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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Hannes D. Schmitt Lun Oct 11, 2010 4:13 pm

Llora que llora, el cielo derramaba húmedas lágrimas mientras ese par de pupilas azules perdían el brillo de la vida. Su cabello, rubio, yacía totalmente empapado y caía a un lado el cuello de la mujer. Inerte. Malherido. Humillado. Vencido. Él seguía con los labios pegados al lateral opuesto de ese desnudo y pálido cuello. Una gota, teñida de color pasión, se desprendió de un pequeño hueco formado entre los labios y esa masa carnosa que perdía su calor por momento. Muerta. Asesinada. Convertida en un mero recipiente contenedor del más potente y exótico de los elixires; la sangre que alimentaba a las ratas voladoras popularmente llamadas. Vampiros. ¿Su nombre? Hannes. El cielo, impotente cual padre que ve a su hijo marchar a la guerra, se limitaba a tratar de disuadir al cazador de dejar seca a su presa. Sólo era una chica de temprana edad que había cometido el error de cruzarse con la persona indebida en el momento menos indicado. El destino así lo quiso y, ahora, el cielo escupía furiosos goteos sobre la encorbada espalda del vampiro, que succionaba con las manos de la ya difunta chica rodeándole la espalda. Mañana, sería día de luto en París. El destino lo impuso.

Su corto cabello, color ceniza, había perdido su habitual forma de cresta para caer lacio y empapado, pesando más de lo normal del mismo modo que había gradualmente oscurecido. Su indumentaria y su atuendo era de lo más sencillo; camisa holgada de color blanco, ajustada por dos hilos de cuero negro a la altura de los pectorales, ahora ligeramente manchados de color carmín. Sus torneados muslos poderosos se veían ceñidos y enfundados en un par de mayas color otoño y unos botines de nilon, de montar a caballo, le otorgaban cierto aspecto callejero, perdiendo todo atributo lujoso en el camino de convertirse en bestia. Se separó pesadamente del cuello de la muchacha cuando un flash lo iluminó, inmemorizando el momento de su asesinato número... No. Ya había perdido la cuenta años atrás. Sólo eran presas, humanos, carne y sangre. Alimento y nada más. Algo en él sabía que no estaba del todo bien lo que hacía, que su naturaleza estaba prohibida en el reino de los cielos que ahora lloraban la amarga pérdida de otra hija. Sabía que no era lo correcto, pero lo hacía sentirse vivo dentro de su muerte. Y es que sí, bien amarga era la condena que lo amparaba de una eterna infelicidad constante.
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Mensaje por Invitado Lun Oct 11, 2010 4:48 pm

Teñido de negro, como el vestido de aquella a la que llamaban inmortal se encontraba el cielo. Gruñía, como le gruñen las madres a sus hijos o como lo hacen los leones a sus presas. Se quejaba, y nadie estaba seguro de porque y no se habían atrevido ha hacer suposiciones en ningún momento, teniendo por seguro que era la naturaleza la que poseía el poder más grande e infinito en la tierra. Eso era algo de lo que todo el mundo podía estar seguro, que, cuando el cielo enfurecía, era mal augurio. Pero no todo el mundo entendía esas palabras, porque la inmortalidad a veces carece de la visión del peligro, y ella, de cabellera larga y clara jugaba demasiado con el peligro, y estaba completamente segura de que no era la única que lo sabía. Una carcajada sonora retumbó entre las paredes de aquellos callejones mientras unos tacones que se acompañaban con pasos ligeros de hombre se perdían con rapidez y diversión como si nada en el mundo fuese capaz de detenerles. Ella, ni siquiera se había parado a pensar que su ropa se empapaba bajo aquel paraguas que quería en vano proteger a ambas figuras de la tormenta que se avecinaba cada vez más fuerte. Ella, gozaba de la eternidad mientras que él disfrutaba de lo que posiblemente eran sus últimos minutos de vida en compañía de una de las mujeres más hermosas que habían pisado París. Para él se iba a detener el tiempo aquella noche pero las víboras mienten bien y no cabe de más decir que Svetlana siempre había sido una de ellas.

El sonido del corazón alterado de aquel humano se mezclaba con el de las gotas al chocar contra el frío asfalto convirtiendo en una sonrisa lo que parecía mueca en la cara de la atractiva joven. Ella se aferraba a su brazo cual pareja de recién casados y conseguía que una risa se se atreviera a escapar sin permiso de los labios de aquel mortal que perdía el tiempo pensando en disfrutar del cuerpo de la vampiresa. Un gruñido fuerte retomó el cielo iluminando ambas figuras y otras dos que se perdían más allá, sólo un poco más allá. Él recorrió con sus dedos la cintura de ella y en un impulso empotró el cuerpo de la vampiresa, frío como el hielo, contra la pared dejando que el paraguas se perdiera entre el viento y el agua por calles más remotas y que los labios de él se atreviesen a recorrer el bendito y marmóreo cuello de ella entre besos y caricias desatando la carcajada en la garganta de la inmoral que echó a correr segundos más tarde, jugando, con su presa. Pues aún nadie le había dicho que con la comida no se jugaba. Fue el olor a sangre lo que la alertó y la mirada de aquel hombre que había estado filtreando con ella clavada en los dos protagonistas con los que, no sabe si por suerte o por desgracia, la muchacha que respondía al nombre de Svetlana, chocó de espaldas. ¿He dicho ya que las tormentas tienen algo que ver con el mal augurio?
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Mensaje por Hannes D. Schmitt Lun Oct 11, 2010 5:41 pm

Gota tras gota, las losas irregulares que conformaban el suelo del callejón iban dejando formarse charcos. Unos más grandes, otros menos grandes. Algunos translúcidos y transparentes, otros teñidos de carmín, de sangre, de muerte, de pecado. Porque eso era lo que había hecho esa oscura noche, había pecado, sentenciando su condena al más cruel de los infiernos. No eran pocos los que preferían morir a ser convertidos en seres de la noche, mas Hannes no creía eso, no veía las cosas de esa manera. Él sin su condición de inmortal no era nada, no era nadie. Se relamió los colmillos, apurando cada gota de esa exquisita sangre de virgen pura y casta. La mejor, sin duda alguna. La contempló en silencio. Ella, pálida y muerta, yacía con los ojos aún abiertos entre los brazos del vampiro, estirada en el frío suelo de una calle sin nombre de París. En estas que un par de ojos, aterrorizados por la escena, se posaron en él. Infortunio el suyo. La mujer cayó a un lado, tumbada, como una bella durmiente o una blancanieves envenenada, solo que a esta ni el más apuesto príncipe podría liberarla de su condena infernal, como tampoco devolverla al mundo de los que respiran y lloran.

Él, veloz como un felino, se erguió totalmente y los observó con los puños cerrados y las mandíbulas encajadas. Sus labios estaban manchados de carmín, como si se hubiera besado con una mujer cuyo maquillaje se excediera del recomendado en un día de caluroso verano. Entrecerró los párpados ya que una cortina de agua grisácea le impedía ver con claridad de quienes se trataban y el agua, muy oportuna, impedía que su desarrollado olfato hiciera su trabajo a la perfección, como de costumbre. Gruñó al reconocer esa expresión. Miedo. ¿Y quién tiene miedo de una dantesca escena como esa? Sólo un humano. El gruñido de la otro la indicó que compartían pecado, la observó mientras una gota de lluvia se mezclaba con la sangre de sus labios, aún caliente, y se diluía mentón abajo. No dijo nada, sólo los observó fijamente, como una pantera a sus presas acorraladas, esperando el momento oportuno para desgarrar sus gargantas a base de dentelladas certeras. Sus holgadas ropas se adherieron a su marmóreo cuerpo, rebelando un físico trabajado o moldeado por dioses detallistas. La noche acababa de empezar y, si su nueva anfitriona se lo permitía, se daría un buen festín. Sólo había un problema, ¿por qué le sonaba esa femenina expresión empapada en lágrimas de Dios?
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Mensaje por Invitado Mar Oct 12, 2010 7:19 am

La risa de la joven hubiese cesado si de verdad se hubiera dado cuenta de donde se estaba metiendo, de contra quien había chocado su espalda y que, realmente, el destino se había puesto en su contra de una forma increíble. Su mirada se clavó en el hombre asustado y paralizado frente a una imagen que prometía tener sangre de por medio. Tierra mojada, sí, elixir de vida, humanos y... ¿Vampiro? Aquella que respondía al nombre de Svetlana dejo que de sus labios escapase un peligroso gruñido cuando se dio cuenta de que no estaba sola, de que había un inmortal y de que, posiblemente su espalda era la que se había topado contra este antes de que ella pudiese reaccionar. No había tiempo de minucias y es que a él no se le veía con ganas de jugar y si ella no era capaz de ingeniárselas bien aquel hombre al que había engañado vilmente acabaría siendo la cena de otro en vez de la suya, cosa que, no hubiera permitido de ninguna de las maneras. Como el león que acorrala a sus presas dio una vuelta rápida al cuerpo de aquel hombre que, bajo la espesura de la lluvia y el rugido de la naturaleza, se le hacia demasiado familiar. Hubiese tenido miedo si es que de verdad él le impusiese un mínimo de respeto, pero, la vampiresa, estaba segura de que con una simple mirada tendría a ambos hombres arrodillados a sus pies, suplicando, como miles de veces ya había pasado, una noche de placer en sus brazos, pues, bendito fuese el poder de la seducción.

Retrocedió un par de pasos esperando que el humano la siguiese y no intentase hacerse el valiente de ninguna de las maneras puesto que aquello significaría la perdida de un pequeño festín que se negaba a perder aquella noche. Se tendía en el suelo el cuerpo sin vida de lo que podía haber sido una joven bella y con un futuro quizá más productivo que el de la mismísima Svetlana. Sus ojos claros se clavaron como cuchillos contra el rostro del rubio y pálido vampiro al que las ropas ya le pesaban, al igual que el negro vestido de ella que si no hubiese sido inmortal le hubiese costado de arrastrar por las inmensas y retorcidas calles de un París que duerme a la sombra de aquellos que gozan de su no-vida. Relamió sus colmillos con el hombre tras su espalda dejando que sus zafiros insistieran en el rostro del inmortal. Habría podido jurar que aquella escena se le hacía familiar y que, cuando hablaba de aquello le venían recuerdos de más de doscientos años atrás. Por allí, lo llamaban Déjà vu.
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Mensaje por Hannes D. Schmitt Mar Oct 12, 2010 11:39 am

Había sido un golpe. Algo tan sencillo como un golpe lo había advertido de que había alguien más aparte de ángeles llorando, un fiambre y un vampiro inmortal en escena. La mujer gruñó y se separó como protegiendo al humano que se erguía detrás de ella con la mirada desfigurada de miedo. Hannes se pasó las manos por el pecho de la camisa antes blanca, ahora teñida de carmín y de pasión, fruto de la efímera pero intensa relación entre él y la jovencita que ahora yacía abandonada en el suelo mojado y encharcado. Ya nadie le prestaría atención mientras la otra mujer tuviera cabida en la escena. Se volvió a relamer los labios y los colmillos, dejando que su húmeda lengua enrojecida por su alimento reciente se restregara contra los labios en un ademán casi sensual y provocativo. Esos ojos azules se clavaron en su pecho como afiladas dagas, del mismo modo que las gotas de lluvia habían intentado hacerlo. Se apoyó en las puntas de los botines y flexionó las rodillas, dispuesto a luchar por una segunda presa, un segundo plato. ¿La vampiresa? Podía ser el postre, por ejemplo.

Entreabrió los labios y mostró sus poderosos colmillos. Un trueno cruzó la escena, de la mano de un rayo que los iluminó, dejando que el varón reconociera finalmente ese rostro. Mucho más pálido, más hermoso, más femenino de lo que lo recordaba. Tensó las mandíbulas y se movió veloz, desapareciendo de donde estaba para aparecer detrás de la mujer, con el humano atrapado del cuello. Gruñó a su oído y siseó un agonizante. Rugió a su oído, presa de otro de sus múltiples ataques de ira. ¿Alguna vez has padecido un ataque de ira? Sentir cómo el corazón se oprime y los músculos tiemblan de excitación. Eso sentía Hannes, sin necesidad de que su corazón palpitara o su temperatura corporal ascendiera como alpinista en una montaña. Aquella que lo envenenó, aquella que le sirvió el vino que lo forzó a ser convertido con tal de seguir maleando y pervirtiendo el mañana de terceros. Ella lo había condenado. Una gota de lluvia, o más bien unas cuantas, cayeron por el lateral del rostro de la mujer. Él, tras romper el cuello del hombre al haber apretado demasiado, lamió la zona entre de piel entre la mejilla y la oreja de ella, oliendo esos bucles dorados y empapados.

Natalya... Natalya... aulló el viento lejano, en un eco de lo que un día gimió entre embestidas.
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Mensaje por Invitado Miér Oct 13, 2010 9:00 am

En vano. Había sido en vano, aquel vampiro al que todavía no había podido ver con claridad había ganado aquel golpe sin más. Había conseguido deshacerse del humano que aquella noche se iba a convertir en su cena. Pudo deducirlo cuando a su espalda el cuerpo del pobre mortal se desvaneció al caer al suelo y el olor a sangre penetró por las fosas nasales de la inmortal sintiendo como las lágrimas de Dios resbalaban por su cuerpo, completamente empapada, hasta toparse con el suelo dejando que los charcos de color carmín aumentaran por minutos. Fue la respiración helada en sus cabellos lo que alertó a la vampiresa el no estar sola, aunque ya lo sabía. ¿Iba a morderla? Se preguntó, con una sonrisa más bien irónica pintada en el rostro mientras la áspera y fría lengua de él se atrevía a recorrer su piel sin miedo alguno, sin reparos. Un gruñido salió de lo más hondo de Svetlana al sentir el roce de su espalda con el pecho del vampiro, un tacto que, aunque cambiado, se le hacía familiar.

Y no sabía si porque el destino lo había querido así, o porque la vampiresa jamás se dejaba vencer por nadie, aferró las muñecas del eterno con fuerza antes de empotrarlo contra la pared más cercana sin poder evitar que la silueta de este se marcara de por vida, en un recuerdo tan inmortal como ambos seres, que se encontraban en un París dormido entre sangre y agua salada. Un rugido salió de los labios de la muchacha mientras sus zafiros se clavaban en los labios manchados de carmín de él. Fue entonces, cuando su respiración innecesaria se mezclaba con la de él, que ella abrió los ojos tanto que tenía miedo de que pronto se desprendiesen de sus cuencas. Su respiración se agitó terriblemente y se vio obligada a apretarse más contra el cuerpo de él haciendo presión con las manos contra sus muñecas, clavando las uñas, intentando hacerle daño. - No puede ser... - rugió, era un susurro, eran palabras que se perdían entre el sonido de la lluvia al caer, palabras que se mezclaban con el hombre aún agonizante a sus pies. No, no podía ser.
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Mensaje por Hannes D. Schmitt Jue Oct 14, 2010 12:14 pm

La lluvia caía más y más fuerte, con más y más rudeza, deseando herirlos más, disuadirlos de su intolerable vida de pecado a ojos del señor de los cielos. Lagrimas. Ríos de lágrimas celestiales que parecían haberse convertido en verdaderos salivazos malintencionados, acompañados de truenos que podrían parecerse a toscos abucheos de un exigente público descontento con tal reencuentro. Todo sucedió tan deprisa que el heredero de la noche a duras penas tuvo tiempo de darse cuenta del agarre que su férreo cuerpo pesado se amoldó a la pared, estampándose con furia contra la misma para hacer saltar algo de arenilla de dicho muro. Sus labios no se separaron, prosiguió mudo, mirándola fijamente a esos ojos azules que, al contrario que los de él, no habían cambiado de color ni un ápice. Ladeó la cabeza haciendo que el cuello crujiera por la postura en la que había terminado y se relamió los colmillos previas palabras de la mujer de vestido teñido de color noche. ¿Qué no podía ser? Él, con los labios eternamente manchados por el veneno que no había llegado a expulsar nunca, la observó, mudamente incrédulo y secretamente perdido. Nunca admitiría que esperaba verla renacer de las cenizas de su recuerdo.

Real y sinceramente él tampoco se cabía de la sorpresa, desagradable evidentemente, de encontrar a aquella que ordenó ejecutar tan viva como el mismo inmortal. Ella, su peor enemiga, su apestada, la mujer que más veces había pasado por su cama a pesar de ser un hombre de muchas concubinas. Ella era odiosa. La odiaba con toda su alma. ¿Te sorprende verme vivito y coleando? Tuvo ganas de decirle. ¿Me reconoces? Tuvo ganas de susurrarle en la yugular antes de desgarrársela. Pero no habló, no por el momento, ya que creía que el silencio se acababa de convertir en su mejor aliado. En presencia de ella no podía permitirse ningún error, luego quedó claro que ambos jugaban a otro nivel. A un juego que ningún mortal entendería, no se soportaban los mismos dos que antaño no querían hacer más que consumir los días jurándose un amor que terminaría llegando al altar en un acto prácticamente protocolario para trescientos años atrás. Las gotas de lluvia se deslizaban por su pálido rostro iluminado por el brillo macabro de los ojos de la mujer y la tenue luz de la luna menguante.
- Escapaste del cielo para condenarte al averno, muy propio de ti. - El rostro de él no mostraba dolor, no mostraba alegría, no mostraba excitación, no mostraba nada. Desprecio e ira dormidos aparentaban estar.

Rugió sorda y secamente, durante los breves instantes en los que un trueno sacudió la escena. Sus muñecas, presas del férreo abrazo de las pequeñas manos de ella, se movieron velozmente para liberarse de un seco tirón que lo forzó a golpear con los codos la pared en la que dos agujeros quedaron como recuerdos para la posteridad. El plateado de sus ojos teñidos de niebla se enfureció lenta y premeditadamente hasta adoptar un matiz color tormenta. Sus colmillos volvían a estar sedientos y no se saciarían con el sabor de esa tinta carmín aún puesta en sus varoniles labios prietos. Prietos, algo que dejaron de estar cuando los separó con lentitud, mostrando a la mujer que aquél al que juró amor y posteriormente envenenó gozaba de un par de armas dudosamente abatibles. Sus perfectos colmillos blancos. Afilados y relucientes. Tan perfectos como el resto de su esencia inmortal a la que ella lo condenó por algo tan estúpido como idealizar el sentimiento del amor, de la felicidad y de la fidelidad. Algo que claramente no existía a ojos del vampiro. Sólo era placer, y si ella no había podido entenderlo significaba que no estaba lista para ser la compañera de alguien como el líder de los herederos de la noche. - Voy a rematar la faena si no desapareces de mi vista en escasos segundos, Natalya. - Amenazó, sin perder la compostura pero con ese palpable odio emanando en cada brisa de ese aliento eternamente frío y muerto.
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Mensaje por Invitado Dom Oct 17, 2010 6:02 am

Como dagas heladas, como pequeñas agujas que se clavan en la piel de un simple mortal, las gotas de lluvia luchaban por herir a los eternos que pretendían tener el mundo bajo los pies, y bien, creían mandar en la situación, el uno y el otro, entre miradas de desprecio y pasión intercaladas con jadeos y gruñidos que en depende que situación podrían haber sido mal interpretados. La vampiresa tuvo que cerrar los ojos con fuerza y aspirar el aroma de aquel que una vez había sido su todo y su nada, que alguna vez había sido el pasar de sus días y las lágrimas amargas de un ayer que, después de trescientos años, se obligaba a olvidar una y otra vez. Su su corazón no se hubiese detenido en el tiempo ahora latiría con fuerza y se atrevería a mostrarle al vampiro que ella, de alguna forma u otra, había esperado una situación parecida, que, en algún momento de su vida mortal, había creído y esperado que él siguiese con vida. Pero, nos años pasan, y crece el rencor, se resignó a pasar las noches frente a su lecho maldiciendo su vida mortal junto a él, para que, ahora, le tuviese delante, sin más.

No podía ser, no, no podía. Por mucho que su mente se forzaba en entender lo que aquel encuentro significase no podía ser. Él había muerto, en realidad, estaba muerto, pero su cuerpo no había sido consumido por el paso de los años y es posible que, si te fijabas bien, hubiese mejorado con el tiempo. La belleza inmortal le había sentado bien. La piel pálida que tantas veces se había atrevido a rozar y que tantas otras habían disfrutado a espaldas de ella. El recuerdo hizo que un gruñido se desprendiera de sus labios hasta resbalar con la lluvia. Se había paralizado. ¿Qué hacer? Sus palabras se mezclaron con los absurdos pensamientos de la inmortal y sus ojos se clavaron sin piedad alguna sobre los de él. ¿Y ahora qué? Se preguntó, por enésima vez, su mente funcionaba rápido, demasiado. No contestó, se limitó a mirarle y a esperar su propio movimiento, se limitó a disfrutar de el tacto de su piel unos minutos más. Pegó la nariz a su cuello y volvió a respirar con fuerza sobre este para separarse y clavar la mirada furiosa en sus ojos, otra vez. Las dagas del cielo volvían a intentar atravesar el duro mármol de sus pieles y la tela de sus ropas completamente empapadas, una bonita estampa para cualquier pintor barroco, la sangra, la lluvia, el odio y el maldito deseo.

Pero él era más rápido, Hannes siempre había sido más en todo y, eso, a ella nunca le había hecho ninguna gracia. Un golpe contra la pared consiguió apartarla de su cuerpo al estar ella quizás demasiado absorta en él mismo. Dio un par de pasos hacia atrás, sin perderle de vista. Sus ojos analizaron al vampiro que se había propuesto amenazarla sin tener en cuenta de que, todavía, estaba hablado con su ex-mujer. Ella, orgullosa y con la cabeza alta le miró, indiferente. Una mezcla de desprecio y lujuria que se había demasiado tentadora. Un gruñido se desprendió de los labios de la de los cabellos dorado y le enseñó los colmillos en respuesta. Él no era el único que poseía lo que se podía llamar la más letal de las armas en aquellos momentos. - Hazlo. - fue la única palabra que salió de su garganta en toda la escena. Le incitó, a que le clavara los colmillos en la garganta y la destrozase, sin más. ¿Quería hacerlo? Adelante. Pero no iba a ser fácil y, no le prometía, para nada, que la faena se realizase con éxito.

Ódiame, en el fondo, aún puedes sentir el eco del ayer que retumba en tu cabeza, cual tambor de condenas eternas, mi amor.
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