Agatha A. Dómine

~El verdadero ser~

En los momentos en que soy yo misma, lejos de la forma que me da aquella maldición sin nombre, el cuerpo que me fue regalado por mi madre es largo y esbelto, aunque debo admitir que un poco moldeado un poco robusto debido a gran cantidad de comida que había en el pequeño altillo en que vivía en Marsella. Con un pelaje color cobrizo, denso y algo largo, pero asombrosamente suave, que de todos modos no me protege frente al frío que tanto detesto. Tengo patas medianamente largas, y finas que terminan en unos odiosos pies ovalados y pequeños, pero que son bastante útiles cuando se necesita escapar rápidamente, sobre todo cuando me meto en problemas con los detestables humanos. Creo que ya he perdido la cuenta de la cantidad de veces que me al tirado de la cola, aprovechando su extensión, a lo que no puedo responder más que con arañazos y una profunda mirada de odio llena del gélido azul de mis orbes.

Por si no lo notaron, sí, soy un gato, o al menos es lo que recuerdo… aunque no sea de su incumbencia. Aunque hace no mucho descubrí que mi cuerpo puede cambiar a otras especies más fuertes y resistentes, pero que acaban por agotarme de sobremanera. Una que me hace parecer un leopardo miniatura de casi el triple de mi tamaño normal, y otra que me hace un gato enorme con rayas negras, a lo que la gente que va en dos pies llama tigre, creo.

~La maldición~

No todo podía ser tan bueno, tenía una vida feliz y simple, hasta que hace muchos años descubrí que esas especies felinas no eran lo único en que mi cuerpo conseguía cambiar.

Recuerdo que un día me desperté y traté de buscar mi cola, pero ya no la tenía, y lo que era peor, tenía una piel lisa y blanca, suave, aunque no tanto como mi pelaje. Miré mi reflejo en el agua del pequeño tazón con agua que alguien ponía para mi y de un manotazo lo tiré al ver que me había convertido en el ser que más odiaba en el mundo.

El cuerpo que tanto odio, de aproximadamente un metro setenta y dos, en medidas humanas, coronado por un largo cabello pelirrojo que cubre casi por completo mi espalda y que a veces uso para esconder mi rostro. A diferencia de mi apariencia felina, tengo una constitución más delgada y fina, a la que aun no consigo acostumbrarme del todo, pero que es algo útil de vez en cuando, por lo que tengo que tomar prestado… muy bien robar, lo admito, una que otra prenda de esas incomodas que usan las hembras humanas.

Forma Humana:

No me gusta en absoluto hablar de mi misma, de hecho no me gusta hablar, razón por la que cuando estoy en forma humana muchos creen que no tengo voz, pero es más que nada porque soy arisca, sobre todo con los desagradables seres que caminan en dos pies. No me gusta tenerlos cerca, en ninguna de mis formas, porque sé que la mayoría son malvados, asesinos. Desde pequeña, cuando perdí a mi madre, aprendí a valérmelas por mi misma, haciéndome completamente independiente, por lo que me molesta mucho cuando alguien trata de darme ayuda, aunque deba reconocer que a veces la necesito.

Prefiero estar sola, tirada en algún cojín o sobre montaña de ropa, observando a la gente mientras hablo conmigo misma, aunque debo admitir que es porque soy ligeramente vaga ya que no tengo nada que hacer. Aunque todo es diferente cuando mi cuerpo se vuelve humano, generalmente voy de mal humor y gruñendo a todo el mundo, tal vez porque a pesar de que los odie también he visto lo que les hacen a los de su propia especie, generando en mí un miedo totalmente justificado.

Creo que lo llaman ser antisocial, en resumen, y es mejor que los momentos en que me hacen enfadar, porque a la más pequeña provocación aflora mi agresivo instinto de sobrevivencia, a pesar de que muchas veces no me esté jugando la vida, sino que sea solo por aquel defecto sumado al miedo. Así que rara o nula vez, verán la faceta tierna e indefensa que trato de hacer desaparecer, aunque si tienes la oportunidad, deberías alejar tu rostro de mis garras.

Aun recuerdo la calidez de la tibia barriga de mi madre, solía pasarme durmiendo a su lado todo el tiempo que me fuera posible, cuando no iba al enorme puerto en busca de pescado fresco para comer. Siempre éramos ella y yo. No tengo recuerdos de nadie más, ni padre, ni hermanos, solo de ella y su suave pelaje que me protegía en las frías noches cerca de la costa en ese pequeño y mugroso altillo en que se guardaban los botes de pesca y redes de los marinos del lugar. Jamás me dejaba salir de ahí, apenas y podría ver el brillo del sol reflejándose en esa enorme masa azul que se retorcía haciendo un ruido que a momentos no me dejaba dormir, era como un rugido de un gato enorme, o eso me decía mi madre, que era peligroso y no debía acercarme o podría comerme.

Así que le obedecía, o eso trataba, porque cada vez iba dejándome sola por más tiempo diciendo que los seres de dos patas iban enfermos y más violentos que de costumbre a trabajar arrebatándole los peces al monstruo azul, por lo que se le hacía difícil, incluso a veces no traía más que unas cuantas sobras de los interiores de los peces. Pero podíamos vivir bien así, o al menos así fue hasta que un día se fue al alba por comida y no volvió.

Traté todo lo que pude de quedarme ahí y ser valiente, pero era invierno y el monstruo parecía enfadado porque rugía más que de costumbre, por lo que mi débil cuerpo no sobreviviría otro día entra esa cesta con una camisa desgarrada. Me vi obligada a salir de ahí a buscar un lugar más cálido, pero afuera todo era gris y húmedo, con personas corriendo de un lado a otro cargando sogas, cajas y ¡Pescado! Ya no recordaba hace cuanto no comía, así que me puse a seguir a esos sujetos que caminaban, pero eran demasiado rápidos para mis patitas y ya estaba demasiado cansada, por lo que simplemente me senté a observar hasta que me quedé dormida.

Lo único que sentí luego fue que alguien tiraba de la piel de mi cuello, y me lanzaba contra una pared. Como pude miré a mi alrededor y vi que era el cuarto de los pescados, pero estaba lleno de una cosa roja y viscosa, esa que sale cuando estas herido, haciendo que me resbalara constantemente, e impidiendo que escapara de la enorme mano del sujeto que gruñía y me culpaba de mordisquear unos arenques. Solo me bastó ver el filo de un cuchillo para sacar las pequeñas garras que tenía y arañarle el rostro, cosa que lo enfureció aun más.
No recuerdo mucho de como conseguí escapar, solo sé que tuve que cojear de una de mis patas delanteras hasta llegar bajo un mesón que me protegiera de la lluvia. Hubiese deseado que esa tranquilidad durara un poco más, pero en cuanto conseguí dormirme otro de esos humanos me corrió de esa guarida amenazándome con una escoba. Así que corrí tanto como me permitía mi pata herida y me metí a una cesta con redes y otras cosas cuyos nombres aun hoy no conozco, donde acabé desmayándome por el agotamiento y el miedo.

Lo próximo que supe es que estaba lejos del monstruo azul, apenas lo podía ver si me subía a la cornisa del edificio que formaba una de las paredes del callejón en que estaba mi cesta, ahora con una camisa sucia y medio pescado un poco rancio.

Viví cómodamente unos años ahí en mi callejón, salía a por comida y agua cerca de un mercado donde tiraban muchas cosas a unos barriles en el anochecer. No podía decir que fuera feliz, pero no estaba viva, y eso era bastante considerando todas las cosas que vi de esos crueles humanos. Pero como si fuese un castigo, en el momento en que por fin las cosas me salían bien, unas crías de humanos me arrastraron de la cola y me metieron a un horrible saco para llevarme a una casa enorme donde había un montón de ellos y donde unas mujeres vestidas con ropas negras se encargaban de ellos ¿Serían madres?

Pronto supe que era un lugar en que recibían a crías sin hogar, como yo, los vestían, bañaban y alimentaban, incluso les enseñaban la lengua de los humanos que más que nada por costumbre acabé aprendiendo de todos modos. De vez en cuando me peleaba con alguna de las crías porque me tiraban la cola o me lanzaban piedras y agua, hasta que una de esas mujeres de negro me agarró y me tiró a un cuarto para que dejara de causar problemas.

Ahí fue donde mi vida se arruinó por completo. Estaba oscuro y comenzaron a sonar esas campanas en la torre de la iglesia en que estábamos, pero el eco retumbaba tan fuerte que no lo podía sacar de mi cabeza y acabé perdiendo la consciencia. Cuando desperté traté de buscar mi cola, pero no la tenía, traté de incorporarme pero mis patas traseras y delanteras ya no tenían el mismo largo. Pensé que era una pesadilla, pero vi mi reflejo en el tazón del agua y no pude encontrarme, sino solo vi el rostro de una cría humana de cabello rojo.

Golpeé con los puños la puerta del lugar, para que una de esas monjas me dejara salir, pero conseguí lo contrario, la mujer regordeta solo se extrañó y me llevó con otras como ella que me atosigaban con preguntas que no sabía como responder. Luego la más vieja de ellas me tiró de un brazo y me puso en una cama con el resto de las crías.

Me tardé unas semanas en entender como funcionaba el truco de cambiar, siempre con cuidado de que nadie me viera, o eso creo, por lo que vivía de día como humana más que nada porque esas mujeres me daban de comer y por las noches salía a recorrer la ciudad porque no soportaba el asfixiante ambiente del orfanato y mucho menos el feo nombre que me habían dado las monjas.

Pasaron años y años de vivir así, hasta que hace unos meses, los humanos volvían a arruinar mi paz. Un sujeto fue al orfanato buscando crías, dijeron que era para llevarlas a un lugar más cómodo y que sería como un padre, pero al verme puso una cara extraña y acabó escogiéndome para llevarme con él. Tenía una casa casi del tamaño del orfanato, pero habían muebles y no habían más crías, cosa que me confundió por lo que me quedé ahí unas semanas hasta que una noche fue hasta mi nueva habitación y trató de aprovecharse de mi.

Le arañé el rostro, haciéndole sangrar profusamente, y aproveché su falta de visión para huir, pero no tenía donde ir, así que volví a mi forma verdadera y me subí a una carreta que llevaba cestas de frutas y pescado.

Hacía frío, porque era invierno de nuevo, y yo apenas podría levantarme. Solo sentía el vaivén de la carreta que se movía hacia quien sabe donde. Y de nuevo una escoba en el lomo me despertó, al parecer no les había hecho gracia que comiera un par de cosas en mi estadía en su carreta, y simplemente me lanzaron fuera luego de un par de golpes.

Larga historia. Pero así es como llegué a París, un lugar nuevo y desconocido en el que espero sobrevivir hasta que alguien más me obligue a huir nuevamente.

-Odio mi forma humana, así que serán pocas las oportunidades que tengas de verme así
-Detesto a los humanos, aunque tal vez sea una mezcla de repulsión y miedo
-Puedo hablar perfectamente el francés, pero no me gusta hablar
-Soy muy desconfiada con la gente nueva, y bueno, con la que ya conozco también
-Suelo ser algo salvaje y agresiva, culpa de mi falta de domesticación