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No me metió en una cárcel, sólo me enseñó los barrotes [Ciro] 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Fausto Jue Feb 09, 2012 4:15 pm

La gestación de una idea no era tan poderosa como todo su proceso anterior; la adaptación del cuerpo a la mente, cómo las raíces sobre la tierra sucia se sometían a la abstracción impoluta, perfecta de lo que nunca sería aniquilado porque era superior a todo lo que desearía obtenerlo. Ni siquiera si te arrancaban la cabeza o acuchillaban tu corazón. Meros artificios, contrarios a la psique, demasiado mundanos para sostener la magnificencia en su estado puro, impreciso, pero real. Porque real era toda la fuerza que pasaba a pertenecerte. Sólo a ti. Y los demás se convertían únicamente en la prueba.

Las ideas, y no los sentimientos. Los sentidos eran útiles, necesarios, aliados, el arma profunda que cortaba por fuera. Sin embargo, los sentimientos diferían en su deficiencia, eran los restos que alimentaban a los puercos para que no descubrieran las bellotas. ‘El amor’, el más nombrado, el más reutilizado y devuelto de ellos, resaltaba por encima de cualquier otro de esos desechos que se acumulaban en la superficie y desmitificaban su valor auténtico: el único que existía y del que pocos sabían sacarle partido. Prácticamente, Fausto era un privilegiado por pertenecer a ese pequeño grupo, pero ni siquiera el adjetivo se ajustaba a los hechos. Porque ignorar el quiste de los sentimientos para caminar con pasos de hierro por la vida debía ser algo que formase parte del sentido común de una raza humana mínimamente digna, mas eso, como bien se podía comprobar, no sucedía. De manera que el resultado acababa siendo una plaga de insectos que ensuciaban sus botas y trataban de desperdiciar su tiempo. Y lo peor no siempre era que lo consiguieran…

'Mi madre que me acechaba, incluso después de muerta. Mi hija, que nunca podía dormir.'

'¿Ya has vuelto a casa? ¿Por qué no te sientas a mi lado?'

'Cruzo las fronteras de la carne para creerme de todo menos santo y a pesar de ello, aún tienes esa expresión en tu rostro.'

Y lo peor… era confundir los términos mientras estudiaba, discernir lo que no había al otro lado del pergamino mientras escribía lo que averiguaba; sostener sus brazos mientras chillaba despojos de esquizofrenia y mirarla a esas pupilas que lo encontraban, en lugar de encajarle una bofetada terapeuta. Lo peor… era acabar en aquel sanatorio mental tras el transcurso de su análisis, caminando a través de habitaciones con paredes rajadas y pintadas de sangre, entre miradas desencajadas, atadas a la cama y ojos difusos que lo confundían con su averno de preguntas mediocres y, aun así, sin respuesta. Lo peor… era reflexionar sobre el hueco nefasto por el que se colaban esos guijarros inservibles de las emociones, incluso si la conclusión de todo ello sólo le hacía comprobar que continuaba completa y afortunadamente ajeno a ellas. Si finalmente acababan significando algo, se resumía a obstruir y ralentizar, como premio de consolación en su tarea de pudrir la brillantez de las mentes y la secuela de su ejecución. Y Fausto deliberaba en su interior sobre la cura a esos síntomas todavía inexistente para aquellos dementes babosos que se desgarraban a gritos vacíos y se retorcían bajo las sábanas de su desgracia. No importaba cuál fuese su enfermedad, esa segregación que suponía la parte defectuosa de los sentidos nunca aliviaría los resultados.

'¿Dónde está mi tobillo? ¿DÓNDE ESTÁ MI TOBILLO?'

Los sentimientos no tenían ni la capacidad para dañar, porque eso atañía a lo hueco que estuviera el cerebro de cada uno, pero tampoco se revelarían como el microbio sanador, mucho menos necesario.

Éline había estado allí, bautizada bajo las uñas sucias de las pocas monjas que habitaban el lamentable lugar. Las mismas que debieron echar las que la echaron a ella, después de que ese súcubo absorbente de sangre la violara sobre la mesa que bendecía el cuerpo de Cristo. Porque hasta esa rueca interminable llegaban los sitios como aquellos, donde hasta el ser más lacónico tenía una condena de segunda mano. Los sanatorios no gozaban del interés habitual del cazador, pues se centraban en la función de cárcel y no de hospital y lo máximo que podías averiguar de eso eran nuevas formas de inmovilizar a una persona de vómitos como babero, cosa de la que precisamente él no necesitaba que le informaran. En realidad, por necesitar, ni siquiera necesitaba que le dieran lecciones sobre los trastornos psicológicos. Si había llegado a parar allí, se debía a que su calidad de observación respecto a la muchacha de locura inaudita y merecedora de su estudio se remontaba a unos hechos concretos, no a las bases generales de una patología. No estudiaba 'la locura', estudiaba 'la locura de Éline'. O la locura de ese soporte humano poseedor del acostumbrado nombre para dirigirse a él. No importaba. Como tampoco importaba ya lo que le estaba contando el dueño del lugar en su, casi obligada, guía por el establecimiento. Porque en lugar de prestar la íntegra atención acostumbrada por la perfección de sus sentidos, debatía en su interior acerca de los sentimientos. Y por primera vez, se atrevió a pensar que le gustaría volver a tratar con las 'bases generales' en lugar de con Éline Rimbaud y su sonrisa trastornada.

De todas formas, Fausto distinguió a tiempo que aquel imbécil le estaba contando cosas que él, a esas alturas con la estancia esporádica de la francesa en su casa, ya sabía, más allá de la rutina de los ingresados que solieran aplicarle cuando aún estaba allí atrapada. Se deshizo de su cháchara inútil sin tan sólo mediar palabra y caminó y caminó entre más psicóticos y descerebrados, memorizando las cadenas que enrojecían costras en la piel, sumido en una memoria ya vaga que había bajado la guardia con el entorno y obedecía a los recuerdos. La sensación de los recuerdos, el modo en que podía pasar de estar viendo a una mujer poseída revolcándose en una camilla, a notar la silueta, cada vez más flácida, de Georgius entre sus uñas de fuego… que habían empezado a oler a infierno desde que se clavaron en la madera de los muebles de Mefistófeles, mientras su cráneo pasaba a ofrecerse como lienzo. El lienzo sobre el que entonces, convirtiéndose en el verdugo de su maestro frente a las llamas del amanecer, pudo ver retratada aquella misma escena.

'No puedo respirar, Fausto… Nunca he podido.'

El profesor alemán ignoró las habitaciones del sanatorio, las paredes, incluso las ventanas… y el crepúsculo, que en aquella zona apartada prácticamente ya se volvía noche, le abrigó de frío nada más salir a las afueras, dispuesto a refrescar su cerebro. Como si no llevara toda la vida separando interior de exterior (si todo continuaba de aquella manera, llevaría a cabo la meditación de ese día justo ahí en medio)... Dio unos pasos después de varios segundos, ya más relajado a pesar de que su coraza pétrea no se hubiera alterado por fuera en ningún instante, y se apoyó contra un extremo de la cerca que vedaba el sanatorio mientras miraba hacia la vegetación lúgubre. Cuidadosamente, empezó a extraer de los bolsillos internos de su abrigo el arsenal propicio para fabricarse un cigarro. No fumaba, ni tabaco ni hierba. A excepción de que sus cavilaciones, sus presentimientos… sorprendieran incluso al dominio de su rutina. Abandonarse momentáneamente a un vicio terrenal y vacío, que al mismo tiempo no le hacía perder severidad e, incluso, embellecía la tortura silenciosa de su organismo, haciéndole tastar algún que otro retal de masoquismo de aquella última vez en la India.

Si esa tipeja flacucha que hablaba con un ruiseñor imaginario le hacía tener que remontarse a ese lugar, a ese momento, definitivamente quizá debería considerarla un problema importante.

Fausto prendió el pitillo artesanal con el elemento que poblaba la caracterización de su persona y dio una calada a las cenizas que emularon las del cuerpo de su maestro por un instante, en tanto ignoraba expresamente la sombra de otro ser no identificado que pasaba a acompañarle.

Loco… Siempre lo había estado.


Última edición por Fausto el Dom Feb 12, 2012 4:09 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Invitado Dom Feb 12, 2012 9:56 am

¿Qué pasaría si te dijera que leas entre líneas? Verías que nunca estuve de tu lado.

La mente humana es el elemento más frágil que existe. Segura en su autoconvencida superioridad, fruto sobre todo de la ignorancia acerca de la existencia de seres superiores, se alza en una frágil montaña de creencias y de falsas virtudes que, bien usadas, no son sino defectos que pueden precipitar su caída si es que se les aplica la fuerza suficiente para que sus bases se vean reducidas a simples cenizas, a restos de areniscas erosionadas por el agua y de las que no quedan nada, sólo las diminutas partículas que una vez las crearon...

Y no sólo en los comúnmente denominados como locos se daba aquella fragilidad suprema, no: era especialmente en los cuerdos, los más seguros de todo el mundo que los rodeaba, en quienes más fácilmente era hacer que se abrazaran a un lado oscuro, carente de la racionalidad que promulgaban y que era algo que no existía, porque era un simple convencionalismo humano para convencerse de que eran mejor que las mulas de carga sobre las que se dirigían a los sitios de sus vidas más patéticas.

Pese a que normalmente yo mismo me encontrara mucho más afín a los llamados locos por quienes renegaban de ellos, especialmente los más propensos a formar parte de ese selecto grupo, no podía negar la diversión añadida que era hacer quebrarse una mente que se creía recta; no podía ocultar que rallaba un placer muy superior hacer que fueran los hasta entonces racionales quienes se volvían las bestias que, en realidad, eran... Y no podía, tampoco, ignorar que mis antecedentes hablaban por sí solos y siempre había preferido volver loca a la gente que rodearme de locos.

No había que avanzar demasiado atrás en mi historia, escrita sobre el filo mismo del mundo con la sangre de las miles de vidas humanas que había derramado a lo largo de mi tiempo, para darse cuenta de que mi expediente era uno de quebrar seguridades, obsesionar mentes enfermas y volverlas terminales, y si no que se lo dijeran al joven Fausto...

Como si siguiera, en su enorme egocentrismo injustificado, a diferencia del mío que, por su parte, no era sino una valoración totalmente real de mis innumerables cualidades, una idea de definirse como el heredero de una mitología germánica que no comprendía, puesto que era demasiado joven e ignorante para que los secretos de los bárbaros llegaran a su mente, había sido tan débil que enseguida se había producido su caída en mis fauces a través de uno de mis instrumentos, un juguete roto más llamado Georgius y que, en su eliminación, me había permitido matar dos pájaros de un tiro.

En la India, hacía ya tanto tiempo, se había dejado atraer como una mosca hacia la miel por alguien que no comprendía y por una psique que sobrepasaba todo lo que había visto hasta entonces, y aquello había acelerado su caída en picado, de la que se trataba de desmarcar volcándose en su racionalidad, en su carácter de científico totalmente cuerdo como los dos sabíamos, ¡o deberíamos saber!, que no estaba... no después de haber matado a su mentor por influencia del demonio que se balanceaba en su hombro, pudriendo su mente hasta que fuera susceptible de recibir el golpe de gracia.

Casualidades del destino, o más bien pura suerte motivada por una serie de desdichas catastróficas, al menos para él, habíamos terminado juntándonos en París, y el objeto de uno de mis juegos que había sobrevivido a él aparentemente de una pieza siempre llamaba mi atención... En ese aspecto, podía pese a la suma diferencia de nivel comparárseme con un padre que ojeaba el estado de su criatura, salvando todas las distancias posibles que, en aquel caso, eran más que evidentes... Especialmente por el hecho de que, aunque él fuera una de mis destrucciones más brillantes, me odiaba como en tiempos había odiado a su padre... Pobre criatura.

No era consciente de que su destino nunca le había pertenecido desde que nos habíamos encontrado; no terminaba de recordar que mi marca seguía en su piel tan visible como profundamente estaba grabada en su mente y creía... la sola idea provocaba una carcajada desde lo más profundo de mi garganta; creía, en fin, que era libre... ¡Y que podía vencerse, creerse superior a mí o incluso librarse de mi sombra en su vida, bajo la cual se había estado moviendo durante años!

Semejante osadía sólo podía venir de un humano con la mente ya tocada y frágil, y tamaña desfachatez en particular sólo podía ser obra de él, de Fausto, a quien estuve observando desde las sombras a partir del momento en el que puso uno de sus pies en la ciudad de París, mi territorio por definición y en el que él era un extraño, invitado sólo por mi generosidad con él inmerecida hasta que me hartara y decidiera revocarle el derecho de entrada, cosa que podía suceder en cada momento, según se terciara la situación y el humor con el que me atrapara.

La confirmación de su irracionalidad vino dada por mi estudio cuando su propia demencia, que se precipitaba por los bordes de su máscara de cordura, se manifestó en su obsesión... Una chica joven, de nombre Éline, pelirroja y totalmente de atar, era su nuevo objeto de estudio; su mente frágil y rota por un ser como yo en las formas pero infinitamente diferente a mi perfección en la realidad, era lo que había atraído a mi experimento hacia el de otro vampiro, y el que amenazaba con obsesionarlo aún más de lo que ya estaba, si era posible.

Aquella era su mayor debilidad, el punto por el que podía atraparlo y hacer posible que volviera a enfrentarse al rostro de su peor pesadilla, y por eso mismo aquella noche, después de abandonar el sueño diurno al que me veía constantemente enfrentado por una característica propia de mi naturaleza, que impedía que viera a Helios si no era representado, mi camino fue directo al sanatorio para enfermos mentales que se caía tan a pedazos como las mentes de sus internos.

Colarme en una institución de tales características era, y habría sido aunque no fuera yo de quien habláramos y por mis notables características pudiera permitirme eso y mucho más, tremendamente sencillo; evitar que nadie me viera porque el caos que allí reinaba entre sangre y lobotomías, aún más fácil... Y adentrarme en las habitaciones donde los enfermos creían ver productos de su imaginación en mí fue lo siguiente, así como también lo fue alimentarme de la sangre que más llevaba implícita la esencia de la libertad, del caos y de la demencia... en las pequeñas dosis que un simple humano podía representar aquello.

Mi invitado de honor, aquel por quien la representación de aquella noche iba a tener lugar, no tardó en llegar y llenar el aire corrupto del manicomio con su propia esencia, una que yo conocía demasiado bien, y el cadáver de uno de los internos que habían constituido mi cena cayó al suelo con un golpe seco, pasando a formar parte del mobiliario de la sencilla habitación con apenas un jergón, una ventana y un orinal vacío al lado del cadáver. La puerta entreabierta separaba la sala del pasillo, pero a mí no me interesaba esa dirección sino la otra, la que llevaba a la ventana cerrada y que con un simple movimiento de mi fuerza sobrehumana dejó entrar el gélido y húmedo aire de la noche parisina... así como el aroma a tabaco que era tan característico de Fausto.

Con aire indolente a más no poder, caminé hacia la ventana y apoyé ambos brazos en el alféizar, asomándome hacia el exterior desde aquel primer piso tan cercano a la zona donde él estaba, y cuando giró su mirada hacia mí sólo sonreí de manera perversa, apoyando la cara en una de mis manos con aire aburrido.
No, no disimules, sé que me echabas de menos... – murmuré, aprovechando el momento para que una corriente de aire condujera mis palabras hacia él antes de encogerme de hombros y despedirme de él con una mano para volver al interior del sanatorio, donde probablemente él me buscara... como siempre terminaba haciendo.

No pensaba, de todas maneras, perder mi tiempo esperando a que a mi creación le llegara la idea de acudir a mi llamada sin palabras explícitas a su dura cabeza, así que sin perder un instante me dirigí hacia la habitación de al lado de la que me había recibido, donde una joven pelirroja con un parecido notable a la obsesión de Fausto aguardaba dócilmente a que alguien como yo se adentrara en las sombras de su mente, rodeara su cuerpo con los brazos desde atrás y clavara los colmillos en su fino cuello, succionando la sangre que hasta entonces le había permitido estar viva... y que en cuanto abandonó su cuerpo la dejó como a una muñeca de trapo rota entre mis brazos, con apenas un hálito de vida muy frágil y respirando de manera entrecortada... momento en el que Fausto apareció frente a mí y yo la dejé caer.

Llegas justo a tiempo para el postre. – comenté, limpiando una gota de sangre de mis labios con la mano para después lamerla y sonriendo, de nuevo, de manera diabólica con la mirada clavada en él, esperando su reacción... Esperando que se diera el momento preciso para hundirlo por su propio peso.
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Mensaje por Fausto Miér Feb 29, 2012 3:11 pm


Y de un sueño incompleto despertaba sobre los restos de otro.

Otra vez…

Sí.

Otra vez…

Aquel engendro de libertinaje infecto con el que marcaba cada uno de sus pasos por el páramo antes de decidirse a girar aquella cabeza de bazofia elitista y dar con el odio en su mirada… Allí encarcelado, allí predispuesto, allí únicamente porque su coraza de sangre y vida inmortal volvían a saber, volvían a escupir sobre lo que habían sabido siempre y lo que habían creado en consecuencia. Y Fausto ya estaba lo suficientemente harto de pies a cabeza, ya había trabajado demasiado en su odio candente, modelado de un modo demasiado tajante esos ocho años para reafirmarse hasta en la montaña más empinada y viscosa, como para que ahora de repente… (otro jodido de repente…)

Intenta respirar. Sé que puedes. ¡LO HAS PODIDO TODO!

El profesor alemán se había aprendido de memoria el trazado del tatuaje que le surcaba la carne, siempre teniendo en cuenta que dada su localización, nunca, nunca pudo vérselo al momento de que aquél, en sus distintas formas e interpretaciones, se lo cosiera a la piel. Y nunca, nunca se lo había querido ver luego, pues no había necesitado hacerlo y ni siquiera podía pensar que fuera una ventaja frente al monstruo que alimentaba las llamas de su desgracia errante... Porque era al contrario; era el hecho de llevar una marca invisible que no tuviera problema en reconocer lo que precisamente dotaba de acuciante decisión a aquel instante de reencuentro. Mefistófeles no le había puesto los cuernos del macho cabrío ahí para que se los viera, sino para que los sintiera, para que le pudrieran ese conocimiento, eso que lo había llevado a ser quien era, incluso antes de su primera reunión, y eso que también lo había llevado a ser parte del interés de un titiritero aburrido de su propia putrefacción.

El portador de su nuevo –y a la vez, siempre el mismo- ‘quien era’.

¿Quién diablos era?

Aun miles de días literales después, ese vampiro enfermo de gozo continuaba jugando con sus puntos fuertes, de sebosa ambición, de pesada implicación. Jugaba con lo poco que le quedaba a Fausto de cordura en escenas como aquellas en las que únicamente el humano había ido a parar a un lugar donde encerraban a dementes sin gracia porque volvía a reencontrarse con esa necesidad mundana de saberse humano. Vejatoriamente humano. Sí, los puntos fuertes de Fausto eran también su cadena menos escurridiza y más cernida, esa magnánima avalancha que formaba parte de todo su poder y que aunque desde pequeño había aprendido a manejar tan bien, igual que ajustaba a su mente los pasos exactos para hacer explotar una vértebra apenas sin moverse o para enumerar sin alterar un ápice la voz los componentes de la madera de la ventana a través de la cual volvía a ver a Mefistófeles torturándole con un tercero de por medio... seguían siendo un espejo arcaicamente útil. No lo suficiente como para vislumbrar sus puntos débiles, pero cuando eras el responsable de que un alma se hubiera desintegrado lo suficiente como para asesinar al hombre que la había moldeado hasta las vísperas de la perfección misma… ayudaba.

Deja de mirar por mi reflejo. Está sucio.

Sí, ayudaba. Aquel parásito dejaba de beber sangre para beber de toda esa maldita ayuda.

Puede que no supiera quién diablos era, pero sí que dentro de poco, estaría escribiendo su nombre sobre un montón de tripas con el intestino del padre de Georgius escurriéndose de entre sus dedos.

Los ojos de Fausto ardieron, saboreando de nuevo aquella sensación de estar al borde de un abismo que manejaba otra persona (incluso la mediocridad de un sustantivo tan común inspiraba lástima cuando lo relacionaban con ese hijo de…). El olor del tabaco humeante se esparció en torno a sus recuerdos poco después de volver a atisbar a Georgius, esa vez al otro lado de aquella sonrisa diabólicamente hedonista que creía estar sirviéndose otra vez de esos despojos anímicos que tan incongruentes se hacían en el pecho del cazador… La rata de mayor tamaño y cruda carcasa se plantaba allí nuevamente, al lado de donde florecían las ramas resecas de Fausto para retorcerlas todavía más, creyendo que podría estimular más su podredumbre, igual que un padre orgulloso de que su hijo hubiera salido problemático. Pero… ¿De verdad se pensaría que la deformidad que consiguió hacerle continuaría en el mismo lugar donde la dejó?

Iluso. En su repugnante concisión de lo perfecta que era su existencia eterna. En su pútrida necesidad de creerse que todo lo que hacía era real. Mefistófeles, Belcebú, Jaldabaoth. Iluso. Desde el primer momento en que utilizó su cuerpo como lienzo.

Iluso.

No arrojó el cigarro, ése que nunca fumaba y que justo se había hecho de desear aquella misma tarde, como profeta virgen del reencuentro. Lo mantuvo atrapado entre la rabia ígnea de sus uñas en tanto no tardaba en llegar hasta donde Mefistófeles estaba. Ni siquiera había analizado con detenimiento a la muchacha de la que se estaba sirviendo, pero bastó con posar las pupilas en su color rojizo de pelo para que su pitillo temblara sólo un instante y después continuara con lo previsto.

La estaca rajó el aire muchísimo antes de pasar por la mejilla del vampiro y deslizar la hendidura de su herida con una precisión escalofriante, clavándose en la pared que quedaba detrás. Primera señal fuera de lo implícito que indicaba que aquella segunda vez no pensaba andarse con rodeos. Le traía sin cuidado lo que tuviera que decir o lo que hubiera descubierto o lo que hubiera diferenciado aquel día del resto para volver a acuchillarse con la mirada después de tanto tiempo.

Había evolucionado muy lejos de su vigilancia.

No esperes que haga una reseña de tus palabras o tus actos -habló en un tono propio de la caverna más erudita del subterráneo terrestre, al tiempo que redirigía el cigarro a sus labios y daba otra calada sin dejar de quemar a Mefistófeles con una mirada capaz de hundirse muchísimo más que cualquier estaca-. Pues rememorar el acontecimiento que nos une es más peligroso que todo lo que hayas necesitado para volver a vértelas con el que ahora regresa de entre tus propios restos a devorarte desde dentro.

Y aquel amante de noches sangrientas todavía no había empezado ni a asimilar de qué forma acabaría por convertirse en un punto débil suyo.

No de Fausto.
Suyo.

Bienvenido al hoyo que has cavado tú solo, demonio.
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Mensaje por Invitado Lun Mar 05, 2012 8:37 am

El sonido más audible en la habitación casi en ruinas en la que nos encontrábamos era el del corazón de la demente pelirroja que, a mis pies, luchaba por salvar su vida, por aferrarse a un regalo inmerecido que alguien le había otorgado y que mi naturaleza poco generosa le había arrebatado para que sirviera a un fin mayor y mucho mejor: alimentarme, alargar mi propia no-vida y hacer que pudiera servir para un propósito mucho mejor que una existencia vacía... Llenar la mía, ¿cuál si no?

Fausto estaba de momento callado, aunque aquel silencio no significaba nada en absoluto viniendo de él, que tan pronto podía soltar una verborrea incesante y aburrida, tanto que de ser humano aún me habría dado un dolor de cabeza considerable, como podía callarse y pretender ser quien tenía el control de una situación que desde hacía ya unos años se le había salido de madre... sobre todo desde que había caído en mi trampa.

Qué sumamente fácil es atraer a un humano hacia lo desconocido, hacer que renuncie a lo frágil de una vida inventada, construida sobre unas bases que rechaza, y hundirlo aún más en su miseria; qué sencillo es destrozar una mente que, cuando llega a ti, ya está quebrada y sólo espera el golpe de gracia para hacerse mil pedazos, como un cristal agrietado que sólo pasa a ser fragmentos de lo que antaño era una única superficie... Así era Fausto cuando había llegado a mí.

Las mentes quebradas siempre me habían llamado la atención, y la suya en particular se había revelado como un interesante juguete con el que podría trastear hasta que me aburriera, momento que aún no había llegado. ¿Por qué, si no, creía que lo había conducido hasta Georgius? Sí, había sido yo quien los había acercado, de una manera tan sutil que ninguno lo sabría, mi antigua creación castigada por su humanidad porque reposaba en su tumba y Fausto porque yo no se lo diría, pero toda su vida desde que había acercado un pie hacia mi telaraña había dependido, en mayor o menor medida, de mí... Y pensaba seguir demostrándole que no iba a librarse de mí tan fácilmente.

Me necesitaba. Su vida no estaba completa sin alguien a quien detestar como lo hacía conmigo, un honor si alguien como él supusiera una amenaza de hecho hacia mí y si alguien pudiera comparárseme, y por mucho que atravesara derroteros como conocer la mente de una pelirroja demente y amenazara con algo sumamente hilarante, enamorarse de ella, iba a seguir manteniendo esa dependencia vital hacia mí... que no era mutua.

Nuestra relación era extraña, ese punto sí que iba a concederlo, pero no pasaba él de ser un simple objeto de mis maquinaciones, un juguete que me servía para matar las horas aburridas de la vida vampírica y nada más que eso ya que seguía siendo un humano más, uno que se creía algo más de lo que podía llegar nunca a ser y que no valía ni para entretener sin suponer, en sí mismo, más que una simple molestia porque mira que su ego era grande... ¿Tirarme a mí una estaca? Por el can, como decía Sócrates, ¿de qué clase de lugar se había escapado aquel muchacho?

No me había hecho daño, eso por descontado, pues como con todo lo que hacía se necesitaba mucho más que un gesto como aquel para causar una impresión duradera en mí o, siquiera, una herida que tardara algo más que un par de minutos en curarse ya que si bien mi proceso de cura no era tan rápido como el de otros vampiros, la edad había conseguido que se acelerara en sus posibilidades de una manera que sólo podía ser mía... Al igual que sólo yo podía ignorar sus palabras tanto como lo estaba haciendo, ya que me entraban por un oído y me salían por el otro sin causar en mi cabeza, el punto intermedio entre ambos receptores de sonido, mayor efecto que el zumbido de una mosca o el corazón de la pelirroja moribunda que estaba a nuestros pies... Pobre criatura, o al menos lo sería si me importara lo más mínimo.

Me llevé la mano a la mejilla y recogí la sangre que caía, apenas una gota que tenía la forma de las lágrimas que Fausto acabaría derramando por sus ojos al suplicarme clemencia, y me llevé a los labios, degustándola y simplemente apartándola de la superficie estrictamente clara, pura y fría que era mi piel, incorrupta por lo demás y tan perfecta como sólo yo mismo lo era... ¡Faltaría más!

No te cansas de ser tan predecible, ¿no? Pero, claro, luego la fama me la llevo yo, luego quien no deja pasar aquel día de hace tanto tiempo es Mefistófeles mientras que Fausto ya ha avanzado... Si ni siquiera he dicho nada al respecto, por el amor del cielo, dame tiempo... o bueno, mejor tómatelo con calma, a fin de cuentas eres tú quien no tiene una eternidad por delante. – comenté, como quien habla del tiempo o del último lío del rey de España en un salón de la corte parisina o, sin ir tan lejos, en una de las callejuelas de aquella ciudad.

Negué con la cabeza y rápidamente cogí la estaca que había rozado mi piel y que había terminado por estamparse contra la pared en una prueba de cómo no quería matarme y mi certeza de que me necesitaba era tal... Lo hacía, quería detestarme para no sentirse vacío y para no darse cuenta de que su vida se encontraba, sin mí, tan vacía como la de la humana que estaba aún a mis pies y de la que no me había olvidado, ¿cómo hacerlo cuando su rostro era una copia casi exacta de la nueva obsesión de mi juguete, más cercana a un objeto de estudio que a una persona entendida como tal? Imposible.

Aquello, en sí mismo, era una ventaja considerable sobre las muchas que ya poseía sobre Fausto y que me podría ayudar a hundirlo aún más, por lo que aún con la estaca en la mano, un arma que se podría llegar a volver contra quien la había blandido contra mí en primer lugar, me dirigí hacia donde el cuerpo yaciente de la pelirroja estaba, más un bulto en el suelo que una auténtica figura, y sobre todo alguien que hizo que ignorara a Fausto durante unos agradables segundos... Porque, todo hay que decirlo, a veces mi juguete se ponía de un insoportable que daba ganas de matarlo y acabar con la potencial diversión que suponía.

Me agaché frente a la muchacha, cogí su cuerpo con una mano y lo giré para que me enfrentara, para que me mirara a la cara y para que después hiciera lo mismo con un Fausto al que tenía que recordarle a Éline Rimbaud ya que podrían haber pasado por hermanas gemelas a simple vista... Y aquel hecho no era para nada accesorio, no; era todo parte de mi intención de aprovecharme de aquel sentimiento, aquella debilidad que empezaba a nacer en él por mucho que la maquillara como interés científico, para hundirlo como se hundía en la batalla la espada en el corazón de un enemigo.

¿No te recuerda a nadie, Fausto? Tan pelirroja, con unos ojos tan azules y tan idos, casi como si estuviera hablando con un pájaro que sólo existe en la mente destrozada de una chica tan joven, tan pura, tan débil y, sobre todo, tan sumamente frágil que con un golpe puede ser eliminada y anulada... ¿No, no te dice nada, en serio? Quizá lo que tienes en mente es otra figura que pereció en tus brazos, como han sido tantas en tu búsqueda de mí lo mismo puede ser... – añadí, con tono absolutamente inocente, tan beatífico que, de haber sido presenciado por un cura, me habría canonizado inmediatamente, pero a la vez con una expresión tan divertida que rozaba lo macabro y que anulaba todo valor que mi tono de voz hubiera podido tener por muy buen actor que fuera y que, de hecho, era... al menos cuando quería.

¿Cómo te llamas, criatura? – pregunté a aquella joven, que me miraba casi sin verme, murmurando algo acerca de un arcángel o del mismo Lucifer, quién sabía... La mitología de la Biblia y del cristianismo en general era tan absurda que ni siquiera me esforzaba en aprendérmela o en prestarle atención.
Éline... – murmuró como respuesta, impulsada por mí y por un poder que aprovechó su fragilidad mental para imitar hasta el tono desquiciado de la obsesión de Fausto...

Y, en aquel momento, todo sucedió muy rápidamente. El cuello de la joven se partió con un sonido sordo y fuerte; yo me levanté del suelo con velocidad inhumana y le clavé la estaca a Fausto en un brazo, alcanzando la pared e inmovilizándolo físicamente al tiempo que mi mirada, burlona, lo hacía, castigándolo por su osadía... O al menos permitiendo que se mantuviera en su lugar y no tratara de escalar al mío.

Ahora dime, ¿cómo piensas devorarme desde dentro? Tengo franca curiosidad... ¿Vas a ser tan eficaz como lo fuiste para matar a Georgius, ya que tú mismo has sacado el tema, o has empeorado con los años? Ilumíname, maestro... – pregunté, con tono peligroso que se reforzaba al sujetarlo contra la pared en la que se encontraba, al menos su cuerpo, ya que de hecho tenía ganas de escuchar sus delirios trastornados... Siempre habían sido su mayos vis cómica.
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Mensaje por Fausto Mar Abr 03, 2012 2:59 am


No pretendas ser todavía más de lo que ya eres, viejo. Eso sólo mundaniza cualquier perfección.
El cazador alemán no dejó de observar, en ningún instante, en ninguna escapada de su mirada, por febril que ésta fuera (falso, porque nada en él flaqueaba, mucho menos en un momento de tal calibre no sólo para la existencia en sí, sino para su propia trascendencia), cada uno de los actos, de las expresiones y de las respuestas -todas empaquetadas en una dos, hasta tres lecturas- que le ofrecía el enemigo de su cuerpo y de su alma.

Aquel tipejo definitivamente era sordo de nacimiento. O peor, de pura egolatría, pues que su reacción en aquellos jodidos instantes fuera no inmutarse ante lo que le decía no podía sino demostrarle que el único en evolucionar de los dos había sido Fausto. Por supuesto que el profesor de teología era otra muestra ambulante más de auténtica soberbia, de pura jactancia y asquerosa vanidad. No había nadie a su altura, no había nadie que pudiera aproximarse siquiera a lo que había visto y conocido y alcanzado. Su elitismo apestaba a kilómetros, sus habilidades se entremezclaban con su entorno hasta no dejar títere con cabeza y una de las cosas que le unían a ese segundo creador que ahora pretendía burlarse en su puñetera cara era la superioridad desmedida que les otorgaba el hecho de prestar tan mísera atención a las emociones humanas. Porque no, aquello no era cuestión de ver quién podría considerarse mejor que el otro. Demasiado aburrido para lo que se había ido gestando y se gestaba allí en medio.

Lo suyo, lo de Mefistófeles y lo de Fausto, quedaba enteramente aparte de cualquier otra piedrecita en el camino o peón insulso del resto de sus rutinas. A ese pillastre seguramente que no le había supuesto esfuerzo alguno destrozarle la vida y, aun así, tampoco borraba que ese hecho hubiera sido una excepción, una exclusividad de la que sólo aquel villano disponía. Y esa exclusividad SÍ podría ensalzar a una de las dos partes, a Mefistófeles, pero NO hundir a la otra, a Fausto. Y en eso fallaba su enemigo con aquel comportamiento: en que parecía creer lo último por encima de todo, y no... Porque cuando supo ser ‘el único’, ‘el exclusivo’, en manipularle y hacer que asesinara a Georgius para luego negarle la ambición que lo había provocado (ambición de Fausto y no de él), lo dejó con los despojos de su propia desgracia (desgracia de Fausto y no de él) y en el centro de un millar de caminos que tomar a continuación. Y, sin embargo, el cazador los ignoró todos y creó el suyo propio (de Fausto y no de él) hasta la actualidad. Por lo que seguir atribuyéndose méritos de algo que ya sólo restaba como deseos de venganza no podía llegar a ser más lamentable por parte del chupa-sangres.

¿Sencillo? ¿Simple? Lo que portaba la relación de ambos podría ser muchas cosas, pero ninguna de ellas respondía a semejante mundanidad en las definiciones. Si Mefistófeles de veras pensaba eso acerca de lo que iba a desatarse a partir del reencuentro, si realmente pensaba eso acerca de cuanto era él, habría llegado a hacer algo mucho peor que lo de su maestro: decepcionarle. Y desde luego, eso por merecer, ni siquiera empezaba a merecerse el respeto que sería adecuado para alguien de su evidente valía. Porque aquel demonio la tenía, por supuesto, no lo había negado ni lo negaría nunca porque el propio Fausto era la prueba y eso significaba negar a su vez más allá de lo que estaba dispuesto. Pero Fausto también era muchas otras cosas aparte de ‘su prueba’, muchas otras cosas que sólo habían salido de él mismo, antes y después de haberle conocido. Si aquel ego vampírico resultaba capaz de manchar de tal patética forma los anteojos de la realidad, no se iba a molestar en convertirse también en su pañuelo revelador. Si acaso, eso lo haría la muerte, incluso si aquel pedazo de carne infecta no la llegaba a conocer jamás. Mucho peor para su libertinaje de pacotilla, significaría que estaría condenado a vivir para siempre sobre los deshechos de su propia ignorancia, limitado de por no-vida a una venganza mucho más descarnada incluso que el honor de sangrar en los brazos del cazador.

Quizá una parte del humano dependiera de la enemistad que los soldaría hasta el último aliento, porque era imposible tapar el pasado y aquel vampiro era su único fantasma, pero jamás iba a dejarse arrollar por ello. Y Mefistófeles debía darse cuenta antes de que fuera demasiado tarde: el hecho de que no tuviera un mínimo de respeto hacia Fausto no suponía precisamente una ventaja.

Igual que la relación entre ellos dos era extraña, sumida por el profundo odio del alemán, la de Éline y él también lo era, más todavía si por primera vez empezaban a aflorar otro tipo de emociones parecidas a las que llegó a experimentar junto a Georgius. Sin embargo, las de Éline todavía se estaban generando en su interior y si bien conseguían aturdirlo -toda una proeza por parte de ella, viniendo de alguien que no parpadeaba a la hora de calcular cuánta muchedumbre había en una plaza con sólo un vistazo-, comparadas con lo que significaba volver a encontrarse frente al autor de su tatuaje, no tenían la suficiente fuerza. Aunque, con el teatrillo que le mostraba junto a aquella muchacha aleatoria e igualmente pelirroja y parecida a su nuevo libro de Ciencias, sí logró despertarle algo: el temor inconsciente, implícito, sepultado, indiscernible, de que todo se repitiera, de que ese jueguecito significaba que le había estado acechando en las sombras y que volvía a conocer algo que usar en su contra. No obstante, aquella forma de empezar a hacerlo le pareció verdaderamente mofante y no, de momento, el odio arraigado hacia Mefistófeles era mayor que el posible amor hacia Éline, de modo que eso no iba a resultar, de ninguna de las maneras. ¿Tan bien se le daba a ese hombre desprestigiarse con el ego tan cebado? Para Fausto y aparte de sí mismo, él era el único protagonista en esos momentos. Dudarlo resultaba una soberana idiotez, así que el otro ya podía ir guardándose sus aptitudes de maestro de ceremonias para un circo de retrasados mentales. No conseguían alterarlo.

Una y otra vez. Muestras de irrespetuosidad continuas. En fin…

Al igual que Mefistófeles con el corte que le había hecho Fausto, éste tampoco cambió un ápice su expresividad cuando mató a la chica y le clavó la estaca en el hombro para acorralarlo más descarnadamente contra la pared. El dolor físico no representaba absolutamente nada para él, menos aún con el de Mefistófeles contra el suyo y la certeza real de su rostro demoníaco a un palmo de distancia.

¿Y tú no te cansas de ser tan repetitivo?- suspiró con condescendencia, sin mostrar apenas diferencia de cómo hablaría, si todavía estuviera fumando tranquilamente- ¿O es que tu supuesta magnanimidad es tan escueta que tienes que volver a servirte de lo mismo? - El mayoritario silencio y la falta de verborrea con la que había estado respondiéndole escondían más importancia de la que la ceguera de auto-masturbación del vampiro parecía ser incapaz de relacionarle nunca- Craso error –en tanto deambulaba distraídamente la vista hacia el reciente cadáver y luego la depositaba en el cigarrillo que, tras el impacto, se le había caído y que continua desprendiendo fuego desde el suelo-. Pobres recursos.

Acto seguido, fue el cazador quien se valió del factor que ofrecía la inmediatez cuando placó a Mefistófeles en el pavimento, usando por primera vez su fuerza tal y como era y no con el preaviso inapetente del principio. Esa vez, quedó él encima inmovilizándole, mientras se desclavaba la estaca sin miramientos y le devolvía el dolor físico de manera objetivamente infalible: hundiéndosela a un costado con la técnica milenaria que se había usado desde los primeros chamanes sacrificadores, retorciéndosela hasta llegar a la frialdad de sus huesos muertos y dejando que parte de sus uñas entraran para alterar la carencia de vida que había en su organismo.

Sí, había aprendido cómo llegar a matarlo. Escribió eso a fuego lento sobre su carne, al mismo tiempo que respondía con pretendido retraso a la primera pregunta del maestro.

Ya estamos dentro de ti, demonio infernal.

Y no estaba hablando sólo literalmente.

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Mensaje por Invitado Mar Abr 03, 2012 10:26 am

Quizá de su boca, si dejaba que hablara el tiempo suficiente, podría salir algo más que mediocridad, ni siquiera dorada, y dejaba de contaminar el aire que nos rodeaba y que sólo le era necesario a él... Si lo pensaba era hasta contraproducente para sí mismo dejar que hablara, dado que todo lo que soltaba era tóxico por lo falso y vacío para su propia persona, pero siempre había tenido una vena masoquista mi juguete demasiado fuerte, lo suficiente para dejarse manipular... aunque no había tenido otra opción.

Volvíamos al tema de siempre, a su infinita inferioridad frente a mi superioridad en todos los campos, y sobre todo a esa parte de su enorme cabeza (en cuanto a tamaño, porque por el contenido era del tamaño de un guisante o un grano de maíz) que era incapaz de darse cuenta de una realidad muy clara: él había sido el perdedor, y yo el ganador, en una dinámica que se repetiría constantemente siempre y cuando su rival fuera yo, dado que con cualquier otro quizá podría saber lo que era la clemencia.

A mí, particularmente, no podían darme más igual sus ínfulas. Él podía creerse lo que quisiera, tanto que su historia con la pelirroja demente iba a salir bien (algo absurdo pero, ¡eh!, esa es parte de la vis cómica de Fausto a la que me refería, algo tan grotesco que en sí mismo resultaba hilarante, como la diversión de lo absurdo) como que tenía algo que hacer contra alguien que había decidido que uno de sus deportes preferidos era hundir su vida poco a poco, poco importaba.

El problema venía cuando sus cuentos, además de ser demasiado para su pobre mente, adquirían la suficiente fuerza para que los lanzaran a la cara de los demás, y por ahí sí que no pasaba. Lo que sucediera dentro de su cabeza no me importaba a no ser que pudiera ser algo con lo que poder destruirlo, y que me viniera con esas estupideces que, por otro lado, eran tan propias de alguien sin recursos me aburría, exactamente eso.

Nada de lo que pudiera hacer me sorprendía, en realidad. El truco con Fausto era acostumbrarte a que estaba loco y tenía una visión errónea de sí mismo, y si a esa mezcla la aderezabas con el odio irracional e injustificado que sentía por mí el resultado, él, era alguien tan predecible que incluso me costaba esfuerzo ahorrarme los bostezos, algo que probablemente interpretaría de manera también predecible y vuelta a empezar...

No, si encima luego se preguntaría por qué me divertía causarle dolor con lo aburrido que era de normal. Parecía esa clase de ex pareja que se muere de rabia por que lo hayáis dejado y quiere hacerte sentir ese dolor que tú no estás experimentando dado que la relación sólo te servía para cumplir tus objetivos: entretenerte. La situación era la misma, y Fausto quedaba en aquel momento como la mujer despechada cuya ira, sin embargo, era tan sumamente inútil que me daba lástima.

No pude evitarlo, me eché a reír. Pese a estar con una estaca clavada en el costado, con sus uñas incluso metidas en el interior de mi herida y con él en un intento de mantener su dignidad a un nivel razonable para alguien que en algún momento la había poseído, la situación se había vuelto tan surrealista que era inevitable, sobre todo porque era incapaz de ver a Fausto como una amenaza sino como alguien despechado y que vuelca su rabia sobre el objeto de su despecho, en aquel momento yo. La sola idea resultaba tan hilarante que mis carcajadas eran notables, hasta que terminaron y sólo el rastro de la risa quedó en mis labios y en mi mirada, testarudo.

Casi había olvidado tus pretensiones, Fausto, y lo divertidas que podían llegar a resultar. ¿Te había dicho alguien alguna vez que la locura es algo que se pega? Aunque claro, teniendo una base como la tuya ni aunque te pegues a la pelirroja esa tuya va a acelerar un proceso que ya está sucediendo, así que... – comenté, indolente a más no poder y, a la vez, sincero a más no poder.

En su caso, sin embargo, no había alternativa posible. Si alguna vez había tenido juicio, cosa que dudaba muy mucho por el simple hecho de haberse aliado con alguien tan débil como Georgius y pese a haber tenido una obvia remontada al reconocer mi genio algo después, lo había perdido cuando había empezado a destruirlo por completo, y lo que quedaba de él eran los resquicios de un hombre vulgar que se esforzaba por escribir su nombre en la eternidad.

Fausto... La sola idea me daba ganas de echarme a reír otra vez, y era la razón por la que había elegido a Mefistófeles en primer lugar, ya que la mitología alemana a la que él parecía querer unirse podía volverse contra él de una manera tan dolorosa que había supuesto, en su caso, el golpe de gracia final para matar lo que quedaba de valor en él, apenas nada.

Se mostraba frente a mí con una vulgaridad pasmosa que se veía aún mejor en esos aires que se daba, en esas ilusiones suyas que portaba como bandera pese a que fueran más irrealizables que mi caída o que el sueño de la alquimia de convertir el plomo en oro, ¿y aún creía que iba a mostrar el más mínimo respeto por un juguete descalabrado que quería volverse contra su creador? El respeto es algo que se gana, y él lo único que había hecho durante toda su vulgar existencia había sido aplanar el camino que lo convertiría en un siervo, no en alguien digno de ser respetado... Una pena. Para él, claro.

Con aire aburrido, me aparté de él y saqué la estaca de mi costado, examinándola después. La talla era tosca a más no poder a los ojos de un vampiro, además experto en armas, e incluso para los ojos humanos podían verse las imperfecciones constantes, que sólo quedaban disimuladas por lo carmesí de mi sangre resbalando por la madera de una manera similar a la imaginería barroca, tan dramática como redundante en lo patético.

Esto es un trabajo de aficionados hasta para ti, Fausto... ¿De verdad vas a tomarte tan pocas molestias a la hora de matarme? ¿En serio me vas a hacer el feo de ser tan poco profesional como se supone que un cazador aficionado tiene que serlo? ¡Por favor, esto es caer bajo hasta para ti! Y yo que aún confiaba en que no funcionaras con el mínimo esfuerzo para todo... Qué decepción. – comenté, momentos antes de lanzar la estaca contra la pared más cercana con tanta fuerza que la madera se astilló, la pared se agujereó, y la estaca quedó destrozada.

Negué con la cabeza y me crucé de brazos, con el mismo aire de un profesor que regaña a un alumno particularmente zopenco en un momento, y la sonrisa, esta vez pérfida, volvió a mis labios rápidamente, dibujándose como un látigo en mi rostro que permanecía fijo en Fausto, aunque a decir verdad no podía, de nuevo, darme más igual lo que intentara dado que no iba a matarme.

Dependía de mí, me necesitaba, y si quería seguir con su vida tenía que tener a alguien a quien odiar como me detestaba a mí, siendo mi pérdida lo suficiente para anular absolutamente todas las frágiles certezas sobre las que había construido su penosa existencia... Era clave para él, lo suficiente para que no pensara eliminarme, y mucho menos tan rápido, ya que pese a su falta de cordura (que, por otra parte, también estaba sobrevalorada dado que la racionalidad no llevaba a ningún lado...) ni él llegaría al extremo de perder algo que necesitaba como a respirar. Estábamos conectados... y eso permitía que mi diversión se prolongara mucho, muchísimo más que simplemente eso.

Por cierto, vale que estés muy ocupado intentando matarme y esas cosas, pero que yo sepa devorarme implica o bien abrir la boca y empezar a tragarte mi carne y mi sangre o bien meterte en mis pensamientos, algo que no puedes hacer dado que ni siquiera sabes lo que se esconde debajo del yo que conoces... Aunque claro, de alguien que ni responde a la pregunta que le he hecho antes, ¿qué se puede esperar? – finalicé, poniendo los ojos en blanco y apartando la tela de la herida que me había hecho y que ya empezaría a cerrarse dentro de poco al tiempo que me acercaba a la pared para apoyar la espalda en ella, indolente.

No era, tampoco, como si tuviera prisa dado que no la tenía; de hecho, era consciente de que ambos nos tomaríamos todo el tiempo del mundo para intentar destrozar al otro, pero lo que él no sabía, mientras que yo sí, era que no podía ganarme, dado que me necesitaba mucho más de lo que yo lo necesitaba a él... Y, además, nadie es rival para mí, especialmente no él, así que ponernos a competir no puede tener lugar sin ser falaz por una razón sencilla: él nunca estaría a mi nivel.
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Mensaje por Fausto Dom Jul 29, 2012 8:16 pm

La lluvia para Fausto siempre había sido fuego. En contra de todo lo que había aprendido, en contra de la realidad misma, para Fausto, la lluvia era fuego. Fuego desatado en tormentas y cuanto más pronunciadas las disparaba el cielo, mejor se acoplaban a todo lo que era él, física y psicológicamente. Las gotas se deslizaban por su cuerpo, desesperadas y suicidas, deseando relamer hasta el último de sus poros y Fausto las sentía arder porque todo su cuerpo estaba frío. No le hacía faltar morir para eso.

Era imposible mirarle y por muy de vuelta que estuvieras de todo, por muy superior que se sintiera uno desde el manto del paraíso o las brasas del infierno, era imposible no sentir esa fascinación que le añadía la lluvia, no importaba si ahora les cubría un techo y no había precipitación alguna literalmente. Sólo en aquel preciso instante, con la actitud que el cazador pasaba a adquirir tras haber comprobado aquella reacción del maldito vampiro ante su parecer, el aspecto de Fausto pasaba a mostrar aquella forma, aquel poder. Se revelaba. Oh, sí, se revelaba, incluso para Mefistófeles. Especialmente para Mefistófeles.

Gradualmente, igual que una enfermedad desconocida que despellejaba tu cuerpo lentamente, una carcajada empezó a invadir la estancia mucho antes de invadir su garganta, un sonido tan sobrenatural como lo era aquel bebedor de sangre, que surgía de entre las encías de la mismísima boca del lobo para relamerse a un costado de tus pesadillas y reescribir lo que estabas soñando con las pinceladas sangrientas de la realidad.

¿Que él nunca estaría a su nivel?

Un súcubo de 'enfines', largos y desquiciantes. Si a Fausto pudiera desquiciarle el vacio, por supuesto.

Incluso los ojos del alemán se habían cerrado para reír de aquella forma y si a Mefistófeles todavía le quedara algo de oxígeno, habría experimentado aquellas gotas de la lluvia de Fausto en la carne… con la sola diferencia de que a él sí que le hubieran congelado hasta el hígado.

No estás hablando en serio, ¿verdad? Dime que no –espetó cuando sus pupilas quedaron nuevamente abiertas y el azul de la lluvia se asomaba desde su mirada para contemplarle sin tapujos-. ¿Piensas que intento acabar tan pronto contigo? He dicho 'desde dentro', no 'desde ya mismo' ¿Seguro que eras tú el que escuchaba o el problema te acecha cuando intentas razonar? Esto no ha hecho más que empezar, perro deshuesado, que te plantes tan equivocado o te burles de cosas tan absurdas es un modo muy chapucero de anunciarte después de tanto tiempo, si me permites la observación –añadió antes de masticar su sarcasmo.

Y no únicamente eso, aquella estaca de la que tanto se mofaba parecía muy corriente, pero no resaltaba por lo que ofrecía desde fuera, sino por lo que llevaba rociado dentro: una pócima milenaria que los primeros chamanes de Oceanía habían creado contra la gestación de vampiros y que actualmente sólo unos pocos brujos, los mejores, habían perfeccionado. Aquel brebaje se expandía por su cuenta al mezclarlo con un objeto y clavarlo sobre algo o alguien, era una vía líquida para introducir no sólo un ácido que posteriormente se vendería para descomponer cadáveres en cuestión de segundos, también para hacer estallar un cuerpo 'desde dentro'. Y dependiendo de la fórmula en cuestión, su funcionamiento era más o menos rápido y se concentraba en una u otra zona determinada. No obstante y tal como había dicho Fausto, aún no era el momento de aniquilarle, así que la pócima en aquella ocasión resultaba completamente inofensiva, había añadido una cantidad muy pequeña y de las menos letales. Lo único que el otro pasaría a experimentar, teniendo en cuenta también que no se trataba de un vampiro cualquiera, sería un ligero ardor en su interior, el suficiente como para llegar a marearlo ligeramente. Nada que fuera a afectarle más allá de la cruz de que le gustara hablar demasiado; el veneno de su propia soberbia. Ahí tenía su respuesta a la pregunta, tan pesadito que se había puesto. Si se empeñaba en subestimarle, ¿qué más podía hacer, sino aprovecharlo?

De todas formas, nunca estuvo en mis planes volver a reencontrarte. Así de importante eres ahora en mi vida.

¿Su creador? Su segundo creador, en todo caso, y si podía ser que tuviera más trascendencia que el anterior, no era precisamente gracias al puto Mefistófeles en sí, porque lo había sido sólo durante unos instantes, sino nuevamente por la forma en la que Fausto, y no otro, había resurgido por propia cuenta, sin mentor ni enemigo y hasta el final de sus días. Pero eso ya estaba demasiado implícito y si el vampiro no daba muestras de darse cuenta, él no iba a molestarse en escribirse un cartel en la frente. De todas maneras, el que llevaba Mefistófeles en la suya abultaba tanto que tampoco le habría permitido ver más allá de sus narices.

¿Mis pretensiones? Que yo sepa, tú te has aparecido ante mí y no a la inversa. ¿Vas a negar también eso o tus recursos son un poquito menos desesperados? Eres un agujero andante y lo fuiste desde el primer momento en que empleaste tu tiempo en mí. No importa cuánto le repitas a tu lógica que sólo eres un gigante pisoteando a un enano, porque además de tratarse de una supina idiotez, más que trillada y forzadísima, en todo caso contradice enteramente tu esencia. Porque con toda esa eternidad de la que dispones, veo normal que en tus primeros siglos te diera por hacer cualquier cosa, aspecto que me seguiría pareciendo aberrante de todas maneras, porque Dios y el Demonio siempre sacarán tajada de cada milésima atemporal, y pisotear a un supuesto enano no guarda provecho alguno –y no hablaba en términos de creencias, el primer ateo respecto a la ingenuidad de una religión practicante era el propio Fausto. A ver si hasta por ese detalle tan evidente iba a tener que seguir escuchando más tonterías de recién nacido-. Pero, ¿ahora? ¿En serio? ¿Volverte a aparecer? ¿Para qué? ¿Para reafirmarte? ¿Para comprobar que te sigo odiando? ¿Eso hacen los seres superiores, Ciro?

Por supuesto que sabía su 'verdadero' nombre ¿Que se pensaba también? ¿Que el hecho de no pretender encontrarse con su presencia le privaba de enterarse de ella? Fausto jamás volvería a usar 'Ciro' para referirse al vampiro porque no estaba dispuesto a llamarle por un calificativo que debía de haberse puesto él mismo. En la India se le presentó como Mefistófeles, pero únicamente como consecuencia de que el otro se llamara Fausto, allí había tanto de uno como del otro y en cualquier caso, ¿qué importaba un apelativo cuando aquel diablo tenía quinientos?

Desnudas mucho más de tu alma puerca con esa dinámica de 'no, no, eres una mierda, pero yo te huelo de todas formas'. Todavía te creerás que me haces un favor... Sencillamente contradictorio -Y precisamente el chupa-sangres se atrevía a echarle en cara la originalidad… Qué bucle más tedioso y carente de interés. No se lo hubiera esperado de él-. Sabes que eso sólo lleva a dos conclusiones: que tú eres peor incluso que la mierda, ergo, resulta todavía más patético que te des todos esos aires, o que no puedes emplear tu magnánimo tiempo en algo que no lo merezca (por mucho que jamás lo reconozcas), ergo, tus aires son igualmente ridículos. Y sinceramente, aquí sigue sin importar cualquier reflexión acerca de tus atributos, porque igual que sin ti tampoco existiría este momento, tampoco sin mí. Sobre todo sin mí. Vulgar, previsible, lo que a tu ceguera insufrible le dé la incongruente gana de etiquetar, pero a fin de cuentas mío, algo contra lo que todo ego se vuelve vulnerable, y más con tu insana necesidad de ser el centro de atención –había abandonado su parquedad inicial para regresar a su sembrada verborrea, aquella que salía cuando la situación y el contrincante lo merecían. No le importaba lo más mínimo, no lo consideraba un defecto y así de paso el otro hombre estaría orgulloso de haberle calado en algo, el pobrecito-. O repito, ¿no has sido tú quien se ha aparecido aquí esta vez? Que te esfuerces por remarcar una diferencia inexistente lo único que provoca es que este reencuentro sea una absoluta decepción, para ambos. Porque entonces, sólo queda matarnos, sólo queda batallar nuestros egos hasta el hartazgo, y eso, permite que te diga, ya lo hacía de antes de conocernos y lo hago aún todos los días con pretenciosos y vampiros más ordinarios que tus insistencias de desprecio.

Él tenía la excusa de la venganza, de simplemente cargarse al hijo de puta que una vez jugó con él, no había nada de irracional en eso. Pero Fausto no jugaba únicamente con las simplezas, no perdía el tiempo únicamente en simplezas. Porque él no era simple y no se molestaba en disimularlo ¿Qué excusa tenía el vampiro para insistir en creerse poseedor de algo que, evidentemente, no había surgido efecto? Porque el hecho de que a alguien como Fausto, ególatra de nacimiento, le pareciera que Mefistófeles estaba ciego de orgullo era decir mucho, y nada favorable.

Y si tan soporífero te resulto (gran halago a través de tanta carencia de respeto viniendo de ti, no lo dudes), si tan fácilmente puedo hacerte reír, márchate por donde has venido. Porque, incluso, si consigues mantenerte vivo, para esta historia ya sólo serás un chiste sin propiedad alguna. Un enemigo prometedor que resultó ser peor que los de las novelas rosas.

Dejó que el silencio terminara de enhebrar sus palabras y en tanto los minutos se cebaban en favor de la pócima, Fausto se movió lentamente hacia atrás y se apoyó de igual modo contra la pared, en el otro costado. Ambos en una distancia inicialmente prudencial, frente a frente, sangrando de las heridas que se habían hecho entre ellos.

Aquel demonio tenía que escoger ya de una jodida vez. Porque si el hombre de las mil caras le continuaba mostrando aquella que sólo lo trataba como a otro desgraciado más al que pisotear, Fausto utilizaría la que sacaba todas las noches a cazar y que situaría a Mefistófeles en otra más de sus presas, no importaba pasado ni presente ni futuro, ni Georgius ni la India. Estaba muy bien eso de haber sido lo suficientemente espabilado como para joderle la vida, creerse que había creado un producto, pero negarse a reconocer que había sido un entretenimiento digno, que era un producto irrepetible... el puñetero colmo. El colmo de los colmos. No únicamente para Fausto, sino para Mefistófeles, para ellos, para su puta madre y la que parió Esparta o Hesse. Si no reconocía eso -no hacía falta siquiera que con palabras, no hacía falta siquiera que con gestos: con su esencia arrolladora, con su resistencia alerta, con sus ojos vampíricos de pura revelación...- entonces sencillamente, junto a todo el lastre lamentable que acarreaba esa palabra, no había más que decir, por mucho que a uno le sobrara tanta palabrería como al otro.

Fausto se agachó tranquilamente para recoger el cigarro que seguía en el suelo, todavía humeante, y lo regresó con la misma lentitud hacia su boca.

Ya era suficiente. Después de ocho años, ya era hora de empezar a actuar seriamente.
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Mensaje por Invitado Jue Ago 09, 2012 9:38 am

¿Odio? decir que te lo dije, pero... te lo dije.
Su verborrea se convertiría en incesante en breves; su presencia en aburrida en segundos... ah, no, que ya lo había hecho. Había casi olvidado, un fallo inadmisible por mi parte, que lo único bueno de Fausto lo había hecho despertar yo hacía lo que parecía siglos y que por aquel rechazo que sentía hacia mí lo había ignorado y se había construido en su lugar a un ser despreciable, tan sumamente desquiciante que incluso a mí llegaba a provocarme ganas de bajar a su nivel y reírme a carcajada limpia por lo absurdo de sus palabras.

De hecho, incluso cuando yo había estado construyéndolo me había demostrado que su calidad como juguete era más que limitada, y esa había sido una de las razones por las cuales lo había terminado todo rápidamente y había liquidado a su querido creador, o al menos a quien él consideraba –erróneamente, claro estaba– su maestro, su generador, su progenitor si se quiere ver así. Siempre tan osado de ignorar que el mayor efecto en su vida lo había tenido yo y no aquel vampiro pusilánime a quien había quitado yo de en medio para hacernos un favor a todo, siempre tan Fausto...

Aburría, vamos. En cierto modo incluso me fastidiaba que se mostrara tan proclive a despreciarme a mí, alguien cuyos defectos brillaban por su ausencia con especial intensidad al lado de alguien tan lleno de ellos como lo era mi querido interlocutor, pero era una cualidad de Fausto la de enervarme y la de provocarme de todo lo malo que podía sentir hacia alguien salvo indiferencia, que en su caso le habría podido llegar a salvar la vida de haber sabido llegar a conseguirla. Una lástima, al menos para él, puesto que a mí me resultaba indiferente tener que volver a hacer de su vida un infierno en la Tierra si era lo que había que hacer para callarle la boca llena de presunción.

¿Dudas de mí? Uh, eso me ha resultado casi tan doloroso como tener que escuchar tu voz durante más de cinco segundos seguidos, desde luego que sí... Porque además, si en teoría me odias tanto como dices que lo haces, es que eres más masoquista aún de lo que recordaba al no querer acabar conmigo cuanto antes. Eso, o que como los dos sabemos no es tan fácil matarme y en el fondo hasta extrañarías mi conversación y, qué demonios, mi perfección. Deja de engañarte, Fausto, me necesitas, y siempre lo has hecho, pero esa tendencia tuya a infravalorarme es siempre tan cansina... – comenté, poniendo los ojos en blanco al final y con tono sumamente irónico, que no buscaba nada sino provocarle.

Cualquier arma que tuviera preparada no sería nada comparada con mi capacidad de reacción y con mi experiencia en esquivarla, eso sin duda. Cualquier palabra que su mente engarzara en una frase aburrida, llena de sinsentidos y sobrante de patetismo, la podía responder incluso estando dormido, la podía superar sin pararme a pensar demasiado, y evidentemente la podía torear mejor que quienes se dedicaban a ese espectáculo, así que en realidad no me preocupaba Fausto como amenaza y podía centrarme en lo que más me interesaba desde que lo había conocido: destruirlo desde dentro. Era tan jodidamente frágil que resultaba muy fácil, pese a sus protecciones, atacarlo donde más le dolía, y si bien sus puntos débiles habían avanzado supuestamente, dado que no me creía que hubiera sido capaz de superar lo de Georgius tan fácilmente, seguía teniéndolos, y seguían siendo tan obvios que me daban incluso risa, de ahí mi sonrisa torcida ante sus pueriles defensas, que eran ataques hacia mí.

Patético. Él, en realidad, seguía siéndolo bastante, no había sido capaz de aprender nada demasiado bueno de mí porque el pobre no podía aspirar a más de lo que era en aquel momento, así que pedir milagros era casi tan absurdo como consagrarse a un ser superior que no existía pero en nombre del cual se habían hecho tantísimas cosas que las que habían quedado al margen se podían contar con los dedos de una mano. Por eso no debía esperar nada más de él sin ayuda por mi parte, dado que esa era la única manera que tendría Fausto de mejorar y de aspirar a algo en una vida tan patética como la que llevaba y que, aún así, se esforzaba por considerar mejor que mi eternidad. No, si cuando yo decía que a aquel mortal le faltaba un hervor lo decía por algo...

El hecho de que te preguntes por qué aparezco de nuevo hace aún más clara la razón de que lo haga: me necesitas. Evidentemente lo negarás; serás capaz de repetir hasta el hastío que yo no valgo nada, que eres mejor que yo, que sólo soy un simple inmortal patético que... ¿qué? Ni siquiera me apetece seguir con tus argumentos carentes de todo parecido con la realidad, entiéndeme, que por mucho que tenga toda una eternidad para seguir esto es perder mi tiempo. ¿Qué pasa, Fausto, tan pronto olvidas lo que es necesario en tu vida? ¿Tanto te ha estropeado el tiempo desde nuestro encuentro? Porque vale que nunca fueras un copo de nieve único y especialmente destacado, y también vale que tuviera que dar lo mejor de mí para moldearte y que dejaras de resultar anodino, pero de ahí a ignorar que te falta acción y soy el único que puede dártela hay un trecho. Resulta decepcionante. – le dije, cruzando los brazos sobre el pecho y aún frente a él, en la pared.

No llegué a decir nada más porque, entonces, el dolor vino. En aquel momento la estrategia de Fausto de utilizar algún tipo de veneno, algo muy obvio si en realidad me preocupara, se hizo aún más evidente, y pese a que evidentemente ardía en mi interior no hice ni un solo gesto que lo demostrara. Aquel no era tanto Ciro actuando sino Pausanias, alguien a quien habían acostumbrado desde que era un niño al dolor, alguien que si gritaba una sola vez sería condenado al látigo porque los reyes nunca, jamás, bajaban de su posición regia para dejarse afectar por algo como el dolor, y yo fui y seguía siendo un rey, así que semejantes banalidades no me afectaban, eran algo con lo que convivía desde entonces.

Me llevé una mano al corte de la mejilla de antes, el que me había hecho con la estaca –sin duda, la fuente del veneno– que ya reposaba sobre el cuerpo de la demente pelirroja (mira, como la suya...) y aparté los dedos cuando ya los tuve manchados de sangre, de mi sangre, la más deliciosa que nunca sería derramada, en dirección a mi nariz. Sólo entonces lo olisqueé, apartando el olor familiar para dejar salir el corrupto, el del veneno que seguía quemando mis entrañas de una manera, no obstante, perfectamente soportable si estabas acostumbrado a padecer dolores peores.

¿Veneno, en serio? Tú sí que me decepcionas, aunque en tu defensa tengo que decir que este no lo conocía. Huele exótico... A mar, quizá. Yo diría que en su origen es isleño, aunque no tengo claro si es de las islas caribeñas o de las de Oceanía. Bueno, en cualquier caso no importa; es decir, ni tú caerías tan bajo de acatar una victoria tan fácil como la que te puede proporcionar esta clase de artificio. Para cualquier otro vampiro quizá, pero no para mí. Tenemos demasiada historia... Precioso, ¿eh? Eso es lo que hace que sepa que como mucho me herirás con esto, lo utilizarás para debilitarme, pero el golpe de gracia me lo darás tú en persona para regodearte en mi muerte y satisfacer a esa parte de tu mente que fantasea con algo que no puede conseguir. ¿Es así exactamente tu fantasía o me dejo algo? Porque ya se sabe, soñar no cuesta nada, y los sueños tienen la facultad de ser tan poco realistas como imposibles de cumplir, así que yo que tú me iría preparando antes de que la bofetada con la realidad sea demasiado dolorosa. Encima de que me preocupo por ti... – le recriminé, con expresión auténticamente defraudada y extendiendo la sangre por mis dedos mientras lo miraba a los ojos, a unos tan llenos de odio como los míos llegaban a estarlo de diversión, porque por mucho que le fastidiara su rechazo hacia mí me entretenía... bueno, y también me enervaba, pero sobre todo me entretenía.

Como si la sangre no estuviera corriéndome contaminada por un veneno que quemaba y que me dolería, de dejar que lo hiciera y no pasar aquella sensación a un quinto o sexto plano, recorté la distancia que nos separaba y que entre los dos nos habíamos empeñado en crear y me acerqué a él muy rápidamente, de tal manera que no pudiera esquivarme ni aunque quisiera, si bien probablemente no querría hacerlo, como todo aquel medianamente inteligente, aunque dado que Fausto no era de ese selecto grupo era razonable la duda. En cualquier caso, me acerqué a él y lo separé de la pared, obligándolo no a que me mirara, sino a que mirara al suelo, pues lo obligué a arrodillarse, aunque no frente a mí. Yo estaba ocupado detrás de él, sujetándole los brazos con una mano y con la otra echando su cabeza hacia delante, de tal manera que su nuca, con el tatuaje que yo mismo le había hecho, quedaba al descubierto, aunque tapada por su pelo.

Quieras o no, esto te marca como una criatura mía, a la que yo he influido, sobre la que he tenido y tengo efecto. De hecho, me importa poco que pretendas disimular el tatuaje, yo sé que está ahí porque fui yo quien lo dibujé, aunque realmente me pregunto si alguien más sabe que pese a que pasaste bajo mi influencia sigues siendo tan patético como lo eras entonces, bajo la influencia de esa creación desviada mía que era Georgius. Por eso lo ocultas, ¿no? Porque te avergüenza que pese a todo no hayas podido sacar más provecho de mí y te hayas quedado en esto... No, no te esfuerces en contestar, no me importan tus razones, pero el hecho está ahí, y es tan imborrable como mi impronta en ti. – sentencié, segundos antes de separarme de él y con paso condenadamente tranquilo volver a la pared de antes, aunque no llegué a apoyarme en ella, sino que a medio camino me detuve, mirando a un Fausto aún arrodillado.

¿Quería que le demostrara qué clase de poder tenía y seguía teniendo sobre él? Lo haría. Manipular su mente ansiosa de conocimiento, uno de sus peores defectos si se me preguntaba a mí, que probablemente era quien mejor lo conocía, era la mejor manera de herirlo en lo más profundo y de sembrar en él las semillas de su propia autodestrucción, una cuya agua era su masoquismo nato que las haría crecer y crecer hasta que su piel se abriera para dejar paso a la muerte de la que tanto hacía gala y que gustosamente yo le proporcionaría. Para su desgracia, estaba muy vivo por dentro, y eso era lo que alimentaba un odio del que quería deshacerse matándome, aunque no contaba con que si me mataba a mí –bueno, si conseguía matarme a mí, algo que nunca sucedería– se libraría de una parte de sí mismo que lo ayudaba en parte a salir de su sumo patetismo... vamos, que anularía de sí mismo toda posibilidad de mejora. Así de inteligente era quien se enorgullecía de ser lo contrario.

He venido aquí para verte porque me ha dicho un pajarito que estarías acechando este lugar. Quizá lo conozcas, suele rondar a una chica pelirroja algo dañada, Éline, como nuestra lamentablemente fallecida compañera de celda. Si con eso no ilumino tu mente, quizá sí lo haga con su nombre: señor Maspero. He oído que la aconseja... No sabes lo difícil que fue conseguir que me dijera que tú estarías aquí para recordarte que sigo por aquí, pero al final lo hice. ¿Sabes? A veces hay que ser contundente cuando pides las cosas a muchachas enclenques, aunque quizá es porque es pelirroja y ellas siempre han sido puro fuego, te lo digo yo, que tengo experiencia... Pero bueno, es tu amorcito de quien estamos hablando, tú sabrás. – le dije, desafiante únicamente por el hecho de que medio sonreía, tenía los ojos entrecerrados y mi tono había sido tan divertido que resultaba tan provocador como mis palabras, a todas luces destinadas a enervarlo... Y a que me demostrara que merecía que no lo rematara enseguida.
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Mensaje por Fausto Mar Nov 06, 2012 9:51 pm

De nada servía seguir dando cuerda al infeliz de su némesis, porque poco importaba que éste se esforzara en dar comicidad al dolor ajeno con tal de reforzarse en el papel de villano juguetón que carcajeaba ante su propio sadismo. Tanta repetición ya no podía sorprender a nadie y mucho menos a alguien que lo conocía tanto como Mefistófeles creía conocerle a él. Fausto lo sabía, pero precisamente por eso no estaba dispuesto a ser el primero en cesar la batalla verbal. A decir verdad, el problema con el que arrasaban cada vez que uno de los dos abría la boca no tenía nada que ver ni con el cazador ni con el vampiro, sino más bien con la estela de desconsideración que embestían a su alrededor y que sólo se hacía mortal para los desafortunados terceros que anduvieran cerca. La insignificante marionetilla que yacía en el suelo con el cuello roto era la prueba más reciente, carente de la compasión del único y absoluto par de bestias que habían presenciado su muerte. Remontándose a momentos más viscerales, Georgius era otra prueba. Y si había que hacer explotar un agujero para asomarse al futuro por un segundo inconsciente, Éline se auguraba como otra víctima de la colisión Mefistófeles-Fausto, quizá incluso más trascendental, como un golpe que esta vez arremeterían pasado y presente y ante el que probablemente le fuera muchísimo más difícil volver a ponerse en pie. Lástima que Fausto no se estuviera apresurando lo más mínimo a enamorarse por primera y última vez en toda su existencia. Evitarlo a tiempo habría sido la única cosa útil que podría haber hecho al respecto.

Némesis, sí. Cuyo equivalente romano era Envidia. Resultaba chistoso relacionar cualquier atributo de justicia retributiva con aquel demonio en polvo, pero más chistoso resultaba todavía verle representar una iconografía femenina, como femeninas eran las víctimas de sus pueriles instintos de violentar vaginas (y si las cubrían pelajes oscuros, muchísimo mejor). Si aquella figura mitológica arrastraba algo en común para ambos era el ego narcisista consciente de que la divinidad debía ser venerada, más aún si ésta provenía de sus ineludibles características. Crear el temor a su paso sólo con poner en práctica lo que eran no sólo les volvía más insufribles cuando llegaba la hora de reencontrarse después de ocho años y una historia de sangrienta revancha a cuestas, si no que el intercambio de individualidad terminaba por volverse insuficiente. Para sí mismos y la temerosa fascinación con la que el mundo les había concebido.

Si te apetecía que me callara, hubiera bastado con que me interrumpieras, aunque sólo fueras a ser momentáneamente eficaz –suspiró y realmente quedó decepcionado de que el otro continuara abogando por lo mismo. Tantos años y tanta perfección por parte de ambos para acabar en una cháchara insincera que ni la estilosa arrogancia del chupa-sangres volvía mínimamente encantadora.

Mefistófeles podía seguir creyendo que la viveza del espíritu del alemán era un punto débil hasta ciertos límites que, por descontado, ignoraba completamente y por propia voluntad. Y si a pesar de tantas oportunidades delante de sus propias narices, no conseguía darse cuenta (insistía en no darse cuenta), las debilidades de Fausto no tenían nada que envidiar a las suyas. Para empezar, ni siquiera perdían su valioso tiempo en burlarse de las del otro, era más de lo que podía decir aquella bocaza ávida de humos.

No hablemos de tendencias a menospreciar, mucho menos si son cansinas. ¿O es que te atreves a autoproclamarte mi creador porque crees que eso me lo has enseñado tú? Desde luego, tendría más sentido que el que lo hicieras por otro motivo. Aquí no habrá un brazo a torcer si el otro no reconoce primero el inmenso placer de dislocarlo, esto es así. Mírate al espejo antes de criticar todo lo que en ti abunda, que las leyendas sobre vuestra carencia de reflejo son divertidas hasta cierto punto –ya no se molestaba en rebatirle porque tuviera la esperanza de hablar con algo más que una pared, si no con una resolución Envidiable propia de alguien que se pasaba el día preparando los mejores cafés de todo el mundo y que para una vez que iba a tomarse el suyo propio, ni siquiera tenía un sabor especial con el que aprovechar su experiencia-. Mis preguntas no eran más que un modo de expresión para afirmar lo que sabes de sobras, no farfullaban una respuesta. De hecho, creo que eso hasta ahora sólo lo has hecho tú. Deja de tergivérsalo todo incluso en los extremos más literales, no escarbes sobre cada pequeño detalle sólo para redundar en algo que únicamente existe dentro de tu milenaria cabecita.

No, en serio ¿Qué pretendía conseguir con aquel comportamiento? ¿Cansarlo hasta que un reencuentro digno de las gestas que su antigüedad vampírica debía de conocer de sobras perdiera completamente su regusto a catarsis? ¿Qué clase de recibimiento era ése? ¿Con qué fin? Provocarlo desde luego que no, o si de verdad todo ese numerito de ceguera monumental era porque se pensaba que podría tocarle la fibra tan fácil y tan pronto, la cosa merecía una estaca en el corazón o una cabeza rodante, pero poco más. Entonces, ¿qué? ¿Debía aceptar que definitivamente no empezaba a ser ni la mitad de un codiciado archienemigo?

Tatuajes, mordiscos... para ti es lo mismo, mientras quede anclado al cuerpo sirve como 'creación', así de sencillo... ¿Te consideras tú la creación del malparido que decidió transformarte a la noche, acaso? Di que sí y esto habrá terminado –claro que el criterio de ese demente seguía igual de sordo, ciego y desgraciadamente poco mudo, así que su reacción sería el doble de predecible-. Ve creyéndote que marcas las cosas con sólo mear sobre ellas como buen perro que eres, ya se sabe a los extremos que llega una mente enferma cuando trata de no aburrirse por todos los medios.

No se resistió cuando Mefistófeles le obligó a arrodillarse, los síntomas de inapetencia que su adversario se estaba ganando de momento no eran más fuertes que su curiosidad por ver si realmente merecía la pena y, en cualquier caso, ese hijo de puta contaba con la fuerza y agilidad suficientes para tenerlo así, por lo menos el tiempo necesario para su discursito.

¿Masoquismo, dices? Es obvio que lo que me hiciste requiere el castigo de una muerte más dolorosa que las que otorgo día a día, sólo es pura lógica, pero no tiene nada que ver contigo ni conmigo -tenía que ver con Georgius-, en eso estaremos de acuerdo. Sin embargo, dependiendo de cómo te comportes ante mí, hará que seas mayor o menor merecedor de ella... No me provoques, anda, que está ya muy visto.

Le miró de soslayo y sin volver a ponerse en pie ahora por propia voluntad, ni se molestó siquiera en fijarse en el cigarro que había regresado al pavimento, empeñado en no tener nada que ver con lo que allí se avecinaba.

¡Curioso! ¿Ahora resulta que quiero matarte con mis propias manos? ¿No decías hace un momento que apenas me iba a tomar molestias contigo? ¿O te has dado cuenta de que la ocurrencia es tan ridícula que lo único que te ha servido para no darme la razón ha sido escurrir el bulto? Como quieras, viejo, chocheas hasta límites insospechados.

Dicho eso, y observando durante unos segundos hacia el frente, donde no habían ni Mefistófeles, ni falsas Élines ni nada que le garantizara una mirada viva, se levantó y devolvió al otro hombre el detalle de moverse rápido y acortar distancias, pero esa vez incluso demasiado. Al segundo siguiente de tener sus ojos a un mísero centímetro, la pared quedó destrozada después de arrojar el cuerpo del vampiro contra ella y que éste la traspasara al ser lanzado por los aires. El grito de unas cuantas enfermeras y pacientes atados a las camas que estaban en la sala contigua donde fue a parar se convirtió en el nuevo testigo de fondo, e ignorándolos a todos menos a su rival, que ahora tenía toda la espalda sobre el suelo y yacía entre los restos del estropicio, Fausto se introdujo tranquilamente por el agujero que había creado el impacto de su amigo en dicha pared.

Y 'oculto' mi tatuaje porque no me gusta que mi cabeza pase frío –comentó mientras se acercaba a él, en ese caso dejando sólo tres pasos entre ambos y contemplándole desde arriba. Para el autosuficiente Mefistófeles aquello tampoco habría sido gran cosa, de manera que no descartaba cualquier tiempo de respuesta. Por su parte y ya que el otro no colaboraba para que hubiera algún punto de giro acorde con lo que representaban, lejos del mero desprecio, Fausto no iba a echar a perder más milésimas en una simple conversación de egos zumbones-. Por no hablar de que raparse lo dejo más a un furor adolescente y uterino como el que sigues desprendiendo tú a través de los siglos.

Además, no era el pasado lo que Fausto discutía. Porque no contento con meter el pastel de otro en el horno, aquel vampiro todavía quería ser responsable del sabor de las migajas que quedaban. Y no, saber cuánto tiempo llevaba el cazador en París y estar al tanto de lo que hacía allí no significaba nada más que eso: 'saber cuánto tiempo llevaba el cazador en París y estar al tanto de lo que hacía allí'. Así que para hablar de tal forma sobre fantasías, al bueno de Ciro le encantaba llenarse la boca con un futuro que no sólo no era suyo; ni siquiera había llegado a conocer antes de que llegara ese día.
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Mensaje por Invitado Sáb Nov 24, 2012 10:35 am

Tan jodidamente patético como lo era Fausto no lo podía ser nadie más, eso lo sabía porque yo mismo lo había creado, pero a pesar de todos los años que habían pasado no había sido siquiera capaz de mejorar un ápice y aprovechar mi lección sino que había optado por intentar, sin éxito, destruir mi legado y convertirse en una versión corrompida, patética e incompleta del Fausto que podía haber llegado a ser. Si mi objetivo en la vida inmortal hubiera sido convertirme en profesor, el hecho de tener un alumno tan testarudo que no aceptaba lo que le enseñaba seguramente me habría hecho querer conseguir por todos los medios que aprendiera, pero yo era Ciro, no un vulgar profesor, y yo no daba segundas oportunidades tan felizmente, sobre todo cuando la gente era tan ingrata que ni aceptaba las primeras.

Fausto me molestaba, aunque más que él lo hacían sus patéticos intentos por alzarse como alguien superior a mí, verbalmente o de cualquier otra manera. Era un hecho repetido y confirmado durante los milenios de mi existencia que no había nacido ningún vampiro ni otro ser que pudiera comparárseme, y el hecho de que él intentara pasar por alto una realidad tan contrastada como era aquella resultaba, cuando menos, patética, y me hacía preguntarme por qué perdía mi tiempo con él, si el muy desagradecido nunca sería capaz de apreciarlo. Sin embargo, lo hacía porque en el fondo me divertían sus intentos de desbarajustar mi mentalidad, tan afín con la realidad, valiéndose de la suya, tan débil que lo hacía ponerse a la defensiva para tener algún arma con la que atacarme.

La tristeza de aquel ser me habría golpeado con la fuerza de su golpe de haber sido algo empático, pero no lo era. Me importaba tres narices lo que él opinara, cómo se pusiera para tratar de reafirmarse en una posición superior que nunca había tenido al dejarme en el suelo y él estar de pie, como si fuera un rey derrotando a un enemigo caído, un motivo repetido por los seres más inferiores desde que el mundo era mundo y la sociedad, sociedad. De hecho, me hacía hasta gracia, porque si tenía que valerse de semejantes intentos para ser superior a mí es que el tiempo lo había tratado peor de lo que esperaba.

Mi gracia se hizo audible cuando comencé a reírme. Primero suavemente, pero después con fuerza y sinceridad relativa, no exenta no obstante de maldad porque era algo inherente a mí, las carcajadas eran lo único que se distinguía en el jaleo de gritos de pacientes y médicos asustados por el ruido que había hecho Fausto al tirarme y cargarse una pared con mi cuerpo. Me hacía gracia, tanta que parecía uno más de los pacientes que se refugiaban en el psiquiátrico al que los dos habíamos terminado por acudir, y el hecho de que me riera resultaba tan expresivo que no necesitaba ni demostrarle lo patético que era ya que sus intentos sólo conseguían que yo me tronchara.

Acabé apoyando las manos bajo mi cabeza, y negué con la cabeza, con los restos de una sonrisa aún en los labios, pues era tan testaruda como Fausto y no quería irse de mi rostro todavía, quería recordarle que me daba tanta pena que resultaba gracioso, como algo tan patético que te ríes por no llorar, exactamente igual. El mensaje estaba más que claro, y seguramente él tuviera la capacidad de entenderlo en algún punto de esa cabeza hueca suya que sólo funcionaba de cuando en cuando, sin que sirviera de precedente, pero sabía lo suficiente acerca de él para ser consciente de que haría como si fuera estúpido y no lo hubiera comprendido. ¿Por qué? Porque si eso servía para mantener vivo el fuego de su discusión conmigo, sería lo mínimo que él haría. ¿Y luego era yo el que se aferraba al pasado...?

Al menos contigo me aseguro unas risas, que no es poco, porque pretender que vas a entrar en razón es algo que aún me va a costar ver cumplido... Pero, eh, que yo tengo toda una eternidad para hacer lo que me plazca, y ya sabes que en esta guerra personal nuestra no me importa invertir tiempo con tal de conseguir lo que quiero. ¿Sabes por qué sé que lo sabes? Porque tú eres igual. Vas pregonando que ya estás por encima de mí, que no supongo ya nada en tu vida, pero a la vez me cuentas que me merezco algo más que la muerte. ¿Tú te escuchas? No, cierto, si lo hicieras nos ahorrarías a todos la molestia de aguantarte y también la vergüenza ajena que provoca en los demás escucharte esbozar excusas que no se cree absolutamente nadie. ¿Frío...? ¿Seguro? – le dije, con el cuerpo en total y absoluta calma.

Aquella tranquilidad era tan falsa como cada una de las palabras que salían de su boca, y que él mismo se esforzaba en contradecir con lo siguiente que farfullaba con un tono de voz tan alemán y tan cuadriculado que me resultaba incluso patético que se enorgulleciera de pertenecer a una patria y ni siquiera fuera capaz de atenerse en lo que decía y en cómo lo decía a lo que se esperaba de los habitantes de ese lugar. Lógica, racionalidad, frialdad: todos esos principios a los que yo había renunciado porque sabía que no eran más que quimeras le servían a él para moverse como si fueran su ley, su religión y su modus vivendi, y los contradecía con cada cosa que decía, como una tragedia andante. ¿Para qué pretender algo cuando la realidad es distinta? Era inútil, casi tanto como él, y por eso yo no me esforzaba en hacerlo, ya que sería, de todas maneras, camuflar mi perfección bajo una suma imperfección que resultaba patética.

Me moví rápidamente, como sólo un vampiro de mi antigüedad con mi entrenamiento militar en vida humana era capaz de hacerlo, y en un abrir y cerrar de ojos estuve a su altura, armado con un cristal roto cuyos filos se me clavaban en la mano, pero no con la suficiente fuerza para hacerme sangrar, por desgracia para él. Era una lástima para toda su argumentación que me subestimara, igual que también lo era que no hubiera contado con que en mi viaje a través de las paredes había cruzado ventanas y los cristales, más que dañarme, podían dañarlo a él. Al menos era una lástima para Fausto, porque para mí era una muestra de las muchas que había visto ya de sus enormes limitaciones y, sobre todo, de que perro ladrador es poco mordedor, y ahora llegaba mi turno de atacar.

No fui especialmente sádico con él, ¿para qué? Fausto mismo me había augurado que ese no sería nuestro primer encuentro, y no tenía por qué matarlo tan rápidamente como quizá esperaba en el fondo de su corazón que lo hiciera para acabar con su enorme patetismo, así que podía estirar del juguete más y más para sacar toda la diversión posible de él y dejarlo sólo cuando resultara más inútil que un trozo de basura y no pudiera extraer más jugo de él. Por eso podía tomarme las cosas con calma, y no recurrir de entrada a una tortura puramente física, sino a una psicológica o, al menos, que le sirviera para tener en cuenta que su enemigo era yo y que no debería subestimarme si quería acabar con vida.

Lo primero que hice fue rodear su cuello con una mano y estamparlo contra una de las paredes, de tal manera que daba igual que estuviera quieto o se moviera, porque no podía respirar de ninguna de las maneras. Una vez en esa posición, me encogí de hombros como si realmente no quisiera hacer aquello y paseé el cristal roto que me serviría de arma por mis dedos, como un juguete, como lo que él sería en un futuro.
No me cansaré nunca de recordarte que vives de mí y gracias a mí, Fausto, deberías saberlo. Y si mis palabras no te resultan suficiente aliciente, que esto te sirva como recordatorio. ¿No quieres volver a sentirte joven y adolescente? Sabes que sí, todo te iba mejor entonces, porque aún no habías conocido a tu peor pesadilla... – le dije, y me importó poco que me contestara, porque aunque lo hiciera yo no iba a responder.

Lo primero que corté fue su pelo. Estaba a una longitud tal que pude arrancarle una buena mata, que cayó al suelo con pesadez, y gracias a la inmovilidad de su cuerpo provocada, como no podía ser de otra manera, por mí, pude dedicarme a cortarle el pelo al rape con aquel trozo de ventana rota bajo la atenta mirada de los pacientes atados a sus camas respectivas y para los cuales no éramos más que simples alucinaciones, demonios que los perseguían y contra los que luchaban con su estancia en aquel psiquiátrico gracias a unos médicos que de hipocráticos tenían poco y que, más bien, eran matasanos, porque las lobotomías, por ejemplo, eran algo que no sabía yo en qué podía ayudar a unos pacientes que veían el mundo mejor que los demás.

El pelo de Fausto cayó al suelo por completo, y sólo una pequeña pelusa quedó en su cabeza. Su tatuaje, apenas cubierto por la mata de cabello que hasta entonces lo había tapado, volvió a quedar a la vista, y repasé con la mirada el trazo de la tinta que yo mismo le había grabado a fuego hacía tantos años y que se olvidaba constantemente de lucir como correspondía: con el orgullo de ser uno de mis productos. Mal... Muy mal.

Recordaba el trazo sin necesidad de mirarlo, había memorizado hacía tiempo las líneas que daban forma al macho cabrío que ya no quería enseñar al mundo, y como castigo por su osadía su maestro, yo, se veía obligado a actuar seriamente. Con el cristal que tenía en la mano, le rasgué las vestiduras que cubrían su pecho y lo dejé a la luz, listo y blanco como un lienzo en el que pintaría para recordarle lo que él no quería afrontar, como el niño inmaduro que era. Sonreí, lo miré a los ojos, y entonces los cortes comenzaron, a poca profundidad porque mi intención no era matarlo, sino marcarlo como una cabeza de ganado en un rebaño, como el macho cabrío cornado que estaba empezando a tomar forma en su pecho, a través de los cortes y la sangre.

La fuerza que hice para sujetarlo y que no se moviera fue mayor que la que hacía para grabar en su piel el símbolo de su opresión, pero le dolió más el recordatorio a fuego, tras el que los dos nos manchamos con su sangre. Sus cortes sanarían, seguro, pero la cicatriz seguiría eternamente ahí, puesta contra su voluntad en esa tierna carne humana que él parecía olvidar que tenía porque la llevaba al extremo para ser, simplemente, mediocre en lo que hacía. No podía ser de otra manera, pues la perfección le estaba vetada por ser patrimonio exclusivamente de mi propiedad, así que tendría que conformarse con un nuevo regalo por mi parte, y ya iban demasiados alardes de generosidad en poco tiempo.

Disfruta tu regalo, Fausto. Eso fue lo único que dije antes de dejar de hacer fuerza y permitir que cayera al suelo, algo debilitado a aquellas alturas por la pérdida de sangre, y lo que le quedaría, eso si se sumaba el riesgo de que la herida de su pecho se infectara y muriera por septicemia. Los humanos eran tan frágiles... Sólo servían para comerlos, jugar brevemente con ellos y, después, matarlos, y Fausto no era ninguna excepción. A las pruebas me remitía.
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No me metió en una cárcel, sólo me enseñó los barrotes [Ciro] Empty Re: No me metió en una cárcel, sólo me enseñó los barrotes [Ciro]

Mensaje por Fausto Jue Feb 28, 2013 10:56 pm

¿Así que él le subestimaba? Hostia puta, precisamente había estado haciendo lo contrario desde el principio y así sería hasta que lo eliminara. El único en pensar que todo era un paseo por la playa estaba siendo Mefistófeles, y la incongruencia constante que mostraba con ese comportamiento volvería loco a cualquiera que no lo estuviera ya, como Fausto. Desde luego, un resoplido y adiós muy buenas. El único con verdadero complejo de profesor que enseñaba a una pared tan rota como la de entonces era el alemán, que ya no sabía cómo sentirse menos decepcionado.

Hasta qué punto la risa de ambos se parecía seguramente ninguno lo consideraría relevante o directamente ni siquiera lo albergarían en el subconsciente, demasiado ocupado como estaba con tantas cosas cuando se trataba de ellos dos. Pero lo cierto es que después de que Mefistófeles abriera la boca para expulsar la carcajada definitiva (y no existía adjetivo más erróneo para definir su papel en aquella triste y sangrienta historia), la escena dio marcha atrás y a muchos de los allí presentes no les hubiera hecho falta tener problemas mentales para creer que el bucle al que ese par de serpientes arrojaba sus acciones se cernía con brutalidad sobre sus cabezas. Por enésima vez, derrochaban palabras, el grave poder de sus voces les separaba perfectamente de la apestosa prole que coleccionaba la tierra, y aunque lograba herir tanto como los cristales que rajaban los zapatos de Fausto, no iba a servir para cambiar el eterno sino que representaban para el otro. El dolor y el destino ya los habían encajado con fuerza, una más potente incluso que el ego.

'Tiempo con tal de conseguir lo que quería', había mencionado aquel demonio desde el suelo hecho añicos que se cobraba los tajos de su carne vampírica, y el cazador se había pasado prácticamente todo el reencuentro tratando de entender qué diablos era lo que quería, por qué un gigante de estatura tan abrumadora y añeja no sólo se bajaba del burro seboso que guiaba sus pasos para torturarle, sino que después se obligaba a despreciar esa actividad a la que entregaba voluntariamente su atención. Puede que el único fallo hubiera sido poner interés en dicha cuestión, porque sabía que el otro hombre seguiría considerándose superior y masturbándose mientras le contemplaba a su impertérrita manera. Tal vez le sobraran millones y millones de años de existencia para creer que podía hacer lo que quisiera sin necesitar un motivo importante, pero si se trataba de eso, tarde o temprano iba a descubrir que, fuera cual fuera su desidia inicial, su aparición en la vida de Fausto había desatado unas consecuencias que no estaban en sus manos. Dejara de masturbarse en su presencia o lo hiciera a lo lejos, no estaban en las pegajosas e insistentes manos de Mefistófeles. Había llegado tarde. Oh, sí, hasta él, que disponía de todo el tiempo del universo, había llegado tarde.

La intención del alemán al verse acorralado de nuevo por su rival había sido resistirse. De hecho, lo primero que sintió la criatura nocturna tras aquella nueva puñalada con la que le había sorprendido fue un sufrimiento del que ni la inmortalidad podía escapar, porque sus uñas se clavaron un buen rato en su piel y habría conseguido apartar a su enemigo de no ser porque, sencillamente, ese ataque lo tenía perdido. La jugada ya corría a cargo de aquella incitante piedrecita en su zapato.

Además, y por mucho que le consternase pensar en ello, la pregunta retórica con la que le escupió tuvo una capacidad de parálisis muchísimo más descarnada que cualquiera de las habilidades sobrehumanas que usara contra él. ¿Había razón en su burla? ¿Todo le iba mejor cuando le quedaba algo de juventud? ¿Algo de descubrimiento? ¿Algo de apego? La ausencia de respuesta le recorrió la columna vertebral y no distinguió sus pensamientos de la realidad misma hasta que el frío que le invadió el cráneo fue demasiado como para pasarlo por alto. El pelo que le cortaba Mefistófeles cayó poco a poco junto a sus recuerdos, sus reflexiones, aquella incertidumbre con la que se quedaba entonces, aparte de los cuernos del macho cabrío que volvían a traspasar el aire sin el pudor de sus treinta y ocho años de edad. Ese hijo de puta lo había hecho bien.

También le costó distinguir cuándo el clamor del cristal pasó de estar en su nuca a hendirse en su pecho, porque la repentina libertad que sentía en la zona del tatuaje le violentaba con una presión mucho más dolorosa que la pérfida presencia de aquellos cortes que no hacían más que unirse a la enorme colección de los de su cuerpo. No le extrañó que su primera reacción después de que el agresor finalmente decidiera apartarse de él lo condenase a yacer momentáneamente en el suelo, como una víctima más del sangriento capricho de un chupasangres. No obstante, sólo se resumió a tal adverbio: momentáneamente. Incluso el trauma más punzante y hondo de todos tenía sus límites en alguien como Fausto. En el propio Fausto. Mefistófeles continuaba empeñado en hacer sencillo algo que jamás podría serlo.

Ya veo que hay que dártelo todo masticadito, nos ha salido vago, el vampiro –habló al fin y se puso en pie como si nada, sin preocuparse por darle la espalda en aquellos instantes que aprovechó para observar distraídamente a sus patéticos espectadores-. Te lo diré de una forma que hasta tú puedas comprender: al Fausto del presente ya le importas tres pares de cojones, si vas a morir agonizando es por respeto a lo que le hiciste al Fausto del pasado.

Porque en todos estos años por encima de recordarlo a él, había recordado a Georgius. Increíble que le costara entenderlo.

Dirigió ya su silueta hacia la posición de su oponente, saboreando el no dejar que ni el silencio fuera una oportunidad para las réplicas, ni tan sólo las suyas. El otro no había sido interrumpido en su última cháchara, mucho menos lo iba a ser él en aquel superviviente estado.

Muy amable –respondió ante el comentario final de 'su regalo', alzando un brazo para poder contemplarse con mayor visibilidad los cortes que sangraban en su torso descubierto, con una expresión de agrado en el rostro que no empezaba a ser ni remotamente normal-. Aunque tus regalos tienen siempre una curiosa similitud. Te falta creatividad, mucha. Pero no pasa nada, buen hombre, te lo perdono porque hacer dibujitos siempre se te ha dado bien. Tan tierno como tú eres. Enhorabuena –sin saberlo, aquel infeliz acababa de obsequiarle con uno de sus mayores y más enfermizos pasatiempos: contemplar cómo las heridas sangraban-. Lo malo es que se me va a confundir con las demás cicatrices que ya tengo, no has estado muy espabilado en eso.

Desde que era un mísero bebé, poseía toda una figura llena de marcas imperecederas, sólo las que se hacía entrenando o en luchas como aquella seguían incorporándose en la actualidad. Algo tan poco reseñable que parecía mentira que Mefistófeles se hubiera molestado en hacer; un sádico adorno tan innecesario como ridículo.

Fausto no aguardó más y desenfundó su sable para clavarlo cerca de la garganta de Mefistófeles, igual de poco hondo que éste había hecho con él, y lo profundizó más conforme lo descendió velozmente hasta extraerlo ya en su estómago, donde volvió a retorcerlo de aquel modo expresamente creado para hacer daño a los de su raza. No quería matarlo, sólo advertirle por enésima vez. Y de paso, desquitarse hasta próximo aviso.

Aquí tienes el mío, lo he estado guardando durante mucho tiempo, te fuiste sin que pudiera enseñártelo, así que esto es sólo un aperitivo. Dado que todo el mérito recae en tu innata capacidad vampírica para sanar rápidamente, disfrútalo mientras puedas. Como yo, no vayas a creerte, he sobrevivido a cosas peores y dado que te planteas siquiera que esto pueda aniquilarme, te dejo también el regalo de la incertidumbre –giró el cuello para dirigirse con tono dicharachero a los enfermos mentales que los rodeaban-. Cuidádmelo bien, que desde hace unos siglos cuesta entender lo que farfulla.

Acto seguido, caminó con paso resuelto, ni parsimonioso ni ligero, y empezó a aplicarse un torniquete en algunas heridas, las más problemáticas, con los restos de la camisa que rompió de un tirón mientras se movía. Una vez terminado el apaño, saltó por la ventana desde aquel piso que se hallaba a tan escasa altura del exterior, sin mirar atrás ni un segundo, ni siquiera cuando estuvo fuera, alejándose de aquel lugar que habían maldecido con su sola presencia. Como si apresar una locura sin origen ni memoria no fuese ya suficiente castigo.
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