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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Emméline Hawkwood Lun Oct 03, 2011 3:09 pm

Bienvenido a tu propia historia, querido. Acabas de meterte en el sitio equivocado. No soy lo que esperas, y desde luego tú jamás llegarás a ser lo que yo necesito. Perdona la tardía advertencia, pero no quiero que entres con la ingenuidad que el ego te otorga. Voy a convertirme en tu problema, porque, ante todo, jamás seré del todo tuya. ¿Placer es lo que buscas? Mon dieu, sigue buscando. Porque sólo hay dolor en el presente que te obsequio, y es un dolor que no conoces. Dime, ¿alguna vez has intentado atrapar el agua?

Sigue intentándolo, chére, tienes más posibilidades que conmigo.

--------------------------------------------------------------------------------------------------------
Si quieres diversión, primero aprende las reglas del juego.

No hay silencio más sombrío que aquel que calla lo que todos saben. Y aquella estruendosa falta de sinceridad manejaba las riendas de los mil diálogos, aún más sonoros, que pululaban en el aire de aquella noche tan igual a otras tantas en su inicio, tan distinta y enigmática en el desenlace. Caros vestidos, joyas de reliquia, y los recogidos más intríncados que la hermosa París tenía ocasión de ver, concernían en esas veladas de reunión social, de pequeña y concesiva libertad subyagada. Y a decir verdad, qué más se le podía pedir a aquellos pobres amargados, deseosos de una ocasión en la que lucir lo que tanto gusta de ensamblar su extenso nombre. Nada. Nada aparte de aquellas conversaciones vanas, de aquellas debutantes con sonrisa amplia, que asentirían, con la esperanza de un bonito matrimonio plagado de dinero, incluso aunque tuviesen que firmar la venta de su madre, su padre, y ese Dios que tanto adoraban.

Por su parte, la doble cara del teatro francés aumentaba la expectación. ¿Dónde puede el villano ocultarse mejor, si no es entre una multitud tan infinitamente cortés? De esa forma, bajo la máscara de piel que la clase alta lucía, se enzarzaban los mayores dramas de la historia. Infiltrados, tan aparentemente normales, tan a todas luces bien educados, se entrelazaban con el resto, los seres más bohemios, por decirlo de algún modo, que la ciudad de las luces podía albergar. ¿Quién iba a reconocerlos? ¿Quién iba, si quiera, a rechazarlos? Si su título vale más que la sangre que beben, qué puede importar quién seas si me pagas en metálico. “Cómprame”, decía el rebaño, y una ristra de billetes bien amortizaban su alma.

La Divina Comedia, el título del recital valía la ironía del ambiente.
Primera regla: Cónoce a tu adversario, adéntrate en el laberinto de sus sueños, de sus esperanzas, de sus más infinitos miedos. No creas que lo sabes todo. No te adelantes. Observa.

La jaula del carruaje podría llevar barrotes. Por lo menos así no sentiría la tentación de lanzarse por la ventana cada vez que el cochero tomaba aquellas curvas imposibles. Por el amor de cristo, ¿no la habían vendido bastante ya? Dos años de bailes, temporadas y tonterías no habían logrado el objetivo deseado, y, por tanto, era necesario otro año de tortura denigrante y manipuladora. El Duque, suficiente estancado en sus recuerdos, no había insistido demasiado, o no se había preocupado en exceso, de lo concerniente al matrimonio de su hija. Y ella lo agradecía con evidente fervor. Pero aquella idiota recién casada, con los restos de su “adorable” juventud entre vestidos, de veras creía que la ilusión de su vida, y la fuente de sus más indecibles anhelos, eran aquellas noches de mercado de carne en las que, entre tanto ganado jovial, ella encontraría al amor de su vida, es decir, al partido adecuado.

Adoraba el teatro, de veras que lo hacía, y había disfrutado en demasía de él durante la última semana. Pero la soledad que apreciaba en el palco reinaría por su ausencia aquella noche, con su madrastra de vuelta en París, la tranquilidad era algo inconcebible. La había engalanado con horas de antelación. La había vestido, peinado y encadenado, todo en ese orden. Un ritual que empezaba a conocer demasiado bien para su gusto. Y debía agradecer que la hubiese dejado elegir el atuendo. El vestido de satén rojo era uno de sus favoritos, y, sin duda, no la hacía parecer la princesita debutante que aquella loca pretendía que fuera. Ya no era la niña que ansiaba ceremonias, si es que alguna vez lo había sido. ¿De veras esperaban que se fijase en alguno de aquellos inútiles? Por favor, si lo único que había recto en ellos era la inclinación de su corbata.

Si bien sus pensamientos la encauzaban a la independencia y la libertad, su apariencia de muñeca de porcelana la hacía parecer todo lo contrario. Su gesto, serio, soberbio, bien podría ser leído por un observador adecuado. Pero la alta sociedad la tomaba por una jovencita altanera a quién su fortuna la hacía a la par, tan engreída como perfecta adquisición. Si alguna vez supiesen de qué modo reía en su interior ante su actitud agasajadora. Había logrado rechazar con argumentos admirablemente nobles en apariencia, toda propuesta de matrimonio, incluso antes de ser realizada. Las cosas no iban a cambiar ahora, y si la sociedad quería criticar su desdén, bien podía gritarlo, no se ofendería.

Aunque no estaban del todo equivocados. Su entrada misma lo anunciaba. Su posición era la que era, y si bien no gustaba de aquellas reuniones, tampoco se distinguía por mezclarse con la plebe, ni por consentir una falta de modales. Ella era una dama, y como toda dama que se precie, su reputación se mantendría como hasta ahora, tan intachable como su apariencia. Elegante, impecable y absolutamente inalcanzable. Llamemóslo orgullo, dignidad o sensatez, pero su figura se deslizó entre cordiales saludos hasta que una excusa vana la colocó en su posición habitual, tan alejada, tan distante en aquel rincón, que cualquiera diría que era parte del decorado.
Segunda regla: Piensa antes de actuar. Un buen inicio no gana la partida, pero ayuda mucho. No te precipites. Juega bien tus cartas. La primera impresión es lo que cuenta.
La sala de espera previa a la obra era un tumulto de conocimiento social. Y aunque ella intentaba mantenerse al margen, no podía aislarse por completo. Tan sólo unos segundos pasaron antes de que se le acercase un caballero. Suponía que lo conocía, debía de hacerlo, pues su madrastra lo saludó con evidente cariño, para dirigir una mirada tan clara como concisa en su dirección. Primer cliente, primera venta frustrada. Así funcionaban las cosas. El saludo no la entusiasmó, su cara sonrosada tampoco, ni aquella vestimenta ostentosa. Se abanicó dulcemente.

- Monsieur, cuán agradable me resulta coincidir con usted, mas, disculpe mis modales, el ambiente me agobia, sabe usted de qué forma me afecta el clima. - Perfecta interpretación. Dios sabe que actriz habría sido su vocación primera. Casi la tentaba aplaudirse. Ahora tenía que deshacerse de él. Demasiado sencillo. - Oh, sí, le agradecería un refrigerio, es muy amable.


Para cuando volviera ya se habría marchado. O no. ¿Quién era aquél hombre? Su mirada se clavó fija en la otra esquina de la habitación. No recordaba haberlo visto nunca, y estaba segura de que no olvidaría unos ojos tan penetrantes. Ni la forma en la que la estaba mirando. ¿Quién demonios osaba observarla con tan evidente interés?

No tardaría mucho en descubrirlo. Tan poco como la noche en tornarse negra.

Y, un consejo: Una retirada a tiempo es una victoria. Piensa en ello.

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Mensaje por Darren Ralph Lun Oct 31, 2011 7:26 pm

La noche había abierto sus piernas como buena concubina para darle la bienvenida. Los cuerpos despedazados de sus dos amantes se encontraban dentro de la tina donde habían estado jugando con los objetos que Darren les había obligado a utilizar para sustituir su falo. Estaba claro que no las había más putas. Su siempre impecable gusto de vestir iba acompañado de los placeres que el conde bastardo de Inglaterra se permitía, un imán de avaricia y codicia, mujeres y acceso a lugares exclusivos para la nobleza. Darren no podía valer más que una mierda, se había gestado en el vientre de una puta que aún embarazada cogía con cualquier hombre por unos cuantos francos, ¿pero a quién verga le importaba en qué fango se había revolcado? Tarde o temprano todas le daban acceso a sus faldas y para la que no, siempre existía la fuerza o la compulsión, ni el uso de su encanto y/o sus poderes podría hacerlo menos demonio, pero definitivamente, menos hombre. Las hermanas ya se habían ido al infierno para dar sus saludos a la puta que le había parido y al borracho que había dado su semen. ¿Se suponía que debía creer que era su padre? Darren nunca lo había creído. Había nacido para ser un Dios, era un Dios, seguramente venía de algo mejor. El espejo le devolvió la imagen de las extremidades que sobresalían de las paredes de la tina mientras terminaba de abotonarse la camisa. Había recibido una invitación para acudir al teatro. Su primera idea había sido dejar pasar la oportunidad de mezclarse con el ganado, ¿cuántos más de su especie acudirían a embutirse en esas estúpidas “excentricidades”? Para Darren tal encuentro no era otra cosa que una pérdida de tiempo, tan aburrido como masturbarse sin la mano de una hembra para hacerlo. Todas las sociedades siempre buscaban excusas para reunirse y esgrimir sus títulos, algo que había hecho sus primeros años como vampiro, pero como todo, la diversión pronto se había ido. ¿Quizás ya era tiempo de que se presentara y se hiciera notar como era su costumbre? Darren era el peor cuando se trataba de ser arrogante.

Bajó las escaleras mientras gritaba órdenes. Todo aquél que vivía bajo su techo era su esclavo, la primera regla era nunca dejar cabos; la sangre que les obligaba a beber para que le adoraran y obedecieran sin cuestionar, era suficiente para poderlos controlar. Eran sus sirvientes los que hacían el trabajo sucio, algunos habían llegado tan lejos como para darles a sus parientes en sacrificios paganos. Byron, era uno de los más fieles. El anciano ya se encontraba inclinando la cabeza, agregando que su carruaje ya se encontraba en la puerta, deseándole una grata velada. – Sabes que hacer, Byron. Salió, abrazando la noche. Para cuando regresara, las muñecas que se habían quebrado habrían sido enterradas en cualquier sitio de sus dominios. Jah. ¿No sería ese el paraíso terrenal de los brujos? Todas esas ánimas seguro tenían mucho que susurrar. Dejó escapar un gruñido mientras se subía al carruaje. Su destino ya estaba trazado pero no de forma tan afilada como para la afortunada en la que se fijara. Aparentar siempre había sido su trabajo a tiempo completo, pero ¿quién podía esconder a la bestia que estaba lejos de querer agazaparse antes de atrapar a su presa? Entró con majestuosidad al teatro. Darren nunca había comprendido porqué demonios los vampiros tenían uno propio. ¿Cuál era el meollo del asunto sin humanos para entretenerse? Enseguida apreció la belleza de las mujeres, sus agudizados sentidos ya se encontraba abarcándolo todo, a todos. Elección. Ese era el proceso más entretenido de la velada, encontrar a la elegida entre el ganado y marcarla. La encontró, ataviada en un vestido de satén rojo. Sonrió ante las palabras que le dedicaba al desconocido. No era la primera y seguramente no sería la última hembra que recorría a la actuación para deshacerse de sus pretendientes. Su mano atrapó una copa. ¡Ah! La belleza de ser un noble, los mejores servicios en excelentes sitios. Susurró unas palabras para la mujer que ya había aceptado unírsele a la obra antes de alejarse de la esquina que había invadido. – Agradezca la amabilidad del inglés. Agregó, con la diversión bailando. - Quizás guste de ir a – hizo un ademán brusco con la mano – a donde quiera que tengan que ir las mujeres antes de que la obra empiece. No querría. No querrá - corrigió - perdérsela. Susurró las últimas palabras a su lóbulo, dando un paso atrás de inmediato. ¿Quién querría atraer la atención de...? ¿Con quién demonios iba después de todo?

¿Consejos? Guárdeselos. Haría bien en recordar que el dolor es solo otro afrodisiaco.

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Mensaje por Emméline Hawkwood Jue Mar 21, 2013 6:59 am

¿Por qué? Diablos, aún ahora me lo pregunto. Lo tenías en la mano, flotaba sobre tu piel, pudiste dejarlo ir, y sin embargo…¡Lo atrapaste! Aún maldigo aquel instante en el que tus ojos se posaron sobre mí. Estaba hecho. Sellaste nuestro destino en el mismo momento en el que cediste a tus instintos sangrientos. Oh…Si hubieses llegado a imaginar las consecuencias de un acto tan banal…Bah, demonios encarnizados, ¡lo habrías hecho igual! No hay remordimientos en tu mente, no hay piedad, ni siquiera para ti mismo. De acuerdo, estúpido, condénanos, llévanos al infierno.

En realidad, iremos allí de todas formas.

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La antesala del teatro, aún abarrotada como minutos atrás, parecía haber encogido ante la presencia de aquel extraño. No pasaban inadvertidas las miradas fugaces que los miembros de aquella pomposa alta sociedad dirigían a ese hombre, por más que él pareciera ajeno, incluso acostumbrado a ese desfile de atención. ¿Quién diablos era? Pues aún siendo cierto que su envergadura física destacaba entre aquellos petimetres afeminados, esa condición no bastaría para reclamar aquél vasallaje que parecían dedicarle.

Lo observó acercarse, con aquella galantería fingida, con esos pasos seguros e irritantemente abrumadores. Los ojos se habían clavado en ellos cuando escuchó su voz. Y qué voz. El escalofrío que la recorrió tenía inquietantemente más que ver con una especie de miedo irracional que con la atracción que debía haber parecido. Aún así, y en medio del impacto general que había causado, supo que lo odiaría para siempre. Insufrible Casanova, sabía distinguirlos desde su presentación en sociedad. ¡Infeliz! No era ninguna debutante a la que convencer de unos besos entregados en el tocador, de unas caricias que sellarían su reputación de ser descubiertas, a cambio de nada.

Sin embargo, se encontró a si misma sonriendo. Diferente. Al menos prometía que la diversión estaría asegurada aquella noche. Su mente giraba a contratiempo para adaptar sus planes a los hechos recientes. Sí, podía serle útil en realidad. Ya se imaginaba la escena, su madrastra poniendo el grito en el cielo mientras desvariaba sobre la conveniencia de un matrimonio honrado y se desquitaba tiñendo de oscura perversión a los libertinos como éste.

Levantó los ojos con una mezcla de coquetería y desafío, con la seguridad de quién se sabe títere y no marioneta. ¡Qué divertido! Cogió la copa que el desconocido le ofrecía.

- Soy inglesa, milord. Es en Francia dónde una mujer no es capaz de aguantar una obra sin retocarse. – Se llevó la copa a los labios, jugando con sus ojos, con él. Veía venir a su madrastra desde la otra esquina, no le sorprendió. Siempre reaccionaba rápido. Lo que sí le extrañó en demasía fue aquella mirada complacida que portaba, dirigida especialmente a su acompañante. Estaba coqueteando con él, ¿por qué diablos parecía satisfecha?.

Cuando los labios de él se acercaron a su cuello sintió el frío. Y de repente la sala parecía demasiado estrecha, asfixiante. Se sentía tortuosamente cerca de él, mientras la sonrisa de la esposa de su padre se ampliaba. ¿Qué se había perdido? Recuperó la compostura, ignorando aquél aliento, cuyo olor variaba entre el whiskey y algo más, algo metálico cuya procedencia no podía discernir.

- Y sin embargo, me resulta un placer anunciarle que, sin duda alguna, me la perderé. – Sonrió ante la enigmática frase. La obra era una mera excusa para salir de casa. El plan estaba trazado y tardaría menos de media hora en salir de allí. ¿Repararía en su ausencia? Sería una lástima. Seguro que algunas faldas lo consolaban de su falta.

La obra estaba a punto de empezar. Era hora de ir a preparase. Su madrastra se encontraba a unos pasos de ellos y en unos segundos estarían en el suntuoso palco familiar y empezaría la representación. La pública, y la propia. Buscó con la mirada a su dama de compañía, que asintió en silencio. Le había costado un mundo convencer a su carcelera de la necesidad de traer a ésta, de lo imprescindible de su presencia para una dama joven como ella.

- Si me disculpa, la obra va a empezar de un momento a otro. – Apuró la copa con los ojos fijos en la mujer que se acercaba, retándola a que la reprendiera por ello. – Ha sido un placer, señor…

- ¡Señor Ralph, qué grata coincidencia! Oh, por favor, disculpe los modales de la señorita Hawkwood, aún no es capaz de recordar todos los nombres. – La voz estridente de su madrastra sonó por encima de su fugaz despedida. ¿Ralph? ¿Ralph como el conde inglés?

El mundo se le vino abajo. Todo encajaba. Libertino o no, y por más que todo en él lo proclamase, si era primo del conde nada de aquello importaría más que mantenerlo cerca durante la velada. Era de conocimiento público que Lucern Ralph, amén de su famosa introversión, no poseía herederos al condado, no más que un primo lejano cuya aparición había surgido años atrás y cuya presencia era fervientemente esperada en toda reunión social.

Las debutantes soñaban con que él se fijara en ellas, con aquél romanticismo que un título añadía a su banal y estúpida existencia. Las madres, menos soñadoras, trataban de cazarlo. Con poco éxito, según había oído. Parecía ser que el famoso heredero prefería el burdel al salón de baile, y una cortesana caliente a una fría y sonrosada damita de sociedad. Mientras sus pensamientos divagaban, la conversación entre ambos parecía fluir excelentemente. Diablos, esa mata de rizos rubios que se hacía llamar su madre estaba…¿Coqueteando con él?

¿Cuánto estaba dispuesta a hacer por verla casada con un miembro de la aristocracia?

-¿Nos honraría, milord, acompañándonos el resto de la velada? El palco de los
Hawkwood es uno de los mejores, según he oído. Lo cierto es que se trata de mi primera visita a París.
– No hacía falta que lo jurara, su francés era espantoso, pero la cortesía requería de su uso por encima de su inglés nativo. Sacudió imperceptiblemente la cabeza cuando lo escuchó aceptar el ofrecimiento. Tendría que reorganizar sus planes.

-----------------------------------------------------------------------------

En algo había tenido razón aquella descerebrada. El palco familiar era exquisito. Su madre, la verdadera, había exigido su redecoración cuando éste pasó a sus manos. El terciopelo granate que cubría los asientos esponjosos la hacía sentir de nuevo como en casa. No la recordaba, su muerte había sido prematura y violenta, cuando ella contaba con 4 años, pero algo en el ambiente la hacía sentirse resguardada, aún como en el abrazo materno que añoraba cada día desde aquello. Casi podría jurar que el perfume dulce que invadía sus sueños infantiles se había quedado plasmado en cada cortina del lugar. Volvió a la realidad.

Su madrastra la había sentado convenientemente al lado del invitado, y su presencia la mantenía en un agudizado estado de tensión, que amenazaba con hacerla estallar de un momento a otro. El susodicho no la atosigaba con conversación banal, y, sin embargo, mientras abajo la obra había empezado, y Dante descendía al infierno, sólo podía sentir su tártaro particular, que se encontraba en aquella mirada fija que el señor Ralph le dirigía sin tregua alguna.

Apenas había pasado media hora desde que comenzase la función cuando Emméline se dirigió por fin a él.

- Y, ahora, milord, es cuando realmente empieza el espectáculo. – Su voz sonó algo más temblorosa de lo que habría querido, sus músculos más tensos cuando se levantó, y entre entrecortadas frases de malestar, cayó redonda al suelo, en un desmayo tan impecable que nadie osaría cuestionar su veracidad.

Su madrastra se levantó corriendo. La levantaron, la sentaron y obligaron a oler esas repugnantes sales que estaban tanto de moda en París. Su dama de compañía, fiel como siempre, se apresuró a ofrecer su compañía para llevarla a casa, mientras la dama, avispada como ninguna, le pedía a su invitado que las acompañase a la entrada, si no era mucha molestia, claro.

Aquello descolocaba un poco sus planes, se levantó con dificultad y aceptó el brazo que, el aún desconocido para ella, le ofercía Su piel emanaba aquél frío antes sentido incluso a través de la tela gruesa de su chaqueta. El cosquilleo permanecía en los sitios dónde la había tocado aún después de separarse, y su mente se encontró embotada durante unos segundos. ¿Qué tenía aquél hombre que parecía despertar la atracción de todos cuantos se cruzaban en su camino? ¿Qué lo hacía tan irresistible? No era magia, lo habría sabido. La duda le duró solo unos segundos, mientras su dulce dama de compañía se montaba al carruaje, entregándole una bolsa gruesa por la ventana y ella arrastraba al atónito señor Ralph al callejón trasero del teatro.

- Dése la vuelta, voy a cambiarme. – Se escondió tras una columna ancha que sujetaba el techado de la puerta trasera. Mientras se desvestía echaba una ojeada a su acompañante fortuito.

Parecía un hombre acostumbrado a las emociones fuertes. No se había escandalizado, ni hecho preguntas, aún. Si se veía forzada a obligarle a callar lo haría, pero prefería un silencio otorgado que uno arrancado por la brujería. Aún no se atrevía en exceso con ella. Llevaba años practicando, pero el alcance de aquel don le era del todo desconocido, y todavía fallaba demasiado a menudo en su uso.

Su plan había salido casi perfecto, si no contaba con el huésped invitado. Un desmayo fingido, Gretel se iba a casa, con un conjuro que cambiaba su apariencia por la suya propia, se metía en su cama, y,una vez allí, en la oscuridad, nadie distinguiría de quién se trataba. Era una compañera fiel, su madre había sido la dama de compañía de la suya durante el tiempo que estuvo viva, y Gretel había continuado con el legado familiar. Si bien la reprendía a menudo, siempre colaboraba.

Hacía sólo dos semanas que había encontrado aquél diario polvoriento. Parecía estúpido pensar que había estado ahí todo ese tiempo, en aquél baúl en el desván. Su madre escribía cada día, había incluso trozos en los que la tinta parecía haberse emborronado con las lágrimas.

- Por favor, no me mire así. Espero su silencio, no su comprensión, pero detestaría que me juzgase. No llevo bien las críticas. – Su atuendo consistía ahora en un vestido ajado de lana gruesa, más propio de una costurera que de una dama. Escondió la bolsa con el vestido, a sabiendas de que probablemente algún ratero la encontraría antes de que volviera a buscarla. Adoraba ese vestido, pero eran gajes del oficio.

Su asesinato seguía siendo una laguna en sus recuerdos, pero aquello al menos le había dado un nombre por el que empezar. Salazar.

Paladeó ese nombre como una esperanza. Segundos antes de que un extraño surgiera de las sombras y se abalanzase encima de ella.
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