Stay free [Libre]

No tenía idea de cuánto había bebido esa noche, quizá no lo suficiente porque se encontraba medianamente lúcido. El tipo de la taberna le advirtió que no saliera, que había bebido mucho pero László recordaba bien haberle contestado con coherencia y sin arrastrar las palabras, lo cual era un buen indicativo de que estaba bien. Salió del lugar y escuchó unos perros ladrar más allá en la misma calle, tuvo deseos de transformarse en uno más, pero algo se lo impidió, supo entonces que estaba sobrio como para hablar congruentemente pero ebrio como para no tener idea de cómo ser corgi esa noche.

Caminó al lado de unos niños, hermanos supuso, de mejillas resecas por el frío y juntos, muy juntos tapados con el mismo harapo precario, un niño y una niña, sin padres, supuso también, en una esquina del rellano de una puerta de madera, para que el viento y el frío les golpeara menos la espalda. Se llevó la mano a un bolsillo y sólo tenía un franco, sólo eso le había sobrado de su noche en la taberna, sólo eso tenía para comer y cualquier otra necesidad que tuviera, sin embargo, no lo dudó, se acercó al par de mocosos, se puso en cuclillas y sonriéndoles les dio la moneda.

-Lamento no tener más –fue lo único que dijo, no espero a recibir las gracias si quiera, se puso de pie y siguió su vagar sin rumbo fijo, de un momento a otro comenzó a cantar viejas canciones de cantina a todo pulmón, desafinado, desgañitándose, con voz desgarbada y sin encanto, daba tumbos de vez en cuando y conforme la noche avanzaba se daba cuenta que el frío era cada vez más pesado, comenzó a frotarse los brazos con las manos.

Sus pasos inciertos lo llevaron al cementerio, entró sin miedo alguno, el silencio era inquietante pero no importaba, escuchó ruidos, desde que se había transformado a los 9 años en perro su oído era más agudo y percibía sonidos lejanos o de frecuencias muy altas, pero identificó un par de botas, era alguno de los cuidadores seguramente así que estaba a salvo, siguió caminando y de pronto, mecánicamente tomó un sendero y luego otro, todo sin razonarlo hasta que estuvo frente a la tumba de Lucía de Homem-Christo, su hermana.

Había conseguido ese pequeño lugar en el cementerio gracias a la caridad de un tercero, siempre era así, para él le resultaba imposible mantener un empleo y por lo tanto un ingreso fijo, un hombre del que ni siquiera recordaba su nombre le ofreció dinero a penas suficiente para darle un funeral digno a su pequeña hermana. Se quedó ahí, de pie frente a la tumba con una cruz de madera que sólo tenía grabado el nombre, ninguna fecha, ninguna frase, frotándose los brazos por el frío y con expresión ausente.

-No creas que no te extraño –dijo con voz clara, aunque el aliento alcohólico se fundía con el vaho que desprendía –pero ya te lloré demasiado –se disculpó por no estar derramando lágrimas esa noche.

Mi decisión de contarle este secreto que cargo a cuestas y que a veces se hace tan pesado que parece hundirme en el suelo, pero otras tantas ocasiones es oportuno y lo aprovecho (si no me hubiese transformado en ese gran y feo perro africano, tal vez no estaríamos aquí caminando), fue conducida por el impulso, un instinto que se asemeja más a esa forma perruna que adopto que a la racionalidad que el hombre supuestamente debe tener, y digo supuestamente porque he visto la brutalidad de la guardia real contra pobres niños que han robado algo minúsculo para comer y que evidentemente no tienen nada que hacer en contra de sus macanas y lanzas, no hay nada de racional en ello.

Fue eso, sí, y la situación, claro, de nada me valía ocultarle algo que había visto con sus propios ojos, de haber sido de otro modo jamás me hubiese delatado de una forma tan obvia; pero es la ley de la calle, nos defendemos entre nosotros, debemos mantenernos unidos en contra de la opresión de la corona y cualquier otra amenaza. Al menos esa es la única ley que me rige, que me doma a ratos aunque parece que nada puede hacerlo. Buen pude decirle que sólo me transformaba en aquel cánido enorme y no más, o que ese perro de hocico negro era mi mascota y no yo, pero me gusta darle vueltas al asunto y prefiero la sinceridad. Ese soy yo, ese perro y este vago, eso soy.

Conforme avanzábamos las casas se hacían más constantes y las calles comenzaban a torcerse, nos indicaban que nos acercábamos al corazón de la urbe, de esta ciudad que conozco como la palma de mi mano, y a pesar de eso, a diferencia de mi mano, aún logra sorprenderme, como el hecho de que existen otros como yo, o los vampiros y licántropos de las leyendas que escuchaba cuando era un crío.

Mantuve la vista al frente y el silencio nos envolvió un rato, sólo nuestros pasos desiguales se escucharon a lo largo y ancho de la calle que transitábamos, miré el cielo, faltaba poco para el amanecer y eso significaba seguridad para que ella continuara su camino. Entonces su voz interrumpió al ruido solitario de nuestro andar y la vi de soslayo para luego detenerme en una intersección de varias calles que convergían.

-No te preocupes –me llevé la mano a la nuca contrariado-, estoy seguro que tu hubieses hecho lo mismo por mi –en caso de que hubiéramos estado en los zapatos del otro, claro-. Creo que aquí se separan nuestros caminos –debía ir a la taberna a cobrar unos francos que me debían para así poder pagar una posada más o menos decente –si andas por aquí –señalé sin mucha precisión una zona de la ciudad –no dudes en visitarme –le sonreí de lado, pensando que quizá había sido en vano haberla salvado si ahora la dejaba caminar sola, pero dentro de la ciudad, a pesar de su sordidez y pestilencia, se respiraba un ambiente más tranquilo que el que reinaba en el cementerio.

Me quedé ahí parado como un tonto, mirándola con un gesto preocupado y desesperado a partes iguales. Tenía sueño, y hambre, aunque seguramente y como siempre, tendría que decidir cuál de esas dos necesidades tenía que saciar, nunca ambas. Ella tendría sus propios problemas, eso era seguro, sólo en verdad esperaba topármela de nuevo, saber que había llegado bien después de esta extraña velada.