AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Resurrección |Ciro a.k.a Mefistófeles
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Resurrección |Ciro a.k.a Mefistófeles
Dicen que no hay vida sin muerte pero eso es porque no han visto el mundo desde los ojos de un niño criado por el purgatorio. La blasfemia al mismo fin, a la ley que obliga a todos a marcharse. Quizá por ese motivo las únicas criaturas a las que alguna vez se dignó a mirar a la cara tuvieron que morir en sus manos.
Ésa es tu maldición si quieres ser perfecto, en el camino del hombre todo son pactos, todo son condiciones.
Éline fue enterrada en una tumba que homenajeaba también a la criatura que jamás vio la luz, un funeral con el lobo presente. No permitió que el eclesiástico de turno leyera su misa —«Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, mientras viva, nunca morirá; todo aquel que crea en mí, aunque muera, siempre vivirá. Amén.»—, él mismo contempló su ataúd hundiéndose en la tierra mientras arrancaba un pasaje de una de las biblias que guardaba en su casa y lo arrugaba antes de dejarlo caer junto a ella. No había cadáver dentro, sólo cenizas, él mismo decidió que ardiera en lugar de permitir que se acabara pudriendo en cuerpo como lo había hecho en mente. La quemó para facilitarle su llegada a donde quiera que convergieran todas las religiones del hombre, arriba o abajo, para que el día que tuviera que fundirse con su entorno pudiera ser parte de una naturaleza que no hacía preguntas —ni qué decir que las únicas criaturas que le habían significado algo terminaban en cenizas—. Podría haber hecho todo aquello sin lápida, sin sepultura, pero todo el mundo que la conociera con los ojos vibrantes se había olvidado de ella mientras que a él le había desordenado la existencia. Por su parte no necesitaba parafernalia humana para recordarla, posiblemente ni siquiera volviera nunca más a visitar su tumba, pero si ella se había largado finalmente manchada por el fango de las callejuelas entonces debía marcar la acera con su nombre. La última vez tendría que ser la definitiva.
Más romántico —más convencionalmente romántico— de lo que fuese en vida.
Decir cómo había quedado la leyenda germánica en su lugar estaba de más los primeros días. Apático, catatónico, una oleada de terror contenida que hacía temblar el suelo, un tumulto espeso de negrura en el mar de sus ojos donde la próxima tormenta se alzaría sin avisar a nadie, ni a su propio dueño. Al principio se dedicó a no ser más que un errante, un desconocido para la ciudad que temblaba ante su sola mención, en sitios que había estado y en los que la pobre pretensión parisina había construido para tildarlo de novedad. Estuvo sin estar y estando al mismo tiempo en todo. El dolor de la omnipresencia había existido para ese momento, esa realidad en género neutro aunque pintada de color rojo; cobrizo. Días y noches enteras se escurrieron a lomos de una ciudad ajena y estúpida, ahogado en su concepción adormecida del tiempo y el espacio, hasta que todo se concentró en un mismo sitio: su enclaustrado piso. Pero no por dentro, sino por fuera, en frente, sobre la acera donde Éline estuvo esperando a que la bestia reprimida saliera a darle caza y esa vez, porque ella así lo quería.
Se clavó en el suelo como la estaca que no usaría para esa batalla y observó su propia guarida desde la visión de aquella criatura enloquecida con la que se paró a tomar aliento por primera vez desde que lo entregara a sus propias causas. La gente pasó de un lado a otro, poniendo su atención en él pero siempre pasando de largo —no dejaba de ser un lobo herido y peligroso en mitad del paseo—, y desde ahí, sin apartar la vista de la ventana que lo vio todo, Fausto extrajo su cuchilla y empezó a rasurarse la cabeza. No empleó ninguna prisa en descubrir todo el terreno hasta que no quedó ni una sola mota de pelo. El cielo había oscurecido para entonces y quizá eso reprimiera el horror en los rostros de quienes comprobaron el secreto de su cráneo, de su mente: los cuernos del macho cabrío alzándose sobre aquel pueblo oprimido por su vileza. Pero de nada tendrían que temer en aquellos instantes; no ellos. La cuchilla se deslizó finalmente por sus dedos y sus pasos fueron a buscarlo; a Él.
El cementerio les había unido siempre más o menos indirectamente, el sendero se lo conocía de manera intrínseca mucho antes de enterrar los restos en paz de una flor marchita y ni siquiera le sorprendió encontrarse a quien debía la tragedia de su historia. Aparte, claro estaba, de a sí mismo y a la persona cuyo mausoleo ahora contemplaba Ciro. Se apareció ante su némesis con la cabeza rapada y el torso al descubierto, recreando la misma imagen de aquel capítulo en la India, con los músculos igual de marcados o más, la expresión de su rostro igual de consciente o más, pero una madurez mayor, una edad más avanzada en su barba, sus pocas pero presentes arrugas en la piel… junto a su siguiente movimiento que cambiaría todo de nuevo.
—No quiso que la salvara, ni siquiera murió por lo que tú le hiciste, me pidió a mí que la ayudara a largarse —dijo sin más contexto —como si lo necesitaran…—, con la misma voz de un dragón forzado a despertarse—. Bien mirado, puede que entonces sí la haya salvado. —y cuando el vampiro se hubo girado hacia él, Fausto lo aprovechó para lanzar un último vistazo al nombre grabado de Éline Rimbaud junto a su hijo nonato— Déjame hablar a mí —impuso, y aun siendo claramente una orden, el solo hecho de molestarse en emplearla marcaba la diferencia. Sin más preámbulos, barrió con los pocos pasos que quedaban de distancia entre ellos e hizo lo único que nadie se esperaría después de todo lo que había sucedido: se arrodilló justo en frente de él, de Ciro, del responsable de sus primeros contactos con la desgracia humana, quien había facilitado que el destino de sus únicos seres queridos acabara en el mismísimo infierno al que pertenecían. Ellos dos antes que ninguno—. Yo, Fausto, te reconozco a ti, Ciro, como mi auténtico padre. —Georgius ya estaba muerto y su pupilo cuanto antes lo aceptara, mejor. Habían hecho falta casi una decena de años pero, ¿qué era eso para un inmortal?— Soy lo que soy por tu culpa, así que el relevo es tuyo. O la mejora, o la putada, llama a tu responsabilidad como quieras pero vengo aquí a pedirte que seas mi maestro. No, esta vez no llevo todo el opio y el alcohol de la India en el cuerpo, estoy en mis cabales, es posible que no lo haya estado nunca tanto como en este momento —habló con las pupilas perdidas en el horizonte, cual guerrero formal que postra sus servicios ante alguien, sólo que aquella situación era muy, muy diferente—. A estas alturas, con todo nuestro historial, es lo único que puede renovarnos un poco, la única originalidad que nos queda para salir de esta vorágine de vendetta y muerte. Me estoy aburriendo de ella, viejo, tú has ido a lo mismo de siempre con tu numerito sangriento así que alguien tendrá que proponer un cambio realmente distinto. Será tarea de las nuevas generaciones... —Aun cuando había sorna en sus palabras, aquel gesto, aquella petición… cualquiera se negaría rotundamente a creerla de ser contada y no vista— Nunca hemos probado la paz, que entre tú y yo sólo puede ser ambigua. Porque dime, ¿podrás fiarte de tener a tu peor enemigo a tan corta distancia? —Y por fin, de una jodida vez, le miró directamente a los ojos desde abajo, siendo esa una posición inferior y lo más importante, voluntaria. A pesar de todo, de absolutamente todos los destrozos que Ciro había provocado en Fausto, aquella era una muestra de respeto deliberado; de acatamiento— Una vez me dijiste que llevara los cuernos del macho cabrío con orgullo, si eres de verdad el Mefistófeles de este cuento, ¿no te interesa comprobarlo en primera fila? Adelante, pon tus condiciones, ¡como en los viejos tiempos! Quién sabe, quizá después de todo decida matarte al final del camino, o tú decidas que merezco vivir para siempre. Y si rechazas esta ofrenda tras haberme postrado ante mi peor pesadilla, me importará lo mismo que la mierda. Tú mejor que nadie sabes que este pobre diablo ya no tiene nada que perder.
Ésa es tu maldición si quieres ser perfecto, en el camino del hombre todo son pactos, todo son condiciones.
Éline fue enterrada en una tumba que homenajeaba también a la criatura que jamás vio la luz, un funeral con el lobo presente. No permitió que el eclesiástico de turno leyera su misa —«Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, mientras viva, nunca morirá; todo aquel que crea en mí, aunque muera, siempre vivirá. Amén.»—, él mismo contempló su ataúd hundiéndose en la tierra mientras arrancaba un pasaje de una de las biblias que guardaba en su casa y lo arrugaba antes de dejarlo caer junto a ella. No había cadáver dentro, sólo cenizas, él mismo decidió que ardiera en lugar de permitir que se acabara pudriendo en cuerpo como lo había hecho en mente. La quemó para facilitarle su llegada a donde quiera que convergieran todas las religiones del hombre, arriba o abajo, para que el día que tuviera que fundirse con su entorno pudiera ser parte de una naturaleza que no hacía preguntas —ni qué decir que las únicas criaturas que le habían significado algo terminaban en cenizas—. Podría haber hecho todo aquello sin lápida, sin sepultura, pero todo el mundo que la conociera con los ojos vibrantes se había olvidado de ella mientras que a él le había desordenado la existencia. Por su parte no necesitaba parafernalia humana para recordarla, posiblemente ni siquiera volviera nunca más a visitar su tumba, pero si ella se había largado finalmente manchada por el fango de las callejuelas entonces debía marcar la acera con su nombre. La última vez tendría que ser la definitiva.
Más romántico —más convencionalmente romántico— de lo que fuese en vida.
Decir cómo había quedado la leyenda germánica en su lugar estaba de más los primeros días. Apático, catatónico, una oleada de terror contenida que hacía temblar el suelo, un tumulto espeso de negrura en el mar de sus ojos donde la próxima tormenta se alzaría sin avisar a nadie, ni a su propio dueño. Al principio se dedicó a no ser más que un errante, un desconocido para la ciudad que temblaba ante su sola mención, en sitios que había estado y en los que la pobre pretensión parisina había construido para tildarlo de novedad. Estuvo sin estar y estando al mismo tiempo en todo. El dolor de la omnipresencia había existido para ese momento, esa realidad en género neutro aunque pintada de color rojo; cobrizo. Días y noches enteras se escurrieron a lomos de una ciudad ajena y estúpida, ahogado en su concepción adormecida del tiempo y el espacio, hasta que todo se concentró en un mismo sitio: su enclaustrado piso. Pero no por dentro, sino por fuera, en frente, sobre la acera donde Éline estuvo esperando a que la bestia reprimida saliera a darle caza y esa vez, porque ella así lo quería.
Se clavó en el suelo como la estaca que no usaría para esa batalla y observó su propia guarida desde la visión de aquella criatura enloquecida con la que se paró a tomar aliento por primera vez desde que lo entregara a sus propias causas. La gente pasó de un lado a otro, poniendo su atención en él pero siempre pasando de largo —no dejaba de ser un lobo herido y peligroso en mitad del paseo—, y desde ahí, sin apartar la vista de la ventana que lo vio todo, Fausto extrajo su cuchilla y empezó a rasurarse la cabeza. No empleó ninguna prisa en descubrir todo el terreno hasta que no quedó ni una sola mota de pelo. El cielo había oscurecido para entonces y quizá eso reprimiera el horror en los rostros de quienes comprobaron el secreto de su cráneo, de su mente: los cuernos del macho cabrío alzándose sobre aquel pueblo oprimido por su vileza. Pero de nada tendrían que temer en aquellos instantes; no ellos. La cuchilla se deslizó finalmente por sus dedos y sus pasos fueron a buscarlo; a Él.
El cementerio les había unido siempre más o menos indirectamente, el sendero se lo conocía de manera intrínseca mucho antes de enterrar los restos en paz de una flor marchita y ni siquiera le sorprendió encontrarse a quien debía la tragedia de su historia. Aparte, claro estaba, de a sí mismo y a la persona cuyo mausoleo ahora contemplaba Ciro. Se apareció ante su némesis con la cabeza rapada y el torso al descubierto, recreando la misma imagen de aquel capítulo en la India, con los músculos igual de marcados o más, la expresión de su rostro igual de consciente o más, pero una madurez mayor, una edad más avanzada en su barba, sus pocas pero presentes arrugas en la piel… junto a su siguiente movimiento que cambiaría todo de nuevo.
—No quiso que la salvara, ni siquiera murió por lo que tú le hiciste, me pidió a mí que la ayudara a largarse —dijo sin más contexto —como si lo necesitaran…—, con la misma voz de un dragón forzado a despertarse—. Bien mirado, puede que entonces sí la haya salvado. —y cuando el vampiro se hubo girado hacia él, Fausto lo aprovechó para lanzar un último vistazo al nombre grabado de Éline Rimbaud junto a su hijo nonato— Déjame hablar a mí —impuso, y aun siendo claramente una orden, el solo hecho de molestarse en emplearla marcaba la diferencia. Sin más preámbulos, barrió con los pocos pasos que quedaban de distancia entre ellos e hizo lo único que nadie se esperaría después de todo lo que había sucedido: se arrodilló justo en frente de él, de Ciro, del responsable de sus primeros contactos con la desgracia humana, quien había facilitado que el destino de sus únicos seres queridos acabara en el mismísimo infierno al que pertenecían. Ellos dos antes que ninguno—. Yo, Fausto, te reconozco a ti, Ciro, como mi auténtico padre. —Georgius ya estaba muerto y su pupilo cuanto antes lo aceptara, mejor. Habían hecho falta casi una decena de años pero, ¿qué era eso para un inmortal?— Soy lo que soy por tu culpa, así que el relevo es tuyo. O la mejora, o la putada, llama a tu responsabilidad como quieras pero vengo aquí a pedirte que seas mi maestro. No, esta vez no llevo todo el opio y el alcohol de la India en el cuerpo, estoy en mis cabales, es posible que no lo haya estado nunca tanto como en este momento —habló con las pupilas perdidas en el horizonte, cual guerrero formal que postra sus servicios ante alguien, sólo que aquella situación era muy, muy diferente—. A estas alturas, con todo nuestro historial, es lo único que puede renovarnos un poco, la única originalidad que nos queda para salir de esta vorágine de vendetta y muerte. Me estoy aburriendo de ella, viejo, tú has ido a lo mismo de siempre con tu numerito sangriento así que alguien tendrá que proponer un cambio realmente distinto. Será tarea de las nuevas generaciones... —Aun cuando había sorna en sus palabras, aquel gesto, aquella petición… cualquiera se negaría rotundamente a creerla de ser contada y no vista— Nunca hemos probado la paz, que entre tú y yo sólo puede ser ambigua. Porque dime, ¿podrás fiarte de tener a tu peor enemigo a tan corta distancia? —Y por fin, de una jodida vez, le miró directamente a los ojos desde abajo, siendo esa una posición inferior y lo más importante, voluntaria. A pesar de todo, de absolutamente todos los destrozos que Ciro había provocado en Fausto, aquella era una muestra de respeto deliberado; de acatamiento— Una vez me dijiste que llevara los cuernos del macho cabrío con orgullo, si eres de verdad el Mefistófeles de este cuento, ¿no te interesa comprobarlo en primera fila? Adelante, pon tus condiciones, ¡como en los viejos tiempos! Quién sabe, quizá después de todo decida matarte al final del camino, o tú decidas que merezco vivir para siempre. Y si rechazas esta ofrenda tras haberme postrado ante mi peor pesadilla, me importará lo mismo que la mierda. Tú mejor que nadie sabes que este pobre diablo ya no tiene nada que perder.
Y entonces, allí y de ese modo,
se inicia el ciclo de una nueva era.
se inicia el ciclo de una nueva era.
Última edición por Fausto el Mar Mar 13, 2018 11:08 am, editado 4 veces
Fausto- Cazador Clase Alta
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Re: Resurrección |Ciro a.k.a Mefistófeles
Espartano hasta la médula, Pausanias, no había sido un hombre hecho para la paz. Desde su primer aliento, que había determinado que no fuera arrojado como un material defectuoso para las glorias de una polis a la que había pertenecido por casualidad, pese a su historia con ella, a él le habían inculcado la batalla, la guerra, el conflicto, la acción. En eso consistía su educación, ¿no?, en ser los mejores soldados de todo el Peloponeso, austeros en todo salvo en el arte de destrozar a otros y defender lo propio; con él, como con todos, así había sido, y eso lo había forjado, quisiera o no, de una forma determinante, más quizá que todo lo demás.
Si no se hubiera reído de esa idea en cada uno de sus alientos, Ciro habría pensado que estaba destinado a ser siempre un guerrero, incluso si había terminado por abrazar un lado animal que siempre había estado ahí, enterrado, pero jamás a la luz. ¡Así parecían indicarlo las circunstancias, era cierto! Pero no, Ciro creía que cada cual se construía su destino, que el hecho de haber nacido espartiata no influenciaba del todo al vampiro en el que se había convertido, puesto que sí, de acuerdo, algo había sacado de provecho de entonces, pero ¿todo? ¡Oh, desde luego que no, él se había excavado su propio agujero, en el que yacía cómodamente! Una manera de hablar casi literal, dado que se encontraba en el cementerio, con la vista clavada en una tumba que él había contribuido a llenar.
¡Qué poca originalidad! Sus víctimas se contaban por miles, ya ni por cientos, al tratarse de un vampiro más que milenario, pero esa en concreto lo había cambiado todo: el asesinato había tenido el sabor dulce de la venganza cumplida... con el regusto, agrio, de saber que no había sido responsable del todo de lo que había sucedido. Oh, sí, el vampiro estaba loco, pero no era estúpido, como nunca lo había sido, y sabía en quién recaía la culpa del desenlace de todo. ¡Y no, por una vez no era suya del todo, la sensación era tan sorprendente que casi lo había descolocado! Pero sólo casi: Ciro era demasiado experto en la vida, hasta en su no-vida, que pocas cosas lo podían poner peor de lo que ya estaba.
¿Estaba, realmente, mal? Bueno, era complicado. Por un lado, se encontraba eufórico del todo, ¡había cumplido su venganza y había roto a Fausto de una maldita vez! Apenas podía creérselo, de hecho le parecía demasiado bueno para ser verdad y su mente marchita, inestable y quebrada le hacía dudar, aunque una parte de él, con la férrea autoridad del diarca Pausanias, lo desechaba sin ningún tipo de duda. ¡Lo había hecho, sí, sí, de una maldita vez! Casi podría haber saltado de felicidad, el guerrero se estaba regodeando en la batalla vencida y sabía bien que la sangre en la que se estaba bañando tenía el sabor del néctar y la ambrosía de los dioses, como él lo era y siempre lo había sido.
Sin embargo... ah, siempre hay un pero, ¿a que sí? ¡Sí! El pero en el caso de Ciro era que una parte muy insistente de su mente se resistía a dejarse llevar por el éxtasis; esa parte, su por otro lado, le preguntaba, con tanta razón como malicia: ¿y ahora qué? Efectivamente: cumplida su venganza, de un modo extrañamente complejo hasta para él, ¿qué demonios le quedaba? Había devuelto el golpe a su némesis, con creces; el odio seguía pero pronto empezaría a desintegrarse y a ser arrastrado por las consecuencias de su crimen perfecto, y Ciro intuía que, cuando sucediera, se quedaría más desnudo y más vacío de lo que había estado en años... En más de los que quería recordar, con su maravillosa y casi eidética memoria.
¡Cuánto le había costado reconocer el valor que tenía Fausto en su existencia! Una muerte (dos, si contamos la del bastardo del bastardo que lo odiaba, y esa era la única que él había provocado directamente) después, sólo empezaba a planteárselo, quieto en aquel cementerio donde miraba la tumba de la pelirroja, ¿para qué? ¿Para alcanzar la paz? Para un guerrero, y él lo era, ese concepto no existía: la paz era solamente quietud hasta la siguiente batalla, que siempre terminaba por llegar; él lo sabía, claro, por su dilatada experiencia, y por eso no le sorprendió que Fausto, su némesis que quizá ya no lo era, terminara por llegar.
En todo caso, el sorprendido podía haber sido Fausto, porque Ciro volvía a presentarse ante sus ojos como el maldito caos en el que su tortura lo había convertido (mirada salvaje, pelo desgreñado, barba poblado) pero dominado, envuelto en ropas decentes y enteras, limpias incluso. ¿Una metáfora de que el antiguo se mezclaba con el nuevo para dar como resultado a un nuevo él? ¡Tal vez, si Ciro hubiera sido capaz de planteárselo! Pero, por falta de interés, no lo hacía; sus ojos aguamarina se clavaron en el cazador mientras lanzaba su proposición, febriles y atentos a cualquier movimiento, y no hubo más respuesta que la de sus labios curvándose en algo parecido a una sonrisa, todo lo que Ciro fuera capaz de ese gesto, ahora y siempre.
– Ya sé que no la maté yo. Si hubiera querido, no habrías tenido oportunidad de salvarla, pero no fui a por ella, fui a por tu bastardo. Esto siempre se trató de ti y de mí, y acepté a una tercera en discordia porque yo los he tenido en el enfrentamiento, pero ¿otro? No. – replicó, absolutamente frío, estirándose la chaqueta que llevaba mientras su mirada, bastante interesada en lo que hacía, se clavaba en la tela, sin interés todavía por Fausto y sin aceptar, por lo pronto, su oferta. – ¿Quieres que te convierta en mi aprendiz y no me das el crédito que me merezco? Sigues siendo el maldito estúpido que eras cuando te tatué ese macho cabrío, germano. – recriminó, y hubo en su voz la autoridad del maestro que Fausto buscaba, aunque Ciro no se hubiera pronunciado todavía al respecto.
Regio, el vampiro lo encaró, con los brazos cruzados sobre el pecho y una autoridad que ni su aspecto medio descuidado lograba eliminar. Para ser justos, el vampiro había tenido un algo especial hasta cuando estaba como una cabra, y aunque ya nunca pudiera volver a estar cuerdo del todo, podía decirse que algo de cordura había recuperado... por el momento. Un poquito, nada más, lo suficiente para ponderar pros y contras a la hora de tomar una decisión que, sin embargo, estaba tomada de antemano, vencedor como se sentía y dispuesto, hasta sin reconocerlo, a llenar el vacío existencial que amenazaría con engullirlo si resultaba que Fausto se iba de su vida del todo. Ugh, no, eso nunca, ¡gracias!
– No pienso fiarme de ti, claro. Mi condición es que me obedecerás en todo, en cualquier chorrada que se me ocurra y te ordene, en cada cosa que diga. Lo harás sin pensar, sometiéndote por completo, te tragarás tu ego y honrarás a tu padre, como dicen los cristianos. – enunció, sin parpadear, y sólo lo hizo al final, cuando ladeó la cabeza con un amago de curiosidad. – Levanta el culo. Tengo más enemigos que tú, así que te enfrentarás también a ellos. Lo que yo odie, odias; lo que yo... no, yo no amo. Pero sabes por dónde voy, pobre diablo, ¿no? ¿Te queda algo de cerebro en esa cabeza tuya? ¡Responde! Sométete, y entonces aceptaré. – exigió, cogiéndolo de la cabeza con una de sus manos fuertes y alzándolo para que lo encara de una vez por todas.
Si no se hubiera reído de esa idea en cada uno de sus alientos, Ciro habría pensado que estaba destinado a ser siempre un guerrero, incluso si había terminado por abrazar un lado animal que siempre había estado ahí, enterrado, pero jamás a la luz. ¡Así parecían indicarlo las circunstancias, era cierto! Pero no, Ciro creía que cada cual se construía su destino, que el hecho de haber nacido espartiata no influenciaba del todo al vampiro en el que se había convertido, puesto que sí, de acuerdo, algo había sacado de provecho de entonces, pero ¿todo? ¡Oh, desde luego que no, él se había excavado su propio agujero, en el que yacía cómodamente! Una manera de hablar casi literal, dado que se encontraba en el cementerio, con la vista clavada en una tumba que él había contribuido a llenar.
¡Qué poca originalidad! Sus víctimas se contaban por miles, ya ni por cientos, al tratarse de un vampiro más que milenario, pero esa en concreto lo había cambiado todo: el asesinato había tenido el sabor dulce de la venganza cumplida... con el regusto, agrio, de saber que no había sido responsable del todo de lo que había sucedido. Oh, sí, el vampiro estaba loco, pero no era estúpido, como nunca lo había sido, y sabía en quién recaía la culpa del desenlace de todo. ¡Y no, por una vez no era suya del todo, la sensación era tan sorprendente que casi lo había descolocado! Pero sólo casi: Ciro era demasiado experto en la vida, hasta en su no-vida, que pocas cosas lo podían poner peor de lo que ya estaba.
¿Estaba, realmente, mal? Bueno, era complicado. Por un lado, se encontraba eufórico del todo, ¡había cumplido su venganza y había roto a Fausto de una maldita vez! Apenas podía creérselo, de hecho le parecía demasiado bueno para ser verdad y su mente marchita, inestable y quebrada le hacía dudar, aunque una parte de él, con la férrea autoridad del diarca Pausanias, lo desechaba sin ningún tipo de duda. ¡Lo había hecho, sí, sí, de una maldita vez! Casi podría haber saltado de felicidad, el guerrero se estaba regodeando en la batalla vencida y sabía bien que la sangre en la que se estaba bañando tenía el sabor del néctar y la ambrosía de los dioses, como él lo era y siempre lo había sido.
Sin embargo... ah, siempre hay un pero, ¿a que sí? ¡Sí! El pero en el caso de Ciro era que una parte muy insistente de su mente se resistía a dejarse llevar por el éxtasis; esa parte, su por otro lado, le preguntaba, con tanta razón como malicia: ¿y ahora qué? Efectivamente: cumplida su venganza, de un modo extrañamente complejo hasta para él, ¿qué demonios le quedaba? Había devuelto el golpe a su némesis, con creces; el odio seguía pero pronto empezaría a desintegrarse y a ser arrastrado por las consecuencias de su crimen perfecto, y Ciro intuía que, cuando sucediera, se quedaría más desnudo y más vacío de lo que había estado en años... En más de los que quería recordar, con su maravillosa y casi eidética memoria.
¡Cuánto le había costado reconocer el valor que tenía Fausto en su existencia! Una muerte (dos, si contamos la del bastardo del bastardo que lo odiaba, y esa era la única que él había provocado directamente) después, sólo empezaba a planteárselo, quieto en aquel cementerio donde miraba la tumba de la pelirroja, ¿para qué? ¿Para alcanzar la paz? Para un guerrero, y él lo era, ese concepto no existía: la paz era solamente quietud hasta la siguiente batalla, que siempre terminaba por llegar; él lo sabía, claro, por su dilatada experiencia, y por eso no le sorprendió que Fausto, su némesis que quizá ya no lo era, terminara por llegar.
En todo caso, el sorprendido podía haber sido Fausto, porque Ciro volvía a presentarse ante sus ojos como el maldito caos en el que su tortura lo había convertido (mirada salvaje, pelo desgreñado, barba poblado) pero dominado, envuelto en ropas decentes y enteras, limpias incluso. ¿Una metáfora de que el antiguo se mezclaba con el nuevo para dar como resultado a un nuevo él? ¡Tal vez, si Ciro hubiera sido capaz de planteárselo! Pero, por falta de interés, no lo hacía; sus ojos aguamarina se clavaron en el cazador mientras lanzaba su proposición, febriles y atentos a cualquier movimiento, y no hubo más respuesta que la de sus labios curvándose en algo parecido a una sonrisa, todo lo que Ciro fuera capaz de ese gesto, ahora y siempre.
– Ya sé que no la maté yo. Si hubiera querido, no habrías tenido oportunidad de salvarla, pero no fui a por ella, fui a por tu bastardo. Esto siempre se trató de ti y de mí, y acepté a una tercera en discordia porque yo los he tenido en el enfrentamiento, pero ¿otro? No. – replicó, absolutamente frío, estirándose la chaqueta que llevaba mientras su mirada, bastante interesada en lo que hacía, se clavaba en la tela, sin interés todavía por Fausto y sin aceptar, por lo pronto, su oferta. – ¿Quieres que te convierta en mi aprendiz y no me das el crédito que me merezco? Sigues siendo el maldito estúpido que eras cuando te tatué ese macho cabrío, germano. – recriminó, y hubo en su voz la autoridad del maestro que Fausto buscaba, aunque Ciro no se hubiera pronunciado todavía al respecto.
Regio, el vampiro lo encaró, con los brazos cruzados sobre el pecho y una autoridad que ni su aspecto medio descuidado lograba eliminar. Para ser justos, el vampiro había tenido un algo especial hasta cuando estaba como una cabra, y aunque ya nunca pudiera volver a estar cuerdo del todo, podía decirse que algo de cordura había recuperado... por el momento. Un poquito, nada más, lo suficiente para ponderar pros y contras a la hora de tomar una decisión que, sin embargo, estaba tomada de antemano, vencedor como se sentía y dispuesto, hasta sin reconocerlo, a llenar el vacío existencial que amenazaría con engullirlo si resultaba que Fausto se iba de su vida del todo. Ugh, no, eso nunca, ¡gracias!
– No pienso fiarme de ti, claro. Mi condición es que me obedecerás en todo, en cualquier chorrada que se me ocurra y te ordene, en cada cosa que diga. Lo harás sin pensar, sometiéndote por completo, te tragarás tu ego y honrarás a tu padre, como dicen los cristianos. – enunció, sin parpadear, y sólo lo hizo al final, cuando ladeó la cabeza con un amago de curiosidad. – Levanta el culo. Tengo más enemigos que tú, así que te enfrentarás también a ellos. Lo que yo odie, odias; lo que yo... no, yo no amo. Pero sabes por dónde voy, pobre diablo, ¿no? ¿Te queda algo de cerebro en esa cabeza tuya? ¡Responde! Sométete, y entonces aceptaré. – exigió, cogiéndolo de la cabeza con una de sus manos fuertes y alzándolo para que lo encara de una vez por todas.
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Re: Resurrección |Ciro a.k.a Mefistófeles
La cabeza de Fausto nunca había estado más despejada y fría para lo mucho que ardían sus pensamientos, ni siquiera aquella vez en la India, donde la confusión y aquella vorágine de primeros sentimientos no pudieron disminuir el ardor de su efecto en aquel semidios o demonio; sus tormentos no se fueron tras la cuchilla de Ciro con el resto de sus cabellos. Ahora, no obstante, al ser él mismo quien había deslizado el filo entre el pelo y la carne, parecía como si todas las emociones se hubieran escurrido de esa parte representativa del cuerpo en Fausto, la cabeza, la mente, y hubiera despejado todo el terreno para sus nuevos pasos. Los que también daría de forma nueva, sin nada que perder pero todo por obtener, exactamente igual que lo que le había dicho al hombre que seguía siendo su Mefistófeles, mas en un estilo muy diferente al de ese primer duelo de egos envuelto por nigromancia y agujas en favor de un teatro que no se separaba de ellos.
Simplemente, no todo sería como había planeado y eso se aplicaba a ambos. El vampiro era perfectamente consciente desde que cayese en las garras de su propio hijo no-deseado. Con la cantidad de personas que había convertido a mordiscos, aquella también era una condición muy específica entre su simbólica descendencia. Ningún némesis se elige, incluso si en su caso el épico Pausanias había ayudado a destruirlo y crearlo a partes iguales. ¿Y quién más que aquel nombre de leyenda germánica había logrado introducir ese tipo de complejidades en las andanzas de tamaña locura espartana? ¿Cómo librarse tan fácilmente de él ahora que la victoria y la derrota antes que cerrar, volvían a abrir un nuevo ciclo?
Una nueva época que ni los inmortales presenciaban muy a menudo. ¿Contentas ya, sus majestades? Porque ni una ni otra habían visto nada todavía.
Prestó suma atención a las dosis de despotismo con las que Ciro respondió finalmente a sus demandas, escuchó con aquel vacío en sus ojos azules, tan fríamente compartidos por el guerrero que ladeaba la vista desde la cima de su montaña de cadáveres, y ante las acusaciones hacia el poco crédito que, según él, le otorgaba, le contestó de un modo que cualquiera que se hiciera llamar su enemigo entendería de sobras: el silencio. Durante largo rato, Fausto no habló, mantuvo su mítico ego retenido en la gruta de lo que había sido su desesperación y que después de todo cuanto había sucedido, se parecía más a una apatía incautada pero firme; poderosa a fin de cuentas, aunque en aquellos instantes estuviera completamente a merced del principal diablo de su historia. Una que a partir de entonces él también escribiría, y en aquella ocasión, por deseo propio.
Obedecerle, acatar sus órdenes, fundirse con su peor pesadilla, y al mismo tiempo, su objetivo más codiciado, la única ambición que le quedaba del pasado y que en el presente había transformado de aquella forma tan aparentemente improvisada y que, aun así, tenía toda la razón del mundo. En su relación, no había nada más inexplorado que la paz, y el retoño rebelde había aceptado su parecido con el último maestro no-oficial de sus días como guerrero. Dos guerreros, una tregua. Incluso si Fausto aceptaba someterse completa y absolutamente a él, ambos eran igual de novatos para el cambio que se podía respirar a través del olor a muerte que los rodeaba en un cementerio. Pero poco le importaba, aceptaba su papel de aprendiz, es más, lo ansiaba y de la última vez que aquel erudito precoz deseó algo parecido hacía más de treinta años en la antigua Alemania que abandonaría por primera vez en llamas.
El Fausto rapado que volvía a recrear la imaginería de ese relato tan distintamente conocido acató su primera directriz y se levantó frente a él, tal y como le había demandado. Continuó haciendo caso de quien a partir de ese encuentro llamaría 'maestro', con todas las letras, con todo el ácido que voluntariamente se tragaría en su presencia —¡Responde! Sométete, y entonces aceptaré.—, pero a su manera: reverenciándose de nuevo, sólo que impactando, además, sus labios contra los suyos en un avance seco y conciso, similar a sus primeros acercamientos en la India o al beso de la muerte que había recibido con el sabor de todas las sangres que perecieron en la playa para renacer en la boca del nuevo y aceptado pupilo. Nada de suavidad, nada de sentimentalismo, tan simple como un símbolo que les precedía en el tiempo y al que continuaban rindiendo homenaje sin complejos. Una muestra del fuego que Fausto estaba dispuesto a cruzar, de que todo el odio posible hervía incluso en su saliva. Una vía más para la cruenta intimidad dispuesta entre ellos, y que hacía hincapié en ese contexto cristiano que el mismo Ciro había citado. Un contacto habitual mantenido entre Jesús y sus discípulos pero, y más apropiado para la escena, una analogía perfecta al beso de Judas, con su ya acostumbrada ambigüedad en los roles y que añadía la guinda del pastel bíblico a ese fantasma de la probable traición que no se desvanecería hasta nuevo aviso.
Y aunque no se tratara de su primer intercambio de ese tipo, hasta aquel preciso instante siempre había sido el otro quien los iniciaba. Nunca Fausto. Si el reciente maestro exigía una prueba de sometimiento total, no iba a darle miserias. ¿Qué podía decir? El niño aprendía deprisa.
—'El necio desdeña la corrección del padre. El que la acepta, sin embargo, denota prudencia' —citó después de separarse y otorgarle la plena visión de su obra demoníaca ahí en pie; irónicamente hasta parecía más alto de lo normal con el cráneo desnudo y los cuernos en alto—. No te preocupes, tampoco yo amo. —Y no amaba en el presente, no estaba mintiendo, si alguna vez lo hizo —amar, no mentir— la única posibilidad se encontraba quemada y enterrada en aquel suelo que pisaban, por lo que pudo afirmarlo sin un solo rasgo de humanidad en su rostro y en sus gestos, y sin dedicarle siquiera un vistazo a la tumba conmemorativa de la pobre muerta, aun cuando la tenía de frente y el vampiro, de espaldas. A Georgius, por otra parte, ya no veía sentido considerarlo y en cualquier caso, también había corrido el mismo destino que la demente y extinta Rimbaud junto al fruto de su vientre.— ¿Por dónde empezamos? ¿Adónde me vas a llevar?
Si acaso la teta parisina seguía dando leche hasta para la absorbente sed de un par de enfermos.
Simplemente, no todo sería como había planeado y eso se aplicaba a ambos. El vampiro era perfectamente consciente desde que cayese en las garras de su propio hijo no-deseado. Con la cantidad de personas que había convertido a mordiscos, aquella también era una condición muy específica entre su simbólica descendencia. Ningún némesis se elige, incluso si en su caso el épico Pausanias había ayudado a destruirlo y crearlo a partes iguales. ¿Y quién más que aquel nombre de leyenda germánica había logrado introducir ese tipo de complejidades en las andanzas de tamaña locura espartana? ¿Cómo librarse tan fácilmente de él ahora que la victoria y la derrota antes que cerrar, volvían a abrir un nuevo ciclo?
Una nueva época que ni los inmortales presenciaban muy a menudo. ¿Contentas ya, sus majestades? Porque ni una ni otra habían visto nada todavía.
Prestó suma atención a las dosis de despotismo con las que Ciro respondió finalmente a sus demandas, escuchó con aquel vacío en sus ojos azules, tan fríamente compartidos por el guerrero que ladeaba la vista desde la cima de su montaña de cadáveres, y ante las acusaciones hacia el poco crédito que, según él, le otorgaba, le contestó de un modo que cualquiera que se hiciera llamar su enemigo entendería de sobras: el silencio. Durante largo rato, Fausto no habló, mantuvo su mítico ego retenido en la gruta de lo que había sido su desesperación y que después de todo cuanto había sucedido, se parecía más a una apatía incautada pero firme; poderosa a fin de cuentas, aunque en aquellos instantes estuviera completamente a merced del principal diablo de su historia. Una que a partir de entonces él también escribiría, y en aquella ocasión, por deseo propio.
Obedecerle, acatar sus órdenes, fundirse con su peor pesadilla, y al mismo tiempo, su objetivo más codiciado, la única ambición que le quedaba del pasado y que en el presente había transformado de aquella forma tan aparentemente improvisada y que, aun así, tenía toda la razón del mundo. En su relación, no había nada más inexplorado que la paz, y el retoño rebelde había aceptado su parecido con el último maestro no-oficial de sus días como guerrero. Dos guerreros, una tregua. Incluso si Fausto aceptaba someterse completa y absolutamente a él, ambos eran igual de novatos para el cambio que se podía respirar a través del olor a muerte que los rodeaba en un cementerio. Pero poco le importaba, aceptaba su papel de aprendiz, es más, lo ansiaba y de la última vez que aquel erudito precoz deseó algo parecido hacía más de treinta años en la antigua Alemania que abandonaría por primera vez en llamas.
El Fausto rapado que volvía a recrear la imaginería de ese relato tan distintamente conocido acató su primera directriz y se levantó frente a él, tal y como le había demandado. Continuó haciendo caso de quien a partir de ese encuentro llamaría 'maestro', con todas las letras, con todo el ácido que voluntariamente se tragaría en su presencia —¡Responde! Sométete, y entonces aceptaré.—, pero a su manera: reverenciándose de nuevo, sólo que impactando, además, sus labios contra los suyos en un avance seco y conciso, similar a sus primeros acercamientos en la India o al beso de la muerte que había recibido con el sabor de todas las sangres que perecieron en la playa para renacer en la boca del nuevo y aceptado pupilo. Nada de suavidad, nada de sentimentalismo, tan simple como un símbolo que les precedía en el tiempo y al que continuaban rindiendo homenaje sin complejos. Una muestra del fuego que Fausto estaba dispuesto a cruzar, de que todo el odio posible hervía incluso en su saliva. Una vía más para la cruenta intimidad dispuesta entre ellos, y que hacía hincapié en ese contexto cristiano que el mismo Ciro había citado. Un contacto habitual mantenido entre Jesús y sus discípulos pero, y más apropiado para la escena, una analogía perfecta al beso de Judas, con su ya acostumbrada ambigüedad en los roles y que añadía la guinda del pastel bíblico a ese fantasma de la probable traición que no se desvanecería hasta nuevo aviso.
Y aunque no se tratara de su primer intercambio de ese tipo, hasta aquel preciso instante siempre había sido el otro quien los iniciaba. Nunca Fausto. Si el reciente maestro exigía una prueba de sometimiento total, no iba a darle miserias. ¿Qué podía decir? El niño aprendía deprisa.
—'El necio desdeña la corrección del padre. El que la acepta, sin embargo, denota prudencia' —citó después de separarse y otorgarle la plena visión de su obra demoníaca ahí en pie; irónicamente hasta parecía más alto de lo normal con el cráneo desnudo y los cuernos en alto—. No te preocupes, tampoco yo amo. —Y no amaba en el presente, no estaba mintiendo, si alguna vez lo hizo —amar, no mentir— la única posibilidad se encontraba quemada y enterrada en aquel suelo que pisaban, por lo que pudo afirmarlo sin un solo rasgo de humanidad en su rostro y en sus gestos, y sin dedicarle siquiera un vistazo a la tumba conmemorativa de la pobre muerta, aun cuando la tenía de frente y el vampiro, de espaldas. A Georgius, por otra parte, ya no veía sentido considerarlo y en cualquier caso, también había corrido el mismo destino que la demente y extinta Rimbaud junto al fruto de su vientre.— ¿Por dónde empezamos? ¿Adónde me vas a llevar?
Si acaso la teta parisina seguía dando leche hasta para la absorbente sed de un par de enfermos.
Última edición por Fausto el Vie Ene 05, 2018 5:49 pm, editado 1 vez
Fausto- Cazador Clase Alta
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Re: Resurrección |Ciro a.k.a Mefistófeles
Lo hizo, sí, claro que lo hizo, porque no le quedaba más remedio y porque no le quedaba nada más que perder, ¿había algún motivo mejor que la combinación de esos dos? Para Ciro, de pararse a pensar en ello, por supuesto que los habría, como por ejemplo haber elegido someterse a sus caprichos sádicos cuando tuvo la oportunidad y antes de que le diera una excusa dolorosa para que pudiera liberarse y... ¿qué? ¿Alcanzar su potencial? Eso tal vez no, pero la libertad sí la había terminado rozando con las yemas de los dedos gracias a su locura, y aunque en aquella situación se lo debía a Fausto, ¿quién le decía que no hubiera sido capaz de llegar ahí por su cuenta...?
Pero no, Ciro no estaba allí para hacer historia-ficción, sino para regodearse de una victoria que llevaba muchísimo tiempo esperando, modificando su comportamiento para asegurarse de cada ángulo, y llevando al ser más alejado posible de un estoico general espartano a, precisamente, uno de ellos, aunque sólo fuera por la amplísima estrategia a la que había recurrido el espartano. ¿Gracias...? Por nada, sí, eso en todo caso; Ciro no estaba en una posición para agradecer nada, de ocupado que estaba disfrutando, ¡vaya que sí! Y más cuando sabía que se iba a terminar la felicidad tarde o temprano, que cuando pasara la satisfacción quedaría la quietud y la necesidad de algo más, algo diferente y que lo llenara...
Y justo para eso estaba su nueva criatura, sí. ¿Dónde lo iba a llevar? Ni idea, Ciro todavía no lo había pensado, y ese era un problema que la venganza solía traer consigo: se piensa tanto en el cómo que no se suele contemplar cómo van a ser las cosas después de que algo suceda. Oh, por supuesto, se contempla una eventual derrota, sobre todo si se trata de un guerrero que siempre va a querer revancha porque es incapaz de admitir que ha perdido, pero ¿y en el caso de ganar? Tenía vagas ideas de lo que pasaría, sí, pero hasta a él le había sorprendido el giro de los acontecimientos a su favor, así que nadie podía culparlo si no sabía reaccionar del todo bien, ¿no? Y si lo hacían, ¡que les dieran! Él sabía su valía, y no necesitaba valoraciones ajenas para ser consciente de ello.
También le sorprendió el gesto del otro, ese gesto en concreto, ¡no hace falta decir más para que se sepa cuál es! No le sorprendió por no haber contemplado uno nunca, que no había nacido el día anterior (¡ni muchísimo menos!), sino porque se suponía que lo odiaba, ¿qué demonios estaba haciendo? Vale, sí, se estaban reconciliando ambos con la idea de que, aunque siguieran siendo némesis, las cosas iban a cambiar, pero ¿era necesario que fuera así? Suficiente caos mental tenía Ciro en aquel momento como para encima plantearse que debía empujarlo y tirarlo al suelo para que no volviera a atreverse a tocarlo. Porque no, no se trataba de la intencionalidad del gesto ni de cómo éste había sido: Ciro se había ofendido por ser tocado. ¡Qué raro! De verdad, sin bromas, lo era.
– ¿Quién te ha dicho que puedes tocarme? – siseó, con un tono de voz que sonó parecido a una quemadura sobre la piel con un hierro al rojo, y debió de sentirse como tal por la frialdad extrema de sus ojos y por el maldito gesto de asco de su boca, ladeada en una mueca que a otros conseguiría afearlos, pero no así a Ciro. ¿Qué podía decir? Sabía que había nacido agraciado, se lo habían hecho saber desde el momento en que había sobrevivido a las rígidas normas espartanas y no había sido asesinado por poseer imperfecciones; el tiempo, por su parte, había contribuido a esa opinión, tanto el paso del mismo como el efecto que tenía el físico de Ciro sobre los demás, víctimas y... víctimas. Al final, para él, todos lo eran, en mayor o menor medida era algo indiferente.
– A partir de ahora soy tu maldito dios, ¿no has aprendido nada en todos tus viajes? Y a los dioses no se les toca, sólo a sus iconos, y tú tienes el mejor de ellos grabado a tinta y aguja en el cráneo, ante mí, por primera vez en siglos sin avergonzarte. – recriminó, y el rechazo se vio en sus ojos claros con tanta claridad como si las venas rojas los hubieran invadido y le hubieran dado el toque carmesí que tan bien le iba al espartano en prácticamente todos los aspectos posibles de su vida. No había sido el caso, claro, puesto que Ciro estaba tan bien como era posible, crecido con la desgracia ajena mientras le durara el efecto de la satisfacción, que sabía que no era inmortal. El único de ellos que lo era, por descontado, era Ciro, pero esas noticias no eran nuevas.
– ¿Qué sabes de mí? Para empezar con esto, deberías ilustrarme con tus, estoy seguro, vastos conocimientos. Te vanaglorias de ello, así que demuéstrame que tienes motivos. – ordenó, no con exigencias sino con el tono regio que le correspondía a alguien en su posición. ¿Que cuál era esa posición? Podía ser la de dios, sí, papel que le había exigido a Fausto que asociara con él; también podía ser la de rey, porque de un modo u otro nunca había dejado de serlo por completo, pero quizá la que más le pegaba era la de maestro, de uno de los de antes y no los que se estilaban en la Francia en la que ambos vivían, pero eso Fausto también lo sabía. No había sido una completa prueba que Ciro hubiera dicho lo que había dicho: conocía a su némesis, y mejor que nadie además.
– Estoy esperando. – presionó, y decidió sentarse en una de las lápidas del cementerio, casualmente (¿o quizá no?) en la de una víctima suya, cuyo nombre recordaba porque su memoria siempre había sido casi eidética, y también porque se lo había repetido mientras lo mataba para intentar que tuviera piedad. A la vista (o tacto, en el caso del vampiro) se encontraba el resultado de las súplicas: nunca funcionaban. – No nos vamos a mover de aquí tan rápido, ¿desde cuándo eres tan impaciente? Te recordaba con más potencial. – chasqueó la lengua y negó con la cabeza, la vista insistentemente clavada, con la fuerza de sendas dagas, en los ojos ajenos. Bravuconada o realidad, ¿quién sabía? Tiempo tenían para descubrirlo, eso desde luego.
Pero no, Ciro no estaba allí para hacer historia-ficción, sino para regodearse de una victoria que llevaba muchísimo tiempo esperando, modificando su comportamiento para asegurarse de cada ángulo, y llevando al ser más alejado posible de un estoico general espartano a, precisamente, uno de ellos, aunque sólo fuera por la amplísima estrategia a la que había recurrido el espartano. ¿Gracias...? Por nada, sí, eso en todo caso; Ciro no estaba en una posición para agradecer nada, de ocupado que estaba disfrutando, ¡vaya que sí! Y más cuando sabía que se iba a terminar la felicidad tarde o temprano, que cuando pasara la satisfacción quedaría la quietud y la necesidad de algo más, algo diferente y que lo llenara...
Y justo para eso estaba su nueva criatura, sí. ¿Dónde lo iba a llevar? Ni idea, Ciro todavía no lo había pensado, y ese era un problema que la venganza solía traer consigo: se piensa tanto en el cómo que no se suele contemplar cómo van a ser las cosas después de que algo suceda. Oh, por supuesto, se contempla una eventual derrota, sobre todo si se trata de un guerrero que siempre va a querer revancha porque es incapaz de admitir que ha perdido, pero ¿y en el caso de ganar? Tenía vagas ideas de lo que pasaría, sí, pero hasta a él le había sorprendido el giro de los acontecimientos a su favor, así que nadie podía culparlo si no sabía reaccionar del todo bien, ¿no? Y si lo hacían, ¡que les dieran! Él sabía su valía, y no necesitaba valoraciones ajenas para ser consciente de ello.
También le sorprendió el gesto del otro, ese gesto en concreto, ¡no hace falta decir más para que se sepa cuál es! No le sorprendió por no haber contemplado uno nunca, que no había nacido el día anterior (¡ni muchísimo menos!), sino porque se suponía que lo odiaba, ¿qué demonios estaba haciendo? Vale, sí, se estaban reconciliando ambos con la idea de que, aunque siguieran siendo némesis, las cosas iban a cambiar, pero ¿era necesario que fuera así? Suficiente caos mental tenía Ciro en aquel momento como para encima plantearse que debía empujarlo y tirarlo al suelo para que no volviera a atreverse a tocarlo. Porque no, no se trataba de la intencionalidad del gesto ni de cómo éste había sido: Ciro se había ofendido por ser tocado. ¡Qué raro! De verdad, sin bromas, lo era.
– ¿Quién te ha dicho que puedes tocarme? – siseó, con un tono de voz que sonó parecido a una quemadura sobre la piel con un hierro al rojo, y debió de sentirse como tal por la frialdad extrema de sus ojos y por el maldito gesto de asco de su boca, ladeada en una mueca que a otros conseguiría afearlos, pero no así a Ciro. ¿Qué podía decir? Sabía que había nacido agraciado, se lo habían hecho saber desde el momento en que había sobrevivido a las rígidas normas espartanas y no había sido asesinado por poseer imperfecciones; el tiempo, por su parte, había contribuido a esa opinión, tanto el paso del mismo como el efecto que tenía el físico de Ciro sobre los demás, víctimas y... víctimas. Al final, para él, todos lo eran, en mayor o menor medida era algo indiferente.
– A partir de ahora soy tu maldito dios, ¿no has aprendido nada en todos tus viajes? Y a los dioses no se les toca, sólo a sus iconos, y tú tienes el mejor de ellos grabado a tinta y aguja en el cráneo, ante mí, por primera vez en siglos sin avergonzarte. – recriminó, y el rechazo se vio en sus ojos claros con tanta claridad como si las venas rojas los hubieran invadido y le hubieran dado el toque carmesí que tan bien le iba al espartano en prácticamente todos los aspectos posibles de su vida. No había sido el caso, claro, puesto que Ciro estaba tan bien como era posible, crecido con la desgracia ajena mientras le durara el efecto de la satisfacción, que sabía que no era inmortal. El único de ellos que lo era, por descontado, era Ciro, pero esas noticias no eran nuevas.
– ¿Qué sabes de mí? Para empezar con esto, deberías ilustrarme con tus, estoy seguro, vastos conocimientos. Te vanaglorias de ello, así que demuéstrame que tienes motivos. – ordenó, no con exigencias sino con el tono regio que le correspondía a alguien en su posición. ¿Que cuál era esa posición? Podía ser la de dios, sí, papel que le había exigido a Fausto que asociara con él; también podía ser la de rey, porque de un modo u otro nunca había dejado de serlo por completo, pero quizá la que más le pegaba era la de maestro, de uno de los de antes y no los que se estilaban en la Francia en la que ambos vivían, pero eso Fausto también lo sabía. No había sido una completa prueba que Ciro hubiera dicho lo que había dicho: conocía a su némesis, y mejor que nadie además.
– Estoy esperando. – presionó, y decidió sentarse en una de las lápidas del cementerio, casualmente (¿o quizá no?) en la de una víctima suya, cuyo nombre recordaba porque su memoria siempre había sido casi eidética, y también porque se lo había repetido mientras lo mataba para intentar que tuviera piedad. A la vista (o tacto, en el caso del vampiro) se encontraba el resultado de las súplicas: nunca funcionaban. – No nos vamos a mover de aquí tan rápido, ¿desde cuándo eres tan impaciente? Te recordaba con más potencial. – chasqueó la lengua y negó con la cabeza, la vista insistentemente clavada, con la fuerza de sendas dagas, en los ojos ajenos. Bravuconada o realidad, ¿quién sabía? Tiempo tenían para descubrirlo, eso desde luego.
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Re: Resurrección |Ciro a.k.a Mefistófeles
¿Quién era la mejor versión de los hombres y quién, la perfecta recreación de lo que idealizaron como Dios? Seguramente, la respuesta más apropiada sería que ninguno, o puede que ambos a la vez. De hecho, una respuesta aún mejor sería que ya no se trataba sólo de dos opciones, había mucho más gris para ellos en el inicio de aquella nueva era, aquel resultado del híbrido entre vida y muerte que habían estado blandiendo como arma desde que se fulminaran por última vez en la India a través de la ceniza y los restos ya inofensivos del sol. Por esa regla de tres, también habrían muchas más y mejores respuestas, tal y como se disponían a comprobar juntos, pero no estaba mal para empezar. De momento, tampoco iban a poder soportar añadidos por mucha locura, apatía o pecho que sacaran en su línea habitual.
Ante aquella reacción por… bueno, ya sabéis por qué gesto, Fausto ni siquiera parpadeó, a pesar de que a su antiguo yo le hubiera hecho muchísima gracia la escena. En realidad, se la seguía haciendo, pero no era una 'gracia' mofante, ni realmente despectiva. Al contrario, hasta podría interpretarse como… ¿piadosa? Sí, por primera vez en aquella relación tan apoteósicamente destructiva, el alemán veía a la bestia de sangre oscura que tenía delante con la misma ofensa casi enternecedora de un niño asqueado por el contacto físico —¿De qué nos sonaba ese perfil?—. Y joder, ¿no era irónico? ¿Cuántas veces había sucedido lo mismo o parecido, pero a la inversa, y él había tenido que atorar la rabia que le producía semejante cercanía con su jodido némesis en cuerpo y mente? Pero ahora, justo cuando el propio Fausto se había librado ya de aquella lacra de emoción, parecía estar aflorando en el otro. Diría que nunca se ponían de acuerdo, 'como siempre', de no ser porque ese 'como siempre', amigos míos, se había acabado.
¿Quién te ha dicho que puedes tocarme?
—Nadie, y no se repetirá —contestó a su pregunta, consciente de que no estaba otra vez en el suelo de un empujón, placaje o reacción física de su interlocutor por puro milagro, de ahí que fuera sin más al meollo que había originado la primera tensión de toda esa exploración conjunta—. Algo aprendí de mis viajes, en efecto, y algo que remediaré antes de empezar este nuevo contigo es la auto-consciencia. Por eso mismo tengo que avisarte con tiempo de que no hay ni habrá forma alguna de que te vea como a un 'maldito Dios'. No es insubordinación ante la autoridad que yo mismo acato, no es la primera grieta de rebeldía en esta prueba de sumisión a la que me someto por voluntad propia. Ni siquiera una muestra de desprecio cuando lo único que se parecería a esto último sería precisamente no hacerlo y no confesarte la simple y llana realidad de que no puedo verte como esperas. Me conoces, sabes que soy un teólogo que ha estudiado la materia únicamente para blasfemarla desde dentro, y jamás le pediría a un demonio que fuera mi maestro para verlo como a un dios. Tampoco vi ni traté a Georgius como a uno, pues si lo que pretendes es eso, que te trate así independientemente de cuál sea la verdad, hablaríamos de algo tan deforme como decir 'quiero que hagas lo mismo que harían los ciegos sin cerrar tus ojos'. No me malinterpretes, hemos dicho que acataré todo lo que me ordenes, de modo que aceptaría de todas maneras y en la superficie conseguirías ese reflejo, pero he ahí la cuestión, que ni tú ni yo hemos acabado aquí por los reflejos de la superficie. Si lo que pretendo es empezar a honrarte como a un maestro, o como a un padre, sería contradictorio exigir de mí un trato y una visión de algo que sabemos que nunca llegaré a respetar. No eres un dios, y por eso jamás lo verás en mis ojos aunque me los arranque para ti.
¿Qué sabes de mí? Algunos hablarían de la caja de Pandora, pero ahí ya se barajaba demasiada mitología. Sin más dilación, el estudiante modelo, el alumno aventajado, escupió sus deberes en voz alta: 'El exterior', con Pausanias a la deriva y su realeza Agíada, el joven militar, político y figura pública, autor y líder de numerosas guerras, batallas y conquistas, digno espécimen honrador de su patria y cuya ascendencia persa, mezclada con el capricho y la ambición del poder, además de aumentar sus victorias, revolucionarían la vida tal y como la conocía. Su puesto de general a tan pronta edad, con alguna que otra política matrimonial, derivaron en la destitución de su cargo y finalmente, la condena a morir por inanición; un instante de debilidad que a los dos les era muy familiar en la tortura previa a haber terminado como ahora estaban en uno de los cementerios más conocidos de París, y que por aquel entonces introdujo en la historia al vampiro que lo transformaría, tras fingir su muerte a ojos del mundo, y que más adelante supondría su parricidio. Uno con el que él, a diferencia de Fausto, disfrutaría. Comenzó a imitar al diablo en sus mil nombres, moviéndose por Roma, la antigua Britannia, y una variedad de recorridos a merced de su longevidad y de su talento para trastocar vidas ajenas. El cazador incluso sabía de la existencia de la monarca que no lo veía como a un monstruo; sabía también que él no era el único con quien pensaba probar el vago sustento de la tregua —¿No se había cagado en el sentimentalismo hacía no mucho delante de su humano y reciente pupilo? Loco vale, ¿pero además necio?—. Sin embargo, los dos últimos datos decidió omitirlos hasta nuevo aviso porque eso se trataba 'del interior'.
El resto, como se suele decir, es de sobras conocido.
¿Desde cuándo eres tan impaciente?
—Yo tampoco lo sé, probablemente desde que me postré ante mi peor enemigo para convertirlo en mi mejor maestro. De todas formas, no te pregunto porque requiera de inmediatez, sino porque todavía soy novato como aprendiz de Mefistófeles. —ni insolencia, ni burla en el tono, aunque la voz del guerrero no había cambiado, sí lo había hecho su postura; su futuro enseñamiento que, como tal en todo buen discípulo, iba acompañado de curiosidad. Sin ella, quizá ahora mismo estaría muerto— Si no lo hubieras matado, ¿a qué lugares crees que me llevaría el ser que decidió que vivieras? A juzgar por lo poco que te importó aniquilarlo después, seguramente prepares algo mejor.
Ante aquella reacción por… bueno, ya sabéis por qué gesto, Fausto ni siquiera parpadeó, a pesar de que a su antiguo yo le hubiera hecho muchísima gracia la escena. En realidad, se la seguía haciendo, pero no era una 'gracia' mofante, ni realmente despectiva. Al contrario, hasta podría interpretarse como… ¿piadosa? Sí, por primera vez en aquella relación tan apoteósicamente destructiva, el alemán veía a la bestia de sangre oscura que tenía delante con la misma ofensa casi enternecedora de un niño asqueado por el contacto físico —¿De qué nos sonaba ese perfil?—. Y joder, ¿no era irónico? ¿Cuántas veces había sucedido lo mismo o parecido, pero a la inversa, y él había tenido que atorar la rabia que le producía semejante cercanía con su jodido némesis en cuerpo y mente? Pero ahora, justo cuando el propio Fausto se había librado ya de aquella lacra de emoción, parecía estar aflorando en el otro. Diría que nunca se ponían de acuerdo, 'como siempre', de no ser porque ese 'como siempre', amigos míos, se había acabado.
¿Quién te ha dicho que puedes tocarme?
—Nadie, y no se repetirá —contestó a su pregunta, consciente de que no estaba otra vez en el suelo de un empujón, placaje o reacción física de su interlocutor por puro milagro, de ahí que fuera sin más al meollo que había originado la primera tensión de toda esa exploración conjunta—. Algo aprendí de mis viajes, en efecto, y algo que remediaré antes de empezar este nuevo contigo es la auto-consciencia. Por eso mismo tengo que avisarte con tiempo de que no hay ni habrá forma alguna de que te vea como a un 'maldito Dios'. No es insubordinación ante la autoridad que yo mismo acato, no es la primera grieta de rebeldía en esta prueba de sumisión a la que me someto por voluntad propia. Ni siquiera una muestra de desprecio cuando lo único que se parecería a esto último sería precisamente no hacerlo y no confesarte la simple y llana realidad de que no puedo verte como esperas. Me conoces, sabes que soy un teólogo que ha estudiado la materia únicamente para blasfemarla desde dentro, y jamás le pediría a un demonio que fuera mi maestro para verlo como a un dios. Tampoco vi ni traté a Georgius como a uno, pues si lo que pretendes es eso, que te trate así independientemente de cuál sea la verdad, hablaríamos de algo tan deforme como decir 'quiero que hagas lo mismo que harían los ciegos sin cerrar tus ojos'. No me malinterpretes, hemos dicho que acataré todo lo que me ordenes, de modo que aceptaría de todas maneras y en la superficie conseguirías ese reflejo, pero he ahí la cuestión, que ni tú ni yo hemos acabado aquí por los reflejos de la superficie. Si lo que pretendo es empezar a honrarte como a un maestro, o como a un padre, sería contradictorio exigir de mí un trato y una visión de algo que sabemos que nunca llegaré a respetar. No eres un dios, y por eso jamás lo verás en mis ojos aunque me los arranque para ti.
¿Qué sabes de mí? Algunos hablarían de la caja de Pandora, pero ahí ya se barajaba demasiada mitología. Sin más dilación, el estudiante modelo, el alumno aventajado, escupió sus deberes en voz alta: 'El exterior', con Pausanias a la deriva y su realeza Agíada, el joven militar, político y figura pública, autor y líder de numerosas guerras, batallas y conquistas, digno espécimen honrador de su patria y cuya ascendencia persa, mezclada con el capricho y la ambición del poder, además de aumentar sus victorias, revolucionarían la vida tal y como la conocía. Su puesto de general a tan pronta edad, con alguna que otra política matrimonial, derivaron en la destitución de su cargo y finalmente, la condena a morir por inanición; un instante de debilidad que a los dos les era muy familiar en la tortura previa a haber terminado como ahora estaban en uno de los cementerios más conocidos de París, y que por aquel entonces introdujo en la historia al vampiro que lo transformaría, tras fingir su muerte a ojos del mundo, y que más adelante supondría su parricidio. Uno con el que él, a diferencia de Fausto, disfrutaría. Comenzó a imitar al diablo en sus mil nombres, moviéndose por Roma, la antigua Britannia, y una variedad de recorridos a merced de su longevidad y de su talento para trastocar vidas ajenas. El cazador incluso sabía de la existencia de la monarca que no lo veía como a un monstruo; sabía también que él no era el único con quien pensaba probar el vago sustento de la tregua —¿No se había cagado en el sentimentalismo hacía no mucho delante de su humano y reciente pupilo? Loco vale, ¿pero además necio?—. Sin embargo, los dos últimos datos decidió omitirlos hasta nuevo aviso porque eso se trataba 'del interior'.
El resto, como se suele decir, es de sobras conocido.
¿Desde cuándo eres tan impaciente?
—Yo tampoco lo sé, probablemente desde que me postré ante mi peor enemigo para convertirlo en mi mejor maestro. De todas formas, no te pregunto porque requiera de inmediatez, sino porque todavía soy novato como aprendiz de Mefistófeles. —ni insolencia, ni burla en el tono, aunque la voz del guerrero no había cambiado, sí lo había hecho su postura; su futuro enseñamiento que, como tal en todo buen discípulo, iba acompañado de curiosidad. Sin ella, quizá ahora mismo estaría muerto— Si no lo hubieras matado, ¿a qué lugares crees que me llevaría el ser que decidió que vivieras? A juzgar por lo poco que te importó aniquilarlo después, seguramente prepares algo mejor.
Fausto- Cazador Clase Alta
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Re: Resurrección |Ciro a.k.a Mefistófeles
Ciro no estaba de humor para lecciones de teología. ¿A tanto iba a llegar la estupidez de su nuevo aprendiz que ni siquiera un poco de flexibilidad aceptaba? Sí, se trataba del mismo que lo había arrastrado al extremo, al parecer era mucho pedir que comprendiera que el espartano, a quien conocía desde hacía décadas (una cantidad de tiempo considerable hasta para el inmortal, pero no por el tiempo en sí sino por lo que había dado de sí, locura no-tan-transitoria incluida), se había desquiciado y necesitaba flexibilidad. ¿O es que se creía que eso de la demencia era estático como la piedra que quería estamparle en la cabeza a ver si se la arreglaba? Ah, había tanto que aprender.
Por suerte para Fausto, su Mefistófeles particular se sentía generoso, imbuido aún del sabor nectarino de la dulce victoria que había deseado durante un tiempo tan breve como intenso; eso, más allá de cualquier cosa, fue lo que ejercitó su escasa paciencia para no hacer algo de lo que tal vez se arrepintiera, tal vez no, ¿y él qué sabía? Ahí estaba otro interesante quid de la cuestión, una contradicción a la que Fausto tendría que enfrentarse en el futuro dado que al parecer era incapaz de hacerlo en el presente: si su maldito maestro a veces no se entendía a sí mismo, preso en un proceso de descomposición de su yo pasado que no podía detener, aunque sí a veces refrenar, ¿qué demonios quería que le enseñara?
Ah, cuando habló respondió a su pregunta: lo que le habría enseñado Georgius. Ciro no pudo evitar que su rostro se convirtiera en una expresiva mueca de su desdén por la pregunta que le había hecho el otro y por las implicaciones que tenía, tan pesadas que habría sentido hasta ganas de vomitar y los deseos de golpearlo por insolente volvieron de nuevo a la luz. ¡Señoras y señores, no sólo no había sido suficiente matar a Georgius una vez, sino que encima al parecer lo había convertido en el mártir y en el objetivo a seguir del mismo tipo que se había vengado de él por eso y por otras cuantas chorradas más! Qué pesadez, por todos los demonios; Ciro empezaba a hastiarse de su respondón germano, y no dudó en hacérselo saber con su tono de voz.
– ¿A dónde te habría llevado? Y yo qué sé. ¿A mí qué me importa?, es una pregunta mejor. ¿Te crees que lo habría liquidado a través de ti si me hubiera interesado lo más mínimo él como fin, y no como medio? – su voz pareció pesada, hecha de plomo líquido y con un matiz desdeñoso en la ronquedad de su tono, la habitual desde que le había cambiado la voz en la pubertad, hacía demasiado tiempo siquiera para recordarlo. Entre eso y su tono, Ciro pareció haber crecido hasta alcanzar el tamaño de una montaña, y todo en él parecía a punto de provocar una avalancha cuya única víctima sería el germano demasiado preguntón para su propio bien y, también, para la escasa paciencia de un espartano desquiciado.
– Si quieres pensar en lo que habría hecho él, búscate sus memorias, seguro que las escribió y las dejó en algún sitio, y analízalas. Tan obsesionado que estás, Fausto, con ese tipo de obras literarias, ¿por qué no buscar unas que tanto interés tuyo merecen? – cuestionó, burlón. Pese a que su criatura hubiera renunciado a la expresividad en pos de una actitud sumisa, pese a esas discusiones teológicas que habían conseguido aburrir al espartano hasta lo indecible, él estaba compensándolo con un rostro que podía convertirse en la musa de los futuros expresionistas, o tal vez que remitía a la teatralidad barroca de autores como Bernini, quién sabía. El experto en arte no era él, y la verdad era que le importaba de poco a nada qué referencias anteriores pudieran justificar su comportamiento porque, simplemente, hacía lo que deseaba, y punto.
– ¿A dónde crees tú que iremos primero? A casa, por supuesto, pero no a la mía sino a la tuya. La pedregosa Esparta puede esperar durante unos cuantos milenios más hasta que me decida a visitar lo que queda de ella. – terminó por responder, sin importarle lo más mínimo admitir información de él, la deidad aunque Fausto no tuviera ninguna intención de respetarlo como tal (y dale con el maldito gusto del germano por las cosas literales y por la semántica, ¡ni que fuera tan importante!), porque su aprendiz ya la conocía, y se lo había demostrado. Bien, con eso podría ganarse su momentáneo perdón, eso se lo concedía, pero no habían terminado: apenas acababan de empezar el uno con el otro... Aún quedaba todo lo mejor.
– Sería una mentira decir que para construir algo nuevo debes borrar lo anterior, y tú lo sabes. – comentó. Su tono fue ligero, aunque escondiera una verdad que los dos habían descubierto y que Fausto tendría que afrontar, tarde o temprano: si ni siquiera Ciro había sido capaz de recurrir a una máscara ocasional de cordura de cuando en cuando, Fausto no sería capaz de eliminar por completo a Éline de sí mismo. Lo intentaría, sí, y Ciro se repantigaría gustoso para ver cómo se producía ese estúpido e inútil proceso, pero no lo conseguiría, porque el pasado era lo que determinaba el presente de uno, y cuanto más claro lo tuviera, mejor. – Pero hay que enfrentarse a él y ponerlo en perspectiva para avanzar. Así que a donde te criaste, ahí iremos. – concluyó.
Por suerte para Fausto, su Mefistófeles particular se sentía generoso, imbuido aún del sabor nectarino de la dulce victoria que había deseado durante un tiempo tan breve como intenso; eso, más allá de cualquier cosa, fue lo que ejercitó su escasa paciencia para no hacer algo de lo que tal vez se arrepintiera, tal vez no, ¿y él qué sabía? Ahí estaba otro interesante quid de la cuestión, una contradicción a la que Fausto tendría que enfrentarse en el futuro dado que al parecer era incapaz de hacerlo en el presente: si su maldito maestro a veces no se entendía a sí mismo, preso en un proceso de descomposición de su yo pasado que no podía detener, aunque sí a veces refrenar, ¿qué demonios quería que le enseñara?
Ah, cuando habló respondió a su pregunta: lo que le habría enseñado Georgius. Ciro no pudo evitar que su rostro se convirtiera en una expresiva mueca de su desdén por la pregunta que le había hecho el otro y por las implicaciones que tenía, tan pesadas que habría sentido hasta ganas de vomitar y los deseos de golpearlo por insolente volvieron de nuevo a la luz. ¡Señoras y señores, no sólo no había sido suficiente matar a Georgius una vez, sino que encima al parecer lo había convertido en el mártir y en el objetivo a seguir del mismo tipo que se había vengado de él por eso y por otras cuantas chorradas más! Qué pesadez, por todos los demonios; Ciro empezaba a hastiarse de su respondón germano, y no dudó en hacérselo saber con su tono de voz.
– ¿A dónde te habría llevado? Y yo qué sé. ¿A mí qué me importa?, es una pregunta mejor. ¿Te crees que lo habría liquidado a través de ti si me hubiera interesado lo más mínimo él como fin, y no como medio? – su voz pareció pesada, hecha de plomo líquido y con un matiz desdeñoso en la ronquedad de su tono, la habitual desde que le había cambiado la voz en la pubertad, hacía demasiado tiempo siquiera para recordarlo. Entre eso y su tono, Ciro pareció haber crecido hasta alcanzar el tamaño de una montaña, y todo en él parecía a punto de provocar una avalancha cuya única víctima sería el germano demasiado preguntón para su propio bien y, también, para la escasa paciencia de un espartano desquiciado.
– Si quieres pensar en lo que habría hecho él, búscate sus memorias, seguro que las escribió y las dejó en algún sitio, y analízalas. Tan obsesionado que estás, Fausto, con ese tipo de obras literarias, ¿por qué no buscar unas que tanto interés tuyo merecen? – cuestionó, burlón. Pese a que su criatura hubiera renunciado a la expresividad en pos de una actitud sumisa, pese a esas discusiones teológicas que habían conseguido aburrir al espartano hasta lo indecible, él estaba compensándolo con un rostro que podía convertirse en la musa de los futuros expresionistas, o tal vez que remitía a la teatralidad barroca de autores como Bernini, quién sabía. El experto en arte no era él, y la verdad era que le importaba de poco a nada qué referencias anteriores pudieran justificar su comportamiento porque, simplemente, hacía lo que deseaba, y punto.
– ¿A dónde crees tú que iremos primero? A casa, por supuesto, pero no a la mía sino a la tuya. La pedregosa Esparta puede esperar durante unos cuantos milenios más hasta que me decida a visitar lo que queda de ella. – terminó por responder, sin importarle lo más mínimo admitir información de él, la deidad aunque Fausto no tuviera ninguna intención de respetarlo como tal (y dale con el maldito gusto del germano por las cosas literales y por la semántica, ¡ni que fuera tan importante!), porque su aprendiz ya la conocía, y se lo había demostrado. Bien, con eso podría ganarse su momentáneo perdón, eso se lo concedía, pero no habían terminado: apenas acababan de empezar el uno con el otro... Aún quedaba todo lo mejor.
– Sería una mentira decir que para construir algo nuevo debes borrar lo anterior, y tú lo sabes. – comentó. Su tono fue ligero, aunque escondiera una verdad que los dos habían descubierto y que Fausto tendría que afrontar, tarde o temprano: si ni siquiera Ciro había sido capaz de recurrir a una máscara ocasional de cordura de cuando en cuando, Fausto no sería capaz de eliminar por completo a Éline de sí mismo. Lo intentaría, sí, y Ciro se repantigaría gustoso para ver cómo se producía ese estúpido e inútil proceso, pero no lo conseguiría, porque el pasado era lo que determinaba el presente de uno, y cuanto más claro lo tuviera, mejor. – Pero hay que enfrentarse a él y ponerlo en perspectiva para avanzar. Así que a donde te criaste, ahí iremos. – concluyó.
Invitado- Invitado
Re: Resurrección |Ciro a.k.a Mefistófeles
Así que 'flexibilidad'… Quizá por una vez —la primera, la única e inigualable—, ambos la necesitaban.
¿Qué demonios quería que le enseñara? Puede que precisamente eso: sus demonios, los suyos propios y los del antiguo némesis que, en cierto modo, nunca iba a dejar de serlo y mucho menos bajo el manto de su ácida tutela. Justamente por ellos habían acabado los dos juntos atrapados en el ahí y el ahora, a pesar de la putrefacción del tiempo y el espacio para la que un vampiro hecho a sí mismo y un teólogo de meditación milenaria habían estado siempre preparados. Fausto ya no esperaba nada y ésa era la primera barrera hacia su conversión, se había arrojado a las fauces de la inestabilidad de a quien él mismo volviera loco y, sin embargo, éste ahora le mostraba una infinita paciencia a pesar del desdén en sus gruñidos y la autosuficiencia en sus palabras. ¡Que alguien congelara aquella escena para la posteridad, porque al parecer todavía no habían reflexionado debidamente sobre lo que estaba pasando! Sobre lo que iba a pasar… tan turbulento e impredecible como la tormenta marítima en la que se ahogaban los demás cada vez que les miraban con aquellos ojos. Por ese motivo cuando lo hacían el uno con el otro, azul sobre azul, el resultado era tan apocalíptico. Emocionante, insensato incluso, ahora que iban a tener que calmar sus aguas para bucear en las ajenas. Y ni Mefistófeles ni Fausto conocían todos los secretos que se ocultaban bajo la superficie. Al menos de momento…
'Si no lo hubieras matado, ¿a qué lugares crees que me llevaría el ser que decidió que vivieras? A juzgar por lo poco que te importó aniquilarlo después, seguramente prepares algo mejor.' La pregunta malinterpretada que tanta suspicacia y desprecio había generado en un momento. Joder, para que luego dijeran que las palabras no eran importantes en la comprensión… ¡Pero no lo iba a señalar, ni a pensar siquiera! Se trataba de que el Fausto metódico, como tantas otras costumbres, se fuera disipando poco a poco.
—Interesante, ¿Georgius también decidió que vivieras? —dijo sin más, honestamente extrañado de que el espartano acabara de confundir a dos mentores en uno, vete a saber por qué. Bueno, seguramente porque estaban siendo demasiadas cosas en una, hasta para el inmortal —algo cuanto menos halagador, de un modo sádico y retorcido en términos clínicos—. Su delirio debía de hallarse en el punto más álgido y real de sus historias comunes— Pues antes no me estaba refiriendo a mi maestro, sino al tuyo. El mío ya me llevó a muchos sitios, no necesito imaginarlos. ¿Adónde crees que me habría llevado tu 'padre', Ciro, al que aniquilaste sin sentimentalismos? Eso preguntaba dentro de lo hipotético y tampoco era una cuestión trascendental, sólo fruto vago de la curiosidad que estamos generando casi sin darnos cuenta.
Era como si, de repente, desde el día en que se había engendrado su constante rivalidad, acabaran de descubrir y utilizar la confianza que tenían como enemigos en aquel preciso instante, ni antes ni después. Oscura, nociva, no necesariamente original ni única en el jodido universo, pero confianza en resumidas cuentas. Y esa confianza estaba dispuesta a dar mucho asco, de ahí que sus errores también estuvieran perdiendo grandeza, o solemnidad, o alguna de esas cosas que si habían tenido hasta entonces había sido por su superioridad general, pues sólo dos mitos se entendían las chapuzas entre ellos. Bromas internas y descuidos imperceptibles al ojo humano dominaban el ambiente en mitad de aquel choque reservado a París y próximamente a las tierras germanas. Ahí iba otra de tantas muestras de por qué sólo les quedaba la tregua en el momento presente: no había nadie más capaz de bostezar sin remilgos con el puñal de su destrucción en la palma de la mano.
—Además, tampoco hablaría de Georgius como si lo hubieras liquidado tú solo, eso es algo que la playa nos dejó espeluznantemente claro.
A las terceras personas las mataban en equipo.
Ciro en el fondo debía de ser consciente, con o sin flexibilidad, que al arrodillarse frente a él para pedirle que fuera su maestro había aceptado por completo la muerte del anterior. Fausto no pensaba volver a mencionar su nombre por iniciativa propia, a no ser que el propio espartiata sacara el tema primero, como estaba siendo el caso. Su eterna lucha de egos nunca había ido de un solo protagonista y eso era algo que ambos habían terminado por asumir tarde o temprano, cada uno con los descuidos y las consecuencias que añadieran más agua bajo el puente hasta llegar a desbordarlo. Ninguno de los dos obedecía a un orden natural en la vida del otro, aquella 'sumisión' técnicamente hablando —que en realidad no era tan exacta si servía a un propósito deseado, puestos a imitar la desconsideración por las etiquetas que Ciro también le había echado en cara— no implicaba sólo una burda excusa para ser mangoneado a la voluntad de sus ínfulas de grandeza, que a la apatía del cazador tampoco le valían resultados tan pueriles y básicos. Contrario a lo que el vampiro pudiera pensar de primeras, el regusto por 'someter' a un rival que había dejado aquella última batalla no era necesariamente amargo, ya que la sorpresa continuaba zarandeándoles en un éxtasis tan divino como el que le había exigido para ser tratado: Fausto no le había reprochado la errata con su soberbia habitual; todo un logro. Más importante aún: Fausto había dejado de estar obsesionado con Georgius, ya no le importaba lo que hubiera hecho, o lo que hubiera pensado, nada, y eso lo había aprendido de él, del ser que ahora se recostaba en las lápidas del cementerio que había aumentado. Y si estaba dispuesto a aprender lección semejante, ni la imaginación 'fastuosa' del longevo Mefistófeles sabía decir a cuántas más podría aspirar. Quién sabía también si, entonces, aquella futura visita a 'la pedregosa Esparta' terminaría haciéndola dentro de unos milenios a su lado…
—No he pisado Hesse desde que era un crío. Nunca pensé que lo volvería a hacer contigo, así que me guste o no admitirlo, has sabido dar en el puto clavo.
¿Qué demonios quería que le enseñara? Puede que precisamente eso: sus demonios, los suyos propios y los del antiguo némesis que, en cierto modo, nunca iba a dejar de serlo y mucho menos bajo el manto de su ácida tutela. Justamente por ellos habían acabado los dos juntos atrapados en el ahí y el ahora, a pesar de la putrefacción del tiempo y el espacio para la que un vampiro hecho a sí mismo y un teólogo de meditación milenaria habían estado siempre preparados. Fausto ya no esperaba nada y ésa era la primera barrera hacia su conversión, se había arrojado a las fauces de la inestabilidad de a quien él mismo volviera loco y, sin embargo, éste ahora le mostraba una infinita paciencia a pesar del desdén en sus gruñidos y la autosuficiencia en sus palabras. ¡Que alguien congelara aquella escena para la posteridad, porque al parecer todavía no habían reflexionado debidamente sobre lo que estaba pasando! Sobre lo que iba a pasar… tan turbulento e impredecible como la tormenta marítima en la que se ahogaban los demás cada vez que les miraban con aquellos ojos. Por ese motivo cuando lo hacían el uno con el otro, azul sobre azul, el resultado era tan apocalíptico. Emocionante, insensato incluso, ahora que iban a tener que calmar sus aguas para bucear en las ajenas. Y ni Mefistófeles ni Fausto conocían todos los secretos que se ocultaban bajo la superficie. Al menos de momento…
'Si no lo hubieras matado, ¿a qué lugares crees que me llevaría el ser que decidió que vivieras? A juzgar por lo poco que te importó aniquilarlo después, seguramente prepares algo mejor.' La pregunta malinterpretada que tanta suspicacia y desprecio había generado en un momento. Joder, para que luego dijeran que las palabras no eran importantes en la comprensión… ¡Pero no lo iba a señalar, ni a pensar siquiera! Se trataba de que el Fausto metódico, como tantas otras costumbres, se fuera disipando poco a poco.
—Interesante, ¿Georgius también decidió que vivieras? —dijo sin más, honestamente extrañado de que el espartano acabara de confundir a dos mentores en uno, vete a saber por qué. Bueno, seguramente porque estaban siendo demasiadas cosas en una, hasta para el inmortal —algo cuanto menos halagador, de un modo sádico y retorcido en términos clínicos—. Su delirio debía de hallarse en el punto más álgido y real de sus historias comunes— Pues antes no me estaba refiriendo a mi maestro, sino al tuyo. El mío ya me llevó a muchos sitios, no necesito imaginarlos. ¿Adónde crees que me habría llevado tu 'padre', Ciro, al que aniquilaste sin sentimentalismos? Eso preguntaba dentro de lo hipotético y tampoco era una cuestión trascendental, sólo fruto vago de la curiosidad que estamos generando casi sin darnos cuenta.
Era como si, de repente, desde el día en que se había engendrado su constante rivalidad, acabaran de descubrir y utilizar la confianza que tenían como enemigos en aquel preciso instante, ni antes ni después. Oscura, nociva, no necesariamente original ni única en el jodido universo, pero confianza en resumidas cuentas. Y esa confianza estaba dispuesta a dar mucho asco, de ahí que sus errores también estuvieran perdiendo grandeza, o solemnidad, o alguna de esas cosas que si habían tenido hasta entonces había sido por su superioridad general, pues sólo dos mitos se entendían las chapuzas entre ellos. Bromas internas y descuidos imperceptibles al ojo humano dominaban el ambiente en mitad de aquel choque reservado a París y próximamente a las tierras germanas. Ahí iba otra de tantas muestras de por qué sólo les quedaba la tregua en el momento presente: no había nadie más capaz de bostezar sin remilgos con el puñal de su destrucción en la palma de la mano.
—Además, tampoco hablaría de Georgius como si lo hubieras liquidado tú solo, eso es algo que la playa nos dejó espeluznantemente claro.
A las terceras personas las mataban en equipo.
Ciro en el fondo debía de ser consciente, con o sin flexibilidad, que al arrodillarse frente a él para pedirle que fuera su maestro había aceptado por completo la muerte del anterior. Fausto no pensaba volver a mencionar su nombre por iniciativa propia, a no ser que el propio espartiata sacara el tema primero, como estaba siendo el caso. Su eterna lucha de egos nunca había ido de un solo protagonista y eso era algo que ambos habían terminado por asumir tarde o temprano, cada uno con los descuidos y las consecuencias que añadieran más agua bajo el puente hasta llegar a desbordarlo. Ninguno de los dos obedecía a un orden natural en la vida del otro, aquella 'sumisión' técnicamente hablando —que en realidad no era tan exacta si servía a un propósito deseado, puestos a imitar la desconsideración por las etiquetas que Ciro también le había echado en cara— no implicaba sólo una burda excusa para ser mangoneado a la voluntad de sus ínfulas de grandeza, que a la apatía del cazador tampoco le valían resultados tan pueriles y básicos. Contrario a lo que el vampiro pudiera pensar de primeras, el regusto por 'someter' a un rival que había dejado aquella última batalla no era necesariamente amargo, ya que la sorpresa continuaba zarandeándoles en un éxtasis tan divino como el que le había exigido para ser tratado: Fausto no le había reprochado la errata con su soberbia habitual; todo un logro. Más importante aún: Fausto había dejado de estar obsesionado con Georgius, ya no le importaba lo que hubiera hecho, o lo que hubiera pensado, nada, y eso lo había aprendido de él, del ser que ahora se recostaba en las lápidas del cementerio que había aumentado. Y si estaba dispuesto a aprender lección semejante, ni la imaginación 'fastuosa' del longevo Mefistófeles sabía decir a cuántas más podría aspirar. Quién sabía también si, entonces, aquella futura visita a 'la pedregosa Esparta' terminaría haciéndola dentro de unos milenios a su lado…
—No he pisado Hesse desde que era un crío. Nunca pensé que lo volvería a hacer contigo, así que me guste o no admitirlo, has sabido dar en el puto clavo.
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Re: Resurrección |Ciro a.k.a Mefistófeles
¿A dónde le habría llevado su inmortal progenitor si Ciro le hubiera dejado vivir? ¡Interesante pregunta! Seguramente a ningún lado antes de hacerle un par de interesantísimas modificaciones, como por ejemplo utilizar henna para que el cabello del espartano dejara de ser dorado cuando la caprichosa luz así lo deseaba y empezara a ser pelirrojo, como le gustaba a él en realidad. No es que Ciro pudiera culparle del todo por eso, dado que una de sus creaciones más exitosas (pero nunca, en absoluto, más que él. Eso era imposible, sí, ¡desde luego que sí!) tenía auténtico fuego saliendo de su cabecita testaruda, pero ¿tanto como para preferirlo antes que a él...? Por ahí no pasaba.
Así pues, en resumidas cuentas, no tenía la más remota idea de a dónde lo habría llevado el mismo que había fingido su muerte para después matarlo como humano y volverlo un vampiro, ese maestro suyo al que ni siquiera había dejado actuar como tal, y la verdad era que tampoco le interesaba, ¡para nada! Ciro nunca había sido muy bueno obedeciendo autoridades ajenas a la propia, la verdad, y mucho menos iba a permitir que un antiguo se creyera por encima de él; en eso, se temía, era muy espartano, y prefería morirse antes que someterse a la humillación de ser derrotado por alguien indigno. Quién le iba a decir a él que después de tanto tiempo seguían quedando resquicios de su primitiva educación...
Pobre de quien lo intentara, porque el espartano seguramente no escucharía; era voluble en el mejor de los casos, y lo fue también con Fausto, cuya boca cerró con un golpe seco con la palma de la mano para que, así, le dejara pensar, si es que a concentrarse en el caos cortante y agudo de sus pensamientos podía denominarse así. El mismo responsable de que el vampiro hubiera abandonado la cordura durante un largo tiempo y no la hubiera recuperado del todo era el mismo que, por las circunstancias, había terminado uniéndose al espartano en una búsqueda que ni el más antiguo tenía muy claro cómo transcurriría, y mucho menos cómo se desarrollaría.
– Me estás dando una migraña terrible, Fausto, y todo para decir unas idioteces que te tendrás que quitar tarde o temprano. – espetó, criticando auténticamente a su alumno, porque si a aquellas alturas el cazador no se esperaba que Ciro iba a ser igual de cruel con él que lo era con el resto de seres a los que mantenía cerca de sí, pues es que ni siquiera merecía aprender de él. Es más, sería hasta un acto de piedad lo de romperle el cuello, y aunque tildarlo como tal le quitaría todas las ganas al espartiata de ponerlo en práctica, a lo mejor tendría que planteárselo. Menudo dilema se le presentaba de repente, ¿no?, ¡qué excitante misterio el de averiguar cuánto duraría el otro vivo...!
Francamente, a él le interesaba mucho más la perspectiva de descubrir si Fausto y él se soportarían pasado un tiempo prudencial o no, más allá de lo que pudiera enseñarle; era un misterio que, de un modo u otro, se había planteado desde que se habían conocido allá por la India hacía un poco de tiempo, a veces mucho y otras poco en función de en qué momento lo analizara el espartano. En cierto modo, sentía que si descubría la respuesta a ese misterio terminaría vacío y decepcionado, más o menos igual que cuando ya le había quitado todo al otro y ante ellos se abría la más absoluta mediocridad, de la que sólo podrían librarse gracias a ese viaje que iban a hacer juntos. Menuda perspectiva...
– Sí, vale, pusiste de tu parte con Georgius. Fuiste el puño que ejecutó la orden que yo di y bla, bla, bla, ¿no te cansas de decir cosas que los dos sabemos que son obvias? Has tenido unos cuantos años para asimilarlo, empieza cuanto antes a hacerlo. Si al final de esto no descubres que la mayor parte de seres son medios para conseguir un fin, entonces estaré profundamente decepcionado contigo como alumno. – gruñó, y aunque no hacía tanto tiempo que ese gesto le habría hecho parecer una auténtica bestia, dado su aspecto sucio y su mirada de pura demencia animal, entonces sólo pareció un vampiro exasperado con su testarudo alumno, básicamente lo que él era. Qué apropiado: de nuevo estaba cambiando y de nuevo era por culpa de Fausto; al final, el cazador querría unas palmaditas en la espalda, o algo así. ¡Ni de broma!
– Por supuesto que ha sido buena idea. ¿Y sabes por qué? No sólo porque es mía, sino porque es justo lo contrario a lo que mi creador habría hecho. – anunció, con una cordura repentina que brillaba tan fuerte que sería capaz de cegar a quien no mirara al espartano con atención, consciente de que eso era sólo temporal y el preludio de un nuevo ataque de locura que, aunque tarde, terminaría llegando. – Cuando él me transformó, me arrancó de Esparta y me separó de todo lo que había conocido hasta entonces. No duró mucho, pero me contagió esa huida y yo terminé haciendo lo mismo. Así he terminado; tú... tú tienes que hacer lo contrario. Volver, coger lo que fuiste y ver si lo destrozas o te lo tragas. Una de las dos cosas la terminarás haciendo. – explicó.
Así pues, en resumidas cuentas, no tenía la más remota idea de a dónde lo habría llevado el mismo que había fingido su muerte para después matarlo como humano y volverlo un vampiro, ese maestro suyo al que ni siquiera había dejado actuar como tal, y la verdad era que tampoco le interesaba, ¡para nada! Ciro nunca había sido muy bueno obedeciendo autoridades ajenas a la propia, la verdad, y mucho menos iba a permitir que un antiguo se creyera por encima de él; en eso, se temía, era muy espartano, y prefería morirse antes que someterse a la humillación de ser derrotado por alguien indigno. Quién le iba a decir a él que después de tanto tiempo seguían quedando resquicios de su primitiva educación...
Pobre de quien lo intentara, porque el espartano seguramente no escucharía; era voluble en el mejor de los casos, y lo fue también con Fausto, cuya boca cerró con un golpe seco con la palma de la mano para que, así, le dejara pensar, si es que a concentrarse en el caos cortante y agudo de sus pensamientos podía denominarse así. El mismo responsable de que el vampiro hubiera abandonado la cordura durante un largo tiempo y no la hubiera recuperado del todo era el mismo que, por las circunstancias, había terminado uniéndose al espartano en una búsqueda que ni el más antiguo tenía muy claro cómo transcurriría, y mucho menos cómo se desarrollaría.
– Me estás dando una migraña terrible, Fausto, y todo para decir unas idioteces que te tendrás que quitar tarde o temprano. – espetó, criticando auténticamente a su alumno, porque si a aquellas alturas el cazador no se esperaba que Ciro iba a ser igual de cruel con él que lo era con el resto de seres a los que mantenía cerca de sí, pues es que ni siquiera merecía aprender de él. Es más, sería hasta un acto de piedad lo de romperle el cuello, y aunque tildarlo como tal le quitaría todas las ganas al espartiata de ponerlo en práctica, a lo mejor tendría que planteárselo. Menudo dilema se le presentaba de repente, ¿no?, ¡qué excitante misterio el de averiguar cuánto duraría el otro vivo...!
Francamente, a él le interesaba mucho más la perspectiva de descubrir si Fausto y él se soportarían pasado un tiempo prudencial o no, más allá de lo que pudiera enseñarle; era un misterio que, de un modo u otro, se había planteado desde que se habían conocido allá por la India hacía un poco de tiempo, a veces mucho y otras poco en función de en qué momento lo analizara el espartano. En cierto modo, sentía que si descubría la respuesta a ese misterio terminaría vacío y decepcionado, más o menos igual que cuando ya le había quitado todo al otro y ante ellos se abría la más absoluta mediocridad, de la que sólo podrían librarse gracias a ese viaje que iban a hacer juntos. Menuda perspectiva...
– Sí, vale, pusiste de tu parte con Georgius. Fuiste el puño que ejecutó la orden que yo di y bla, bla, bla, ¿no te cansas de decir cosas que los dos sabemos que son obvias? Has tenido unos cuantos años para asimilarlo, empieza cuanto antes a hacerlo. Si al final de esto no descubres que la mayor parte de seres son medios para conseguir un fin, entonces estaré profundamente decepcionado contigo como alumno. – gruñó, y aunque no hacía tanto tiempo que ese gesto le habría hecho parecer una auténtica bestia, dado su aspecto sucio y su mirada de pura demencia animal, entonces sólo pareció un vampiro exasperado con su testarudo alumno, básicamente lo que él era. Qué apropiado: de nuevo estaba cambiando y de nuevo era por culpa de Fausto; al final, el cazador querría unas palmaditas en la espalda, o algo así. ¡Ni de broma!
– Por supuesto que ha sido buena idea. ¿Y sabes por qué? No sólo porque es mía, sino porque es justo lo contrario a lo que mi creador habría hecho. – anunció, con una cordura repentina que brillaba tan fuerte que sería capaz de cegar a quien no mirara al espartano con atención, consciente de que eso era sólo temporal y el preludio de un nuevo ataque de locura que, aunque tarde, terminaría llegando. – Cuando él me transformó, me arrancó de Esparta y me separó de todo lo que había conocido hasta entonces. No duró mucho, pero me contagió esa huida y yo terminé haciendo lo mismo. Así he terminado; tú... tú tienes que hacer lo contrario. Volver, coger lo que fuiste y ver si lo destrozas o te lo tragas. Una de las dos cosas la terminarás haciendo. – explicó.
Invitado- Invitado
Re: Resurrección |Ciro a.k.a Mefistófeles
¡Ah, Georgius! Quizá Georgius Faustus, quizá Johann Georg Faust… Pero siempre presente de algún modo extraño, incluso si en este caso, por muchas quejas seniles que salieran de boca de quien se auto-denominara el Gran Nigromante, se había colado en la conversación por iniciativa de éste y no de su antiguo, intensificado, y más muerto y vivo que nunca, alumno alemán.
—No soy yo quien aún sigue hablando de él, maestro.
Y la última palabra brotó sin previo aviso y, a pesar de todo, sin miedo. El solo hecho de estar dirigiéndosela a aquel demonio encarnado en el tiempo habría sido una tortura infernal para su propia mente, pero ahí estaba en el jodido presente, sereno e impasible. Digno del orgullo del más retorcido de los padres.
¿Que si al final del camino la mayor parte de seres eran medios para conseguir un fin? ¿Y qué se pensaba Ciro que le había enseñado Georgius, o incluso le había demostrado empíricamente, durante su tutela antes de que él se apareciera en escena con sus caprichitos de libretista para desmantelar toda la escenografía y quemar el teatro entero? Aquel vampiro asesinado no había sido nunca una hermanita de la caridad, ni mucho menos aquel macho cabrío que había engendrado en su día. Algo que el vanidoso Pausanias tampoco parecía aceptar en aquella perpetua ceguera de los ególatras era que el primer maestro que Fausto había tenido y el segundo que tenía ahora mismo se parecían más de lo que recapacitarían nunca. Uno porque estaba loco de orgullo y el otro porque, bueno, había acabado reducido a cenizas.
¿Cuál de los dos sería más culpable, así, de la vergüenza ajena de los dioses?
A diferencia del espartano, Fausto no estaba allí para seguir batallando sus egos. Con personalidades como las suyas el choque se volvía inevitable, por supuesto, pero uno de los dos estaba mucho más a la defensiva que el otro, y le resultaba irónico que fuera precisamente aquel fatuo titiritero de las Indias. No, por el contrario, Fausto buscaba la novedad y novedad obtendría. Y de momento, sus intentos por procurarles una senda reinventada más allá de las leyendas, las representaciones y las moralejas de tres al cuarto habían perfilado su rivalidad con mucha más eficiencia de la que empleara para matar a Éline cuando se lo suplicó entre el arrullo del mar y el desertar de los ruiseñores.
¿En qué posición podría dejarles ese hecho?
Concediéndole por fin el codiciado triunfo que representaba su silencio, no replicó más a sus críticas y con menos motivo si, en cierto modo, el bueno de Mefistófeles no paraba de gruñir, pero también hablaba exactamente igual que la figura paterna que había ido a reclamar y que, al final, le había sido concedida. Una figura endiabladamente sádica, amenazante, cuestionable a todos los niveles morales, ¿pero de qué otra forma iba a ser sino el creador de ese cazador germano cuyo nombre se reproducía en escalofríos alrededor del mundo? ¿Y cuándo la moral había sido lo bastante interesante como para captar la atención del gélido Fausto?
Escuchó atento a lo que Ciro respondía y, a su vez, relataba acerca del desgraciado que hundió los colmillos en él por primera vez en su longeva trayectoria, por mucho que fuera con su acostumbrado desdén y el ácido de sus comentarios. Seguramente él habría caído en la cuenta antes que el inmortal, pero la sola existencia de esa charla ya auguraba un pase macabro hacia esa nueva función que iban a crear entre ambos. Era un sucedáneo de victoria que le bastaba por ahora.
El viaje del héroe, lo llamaban algunos, sólo que rara vez le añadían la perpetua compañía del villano.
'Volver, coger lo que fuiste y ver si lo destrozas o te lo tragas. Una de las dos cosas la terminarás haciendo.'
—Y tú estarás ahí para presenciarlo. —O también para tragárselo.
De todas maneras, ya no quedaban héroes en esta historia. Sólo villanos.
—No soy yo quien aún sigue hablando de él, maestro.
Y la última palabra brotó sin previo aviso y, a pesar de todo, sin miedo. El solo hecho de estar dirigiéndosela a aquel demonio encarnado en el tiempo habría sido una tortura infernal para su propia mente, pero ahí estaba en el jodido presente, sereno e impasible. Digno del orgullo del más retorcido de los padres.
¿Que si al final del camino la mayor parte de seres eran medios para conseguir un fin? ¿Y qué se pensaba Ciro que le había enseñado Georgius, o incluso le había demostrado empíricamente, durante su tutela antes de que él se apareciera en escena con sus caprichitos de libretista para desmantelar toda la escenografía y quemar el teatro entero? Aquel vampiro asesinado no había sido nunca una hermanita de la caridad, ni mucho menos aquel macho cabrío que había engendrado en su día. Algo que el vanidoso Pausanias tampoco parecía aceptar en aquella perpetua ceguera de los ególatras era que el primer maestro que Fausto había tenido y el segundo que tenía ahora mismo se parecían más de lo que recapacitarían nunca. Uno porque estaba loco de orgullo y el otro porque, bueno, había acabado reducido a cenizas.
¿Cuál de los dos sería más culpable, así, de la vergüenza ajena de los dioses?
A diferencia del espartano, Fausto no estaba allí para seguir batallando sus egos. Con personalidades como las suyas el choque se volvía inevitable, por supuesto, pero uno de los dos estaba mucho más a la defensiva que el otro, y le resultaba irónico que fuera precisamente aquel fatuo titiritero de las Indias. No, por el contrario, Fausto buscaba la novedad y novedad obtendría. Y de momento, sus intentos por procurarles una senda reinventada más allá de las leyendas, las representaciones y las moralejas de tres al cuarto habían perfilado su rivalidad con mucha más eficiencia de la que empleara para matar a Éline cuando se lo suplicó entre el arrullo del mar y el desertar de los ruiseñores.
¿En qué posición podría dejarles ese hecho?
Concediéndole por fin el codiciado triunfo que representaba su silencio, no replicó más a sus críticas y con menos motivo si, en cierto modo, el bueno de Mefistófeles no paraba de gruñir, pero también hablaba exactamente igual que la figura paterna que había ido a reclamar y que, al final, le había sido concedida. Una figura endiabladamente sádica, amenazante, cuestionable a todos los niveles morales, ¿pero de qué otra forma iba a ser sino el creador de ese cazador germano cuyo nombre se reproducía en escalofríos alrededor del mundo? ¿Y cuándo la moral había sido lo bastante interesante como para captar la atención del gélido Fausto?
Escuchó atento a lo que Ciro respondía y, a su vez, relataba acerca del desgraciado que hundió los colmillos en él por primera vez en su longeva trayectoria, por mucho que fuera con su acostumbrado desdén y el ácido de sus comentarios. Seguramente él habría caído en la cuenta antes que el inmortal, pero la sola existencia de esa charla ya auguraba un pase macabro hacia esa nueva función que iban a crear entre ambos. Era un sucedáneo de victoria que le bastaba por ahora.
El viaje del héroe, lo llamaban algunos, sólo que rara vez le añadían la perpetua compañía del villano.
'Volver, coger lo que fuiste y ver si lo destrozas o te lo tragas. Una de las dos cosas la terminarás haciendo.'
—Y tú estarás ahí para presenciarlo. —O también para tragárselo.
De todas maneras, ya no quedaban héroes en esta historia. Sólo villanos.
Fausto- Cazador Clase Alta
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Re: Resurrección |Ciro a.k.a Mefistófeles
Sí, sí, él seguía hablando de Georgius, a aquel paso lo sabría hasta el maldito apuntador, ¡que no era ningún estúpido! La pregunta, sin embargo, que se le planteaba al espartano era otra muy diferente: ¿quién era peor, Fausto o él? ¡No, no, parad las risas, de verdad que se lo preguntaba, aunque sólo fuera de forma hipotética porque tenía muy claro que seguía sin haber nadie superior a él...! En realidad se lo preguntaba porque, según su forma de ver las cosas, no sabía si tenía más delito él, que sí que mencionaba constantemente al nexo de unión de aquel par de leyendas encarnadas en dos seres tan complejos como diferentes e iguales a la vez, o el germánico cazador al recordárselo. Excepto porque, claro, lo sabía, ¡vaya despiste!
Ciro le dedicó una mirada de soslayo al cazador, tan llena de desprecio que de haberse tratado de alguien más débil le habría provocado pesadillas de allí al día de su muerte, pero Fausto apenas si se inmutó con el gesto del que había adoptado como maestro, al principio queriendo, luego sin querer y al final porque no le quedaba otra, ¡pero luego el inestable era él...! De todas maneras, por mucho que cambiara la situación, parecían destinados; Ciro venía de una cultura guerrera, sí, pero en la que la certeza del destino había sido tan real como los choques de las espadas contra los escudos y los cánticos bélicos antes de entrar en combate, y casi le parecía que el hilo de los dos siempre había estado demasiado próximo para ser casualidad...
Excepto porque, claro, él no creía en esas tonterías. Ciro difícilmente era fiel a algo que no fuera él mismo o esa extraña enemistad que había desarrollado con Fausto hacía unas cuantas décadas, uno de los vínculos más longevos de su caótica, violenta y gloriosa vida, y sólo el hecho de que pudiera meterlo en esa categoría ya daba muestra de lo especial que era el cazador, mas ¿lo notaría? Ciro no las tenía todas consigo, lo cual equivalía a una negativa tan clara que casi rebotaba en el aire que los rodeaba a los dos, como una suerte de eco que sólo el espartano oía. ¿O eran las voces de su cabeza? Qué más daba, la cuestión era que el demente tenía razón, como casi siempre, y su mirada se tornó de suficiencia porque daban igual los siglos transcurridos: a él seguía satisfaciéndole el triunfo lo mismito que el primer día. Maldita sangre espartana.
– ¿Quién mejor que yo? No respondas a eso. – preguntó, evidentemente retórico, pero cuando se trataba del cazador había que hacer ese tipo de especificaciones porque, ¡qué se le iba a hacer!, hasta si le tenía un mínimo de respeto se tenía que recordar que seguía siendo un alumno que no se podía comparar al intelecto del profesor, que era él. Bendito espíritu pedagógico el suyo, que hasta se ponía a la altura de los alumnos más limitaditos; en el futuro, seguro que seguirían su ejemplo, como en todo lo que hacía, y aunque quizá Fausto no estuviera ahí para verlo porque Ciro seguía sin decidir qué demonios haría con él en el largo plazo (¡sorpresa, él también improvisaba!), él sí, y con eso le bastaba. ¿Egoísta a más no poder, dicen? Oh, eso era quedarse corto.
– Lo curioso que tienen ese tipo de encuentros que lo determinan todo es que parecen inofensivos, ¿o no te acuerdas de cuando me viste por primera vez? – preguntó, y por una vez la pregunta no se derivaba directamente del ego desmedido del espartano, sino de una realidad objetiva que le provocaba curiosidad al más pintado, se llamara Fausto o fuera un inmortal con complejo de dios: ninguno había podido prever hasta dónde iban a llegar ellos dos, y mucho menos que se encontrarían allí, entonces y de aquella guisa. ¿Podían suponerlo? Vaya que sí, Ciro había elucubrado al respecto en la oscuridad dolorosa de su tormento a manos del cazador nada menos (qué pequeño podía ser París a veces, ¿eh?, qué curioso todo), pero no habría podido asegurarlo, y sin embargo allí estaban, las dos patas de un banco extraordinariamente peligroso se mirara por donde se mirase.
– A lo mejor tú te piensas que has salido indemne y todo te ha destrozado por dentro, porque ahora no me vengas con la tontería de que como se te ha muerto la amante ya no te queda nada por lo que subsistir, no erais tan especiales juntos. – explicó, elucubrando un tanto, pero eso era a lo que uno debía acostumbrarse con Ciro en casi cualquier condición, y de hecho era una obligación moral para el responsable de sus desvaríos, como lo era Fausto, así que ¡se siente! – Y a lo mejor piensas que reencontrarte con tu pasado va a suponer un punto y final tras el cual te aguarda la nada y en realidad estabas vacío desde antes de eso, no lo sabrás sin ayuda, y si soy tu maestro, lo soy hasta para decirte lo que no quieres oír, ¡sobre todo lo soy para eso! Así que me obedeces y ya está, iremos allí para que yo contemple todo y te diga qué tienes que hacer después. – ordenó. Ya llevaba mucho sin hacerlo, empezaba a resultarle extraño.
Ciro le dedicó una mirada de soslayo al cazador, tan llena de desprecio que de haberse tratado de alguien más débil le habría provocado pesadillas de allí al día de su muerte, pero Fausto apenas si se inmutó con el gesto del que había adoptado como maestro, al principio queriendo, luego sin querer y al final porque no le quedaba otra, ¡pero luego el inestable era él...! De todas maneras, por mucho que cambiara la situación, parecían destinados; Ciro venía de una cultura guerrera, sí, pero en la que la certeza del destino había sido tan real como los choques de las espadas contra los escudos y los cánticos bélicos antes de entrar en combate, y casi le parecía que el hilo de los dos siempre había estado demasiado próximo para ser casualidad...
Excepto porque, claro, él no creía en esas tonterías. Ciro difícilmente era fiel a algo que no fuera él mismo o esa extraña enemistad que había desarrollado con Fausto hacía unas cuantas décadas, uno de los vínculos más longevos de su caótica, violenta y gloriosa vida, y sólo el hecho de que pudiera meterlo en esa categoría ya daba muestra de lo especial que era el cazador, mas ¿lo notaría? Ciro no las tenía todas consigo, lo cual equivalía a una negativa tan clara que casi rebotaba en el aire que los rodeaba a los dos, como una suerte de eco que sólo el espartano oía. ¿O eran las voces de su cabeza? Qué más daba, la cuestión era que el demente tenía razón, como casi siempre, y su mirada se tornó de suficiencia porque daban igual los siglos transcurridos: a él seguía satisfaciéndole el triunfo lo mismito que el primer día. Maldita sangre espartana.
– ¿Quién mejor que yo? No respondas a eso. – preguntó, evidentemente retórico, pero cuando se trataba del cazador había que hacer ese tipo de especificaciones porque, ¡qué se le iba a hacer!, hasta si le tenía un mínimo de respeto se tenía que recordar que seguía siendo un alumno que no se podía comparar al intelecto del profesor, que era él. Bendito espíritu pedagógico el suyo, que hasta se ponía a la altura de los alumnos más limitaditos; en el futuro, seguro que seguirían su ejemplo, como en todo lo que hacía, y aunque quizá Fausto no estuviera ahí para verlo porque Ciro seguía sin decidir qué demonios haría con él en el largo plazo (¡sorpresa, él también improvisaba!), él sí, y con eso le bastaba. ¿Egoísta a más no poder, dicen? Oh, eso era quedarse corto.
– Lo curioso que tienen ese tipo de encuentros que lo determinan todo es que parecen inofensivos, ¿o no te acuerdas de cuando me viste por primera vez? – preguntó, y por una vez la pregunta no se derivaba directamente del ego desmedido del espartano, sino de una realidad objetiva que le provocaba curiosidad al más pintado, se llamara Fausto o fuera un inmortal con complejo de dios: ninguno había podido prever hasta dónde iban a llegar ellos dos, y mucho menos que se encontrarían allí, entonces y de aquella guisa. ¿Podían suponerlo? Vaya que sí, Ciro había elucubrado al respecto en la oscuridad dolorosa de su tormento a manos del cazador nada menos (qué pequeño podía ser París a veces, ¿eh?, qué curioso todo), pero no habría podido asegurarlo, y sin embargo allí estaban, las dos patas de un banco extraordinariamente peligroso se mirara por donde se mirase.
– A lo mejor tú te piensas que has salido indemne y todo te ha destrozado por dentro, porque ahora no me vengas con la tontería de que como se te ha muerto la amante ya no te queda nada por lo que subsistir, no erais tan especiales juntos. – explicó, elucubrando un tanto, pero eso era a lo que uno debía acostumbrarse con Ciro en casi cualquier condición, y de hecho era una obligación moral para el responsable de sus desvaríos, como lo era Fausto, así que ¡se siente! – Y a lo mejor piensas que reencontrarte con tu pasado va a suponer un punto y final tras el cual te aguarda la nada y en realidad estabas vacío desde antes de eso, no lo sabrás sin ayuda, y si soy tu maestro, lo soy hasta para decirte lo que no quieres oír, ¡sobre todo lo soy para eso! Así que me obedeces y ya está, iremos allí para que yo contemple todo y te diga qué tienes que hacer después. – ordenó. Ya llevaba mucho sin hacerlo, empezaba a resultarle extraño.
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