Cordes et Mélodie [Raxa]

El teatro se encontraba vacío y silencioso luego del ensayo. Ella se había escabullido para esconderse entre las butacas y oír la preciosa melodía que regalaba la orquesta. Llevaba su violín, el cual ansió tocar desde principio a fin del ensayo. No se había animado, en ningún momento. Se había acobardado por completo. No quería presentarse, no deseaba pasar vergüenza. Aún sentía que no pertenecía.

Finalmente, cuando todos se fueron, subió al escenario abandonado, sosteniendo en sus manos la carcasa. Era increíble el silencio que reinaba cuando no había nadie. Las butacas vacías le hacían frente, dejándola a la deriva del silencio. La noche no ayudaba a la iluminación de aquel teatro, pues a penas había luz el escenario, y casi no se podía ver la salida. No tenía idea si podía estar allí tan tarde, sola. Quizás el teatro ya había cerrado (de eso no dudaba). Pero, ¿en qué otro momento encontraría una paz como aquella? ¿En un escenario, en ese mismo teatro?

Se sentó en una de las sillas que había allí, donde un violinista había estado hacía pocos minutos. Frente al pentagrama, sacó su violín y comenzó a tocar, siguiendo las notas y el ritmo de lo que había allí escrito. Era triste y solitario, una melodía que expresaba abandono, lejanía y deseo de volver a ver aquello que...

Siguió tocando, concentrada, acariciando las cuerdas con su arco, sintiendo las vibraciones en su hombro provocadas por la posición de sus dedos, sin saber que no se encontraba sola en aquel enorme lugar.

Era una noche tranquila. Estrellas que titilaban suavemente liberando un delicado resplandor que iba acompañado de la fresca brisa. A pesar del calor que ya comenzaba a hacerse notar durante el día, la noche seguía siendo la dueña y señora del implacable frío. Millones de sensaciones que recorrerían la ciudad entera en busca de un alma a la que abordar. Y una vampiresa que se reía de ellas porque a ella nunca la podrían poseer. No había nada que poseer en su interior. Tan sólo un inerte corazón que clamaba en una muda sinfonía que el calor volviera a él. Un eterno llanto que en cierto modo era el motor por el que Raxa seguía viva. Pero lo que verdaderamente la mantenía en pie sobre la Tierra, era el ferviente deseo de terminar algún día con la miserable vida de aquel que le arrebatara la suya. Pero aún no podía. No sabía dónde se encontraría. Solamente podía buscar y buscar hasta dar con la clave que la llevaría hasta su próximo destino. Mientras tanto, lo único que podía hacer era seguir “con vida”.

No era la única que vivía de noche. Algunas ocasiones contaba con la compañía de la luz de la luna, como era ese el caso. Otras, como también podía constatarse aquella vez, la indiferente de algunos de animales que vagaban como ella en busca de sustento para no perecer entre las sombras. Sin embargo, era la luz de esa luna la que jamás se despegaba de ella. Siempre la seguía, a todas partes la perseguía. Pareciese como si necesitara ser su perrito faldero.

Aquella noche le alumbró el camino desde la oscuridad de las afueras, el lugar en el que su hogar residía, hasta el corazón de la mismísima ciudad, donde su luz se fundió con la de los amarillentos farolillos de pie de acerca y desapareció de la vista de los pocos mortales que por allí transitaban y que huían casi despavoridos nada más verla aparecer flanqueando las esquinas de las empedradas calles. De nuevo sonrisas ácidas y cínicas nacían de sus labios, sonrisas que iban y venían con cada golpe de aire que llegaba a sus pulmones transportando el aroma de una sangre llena de adrenalina por el miedo y la excitación. Un delicioso aroma, sin duda. Y también un aperitivo más que suculento ante los planes que en pocos segundos se instalaron en su mente. De pronto se le había abierto el apetito. Pero nada parecía indicar que no estuviera sola en la calle. Nada, salvo un sonido chirriante y escalofriante que se escuchó a lo lejos. La vampiresa se relamió reconociendo aquel sonido, y con paso firme y algo acelerado se dejó guiar por él.

Mientras que su ropa y su cabello hondeaban al viento sus pies se detuvieron finalmente frente a las puertas del, supuestamente, cerrado teatro de París. Quizá la suerte se hallaba esa noche al lado de Raxa, como la luz lunar, y había querido en un capricho suyo de fortuna que no se hubiera tenido que dedicar a buscar en exceso lo que quería encontrar. Sonriendo miró la fachada y con un suspiro se elevó del suelo para ascender lentamente hacia el tejado, carcomido por el paso del tiempo.

Con el filo del vestido arabeando en el aire puso de nuevo los pies sobre sólido y se dirigió a su visionario, el techo de cristal. Colocada con cautela en el filo, evitando así que su sombra se cerniera sobre el suelo del interior del teatro, Raxa observó durante unos minutos a su dulce bocado haciendo uso de un instrumento que ella misma tocaba desde hacía siglos. Sonrió y se agachó quedando en cuclillas y con los dedos apoyados en las tejas.

¿Un festín rodeado de arte? Sería el más hermosamente aberrante que habría presenciado y protagonizado jamás y, evidentemente, a Raxa le fascinaba llevar siempre la iniciativa.