Noche Pagana [Joaquim Santana]

La invitación, de una caligrafía impoluta sobre el pergamino más fino, había llegado a la Mansión Bennet hacía apenas unos días. Era extraño que una invitación de semejante importancia fuese enviada con tan poco plazo de tiempo, de normal las fiestas como aquellas se avisaban con un par de semanas de antelación. Una fiesta de palacio, nada más y nada menos.

Victoria había estado tentada de rechazar aquella invitación, utilizando cualquier tipo de excusa, aunque de todas formas hubiese sido un insulto no ir a una fiesta de palacio organizada por la propia realeza. No había viajado a Paris para ir de fiestas y todas aquellas frivolidades. Tenía un objetivo, un objetivo que no debía olvidar por ningún motivo. Debía vengar la muerte de su marido. Por ella misma, porque no podría seguir viviendo sin hacer nada por vengarlo. Y por Samuel, porque no se merecía una muerte así.

Finalmente había aceptado asistir, entre otras cosas por el tipo de fiesta que iba a desarrollarse. ¡En la invitación informaban de un espectáculo de gitanos! Había oído hablar tanto de ellos… y debía admitir que la curiosidad que había despertado aquello en ella había sido imposible de ignorar. Además, no quería crearse enemigos y no asistir, aunque lo achacase a algún problema, hubiese sido una desafachatez por su parte. Así que… mataría dos pájaros de un tiro.

Los vestidos que le había encomendado a madame Fournier no estuvieron listos para aquella noche, pero a Victoria no le importaba ir con el vestido verde oscuro con bordados en negro que finalmente se había puesto. Sólo un pequeño pasador de nácar sujetaba su larga melena castaña en un complicado peinado -que aparentaba sencillo, pero que no lo era- y todas las joyas que llevaba se reducían a la alianza que aún no se había quitado y a las pequeñas esmeraldas que pendían de sus orejas.

Cuando llegó apenas habían empezado a llegar los invitados. Siempre le había gustado llegar temprano a ese tipo de fiesta porque después, si llegabas muy tarde, te convertías en el centro de atención y aquello no era algo que le hubiese gustado nunca. Nada más entrar, un mayordomo la ayudó a quitarse la capa y otro más la acompañó hacia el salón de baile.

Una vez llegó la mayor parte de los invitados, el espectáculo comenzó después de ser anunciado por un gracioso hombrecillo vestido de payaso. Toda la sala quedó en silencio y los ojos de los presentes se movieron de un lado a otro, expectantes, ansiosos por ver lo que les deparaba aquella fiesta.

Las primeras notas de una música extraña empezaron a sonar, una música exótica y sensual que Victoria no había escuchado antes. Música Romaní, pensó. Aquella música parecía traspasar la piel y hormiguear bajo ella. Todos los presentes soltaron una exclamación ahogada cuando aparecieron varios trapecistas que parecían volar sobre aquellas cuerdas que colgaban del techo a tan alta altura. Se movían, por si no fuera poco estar a aquella altura, al son de los músicos que entraron pocos segundos después y que recorrían la sala sin dejar de tocar.

Victoria se cubrió la boca, alarmada, pensando que en cualquier momento uno de aquellos trapecistas caería al suelo y se partiría el cuello allí en medio, delante de toda aquella gente.

-Dios mío… -murmuró cuando un grupo de mujeres entró detrás de los músicos. Iban ataviadas con coloridos vestidos que dejaban una gran porción de su piel al descubierto, los hombros y las piernas desnudos, del color de la aceituna, se movían al son de la música. Iban descalzas y en los tobillos llevaban unas cadenas doradas que sonaban, acompañando la música, cada vez que movían los píes. Llevaban los rostros cubiertos por unas máscaras que simulaban ser griegas, de un color tan dorado que casi deslumbraba a los invitados, y las largas melenas oscuras se balanceaban sueltas, al son de aquella danza pagana. Cuando aún estaba observándolas, salió un grupo de malabaristas.

Victoria observaba todo aquello, todo aquel bullicio con los ojos abiertos y los sentidos despiertos, sin parpadear por temor a perderse alguna cosa. De repente, sintió una brisa calida y un olor un tanto desagradable… a combustible. Giró el rostro a tiempo de ver un par de antorchas de fuego rodando en el aire antes de que unas manos las capturasen. Dio un paso hacia atrás cuando el tipo de las antorchas avanzó por la sala mientras las lanzaba al aire y luego las recogía.

¡Dios Santo! ¡Aquello era peligrosísimo! Victoria miró angustiada a su alrededor y vio a todos los invitados riendo divertidos mientras observaban a los trapecistas, los malabaristas, las bailarinas y el tipo de las antorchas. ¿Cómo podían disfrutar de aquello cuando cualquiera de ellos podía resultar herido en cualquier momento?

De repente, la sala volvió a quedar en silencio, pero por poco tiempo. Un clarinetista empezó a tocar una melodía frenética y Victoria ahogó un grito cuando observó cómo el hombre se introducía una de las antorchas en la boca.

Victoria no podía dar crédito a lo que veían sus ojos. ¡Dios santo, estaba metiéndose la antorcha en la boca, casi hasta la garganta! ¡Debía estar quemándose! Siguió con la mirada, aún algo alarmada, sus movimientos y observó las quemaduras y las cicatrices que cubrían las manos del gitano… era evidente que aquello no siempre salía bien.

Los presentes contuvieron el aliento cuando el tragafuegos empezó a deslizar más hondo la antorcha en su boca, bajando más y más…antes de sacarla con un rápido movimiento. Todos empezaron a aplaudir y vitorear, pero ella soltó un suspiro de alivio cuando todo aquello terminó.

Se acarició la base de la garganta con la punta de los enguantados dedos, pero el movimiento se detuvo cuando los oscuros ojos del gitano se clavaron en los de ella. Victoria fue incapaz de apartar la mirada, como si aquellos ojos la obligasen a sostenerle la mirada con alguna clase de embrujo pagano. Desapareció el sonido de la estancia, sus oídos ensordecieron durante un instante, incapaces de escuchar la música y las voces, con todos los sentidos puestos en él. Pero el gitano le guiñó el ojo de un modo desvergonzado y, de golpe, todo el bullicio retumbó en sus oídos. Las señoras más mayores se abanicaron a toda velocidad, cubriéndose la boca, mientras criticaban el atrevimiento de los gitanos y de las gitanas, que poco les faltaba para ir desnudas. Las muchachas más jóvenes soltaban risitas nerviosas mientras hacían revolotear sus pálidas pestañas rubias.

Victoria aprovechó todo aquello y huyó… hacía uno de los criados que sostenía una bandeja de plata con bebidas. Tomó una copa de champagne y dio un pequeño sorbo que le refrescó la garganta y le enfrió las ardientes mejillas. Mientras bebía, escuchaba de fondo las estridentes risas de los invitados, provocadas por los chistes y las burlas de mal gusto de los payasos que cada vez eran más atrevidas.

-¡Miren a esa mujer, messieurs! -uno de los payasos, con el rostro pintado y sombrero ladeado, señaló con un sucio dedo a la mujer que lucía un moderno tocado en el cabello lleno de plumas de avestruz-. ¿Dónde ha dejado los huevos, madame? –le preguntó con un tono obsceno y atrevido.

Aquella pregunta con connotaciones sexuales arrancó fuertes carcajadas al sector masculino de los invitados y Victoria casi se atragantó con las burbujas del champagne.