AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Dieta Imperial: 25 de Marzo de 1800 (Emperadores, Representantes de los Círculos y Príncipes Palatinos)
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Dieta Imperial: 25 de Marzo de 1800 (Emperadores, Representantes de los Círculos y Príncipes Palatinos)
25 de Marzo de 1800
Algunos consideran que un proyecto es un camino marcado por un sueño, una ilusión basada en la esperanza y el trabajo para hacerla realidad. Pero no todos los propósitos se deben a una ambición personal, sino que algunos están ligados al deber y a la responsabilidad.
Ese era el caso de Ludwig IV Tobias Wittelsbach, emperador de lo que desde hacía siglos se denominaba como el Sacro Imperio Romano de la Nación Alemana, un país surgido de la división oriental del Imperio carolingio, heredero de iure del Imperio romano y ligado desde sus orígenes al catolicismo dirigido desde la Ciudad Eterna. Su visión personal de la política era más acorde a las nuevas ideas surgidas en el contexto europeo que aquellas relacionadas con la mentalidad altomedieval, y, por lo tanto, veía que el estado estaba anclado en el pasado, en una tradición que se perpetuaba haciendo más daño a sus miembros que beneficios traía.
El Sacro Imperio necesitaba una profunda reforma, eso era algo de lo que estaba seguro, y creía que era una cuestión que compartía con el antiguo emperador, el déspota Francisco II, pero difiriendo de intenciones. La administración, los privilegios, pero sobretodo las bases de aquella extraña confederación, eran materias que habría que tratar antes o después, y el renano pensaba no dilatar más la espera, comenzando en ese preciso día, quince de marzo del año mil ochocientos. Esa jornada marcaba el inicio de aquel nuevo Reichstag, finalmente asentado en la nueva corte imperial, Colonia.
La ciudad, antigua capital de los ubios, colonia romana y uno de los más importantes enclaves de la región desde entonces, se emplazaba principalmente a la derecha del Rin, antiguamente condicionada por uno de los más avanzados anillos defensivos, compuesto por murallas y fuertes, pero que, debido a la reciente demanda de espacio constructivo, se había expandido fuera de éste. El lugar bullía de vitalidad, así como de un penetrante polvo en algunos sectores, fruto de las remodelaciones y construcciones, tanto oficiales, como era el caso del Kaiserpfalz, como privadas, pues muchos nobles y burgueses querían tener presencia en la capital del corazón de Europa. Los mercados, las tabernas, los músicos ambulantes, todos eran partícipes de una amalgama de ruidos y sonidos que se arremolinaban en torno a la inconclusa catedral, que, por primera vez desde hacía casi tres siglos, volvía a presentar los andamios, síntoma del trabajo en ella. Y un poco al norte del símbolo de la ciudad, se encontraba el mayor proyecto de la misma, el Palacio imperial, que se componía por diversos edificios, algunos antiguos, otros tantos nuevos, pero casi todos en obras. La fachada principal, de evidente influencia barroca, era un alargado bloque que cerraba la amplia plaza de armas que se abría detrás, ocultándola del exterior. Una vez pasada esta entrada, se podía ver la gran explanada, al fondo de la cual se erigían los cimientos del futuro Palacio de la Dieta, lugar donde se reuniría el Parlamento. Sin embargo, el destino del electo monarca no se encontraba al frente, sino a la derecha.
El lugar donde el Reichstag se reuniría provisionalmente era una sencilla construcción, un antiguo almacén que había sido elegido por su buen estado de conservación y su disposición, ya que no ocupaba un espacio que fuera a destinarse a otras cuestiones. Un pequeño vestíbulo, para proteger de la directa exposición al exterior al abrirse las puertas, daba paso a la amplia estancia, de casi diez metros de altura. Tras vaciar y acondicionar la sala, las paredes habían sido recubiertas de estuco, sobre el cual se colocó tapices, con diversos temas en ellos, para combatir el frío reinante del invierno y el entarimado del suelo había sido cambiado. La iluminación provenía de la derecha, de unas altas ventanas que daban a la calle, y aquella luz, blanca por lo nublado del clima, se dirigía precisamente a la mesa redonda que ocupaba el centro del lugar. Al margen de las similitudes con la leyenda artúrica, que algunos habían sugerido, la cuestión de su fisionomía era práctica, para que así todos pudiesen verse los rostros sin demasiada dificultad. Los emperadores se colocarían al frente, pero a parte de eso la distribución no había sido asignada aún.
Ludwig se movió alrededor de la estructura, pasando la mano por los respaldos de las sillas mientras pensaba. Había tanto que discutir, tanto que debía ser establecido por los propietarios de esos asientos, pero sabía que debía ser paciente, pues no podrían asentar la totalidad de las bases del nuevo Imperio en una única sesión. Había cuestiones más formales, sin demasiada importancia real, como el establecimiento de la bandera oficial o el cambio de nombre, más acorde a los nuevos principios; pero había otras que debían ser tratadas con carácter más urgente y eso era lo que él, emperador y representante de la Alta Renania, propondría en ese encuentro.
Ese era el caso de Ludwig IV Tobias Wittelsbach, emperador de lo que desde hacía siglos se denominaba como el Sacro Imperio Romano de la Nación Alemana, un país surgido de la división oriental del Imperio carolingio, heredero de iure del Imperio romano y ligado desde sus orígenes al catolicismo dirigido desde la Ciudad Eterna. Su visión personal de la política era más acorde a las nuevas ideas surgidas en el contexto europeo que aquellas relacionadas con la mentalidad altomedieval, y, por lo tanto, veía que el estado estaba anclado en el pasado, en una tradición que se perpetuaba haciendo más daño a sus miembros que beneficios traía.
El Sacro Imperio necesitaba una profunda reforma, eso era algo de lo que estaba seguro, y creía que era una cuestión que compartía con el antiguo emperador, el déspota Francisco II, pero difiriendo de intenciones. La administración, los privilegios, pero sobretodo las bases de aquella extraña confederación, eran materias que habría que tratar antes o después, y el renano pensaba no dilatar más la espera, comenzando en ese preciso día, quince de marzo del año mil ochocientos. Esa jornada marcaba el inicio de aquel nuevo Reichstag, finalmente asentado en la nueva corte imperial, Colonia.
La ciudad, antigua capital de los ubios, colonia romana y uno de los más importantes enclaves de la región desde entonces, se emplazaba principalmente a la derecha del Rin, antiguamente condicionada por uno de los más avanzados anillos defensivos, compuesto por murallas y fuertes, pero que, debido a la reciente demanda de espacio constructivo, se había expandido fuera de éste. El lugar bullía de vitalidad, así como de un penetrante polvo en algunos sectores, fruto de las remodelaciones y construcciones, tanto oficiales, como era el caso del Kaiserpfalz, como privadas, pues muchos nobles y burgueses querían tener presencia en la capital del corazón de Europa. Los mercados, las tabernas, los músicos ambulantes, todos eran partícipes de una amalgama de ruidos y sonidos que se arremolinaban en torno a la inconclusa catedral, que, por primera vez desde hacía casi tres siglos, volvía a presentar los andamios, síntoma del trabajo en ella. Y un poco al norte del símbolo de la ciudad, se encontraba el mayor proyecto de la misma, el Palacio imperial, que se componía por diversos edificios, algunos antiguos, otros tantos nuevos, pero casi todos en obras. La fachada principal, de evidente influencia barroca, era un alargado bloque que cerraba la amplia plaza de armas que se abría detrás, ocultándola del exterior. Una vez pasada esta entrada, se podía ver la gran explanada, al fondo de la cual se erigían los cimientos del futuro Palacio de la Dieta, lugar donde se reuniría el Parlamento. Sin embargo, el destino del electo monarca no se encontraba al frente, sino a la derecha.
El lugar donde el Reichstag se reuniría provisionalmente era una sencilla construcción, un antiguo almacén que había sido elegido por su buen estado de conservación y su disposición, ya que no ocupaba un espacio que fuera a destinarse a otras cuestiones. Un pequeño vestíbulo, para proteger de la directa exposición al exterior al abrirse las puertas, daba paso a la amplia estancia, de casi diez metros de altura. Tras vaciar y acondicionar la sala, las paredes habían sido recubiertas de estuco, sobre el cual se colocó tapices, con diversos temas en ellos, para combatir el frío reinante del invierno y el entarimado del suelo había sido cambiado. La iluminación provenía de la derecha, de unas altas ventanas que daban a la calle, y aquella luz, blanca por lo nublado del clima, se dirigía precisamente a la mesa redonda que ocupaba el centro del lugar. Al margen de las similitudes con la leyenda artúrica, que algunos habían sugerido, la cuestión de su fisionomía era práctica, para que así todos pudiesen verse los rostros sin demasiada dificultad. Los emperadores se colocarían al frente, pero a parte de eso la distribución no había sido asignada aún.
Ludwig se movió alrededor de la estructura, pasando la mano por los respaldos de las sillas mientras pensaba. Había tanto que discutir, tanto que debía ser establecido por los propietarios de esos asientos, pero sabía que debía ser paciente, pues no podrían asentar la totalidad de las bases del nuevo Imperio en una única sesión. Había cuestiones más formales, sin demasiada importancia real, como el establecimiento de la bandera oficial o el cambio de nombre, más acorde a los nuevos principios; pero había otras que debían ser tratadas con carácter más urgente y eso era lo que él, emperador y representante de la Alta Renania, propondría en ese encuentro.
Hora: 14:00
- Buenas tardes, damas y caballeros, representantes imperiales – el emperador se había levantado del asiento, para hablar, enmarcado bajo una gran estatua del águila imperial en madera que había sido colgada en la pared, a sus espaldas. Su voz pretendía ser firme, sin llegar a la potencia que pudiera resultar amenazante, pues quería expresar seguridad, sin imponer una excesiva autoridad -. Creo que ya estamos todos presentes, por lo que considero oportuno dar por iniciada esta primera reunión de la nueva Dieta imperial, en la cual representamos, no sólo a los estados de nuestros Círculos, aquellos que nos han elegido, sino a todo nuestro imperio, esa nación a la que pertenecemos y con la que, a partir de ahora, tenemos una responsabilidad – quizás sus palabras no eran grandes, pero ya insinuaban las ideas que se habían afianzado en la mente del renano. Había trece sillas en total, un hablante y once oyentes, dejando libre el último puesto, perteneciente al Príncipe palatino de Iliria, aún no nombrado -. Y yo me pregunto, ¿qué es este nuestro Imperio? ¿Cuáles son los fundamentos, las bases que lo configuran, las razones que nos llevan hoy a estar aquí y los motivos que nos unen? Hoy estamos aquí reunidos, miembros de diferentes nacionalidades de origen, pero delegados de unos territorios que comparten, no sólo país, sino también patria, nación, un mismo pueblo caracterizado por la misma naturaleza germánica – y ahí estaba la razón que configuraba la base, no solo de la futura política del Wittelsbach, sino, además, el motivo indispensable con el que todo estado moderno debía contar: la unidad bajo una misma bandera.
El ya no tan muchacho y más bien hombre calló un instante antes de regresar a reposar sobre el cojín, indicando en su pausa un cambio de tema, en cierta medida, profundizando más en lo que en aquel día los reunía:
- Toda mi vida he aprendido y he vivido por lo que este país ha pasado y por lo que está pasando, sin ser ajeno a los acontecimientos en todo el continente y la mano de quienes están detrás de ellos. Creo que todos seréis conocedores de que la historia de nuestra región desde hace varios siglos, momento en el que el fraile Martín Lutero clavase sus noventa y cinco tesis, ha sido, lo menos, turbulenta. Esas cuestiones personales que nos han estado dividiendo, han sido extrapoladas hasta el punto de ser el motivo por el que muchos de nuestros compatriotas se han visto privados de sus derechos, sus libertades e, incluso, su vida – quizás su tema empezaba a ser polémico, pero no iba a detenerse ahora; no, tenía un deber para con sus ideales -. Y, señores, señoras, no estoy dispuesto a dejar que esas ideas se conviertan en una excusa para atentar contra aquellos que debemos proteger, porque, hoy en día siguen teniendo una importancia excesiva. Al sur de los Alpes, en el trono de Roma se sienta ese Borgia que sigue nombrando a voluntad a obispos que administran tierras que pertenecen, no a sus Estados Pontificios, sino a nuestro Imperio. Y yo me pregunto, ¿cómo un hombre, por muy representante divino que sea, tiene capacidad para gobernar tierras que no le pertenecen? No cuestiono su autoridad en materia religiosa, pero, en cuestiones administrativas, está usurpando jurisdicciones que no le competen. Representantes, hoy propongo, aquí, en este lugar y a esta Dieta, devolver a la religión al lugar que le corresponde, al corazón y a la conciencia de cada ciudadano, y la influencia política del obispo de Roma a su legítimo lugar, al Patrimonio de San Pedro – con dichas palabras, el soberano miró a los ojos del resto de asistentes, esperando a que alguien tomase la palabra.
Funcionamiento del tema:
• Se enviará un mensaje a aquellos que pueden participar en el tema, preguntándoles por su inclusión en la trama imperial, al cual deberán contestar, sea cual sea su intención.
• No hay orden de contestación para el primer post. Editaré este mensaje diciendo quién participará y quién no para saber cuánta gente participará.
• No hay mínimo de líneas de post, pero estaría bien que el personaje diese su opinión respecto a la materia a tratar.
• El mínimo de contestaciones es uno, pero pueden ser más si surge un tema de debate. Hay que esperar a que todo el mundo escriba ese primer post (luego, los que no quieran debatir, pueden ceder su turno, aunque deberán comunicar si quieren recuperarlo a la siguiente vuelta, para evitar tener que preguntar cada vez).
Funcionamiento del voto:
• Hay 15 votos, uno por representante imperial, príncipe palatino y emperador.
• Se recomienda que la opinión o reacción de su personaje quede marcada en el rol. Al final de la sesión firmaría un documento con su aprobación, su negación o su abstención a la propuesta (no es necesario rolearlo), por lo cual, al final de cada intervención se debe escribir su posición en cuanto al tema. La opinión se puede editar, pero al finalizar el tema, ésta es definitiva.
• Las propuestas de carácter normal se aprueban o se deniegan por mayoría simple.
• Los puestos libres off-rol no se contarán, pero en on-rol, al sí estar presentes dichos representantes, pasarán a contarse de forma que se respete la decisión off-rol.
Cuestiones a votar:
• Derogación del ”Cuius regio, eius religió”. Una ley establecida en la Paz de Augsburgo y reafirmada en la Paz de Westfalia, por la cual los príncipes de los estados imperiales podían escoger libremente su religión y la de su estado, pero su oficialidad se aplicaba inmediatamente a todos sus súbditos, que, por lo tanto, no tenían dicha libertad religiosa. La propuesta es que todo ciudadano adquiera capacidad para elegir por sí mismos su fe.
• Secularización y mediatización de los Estados eclesiásticos del Imperio. Los cientos de estados gobernados por obispos, abades y prelados pasarían a ser gobernados por un noble, convirtiéndose en ducados, condados, margraviatos, landgraviatos, baronías o señoríos (secularización) o serían absorbidos por otros estados aledaños (mediatización).
Ludwig Tobias Wittelsbach- Realeza Germánica
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