AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Todo por la ciencia [Libre]
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Todo por la ciencia [Libre]
“Querido Sr. Holmes,
Muchos han sido los días que han pasado desde nuestra despedida en Londres, el día en el que mi magnífica esposa y yo decidimos contraer nupcias y marcharnos a unas agradables vacaciones. Y no es, sino ahora, gracias a su hermano, por lo que me tengo que enterar ¡de que ya no os encontráis en la ciudad! Ni siquiera en el país, además. Usted nunca cambiará, ¿verdad mr. Holmes?
Espero que pueda encontrar aquello que fue a buscar a París, y no tema en gastar el papel necesario para asegurarme de que continuáis vivo, o de que os han secuestrado. Bueno, pensándolo mejor, que usted conteste a esta carta significaría que algo malo le ha pasado. Así que, hasta más ver, mr. Holmes, espero terminar recibiendo noticias vuestras por la prensa. Le echaremos de menos, sin duda.
P.D.: Sepa usted que me encargaré personalmente de que nadie en todo París pueda suministrarle cualquier tipo de droga.
El remitente había quedado oculto por una mancha oscura, probablemente de alguna bebida que en mano tuviese la persona que se había atrevido a contactar con él. Benedict mantenía el silencio, sentado ante un desordenado escritorio repleto de múltiples papeles y periódicos, acomodado en el respaldo de la silla y sujetando con delicadeza el trozo de papel. Sabía perfectamente qué sustancia era aquella que tapaba el nombre del emisor, y, conociendo las costumbres de éste, sabía incluso cuánto había tardado en llegar la carta a su destino. Sin duda el té que preparaba su esposa debía estar tan bueno que no podía parar de beberlo ni para escribir a un viejo compañero. Aún así, demasiado había tardado la carta en llegarle a él, a menos que… olió la mancha de té. No, no era que los servicios de correo hubiesen cesado de hacer su trabajo productivamente, más bien su ex compañero había dudado en mandar aquel trozo de papel.
Sin duda alguna se trataba de su fiel amigo y compañero de “aventuras”, si bien podría llamarse así, aunque para el señor Holmes, se trataba de sus momentos de juego, diversión e investigación. Poco o nada se esperaba recibir correspondencia alguna, ya que, siendo tan sumamente torpe en las relaciones sociales, no alcanzaba a comprender por qué su único “amigo” (como se lo había dicho él mismo) se molestaba en gastar papel y tinta tan solo para desearle suerte. De hecho, no creía en la suerte, así que aquel mensaje le resultó de lo más inútil. Aún así, sonrió ladinamente de una forma casi vaga, antes de murmurar, con su voz grave y serena –No ha cambiado usted nada…- a continuación, arrugó el papel con una sola mano, haciendo así una pequeña pelota que lanzó hacia atrás, allí donde otros tantos restos de papel descansaban, olvidados.
Se levantó entonces Benedict de la silla, como si hubiese recordado algo de repente, aunque la verdad era que tan solo se encontraba intelectualmente inquieto. Había pasado días buscando un posible caso que pudiese entretenerle, y la mesa repleta de materiales de laboratorio que descansaba, a punto de romperse, en la cocina ya no llamaba su atención. Dio vueltas de un lado a otro de la casa, o al menos en la zona que era su casa, pues su casera vivía en lo que, en una casa normal, sería la planta baja. De pronto paró, delante de un gran ventanal, y quedó observando el blanco e inmaculado manto que la nieve le ofrecía. Cruzó un brazo sobre su torso, y con el contrario, apoyó el codo en el otro y llevó su mano a sus labios, jugueteando un poco con sus dedos. Sus profundos ojos azules escrutaban el horizonte como si intentase memorizarlo, aunque no se trataba de esa situación, precisamente.
Ya basta ; se dijo a sí mismo. Quería hacer algo o, por lo contrario, explotaría –¡Ms. Hudson!- vociferó, dándose de pronto la vuelta para mirar hacia la puerta que debía abrirse. Y así fue, al poco tiempo una señora de unos 55-60 años de edad entró por dicha puerta, con un rostro que expresaba el más puro cansancio, al menos hasta que vio a su inquilino en paños menores frente a ella, sin ningún tipo de pudor por ello. Se tapó los ojos con una temblorosa mano –Monsieur Holmes…- comenzó, pareciendo dubitativa al principio, mientras Benedict comenzaba a vestirse –Ya le he dicho que no soy madame Hudson, yo soy D´antuan…- continuó, aunque se vio interrumpida por su inquilino –Ms. Hudson, no entiendo nada de lo que me dice, así que ¿podría hacerme el favor de acercarme mi gabardina?- espetó mientras se endosaba una inmaculada camisa. Realmente estaba mintiendo a su casera; si que entendía lo que le había dicho, pero los nombres eran algo que no se podía permitir memorizar.
Tras un tiempo discutiendo con la señora D’antuan sobre algo como que no era su criada o algo así, Benedict terminó saliendo de casa, embutido en sus vestimentas habituales: traje barato y gabardina. Se dirigía al bosque, allí donde pensaba encontrar algún sujeto de experimentación para sus investigaciones sobre su propia naturaleza. Miró al cielo, viendo que las nubes comenzaban a ennegrecerse bien porque una tormenta le esperaba, y bien porque la noche se acercaba: el momento perfecto para introducirse en el mundo sobrehumano de París. Finalmente llegó a su destino y, mirando de un lado a otro para no verse descubierto en sus siguientes acciones o para deducir si alguien más se encontraba allí, quedó tras un rato tranquilo y comenzó a desvestirse muy cuidadosamente, ignorando por completo el frío invernal. No le gustaba en absoluto transformarse, pero era la única manera de investigar. Todo sea por la ciencia.
Muchos han sido los días que han pasado desde nuestra despedida en Londres, el día en el que mi magnífica esposa y yo decidimos contraer nupcias y marcharnos a unas agradables vacaciones. Y no es, sino ahora, gracias a su hermano, por lo que me tengo que enterar ¡de que ya no os encontráis en la ciudad! Ni siquiera en el país, además. Usted nunca cambiará, ¿verdad mr. Holmes?
Espero que pueda encontrar aquello que fue a buscar a París, y no tema en gastar el papel necesario para asegurarme de que continuáis vivo, o de que os han secuestrado. Bueno, pensándolo mejor, que usted conteste a esta carta significaría que algo malo le ha pasado. Así que, hasta más ver, mr. Holmes, espero terminar recibiendo noticias vuestras por la prensa. Le echaremos de menos, sin duda.
P.D.: Sepa usted que me encargaré personalmente de que nadie en todo París pueda suministrarle cualquier tipo de droga.
Esperando saber de usted pronto,
…"
…"
El remitente había quedado oculto por una mancha oscura, probablemente de alguna bebida que en mano tuviese la persona que se había atrevido a contactar con él. Benedict mantenía el silencio, sentado ante un desordenado escritorio repleto de múltiples papeles y periódicos, acomodado en el respaldo de la silla y sujetando con delicadeza el trozo de papel. Sabía perfectamente qué sustancia era aquella que tapaba el nombre del emisor, y, conociendo las costumbres de éste, sabía incluso cuánto había tardado en llegar la carta a su destino. Sin duda el té que preparaba su esposa debía estar tan bueno que no podía parar de beberlo ni para escribir a un viejo compañero. Aún así, demasiado había tardado la carta en llegarle a él, a menos que… olió la mancha de té. No, no era que los servicios de correo hubiesen cesado de hacer su trabajo productivamente, más bien su ex compañero había dudado en mandar aquel trozo de papel.
Sin duda alguna se trataba de su fiel amigo y compañero de “aventuras”, si bien podría llamarse así, aunque para el señor Holmes, se trataba de sus momentos de juego, diversión e investigación. Poco o nada se esperaba recibir correspondencia alguna, ya que, siendo tan sumamente torpe en las relaciones sociales, no alcanzaba a comprender por qué su único “amigo” (como se lo había dicho él mismo) se molestaba en gastar papel y tinta tan solo para desearle suerte. De hecho, no creía en la suerte, así que aquel mensaje le resultó de lo más inútil. Aún así, sonrió ladinamente de una forma casi vaga, antes de murmurar, con su voz grave y serena –No ha cambiado usted nada…- a continuación, arrugó el papel con una sola mano, haciendo así una pequeña pelota que lanzó hacia atrás, allí donde otros tantos restos de papel descansaban, olvidados.
Se levantó entonces Benedict de la silla, como si hubiese recordado algo de repente, aunque la verdad era que tan solo se encontraba intelectualmente inquieto. Había pasado días buscando un posible caso que pudiese entretenerle, y la mesa repleta de materiales de laboratorio que descansaba, a punto de romperse, en la cocina ya no llamaba su atención. Dio vueltas de un lado a otro de la casa, o al menos en la zona que era su casa, pues su casera vivía en lo que, en una casa normal, sería la planta baja. De pronto paró, delante de un gran ventanal, y quedó observando el blanco e inmaculado manto que la nieve le ofrecía. Cruzó un brazo sobre su torso, y con el contrario, apoyó el codo en el otro y llevó su mano a sus labios, jugueteando un poco con sus dedos. Sus profundos ojos azules escrutaban el horizonte como si intentase memorizarlo, aunque no se trataba de esa situación, precisamente.
Ya basta ; se dijo a sí mismo. Quería hacer algo o, por lo contrario, explotaría –¡Ms. Hudson!- vociferó, dándose de pronto la vuelta para mirar hacia la puerta que debía abrirse. Y así fue, al poco tiempo una señora de unos 55-60 años de edad entró por dicha puerta, con un rostro que expresaba el más puro cansancio, al menos hasta que vio a su inquilino en paños menores frente a ella, sin ningún tipo de pudor por ello. Se tapó los ojos con una temblorosa mano –Monsieur Holmes…- comenzó, pareciendo dubitativa al principio, mientras Benedict comenzaba a vestirse –Ya le he dicho que no soy madame Hudson, yo soy D´antuan…- continuó, aunque se vio interrumpida por su inquilino –Ms. Hudson, no entiendo nada de lo que me dice, así que ¿podría hacerme el favor de acercarme mi gabardina?- espetó mientras se endosaba una inmaculada camisa. Realmente estaba mintiendo a su casera; si que entendía lo que le había dicho, pero los nombres eran algo que no se podía permitir memorizar.
Tras un tiempo discutiendo con la señora D’antuan sobre algo como que no era su criada o algo así, Benedict terminó saliendo de casa, embutido en sus vestimentas habituales: traje barato y gabardina. Se dirigía al bosque, allí donde pensaba encontrar algún sujeto de experimentación para sus investigaciones sobre su propia naturaleza. Miró al cielo, viendo que las nubes comenzaban a ennegrecerse bien porque una tormenta le esperaba, y bien porque la noche se acercaba: el momento perfecto para introducirse en el mundo sobrehumano de París. Finalmente llegó a su destino y, mirando de un lado a otro para no verse descubierto en sus siguientes acciones o para deducir si alguien más se encontraba allí, quedó tras un rato tranquilo y comenzó a desvestirse muy cuidadosamente, ignorando por completo el frío invernal. No le gustaba en absoluto transformarse, pero era la única manera de investigar. Todo sea por la ciencia.
Benedict Holmes- Cambiante Clase Media
- Mensajes : 7
Fecha de inscripción : 10/01/2012
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Re: Todo por la ciencia [Libre]
Acompañando la noche la sombra planea en la espesura; mientras la luna se cubre con sus dóciles mantos nublados y el frío cae sobre la tierra, inclemente, pavorosamente aturdidor para los sentidos del hombre acomodado, reveladoramente vivo, para el que ha sufrido. Gélido en cualquier caso, y es que sea cual sea el individuo, siempre se adentra en el célebre calor humano para constreñir su complacencia, o empequeñecer su orgullo. Tal es la noche y tal es el frío, que albergan las situaciones y encuentros más extraños e inolvidables, más allá de la sorpresa o el terror; cara a cara con lo desconocido en la esencia de lo fantástico. París, ciudad de las luces, sin duda encandila cual lámpara a las luciérnagas, ejerciendo una terrible atracción a los monstruos e insectos que pululan en sus alrededores, llamándoles a arder en su alma. Pero aquellos que todavía no se han quemado, pueden descubrirse fruto del azar, contemplándose...
El inmortal había tenido una extraña, azarosa y cuasi burlesca suerte aquella noche, bajo el manto estrellado y el hospedaje del denso bosque. Sus pasos regresaban de una privada expedición al oeste, recién culminados sus lisonjeros planes . Pocas pistas o detalles podían informar de qué había hecho o donde, de manera precisa. Quizás había invertido tiempo en borrarlas, aunque no todas habían quedado eliminadas para el ojo que supiera encontrarlas. El vástago romano vestía un elegante uniforme, bien provisto para la equitación. Sombrero de tres puntas oscuro con plumas encrestadas en azabache tintado, casaca roja, pantalones oscuros y botas para cabalgar, cubiertas de barro a decir verdad. Sin embargo ningún caballo acompañaba su figura. Su cuello queda al descubierto, desnudo, pues le falta el pañuelo que debía decorarlo. En la mano izquierda porta guante, pero no en la diestra, la cual lleva desnuda. Del cinto cuelga su arma, una espada o estoque, entre fajines y brocados que le cubren, engalanando su estatura, que si bien no es cómica, no es tampoco la de alguien alto.
Largamente oculto en el tiempo bajo la protección de las sombras, cuando el varón decide desvestirse sus pasos se escuchan entre la maleza del bosque, señalando una dirección para los sentidos de cualquier presente, la cual pronto se acicala con su voz, curiosa e incisiva, edulcorada con un cargante tono de cortesía serpentina.
- Debo admitir, si vos me permitís decirlo, que aunque os hubiera estado observando más tiempo del que lo he hecho, jamás hubiera atinado a deducir que ibais a, de repente, desnudaros a ojos del bosque, desconocido caballero.
Tras sus palabras, y en tanto que sus pasos se acercaban de forma lenta y cauta, avanzando en círculo alrededor del hombre, esgrimió zalamera sonrisa de víbora cortesana, procurando una amabilidad y amistad sin duda inexistentes.
El inmortal había tenido una extraña, azarosa y cuasi burlesca suerte aquella noche, bajo el manto estrellado y el hospedaje del denso bosque. Sus pasos regresaban de una privada expedición al oeste, recién culminados sus lisonjeros planes . Pocas pistas o detalles podían informar de qué había hecho o donde, de manera precisa. Quizás había invertido tiempo en borrarlas, aunque no todas habían quedado eliminadas para el ojo que supiera encontrarlas. El vástago romano vestía un elegante uniforme, bien provisto para la equitación. Sombrero de tres puntas oscuro con plumas encrestadas en azabache tintado, casaca roja, pantalones oscuros y botas para cabalgar, cubiertas de barro a decir verdad. Sin embargo ningún caballo acompañaba su figura. Su cuello queda al descubierto, desnudo, pues le falta el pañuelo que debía decorarlo. En la mano izquierda porta guante, pero no en la diestra, la cual lleva desnuda. Del cinto cuelga su arma, una espada o estoque, entre fajines y brocados que le cubren, engalanando su estatura, que si bien no es cómica, no es tampoco la de alguien alto.
Largamente oculto en el tiempo bajo la protección de las sombras, cuando el varón decide desvestirse sus pasos se escuchan entre la maleza del bosque, señalando una dirección para los sentidos de cualquier presente, la cual pronto se acicala con su voz, curiosa e incisiva, edulcorada con un cargante tono de cortesía serpentina.
- Debo admitir, si vos me permitís decirlo, que aunque os hubiera estado observando más tiempo del que lo he hecho, jamás hubiera atinado a deducir que ibais a, de repente, desnudaros a ojos del bosque, desconocido caballero.
Tras sus palabras, y en tanto que sus pasos se acercaban de forma lenta y cauta, avanzando en círculo alrededor del hombre, esgrimió zalamera sonrisa de víbora cortesana, procurando una amabilidad y amistad sin duda inexistentes.
Lucius Lucretius- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 12/01/2012
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