AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Opio y cuchillas: los desirs d'un occitan [+18 / Eugénie Florit & Aurélien Fournier]
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Opio y cuchillas: los desirs d'un occitan [+18 / Eugénie Florit & Aurélien Fournier]
En ocasiones la inteligencia es la mejor manera de llegar a una óptima solución; sin embargo, en otras, la abundancia de raciocinio puede llevar a una mala elección que sólo traiga contrariedades e infortunio. Sea como fuere, aquel de quien estamos hablando pecaba de un exceso de la segunda opción y una reserva de la primera a contadas ocasiones, siempre con la amenaza de que los violentos estragos de las pasiones y emociones atacaran su buen desenvolver.
Así pues, el muchacho salió sin pensar de su domicilio aquella moribunda tarde de Enero, no habiendo pasado mucho desde nuevo año, aunque él ni siquiera se percatase del desarrollo del calendario a causa de su reclusión en aquel Hôtel de Sully que había adquirido, no tanto para cumplir la función de residencia como para guardarse de miradas indiscretas con sus investigaciones en su apreciada soledad. Como acostumbraba, se había dejado llevar por sus caprichos y deseos, bajos en esta ocasión, siempre con la precaución de guardarse de las malsanas consecuencias, a su parecer, que pudieran éstos traer.
Aquella debiera ser una ocasión especial, al menos en lo que a él respectara. Mientras descendía la rue de Saint Antoine, en un trayecto que conocía lo suficientemente bien, se determinaba a llevar a cabo aquello que había disfrutado largos años atrás y que, por índoles que incluso él no llegaba a comprender, no había vuelto a repetir; quizás nunca le llegó a apetecer con suficiente fuerza o, sencillamente, prefería guardar esos deleites a contadas situaciones para disfrutar con más intensidad de ellas. Nunca en París había cometido esas lujuriosas indecencias, tan sólo en Venecia, Dresde y Praga, por lo que no sabía cómo podrían recibir sus intenciones las prostitutas francesas. Efectivamente, su destino no era otro que uno de los múltiples burdeles que florecían en la capital gala para satisfacer el apetito natural de los varones, y él, por muy diferente que pudiera ser en algunos aspectos, compartía aquella necesidad que, aunque placentera, podía llegar incluso a resultar irritante. Un giro a la derecha y todo recto. El chico ni siquiera debía prestar atención a sus pasos, pues sus pies sabían guiarse solos.
No tardó mucho más para atravesar las puertas del edificio. Su interior, cálido a causa del número de personas concentradas, le recibió de mala manera, algo a lo que frunció el ceño antes de olvidarse de ello; tenía cosas más importantes que atender. No anduvo con mayores dilaciones, se dirigió directamente en busca de la encargada del lugar, evitando cualquier mirada, toque o insinuación de las muchachas y mujeres que llenaban la sala. El brujo, fiel a su ego y personalidad, se negaba a andar mendigando, preguntando a una por una si aceptaban las bases del contrato, si estaban dispuestas a saciar sus deseos, y prefería atajar el asunto de manera más eficiente. Tras unos minutos, localizó a aquella que llamaban madama y le expuso sus demandas. Unos segundos de duda y ella desapareció para buscar a la meretriz indicada mientras él metía la mano en el bolsillo derecho de su casaca marrón. Tras palpar las piezas y la caja, se tranquilizó visiblemente.
Así pues, el muchacho salió sin pensar de su domicilio aquella moribunda tarde de Enero, no habiendo pasado mucho desde nuevo año, aunque él ni siquiera se percatase del desarrollo del calendario a causa de su reclusión en aquel Hôtel de Sully que había adquirido, no tanto para cumplir la función de residencia como para guardarse de miradas indiscretas con sus investigaciones en su apreciada soledad. Como acostumbraba, se había dejado llevar por sus caprichos y deseos, bajos en esta ocasión, siempre con la precaución de guardarse de las malsanas consecuencias, a su parecer, que pudieran éstos traer.
Aquella debiera ser una ocasión especial, al menos en lo que a él respectara. Mientras descendía la rue de Saint Antoine, en un trayecto que conocía lo suficientemente bien, se determinaba a llevar a cabo aquello que había disfrutado largos años atrás y que, por índoles que incluso él no llegaba a comprender, no había vuelto a repetir; quizás nunca le llegó a apetecer con suficiente fuerza o, sencillamente, prefería guardar esos deleites a contadas situaciones para disfrutar con más intensidad de ellas. Nunca en París había cometido esas lujuriosas indecencias, tan sólo en Venecia, Dresde y Praga, por lo que no sabía cómo podrían recibir sus intenciones las prostitutas francesas. Efectivamente, su destino no era otro que uno de los múltiples burdeles que florecían en la capital gala para satisfacer el apetito natural de los varones, y él, por muy diferente que pudiera ser en algunos aspectos, compartía aquella necesidad que, aunque placentera, podía llegar incluso a resultar irritante. Un giro a la derecha y todo recto. El chico ni siquiera debía prestar atención a sus pasos, pues sus pies sabían guiarse solos.
No tardó mucho más para atravesar las puertas del edificio. Su interior, cálido a causa del número de personas concentradas, le recibió de mala manera, algo a lo que frunció el ceño antes de olvidarse de ello; tenía cosas más importantes que atender. No anduvo con mayores dilaciones, se dirigió directamente en busca de la encargada del lugar, evitando cualquier mirada, toque o insinuación de las muchachas y mujeres que llenaban la sala. El brujo, fiel a su ego y personalidad, se negaba a andar mendigando, preguntando a una por una si aceptaban las bases del contrato, si estaban dispuestas a saciar sus deseos, y prefería atajar el asunto de manera más eficiente. Tras unos minutos, localizó a aquella que llamaban madama y le expuso sus demandas. Unos segundos de duda y ella desapareció para buscar a la meretriz indicada mientras él metía la mano en el bolsillo derecho de su casaca marrón. Tras palpar las piezas y la caja, se tranquilizó visiblemente.
Malkea Ruokh- Hechicero Clase Alta
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Re: Opio y cuchillas: los desirs d'un occitan [+18 / Eugénie Florit & Aurélien Fournier]
Afortunada había sido en estos momentos, los padres de la cortesana habían decidido hacer un viaje bastante largo a Egipto ¿a que? En realidad no lo sabía, pero no era que le importara mucho al respecto del tema, lo único que le interesaba es que sus padres no estarían por varias semanas para recordarle lo recatada que tenía que ser todo el tiempo aunque esto no le gustara. Se sentía afortunada, sería la primera vez que pasaría una semana entera en el burdel, en realidad ya llevaba varios días en él, y se paseaba como si en los salones de su casa estuviera. Lo bueno de ella es que a pesar de tener un carácter bastante recio con los clientes con sus compañeras solía ser muy dulce, en ocasiones mandaba regalos a aquellas que no tenían mucho dinero en casa, cosas para los niños, para ellas, para ponerse incluso en el trabajo, claro, todo esto lo hacía de manera anónima pues las mujeres que trabajan en los burdeles suelen ser demasiado orgullosas y no aceptan eso, sería como un insulto cuando tienen que mostrarse tan firmes.
Para Eugénie, el burdel era un campo de arte, las formas de las mujeres son una obra única, mágica, esplendorosa, y no porque gustara de ellas al cien por ciento, más bien las formas del cuerpo femenino le parecían tan delicadas como lienzos de pinturas. La manera de hablar, los olores, la vestimenta, todo podría ser bien utilizado para el mejor de los carnavales si las personas no fueran tan cerradas. El mundo esta tan encerrado en sus paradigmas que no disfruta la vida, solo vienen aquí a demostrar quien es superior y no ha vivir en base a deseos propios, solo aquellos deseos que son impuestos por otros. Ella había descubierto una escapatoria, una manera en la cual poder dejar salir a ese animal que la dominaba, el burdel se había vuelto su hogar, el verdadero, el que todos buscan para ser quien son sin ser juzgados, lamentablemente tenía que tener un trozo de tela en su rostro, lamentablemente no podía decir su nombre como en una fiesta donde orgullosos estaban de lo recatada y hermosa que era.
Aquella tarde en particular se encontraba bastante fastidiada, no quería un cliente común y corriente, necesitaba poder distraerse, sacarse de la cabeza a alguien que no la visitaba hace tiempo, Genie se había jurado no encapricharse con nadie en este medio, no era seguro para ella, y odiaba el tener que ir reconociendo que alguien estaba logrando implorar al ángel de la muerte su regreso, lo curioso, es que no extrañaba simplemente estar con él en la cama, extrañaba su sola presencia, su mirada, su voz, su aroma. La joven no sabía si estaba siendo demasiado buena para que sus suplicas fuera escuchadas, pues Scarlett había llegado con una nueva noticia, con algo totalmente diferente, con algo que incluso desafiaba a la muerte y ella no estaba dispuesta a desperdiciarlo. Se paro de golpe sintiendo como la fuerza que había empleado al apresurarse para avanzar al encuentro empujaba el antifaz que tenía puesto. Un color blanco, simplemente blanco era el de aquella noche. Denotando una inocencia que pocas veces una chica dentro de un burdel expresaba.
Frente a ella un joven con aires de grandeza estaba parado. Su sonrisa se ensancho al verlo - Usted tiene sus condiciones, yo tengo las mías. No puede mover el antifaz, o haré que los hombres de la puerta terminen con su existencia - Para ella jugar con el antifaz era como jugar con su vida misma, la ventaja de tener a un cliente exigente y excéntrico era que estos respetaban aunque fuera lo mínimo pedido por las trabajadoras del lugar. - Sígame - Su voz resonó de manera fría en las pareces del lugar. El cuerpo de Genie se movía de manera tranquila pero denotando la sensualidad en su andar, el deseo de empezar la noche. Lo cierto es que su cuerpo comenzaba a excitarse solo al pensar que estaba por entregar prácticamente su vida a un desconocido. Las cortesanas para eso están para satisfacer hasta el más oscuro de los deseos de un cliente con tal de recibir unas monedas, ella no las necesitaba pero no por eso iba a perder el toque en eso, era igual a todas, la única diferencia sería el antifaz y sus deseos atroces de saciar sus deseos sexuales.
Para Eugénie, el burdel era un campo de arte, las formas de las mujeres son una obra única, mágica, esplendorosa, y no porque gustara de ellas al cien por ciento, más bien las formas del cuerpo femenino le parecían tan delicadas como lienzos de pinturas. La manera de hablar, los olores, la vestimenta, todo podría ser bien utilizado para el mejor de los carnavales si las personas no fueran tan cerradas. El mundo esta tan encerrado en sus paradigmas que no disfruta la vida, solo vienen aquí a demostrar quien es superior y no ha vivir en base a deseos propios, solo aquellos deseos que son impuestos por otros. Ella había descubierto una escapatoria, una manera en la cual poder dejar salir a ese animal que la dominaba, el burdel se había vuelto su hogar, el verdadero, el que todos buscan para ser quien son sin ser juzgados, lamentablemente tenía que tener un trozo de tela en su rostro, lamentablemente no podía decir su nombre como en una fiesta donde orgullosos estaban de lo recatada y hermosa que era.
Aquella tarde en particular se encontraba bastante fastidiada, no quería un cliente común y corriente, necesitaba poder distraerse, sacarse de la cabeza a alguien que no la visitaba hace tiempo, Genie se había jurado no encapricharse con nadie en este medio, no era seguro para ella, y odiaba el tener que ir reconociendo que alguien estaba logrando implorar al ángel de la muerte su regreso, lo curioso, es que no extrañaba simplemente estar con él en la cama, extrañaba su sola presencia, su mirada, su voz, su aroma. La joven no sabía si estaba siendo demasiado buena para que sus suplicas fuera escuchadas, pues Scarlett había llegado con una nueva noticia, con algo totalmente diferente, con algo que incluso desafiaba a la muerte y ella no estaba dispuesta a desperdiciarlo. Se paro de golpe sintiendo como la fuerza que había empleado al apresurarse para avanzar al encuentro empujaba el antifaz que tenía puesto. Un color blanco, simplemente blanco era el de aquella noche. Denotando una inocencia que pocas veces una chica dentro de un burdel expresaba.
Frente a ella un joven con aires de grandeza estaba parado. Su sonrisa se ensancho al verlo - Usted tiene sus condiciones, yo tengo las mías. No puede mover el antifaz, o haré que los hombres de la puerta terminen con su existencia - Para ella jugar con el antifaz era como jugar con su vida misma, la ventaja de tener a un cliente exigente y excéntrico era que estos respetaban aunque fuera lo mínimo pedido por las trabajadoras del lugar. - Sígame - Su voz resonó de manera fría en las pareces del lugar. El cuerpo de Genie se movía de manera tranquila pero denotando la sensualidad en su andar, el deseo de empezar la noche. Lo cierto es que su cuerpo comenzaba a excitarse solo al pensar que estaba por entregar prácticamente su vida a un desconocido. Las cortesanas para eso están para satisfacer hasta el más oscuro de los deseos de un cliente con tal de recibir unas monedas, ella no las necesitaba pero no por eso iba a perder el toque en eso, era igual a todas, la única diferencia sería el antifaz y sus deseos atroces de saciar sus deseos sexuales.
Eugénie Florit- Prostituta Clase Alta
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Re: Opio y cuchillas: los desirs d'un occitan [+18 / Eugénie Florit & Aurélien Fournier]
El jolgorio, el entremezclar de risas exageradas y las conversaciones subidas de tono, tanto metafórica como literalmente, sólo hacían que acrecentar su impaciencia, su irritabilidad y, por lo tanto, su mal humor. Poco a poco, sus rasgos faciales se habían ido endureciendo, tensándose los músculos hasta dar una imagen claramente perturbada, mientras que su mano se había cerrado férreamente alrededor de aquella caña hueca de madera, tanto que tuvo que sacar su extremidad del bolsillo por temor a romper ésta, por muy dudoso que pudiera resultar aquello. Desde luego, Aurélien no era alguien caracterizado por su paciencia en diversos menesteres, pero mucho menos en ambientes que, como aquel, le desagradaban por su cargante y vivaracho bullicio.
En medio de ese escenario hostil, el brujo se encontraba de pies, junto a una pared, casi al final de una estancia tenuemente iluminada al encontrarse cerca del dintel que delimitaba efímeramente ésta. Alto, desde luego, pero con una constitución tan exigua que casi resultaba grotesca y que contrastaba visiblemente con su expresión, dándole un cariz irónico e, incluso, humorístico. El muchacho hubiera evitado ese carácter de haber tenido la mínima constancia de ello, pero cualquiera que tuviera la desfachatez de mentárselo se encontraría con su error. Parecía inofensivo, casi demasiado joven como pare representar una amenaza para cualquiera; por suerte para él, las apariencias, en aquella circunstancia, no relataban la verdad. El aquitano ya era un hechicero al que tomar en cuenta respecto a sus artes, pese a tener demasiadas lagunas en cuestiones de autoaprendizaje, por sus limitaciones en cuanto a idiomas que, por un mal crecido ego, se había autoimpuesto. Según Anna, la checa, aún tenía mucho potencial que descubrir y explotar, y el antiguo pianista le creía, ya que no había persona en la que pudiera confiar más.
No fueron más de diez minutos lo que se distendió la espera, pero a él le parecieron demasiados. Sea como fuere, cuando aquella mujer a la que había enviado apareció con otra siguiéndola, su rostro se relajó hasta recuperar una actitud más serena, pero arrogante hasta el punto de resultar levemente despectiva. En realidad, la fémina no le desagradaba, aunque tampoco resultaba que tuviera grandes reparos, tan sólo exigiendo una piel lisa que disfrutar y el no acarrear una enfermedad que dañase su aspecto hasta negar su atractivo; si resultaba contagiada, pero no había repercusiones físicas, poco le importaba si le infectaba, pues, igualmente, la osamenta oculta tras la túnica en negro ya le acechaba, guadaña incluida. Labios gruesos, nariz fina, ojos claros y una tez que peleaba con la suya propia en cuanto a albura; y sin embargo, pese a las líneas definitivamente no rectas de su silueta, lo que más llamaba la atención era aquel complemento que ocultaba su identidad. El aquitano expulsó aire fuerte e inconscientemente al recibir la advertencia de la señorita, consciente de que, a no ser que sendos guardas portasen algún poder sobrehumano, no tendrían la mínima oportunidad contra él. Pero, a pesar de que ella le tentase así a contradecirla, como si de un reto, más que de un aviso, se tratara, el hecho de que permaneciera en el anonimato no podía sino complacerle aún más, convirtiendo a la mujer en paradigma, en arquetipo, en la imagen general y el prototipo que pudiera representar a cualquier fémina del mundo. Así, de aquella manera, ella se convertía, al menos por unas horas, en la encarnación de la sensualidad de Afrodita o incluso en la pureza de Artemis, sin duda influida por la feminidad incontrolada que se relacionaba con Dionisio, aquel espíritu que conocía tan bien y que denominaba bajo el nombre de Behà. No, definitivamente no iba a incumplir sus órdenes, pero no por cuestión de respeto o de honrar los términos de un contrato no escrito, sino por aquel egoísmo de seguir lo que consideraba más provechoso y deseable. De descubrir la identificación de aquella mujer, de ser consciente de que ella no era un ideal, sino una persona, una mujer como cualquier otra, aquel pequeño juego que la vida le había presentado acabaría, y él aún quería descubrir qué podía otorgarle aquello.
Sin mediar palabra o descubrir el timbre de su voz, siguió a la cortesana por el entarimado de la casa hasta la que debiera ser la habitación que fuera matriz de los momentos de intimidad entre ambos. En su trayecto, él perdió la mirada en el cabello de la mujer, mientras su mente hacía lo propio en la inmensidad de esa nada que le había ido viniendo acompañado en las últimas semanas y que, en realidad, temía, por saber que el vacío era más fácil de llenarse con locura que un pensamiento constante y racional. Tras cerrar la puerta, el aquitano lanzó una rápida mirada a la estancia, sin poner demasiado interés. El lugar contaba con una cama; no necesitaba más. De todas formas, se dirigió a la superficie más cercana que encontró al lecho, a la que encaró.
- Yo tomaré opio – expuso él mientras sacaba la pipa y la caja de metal que portaba la droga de su bolsillo para dejarlas sobre la mesa -. Si quieres fumar, te resultará menos doloroso – ofreció él indirectamente, aunque era decisión de ella cuánto quería sufrir. Fuera como fuese, el estado que el líquido de la adormidera les confiriera avivaría el instinto sexual de ambos y relajaría sus cuerpos; por el contrario, estaba comprobado que dilataría el tiempo necesario hasta completar la cópula, pero él ya había expresado su decisión a soportar sus efectos y no iba a cambiar de idea.
Sus manos abrieron el recipiente y se dispusieron a preparar todo para fumar. Durante el proceso no miró más que un par de veces por el rabillo del ojo a la fémina, pues ella no atraía su atención, no en esos momentos previos. Cuando concluyó, agitó su mano para apagar la cerilla con la que había prendido la sustancia y, sentándose en el colchón, dio una prolongada calada para que el humo llegase a su cavidad bucal y, de ahí, a sus pulmones. Tras unos instantes, expulsó el contenido de éstos, dejando que el aire se enturbiase. Después, extendió la mano para ofrecerle a la mujer. Si aceptaba o no, nuevamente, era opción suya.
En medio de ese escenario hostil, el brujo se encontraba de pies, junto a una pared, casi al final de una estancia tenuemente iluminada al encontrarse cerca del dintel que delimitaba efímeramente ésta. Alto, desde luego, pero con una constitución tan exigua que casi resultaba grotesca y que contrastaba visiblemente con su expresión, dándole un cariz irónico e, incluso, humorístico. El muchacho hubiera evitado ese carácter de haber tenido la mínima constancia de ello, pero cualquiera que tuviera la desfachatez de mentárselo se encontraría con su error. Parecía inofensivo, casi demasiado joven como pare representar una amenaza para cualquiera; por suerte para él, las apariencias, en aquella circunstancia, no relataban la verdad. El aquitano ya era un hechicero al que tomar en cuenta respecto a sus artes, pese a tener demasiadas lagunas en cuestiones de autoaprendizaje, por sus limitaciones en cuanto a idiomas que, por un mal crecido ego, se había autoimpuesto. Según Anna, la checa, aún tenía mucho potencial que descubrir y explotar, y el antiguo pianista le creía, ya que no había persona en la que pudiera confiar más.
No fueron más de diez minutos lo que se distendió la espera, pero a él le parecieron demasiados. Sea como fuere, cuando aquella mujer a la que había enviado apareció con otra siguiéndola, su rostro se relajó hasta recuperar una actitud más serena, pero arrogante hasta el punto de resultar levemente despectiva. En realidad, la fémina no le desagradaba, aunque tampoco resultaba que tuviera grandes reparos, tan sólo exigiendo una piel lisa que disfrutar y el no acarrear una enfermedad que dañase su aspecto hasta negar su atractivo; si resultaba contagiada, pero no había repercusiones físicas, poco le importaba si le infectaba, pues, igualmente, la osamenta oculta tras la túnica en negro ya le acechaba, guadaña incluida. Labios gruesos, nariz fina, ojos claros y una tez que peleaba con la suya propia en cuanto a albura; y sin embargo, pese a las líneas definitivamente no rectas de su silueta, lo que más llamaba la atención era aquel complemento que ocultaba su identidad. El aquitano expulsó aire fuerte e inconscientemente al recibir la advertencia de la señorita, consciente de que, a no ser que sendos guardas portasen algún poder sobrehumano, no tendrían la mínima oportunidad contra él. Pero, a pesar de que ella le tentase así a contradecirla, como si de un reto, más que de un aviso, se tratara, el hecho de que permaneciera en el anonimato no podía sino complacerle aún más, convirtiendo a la mujer en paradigma, en arquetipo, en la imagen general y el prototipo que pudiera representar a cualquier fémina del mundo. Así, de aquella manera, ella se convertía, al menos por unas horas, en la encarnación de la sensualidad de Afrodita o incluso en la pureza de Artemis, sin duda influida por la feminidad incontrolada que se relacionaba con Dionisio, aquel espíritu que conocía tan bien y que denominaba bajo el nombre de Behà. No, definitivamente no iba a incumplir sus órdenes, pero no por cuestión de respeto o de honrar los términos de un contrato no escrito, sino por aquel egoísmo de seguir lo que consideraba más provechoso y deseable. De descubrir la identificación de aquella mujer, de ser consciente de que ella no era un ideal, sino una persona, una mujer como cualquier otra, aquel pequeño juego que la vida le había presentado acabaría, y él aún quería descubrir qué podía otorgarle aquello.
Sin mediar palabra o descubrir el timbre de su voz, siguió a la cortesana por el entarimado de la casa hasta la que debiera ser la habitación que fuera matriz de los momentos de intimidad entre ambos. En su trayecto, él perdió la mirada en el cabello de la mujer, mientras su mente hacía lo propio en la inmensidad de esa nada que le había ido viniendo acompañado en las últimas semanas y que, en realidad, temía, por saber que el vacío era más fácil de llenarse con locura que un pensamiento constante y racional. Tras cerrar la puerta, el aquitano lanzó una rápida mirada a la estancia, sin poner demasiado interés. El lugar contaba con una cama; no necesitaba más. De todas formas, se dirigió a la superficie más cercana que encontró al lecho, a la que encaró.
- Yo tomaré opio – expuso él mientras sacaba la pipa y la caja de metal que portaba la droga de su bolsillo para dejarlas sobre la mesa -. Si quieres fumar, te resultará menos doloroso – ofreció él indirectamente, aunque era decisión de ella cuánto quería sufrir. Fuera como fuese, el estado que el líquido de la adormidera les confiriera avivaría el instinto sexual de ambos y relajaría sus cuerpos; por el contrario, estaba comprobado que dilataría el tiempo necesario hasta completar la cópula, pero él ya había expresado su decisión a soportar sus efectos y no iba a cambiar de idea.
Sus manos abrieron el recipiente y se dispusieron a preparar todo para fumar. Durante el proceso no miró más que un par de veces por el rabillo del ojo a la fémina, pues ella no atraía su atención, no en esos momentos previos. Cuando concluyó, agitó su mano para apagar la cerilla con la que había prendido la sustancia y, sentándose en el colchón, dio una prolongada calada para que el humo llegase a su cavidad bucal y, de ahí, a sus pulmones. Tras unos instantes, expulsó el contenido de éstos, dejando que el aire se enturbiase. Después, extendió la mano para ofrecerle a la mujer. Si aceptaba o no, nuevamente, era opción suya.
Malkea Ruokh- Hechicero Clase Alta
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Re: Opio y cuchillas: los desirs d'un occitan [+18 / Eugénie Florit & Aurélien Fournier]
No solo aquel blanco y fino rostro era cubierto por un nuevo antifaz, también la pared del fondo estaba repleta de ellos. Cada uno contando una historia diferente, una noche diferente, un nombre diferente. En todo el tiempo que llevaba ejerciendo esa profesión, había aprendido demasiado de sus clientes, por ejemplo, no todos quieren un encuentro delicado con un fingido amor, tampoco todos los que llegan eran verdaderamente humanos, pero algo fundamental que había aprendido, es que incluso con el más dulce de los clientes debía hacer todo lo que le pedían sin chistar, o contradecir.
La joven cortesana no perdía de vista al caballero que tenía enfrente. La propuesta que había recibido le parecía sin duda alguna, única e irrepetible, mucho más excitante de lo que cualquiera normal hubiera imaginado, sin embargo a esas alturas del juego estaba comprendiendo lo peligroso que era, y un nervio bastante notorio se dispersó de su columna vertebral hasta cada pequeño rincón del cuerpo. Se adelantó hasta la pequeña mesa con bebidas que tenía al fondo, se sirvió un trago fuerte, el más fuerte que tenía de un solo trago pues este tipo de bebidas hacía que todo pudor empezará a perderse.
Sin duda alguna, ella debía reconocer que esta situación nunca la había pasado. El primer mes que tenía dando estos servicio un hombre de piel pálida la había escogido a ella, le había hecho el amor medianamente bien, y claro había bebido de su sangre, el caballero había mordido el cuello de la morocha, lamentablemente no había cumplido correctamente, así que incluso un vampiro podía no complacerla del todo, ahí había aprendido que existen diferentes criaturas con las cuales convivir, a las cuales satisfacer. ¿Sería esta ocasión de la misma manera? Negó, aquel hombre tenía una mirada amenazante, desafiante, dejaba en claro que sabía lo que quería y lo haría de la mejor de las maneras, sin que ninguno de los dos se arrepintiera de la noche.
Eugénie no pudo evitar mirarlo de manera descarada para disfrutar del atractivo de su acompañante. Lo primero que llamó su atención fue esos labios gruesos y perfectamente delineados. Se los imaginó encima de su cuerpo y provocó que la joven sintiera una especie de escalofrío, sus ojos eran evidentemente expresivos, casi letales, delgado si, pero por la forma de sus brazos se podía notar lo fuerte que era. Sin decir mucho al respecto, la joven se acercó dando una calada a la boquilla de la pipa. No se lo pensó pues si eso le daría menos dolor al asunto, y podrían disfrutar demás entonces estaba dispuesta a meterlo a su cuerpo, tal como lo hacía y nunca antes había hecho. Primero empezó a sentir cierta pesadez en sus brazos, en sus piernas. De la nada, su cabeza se ladeo de manera voluntaria, sintió calor por todo el cuerpo, sonrió con torpeza al caballero, pero claro, su sonrisa aun era de manera burlesca e insinuante. - Antes de empezar - Dijo antes de dar una última calada, y devolver la manguera al dueño - ¿Cual es el deseo que desea satisfacer? Confieso que es la primera vez que me solicitan esto, pero estoy dispuesta a cumplir sus expectativas y dejarlo con deseos demás - Genie era sincera, y no era malo que nosotras escucháramos de su voz sus deseos, menos cuando no son comunes, además que, no solo es sexo el que se pega al estar dentro de un cuarto con una mujer en aquel burdel, se paga por cumplir cualquier mínimo deseo, aunque solo fuera ser escuchado.
Las manos y rodillas de la cortesana estaban ahora contra el suelo cálido del lugar, avanzó con tranquilidad hasta estar justo alado del brujo. Se empezó a poner de pie, ¿por qué había hecho eso? Le parecían tan raras las reacciones de su cuerpo, pero poco a poco se estaba acostumbrando a aquel estado. Exigió las manos de su nuevo amante, las tomó con cierta fuerza obligándolo así a avanzar con ella. Ahora lo tenía contra una de las paredes, las manos que con anterioridad sujetaban los dedos ajenos ahora estaban haciendo una especie de revisión en el caballero, se deslizaron hasta llegar a aquellos finos botones, que se atrevió a quitar los primeros solo para empezar a ambientar el cuerpo de ambos. Encontró los ojos inquisidores del brujo observarla con incredulidad. Está sonrió - ¿Qué necesita para esta noche? Hágame saber que es lo que necesita, así puedo mandar por lo que desee antes de empezar con el acto, antes de empezar por lo que esta pagando. - "Antes de someternos al encuentro del placer" se dijo.
El deseo empezaba a despertarse en la mujer, sin duda que esta situación fue tan única empezaba a despertar sus deseos, su cuerpo empezó a demostrarlo pues sus movimientos se volvían felinos, atrevidos. Volvió a jalar al hombre pero esta vez lo acomodó en la orilla de la cama, acercó sus labios de manera peligrosa mordiendo su cuello, no de manera fuerte, solo insinuante, se quedó ahí, esperando una indicación, una orden.
La joven cortesana no perdía de vista al caballero que tenía enfrente. La propuesta que había recibido le parecía sin duda alguna, única e irrepetible, mucho más excitante de lo que cualquiera normal hubiera imaginado, sin embargo a esas alturas del juego estaba comprendiendo lo peligroso que era, y un nervio bastante notorio se dispersó de su columna vertebral hasta cada pequeño rincón del cuerpo. Se adelantó hasta la pequeña mesa con bebidas que tenía al fondo, se sirvió un trago fuerte, el más fuerte que tenía de un solo trago pues este tipo de bebidas hacía que todo pudor empezará a perderse.
Sin duda alguna, ella debía reconocer que esta situación nunca la había pasado. El primer mes que tenía dando estos servicio un hombre de piel pálida la había escogido a ella, le había hecho el amor medianamente bien, y claro había bebido de su sangre, el caballero había mordido el cuello de la morocha, lamentablemente no había cumplido correctamente, así que incluso un vampiro podía no complacerla del todo, ahí había aprendido que existen diferentes criaturas con las cuales convivir, a las cuales satisfacer. ¿Sería esta ocasión de la misma manera? Negó, aquel hombre tenía una mirada amenazante, desafiante, dejaba en claro que sabía lo que quería y lo haría de la mejor de las maneras, sin que ninguno de los dos se arrepintiera de la noche.
Eugénie no pudo evitar mirarlo de manera descarada para disfrutar del atractivo de su acompañante. Lo primero que llamó su atención fue esos labios gruesos y perfectamente delineados. Se los imaginó encima de su cuerpo y provocó que la joven sintiera una especie de escalofrío, sus ojos eran evidentemente expresivos, casi letales, delgado si, pero por la forma de sus brazos se podía notar lo fuerte que era. Sin decir mucho al respecto, la joven se acercó dando una calada a la boquilla de la pipa. No se lo pensó pues si eso le daría menos dolor al asunto, y podrían disfrutar demás entonces estaba dispuesta a meterlo a su cuerpo, tal como lo hacía y nunca antes había hecho. Primero empezó a sentir cierta pesadez en sus brazos, en sus piernas. De la nada, su cabeza se ladeo de manera voluntaria, sintió calor por todo el cuerpo, sonrió con torpeza al caballero, pero claro, su sonrisa aun era de manera burlesca e insinuante. - Antes de empezar - Dijo antes de dar una última calada, y devolver la manguera al dueño - ¿Cual es el deseo que desea satisfacer? Confieso que es la primera vez que me solicitan esto, pero estoy dispuesta a cumplir sus expectativas y dejarlo con deseos demás - Genie era sincera, y no era malo que nosotras escucháramos de su voz sus deseos, menos cuando no son comunes, además que, no solo es sexo el que se pega al estar dentro de un cuarto con una mujer en aquel burdel, se paga por cumplir cualquier mínimo deseo, aunque solo fuera ser escuchado.
Las manos y rodillas de la cortesana estaban ahora contra el suelo cálido del lugar, avanzó con tranquilidad hasta estar justo alado del brujo. Se empezó a poner de pie, ¿por qué había hecho eso? Le parecían tan raras las reacciones de su cuerpo, pero poco a poco se estaba acostumbrando a aquel estado. Exigió las manos de su nuevo amante, las tomó con cierta fuerza obligándolo así a avanzar con ella. Ahora lo tenía contra una de las paredes, las manos que con anterioridad sujetaban los dedos ajenos ahora estaban haciendo una especie de revisión en el caballero, se deslizaron hasta llegar a aquellos finos botones, que se atrevió a quitar los primeros solo para empezar a ambientar el cuerpo de ambos. Encontró los ojos inquisidores del brujo observarla con incredulidad. Está sonrió - ¿Qué necesita para esta noche? Hágame saber que es lo que necesita, así puedo mandar por lo que desee antes de empezar con el acto, antes de empezar por lo que esta pagando. - "Antes de someternos al encuentro del placer" se dijo.
El deseo empezaba a despertarse en la mujer, sin duda que esta situación fue tan única empezaba a despertar sus deseos, su cuerpo empezó a demostrarlo pues sus movimientos se volvían felinos, atrevidos. Volvió a jalar al hombre pero esta vez lo acomodó en la orilla de la cama, acercó sus labios de manera peligrosa mordiendo su cuello, no de manera fuerte, solo insinuante, se quedó ahí, esperando una indicación, una orden.
- Spoiler:
- Nene, lamento la tardanza, se que no es muy largo, a veces no necesitamos hacer post inmensos, xD aparte Eugénie no abre rápido las piernas primero quiere complacer todo (?) XD lamento sino es tan bueno.
Eugénie Florit- Prostituta Clase Alta
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Re: Opio y cuchillas: los desirs d'un occitan [+18 / Eugénie Florit & Aurélien Fournier]
Las pupilas se tornaron al infinito, siguiendo el camino en escorzo que aquella figura alargada dibujaba en el espacio. Los pulmones reclamaron aire, pero los labios, cerrados en torno a la boquilla de metal, se negaron a prestarles dicho servicio y el humo hubo de llenar aquella ausencia, recorriendo el mástil para explotar amargamente más allá de la entrada a su boca. Una mueca contenida se expresó en el rostro del aquitano, pero se negó a dejarlo ir y tragó la sustancia que se alojó cálidamente en su pecho para volver a subir, saliendo muy lentamente, tanto por el orificio ya abierto como por las fosas nasales. Al final, y nuevamente fuera de su cuerpo, el vapor se definió en curvas ascendentes que se desdibujaban a medida que se perdían en la pureza del diáfano ambiente.
La mujer de pelo oscuro le habló en el proceso, pero su mente y atención, y, más allá de eso, su arrogancia, se negaban a rechazar el placer que se desprendía de la ingesta del veneno negro. Sin embargo, no pudo evitar que aquella le tomara por las manos y tampoco pudo detenerla cuando le apresó contra la pared. Con el ceño fruncido devolvió la mirada a las aberturas de los iris que se ocultaban tras el antifaz mientras, ahora sí, su intelecto estaba centrado en ella. Ella se había asegurado de devolver el punto de atención al lugar al que, aparentemente, correspondía, es decir, a sí misma, pero el gascón pudiera no estar tan de acuerdo; él opinaba que, en ocasiones, las cosas tenían un proceder, aunque él hubiera renunciado a ellas precisamente en el momento en el que atravesó las puertas del edificio.
No sabiendo si por decisión propia o por instinto, el brujo se giró de golpe, llevando sus manos a los hombros de la meretriz y su cuerpo tras de ellas. El impulso fue suficiente como para tumbarla, quedando él sobre ella, con la camisa a medio desabrochar. La mujer se estaba tomando confianzas, algo que no era de extrañar, teniendo en cuenta el contexto en el que se desenvolvían, y algo que había asegurado su cuerpo haciendo de jaula y sus labios sobre su piel. Aurélien, entonces, dejó su rostro frente al de ella, clavando el azul de sus ojos sobre el propio de los otros. Como un animal sin amaestrar, la miraba desafiante, tentándola al tiempo que advirtiéndola, bramando sin palabras que sus actos dominantes eran casi un atentado contra su ego, pero, curiosamente, no disuadiéndola de seguir haciéndolo, sólo avisándola de que iba a contestar, de que no se iba a dejar domar.
- No hay nada más que necesite – contestó él, con aquel acento que lo delataba como originario del occidente de aquella amplia región denominada como Mediodía francés -, tan sólo que no nos molesten – no se permitió ni un parpadeo ni, tan siquiera, un leve variar de aquellos serios rasgos - ¿Acaso tú necesitas algo? – el muchacho aventuraba una respuesta negativa o, al menos, así él quería que fuese; no le gustaban las interrupciones y, para lo que a él respectaba, el ritual ya había comenzado.
El brujo se giró para liberarla de su peso y, sobretodo, para poder sentarse, volviendo a introducir la mano en el bolsillo, sacando ahora un trozo de tela blanca que dejó sobre el colchón y que procedió a desenvolver. El bulto que ocultaba aquello pronto se desveló, una silueta alargada y negra que, en un extremo, se extendía en una rabiza metálica. La navaja, cuya función original era la de afeitar, quedó entonces expuesta, siendo objeto de los ojos del aquitano, que, sin embargo, no llegaba a tocarla aún. El moreno volvió a mirar a la fémina, pero sin embargo, aunque una parte de él creyese que era momento de preguntar si estaba segura de seguir adelante, él mismo se lo negó. No era tan estúpido como para sembrar las dudas en su compañera de juegos y sí era lo suficientemente egoísta como para evitar cualquier complicación para con él mismo.
Cogió aire profundamente, como si fuera un requerimiento necesario para guardar las fuerzas necesarias para seguir adelante, como si sus propios deseos, sus propias perversiones, el misticismo que la situación podía llegar a adquirir o su rencor no fueran suficientes motivaciones para avivar las llamas de aquel encuentro. El brujo agarró el arma blanca, pero lo dejó aún escondido en su puño, dándose la vuelta nuevamente para pasar un brazo por encima del cuerpo de la anónima, colocándose sobre ella. Su abdomen acabó pegado al ajeno y su retina se centró en los labios que tenía frente a él. Sin embargo, no se acercó a besarlos, pues algo en él se lo impedía, como si rechazara, al menos, buscar aquel contacto. Negada aquella posibilidad, entonces, se dirigió a su pómulo izquierdo, donde su beso no tardó en convertirse en una mordida, no fuerte, pero menos aún suave. El muchacho podía encontrar mil y un sentidos a aquella velada, y seguramente ninguno fuera erróneo, pero estaba seguro de que uno de ellos, aunque no fuese el principal, era el aplacar momentáneamente su resentimiento para con el mundo en el que le había tocado vivir. La compasión, por lo tanto, no era un regalo que estuviese dispuesto a presentar.
La mujer de pelo oscuro le habló en el proceso, pero su mente y atención, y, más allá de eso, su arrogancia, se negaban a rechazar el placer que se desprendía de la ingesta del veneno negro. Sin embargo, no pudo evitar que aquella le tomara por las manos y tampoco pudo detenerla cuando le apresó contra la pared. Con el ceño fruncido devolvió la mirada a las aberturas de los iris que se ocultaban tras el antifaz mientras, ahora sí, su intelecto estaba centrado en ella. Ella se había asegurado de devolver el punto de atención al lugar al que, aparentemente, correspondía, es decir, a sí misma, pero el gascón pudiera no estar tan de acuerdo; él opinaba que, en ocasiones, las cosas tenían un proceder, aunque él hubiera renunciado a ellas precisamente en el momento en el que atravesó las puertas del edificio.
No sabiendo si por decisión propia o por instinto, el brujo se giró de golpe, llevando sus manos a los hombros de la meretriz y su cuerpo tras de ellas. El impulso fue suficiente como para tumbarla, quedando él sobre ella, con la camisa a medio desabrochar. La mujer se estaba tomando confianzas, algo que no era de extrañar, teniendo en cuenta el contexto en el que se desenvolvían, y algo que había asegurado su cuerpo haciendo de jaula y sus labios sobre su piel. Aurélien, entonces, dejó su rostro frente al de ella, clavando el azul de sus ojos sobre el propio de los otros. Como un animal sin amaestrar, la miraba desafiante, tentándola al tiempo que advirtiéndola, bramando sin palabras que sus actos dominantes eran casi un atentado contra su ego, pero, curiosamente, no disuadiéndola de seguir haciéndolo, sólo avisándola de que iba a contestar, de que no se iba a dejar domar.
- No hay nada más que necesite – contestó él, con aquel acento que lo delataba como originario del occidente de aquella amplia región denominada como Mediodía francés -, tan sólo que no nos molesten – no se permitió ni un parpadeo ni, tan siquiera, un leve variar de aquellos serios rasgos - ¿Acaso tú necesitas algo? – el muchacho aventuraba una respuesta negativa o, al menos, así él quería que fuese; no le gustaban las interrupciones y, para lo que a él respectaba, el ritual ya había comenzado.
El brujo se giró para liberarla de su peso y, sobretodo, para poder sentarse, volviendo a introducir la mano en el bolsillo, sacando ahora un trozo de tela blanca que dejó sobre el colchón y que procedió a desenvolver. El bulto que ocultaba aquello pronto se desveló, una silueta alargada y negra que, en un extremo, se extendía en una rabiza metálica. La navaja, cuya función original era la de afeitar, quedó entonces expuesta, siendo objeto de los ojos del aquitano, que, sin embargo, no llegaba a tocarla aún. El moreno volvió a mirar a la fémina, pero sin embargo, aunque una parte de él creyese que era momento de preguntar si estaba segura de seguir adelante, él mismo se lo negó. No era tan estúpido como para sembrar las dudas en su compañera de juegos y sí era lo suficientemente egoísta como para evitar cualquier complicación para con él mismo.
Cogió aire profundamente, como si fuera un requerimiento necesario para guardar las fuerzas necesarias para seguir adelante, como si sus propios deseos, sus propias perversiones, el misticismo que la situación podía llegar a adquirir o su rencor no fueran suficientes motivaciones para avivar las llamas de aquel encuentro. El brujo agarró el arma blanca, pero lo dejó aún escondido en su puño, dándose la vuelta nuevamente para pasar un brazo por encima del cuerpo de la anónima, colocándose sobre ella. Su abdomen acabó pegado al ajeno y su retina se centró en los labios que tenía frente a él. Sin embargo, no se acercó a besarlos, pues algo en él se lo impedía, como si rechazara, al menos, buscar aquel contacto. Negada aquella posibilidad, entonces, se dirigió a su pómulo izquierdo, donde su beso no tardó en convertirse en una mordida, no fuerte, pero menos aún suave. El muchacho podía encontrar mil y un sentidos a aquella velada, y seguramente ninguno fuera erróneo, pero estaba seguro de que uno de ellos, aunque no fuese el principal, era el aplacar momentáneamente su resentimiento para con el mundo en el que le había tocado vivir. La compasión, por lo tanto, no era un regalo que estuviese dispuesto a presentar.
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Re: Opio y cuchillas: los desirs d'un occitan [+18 / Eugénie Florit & Aurélien Fournier]
El primer contacto físico al menos ya había pasado. Ambos parecían cómodos con la presencia ajena, para la cortesana el juego nuevo era algo que no podía negar: Le daba miedo. Sin embargo era una mujer aventurera, no se limitaba, le gustaba experimentar, le gustaba poder guardar nuevas historias y perversiones en su memoria, y esta vez no solo sería en su memoria, su piel tendría las marcas de un encuentro distinto. Sus plegarías habían sido escuchadas, alguien que estuviera allá arriba o la simple energía que el universo otorga a su favor la había llevado a ese momento. Estaba bastante segura que estaba tentando la muerte, pero morir no le daba miedo, y aunque jugara ese juego tan peligroso sentía la necesidad de probarlo, ella aseguraba que no moriría, al menos no esa noche. Estaba tan decidida que no le importaba el dolor que iba a experimentar, simplemente se dejaría llevar, y de dolerle lo disfrutaría de igual manera.
Su mirada se enfocó en aquel objeto que sería cómplice de la más loca de las perversiones que había y seguramente viviría. La mujer ni siquiera hizo algún gesto de sorpresa, se mantuvo totalmente tranquila, a juzgar por el brillo del borde de la hoja, estaba completamente afilada, cuando un objeto es utilizado con precisión y sobre todo maestría, eliminar lo tortuoso del procedimiento, la mujer estaba segura que su nuevo amante sabía lo que hacía, esa mirada se lo indicaba. Aquellos ojos mostraban un tinte diferente, no solo por aquello que acababa de consumir, también porque la energía que se podía percibir de él era bastante fuerte. El ambiente era bastante pesado, no era tenso, pero diferente a cualquier otro amante. Genie disfrutaba la esencia de la noche, comenzaba a excitarte por el simple placer de lo nuevo, pero sobre todo del peligro que reina en aquellas cuatro paredes.
El suelo estaba bastante frío, no es que eso importara mucho en realidad, la temperatura que soltarían los cuerpos empezarían a templar el lugar, no importaba si de una gran nevada se tratara, la pasión de dos amantes suele ser más grande que cualquier cosa. Genie podía comprobarlo, pues en más de una ocasión la chica había abusado de su deseo frenético metiéndose con alguno de sus trabajadores en el invierno crudo parisino.
No le importó el peso del chico, de hecho no le fue molesto, además que el caballero sabía como colocarse para no lastimarle o interrumpir el acto - Nadie vendrá a interrumpir, he dado instrucciones, y no deseo nada - No, no deseaba nada de afuera, lo que necesitaba era sentir sus manos recorrer su cuerpo, sus labios hacer magia con aquella lengua, y ambas intimidades vuelvas una sola, la chica imaginaba que conforme la sangre iba despidiendo su cuerpo, la debilidad le ganaría y el orgasmo que podría experimentar sería… Intenso. En realidad no lo sabía con exactitud pero deseaba que así fuera, sino estaría bastante decepcionada. Movió ligeramente la cadera para estar completamente cómoda, sus brazos de movieron con cuidado, quedándose completamente pegados al suelo, sus palmas estaban completamente abiertas, su muñeca expuesta al caballero - ¿Que parte de mi será rasgada? - Solo tenía la curiosidad, tenía la necesidad de saber que zona de ella sería "arruinada". Lo mejor de todo es que sabía que al sur de Paris, había una comunidad de humanos que se dedicaba a este tipo de problemas, las personas decían que se trataban de verdaderos brujos, pero como a la mayoría de los parisinos les servían sus servicios, nadie se aventuraba a delatarlos, incluso la misma cortesana sabía eso era un crimen, tenía entre sus trabajadores a hombres así, defendiéndolos de las injustas reglas de la sociedad.
La cortesana despegó las manos del suelo, dirigió los dedos a aquellos botones que hacían falta de la camisa del caballero, sus dedos recorrieron de manera tranquila y sugerente aquel torso desnudo, la piel pálida y fría del hombre era suave, la joven la podría tocar el tiempo que fuera necesario, la mayoría de sus amantes eran hombres de campo, uno que otro de la realeza, pero los que más buscaban aquellos servicios eran los pobres desdichados. Tener a alguien que se preocupaba por su apariencia como amante era un respiro, incluso más emocionante. Sus dedos se dirigieron al borde de aquel pantalón, quería tentar aquella masculinidad antes de sentirla. El brujo era atractivo, ligeramente flaco pero exquisito al tacto, ahora necesitaba su sabor.
Mi ignorancia ante estos rituales me tenía demasiado ansiosa, no sabía en realidad como reaccionar, ¿Qué eran las cosas que se hacían en realidad? ¿Solo el opio? No veía al caballero como alguien tan simple, se notaba un hombre que le gustaba experimentar, hacer bien las cosas, por eso sentía aquellas ansias por saber, que es lo que venía.
Su mirada se enfocó en aquel objeto que sería cómplice de la más loca de las perversiones que había y seguramente viviría. La mujer ni siquiera hizo algún gesto de sorpresa, se mantuvo totalmente tranquila, a juzgar por el brillo del borde de la hoja, estaba completamente afilada, cuando un objeto es utilizado con precisión y sobre todo maestría, eliminar lo tortuoso del procedimiento, la mujer estaba segura que su nuevo amante sabía lo que hacía, esa mirada se lo indicaba. Aquellos ojos mostraban un tinte diferente, no solo por aquello que acababa de consumir, también porque la energía que se podía percibir de él era bastante fuerte. El ambiente era bastante pesado, no era tenso, pero diferente a cualquier otro amante. Genie disfrutaba la esencia de la noche, comenzaba a excitarte por el simple placer de lo nuevo, pero sobre todo del peligro que reina en aquellas cuatro paredes.
El suelo estaba bastante frío, no es que eso importara mucho en realidad, la temperatura que soltarían los cuerpos empezarían a templar el lugar, no importaba si de una gran nevada se tratara, la pasión de dos amantes suele ser más grande que cualquier cosa. Genie podía comprobarlo, pues en más de una ocasión la chica había abusado de su deseo frenético metiéndose con alguno de sus trabajadores en el invierno crudo parisino.
No le importó el peso del chico, de hecho no le fue molesto, además que el caballero sabía como colocarse para no lastimarle o interrumpir el acto - Nadie vendrá a interrumpir, he dado instrucciones, y no deseo nada - No, no deseaba nada de afuera, lo que necesitaba era sentir sus manos recorrer su cuerpo, sus labios hacer magia con aquella lengua, y ambas intimidades vuelvas una sola, la chica imaginaba que conforme la sangre iba despidiendo su cuerpo, la debilidad le ganaría y el orgasmo que podría experimentar sería… Intenso. En realidad no lo sabía con exactitud pero deseaba que así fuera, sino estaría bastante decepcionada. Movió ligeramente la cadera para estar completamente cómoda, sus brazos de movieron con cuidado, quedándose completamente pegados al suelo, sus palmas estaban completamente abiertas, su muñeca expuesta al caballero - ¿Que parte de mi será rasgada? - Solo tenía la curiosidad, tenía la necesidad de saber que zona de ella sería "arruinada". Lo mejor de todo es que sabía que al sur de Paris, había una comunidad de humanos que se dedicaba a este tipo de problemas, las personas decían que se trataban de verdaderos brujos, pero como a la mayoría de los parisinos les servían sus servicios, nadie se aventuraba a delatarlos, incluso la misma cortesana sabía eso era un crimen, tenía entre sus trabajadores a hombres así, defendiéndolos de las injustas reglas de la sociedad.
La cortesana despegó las manos del suelo, dirigió los dedos a aquellos botones que hacían falta de la camisa del caballero, sus dedos recorrieron de manera tranquila y sugerente aquel torso desnudo, la piel pálida y fría del hombre era suave, la joven la podría tocar el tiempo que fuera necesario, la mayoría de sus amantes eran hombres de campo, uno que otro de la realeza, pero los que más buscaban aquellos servicios eran los pobres desdichados. Tener a alguien que se preocupaba por su apariencia como amante era un respiro, incluso más emocionante. Sus dedos se dirigieron al borde de aquel pantalón, quería tentar aquella masculinidad antes de sentirla. El brujo era atractivo, ligeramente flaco pero exquisito al tacto, ahora necesitaba su sabor.
Mi ignorancia ante estos rituales me tenía demasiado ansiosa, no sabía en realidad como reaccionar, ¿Qué eran las cosas que se hacían en realidad? ¿Solo el opio? No veía al caballero como alguien tan simple, se notaba un hombre que le gustaba experimentar, hacer bien las cosas, por eso sentía aquellas ansias por saber, que es lo que venía.
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Re: Opio y cuchillas: los desirs d'un occitan [+18 / Eugénie Florit & Aurélien Fournier]
No podía evitar no sentirse a solas, pues su mente reiteraba e insistía en atribuir presencias a las habitaciones aledañas. No era que le importara molestar o que otros les escucharan, sino, por el contrario, que fueran éstos los que le perturbaran con sus gemidos. Aquello tenía algo de sagrado, de sacro, una sensación que pocos afortunados podrían recibir por su atrevimiento. Esa noche, como dos amantes del suicidio y de la muerte y, por lo tanto, de la vida más pura, se arriesgaban a ser corrompidos por un malsano vicio fruto de la admiración por la destrucción, por el caos y, más allá de eso, por los sinceros instintos; una mera negación de las hipócritas y restrictivas normas sociales, que sólo buscaban amaestrar lo que es indomable si uno se lo propone.
Dio otra calada a aquello que debía hacerle olvidarse de la remota posibilidad de que existiese mundo tras esas cuatro paredes. Mientras tanto, su escuálido torso, blancuzco, pues se había vuelto reacio a tomar el sol, quedó al descubierto; pero eso y nada más. Las manos de la mujer podían ser hábiles, pero dudaba que sus palabras sirviesen para desnudar los pensamientos que circulaban por su mente, sus intenciones o pretensiones y tampoco quería que desmintiesen sus sospechas. No era por pretender ser misterioso o deleitar a la meretriz con inesperadas sorpresas, no, al muchacho no le importaba en realidad complacerla a ella; él estaba allí por satisfacer unos placeres propios, los cuales distaban mucho de la mera sexualidad y que no sabía si ella podría comprender. No le podía interesar menos.
No le contestó, tan sólo se quedó observándola unos instantes. El contacto humano ya había comenzado a despertar una parte de él, pero prefirió no alterarse por ello, pues precipitarse podría estropear las perspectivas de un buen devenir de la velada. Luego, se puso en pie, apartándose de ella, y alargó la mano para ayudarla antes de indicarla que se dirigiese al lecho. Aquel era un acto amable, por muy pequeño que fuera, de los que pocas veces tenía él el detalle de conceder.
- No te asustes – le advirtió mientras pasaba una pierna por encima de ella para colocarse a la altura de su abdomen, con una rodilla a cada lado y dejando la navaja a un lado. Obviamente no era la posición lo que podría alterarla, no era tan estúpido como para considerar que una prostituta viera eso como peligroso, sino el recorrido que iban a llevar sus manos por los brazos que extendió por encima de su cabeza. Cerró los párpados suavemente y cogió aire que expulsó entrecortadamente por la boca mientras comenzaba la fricción. La piel, sobre la piel, debería picar, quizás quemar o, quizás, incluso provocarle un leve escozor, pero esperaba que pudiera soportarlo, pues para ello había pagado. Podría buscarse, de todas formas, a otra que cumpliera sus demandas sin queja alguna, pero la función ya había dado comienzo y cortarla no sería un buen bálsamo para ese humor que debería ser sosegado.
Fue en ese momento en el que empezó a escuchar una voz en su cabeza, rondando, seseante. O quizás no fuese en su cabeza y, realmente, fuera en la estancia; poco importaba, pues estaba seguro de que la mujer no podría ponerse en contacto con los espíritus que a veces lograban atravesar la dudosa frontera que los mantenía alejados de los mortales, en especial cuando alguien requería su presencia. Aquel era uno de esos casos, pues el brujo, como había sido enseñado, buscaba alterar a esos entes para poder manipular el mundo a su antojo. El ”encantamiento” que estaba realizando era sencillo, por lo que no requirió una ayuda poderosa, y su función no era otra que la de tensar la piel en sus muñecas, volverla algo más débil y ayudar a los efectos anestésicos del opio, al menos en lo que al dolor de aquella zona se refería.
Después, buscó a tientas el arma en el lugar donde poco antes lo había abandonado y presionó en aquella extensión para liberar la hoja, que resplandeció al cortar el aire. Miró a la mujer, preguntándole con la mirada sin pretender hacerlo, quizás nada más que informándole. Sin más, tomó su brazo izquierdo y lo alzó, con la palma de su mano de cara a él. Enfrentó la cuchilla a la piel, de forma perpendicular a la línea que describía el brazo y aspiró profundamente aire para realizar el primer movimiento. De la mezcla de metal y carne, surgió el rojo. Sangre.
Dio otra calada a aquello que debía hacerle olvidarse de la remota posibilidad de que existiese mundo tras esas cuatro paredes. Mientras tanto, su escuálido torso, blancuzco, pues se había vuelto reacio a tomar el sol, quedó al descubierto; pero eso y nada más. Las manos de la mujer podían ser hábiles, pero dudaba que sus palabras sirviesen para desnudar los pensamientos que circulaban por su mente, sus intenciones o pretensiones y tampoco quería que desmintiesen sus sospechas. No era por pretender ser misterioso o deleitar a la meretriz con inesperadas sorpresas, no, al muchacho no le importaba en realidad complacerla a ella; él estaba allí por satisfacer unos placeres propios, los cuales distaban mucho de la mera sexualidad y que no sabía si ella podría comprender. No le podía interesar menos.
No le contestó, tan sólo se quedó observándola unos instantes. El contacto humano ya había comenzado a despertar una parte de él, pero prefirió no alterarse por ello, pues precipitarse podría estropear las perspectivas de un buen devenir de la velada. Luego, se puso en pie, apartándose de ella, y alargó la mano para ayudarla antes de indicarla que se dirigiese al lecho. Aquel era un acto amable, por muy pequeño que fuera, de los que pocas veces tenía él el detalle de conceder.
- No te asustes – le advirtió mientras pasaba una pierna por encima de ella para colocarse a la altura de su abdomen, con una rodilla a cada lado y dejando la navaja a un lado. Obviamente no era la posición lo que podría alterarla, no era tan estúpido como para considerar que una prostituta viera eso como peligroso, sino el recorrido que iban a llevar sus manos por los brazos que extendió por encima de su cabeza. Cerró los párpados suavemente y cogió aire que expulsó entrecortadamente por la boca mientras comenzaba la fricción. La piel, sobre la piel, debería picar, quizás quemar o, quizás, incluso provocarle un leve escozor, pero esperaba que pudiera soportarlo, pues para ello había pagado. Podría buscarse, de todas formas, a otra que cumpliera sus demandas sin queja alguna, pero la función ya había dado comienzo y cortarla no sería un buen bálsamo para ese humor que debería ser sosegado.
Fue en ese momento en el que empezó a escuchar una voz en su cabeza, rondando, seseante. O quizás no fuese en su cabeza y, realmente, fuera en la estancia; poco importaba, pues estaba seguro de que la mujer no podría ponerse en contacto con los espíritus que a veces lograban atravesar la dudosa frontera que los mantenía alejados de los mortales, en especial cuando alguien requería su presencia. Aquel era uno de esos casos, pues el brujo, como había sido enseñado, buscaba alterar a esos entes para poder manipular el mundo a su antojo. El ”encantamiento” que estaba realizando era sencillo, por lo que no requirió una ayuda poderosa, y su función no era otra que la de tensar la piel en sus muñecas, volverla algo más débil y ayudar a los efectos anestésicos del opio, al menos en lo que al dolor de aquella zona se refería.
Después, buscó a tientas el arma en el lugar donde poco antes lo había abandonado y presionó en aquella extensión para liberar la hoja, que resplandeció al cortar el aire. Miró a la mujer, preguntándole con la mirada sin pretender hacerlo, quizás nada más que informándole. Sin más, tomó su brazo izquierdo y lo alzó, con la palma de su mano de cara a él. Enfrentó la cuchilla a la piel, de forma perpendicular a la línea que describía el brazo y aspiró profundamente aire para realizar el primer movimiento. De la mezcla de metal y carne, surgió el rojo. Sangre.
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Re: Opio y cuchillas: los desirs d'un occitan [+18 / Eugénie Florit & Aurélien Fournier]
Lo admito, hace mucho tiempo no me siento tan nerviosa y miedosa como me siento hoy, sin embargo, no quiero detenerme, quiero que esto ocurra, buscaré otros tipos de placeres de ser necesario, sé que la enfermedad es la que esta causando estragos en mi persona, sin embargo, no me importa, hace tiempo que he dejado de sentir emociones tan fuertes en mi vida, me siento tan plana, tan vacía, que quizás este tipo de situaciones me regresen el sentido y la motivación de las cosas. No lo sé, y no me quiero quedar con la duda, quizás por eso no temo a la muerte, porque estoy consiente que puedo morir en esta habitación, está noche, porque con la muerte no hay marcha atrás, esto no es un juego de niños, y yo debo comprenderlo al cien por cierto. ¿De verdad lo hago? No lo sé, pero he llegado ya hasta aquí, y si he llegado a este momento, tengo que avanzar, no puedo volver atrás, porque cobarde no soy, y no empezaré a serlo en este momento, sería como el mayor de los pecados en una iglesia, si estoy aquí, en un burdel, es para aceptar los retos que conlleva ser una cortesana, no se me pueden dar privilegios sólo por venir de clase alta, pues aquí nadie lo sabe.
Aquellas fricciones en un principio fueron dolorosas, no lo niego, y estaba segura en mi rostro se podía notar lo incomodo que era ese momento. ¿De verdad existían amantes que disfrutaban esa clase de dolor? No entiendo como pueden soportarlo, quizás por la misma razón que tengo yo: El placer. Sonreí de manera tenue, a penas de manera perceptible, y cerró los ojos, concentrándome, colocando mi mente en blanco, y viendo un punto negro, uno fijo, con esto no pensaría en nada más, ni siquiera en el dolor.
Mi piel seguramente ya abría obtenido un color rojizo por las fricciones que había hecho el brujo conmigo. Soltaba pequeños quejidos de vez en cuando, de verdad que me dolía. Por fin había decidido abrir los ojos y poder contemplar los ajenos, aquello era bastante incomodo. Su rostro era verdaderamente inexpresivo. Mojé mis labios con la lengua varias veces, carraspeé, y observé como mi mano era elevada. No quise hablar porque aquello era innecesario. A pesar que todo aquello era bastante raro, no puedo negar que es intimo, es nuestro momento de intimidad, donde nadie tenía derecho de meterse, de interrumpir y opinar, me sentía bien haciendo este tipo de cosas, no con cualquiera lo haría, y aunque no lo conociera, sabía que no lo haría con nadie más, o que volvería a repetir aquella noche.
"Sólo será un momento el dolor". Si algo había aprendido, es que cualquier corte, por más pequeño, o profundo que fuera, sólo dolía en el momento en que se estaba haciendo, no más. La hoja de metal se clavo en mi piel, cerré los ojos por instinto. - Ahhh… - Ese fue el único sonido que pude hacer entendible, un quejido, pequeño, poco audible, pero al fin de cuentas quejido. Mi brazo se fue pintando de un tinte rojo carmín. Cerré el puño con fuerza. Intentando que la tensión de la muñeca evitara el dolor. Sentí como una especie de calor se fue esparciendo por todo mi cuerpo. Suspiré, y mi respiración comenzó a agitarse. La sangre es bastante escandalosa. Tanto que salía de manera descomunal, sin pedir permiso. Mi brazo comenzaba a pesar, lo dejé caer con fuerza, debido a lo adormecido por el corte, no sentí el golpe, como pide, alcé el siguiente, si iba a doler, que doliera de una vez, los dos.
Mi mano se levantó sintiendo como la navaja volvía a realizar un corte. Gemí, evidentemente no era por placer, más bien por dolor. La mano volvió a caer al piso, ambas comenzaron a bañar el piso de color carmín. Lo miraba sin poder evitar sentir confusión, y al mismo tiempo morbo. ¿Qué haría? Mi cabello negro se fue mojando gracias a la sangre. De manera extraña no me sentía mal, ni siquiera un simple mareo, todo iba bien, era saludable, y cuando enfermaba, o tenía algún golpe físico, me recuperaba con rapidez, pero nunca había experimentado aquel corte. ¿Cómo sería lo siguiente? Una de mis manos se movió con torpeza, temblaba pero eso no importó. La llevé hasta su torso desnudo, y comencé a trazar figuras con mis dedos, con mi propia sangre, me encantaba ese color, quizás por eso la mayor parte del tiempo mis labios tenían el color rojo. Ahora su piel pálida estaba mezclada con el color de mi vida, lo único que quedaba era esperar el siguiente asalto.
Aquellas fricciones en un principio fueron dolorosas, no lo niego, y estaba segura en mi rostro se podía notar lo incomodo que era ese momento. ¿De verdad existían amantes que disfrutaban esa clase de dolor? No entiendo como pueden soportarlo, quizás por la misma razón que tengo yo: El placer. Sonreí de manera tenue, a penas de manera perceptible, y cerró los ojos, concentrándome, colocando mi mente en blanco, y viendo un punto negro, uno fijo, con esto no pensaría en nada más, ni siquiera en el dolor.
Mi piel seguramente ya abría obtenido un color rojizo por las fricciones que había hecho el brujo conmigo. Soltaba pequeños quejidos de vez en cuando, de verdad que me dolía. Por fin había decidido abrir los ojos y poder contemplar los ajenos, aquello era bastante incomodo. Su rostro era verdaderamente inexpresivo. Mojé mis labios con la lengua varias veces, carraspeé, y observé como mi mano era elevada. No quise hablar porque aquello era innecesario. A pesar que todo aquello era bastante raro, no puedo negar que es intimo, es nuestro momento de intimidad, donde nadie tenía derecho de meterse, de interrumpir y opinar, me sentía bien haciendo este tipo de cosas, no con cualquiera lo haría, y aunque no lo conociera, sabía que no lo haría con nadie más, o que volvería a repetir aquella noche.
"Sólo será un momento el dolor". Si algo había aprendido, es que cualquier corte, por más pequeño, o profundo que fuera, sólo dolía en el momento en que se estaba haciendo, no más. La hoja de metal se clavo en mi piel, cerré los ojos por instinto. - Ahhh… - Ese fue el único sonido que pude hacer entendible, un quejido, pequeño, poco audible, pero al fin de cuentas quejido. Mi brazo se fue pintando de un tinte rojo carmín. Cerré el puño con fuerza. Intentando que la tensión de la muñeca evitara el dolor. Sentí como una especie de calor se fue esparciendo por todo mi cuerpo. Suspiré, y mi respiración comenzó a agitarse. La sangre es bastante escandalosa. Tanto que salía de manera descomunal, sin pedir permiso. Mi brazo comenzaba a pesar, lo dejé caer con fuerza, debido a lo adormecido por el corte, no sentí el golpe, como pide, alcé el siguiente, si iba a doler, que doliera de una vez, los dos.
Mi mano se levantó sintiendo como la navaja volvía a realizar un corte. Gemí, evidentemente no era por placer, más bien por dolor. La mano volvió a caer al piso, ambas comenzaron a bañar el piso de color carmín. Lo miraba sin poder evitar sentir confusión, y al mismo tiempo morbo. ¿Qué haría? Mi cabello negro se fue mojando gracias a la sangre. De manera extraña no me sentía mal, ni siquiera un simple mareo, todo iba bien, era saludable, y cuando enfermaba, o tenía algún golpe físico, me recuperaba con rapidez, pero nunca había experimentado aquel corte. ¿Cómo sería lo siguiente? Una de mis manos se movió con torpeza, temblaba pero eso no importó. La llevé hasta su torso desnudo, y comencé a trazar figuras con mis dedos, con mi propia sangre, me encantaba ese color, quizás por eso la mayor parte del tiempo mis labios tenían el color rojo. Ahora su piel pálida estaba mezclada con el color de mi vida, lo único que quedaba era esperar el siguiente asalto.
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