AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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La horna de un zapato roto [Katra Di Alessandro]
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La horna de un zapato roto [Katra Di Alessandro]
De pequeño, había congeniado innumerable cantidad de veces con personas del teatro que pasaban por su barrio de mala muerte, pero que tanto tenían que hacer allí (muestra irrefutable de que parte de su vida se resumiría fácilmente con alcohol, drogas o necesidad de refugiarse en los servicios ardientes de la prostitución). Oscar había comerciado junto a tramoyistas, asistentes, directores y actores de poca monta que fantaseaban con fornicarse a la fama y tenerla siempre de criada, y nunca llegaba a saber si el destino les había acabado dando una alegría porque rara vez regresaban, mas su imaginación de entonces en Polonia y aquellas calles era mucho más optimista que la de ahora en Francia y aquel teatro.
El teatro: una gran falacia representada por personas dispuestas a vivir de que te desapegaras de tu rutina para vivirla con ellas. La gran mayoría de gente afiliada al mundo del espectáculo no debían de creerse ni la mitad de lo que se habían memorizado para venderte como consuelo o droga inservible, de eso Oscar estaba seguro. O puede que se lo creyeran el tiempo suficiente para enriquecerse a costa de ello. Un trabajo como cualquier otro, de todas formas, respetable para el cortesano e, incluso, admirable en ciertos casos que había llegado a sentir un pequeño acopio de emociones por alguna función a la que había asistido, pero tan contadas que no podrían llegar a superar ni a los dedos de una sola mano.
-Que la Madame nos haya enviado a mendigar pareja al teatro es lo más humillante que podría pasarnos en toda la semana –le dijo Brigitte, una compañera de trabajo con la que había acabado en aquel lugar aquella noche abarrotada de sangre azul y piedras preciosas.
Siempre es mejor que morirte de asco esperando en el lugar de siempre a que llegue alguien con la lengua colgando, ¿no te parece? –le respondió él, tratando de atravesar el tumulto de personas que aguardaban en la entrada-. Además, nos dijo que dos clientes en cuestión estaban interesados. Se supone que deben reconocernos ellos porque ya nos echaron el ojo en el burdel, así que por lo menos, tenemos algo de beneficio asegurado.
-Hacerlo en un teatro… Mira que son hipócritas estos de la alta alcurnia, van de modositos y dignísimos, pero luego les gusta trincarse a cortesanos en lugares públicos y bien aseaditos.
No te entretengas mucho hablando, que ahora es cuando más a mano vamos a tener a toda esta gente.
-¿Qué pasa? ¿Tienes prisa por ponerte a trabajar, guapito?
Al contrario, sólo ganas de comprobar qué vida me estoy perdiendo.
-Pues una de tantas.
Es una, por lo menos.
Habían salido vestidos y adecentados con galas de las mejores que la alta rentabilidad del burdel les facilitaba para ese tipo de trabajos, de tal manera que si destacaban no era porque la clase inferior les delatara (imposible luciendo de aquella manera tan deslumbrante), sino por su innegable atractivo físico que ni un aspecto zarrapastroso emborronaría.
Oscar y Brigitte continuaron caminando hasta que su amiga perdió el equilibrio con el calzado debido a un resbalón con otro pie no identificable entre la multitud y terminó chocando con la espalda más grande que había visto en su vida. La cortesana recuperó la entereza y seguidamente miró hacia la persona que había recibido el nefasto choque, pero no se quedó a esperar que se girara ni tardó en desvanecerse entre el gentío como un escapista. De modo que Oscar fue lo único que se encontró el hombre al darse la vuelta y fulminarle agresivamente, con expresión de pocos amigos. El polaco frunció el ceño y miró hacia donde su compañera había huido con el rabo entre las piernas, claro que ya no había ni rastro de ella y le tocaba a él quedarse para tratar con las consecuencias. Se fijó en que habían muchos más hombres de su mismo estilo de físico vestidos exactamente igual y que parecían estar protegiendo algo a su alrededor, pero no alcanzaba a vislumbrar el qué o el quién. Debían de tratarse de los guardias personales de alguien importante, por lo que estarían bien entrenados para un enfrentamiento físico. Así que en caso de querer terminar en pelea, no iban a ser unos simples contrincantes de tres al cuarto…
‘Me cago en tu sangre, Briggitte’, maldijo para sus adentros, mientras le devolvía la mirada al mastodonte con la misma integridad que, a pesar de todo, no se dejaba intimidar. Porque a esas alturas de su existencia, para que Oscar llegara a sentir un temor auténtico, todavía hacía falta mucho, muchísimo más que una situación desafortunada como aquella.
El teatro: una gran falacia representada por personas dispuestas a vivir de que te desapegaras de tu rutina para vivirla con ellas. La gran mayoría de gente afiliada al mundo del espectáculo no debían de creerse ni la mitad de lo que se habían memorizado para venderte como consuelo o droga inservible, de eso Oscar estaba seguro. O puede que se lo creyeran el tiempo suficiente para enriquecerse a costa de ello. Un trabajo como cualquier otro, de todas formas, respetable para el cortesano e, incluso, admirable en ciertos casos que había llegado a sentir un pequeño acopio de emociones por alguna función a la que había asistido, pero tan contadas que no podrían llegar a superar ni a los dedos de una sola mano.
-Que la Madame nos haya enviado a mendigar pareja al teatro es lo más humillante que podría pasarnos en toda la semana –le dijo Brigitte, una compañera de trabajo con la que había acabado en aquel lugar aquella noche abarrotada de sangre azul y piedras preciosas.
Siempre es mejor que morirte de asco esperando en el lugar de siempre a que llegue alguien con la lengua colgando, ¿no te parece? –le respondió él, tratando de atravesar el tumulto de personas que aguardaban en la entrada-. Además, nos dijo que dos clientes en cuestión estaban interesados. Se supone que deben reconocernos ellos porque ya nos echaron el ojo en el burdel, así que por lo menos, tenemos algo de beneficio asegurado.
-Hacerlo en un teatro… Mira que son hipócritas estos de la alta alcurnia, van de modositos y dignísimos, pero luego les gusta trincarse a cortesanos en lugares públicos y bien aseaditos.
No te entretengas mucho hablando, que ahora es cuando más a mano vamos a tener a toda esta gente.
-¿Qué pasa? ¿Tienes prisa por ponerte a trabajar, guapito?
Al contrario, sólo ganas de comprobar qué vida me estoy perdiendo.
-Pues una de tantas.
Es una, por lo menos.
Habían salido vestidos y adecentados con galas de las mejores que la alta rentabilidad del burdel les facilitaba para ese tipo de trabajos, de tal manera que si destacaban no era porque la clase inferior les delatara (imposible luciendo de aquella manera tan deslumbrante), sino por su innegable atractivo físico que ni un aspecto zarrapastroso emborronaría.
Oscar y Brigitte continuaron caminando hasta que su amiga perdió el equilibrio con el calzado debido a un resbalón con otro pie no identificable entre la multitud y terminó chocando con la espalda más grande que había visto en su vida. La cortesana recuperó la entereza y seguidamente miró hacia la persona que había recibido el nefasto choque, pero no se quedó a esperar que se girara ni tardó en desvanecerse entre el gentío como un escapista. De modo que Oscar fue lo único que se encontró el hombre al darse la vuelta y fulminarle agresivamente, con expresión de pocos amigos. El polaco frunció el ceño y miró hacia donde su compañera había huido con el rabo entre las piernas, claro que ya no había ni rastro de ella y le tocaba a él quedarse para tratar con las consecuencias. Se fijó en que habían muchos más hombres de su mismo estilo de físico vestidos exactamente igual y que parecían estar protegiendo algo a su alrededor, pero no alcanzaba a vislumbrar el qué o el quién. Debían de tratarse de los guardias personales de alguien importante, por lo que estarían bien entrenados para un enfrentamiento físico. Así que en caso de querer terminar en pelea, no iban a ser unos simples contrincantes de tres al cuarto…
‘Me cago en tu sangre, Briggitte’, maldijo para sus adentros, mientras le devolvía la mirada al mastodonte con la misma integridad que, a pesar de todo, no se dejaba intimidar. Porque a esas alturas de su existencia, para que Oscar llegara a sentir un temor auténtico, todavía hacía falta mucho, muchísimo más que una situación desafortunada como aquella.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Fecha de inscripción : 06/10/2011
Localización : Depende de cómo quieras conocerme
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Re: La horna de un zapato roto [Katra Di Alessandro]
Me encontraba en una terraza de la Mansion Louvier en parís, esperando a mi amiga Marianne para ir juntas al teatro, porque en su mansión y no en un hotel sencillo, ella no toleraba la idea que me quedase entre desconocidos, sabiendo cuan ambiciosos eran los Magistrados y que a todo lugar intentarían darme muerte. Eso y los desagradables incidentes de los primeros días en aquel hotel, bien quizás no fueron incidentes, pero la insistencia de aquel Jeque me exasperó, todos los días flores en mi puerta, notas para que nos encontrásemos e incluso, costosos regalos, era capaz de todo por mí atención, menos de aceptar una negativa. Por eso hace un par de días, salí de aquel hotel, cabe decir que fue una huida estratégica en que Marianne se encargo de cambiar mis vestidos de seda por ropa a la usanza inglesa, cuello alto, donde prácticamente nada de mi cuerpo se viese, excepto mi rostro, el cubrí con un peculiar sombrero hasta que el carruaje, de alquiler, nos llevo hasta la Mansión de mi amiga, no sin antes desviarse por un sin número de calles.
A los días otro carruaje, el propio, partió de allí rumbo una posada a las afueras de París, donde me reuniría con ella antes de regresar a roma. Mis ropajes fueron divididos algunos se fueron en la carroza oficial, otros se quedaron conmigo y otros se fueron al Club Louvier, donde Marianne los reformaría. A consecuencia de toda aquella maroma de estrategias, llevaba una semana sin salir de la mansión, una semana sin tener mensajes del obstinado Jeque, y por sobre todo una semana sin que mi escolta viese movimientos extraños. Por eso, tras horas rogándole a Marianne, más bien actuando como su inconsciencia, la convencí que esta noche fuésemos al teatro y luego a cenar. El acuerdo fue muy sencillo, ella iría al Club Louvier durante la tarde a atender a algunos clientes, y llegaría a casa a las seis, para poder arreglarnos con calma y asistir a la función que iniciaba a las ocho. Pero el reloj de alcanzo dar la sexta campanada cuando un mensajero trajo un recado para mí. Marianne, mi puntual y correcta amiga, estaba atascada en la entrega de un ajuar de bodas, pues la campante novia quedo de llegar a las cinco y llego con casi una hora de retraso. No me quedo más que asentir reunirme con ella en el teatro, por fortuna mi nuevo guardarropa estaba casi en su totalidad a mi disposición.
Y así a la siete, me encontraba vistiendo un elegante vestido corte imperio, nada de corset, un vestido que se entallaba en mi busto y daba libertad a mi cuerpo bajo la tela. se trataba de una combinación muy peculiar del corte imperio y el estilo romántico, que Marianne había diseñado especialmente para mi, en un hermoso vestido gis plata en gasas, con decorados en morado oscuro, al igual que la cinta de seda que iba justo bajo el busto. Acomodé mi cabello en moño alto, que dejaba caer mi cabello lacio, dando porte y altura, más bien resaltaba mi porte y me otorgaba altura. Puse unos aretes de amatista con su respectivo collar y espere al carruaje, el que puntual estaba en la puerta a las siete, lo que nos daba un tiempo apropiado para llegar al teatro, el tiempo preciso para no encontrarnos con la muchedumbre de gente que llegaría justo a la hora.
A los treinta minutos me encontraba sentada en el hall, con mis guardias y con tiempo de sobra para que mi amiga llegase a mi encuentro, e ingresar juntas a ver la función. Un copa de vino, un par de bocadillos después, y una gran cantidad de gente ingresando al teatro y yo seguía a la espera de mi amiga. Golpeando con impaciencia el brazo del sofá donde me encontraba, aburrida de leer los programas de todas las funciones de aquel mes, y ver a gente sin clase pasearse como si fuesen de la realeza. Cada día se convencía más que la elegancia y la clase no era algo que se ganase con el dinero, sino con educación. Sin duda Marianne tenía razón al criticar a muchas damas que iban al Club Louvier, creían que un vestido de diseñador podría lucir la clase que jamás han tenido. En fin, aburrida, me puse de pie y camine más cerca de la entrada expectante a la llegada de la, en ese momento, impuntual Duquesa de España. Fue en ese momento, que escuche a unos de mis guardias desenfundar su espada y que le seguían los otros tres- ¡maledetta fortuna!*- pensé al tiempo que ellos formaban un escudo humano alrededor de mi persona, buscando al supuesto agresor. Podían ser tan exagerados a veces, entre tanta gente era imposible que alguien no los golpease, pero ellos entrenados para matar al que se acercase a mí, ya estaban listos para descuartizarlo. Y Marianne, ni luces de ella, lo bueno, es que entre tanta gente su amiga al encontraría, pues con la pelea que se estaba por armar, era difícil no saber dónde estaba la princesa del Sacro Imperio.
- ¡Guarde!*- alcé la voz firme entre ellos, evitando mas escándalo del que ya se estaba armando, pero a este paso, era imposible ocultar mi presencia, su alguien dudaba que me hubiese marchado de Paris, ahora tenía la certeza que seguía en aquel lugar. Su madre había ordenado que su escolta fuese de fieros guerreros, pero jamás especifico que debían tener algo de sutileza. - ¡Guardie! tenere le armi *- Su voz resonó en el salón, firme y clara, pero sin dejar de ser melodiosa, era una orden que aquellos fieros hombres debía cumplir, y eso hicieron enfundaron sus espadas y le abrieron el paso, a una evidentemente enfadada Katra.
- Mi scusi, signore*- me disculpe, sin tenderle la mano, por razones protocolares, pero si en señal de mi educación le debía una disculpa y una compensación por el alboroto - Mi escolta, solo cumplía con su labor, aunque han exagerado un poco- exprese esta vez en francés, para que el desconocido comprendiese mis palaras - Katra Di Alessandro, un placer- le tendí la mano, y pude sentir las miradas de los presentes clavarse en mi, si, definitivamente, mañana todos sabrían del incidente en el teatro y que la arisca Princesa del Sacro Imperio, aun seguía en Paris. - perfetto*- se replico mentalmente con ironía, ahora el dichoso jeque le seguiría los pasos, si es que no se presentaba en medio de la función a cantarle una serena o sepan los Dioses que locura se le ocurriese con tal que ella le prestase atención.
- Ci scusiamo per l'inconveniente *- otra vez en italiano, apra luego regresar al francés - Le ofrezco ver la función desde el palco privado que tengo reservado para mí y mis invitados, mi acompañante debe estar por llegar, pero si gusta pasamos, ya estamos en la hora- sugerí, mientras hacía una seña a uno de los guardias para que esperase a Marianne en el hall.
A los días otro carruaje, el propio, partió de allí rumbo una posada a las afueras de París, donde me reuniría con ella antes de regresar a roma. Mis ropajes fueron divididos algunos se fueron en la carroza oficial, otros se quedaron conmigo y otros se fueron al Club Louvier, donde Marianne los reformaría. A consecuencia de toda aquella maroma de estrategias, llevaba una semana sin salir de la mansión, una semana sin tener mensajes del obstinado Jeque, y por sobre todo una semana sin que mi escolta viese movimientos extraños. Por eso, tras horas rogándole a Marianne, más bien actuando como su inconsciencia, la convencí que esta noche fuésemos al teatro y luego a cenar. El acuerdo fue muy sencillo, ella iría al Club Louvier durante la tarde a atender a algunos clientes, y llegaría a casa a las seis, para poder arreglarnos con calma y asistir a la función que iniciaba a las ocho. Pero el reloj de alcanzo dar la sexta campanada cuando un mensajero trajo un recado para mí. Marianne, mi puntual y correcta amiga, estaba atascada en la entrega de un ajuar de bodas, pues la campante novia quedo de llegar a las cinco y llego con casi una hora de retraso. No me quedo más que asentir reunirme con ella en el teatro, por fortuna mi nuevo guardarropa estaba casi en su totalidad a mi disposición.
Y así a la siete, me encontraba vistiendo un elegante vestido corte imperio, nada de corset, un vestido que se entallaba en mi busto y daba libertad a mi cuerpo bajo la tela. se trataba de una combinación muy peculiar del corte imperio y el estilo romántico, que Marianne había diseñado especialmente para mi, en un hermoso vestido gis plata en gasas, con decorados en morado oscuro, al igual que la cinta de seda que iba justo bajo el busto. Acomodé mi cabello en moño alto, que dejaba caer mi cabello lacio, dando porte y altura, más bien resaltaba mi porte y me otorgaba altura. Puse unos aretes de amatista con su respectivo collar y espere al carruaje, el que puntual estaba en la puerta a las siete, lo que nos daba un tiempo apropiado para llegar al teatro, el tiempo preciso para no encontrarnos con la muchedumbre de gente que llegaría justo a la hora.
A los treinta minutos me encontraba sentada en el hall, con mis guardias y con tiempo de sobra para que mi amiga llegase a mi encuentro, e ingresar juntas a ver la función. Un copa de vino, un par de bocadillos después, y una gran cantidad de gente ingresando al teatro y yo seguía a la espera de mi amiga. Golpeando con impaciencia el brazo del sofá donde me encontraba, aburrida de leer los programas de todas las funciones de aquel mes, y ver a gente sin clase pasearse como si fuesen de la realeza. Cada día se convencía más que la elegancia y la clase no era algo que se ganase con el dinero, sino con educación. Sin duda Marianne tenía razón al criticar a muchas damas que iban al Club Louvier, creían que un vestido de diseñador podría lucir la clase que jamás han tenido. En fin, aburrida, me puse de pie y camine más cerca de la entrada expectante a la llegada de la, en ese momento, impuntual Duquesa de España. Fue en ese momento, que escuche a unos de mis guardias desenfundar su espada y que le seguían los otros tres- ¡maledetta fortuna!*- pensé al tiempo que ellos formaban un escudo humano alrededor de mi persona, buscando al supuesto agresor. Podían ser tan exagerados a veces, entre tanta gente era imposible que alguien no los golpease, pero ellos entrenados para matar al que se acercase a mí, ya estaban listos para descuartizarlo. Y Marianne, ni luces de ella, lo bueno, es que entre tanta gente su amiga al encontraría, pues con la pelea que se estaba por armar, era difícil no saber dónde estaba la princesa del Sacro Imperio.
- ¡Guarde!*- alcé la voz firme entre ellos, evitando mas escándalo del que ya se estaba armando, pero a este paso, era imposible ocultar mi presencia, su alguien dudaba que me hubiese marchado de Paris, ahora tenía la certeza que seguía en aquel lugar. Su madre había ordenado que su escolta fuese de fieros guerreros, pero jamás especifico que debían tener algo de sutileza. - ¡Guardie! tenere le armi *- Su voz resonó en el salón, firme y clara, pero sin dejar de ser melodiosa, era una orden que aquellos fieros hombres debía cumplir, y eso hicieron enfundaron sus espadas y le abrieron el paso, a una evidentemente enfadada Katra.
- Mi scusi, signore*- me disculpe, sin tenderle la mano, por razones protocolares, pero si en señal de mi educación le debía una disculpa y una compensación por el alboroto - Mi escolta, solo cumplía con su labor, aunque han exagerado un poco- exprese esta vez en francés, para que el desconocido comprendiese mis palaras - Katra Di Alessandro, un placer- le tendí la mano, y pude sentir las miradas de los presentes clavarse en mi, si, definitivamente, mañana todos sabrían del incidente en el teatro y que la arisca Princesa del Sacro Imperio, aun seguía en Paris. - perfetto*- se replico mentalmente con ironía, ahora el dichoso jeque le seguiría los pasos, si es que no se presentaba en medio de la función a cantarle una serena o sepan los Dioses que locura se le ocurriese con tal que ella le prestase atención.
- Ci scusiamo per l'inconveniente *- otra vez en italiano, apra luego regresar al francés - Le ofrezco ver la función desde el palco privado que tengo reservado para mí y mis invitados, mi acompañante debe estar por llegar, pero si gusta pasamos, ya estamos en la hora- sugerí, mientras hacía una seña a uno de los guardias para que esperase a Marianne en el hall.
*¡Maldita suerte!
*¡Guardias!
*¡Guardias! Guarden armas
*Mis disculpas, señor
*perfecto
*Me disculpo por los inconvenientes
Katra Di Alessandro- Realeza Germánica
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Re: La horna de un zapato roto [Katra Di Alessandro]
Para sorpresa de Oscar, fue el preciado cometido que guardaban aquellos guardias de genio estreñido lo que terminó sacándolo de aquel embrollo en el que le habían metido. Cuando la visión de los rudos mastodontes pasó a ocupar la de la grácil silueta de la joven, con sus atavios de evidente clase superior y aquel dominio de la situación que parecía palparle la mano con acuciante necesidad, como si dependiera de ella... Al muchacho se le pasaron un millar de ocurrencias por la cabeza, pero decidió centrarlas todas en la figura femenina que ahora le tendía la mano y con ella, su hospitalidad.
Por lo que pudo llegar a discernir a través de todos los vocablos que escapaban a su comprensión, la mujer era de origen italiano y el hecho de que llevara tras de sí tal abrumadora escolta podía significar muy pocas cosas, y la que venció a las demás en sus reflexiones fue la que relacionaba todo aquello con la realeza. Era un poco precipitado hacer apuestas, lo sabía. Sin embargo, cinco años atrás, cuando tuvo que retorcerse de falso placer entre las sábanas de aquel tipejo que formaba parte de ella... Oscar había aprendido a separar gestos, apariencias, detalles para, en definitiva, acabar diferenciando entre clases sociales, incluso entre unas tan vertiginosas, y esa habilidad no había hecho más que aumentar desde que se introdujo en el burdel.
Non si preoccupi -le respondió en su idioma, pues aunque no lo dominaba ni de lejos, tras la estancia multicultural de millones de clientes, había aprendido a defenderse con algunas frases en distintas lenguas.
¿Ver la función desde un palco privado? La tarde se había vuelto de su parte más rápido de lo que se hubiera imaginado. Sin duda, ahí tendría mejor acceso para su labor y aunque la idea de desplegar todos sus encantos con aquella beldad italiana era muy tentadora, no se olvidaba de que no resultaba fácil encontrar gente de alta alcurnia tan amable y ese hecho, primeramente, se merecía la consideración del cortesano.
Sois muy considerada, mi señora, aunque no sea necesario, estaría enantado de acompañaros.
Quizá, si acababa cortejándala sería sólo por propia libertad personal.
User: Siento ahora mi retraso. Épocas de exámenes y una falta de inspiración considerable xDDD Pero no me olvido de nosotros
Por lo que pudo llegar a discernir a través de todos los vocablos que escapaban a su comprensión, la mujer era de origen italiano y el hecho de que llevara tras de sí tal abrumadora escolta podía significar muy pocas cosas, y la que venció a las demás en sus reflexiones fue la que relacionaba todo aquello con la realeza. Era un poco precipitado hacer apuestas, lo sabía. Sin embargo, cinco años atrás, cuando tuvo que retorcerse de falso placer entre las sábanas de aquel tipejo que formaba parte de ella... Oscar había aprendido a separar gestos, apariencias, detalles para, en definitiva, acabar diferenciando entre clases sociales, incluso entre unas tan vertiginosas, y esa habilidad no había hecho más que aumentar desde que se introdujo en el burdel.
Non si preoccupi -le respondió en su idioma, pues aunque no lo dominaba ni de lejos, tras la estancia multicultural de millones de clientes, había aprendido a defenderse con algunas frases en distintas lenguas.
¿Ver la función desde un palco privado? La tarde se había vuelto de su parte más rápido de lo que se hubiera imaginado. Sin duda, ahí tendría mejor acceso para su labor y aunque la idea de desplegar todos sus encantos con aquella beldad italiana era muy tentadora, no se olvidaba de que no resultaba fácil encontrar gente de alta alcurnia tan amable y ese hecho, primeramente, se merecía la consideración del cortesano.
Sois muy considerada, mi señora, aunque no sea necesario, estaría enantado de acompañaros.
Quizá, si acababa cortejándala sería sólo por propia libertad personal.
User: Siento ahora mi retraso. Épocas de exámenes y una falta de inspiración considerable xDDD Pero no me olvido de nosotros
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: La horna de un zapato roto [Katra Di Alessandro]
En efecto ahora todas las miradas recaían sobre nosotros, algunos seguramente criticando al sobrerreacción de mis guardias y el exceso de protección que traía, pero era bien sabido cuantas ansias de poder recaían sobre el Imperio y el revuelo que causaría la muerte de sus emperadores o príncipes, mis padres insistían en semejante protección o aceptaba o quedaba relegada al Palazzio Imperial, lo que evidentemente era una chantaje al que debí acceder. Inclusive podría apostar que si no fuese por la presencia de Marianne, duquesa de España, en Paris, no me permitirían viajar tan seguido a la ciudad de las artes y la perdición de las almas, según los más conservadores del Imperio que aun le debían lealtad a la Santa Iglesia.
Sin duda por cada viaje, al menos un rumor surgía sobre posibles encuentros con amantes en las tierras gálicas, pues que mujer que se dejase respetar viajaba sola a la ciudad de la noche regresaba con un ajuar completo para su armario y joyas nuevas, ninguna a menos que tuviese un ferviente amante o, como en mi caso, ser hija de emperadores y tener una amiga modista con muy buenos contactos. Pero cualquier motivo era excusa suficiente para desprestigiar el honor de la princesa guerrera, según decían a sus espaldas, apelativo que jamás me molesto, por el contrario me enorgullecía de aquello, pues en caso que mi vida peligrase y hubiese una confabulación a mis espaldas me sabría defender.
Sonreí levemente al hombre que había sido agredido por mis centinelas y luego, como mujer acostumbrada a lidiar con miradas inquisidoras y reprobatorias, mientras el hombre dudada si aceptar mis disculpas y mi invitación, con voz clara y firme me dirigí a los curiosos nobles y sus acompañante, incluidsa algunas cortesanas - Scusi, respetables señores, por des fortunio la torpeza de este hombre ye l arrebato de mis hombres nos trajo a este alboroto. Os ruego continuéis con vuestra velada, pues el incidente ha sido solucionado- Sonreí de medio lado, con un dejo de amabilidad y otro de petulancia, esperando alejar las miradas y bajar el perfil. Solo faltaba una cosa, además del plantón que me estaba pegando mi amiga, faltaba que el obstinado Jeque apareciese en el teatro.
Regrese la vista hasta él, quien aun parecía indeciso, era más alto que yo, pero no era algo que me incomodase, pues no era la altura física la que me otorgaba estatus, sino la sangre que corría por mis venas y los modales tan bien inculcados, aunque eso no siempre controlaba mi impetuosa lengua. Dirigí una cálida, pero misteriosa sonrisa y esperaba aceptase mi oferta, una idea acaba de cruzar mi mente, con el objetivo de ser caprichosa y darle de que comer a las gallinas que cacareaban injurias sobre mi honra - Entonces Monsieur …- dudé no nos habíamos presentado - Acompañara a esta arrepentida dama a ver una inocente opera, o despreciara mi invitación- un leve parpadeo y un cruce miradas, todo lo que bastaba para convencer a un hombre indeciso, un coqueteo casual e inocente.
- Sucusi… Monsieur, no recuerdo haber oído su nombre extendí la mano hacia él al tiempo que él aprisionaba con delicadeza mi mano enguantada, señal de aceptación a mi invitación - ¿Con quién tendré el honor de compartir palco? - insití mientras con paso ligero nos dirigíamos a las escaleras , rumbo a los palcos privados. Un mirada reprobatoria de mi escolta mayor cayó sobre mí, pero le ignoré con descaro, a fin de cuentas el sería el primero en ir con el chisme ante mis padres.
Elegancia en mi andar y nuevas miradas sobre nosotros, el escándalo anterior pasaría segundo plano y pronto los rumores sobre los múltiples amantes de la princesa romana, correría por la ciudad francesa y de ahí, dos pasos y todo el impero lo sabría. Y si la suerte me acompañaba, aquellos rumores sería oídos por el Jeque, quien al sentirse deshonrado, dejaría de cortejarme. ¿Qué hombre arraigado a sus costumbres perdonaría que la mujer que pretende como esposa, viajase a Paris a reunirse con misteriosos amantes.
Off: Lamento ahora mi tardanza, espero sea de vuestro agrado
Katra Di Alessandro- Realeza Germánica
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Re: La horna de un zapato roto [Katra Di Alessandro]
Oscar no pudo más que terminar compartiendo la misma expresión que acababa de placar la muchacha sólo con el desparpajo de su respuesta. Tanto la respuesta hablada, la dirigida expresamente a su persona, como la que, indirectamente (aunque quizá no tanto, debido al manejo de la situación y las miradas que ella pareció controlar sólo con enarcar elegantemente las cejas), orientada hacia el resto de curiosos, tal cual lo estaba el muchacho, pero deningrantemente ajenos a la escena.
'Sin duda, no he acabado topando con los gorilas de la persona más desapercibida del recinto.'
No importaba si se debía a que la chica fuese famosa o a que, sencillamente, su apariencia (ni siquiera la que ostentaba su atuendo, sino más bien, hablando de la habilidad innata de sus ojos y su cuerpo para destacar sobre un mapa de pienso insípido como el que ahora pisaban) no podía librarse de las miradas a su paso... El cortesano no se encontraba frente a alguien corriente.
'Entonces Monsieur… Acompañara a esta arrepentida dama a ver una inocente opera, o despreciara mi invitación...'
A Oscar le encantaban ese tipo de situaciones, censurables y criticables dentro de la insana pulcritud de tantos cerebros siesos, adornados por monóculos y volantes de feria (ajá, la moda de alta alcurnia, por supuesto. Si algún día le permitieran escribir un artículo en el periódico, hablaría de la cantidad de paródicas comparaciones que se le habían ido ocurriendo a lo largo de las pasarelas de clientes ricos en el burdel con cada una de aquellas prendas estiradas).
En cualquier otra ocasión (sobre todo, si no debiera suponerse que se hallaba en mitad del empleo que le daba de comer) el joven polaco no habría albergado reparos en actuar todo lo espontáneamente desconsiderado que sus reacciones naturales tuvieran en mente para hacer un corte de mangas a las ojeadas fisgonas que ahora se clavaban en torno al accidentando encuentro. Y si hubo algo que continuó atándolo al decoro de una actitud adecuada, además de la profesionalidad laboral, fue la desenvoltura y el garbo envidiable con el que aquella mujer se manejaba, rodeada como parecía estar de personas que ni conocía, ni tendría la intención de añadir a su lista de gente que le importara lo más mínimo. A Oscar le sorprendió demasiado encontrar a alguien con el que sentirse identificado en un lugar de falsas apariencias como lo era aquel cúmulo de pretenciosidad que usaba el arte del teatro como otro más de sus sombreros nuevos. De tal manera, que estuvo seguro de que su sonrisa -aquella que le salía sola cuando encontraba lo que no le daba la superficialidad del sexo en sucesos naturales como los que le habían ligado a su interlocutora- habló mejor que él cuando llegó el momento de aceptar su mano, tras la demanda del nombre que le habían dado al nacer:
Me llamo Oscar Llobregat, mi señora, y por una vez en este ámbito, me atrevo a afirmar con total seguridad de que quien ostentará el honor de la compañía seré yo.
Sin más dilación, comenzaron a adentrarse en los recovecos del lugar que empezaban a parecerse más al interior de un teatro, directos como debían de estar hacia el palco premiado con reunir aquel séquito tan extraño en el que se habían convertido. Oscar volteó su rostro hacia la acompañante femenina y trató de frenar ese brillo especial que sabía que salía de sus ojos cuando algo de su alrededor le gustaba, y aunque precisamente la gracia de ese detalle cautivador era que tenía tantas pocas posibilidades de evitarlo como de no dar un parpadeo... quizá intentaba auto-limitarse para él mismo. Ni loco esperaría que ella estuviera siquiera interesada en considerar la idea de sus servicios carnales y aunque fuera de aquel modo, jamás atentaría contra su buena fe. Bastante había hecho con su amabilidad desinteresada como para acabar teniendo que incomodarla o dándole a entender que aquel tropiezo de personalidades le sugería algo tan rematadamente superfluo como el acto sexual.
Parece que vuestras niñeras aún no se fían de mí... -comentó, mientras echaba un simpático vistazo a los guarda-espaldas con el entrecejo fruncido. Suavizó su mirada al volver a centrar las pupilas en la joven, mientras sus cejas volvían al sitio que les correspondía- Así que Katra Di Alessandro es el nombre con el que debo acompañar mi agradecimiento esta noche...
'Sin duda, no he acabado topando con los gorilas de la persona más desapercibida del recinto.'
No importaba si se debía a que la chica fuese famosa o a que, sencillamente, su apariencia (ni siquiera la que ostentaba su atuendo, sino más bien, hablando de la habilidad innata de sus ojos y su cuerpo para destacar sobre un mapa de pienso insípido como el que ahora pisaban) no podía librarse de las miradas a su paso... El cortesano no se encontraba frente a alguien corriente.
'Entonces Monsieur… Acompañara a esta arrepentida dama a ver una inocente opera, o despreciara mi invitación...'
A Oscar le encantaban ese tipo de situaciones, censurables y criticables dentro de la insana pulcritud de tantos cerebros siesos, adornados por monóculos y volantes de feria (ajá, la moda de alta alcurnia, por supuesto. Si algún día le permitieran escribir un artículo en el periódico, hablaría de la cantidad de paródicas comparaciones que se le habían ido ocurriendo a lo largo de las pasarelas de clientes ricos en el burdel con cada una de aquellas prendas estiradas).
En cualquier otra ocasión (sobre todo, si no debiera suponerse que se hallaba en mitad del empleo que le daba de comer) el joven polaco no habría albergado reparos en actuar todo lo espontáneamente desconsiderado que sus reacciones naturales tuvieran en mente para hacer un corte de mangas a las ojeadas fisgonas que ahora se clavaban en torno al accidentando encuentro. Y si hubo algo que continuó atándolo al decoro de una actitud adecuada, además de la profesionalidad laboral, fue la desenvoltura y el garbo envidiable con el que aquella mujer se manejaba, rodeada como parecía estar de personas que ni conocía, ni tendría la intención de añadir a su lista de gente que le importara lo más mínimo. A Oscar le sorprendió demasiado encontrar a alguien con el que sentirse identificado en un lugar de falsas apariencias como lo era aquel cúmulo de pretenciosidad que usaba el arte del teatro como otro más de sus sombreros nuevos. De tal manera, que estuvo seguro de que su sonrisa -aquella que le salía sola cuando encontraba lo que no le daba la superficialidad del sexo en sucesos naturales como los que le habían ligado a su interlocutora- habló mejor que él cuando llegó el momento de aceptar su mano, tras la demanda del nombre que le habían dado al nacer:
Me llamo Oscar Llobregat, mi señora, y por una vez en este ámbito, me atrevo a afirmar con total seguridad de que quien ostentará el honor de la compañía seré yo.
Sin más dilación, comenzaron a adentrarse en los recovecos del lugar que empezaban a parecerse más al interior de un teatro, directos como debían de estar hacia el palco premiado con reunir aquel séquito tan extraño en el que se habían convertido. Oscar volteó su rostro hacia la acompañante femenina y trató de frenar ese brillo especial que sabía que salía de sus ojos cuando algo de su alrededor le gustaba, y aunque precisamente la gracia de ese detalle cautivador era que tenía tantas pocas posibilidades de evitarlo como de no dar un parpadeo... quizá intentaba auto-limitarse para él mismo. Ni loco esperaría que ella estuviera siquiera interesada en considerar la idea de sus servicios carnales y aunque fuera de aquel modo, jamás atentaría contra su buena fe. Bastante había hecho con su amabilidad desinteresada como para acabar teniendo que incomodarla o dándole a entender que aquel tropiezo de personalidades le sugería algo tan rematadamente superfluo como el acto sexual.
Parece que vuestras niñeras aún no se fían de mí... -comentó, mientras echaba un simpático vistazo a los guarda-espaldas con el entrecejo fruncido. Suavizó su mirada al volver a centrar las pupilas en la joven, mientras sus cejas volvían al sitio que les correspondía- Así que Katra Di Alessandro es el nombre con el que debo acompañar mi agradecimiento esta noche...
- Spoiler:
- AL FIN. Espero no haberte decepcionado, un gusto seguir roleando contigo ^^ -y cuando acaben del todo mis malditos exámenes, Eire debería cuidarse de Fausto-
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
- Mensajes : 577
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