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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Renata Della Rovere Vie Dic 16, 2011 2:22 pm

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Mensaje por Emanuelle Di Gennaro Jue Dic 29, 2011 2:04 pm

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I. Acantilados & Máscaras



Aquel junio era el más cálido y seco en años. Las cosechas eran abrasadas por el rabioso sol de verano, la tierra se resquebrajaba debajo de las ruedas del coche. Según decían los locales, hacía ya más de dos meses que la lluvia no caía sobre los campos de Florencia. El carruaje avanzaba veloz por los serpenteantes caminos que subían y bajaban sobre las colinas marchitas. La campiña italiana era asediada entonces por una sequía interminable. Los animales morían en las granjas, así como las hortalizas en los sembríos, generando a los productores enormes pérdidas económicas. Me dirigía junto a algunos miembros de mi séquito personal hacia la mansión de Ginno Della Rovere, Barón del Sacro Imperio. Desde que mi padre había fallecido, me encargaba gustoso de todas las tareas que me correspondían. Cientos de asuntos me tenían fuera de mi palacio durante meses, incluso no faltó la oportunidad en que me tardara años en regresar a casa. Mi naturaleza inmortal, provoca -incluso luego de tanto tiempo- una extraña pérdida de la noción exacta del tiempo bajo algunas circunstancias. Esta vez, las cuestiones que me traían a la ciudad de Florencia eran más de placer que de negocios. Aunque es sabido que las reuniones que frecuentamos los nobles, por más placenteras que sean siempre esconden algún negocio bajo la manga.
La travesía desde Roma a Florencia se me hacía bastante aburrida, los paisajes me parecían ya todos iguales. Verde, verde, amarillo y alguna casa de campo perdida entre los árboles sedientos. Cerré los ojos mientras una ligera brisa, producida por la velocidad a la que avanzábamos, me golpeaba el rostro, refrescándome.

Cuando puse nuevamente los pies sobre la tierra casi no podía sentirlos. Habían pasado más de diez horas de interminable y agobiante viaje al rayo mismo del sol veraniego. La primera vez que había visitado Florencia mi padre aún estaba vivo. Estoy hablando de más de cuatrocientos años atrás. Por supuesto mis ojos quedaron maravillados ante los grandes cambios que había sufrido la metrópoli. Indudablemente el correr del tiempo la había favorecido, pues donde mis ojos fueran a posarse encontraban hermosas esculturas, jardines, plazas y fuentes, además de bellísimas construcciones modernas y antiguas. Una arquitectura del más refinado gusto deleitaba mi sorprendida vista. Decidí ir por un bocado antes de dirigirme a la estancia del Barón. Había cientos de sitios que servían buenas bebidas, bocadillos y platos de los más exóticos. Decidí entrar en un lujoso restaurante, uno pequeño pero muy bonito, que ocupaba la esquina donde se cruzaban dos de las más importantes calles céntricas. La joven que me atendió no dejaba de lanzarme molestas miradas de evidente insinuación, a las que yo respondía con la mayor de las indiferencias. No era que creyese que esa chica no era suficiente para mí, estaba completamente seguro de eso. Luego del aperitivo, pagué y salí. La tarde comenzaba a dar paso a una noche salpicada por todas las luces de la ciudad que lejos de morir, cobraba vida cuando caía el sol. Indiqué al cochero las calles a tomar, y pocos minutos después, dejando atrás el murmullo de la ciudad llegamos a las afueras, donde se hacía evidente el predominio de mansiones y palacetes de lujo. La temperatura era ideal, templada y perfecta para una velada al aire libre. Un camino empedrado, adornado con unos enormes árboles dispuestos simétricamente a cada lado, nos condujo hacia el destino. La imponente mansión se alzaba majestuosa al final, detrás de un bello jardín que rebosaba de vida. Un montón de coches de lujo nos cortaron el paso a más de cien metros de la entrada, al parecer la convocatoria del señor Della Rovere había sido muy bien acogida por amigos y miembros de la realeza.

-Déjame aquí mismo- Ordené al cochero mientras salía apresurado, cerrando la puerta de un golpe. Rodeé el carruaje y comencé a caminar. Otros coches llegaban por el mismo camino que segundos atrás habíamos transitado. El sitio no tenía espacio para nadie más. Observé detrás de los muros del patio delantero de la casa, un grupo de jóvenes que conversaba alegremente. Algunos caballeros ayudaban a sus esposas a bajar de sus carruajes, mientras que algunos niños pequeños corrían como locos entre las fuentes y las flores del jardín.

Subí las anchas escalinatas que daban acceso al patio. Más de trescientos metros cuadrados de terraza, adornada con unas hermosas estatuas en forma de leones que parecían guardar con recelo la entrada a la casa. El suelo y las cercas que cerraban ese patio eran todas labrados en mármol. Había algunos arbustos pequeños y muchos bancos, también de mármol blanco. Estaba atestado de gente. Pude reconocer a algún amigo, al que saludé de lejos. Y mientras intentaba avanzar percibí la penetrante mirada de Jean Phillipe Lacroft, el pedante y estúpido vampiro miembro del club de caza que el padre de Ginno, el verdadero Barón Sacro Romano, lideraba. El señor Lacroft me daba vergüenza ajena. Se creía imponente con su metro cincuenta de estatura y su enjuto y arrugado rostro, además no tenía más de trescientos años y aún así hablaba a los más veteranos con superioridad. Maldije para mis adentros la pequeñez del mundo, mientras apartaba la mirada. Atravesé la colosal puerta abriéndome paso entre los elegantes invitados. En la sala principal una orquesta de más de diez músicos tocaba una pieza mientras algunas parejas, todas con emplumadas y ostentosas máscaras, ya entradas en calor, bailaban en el medio, debajo de las espectaculares lámparas de brillantes que colgaban del techo. Nada mal para tratarse de un Barón renegado. De todas maneras dudaba que los brillantes de sus lámparas hubiesen sido traídos exclusivamente desde el Nuevo Mundo. Sonreí y comencé a caminar, casi pegado a la pared para no interrumpir a los jóvenes bailarines. Crucé un enorme arco, que llevaba a otra sala, un tanto más pequeña pero igual de hermosa y elegante. Allí estaba Ginno y su adorable esposa cuyo nombre ni siquiera me molesté en recordar.

-¡Bravo, bravo signore Della Rovere!, magnifica fiesta, espléndida casa y -cogí la mano de su esposa mientras me inclinaba lentamente- una esposa de ensueño.

Ginno sonrió y me tendió la mano, mientras en la otra sostenía una copa muy fina llena de una burbujeante bebida.

-El eternamente joven Emanuelle- dijo casi en un susurro, con una sonrisa bastante falsa-Me alegra saber que has viajado tantas horas solo para asistir a la fiesta. Espero que te diviertas, de lo contrario... bueno... de lo contrario no hay reclamos.

Ambos reímos. De pronto una hermosa jovencita, de unos catorce años, salida de entre la multitud entró en escena. Alta, elegante, de largos cabellos castaños y unos enormes y penetrantes ojos celestes. Me miró con una soberbia cautivadora.

-Emanuelle, permíteme presentarte a mi hija Renata- Dijo mientras le daba un ligero empujón en la espalda como señal para que saludara.

-Monsieur, el placer es mío- Alegó la joven, aunque evidentemente el placer no era de ella, sino mio. Tomé su delicada y pequeña mano y la besé. Pude sentir el penetrante aroma de su sangre, roja, intensa, rápida. La aparte con un poco de brusquedad, intentando no perder la cordura.

Entonces la jovencita se volteó y comenzó a cuchichear con su madre, algo sobre unos acantilados -supuse que se trataba de alguna apuesta- revisé en mi memoria y recordé mi viaje a la costa portuguesa.

-El Cabo Girao es el acantilado más alto de todo Europa.- Mascullé. Se hizo el silencio y Renata giró su cabeza lentamente. Su sorpresa era mi deleite. En realidad todos me miraban sorprendidos. Intenté resguardarme de sus miradas curiosas y agregué -Lo siento mademoiselle Renata, no era mi intención interrumpir.- Instantáneamente la chica desapareció entre el gentío mientras Ginno apuraba a un sirviente para que me alcanzara una copa.

La noche se tornó de lo más divertida. Un tanto desinhibido por el alcohol, que corría a raudales dentro de la mansión, me coloqué mi máscara y saqué a bailar a un par de doncellas, que esperaban el más mínimo descuido de mi parte para posar sus atrevidas manos en mis partes íntimas. Si quería acostarme con una mujer, ese era el lugar correcto. Tomé a una de ellas de la mano y la llevé a la terraza donde comenzamos a besarnos desenfrenadamente como si nadie nos estuviese viendo -y a decir verdad- todo el mundo estaba tan borracho que seguramente la escena pasaba desapercibida entre tantas otras similares. Nos apartamos un poco de la multitud, ocultándonos detrás de unos arbustos, donde sin demora levanté la falda de la joven mientras ella me desabrochaba la abultada bragueta. La penetré con todas mis fuerzas, moviéndome con rapidez para poder descargar mi pasión y marcharme de allí, cosa que gracias a la excitación no fue muy difícil. Cuando hube acabado le di una ligera palmada en la nalga y le tiré un beso, mientas me alejaba. Creo que durante la cópula veía en su cara la cara de la señorita Della Rovere, que había logrado además que encender mis más bajos instintos en llamas, conquistar una parte que ni yo sabía que existía en mi oscuro corazón.


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Mensaje por Renata Della Rovere Jue Dic 29, 2011 5:07 pm

Iba a la ciudad con mi madre y una de las sirvientas en busca de un vestido que había mandado coser por el mejor diseñador de todo Francia. Dentro del coche, la radiante mañana era más que tolerable, pero afuera, el calor se hacía insoportable en cuestión de segundos. Charlábamos sobre fruslerías, sobre los apuestos caballeros de la corte, sobre la bebida que serviríamos esa noche. Su compañía era para mi un regalo de Dios y por supuesto, yo era su más fiel y apasionada devota.

La tienda Macciane, que en realidad era la casa del señor Miguel Ángel Macciane, estaba ubicada a dos calles de una pequeña y bella plaza, sitio que solíamos frecuentar a menudo cuando almorzábamos en algún distinguido restaurante de la ciudad. La puerta no tenía casi cartelería, a decir verdad no era llamativa en lo absoluto. Solo un pequeño rectángulo rojo, sobre la pared dejaba leer “Macciane diseños”. Mi madre siempre decía que hay ciertas cosas en la vida, en que la humildad significa distinción y exclusividad. La casa de modas del señor Macciane era una de ellas. Golpeamos, y una señora bastante mayor abrió la puerta con una sonrisa.

-Señora Della Rovere, ¡Adelante!, el señor Macciane las está esperando.- Cerró la puerta tras de si, mientras mi madre y yo subíamos por una ancha escalera. Arriba estaba el salón de costura, una enorme habitación llena de ventanas y maniquís que lucían bellísimos vestidos. El suelo estaba plagado de rollos de telas, y recortes de todos colores y estampados. Miguel Ángel salió de otra habitación con una cinta métrica en la mano, el cabello desaliñado y los anteojos redondos a punto de caerse por la borda de su nariz.

-Queridas- Dijo en tono dulce mientras nos besaba la mejilla a ambas.-Las estaba esperando. No puedo esperar más para mostrarles mi obra maestra-Me guiñó un ojo y yo respondí con una sonrisa.-Síganme.

Entramos por la puerta que el había salido. Era una salita pequeña, cuyas paredes eran espejos, del techo al suelo. En el centro, un maniquí llevaba puesto mi vestido. Me acerqué y deslicé la mano sobre la tela. Suave y delicada. Era incluso más hermoso de lo que me había imaginado cada vez que pensaba en el baile de máscaras de esa noche. El vestido era de seda natural, de un color crudo, como beige. En la parte del pecho estaba montado un corsé, forrado con la seda, y tachonado con brillantes. La falda, amplia y abultada caía en dobleces, recogida a un lado con un pequeño prendedor en forma de rosa. Miguel Ángel se apresuró a sacarlo y dejarlo sobre un sillón. Le dije que no deseaba probármelo ahora, y que estaba segura tan solo con verlo que me quedaría perfecto. Él asintió, pues su trabajo era solamente satisfacer los caprichos de sus clientas.

A menos de dos horas de la fiesta me encontraba frente al lujoso tocador de mi habitación, cepillándome el cabello, azabache y sedoso. Siempre lo llevaba suelto, salvo en alguna ocasión especial, como durante las cabalgatas o cuando el clima lo ameritaba. Mi propia imagen me miraba con ojos refexivos e inteligentes, quizá hasta astutos. Dejando el cepillo, tomé entre mis manos un pequeño frasco azul, que tenía una bella tapita dorada en forma de corazón. El talentoso perfumista de la familia me había traído una semana antes, su última creación. Era una fragancia fresca pero con algunas notas dulces, perfecto para el verano. Lo había guardado para este día. Mis madre me había acostumbrado a hacer que cada evento social se transformara en una ocasión especial en la que todo debía estar cuidadosamente planeado, evidentemente era una costumbre bastante común entre las jóvenes de mi edad, y también de las mayores, el engalanarse para deslumbrar en los bailes. A mi me daba la sensación de que todas competíamos, ¿por qué?, supongo que por las miradas de los muchachos. De todas formas yo ni siquiera me molestaba en andarles detrás, ni en cuchichear con alguna amiga enfrente a ellos para llamar la antención. No necesitaba montar una escena para que descubriran que estaba ahí. Más allá de lo suntuoso de los vestidos y lo ostentoso de las joyas, siempre había brillado con luz propia.

Mientras la servidumbre terminaba de adornar el patio con bellas lámparas, mi padre corría de un lado al otro emitiendo órdenes, arreglando los últimos detalles para hacer de la fiesta una noche memorable. Siempre se encargaba en persona de organizar todo, en tanto mi madre -que era la mujer más serena y apacible del mundo- se dedicaba a observar el estado de nervios y ansiedad de su marido, sentada en un sofá en la sala, mientras le echaba miradas distraídas a un pequeño libro de bolsillo que sostenía cerca de la cara. Me recosté sobre el marco de la puerta principal, mientras divertidos pensamientos ocupaban mi viva imaginación. Poco a poco la tarde abría paso a una espléndida noche de verano, mientras los primeros invitados comenzaban a llegar en los más elegantes carruajes desde distintos sitios de Europa. Una hora más tarde la mansión rebosaba de vida, música y comida en abundancia. Entre el gentío encontré alguna que otra de esas amigas de ocasión -esas con las que compartes solo un par de noches al año en un evento, en el teatro o de paso por las calles-. Marie Claire Bonet, la hija de un importante banquero y aristócrata de la ciudad, era una dama muy bonita y vivaz, aunque en todo Florencia se hablaba más de “la proverbial y encandilante belleza de la signorina Renata, capaz de obnibularle a cualquier hombre la razón”. Marie Claire era, lo que podía considerar una buena amiga, aunque sus ojos siempre delataban un poco de egoísmo y envidia, su dulzura mitigaba bastante sus evidentes celos hacia mi persona. Charlábamos animadas, comentando entre risitas que bien que se veían los muchachos o que horrible vestido llevaba la esposa del General Biancci. De tanto en tanto dejaba de esucharla y me ensimismaba en mis pensamientos. Pocos minutos después otras chicas se habían unido a la conversación de improvisto, y cuando volví a oirlas discutían una tonteria sobre acantilados y montañas. Decidí utilizar la excusa de averiguar cual era el acantilado más alto de Europa para huir sin ser grosera de la estúpida y aburrida conversación.

Caminaba intentando esquivar a los invitados, que se apelotonaban en el patio, en la sala principal y en otros rincones de la casa. La orquesta tocaba desde hacía rato, y unas cuantas parejas de baile se habían apoderado de la mayor parte del espacio de la sala. Mis padres se hallaban en una habitación contigua, recibiendo a algunos recién llegados. Un hombre alto y muy guapo hablaba con mi padre. Cuando entré el misterioso hombre se volteó. Sus ojos eran azules y muy profundos, su piel marfileña contrastaba con su cabello castaño y liso. Su expresión era bastante soberbia -seguro algún importante miembro de la realeza que se cree lo suficientemente superior como para mirar a los demás por encima del hombro- pensé. Le devolví una mirada altiva. Mi padre me puso entonces en la incómoda situación del saludo no deseado, cosa que hice rápido, olvidando rápidamente el asunto. Aparentemente el joven no se contentaba solo como mirar con superación a los demás, sino que ahora había interrumpido el cuchicheo con mi madre para responder a una pregunta que no le estaba siendo cuestionada a él. Impresionante, si. Pero generalmente solía chocar con las personas que, en el fondo, se parecían bastante a mi. Salí de la habitación tratando de no mostrar mi evidente indignación y me senté sola en una banco de la terraza de arriba mientras bebía champan.


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Mensaje por Emanuelle Di Gennaro Sáb Ene 14, 2012 5:21 am

III. La fortaleza es una gran virtud.

Dos palabras eran suficientes para describir las fiestas que daba el Barón Della Rovere: magífica y exhuberante, quizá las mismas dos palabras con las que describiría la belleza física de su primogénita y única heredera. Luego de algunas formalidades con señores de influencia -cosa de la que era inevitable escapar en aquellas reuniones- busqué a la joven con la mirada. Imaginé que la calidez de la noche la habría llevado fuera, al patio. Salí y desde lejos la divisé, entre el humo de los cigarros y las figuras de los invitados distorcionadas por los cristales de las copas. Estaba sola, sentada bebiendo, el viento de julio le agitaba suavemente los cabellos color ébano. Caminé en dirección a ella, mientras los graves sonidos de los instrumentos de cuerda comenzaban a hacerse menos intensos. El cielo, despejado, dejaba al descubierto miles de estrellas, como puntos de luz blanca en lo alto de la bóveda celeste. Casi sin hacer ruido me senté en la esquina opuesta del banco que la señorita ocupaba. No se inmutó.
-Si hubieses vivido en la antigua Roma, la diosa Venus estaría envidiosa de tu belleza- dije cortando tajantemente con el silencio. Renata permaneció en la misma posición, sin siquiera mirarme. -Es triste, ¿sabes? Que me compares con la gran Venus cuando ni siquiera sé lo que es el amor.- Agregó mientras hacía girar un poco el líquido que quedaba en la copa. No se si había tristeza o rabia en sus palabras, la dureza de su mirada -ahora apagada y lejana- era casi tangible. Vacilé durante un segundo, mientras me sorprendía el haberme encontrado con una mujer capaz de hacerme dudar de mis propias palabras, y por supuesto, de hacerme sentir un poco fuera de lugar con mi alagadora plática. Sus ojos azules aguachentos me miraron con desconfianza, comprendí que ella conocía mi naturaleza vampírica, o al menos lo sospechaba. -¿Es usted casado monsieur Emanuelle?-Dijo de repente, mientras acababa con un sorbo su bebida. ¿Casado yo?. Si..., en cuatrocientos años de vida he estado casado cinco veces. Pero no amaba a ninguna de mis esposas, nunca fuí feliz... en cuatrocientos años. ¡Dios! Siempre preferí ocupar las vacias horas de mis noches en hacer y rehacer mi fortuna, pero jamás he amado. Mi muerte se ha transformado en una celda de inquebrantables barrotes, en mi soledad, en la mayor de las soledades, que ni la tibieza de la carne de una mujer podrían haber aliviado.-No, ya no. Lo estuve- Respondí temiendo que mis labios se atreviesen a decir una palabra más-Pero fué ya hace tiempo. Ella murió-Sostuve. El semblante de la chica cambió instantaneamente, tornándose más suave y dulce. -Lo lamento señor-Se disculpó mientras se acercaba a mi. Nos observamos durante un rato sin decir palabra. Espectantes del más mínimo movimiento o gesto del otro. Me sentía extraño junto a ella, como liberado. El silencio, en lugar de incómodo, resultaba reconfortante, aliviante. Como presa de un impulso, me tomó la mano entre sus pequeños dedos blancos y delicados, mientras clavaba sus ojos lejanos en mi. Creo que no me miraba a mi, sino dentro de mi. Si... ella sabe que estoy muerto. -Estás frío, tu corazón dejó de latir hace ya mucho tiempo, has venido del infierno, ¿no es así, demonio? .-Dijo de repente, mientras sostenía su mirada, ahora con severidad.-No se lo que eres, pero se que no eres humano, y sé que anhelas la muerte y la sangre de los hombres. ¿Cómo nadie tiene la percepción suficiente como para verlo?.- Demonio. La última vez que me alguien me había llamado así le había roto el cuello con una sola mano. -No te atrevas a volver a llamarme así-Le dije intentando no sonar demasiado agresivo-No soy un demonio Renata. Tu sabes que es lo que soy, porque eres diferente a los demás, tú puedes ver dentro y fuera, la carne y el alma.-Dije en voz baja intentando no perder la calma, aunque la ansiedad comenzaba a consumirme. Y sin saber porque lo hacía, le conté todo sobre mi, desnudé mi interior ante ella, que recibía cada palabra con más sorpresa que la anterior.
Creo que desde ese momento nuestras vidas quedaron unidas por un lazo fuertísimo, irrompible, eterno. Era una joven madura y fuerte. Severa y fría, adorable y cálida. De hielo y fuego estaba forjado su corazón.
Aquella noche me hospedé en la mansión Della Rovere, pues no disponía de ninguna finca de mi agrado en la ciudad de Florencia. Cuando la celebración hubo terminado -apenas unas horas antes del alba- una sirvienta me guió a la habitación de huéspedes que había sido preparada para mi. Por supuesto no iba a dormir, sino que deseaba refugiarme en la soledad para poner en orden mis pensamientos. No habían pasado dos minutos, cuando la puerta volvió a abrirse. Me hallaba tendido boca arriba en la mullida cama. Tenía los ojos cerrados y mi mente divagaba recordando sin dificultad cada centímetro de la tersa y perlada piel de la joven Renata. Me incorporé, pensando que la sirvienta se había olvidado de algo dentro del dormitorio y volvía en su busca. Pero no. Ante mi tenía a la señorita Della Rovere, apenas cubierta con los transparentes visos de su camisón blanco. Se aproximó al lecho y se acercó a mi. Sus manos me tomaron por las mejillas, atrayédome con suavidad hacia si. Pasó sus húmedos labios, apenas coloreados con un tono carmesí que sabia a fresas, sobre mi boca ansiosa y sorprendida. Los besos comenzaron a hacerse ruidosos, peligrosos. Su cuerpo, delgado pero voluptuoso, se apretó deliberadamente contra el mio. Sus pechos, solo cubiertos por la fina seda de su camisola, rozaron mi torso, y ese fugaz encuentro bastó para que sus pezones se alzaran debajo de la tela, anhelando la tibieza de mi lengua. La tumbé sobre la cama, ubicándome en el valle que formaban sus piernas abiertas, mientras dejaba que mis manos se perdieran de vista bajo su ropa, acariciando sin vacilar la carne de sus muslos, y su sexo virgen ardiendo de pasión. Entonces algo me detuvo. Respiré profundo y me aparté. La miré a los ojos, encontrando una mueca de decepción y vergüenza en su rostro.
-No, no es lo que piensas. Poseerte aquí y ahora es todo lo que deseo. Pero no puedo, tu padre es mi amigo, y él no aprobaría este encuentro.-Cerré los ojos y me pasé la mano por la cara. Estaba sudorosa. Me veía obligado a hacer un esfuerzo descomunal para no tocarla.
-La fortaleza es una gran virtud, pero abandona la carne cuando la tentación es grande signore Di Gennaro. Sin embargo, su fortaleza me sorprende y ofende al mismo tiempo. Ningún hombre sobre la faz de la tierra se negaría jamás a penetrarme, bajo ninguna circunstancia. Pero tu tienes la voluntad suficiente para ello, y esa voluntad es digna de admiración y respeto. Lamento haberte hecho pasar este mal rato.-Dijo mientras se levantaba y se ataba el largo cabello en una gruesa trenza.-No dudes que esta situación volverá a encontrarnos, en otro sitio y en otras circunstancias, y esa vez todo será diferente.-Agregó cerrando con suavidad las puertas tras de si.


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Mensaje por Renata Della Rovere Mar Abr 03, 2012 6:12 pm


Les âmes sont presque impenetrables les unes aux autres, et c’ést ce qui vous montre le
néant cruel de lʹamour.

No me sentía más que un poco indignada por el rechazo del joven Conde. Las lágrimas que en algún momento de debilidad se hubieran derramado sobre mis mejillas, se disolvieron antes de tomar forma y se perdieron para siempre, y la idea de llorar por él se volvió profundamente remota. Aunque quizá Emanuelle tenía razón, y que era con toda certeza más prudente abstenernos a un encuentro carnal en aquellas circunstancias, eso no calmaba la frustración que su negativa actitud había producido en mi, seguramente porque no estaba acostumbrada a recibir un no como respuesta. Recuerdo que aquella noche no logré dormir. Deseaba desesperadamente ser suya, yacer durante toda la madrugada al abrigo de sus brazos, probar la inmortalidad en carne propia, era una sensación abrasadora, impetuosa, casi irrefenable, tan auténtica y fuerte que me hacía miserable no poder saciarla. La prudencia y determinación del vampiro me fascinaban, pues por aquellos días solía ser un poco más impulsiva, pasional y descuidada que ahora y veía ese tipo de autocontrol muy ajeno a mi, como algo imposible. Quizá el matrimonio -varios años más tarde- me obligo a plantar un poco más los pies en la tierra y a dominar mis bajos instintos. Pero esa noche solo quería escapar de mi habitación e infiltrarme como una sombra debajo de sus sábanas, hasta que nuestros cuerpos fuesen una unidad, indescifrable.
Así y todo, no lo hice. Cerré las puertas con llave y me quedé leyendo, amparada por una novela romántica, iluminada solo por el dorado resplandor de una pequeña lámpara hasta que el sol despuntó por el horizonte anaranjado, anunciando una mañana encantadora. Luego caí rendida al sueño y cuando desperté mi fugaz encuentro con Emanuelle era solo un mal recuerdo.
Una sirvienta irrumpió en la habitación antes del mediodia, anunciando que mis padres me esperaban para tomar el almuerzo. Imaginé que el Conde aún se encontraba en la casa y un ligero escalofrío me corrió por la espalda. Entonces me peiné, vestí y bajé caminando sin vacilación hacia el comedor principal. La enorme mesa de oro y plata, rebosante de deliciosos platos y bebidas, se hallaba ubicada en el medio mismo de la estancia, debajo de los frescos con motivos religiosos (aunque mi madre y mi padre eran católicos, yo no profesaba religión alguna. Sin embargo, desde pequeña fuí aficcionada a las religiones politeistas, y cuando el artista decoró aquellos techos le pedí que entre las nubes y cientos de ángeles y virgenes, agregara algunas escenas y dioses de la mitología griega y romana. Pocos años después descubrí los fríos ojos de Hades mirándome desde el techo de la sala principal, apenas camuflado entre las blancas alas angelicales). Unos diez sirvientes aguardaban parados detrás de los comensales, dispuestos a satisfacer sus más mínimos caprichos al instante. En la cabecera de la mesa, mi padre charlaba animado, mientras se iba embriagando con el buen vino de nuestras propias cosechas españolas. A la izquierda, mi madre saboreaba su comida, mientras escuchaba a los hombres reír y debatir sobre política, manteniéndose al margen. A la derecha, monsieur Di Gennaro sonreía con astucia mientras clavaba sus fieros ojos azules en mi. Intenténte que mis pasos siguieran firmes, y que no me llevaran inesperadamente lejos de allí intentando rehuir a la incómoda e inminente charla.
-Siéntate-Ordenó mi padre con notoria severidad. No toleraba que nadie llegara tarde a la mesa, para él, las comidas eran sagradas, y el aparecerse a mitad del almuerzo era una evidente falta de respeto. Sin embargo, no era costumbre de la familia reprocharse los unos a los otros frente a los invitados, por el contrario siempre pretendíamos parecer lo más unidos posibles, dejando la ira y los sermones para después. Me senté al lado de mi madre. Entonces pude sentir como Emanuelle se regocijaba al mirarme y encontrar en mi rostro algo de disgusto e incomodidad. Sin duda creía que volvía a ser el más fuerte de los dos, que había hallado mi punto débil y que yo tan solo era una niña caprichosa, capaz de manchar su nombre con mi sangre. Lo que desde la primera vez que lo ví me había quedado más que claro, era que mis arduos esfuerzos por encontrar nuesrtras diferencias solo lograban acentuar nuestras semejanzas, que desde entonces fuí descubriendo, eran más de las que podría haberme imaginado alguna vez. Lo que él no sabía, era que subestimar mi inteligencia y madurez sería un gran error. Por suepuesto no era mi intención ventilar trapos sucios a la hora de la comida, siempre que podía les evitaba disgustos a mis padres. Pero me satisfacía saber lo mucho que le sorprendería descubrir lo que en realidad era yo... Una gran pensadora, capaz de tomar mejores decisiones en materia económica y política incluso que mi padre y capaz de llevar adelante los tantos negocios e inversiones que mis progenitores tenían en el extrangero sin hacerlos perder ni un solo centavo. La cara de niña era solamente una especie de máscara, que al fin y al cabo terminaba dándome una segura ventaja sobre mis oponentes. No dije una palabra mientras estuve allí, me limité a escuchar las fruslerías y aburridas charlas que mi padre mantenía con los demás y a intentar tragar la comida con un nudo en la garganta. De tanto en tanto daba algunas miradas a Emanuelle, viedo con que poca gana comía la carne asada, y disfrutando de saber que vendería incluso su alma al diablo por un trago de sangre humana. Mis pensamientos divagaron un poco, inmaginando cuantos otros seres inmortales y extraños como él caminaban por la ciudad, día tras día, pasando desapercibidos a la mayoría de los ojos de la gente corriente. Importantes reyes, príncipes y princesas que gobernaban desde su inmortal mundo, completamente distinto al nuestro, tomando decisiones por nosotros, los mortales. Me dió rabia pensar aquello. Emanuelle generaba en mi corazón tanto amor como odio. Tanta fe como desesperanza. Y aunque tenía la total certeza de que podía destrozarme con un rápido y letal movimiento, robándose mi vida instantáneamente, también era consciente de que jamás se atrevería a ello, en parte porque matar a la hija de un noble en pos de venganza o sed de sangre era una tremenda tontería, un desmesurado error que podía repercutir en la política a niveles aún más altos de los que en un principio -y cegado por la ira- el mismo Conde era incapaz de sopesar.
Luego del almuerzo me retiré a mi habitación y me preparé para salir al teatro, ausente por completo de ganas. No deseaba despedirme de Emanuelle y mucho menos de oír nuevamente palabras de consuelo de sus gélidos labios, que por el momento no dirían lo que deseaba oír. Partí a la tarde, antes del crepúsculo, sin avisar a nadie en la casa. Y no volví a saber más de aquel condenado infrahumano, sino más de cinco años luego de que regresara a sus tierras, mientras yo vivía con Mariano Legrand, mi entonces esposo. Un par de
cartas, cintos de reproches. En ese momento descubrí que lo amaba.


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Mensaje por Josephine Canterville Lun Jun 18, 2012 6:44 pm

Londres, mayo de 1800.

Querida amiga: Me averguenza enviarte estas líneas luego de tanto tiempo. Las cosas han estado difíciles por aquí, y he de partir a París lo antes posible. Iré directamente a verte, y si todo va bien podré quedarme algunos meses contigo. Te tengo noticias de tu marido, no quiero precipitarme y tampoco es seguro que hablemos de ello, no mediante correspondencia. Espero ansiosa tus noticias mi bella Renata.

Josphine.


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Mensaje por Renata Della Rovere Vie Jul 13, 2012 9:53 am

París, mayo 1800.

Querida Josephine: ¡Cuánto me alegro de recibir al fin noticias tuyas!. Quiero saberlo todo, y como imaginarás sigo con mi plan en pie. Pero ya hablaremos de eso cuando estés aquí. Te espero con ansias.
Renata.


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