acercaban, mentón en alto como si la reciente pérdida no hubiese desestabilizado su vida. «Siempre como anfitriona, nunca como la protagonista».
—Muchas gracias por venir, Monsieur Réverte. Madame LaCombe, agradezco profundamente sus palabras. Mi padre siempre le tuvo en alta estima —y aunque Julietta no sentía aprecio por ninguno de los presentes, agradecía enormemente que aquellas personas hayan dedicado un momento de sus vidas para despedir a su padre.
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Última edición por Julietta Lambert el Dom Feb 11, 2024 5:33 pm, editado 1 vez
Julietta Lambert- Humano Clase Alta
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En ocasiones se sentía cansado, no solo físicamente sino también mental. La pérdida de sus guías seguía causando merma en sus días, aunque trataba de alejar ese tipo de situaciones pasadas en las páginas de los libros o en alguna otra actividad que el museo el demandaba. Su llegada a la ciudad parisina había sido un trago amargo, puesto que no existían razones de júbilo detrás de su mudanza. Llegaron con suerte bajo el cuidado y la tutela de Amelia. Aunque Aurélien era demasiado inocente para comprender lo que ocurría, estaba seguro que había algo extraño en dicha decisión.
Aun el recuerdo de la bella Christine le perseguía.
La hermosa joven de cabellos dorados y tes de porcelana, se convirtió en un fantasma personal que acechaba sus pasos a diario.
Incluso en sus noches serenas, se lamentaba y preguntaba, ¿Qué habían hecho mal para merecer un castigo como ese? No había pedido nacer con dones malditos, pero acaso ¿era la causa de su “mala suerte”? pues a pesar de poseer acervos materiales inimaginables, no pasaba un solo momento en que pensaba, cambiar todo aquello por ver una vez más a su madre, hermana y abuela. Lo haría sin dudarlo.
Pasó gran parte del día acomodando algunos estantes, estos se caían a pedazos. Cuando él tomó la administración directa, invirtió parte de su dinero y tiempo en repararlos, así como en la organización de los tomos que ahí se encontraban en resguardo. Era mucho mejor cansarse al llegar a casa que tener la energía suficiente para volver a darle vueltas al asunto. Había pasado un par de horas cuando el sol se empezaba a ocultar en el horizonte, se dio a la tarea de visitar las tumbas de Christine y Amelia. Él mismo se encargaba de limpiar y podar la maleza de alrededor, en su soledad y después de la muerte de su abuela, aprendió un par de oficios más.
Aurélien era un hombre sombrío y de pocas palabras, pero sumamente paciente cuando se trataba de realizar algo que picara su interés. Una vez terminada la tarea notó que, a unos metros, una ceremonia luctuosa estaba concluyendo, no conocía en lo absoluto a la mujer, sin embargo, había algo en su aura que le resultaba familiar. Concluidas sus tareas ahí debía cruzar por el pasillo donde ella se encontraba. El hechicero no era conocido por ser alguien sociable, pero el único sendero para salir de Montmartre.
—Buenas noches –se limitó a saludar. Un escalofrío súbito recorrió su cuerpo, cuando notó que, frente a la mujer, estaba materializada la figura de un hombre mayor. Dicha distracción le hizo trastabillar con una de las sillas, despojándole de la figura imponente, reduciéndolo a un hombrecillo torpe e inseguro.
Aun el recuerdo de la bella Christine le perseguía.
La hermosa joven de cabellos dorados y tes de porcelana, se convirtió en un fantasma personal que acechaba sus pasos a diario.
Incluso en sus noches serenas, se lamentaba y preguntaba, ¿Qué habían hecho mal para merecer un castigo como ese? No había pedido nacer con dones malditos, pero acaso ¿era la causa de su “mala suerte”? pues a pesar de poseer acervos materiales inimaginables, no pasaba un solo momento en que pensaba, cambiar todo aquello por ver una vez más a su madre, hermana y abuela. Lo haría sin dudarlo.
Pasó gran parte del día acomodando algunos estantes, estos se caían a pedazos. Cuando él tomó la administración directa, invirtió parte de su dinero y tiempo en repararlos, así como en la organización de los tomos que ahí se encontraban en resguardo. Era mucho mejor cansarse al llegar a casa que tener la energía suficiente para volver a darle vueltas al asunto. Había pasado un par de horas cuando el sol se empezaba a ocultar en el horizonte, se dio a la tarea de visitar las tumbas de Christine y Amelia. Él mismo se encargaba de limpiar y podar la maleza de alrededor, en su soledad y después de la muerte de su abuela, aprendió un par de oficios más.
Aurélien era un hombre sombrío y de pocas palabras, pero sumamente paciente cuando se trataba de realizar algo que picara su interés. Una vez terminada la tarea notó que, a unos metros, una ceremonia luctuosa estaba concluyendo, no conocía en lo absoluto a la mujer, sin embargo, había algo en su aura que le resultaba familiar. Concluidas sus tareas ahí debía cruzar por el pasillo donde ella se encontraba. El hechicero no era conocido por ser alguien sociable, pero el único sendero para salir de Montmartre.
—Buenas noches –se limitó a saludar. Un escalofrío súbito recorrió su cuerpo, cuando notó que, frente a la mujer, estaba materializada la figura de un hombre mayor. Dicha distracción le hizo trastabillar con una de las sillas, despojándole de la figura imponente, reduciéndolo a un hombrecillo torpe e inseguro.
Aurélien Bracquemond- Hechicero Clase Alta
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Re: Serein [Priv.]
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JULIETTA LAMBERT
Los rostros se difuminaban mientras Julietta saludaba mecánicamente a uno y otro asistente, contando internamente los minutos para regresar al refugio de su cuarto y romper a llorar. Frente al dolor de la muerte y el pesar de la ausencia, acciones como aquellas resultan vacías y carentes de sentido. Fingir una sonrisa, brindar una ceremonia al nivel y pagar la tumba más cara de ninguna forma brinda consuelo a su pérdida, simplemente la acentúan más. Ahora, ya finalizado el funeral, Julietta quería que todo esto se acabara de una vez y retomar su vida en el punto en que la había dejado antes de marcharse de Viena.
Sin embargo, se engañaba a sí misma. La Morgue y los cientos de documentos e investigaciones escritas por su padre eran el legado que él le había dejado y Julietta no sería una hija mezquina. Sabía que estaba más que capacitada para dirigir un negocio de tal responsabilidad, aunque ello significase abandonar sus inclinaciones artísticas.
El Sacerdote se despidió de la francesa apretando fuertemente sus manos entre las suyas y dándole la bendición antes de partir. Las últimas luces de la tarde se marcharon con su séquito y sólo Julietta quedó de pie junto a la tumba, escrutando entre las sombras el nombre de su padre tallado en la placa de granito.
Aún no podía creerlo, aunque acababa de vivirlo.
"Buenas noches", escuchó a su costado y automáticamente se giró con una amable sonrisa, suponiendo que era algún rezagado asistente que se acercaba a presentar su pésame. A primera vista la francesa no le reconoció, mucho menos bajo el velo de las sombras. Mismas que hicieron tropezar al imponente caballero con una de las sillas del funeral.
—Mon Dieu! Permítame ayudarle —se acercó de inmediato Julietta, sujetándole del brazo con la naturalidad de dos viejos amigos y tendiéndole su pañuelo para que sacudiera su elegante traje allí donde había salpicado de tierra—. ¿Se encuentra usted bien? ¿Se ha torcido el tobillo? —No podía evitar adoptar aquella postura de mujer atenta y profesional, como si estuviese trabajando en la recepción de un funeral ajeno—. Muchas gracias por venir, Monsieur. Estoy segura de que mi padre estaría realmente agradecido por su presencia en estos sensibles momentos.
Sin embargo, se engañaba a sí misma. La Morgue y los cientos de documentos e investigaciones escritas por su padre eran el legado que él le había dejado y Julietta no sería una hija mezquina. Sabía que estaba más que capacitada para dirigir un negocio de tal responsabilidad, aunque ello significase abandonar sus inclinaciones artísticas.
El Sacerdote se despidió de la francesa apretando fuertemente sus manos entre las suyas y dándole la bendición antes de partir. Las últimas luces de la tarde se marcharon con su séquito y sólo Julietta quedó de pie junto a la tumba, escrutando entre las sombras el nombre de su padre tallado en la placa de granito.
Aún no podía creerlo, aunque acababa de vivirlo.
"Buenas noches", escuchó a su costado y automáticamente se giró con una amable sonrisa, suponiendo que era algún rezagado asistente que se acercaba a presentar su pésame. A primera vista la francesa no le reconoció, mucho menos bajo el velo de las sombras. Mismas que hicieron tropezar al imponente caballero con una de las sillas del funeral.
—Mon Dieu! Permítame ayudarle —se acercó de inmediato Julietta, sujetándole del brazo con la naturalidad de dos viejos amigos y tendiéndole su pañuelo para que sacudiera su elegante traje allí donde había salpicado de tierra—. ¿Se encuentra usted bien? ¿Se ha torcido el tobillo? —No podía evitar adoptar aquella postura de mujer atenta y profesional, como si estuviese trabajando en la recepción de un funeral ajeno—. Muchas gracias por venir, Monsieur. Estoy segura de que mi padre estaría realmente agradecido por su presencia en estos sensibles momentos.
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Julietta Lambert- Humano Clase Alta
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Re: Serein [Priv.]
La bruma matutina se aferraba a los árboles desnudos del cementerio, envolviendo cada lápida en un halo de misterio y melancolía. Los rayos pálidos del sol apenas se filtraban entre las ramas, como si el propio firmamento guardara luto por el hombre que yacía en el ataúd. A la distancia del escenario sepulcral, tras uno de los mausoleos más olvidados, se quedó contemplando Fernand, más como una figura de yeso que como un ser sintiente.
Su presencia era como un relámpago en un cielo sombrío, un hombre lobo de porte aristocrático cuya tumultuosa vida no era compatible con la reverencia que requería un funeral, por lo que prefería observar de lejos por respeto a los Lambert, una de las pocas familias que no le dio la espalda a los Louvencourt cuando tanto él como sus hermanos desertaron de la Inquisición. Su semblante oscuro, profundo como el sendero sin retorno de la muerte, escudriñaron el lugar con una intensidad que sólo un ser sobrenatural podía entender a cabalidad. Las auras tambaleaban, sedientas de un cable a tierra. Los vivos necesitaban enterrar a sus muertos pronto, para evitar penar en el inevitable destino que aguardaba a todos.
Esperó a que los ritos terminasen para aproximarse.
Con una capa oscura ondeando sobre su faz y el cabello revuelto por el viento, Fernand se abrió paso entre la multitud que se marchaba con cautela, pero determinación. No debía estar ahí; era peligroso. Si no era cuidadoso con los escasos minutos de los que disponía, lo arriesgaba todo. Presentaría sus respetos y se iría. No tenía el honor de conocer a la hija del difunto, pero no era necesario un intercambio previo para hacerle saber que su padre sería extrañado.
Los murmullos se alzaron a su paso, algunos conjeturando acerca de su identidad, otros cargados de desdén por la insolencia de un asistente que no mostraba su rostro.
— ¿Quién es ese delincuente? — susurró una dama con el abanico apretado entre los dedos, su mirada recelosa clavada en Fernand.
— Debe ser un agitador o un mendigo. No se puede esperar nada bueno de alguien con esa falta de modales — respondió su compañera antes de subir a su carruaje.
Fernand se detuvo junto al féretro, sus ojos fijos en la figura de quien respondía al nombre de Julietta, supuestamente la hija del difunto, según las palabras de su padre. En ese momento, el tumulto de pensamientos y emociones se arremolinaba en el interior de la mujer chocó contra sus sentidos lupinos como una tormenta en el océano. Estaba conteniendo demasiado, pero ella no debía enterarse de que él lo sabía.
— Madame Lambert — murmuró su nombre como una plegaria silenciosa en sus labios, mientras contemplaba su rostro pálido bajo el velo. No estaba sola y era imprudente acercársele en compañía, pero no tenía tiempo para esperar a que estuviera sola —. Sepa perdonar el que no nos conozcamos. He venido a ofrecerle mis condolencias en nombre de mi familia. Es lo mínimo que puedo hacer para honrar el mutuo respeto entre nuestros padres — declaró Fernand con voz firme, pero más silenciosa que de costumbre.
Su mirada ígnea se cruzó con la de Julietta, los únicos ojos que debía ver en ese lugar inmerso en una mezcla insoportable de melancolía y remordimiento antes de partir. Pero no podía decirle su nombre ni quedarse a charlar. Debía pelear por los que seguían vivos.
Su presencia era como un relámpago en un cielo sombrío, un hombre lobo de porte aristocrático cuya tumultuosa vida no era compatible con la reverencia que requería un funeral, por lo que prefería observar de lejos por respeto a los Lambert, una de las pocas familias que no le dio la espalda a los Louvencourt cuando tanto él como sus hermanos desertaron de la Inquisición. Su semblante oscuro, profundo como el sendero sin retorno de la muerte, escudriñaron el lugar con una intensidad que sólo un ser sobrenatural podía entender a cabalidad. Las auras tambaleaban, sedientas de un cable a tierra. Los vivos necesitaban enterrar a sus muertos pronto, para evitar penar en el inevitable destino que aguardaba a todos.
Esperó a que los ritos terminasen para aproximarse.
Con una capa oscura ondeando sobre su faz y el cabello revuelto por el viento, Fernand se abrió paso entre la multitud que se marchaba con cautela, pero determinación. No debía estar ahí; era peligroso. Si no era cuidadoso con los escasos minutos de los que disponía, lo arriesgaba todo. Presentaría sus respetos y se iría. No tenía el honor de conocer a la hija del difunto, pero no era necesario un intercambio previo para hacerle saber que su padre sería extrañado.
Los murmullos se alzaron a su paso, algunos conjeturando acerca de su identidad, otros cargados de desdén por la insolencia de un asistente que no mostraba su rostro.
— ¿Quién es ese delincuente? — susurró una dama con el abanico apretado entre los dedos, su mirada recelosa clavada en Fernand.
— Debe ser un agitador o un mendigo. No se puede esperar nada bueno de alguien con esa falta de modales — respondió su compañera antes de subir a su carruaje.
Fernand se detuvo junto al féretro, sus ojos fijos en la figura de quien respondía al nombre de Julietta, supuestamente la hija del difunto, según las palabras de su padre. En ese momento, el tumulto de pensamientos y emociones se arremolinaba en el interior de la mujer chocó contra sus sentidos lupinos como una tormenta en el océano. Estaba conteniendo demasiado, pero ella no debía enterarse de que él lo sabía.
— Madame Lambert — murmuró su nombre como una plegaria silenciosa en sus labios, mientras contemplaba su rostro pálido bajo el velo. No estaba sola y era imprudente acercársele en compañía, pero no tenía tiempo para esperar a que estuviera sola —. Sepa perdonar el que no nos conozcamos. He venido a ofrecerle mis condolencias en nombre de mi familia. Es lo mínimo que puedo hacer para honrar el mutuo respeto entre nuestros padres — declaró Fernand con voz firme, pero más silenciosa que de costumbre.
Su mirada ígnea se cruzó con la de Julietta, los únicos ojos que debía ver en ese lugar inmerso en una mezcla insoportable de melancolía y remordimiento antes de partir. Pero no podía decirle su nombre ni quedarse a charlar. Debía pelear por los que seguían vivos.
Fernand de Louvencourt- Licántropo Clase Alta
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