Abriendo los Ojos [Cyrille]

Un golpe en seco le hizo trastabillar, con el rostro deformado de asombro y no dolor –Con qué derecho me vienes a decir lo que vamos o no a hacer con los viñedos de tus padres ¿Prefieres acaso darles lo que un día fue suyo a los mendigos que sueles ayudar? ¿Qué van a hacer con sus tierras? ¡Ensucias nuestro nombre!¡Ensucias su memoria!- se encontraba de pie frente a él, iracundo como nunca antes aquel osco hombre que le había acogido en su morada meses atrás. Aquel que se ocultaba tras el titulo de tío para adueñarse de cada franco que producía la exportación de vinos y caballos que debían pertenecerle a Cyrille y no a él pero ¿Qué iba a saber un monaguillo de la administración y los negocios? El hombre le hacia un favor al llevar a flote la cosecha, o por lo menos eso le hacía pensar.

-Lo lamento- pronunció como la memoria perdida en el viento. Le observo subir la escalinata desde su lugar, le observo hasta que su figura se perdió en algún distante punto del piso de arriba aunque las injurias y falacias que pronuncio en su contra rodaron hasta sus oídos mucho después de que su creador se esfumo. Contrariado por su reacción se dejo caer sobre el banquillo de piano de cola que se exhibía en la estancia más grande del lugar y aunque sus manos temblaban añorando la partida de sus pesares a través de una melodía su razón le decía que no, encolerizado como se encontraba su tío seguramente terminaría bajando para hacerle callar. Decidió pues asistir al único lugar en el cual no existía miedo ni dolor, porque, con alguien tenía que hablar.

Se levantó con la mejilla palpitante de dolor y el arrebol no tardo en acudir. Salió de aquel lugar que contenía su alma encerrada, sin poco más que una camisa y su pantalón comenzó a avanzar entre las calles parisianas en dirección a la catedral. No conocía mejor lugar que aquel al cual acudir, aunque la taberna se dibujo en sus pensamientos por un segundo desistió pues de encontrar consuelo en la bebida no la dejaría jamás y volverse un pecador, aquellos a los cuales intentaba ayudar, no se encontraba en su lista de prioridad. Pensó, en lo que acababa de ocurrir y lo que debía hacer al respecto “Ayúdame a elegir” rezó quedándose de pie a entrada de la Notre Dame.

Se adentro procurando no hacer ruido para no interrumpir la comunicación de los demás, avanzo escondido por uno de los laterales de la construcción, observando vitrales y santos que le miraban con dilección ¿O era acaso una mirada acusadora de decepción? Apresuro el paso hasta la puerta que se escondía a un lado del altar y allí, resguardado de todos los demás encontró la sotana de monaguillo que debía vestir. Se la coloco por encima de la ropa sin pensarlo y con cerillas en mano salió para alumbrar las velas que guiarían a los fieles por el camino ¿Podía encender una vela para él también? No, primero por los que no tenían, después por los que teniendo desistían y entonces, por la redención de todos aquellos que le habían olvidado ya.

-Disculpa- llamo acercándose a una mujer que se encontraba frente al altar de velas -¿Ibas a encender una?- le cuestiono con una diminuta sonrisa que afloro con facilidad, y sin esperar respuesta extendió su mano con las cerillas que la ayudarían en su labor -Algunas velas se apagan con facilidad- le exlicó rebuscando con la mirada entre las docenas que tenia enfrente -Algunas personas piensan que es simbolo de que la fe los abandona pero uno no puede esperar que la flama siga siempre ahí...a veces hay que hacer que siga ahí- le entrego una veladora cubierta con cristal, consumida casi hasta la mitad.

“Adorado Dios” aquel dúo de palabras le sonó inusual. El mismo no podía asegurar que adorase a Dios, a sus oídos sonaba demasiado fanático, demasiado falto de convicción o quizás solo una mal encaminada y desorientada de la verdad, su verdad, no la verdad de todos debía recordar –Quizás, más son los actos los que salvan- pensó en voz demasiado alta para provenir de sus pensamientos y demasiado baja para resonar como incesante eco en el templo. Una fe sin acciones no valía mucho más que algunos rezos sin sentido, penitencias para volver a pecar y entonces regresar al camino del mal, aquel que por destino no tenía el paraíso ni la casa de Dios.

Lo pensó unos instantes sonriendo creía, que su rostro era más joven de lo que su corazón se sentía. Era en ocasiones un infante y en otras un anciano con una vida por detrás, sabia de Dios, de las convicciones y la biblia tanto como nada de los pecados, el odio y la ira. Pensaba, que no estaba seguro de la edad que tenía su alma realmente, porque había cosas que los años no podían dictaminar ni los ojos comprender.

-Nada que deba ser tema de conversación- sonrió, con un deje de alegría que pronto se extinguió, con la misma rapidez con que recordó el rostro iracundo del hombre que le proporcionaba un techo y un hogar. No, el se encontraba en esos instantes en su hogar. Se permitió a si mismo observar el rostro oculto por la parcial obscuridad del recinto de la mujer que se encontraba frente a el cómo cubierta por un manto que la noche le otorgaba y le sentaba al cuerpo mejor que el vestido que el mas renombrado sastre pudiese hacer, se adecuaba como su propia piel. Y vaya ironía que la obscuridad se cerniese a las personas en aquel lugar.

-Pero si puedo ayudarle en algo más estoy a su entera disposición- inclino la cabeza en muestra de cordialidad y educación, porque ambas cosas se habían ceñido a sus cimientos conformando ahora su ser. Se permitió a si mismo perderse en las formas que la lánguida lengua de fuego comenzaba a adquirir, soportando el halito nocturno y el frio invernal como la higuera que todos mantenían en su interior. Le gustaba imaginarse la fe como una antorcha en su corazón, ígnea para calentarse a si y a los demás, fuerte para encender otras, firme para no extinguirse y más aun insaciable para continuar.

Sonrió, con la infantil idea de ser una antorcha, una luz en la obscuridad o quizás solo uno más consumido por ella.

Lo pensó unos instantes sonriendo con amplitud, más no con la prepotencia de un erudito y filosofo conocedor que todo lo cree saber sino, con la alegría de haberse topado con alguien de ímpetu y carácter como aquel –Sera peor pregonarlo como los fariseos. Además, ha de ser un accidente y de no serlo que Dios así lo sepa - y no aquellas personas que podían cambiar de parecer y llenar de malos adjetivos e insultos al hombre que aquel día le había propiciado algo más que solo una vivienda y comida. Más no estaba él para contarlo ni los demás para saberlo, y siendo la primera ocasión suponía que como buen sobrino y familiar aceptaría la reprimenda por sus actos rebeldes a ojos de aquel señor a quien ahora le costaba ver como su tío y tutor.

-Creo que más importante podría ser el motivo por el cual viene usted a orar- aseveró con timidez, más no la de una persona que ha nacido para que el arrebol acuda a sus mejillas cuando sus palabras encuentran refugio en el exterior de su ser sino, por el contrario, la timidez que emerge en un hombre común al desconocer si sus acciones serán bien vistas a ojos de juez. Quizás demasiado entrometido, pensó.

Y a pesar de haber sido abofeteado horas atrás, y de haberse visto al borde del abismo y la desesperación, en una vorágine de sentimientos encontrados y olvidados se encontraba ahora feliz en el templo de Dios, un hogar que le parecía más acogedor que el propio. Se encontraba feliz el aquel lugar, pues estaba terriblemente condenado a ser feliz por hacer aquello que le gustaba, ama y haz lo que quieras le habían dicho en una ocasión. Que al amar no puedes jamás errar. Y la frase resonó en su cabeza una y otra vez. Seguramente las personas se asustarían al escucharle decir “¿Pero cómo hacer lo que uno quiera? Si para eso existen las reglas, rebeldía es lo que usted quiere sembrar”. Lo había escuchado ya.

Más, como los hombres de la cueva de Platón las personas se esmeraban en permanecer con un vestigio de la realidad, unas boronas con las que vivían a gusto y en paz. Encontrar la fuente innegable de realidad era solo una acción de locos, era solo un sueño de dementes y nada más. Observo el altar preguntándose, si en Dios podría encontrar tal verdad.

Lo dudo, y no supo bien porque aquel sentimiento de incapacidad le invadió desde las entrañas, adormeciendo sus labios para hablar y sus piernas para retirarse. Abandonándole a la deriva cuando lo que debía hacer y bien lo sabía era ayudar. Más capaz seria un padre de hablar que un torpe monaguillo que, no falto de intenciones poco lograba comprender aun y la duda lo atormentaba. No, se sentía incapaz de alumbrar el camino de otro cuando el propio permanecía a duras penas, con una luz titilante que se esforzaba en mantener, a veces crepitante y otras invisible.

-No estoy seguro que se deba indicar el sendero a seguir pero si en algo sirve podría escuchar y claro, si es necesario, confesar mi opinión- se encogió de hombros no por resignación. Otorgándole a la joven la libertad de elegir. Porque pensaba, en una voz silenciosa y apagada, que si encaminaba aquel andar y alumbraba aquel sendero quizás el propio volvería a brillar. Aclararía el paisaje y le permitiría avanzar con aquella firme convicción con que llego y, que a poco, el aire parisino había comenzado a consumir. Negó ¿Cómo culpar a un lugar de sembrar sus dudas? Su propia necedad, su ceguera humana eran la causa y su responsabilidad.

Le sonrió porque mientras pudiese hacer algo al respecto para ayudarla a cruzar aquellas turbias aguas lo intentaría todo hasta lograrlo. Aunque un hundimiento en el intento no desaparecería jamás del panorama. Había escuchado una vez, de uno de los tantos hombres cultos que asistían a su hogar que los deseos eran como botellas, de aquellas que uno lanza a ríos y canales ansiando por que desemboquen en el mar pero, no todas podían llegar. En ocasiones porque las personas no cerraban la boquilla de corcho con suficiente fuerza y el agua terminaba por entrar y hundir, podrían además hundirse por causas ajenas y terminar entre algas y peces y solo algunas lograba llegar. Él, haría que la botella de aquella mujer llegase a su destino y eso era algo que formularía como un juramento.

Determinado como se encontraba a ayudarla pensó en el mejor lugar para hablar y el confesionario no era una opción pues, al no haber recibido aun los votos y no haberlos profesado por igual seria un pecado siquiera intentarlo.