AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Arlette Gray
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Arlette Gray
-Nombre del Personaje:
Arlette Gray
-Edad:
22 años
-Especie:
Bruja
- Tipo y Nivel Social:
Nivel Alto
- Sexualidad:
Bisexual
-Lugar de Origen:
Barcelona
-Habilidad/Poder:
*Dominación
*Ilusión
*Encandilamiento
-Descripcion Fisica:
Complexión delgada, mide 1.62 m, figura delicada, ojos claros, labios carnosos, figura bien proporcionada sin llegar a exagerar. Con una sonrisa siempre tierna, dulce, cálida e inocente. Una inocencia bastante tentadora.
-Descripcion Psicologica: Despreocupada, desorganizada, olvidadiza, distraida, siempre tiene alguna melodía rondando su cabeza. Sin maldad alguna, una persona inocente ante todas las cosas. Es ingenua y cálida, siempre tiene una sonrisa acompañada de una dulce melodía o triste tal vez. Siempre es expresiva, es animada, sincera y le gusta decir lo que piensa y siente. Algo temperamental, pero no por ello es caprichosa, no fuera de lo "normal". Es bastante confiada y amistosa con las personas que le agradan. Cuando considera a alguien su amigo es afectuosa, casi siempre invadiendo el espacio personal de la otra persona, pero jamas con malas intenciones o a propósito. Compasiva, amable, delicada, considerada y tierna. Siempre encerrada en su propio mundo, una hermosa rosa, con espinas peligrosas. Pues por su misma inocencia aprendió que no siempre buscaran cosas buenas y aprendió como defenderse.
-Historia:
Arlette miró a todos lados con vaga curiosidad, como si en verdad se interesara en los ajetreos de la mudanza y, a la vez, como si no los notara en absoluto. Tarareaba una sencilla melodía y sus ojos recorrieron al atestado lugar, observando los utensilios y diversos elementos que los hombres estaban descargando.
Francia era un lugar extraño y curioso, sin duda. Muy diferente a España, de lengua más dura y gente más sencilla. Aquel era un país más delicado, de idioma sutil, de artes elevados y noches románticas. París. Una ciudad muy diferente a la Barcelona de su infancia, de toros, de guitarras siempre rasgadas. Sus padres habían vivido en Francia un tiempo, pero cuando ella cumplió cinco años y debido al trabajo siempre ajetreante de su padre, se mudaron a España. Creció con ambos idiomas en su mente, pero se acostumbró a las palabras cambiantes y verbos nunca iguales del español, como también de su —comparado con el idioma de los poetas— dureza y fuerza.
Por supuesto que la joven de veintidós años no tenía ningún problema en hablar el idioma de su más tierna infancia, que continuó practicando en España, pero en ocasiones empezaba con prolijidad a charlar en un académico francés y de forma abrupta cambiaba al más practicado español, sin darse la menor cuenta, con naturalidad y una inocente sonrisa, sin percatarse de que su interlocutor tenía una mirada de perplejidad.
Porque si Arlette Gray era algo en esta vida, aquello era despistada, olvidadiza e inocente. “Como un pajarito del Señor”, solía suspirar su madre con distraída ternura.
No obstante, esas cualidades tan singulares se habían acentuado con el tiempo, en lugar de ir desapareciendo con el pasar de la infancia, más que todo, debido a un particular episodio de su vida. Uno de aquellos episodios que cambian las existencias humanas y que, en el caso de ella, la llevó a un descubrimiento que a cualquier otro habría trastocado profundamente, pero que sólo fue un curioso descubrimiento para la heredera de los Gray. O eso creía ella.
Sucedió cuando tenía sólo siete años de edad y escuchaba un cuento infantil de labios de su padre. En ocasiones, Monsieur Gray tenía esas consideraciones con su hija, pese a su ajetreada vida de negocios en las ciudades y de hombre aristocrático. No recordaba el título del relato ni sus detalles, pero sí que había un pozo con un tesoro dentro de él, custodiado por una misteriosa sirena. La idea le había interesado mucho, como era obvio, y cuando su padre terminó y se fue a su despacho a trabajar, ella corrió hacia el jardín, recordando de pronto —en ese saltar de pensamientos tan propio de ella— que afuera tenían un pozo.
Quiso bajar irreflexivamente por él, cuando un criado que pasaba casualmente por allí la divisó y logró detenerla, recordándole en un arrastrado y algo tosco francés que eso estaba prohibido. No podía acercarse al pozo, pues era peligroso, trató de explicarle. Ella le insistió que bajara él en su lugar, ya que ella no podía hacerlo y que aquello no violaría las normas. Podría incluso besar la mano de la sirena, adujo la niña. Luego de muchas negativas e insistencias, Arlette comenzó a sentirse impaciente y extraña.
—Señor, baje a ese pozo —ordenó la niña con una desconocida tozudez.
Se sintió muy extraña luego de aquello, terriblemente extraña, pero en aquel momento una voz llamó para merendar y la chica corrió de vuelta a casa, tarareando alegremente y sin mirar atrás.
Si lo hubiera hecho, habría visto que el desventurado criado, forzado por una desconocida e irresistible fuerza, se lanzaba al pozo con violencia. Y que su sombrero había quedado abandonado sobre la hierba.
Después de dos días, una sirvienta halló el sombrero y escuchó los amortiguados y ya difónicos gemidos del infortunado y dio la voz de alarma. Entre el jardinero y unos albañiles, lograron sacarlo; estaba herido, hambriento, agotado y en un claro estado de congelamiento. Arlette no olvidaría nunca cuando ella, en su natural inocencia, le preguntó si había hallado el tesoro o se había entretenido con la sirena y él había gritado descontrolado, pidiendo que alejaran a esa niña infernal de él.
Cuando le preguntaron por lo sucedido, el hombre les habló de cómo se había sentido obligado a hacerlo por una fuerza más grande que él. “No sabría explicarlo, tenía que hacerlo, simplemente no era una opción”. Todos concluyeron que el pobre criado había enloquecido por el evento y que probablemente sólo se había caído de forma accidental. No obstante, Arlette sabía que no era así y el episodio la marcó profundamente, pese a que a su edad nunca se enteró de cuánto. Intentó explicar lo sucedido, pero nadie le prestó la suficiente atención y pronto ella terminó por olvidar —o intentarlo— el asunto también. Lo que más la martirizó fue que el hombre terminó por morir debido al congelamiento sufrido y la infección de sus heridas. Había llevado a la muerte a un hombre inocente. Su mente infantil rápidamente trató de borrar el recuerdo y de fortalecer la protección para ella, la cual ya tenía y por ello los rasgos como su eterna distracción se fueron acentuando, a modo de cálida burbuja.
Y ese fue el inicio de un proceso extraño para Arlette, el comienzo de una serie de acontecimientos que sólo al crecer supo definir. Ese día, ella supo que hacía cosas distintas, que era capaz de cosas asombrosas, pero no sabía por qué ni en qué la convertía eso. Ahora sí lo sabía. Era una bruja, pero en ese entonces no lo sabía. Sólo cuando el tiempo fue corriendo y nuevas cosas —aunque no dramáticas como aquella— fueron sucediendo, fue aprendiendo sobre sus hasta entonces desconocidas habilidades. Su personalidad le impedía prestar la suficiente atención a su alrededor como para estar lo suficientemente segura, pero durante aquel tiempo experimentó bastante con sus poderes, con una curiosidad inocente y casi infantil, rasgo que mantenía aún.
Con el trágico episodio del pozo, descubrió que podía manipular a las personas si lograba concentrarse a través de una orden. No estaba lo suficientemente segura de si había repetido esa habilidad, pero sospechaba que sí, porque en ocasiones —extrañas e inexplicables— las personas hacían lo que ella pedía sin rechistar y habiéndose negado antes. Aún así, no lo usaba a propósito. Más adelante descubrió, de forma algo extravagante, que podía generar ilusiones. Reales en apariencia, pero irreales en esencia. Y todos podían verlas cuando activaba sus poderes. Y la última habilidad que había aprendido que tenía era una suerte de encandilamiento: lograba que las personas le prestaran atención. ¿Qué clase de atención? Todavía no estaba lo suficientemente segura. Accidentalmente —siempre era así— había llamado la atención de su madre sobre un raspón que se había hecho a los diez años y ella había volcado en ella una atención maternal sublime, sin dejar su lado por horas y horas. En otra ocasión, un día de verano, deseaba que su padre escuchara una nueva canción que había compuesto —tenía quince años— y, este, pese a que segundos atrás no le había dicho que estaba ocupadísimo, de un segundo a otro le instaba a cantar con fervor. Generaba la atracción de las personas, pero aún no sabía cómo ni de qué clase. ¿Atracción amorosa? ¿Sólo de atención? ¿Una atracción obsesiva? ¿Sexual? No lo sabía, pero sospechaba que eso era a voluntad de ella, aunque no sabía si esa voluntad fuera exactamente consciente. Dominaba, creaba ilusiones y atraía. Eso era lo que había averiguado a lo largo de los años.
No obstante de todo ello y pese a que sólo una de esas habilidades habría bastado para que cualquier persona normal se hubiera sentido orgullosa y especial, no era el caso de Arlette, que se lo tomó con bastante naturalidad, pese a todo lo sucedido; había semanas completas en las que olvidaba el asunto por completo, para repentinamente volver a recordarlo. Siempre andaba en su mundo privado, concentrada completamente en eso. Un mundo de música, porque si había algo por lo que Arlette quería ser reconocida, no era por ser bruja, sino por cantar.
“La reencarnación de una sirena o quizás de una musa del Olimpo”, le había dicho una vez alguien cuyo nombre o rostro no alcanzaba a recordar. Desde pequeña le había gustado cantar, era su mayor pasión y nunca cesaba de hacerlo. La música vivía en ella, ya fuera en la forma de un suave tarareo, en la melodía de sus pensamientos o en la inflexión de su voz. Al cantar, sentía que todo el mundo desaparecía, como si el Universo y ella interactuaran de forma integral, como si se uniera con todo. Como si se olvidara de la Tierra. Como si despegara. Amaba la música y deseaba que su vida se rigiera de acuerdo a ella, deseaba que la gente la escuchara. Deseaba que ellos pudieran compartir con ella la delicia de la música.
—Mademoiselle Gray —llamó uno de los criados con una mirada humilde—. ¿Dónde desea estas cosas?
Arlette le sonrió al hombre.
—Escaleras arriba, donde guste, Monsieur —respondió con gentileza—. No se preocupe, yo luego ordenaré mis cosas.
Él le sonrió amablemente de vuelta e inclinó la cabeza para luego transportar la caja hacia la habitación del segundo piso. Ella miró las paredes desnudas con escasa curiosidad y cambió la canción que tarareaba a una más nostálgica. Apenas se dio cuenta cuando su madre, con una leve mirada de preocupación ante las cosas que entraban, se situó a su lado y trató de hablarle.
—¿Arlette? —preguntó y debió repetir la pregunta algunas veces para llamar la atención de la joven—. ¡Deau, Arlette, réagit!—Su francés era espléndido y continuó en dicho idioma—: Siempre vives en las nubes. ¿Has visto a tu padre? Hace un rato que le busco, pero no he logrado hallarlo.
—Ha de estar con los criados, ayudando —respondió Arlette, observando con curiosidad por las ventanas.
—No, no está con ellos —inquirió—. Quizás ha subido o esté en los jardines, tal vez deba ir a ver.
—Hace frío ¿no? —comentó la chica, sin prestarle atención a su madre, señalando los vidrios empañados—. Es una tarde muy helada, pese a que estamos sólo en otoño. Es algo bastante curioso, ¿no?
—Iré a buscar a tu padre —anunció la mujer, ya habituada a ese comportamiento en su hija.
—Está en el jardín, lo estoy viendo por la ventana.
La mujer le agradeció y se reunió con él. Arlette suspiró imperceptiblemente y continuó la melodía que había estado tarareando. No se preguntaba si extrañaría España o si Francia le sería desconocida u hostil, pensamiento de cualquier joven en sus circunstancias. Tenía la mente puesta en una canción que haría en honor al frío de aquella noche francesa. Incluso imaginaba el ritmo que tendría, pues era como si las notas musicales bailaran frente a sus ojos y susurraran la melodía en su oído. Anticipó lo que sería sentir su voz vibran al son de la canción y la atmósfera hechizante que la envolvería.
Comenzó a probar algunas palabras y pronto su entorno se desdibujó por completo. Las palabras salieron de su garganta como si estuviera leyendo un papel y su voz daba ondulantes vueltas y luego se alzaba, para luego volver a caer en picada. Era como el vuelo de un ave, armonioso, natural y libre. Especialmente libre. Tenía los ojos abiertos y tranquilos, pero era como si no estuviera mirando el desorden aristocrático que tenía a su alrededor. No obstante, de algún modo era como si a la vez sí estuviera consciente de su entorno, ya que caminó algunos pasos con elegancia, esquivando los bultos y muebles.
Terminó la canción con una nota suave y pareció volver en sí, notando que los sirvientes la miraban con una suerte de embelesamiento y admiración. Se oyeron murmullos de aprobación y de felicitaciones y la chica sonrió con humildad.
—Tiene usted una voz hermosísima, mademoiselle —la felicitó una mujer más osada que el resto.
—Merci, madame —respondió Arlette con una sonrisa amistosa.
Todos volvieron a lo suyo y la joven volvió a dirigirse a la ventana. Una nueva vida parecía vislumbrarse en su futuro y era consciente de ello, por más que, a la vez, no sabía qué era lo que eso implicaba. Era una bruja, pero era antes una cantante y deseaba ser reconocida por ello. Anhelaba llegar lejos con su voz y encantar al mundo con sus melodías. No obstante, no sabía del todo sobre los peligros que acechaban en esa cosmopolita ciudad, París. Sus poderes la ayudarían y su voz podría hechizar a muchos, pero su inocencia y personalidad podrían serle una dificultad, como también una bendición. Su voz era la expresión de su inocencia, la protección en que se refugiaba, el bálsamo de sus recuerdos. Había mucho por descubrir, sin duda y pensó en todas aquellas cosas, intentó reflexionar sobre el trabajo de su padres y sobre sus progenitores. Sobre la aristocracia. Sobre la sangre mágica en sus venas. Sobre los días que vendrían. Sobre el frío en otoño.
Pero no duró demasiado.
—Me apetecen unos bollos —se dijo a sí misma.
Porque Arlette, ya bruja, ya cantante, no iba a cambiar nunca. O quizás sí.
-Datos Extras:
*Tiene una maravillosa voz
*Adora los chocolates, postres, dulces, etc.
NOTAS:
-Mi avatar con el pj y la firma aun están en proceso, las pedí (yo no se usar photoshop). Espero no sea problema.
-Me base en el hecho de que hay magos que nacen con magia y otros que aprenden, por eso no use hechiceria.
Arlette Gray
-Edad:
22 años
-Especie:
Bruja
- Tipo y Nivel Social:
Nivel Alto
- Sexualidad:
Bisexual
-Lugar de Origen:
Barcelona
-Habilidad/Poder:
*Dominación
*Ilusión
*Encandilamiento
-Descripcion Fisica:
Complexión delgada, mide 1.62 m, figura delicada, ojos claros, labios carnosos, figura bien proporcionada sin llegar a exagerar. Con una sonrisa siempre tierna, dulce, cálida e inocente. Una inocencia bastante tentadora.
-Descripcion Psicologica: Despreocupada, desorganizada, olvidadiza, distraida, siempre tiene alguna melodía rondando su cabeza. Sin maldad alguna, una persona inocente ante todas las cosas. Es ingenua y cálida, siempre tiene una sonrisa acompañada de una dulce melodía o triste tal vez. Siempre es expresiva, es animada, sincera y le gusta decir lo que piensa y siente. Algo temperamental, pero no por ello es caprichosa, no fuera de lo "normal". Es bastante confiada y amistosa con las personas que le agradan. Cuando considera a alguien su amigo es afectuosa, casi siempre invadiendo el espacio personal de la otra persona, pero jamas con malas intenciones o a propósito. Compasiva, amable, delicada, considerada y tierna. Siempre encerrada en su propio mundo, una hermosa rosa, con espinas peligrosas. Pues por su misma inocencia aprendió que no siempre buscaran cosas buenas y aprendió como defenderse.
-Historia:
Arlette miró a todos lados con vaga curiosidad, como si en verdad se interesara en los ajetreos de la mudanza y, a la vez, como si no los notara en absoluto. Tarareaba una sencilla melodía y sus ojos recorrieron al atestado lugar, observando los utensilios y diversos elementos que los hombres estaban descargando.
Francia era un lugar extraño y curioso, sin duda. Muy diferente a España, de lengua más dura y gente más sencilla. Aquel era un país más delicado, de idioma sutil, de artes elevados y noches románticas. París. Una ciudad muy diferente a la Barcelona de su infancia, de toros, de guitarras siempre rasgadas. Sus padres habían vivido en Francia un tiempo, pero cuando ella cumplió cinco años y debido al trabajo siempre ajetreante de su padre, se mudaron a España. Creció con ambos idiomas en su mente, pero se acostumbró a las palabras cambiantes y verbos nunca iguales del español, como también de su —comparado con el idioma de los poetas— dureza y fuerza.
Por supuesto que la joven de veintidós años no tenía ningún problema en hablar el idioma de su más tierna infancia, que continuó practicando en España, pero en ocasiones empezaba con prolijidad a charlar en un académico francés y de forma abrupta cambiaba al más practicado español, sin darse la menor cuenta, con naturalidad y una inocente sonrisa, sin percatarse de que su interlocutor tenía una mirada de perplejidad.
Porque si Arlette Gray era algo en esta vida, aquello era despistada, olvidadiza e inocente. “Como un pajarito del Señor”, solía suspirar su madre con distraída ternura.
No obstante, esas cualidades tan singulares se habían acentuado con el tiempo, en lugar de ir desapareciendo con el pasar de la infancia, más que todo, debido a un particular episodio de su vida. Uno de aquellos episodios que cambian las existencias humanas y que, en el caso de ella, la llevó a un descubrimiento que a cualquier otro habría trastocado profundamente, pero que sólo fue un curioso descubrimiento para la heredera de los Gray. O eso creía ella.
Sucedió cuando tenía sólo siete años de edad y escuchaba un cuento infantil de labios de su padre. En ocasiones, Monsieur Gray tenía esas consideraciones con su hija, pese a su ajetreada vida de negocios en las ciudades y de hombre aristocrático. No recordaba el título del relato ni sus detalles, pero sí que había un pozo con un tesoro dentro de él, custodiado por una misteriosa sirena. La idea le había interesado mucho, como era obvio, y cuando su padre terminó y se fue a su despacho a trabajar, ella corrió hacia el jardín, recordando de pronto —en ese saltar de pensamientos tan propio de ella— que afuera tenían un pozo.
Quiso bajar irreflexivamente por él, cuando un criado que pasaba casualmente por allí la divisó y logró detenerla, recordándole en un arrastrado y algo tosco francés que eso estaba prohibido. No podía acercarse al pozo, pues era peligroso, trató de explicarle. Ella le insistió que bajara él en su lugar, ya que ella no podía hacerlo y que aquello no violaría las normas. Podría incluso besar la mano de la sirena, adujo la niña. Luego de muchas negativas e insistencias, Arlette comenzó a sentirse impaciente y extraña.
—Señor, baje a ese pozo —ordenó la niña con una desconocida tozudez.
Se sintió muy extraña luego de aquello, terriblemente extraña, pero en aquel momento una voz llamó para merendar y la chica corrió de vuelta a casa, tarareando alegremente y sin mirar atrás.
Si lo hubiera hecho, habría visto que el desventurado criado, forzado por una desconocida e irresistible fuerza, se lanzaba al pozo con violencia. Y que su sombrero había quedado abandonado sobre la hierba.
Después de dos días, una sirvienta halló el sombrero y escuchó los amortiguados y ya difónicos gemidos del infortunado y dio la voz de alarma. Entre el jardinero y unos albañiles, lograron sacarlo; estaba herido, hambriento, agotado y en un claro estado de congelamiento. Arlette no olvidaría nunca cuando ella, en su natural inocencia, le preguntó si había hallado el tesoro o se había entretenido con la sirena y él había gritado descontrolado, pidiendo que alejaran a esa niña infernal de él.
Cuando le preguntaron por lo sucedido, el hombre les habló de cómo se había sentido obligado a hacerlo por una fuerza más grande que él. “No sabría explicarlo, tenía que hacerlo, simplemente no era una opción”. Todos concluyeron que el pobre criado había enloquecido por el evento y que probablemente sólo se había caído de forma accidental. No obstante, Arlette sabía que no era así y el episodio la marcó profundamente, pese a que a su edad nunca se enteró de cuánto. Intentó explicar lo sucedido, pero nadie le prestó la suficiente atención y pronto ella terminó por olvidar —o intentarlo— el asunto también. Lo que más la martirizó fue que el hombre terminó por morir debido al congelamiento sufrido y la infección de sus heridas. Había llevado a la muerte a un hombre inocente. Su mente infantil rápidamente trató de borrar el recuerdo y de fortalecer la protección para ella, la cual ya tenía y por ello los rasgos como su eterna distracción se fueron acentuando, a modo de cálida burbuja.
Y ese fue el inicio de un proceso extraño para Arlette, el comienzo de una serie de acontecimientos que sólo al crecer supo definir. Ese día, ella supo que hacía cosas distintas, que era capaz de cosas asombrosas, pero no sabía por qué ni en qué la convertía eso. Ahora sí lo sabía. Era una bruja, pero en ese entonces no lo sabía. Sólo cuando el tiempo fue corriendo y nuevas cosas —aunque no dramáticas como aquella— fueron sucediendo, fue aprendiendo sobre sus hasta entonces desconocidas habilidades. Su personalidad le impedía prestar la suficiente atención a su alrededor como para estar lo suficientemente segura, pero durante aquel tiempo experimentó bastante con sus poderes, con una curiosidad inocente y casi infantil, rasgo que mantenía aún.
Con el trágico episodio del pozo, descubrió que podía manipular a las personas si lograba concentrarse a través de una orden. No estaba lo suficientemente segura de si había repetido esa habilidad, pero sospechaba que sí, porque en ocasiones —extrañas e inexplicables— las personas hacían lo que ella pedía sin rechistar y habiéndose negado antes. Aún así, no lo usaba a propósito. Más adelante descubrió, de forma algo extravagante, que podía generar ilusiones. Reales en apariencia, pero irreales en esencia. Y todos podían verlas cuando activaba sus poderes. Y la última habilidad que había aprendido que tenía era una suerte de encandilamiento: lograba que las personas le prestaran atención. ¿Qué clase de atención? Todavía no estaba lo suficientemente segura. Accidentalmente —siempre era así— había llamado la atención de su madre sobre un raspón que se había hecho a los diez años y ella había volcado en ella una atención maternal sublime, sin dejar su lado por horas y horas. En otra ocasión, un día de verano, deseaba que su padre escuchara una nueva canción que había compuesto —tenía quince años— y, este, pese a que segundos atrás no le había dicho que estaba ocupadísimo, de un segundo a otro le instaba a cantar con fervor. Generaba la atracción de las personas, pero aún no sabía cómo ni de qué clase. ¿Atracción amorosa? ¿Sólo de atención? ¿Una atracción obsesiva? ¿Sexual? No lo sabía, pero sospechaba que eso era a voluntad de ella, aunque no sabía si esa voluntad fuera exactamente consciente. Dominaba, creaba ilusiones y atraía. Eso era lo que había averiguado a lo largo de los años.
No obstante de todo ello y pese a que sólo una de esas habilidades habría bastado para que cualquier persona normal se hubiera sentido orgullosa y especial, no era el caso de Arlette, que se lo tomó con bastante naturalidad, pese a todo lo sucedido; había semanas completas en las que olvidaba el asunto por completo, para repentinamente volver a recordarlo. Siempre andaba en su mundo privado, concentrada completamente en eso. Un mundo de música, porque si había algo por lo que Arlette quería ser reconocida, no era por ser bruja, sino por cantar.
“La reencarnación de una sirena o quizás de una musa del Olimpo”, le había dicho una vez alguien cuyo nombre o rostro no alcanzaba a recordar. Desde pequeña le había gustado cantar, era su mayor pasión y nunca cesaba de hacerlo. La música vivía en ella, ya fuera en la forma de un suave tarareo, en la melodía de sus pensamientos o en la inflexión de su voz. Al cantar, sentía que todo el mundo desaparecía, como si el Universo y ella interactuaran de forma integral, como si se uniera con todo. Como si se olvidara de la Tierra. Como si despegara. Amaba la música y deseaba que su vida se rigiera de acuerdo a ella, deseaba que la gente la escuchara. Deseaba que ellos pudieran compartir con ella la delicia de la música.
—Mademoiselle Gray —llamó uno de los criados con una mirada humilde—. ¿Dónde desea estas cosas?
Arlette le sonrió al hombre.
—Escaleras arriba, donde guste, Monsieur —respondió con gentileza—. No se preocupe, yo luego ordenaré mis cosas.
Él le sonrió amablemente de vuelta e inclinó la cabeza para luego transportar la caja hacia la habitación del segundo piso. Ella miró las paredes desnudas con escasa curiosidad y cambió la canción que tarareaba a una más nostálgica. Apenas se dio cuenta cuando su madre, con una leve mirada de preocupación ante las cosas que entraban, se situó a su lado y trató de hablarle.
—¿Arlette? —preguntó y debió repetir la pregunta algunas veces para llamar la atención de la joven—. ¡Deau, Arlette, réagit!—Su francés era espléndido y continuó en dicho idioma—: Siempre vives en las nubes. ¿Has visto a tu padre? Hace un rato que le busco, pero no he logrado hallarlo.
—Ha de estar con los criados, ayudando —respondió Arlette, observando con curiosidad por las ventanas.
—No, no está con ellos —inquirió—. Quizás ha subido o esté en los jardines, tal vez deba ir a ver.
—Hace frío ¿no? —comentó la chica, sin prestarle atención a su madre, señalando los vidrios empañados—. Es una tarde muy helada, pese a que estamos sólo en otoño. Es algo bastante curioso, ¿no?
—Iré a buscar a tu padre —anunció la mujer, ya habituada a ese comportamiento en su hija.
—Está en el jardín, lo estoy viendo por la ventana.
La mujer le agradeció y se reunió con él. Arlette suspiró imperceptiblemente y continuó la melodía que había estado tarareando. No se preguntaba si extrañaría España o si Francia le sería desconocida u hostil, pensamiento de cualquier joven en sus circunstancias. Tenía la mente puesta en una canción que haría en honor al frío de aquella noche francesa. Incluso imaginaba el ritmo que tendría, pues era como si las notas musicales bailaran frente a sus ojos y susurraran la melodía en su oído. Anticipó lo que sería sentir su voz vibran al son de la canción y la atmósfera hechizante que la envolvería.
Comenzó a probar algunas palabras y pronto su entorno se desdibujó por completo. Las palabras salieron de su garganta como si estuviera leyendo un papel y su voz daba ondulantes vueltas y luego se alzaba, para luego volver a caer en picada. Era como el vuelo de un ave, armonioso, natural y libre. Especialmente libre. Tenía los ojos abiertos y tranquilos, pero era como si no estuviera mirando el desorden aristocrático que tenía a su alrededor. No obstante, de algún modo era como si a la vez sí estuviera consciente de su entorno, ya que caminó algunos pasos con elegancia, esquivando los bultos y muebles.
Terminó la canción con una nota suave y pareció volver en sí, notando que los sirvientes la miraban con una suerte de embelesamiento y admiración. Se oyeron murmullos de aprobación y de felicitaciones y la chica sonrió con humildad.
—Tiene usted una voz hermosísima, mademoiselle —la felicitó una mujer más osada que el resto.
—Merci, madame —respondió Arlette con una sonrisa amistosa.
Todos volvieron a lo suyo y la joven volvió a dirigirse a la ventana. Una nueva vida parecía vislumbrarse en su futuro y era consciente de ello, por más que, a la vez, no sabía qué era lo que eso implicaba. Era una bruja, pero era antes una cantante y deseaba ser reconocida por ello. Anhelaba llegar lejos con su voz y encantar al mundo con sus melodías. No obstante, no sabía del todo sobre los peligros que acechaban en esa cosmopolita ciudad, París. Sus poderes la ayudarían y su voz podría hechizar a muchos, pero su inocencia y personalidad podrían serle una dificultad, como también una bendición. Su voz era la expresión de su inocencia, la protección en que se refugiaba, el bálsamo de sus recuerdos. Había mucho por descubrir, sin duda y pensó en todas aquellas cosas, intentó reflexionar sobre el trabajo de su padres y sobre sus progenitores. Sobre la aristocracia. Sobre la sangre mágica en sus venas. Sobre los días que vendrían. Sobre el frío en otoño.
Pero no duró demasiado.
—Me apetecen unos bollos —se dijo a sí misma.
Porque Arlette, ya bruja, ya cantante, no iba a cambiar nunca. O quizás sí.
-Datos Extras:
*Tiene una maravillosa voz
*Adora los chocolates, postres, dulces, etc.
NOTAS:
-Mi avatar con el pj y la firma aun están en proceso, las pedí (yo no se usar photoshop). Espero no sea problema.
-Me base en el hecho de que hay magos que nacen con magia y otros que aprenden, por eso no use hechiceria.
Arlette Gray- Hechicero Clase Alta
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Fecha de inscripción : 20/02/2011
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