Inevitable Providencia [Thorna Shapplin]

por **Pia Varessi** Miér Mayo 02, 2012 2:22 am

Las doce sonaron en el reloj. Oí entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas; tristísimas, y entreabrí los ojos. Creí haber oído a par de ellas pronunciar mi nombre; pero lejos, muy lejos, y con una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de mi ventana.

-Será el viento- dije; y poniéndome la mano sobre el corazón, procuré tranquilizarme, pero latía cada vez con más violencia. Las puertas de la recamara crujieron sobre sus bisagras, con un chirrido agudo prolongado y estridente. Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a mi habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispado. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo de agua distante y lejanos ladridos de perros.
Inmóvil, temblorosa, adelanté la cabeza fuera de las cortinillas y escuché un momento. Oí mil ruidos diversos; me pasé la mano por la frente, torné a escuchar: nada, silencio.

-¡Bah!- exclamé, volviendo a recostar mi cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho-; ¿Soy yo tan miedosa? Y cerrando los ojos intenté dormir...; pero en vano. El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente de mi jardín caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad, unas cerca, otras distantes, sonaban tristemente.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche pareció eterna. Al fin despuntó la aurora: vuelta de mi temor, entreabrí los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separé las cortinas de seda del lecho, y ya me dispuse a reírme de mis temores pasados, y salí a la ciudad.

Era hora de hacerme con algo en particular y para ello debía dirigirme al mercado ambulante de la ciudad. Llegue a una plaza invadida de personas de todas las etnias, en donde las escandalosas voces de los vendedores prometían los mejores negocios. Mis ojos se llenaron de chispas de luz al medio disiparse la turba; azulejos esmaltados de colores, figuras de mármol y de jaspe, vasijas de cien clases diversas, antiguas artesanías, telares hermosos, tiras de cuero, y otros cien y cien objetos: era lo que aparecía a primera vista en el mercado, llamando asimismo la atención y seduciendo a cualquiera que pasara por aquí.

Los edificios que dibujaban su forma irregular en derredor, no eran tampoco menos extraños y digno de estudio. Por un lado la cerraba una hilera de casas oscuras y pequeñas, con sus tejados rasgados de chimeneas, y cobertizos, sus balcones achatados o estrechos, sus ventanillos con tiestos de flores, y su farol rodeado de una red de alambre que defiende los ahumados vidrios de las pedradas de los muchachos.

Por decirlo así, la extraña decoración que al penetrar en la plaza se presentó de improvisto a mis ojos, cautivó mi ánimo y lo suspendió durante algún tiempo, pues el verdadero punto culminante del panorama, era un misterioso puesto recóndito, se veía alzarse en el fondo de la plaza, más caprichoso, más original, e infinitamente más intrigante, pues el aroma del herbaje me era inconfundible.
-¡He aquí lo que yo deseaba encontrar!- exclamé al verlo; y me dirigí en pos de hacerme con lo que buscaba.

por **Thorna Shapplin1** Miér Mayo 02, 2012 7:44 pm

El reloj marcó la hora esperada. La mirada del chofer se clavó en mi rostro. Como era debido, abrió la puertilla del carruaje, posteriormente auxiliando mí adentro al vehículo y de esa forma comenzar el viaje a la zona indicada.
No tenía planes de salir aquel día. Había pasado gran parte de la mañana -más precisamente desde el amanecer hasta los momentos previos del alistamiento para la salida- revisando ciertos documentos que un cambiaformas proveniente de Rumania trajo consigo, esperando yo pudiese dilucidar los mismos con fines beneficiosos para sus congéneres.
Por rumores paseantes en la Inquisición, tenía presente que las tierras rumanas se habían tornado un Infierno para aquellos que combatían a las condenadas criaturas que cada día tomaban más fuerzas en aquellos lugares. Probablemente no pasaría mucho tiempo más para que la eclesiástica del país solicitase ayuda del Vaticano y con ello, algún grupo de inquisidores que controlasen la caótica situación que lentamente se escapaba de las manos de la Iglesia.

Abandoné obligadamente aquellos pensamientos por los bruscos sacudones del carruaje al transitar por una calle algo dañada. Acerqué el rostro a la pequeña ventanilla de cristal, observando el andar de aquellas ilusas personas, seguramente sumergidas en una inocente ignorancia hacia la verdadera realidad, desemejante en absoluto a lo que el predominante cristiano incrusta en sus ciegas mentes, minuciosamente manipuladas para rechazar toda idea ajena a lo proferido por la Santa Sede.
Sonreí al sentirme completamente orgullosa en no ser uno de ellos, todo lo contrario, había sido premiada con una inteligencia tal que tenía el gusto de residir en la intimidad propia de mi máximo enemigo; la Iglesia. Y hasta aquel momento nadie había sido capaz de notar siquiera aquella red de engaños y majestuosas actuaciones que me habían llevado a ser una de las Líderes de Facción al mando de nada menos que Alejandro II, el representante de Cristo en la Tierra.
Pero lo cierto es que mi privilegiada posición en la Inquisición radicaba en mucho mas que solamente mis calculados accionares individuales. Tenía a mis espaldas un grupo de informantes que mantenían a mi persona al tanto de todo lo acontecido en Francia, como en el resto de Europa. Aquellos favores eran pagos con el precio de la seguridad, de la protección que solamente yo podía ofrecerles. Siempre adelantada a las decisiones de mis compañeros, advertía a mis aliados de los próximos movimientos que podían ser efectuados en su contra, asegurándoles una escapatoria sin problemas de las manos inquisidoras.
Pero claro, aquellos acuerdos e intercambios clandestinos debían generarse de una forma perfecta y sumamente discreta, de lo contrario, mi cabeza rodaría en la Bastilla sin duda alguna. Aquel singular cuidado era el mismo que me llevaba a un lugar no tan cotidiano para mi persona, pero si para el resto de los ciudadanos parisinos, que cuan cardúmenes se movían de un lado a otro, haciendo imposible mantener el rastro fijo de una persona en concreto. El perfecto escenario para un trueque de palabras con alguien que conocía.

Descendí del carruaje para dirigirme a las mismas entrañas del mercado ambulante de París. Con un leve gesto de mi mano, advertí al chofer de que no era necesaria compañía alguna, acción que sorprendió al hombre debido a que no imaginaba una dama de mi clase frecuentase solitaria aquellos espacios predilectos por los jóvenes y habilidosos saqueadores.
- Siga por esta senda de forma recta, la encontrará en aquel hediondo puesto de hierbas - confirió aquel misterioso caballero que convenientemente pasaba a mi lado para susurrar aquellas palabras que astutamente fueron captadas por mis oídos entre el bullicio de la gente que no cesaba su movimiento.
¿Desde hacía cuántas horas aquella joven vendría siendo vigilada sin siquiera notarlo? La respuesta no era de mi interés, sobre todo después de vislumbrarle gracias a los ojos ajenos que me respaldaban.

Y allí estaba. Rubia, presente y algo ausente al mismo tiempo. Con aquel dejo de nostalgia que nunca parecía abandonar su estilizada y destacable figura. Pia Varessi era mucho más que la frágil dama que su exterior proyectaba vagamente. Por algo tenía un peculiar relacionamiento con la misma. Nunca me había fallado, ni yo a ella.

Colocándome a sus espaldas sin siquiera ser notada, aproveché aquella ajena distracción debido al inmenso interés de la dama por la botánica para encastrar una de mis manos en su antebrazo derecho. Aquellas cinco uñas afiladas se incrustaron en el abrigo de la italiana de forma inesperada, con la fuerza suficiente como para sorprenderle pero no para asustarle.
- Es momento de tomar un paseo señorita Varessi - desglosaron mis carnosos labios en forma de murmuro cercano a su oído. Aun teniéndola sujeta, impartí a su lado un lento avance por las ruidosas sendas del mercado. Seríamos dos desconocidas imposibles de encontrar para todo ojo ajeno. Para nosotras mismas; dos aliadas en la partida hacia un nuevo plan a efectuarse.

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