A Dios rogando, pero... [Libre]

Que de todos era sabido en París que, los domingos por la mañana en la Rue Lepic era el lugar idóneo para que los ladronzuelos y raterillos hicieran su particular agosto abusando del trabajo y esfuerzo de las buenas gentes de bien, que trabajaban hasta partirse el lomo en los campos para ganar un mísero jornal con el que vivían de 3 a 6 miembros de las familias más humildes de la capital. Pero que eso no detenía ni al más compasivo de los gitanos, porque, a fin de cuentas, todos ellos eran unos sinvergüenzas y mal aventurados, que no habían conocido más ley que la del "A Dios rogando, pero con el mazo dando". Y vaya si daban con el mazo, sólo que éste no estaba tallado en madera, más bien estaban hechos de carne y hueso y eran más listos que un zorro viejo. Este zorro no medía más de medio metro, escurridizo como una serpiente de campo y con un don de oratoria que más quisieran los más flamantes ministros de Flandes.

El zorrillo en cuestión, parecía más bien, en aquella ocasión, un cometa negruzco que atravesaba el mercado a toda velocidad con un preciado trofeo en la mano mientras los honrados pueblerinos, ya más que acostumbrados a tales espectáculos, se hicieron a un lado habilidosamente para no ser arramblados por el pequeño torbellino. Al zorrillo entonces le dio por girar la cabeza para ver si se cercioraba que su perseguidor se había perdido entre la multitud. El malhumorado frutero perseguía a la ladronzuela con un rodillo de madera en alto "¿Los fruteros tienen rodillos?" e iba tan ofuscado el hombre que se estampó contra un viandante despistado y ambos cayeron de bruces. La ladronzuela emitió una sonora carcajada, pero, como se suele decir "no te rías del mal del vecino, porque el tuyo viene de camino" y tan a camino estaba que, casi sin verlo venir, chocó contra una señorona gorda y arrugada. Por supuesto que la culpa había sido de la señorona, a la que, de paso, robó el sombrero antes de seguir con la carrera. Pero alguien la frenó en seco agarrándola de un brazo y reteniéndola para dar tiempo al pesado frutero de llegar hasta allí.

-¡Devuélveme la manzana que has robado, mocosa!-le espetó a la chiquilla. El hombre tenía un acento extraño y movía los labios de una forma tan rara que escupía al hablar.
-¿Yo? ¿Robar? ¡Dios me libre de tal tamaña afrenta, monsieur! Que mis padres muy honrados eran y en demasiada alta estima me tengo para ir andando ahora semejantes acusaciones.-puso su mejor cara de indignación, que de poco le sirvió en aquellos momentos.
-No te me andes con truculerías, mozalbeta. ¡Que yo te he visto con este par de ojos míos y tú de inocente tienes lo que yo de fraile!
El hombre que la tenía agarrada también intervino y vino a ponerse del lado del frutero y metió las manos en una de las aberturas del abrigo de la chiquilla, en busca de la fruta perdida.
-¡Que yo la he visto guardarse la manzana en uno de sus suos bolsillos de aquí!-comenzó a zarandear a la muchacha, pero en vista de que no caía nada y nada encontraban, otro hombre de la multitud salió en defensa de la ladronzuela.
-Que la dejes ya, ¿no veis que no es más que una zagala? Pos si te han robao han debío de ser otros.
-¡¿Ah, que me andáis llamando mentiroso?!

En menos de medio minuto, el mercado entero empezó a balbucear, con los puños al aire y los labios apretados, acusando al vecino de al lado. El griterío se convirtió en la orquesta particular de aquella mañana, y del robo de la fruta se pasaron a temas cada vez más soeces y chabacanos.
Cuando la ladronzuela se vio librada de la zarpa callosa del amigo del frutero, trató de salir disimuladamente del mercado, aprovechando que ya nadie parecía darse cuenta de su presencia, ya que estaban demasiado ocupados en dar plena consciencia al barrio entero de quién era el cornudo, el moroso o el hijo de mala madre de turno. Como el complejo de gato, y de cualquier otro animal, nadie se lo quitaba, la muchacha escaló hasta llegar a uno de los tejados más altos, desde podía observar toda la escena con una media sonrisa en los labios, mientras se quitaba el sombrero de la señorona (que llevaba puesto encima de su boina habitual) y sacaba una manzana rojiza de su interior, a la que le dio un bocado, que le supo casi a cabello de ángel (aunque ella nunca había probado el tal "cabello de ángel" y de sólo imaginarlo le parecía repugnante, pero Pastelcaliente le había dicho que estaba bueno, así que, supuso que así debía ser)

Por sus barbas, aquellas que no tenía, que Nastya nunca había visto una cosa tan rematadamente divertida, dejando a los aldeanos enfrentándose entre ellos mientras la raterilla disfrutaba de su particular almuerzo. Y ésto era un claro ejemplo del curioso comportamiento humano, que los otros ni se habían enterado que la chiquilla se había escabullido entre la multitud, y tanto alboroto para al final acabar echándose los trastos encima como si de una pareja de enamorados se tratase. Una pareja bastante amplia, todo había que decir.

Pero el disfrute del expectáculo poco duraría para la pequeña pilleja cuando una figura la mar de curiosa aparecióse detrás de sus espaldas, cantándole el sermón que tantas veces había escuchado, pero que de nada servía para aplacar los pequeños hurtos de la rusa, que de algo ella también tenía que vivir, y si no eran manzanas, serían albaricoques, que más le daba una cosa que otra y que por nada del mundo tenía nada personal contra los fruteros parisinos, pero si ellos se atrevían a disponer todos esos manjares al alcance de cualquiera...
-¡Ja! Acabáramos...-comenzó la chiquilla dándose la vuelta, cuando atisbó que no era uno, si no dos sus entrometidos acompañantes, salvadores de la moral. Se puso en pie y se llevó las manos a la cadera, en posición de jarras.
Que sus acompañantes eran curiosos Nastya lo supo nada más depositar su vista en ese par, si bien no sabía el qué los hacía tan peculiares. Quizá fuera su forma de andar, algo más dificultosa de lo normal, o por el hecho de que ambos parecían estar inhumanamente pegados, sin embargo, poco podía adivinar bajo aquella oronda capa.

-Así que vuestras mercedes me hacen el honor de cobrarse esta manzana, a cambio del sombrero...-comentó, con un cierto deje cínico que contrastaba un tanto con la escasa edad de la interlocutora, deje completamente justificado si tenemos en cuenta las desventuras que la joven chiquilla tuvo que atravesar a tan corta edad. Fingió meditar la cuestión unos instantes.-Mmmm... Creo que el sombrero es cobro justo por las molestias que me he tomado, mis señores. Pero gracias por el ofrecimiento. Ahora si me disculpan...-hizo una reverencia señorial con el sombrero en mano, casi tan presuntuosa que parecía una burla y se dispuso a salir corriendo de allí, pero uno de los muchachos le depositó la mano en el hombro, con expresión afectuosa pero con un tinte que dejaba al sagaz entendimiento de la ladronzuela que no estaba dispuesto a dejarla marchar así como así.
-Bueno, bueno... Ustedes son de los insistentes. ¿Qué tal si les vendo el dichoso chambergo por un precio justo? Después pueden vuestras mercedes hacer lo que más le plazca con él, como si se lo quieren dar a su portadora legítima o quedárselo para alguna mozuela de vuestro agrado-la joven hizo un mohín con los labios, tan descarada como siempre.

Por Dios que la chiquilla no había visto cosa igual en su corta-aunque azarosa-vida. Que si abrió los ojos y ahogó un grito no fue por temor o espanto; sorpresa y curiosidad puede definir mejor a lo que la ladronzuela sintió en esos momentos. Los dos interlocutores se descubrieron iguales como dos gotas de agua, y unidos de cintura para abajo, con una extrañeza que cualquier piadoso de Dios habría interpretado como enigma del amigo Satanás, pero ella no era ninguna beatuchona, precisamente. Se le hacía conocido, sin embargo, el ser presentados como "La Quimera de las Tierras Altas", que dicho nombre sólo podía pertenecer a algún espectáculo de feria gitana, de aquéllas que Nastya había presenciado (subida en los palenques y sin pagar un franco, claro está) cuando tiempo ha que el viejo Coplin la acogió en su carromato destartalado.

Pero, a pesar de este hecho, por razón alguna el entendimiento de la chiquilla quedó azorado unos segundos, sin poder apartar la mirada de sus particulares interlocutores. Si bien no duró mucho el atontamiento, y pronto, el vivaz intelecto rufianil de la rusa se activó de nuevo, que ella de esperpentos ya estaba más que escarmentada, y no pocos horrores, más infames que aquél, había tenido que aguantar en el orfanato de San Petersburgo, allí donde no todos los monstruos saltaban tan a la vista.

-"Quimera de las Tierras Altas", por los diablejos que bien me suena ese nombre, que del viejo Coplin lo aprendí. Curioso el hecho de que, habiendo compartido experiencias y hambrunas como yo, aún quieran devolver el sombrero a su dueña, que sin duda, la oronda señora tiene para comprar tres más.-la joven se encogió de hombros. Nunca se había cruzado con dos pares de seres tan honrosos y a la vez tan estrafalarios como ellos, que en París cada uno iba a sus enseres y, a mucho, se preocupaban por los del vecino, pero no más.
-Pero si tanto les preocupa la salvación de mi alma y la moral de este nuestro mercado, puedo dejarles el sombrero por 4 francos, ¿qué dicen?-la joven esbozó una sonrisa que hizo que sus resplandecientes dientes blancos contrastasen con toda la mugre cenicienta de su cara. Estaba más que cierta a intentar sacar unos cuartillos de aquel chambergo robado, que la avispada chiquilla hacía negocios de donde menos cabría esperar, con el seso ávido por el frío y el hambre que a poco tenía que pasar.

Pero ni en el rostro ni en los hablares de sus interlocutores, aquella Quimera extraña, se veía intención de caer en el juego de la jovenzuela, que ellos también se veían versados en las artes de las burlas, engaños y los naipes y conocían bien las artimañas de los sinvergonzones como ella. Y encima, a bien mal se lo tomaron los extraños señores. ¡Ayudar a las personas, decía! Pues si más querían ayudar, que comprasen el condenado bonete, que tampoco era tanto lo que pedía para lo que valía.
-Venga, se lo dejo a 2 francos por ser ustedes, por bien querer ayudarme... No me dirán que no es una oferta más que justa, que por este chapeo unas perrillas más podría yo abastecerme en el Pont Neuf.

-¡Ja, habrá se visto¡ Aprendí el honrado negocio del charlataneo cuando a penas pisaba el suelo.-repuso, cruzándose las manos sobre el pecho, toda resabida ella. Claro que también eso era una mentira de otras tantas que la ladronzuela contaba y se inventaba al tuntún, que del arte del embaucamiento y el regateo había aprendido lo que le enseñó el gitano cuando vino a París, pero el hambre agudiza los ingenios, y el de nuestra amiga era ya per se perspicaz.

Cuando uno de los gemelos le mostró los tesoros que llevaba ocultos en la alforja, los ojillos de la ladroncilla se abrieron de par en par, embelesados ante tanto refulgir de las joyas. Verde, amarillo, rojo y azul. Por todos sus antepasados (los que no podía recordar), Nastya nunca había visto unos colores tan vivos como aquéllos. Aunque la rusa nunca había divisado la mar océana, ella pensó que el mar sólo podía ser de esas cuatro tonalidades.

Si hubiese sido un lobo, se la hubiese comido. No lo vio venir cuando uno de los gemelos le arrebató el chambergo de la mano. Nastya maldijo entonces las joyas y todos los colores del arcoiris, que como urraca se había quedado absorta en esos brillos traicioneros.
-Pero, será trai...-entornó los ojos y agitó los brazos, en un intento fallido de recuperar el chambergo robado, pero en su lugar, salió volando una reluciente moneda de plata, que la rusa alcanzó al vuelo. Aún con desconfianza, se llevó la moneda a la boca y la mordió para comprobar que, efectivamente, era auténtica plata del rey.

Escuchó la sermonea del hombre, que era cosa que ya había escuchado a veces de boca de los clerigayos de alta alcurnia, pero eso a Nastya le traía sin el más mínimo cuidado. De condenas en el Infierno ya estaba más que servida, pues poco le importó añadir otra más a la lista. Si para vivir en la Tierra hubiera ella de acabar en las bajas calderas, que así fuese pues, pero la rusa no tenía intención ninguna de quedarse en los planitos huesos, que a ella le gustaba las mejillas bien rollizas, gracias.

Si bien le prestó la debida atención a los buenos señores, ya que ellos habían tenido la decencia de entregarle una moneda, aunque prefería ver que había sido una buena transacción y no un acto de caridad, tampoco iba a negar tal generosidad.
-¿Un trato?-lo miró con desconfianza palpable. Ella de tratos bien sabía, y todo lo que viene va con un precio, pero a pesar de ello, instó al hombre a que siguiese: -A ver, desembuchen vuestras mercedes. ¿Qué es lo que se le ofrece a una perspicaz vendedora como yo?-repuso, más en broma que en serio.

Meditó las palabras del hermano durante unos instantes, aunque en realidad no había mucho que meditar para la joven Nastya. La palabra "honestidad" había sido suficiente aliciente, ¿cómo comprometerse con algo que no sabes si vas a cumplir? Desde que despertó en el orfanato, allá tiempo ha, la vida de Nastya la había llevado a situaciones en la que los extremos ya no se contaban como tal y había llegado el punto en el que la rusa no sabía si podría cumplir con tal promesa. Y, si llegaba a dar el "sí", ¿cómo saber que no incumpliría su palabra? Y lo que era más importante, ¿qué sería de su búsqueda? De pronto, se llevó la mano al colgante que llevaba al cuello, aquel del que nunca se había separado. La única pista intacta que quedaba de su familia, de quien fue y de quién podría llegar a ser. Por el aprecio (más o menos) que le había llegado a coger a esas extrañas criaturas...tendría que negarse.
-Agradezco su oferta, señores. De verdad que sí.-respondió, esta vez sincera y sin sarcasmos.-Pero no puedo aceptarla. Esta es mi vida. No sabría hacer otra cosa que ratear, y no querría yo darles bajas incómodas en sus cuentas, señores.-volvió a un tono más socarrón.