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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Meridos Jue Feb 16, 2012 1:32 am



Querida Thorna...

Existía un polvo danzarín y plateado bordeando los suelos. Adquiría aquella tonalidad por las luces de luna que lograban colarse entre las techumbres elevadas de los callejones. Todo el ambiente impregnado de colores grisáceos y polvorientos, tan sublimes que lograban embelesar hasta el más redundante pobretón victoriano. El silencio absoluto era adornado por los susurros dormidos de los pudientes. Refugiados en sus camas, con la calidez de las velas y los sueños más exquisitos. No faltaba aquella alma desvelada entre la filosofía más ardua, o la retorica más escandalizante de la época. Entrada la noche, la música de las tertulias amenizaban amplios palacios, alimentaban los estómagos de la clase privilegiada y esperanzaba a los más pobres para hurgar en la basura del buen aventurado.

Las más frías ratas rondaban por los callejones, gastando los pasadizos como caritativas alimañas dependientes a los desastres. Pero solían huir cuando el tronar de algunos tacones femeninos irrumpía en aquellos sectores olvidados de las manos de Alá. La noche, gorda, profunda y peligrosa. Lugar perfecto para atrocidades selectas. Enamorarse de ella no hacía falta, la podrida era capaz de atraerte con un solo empujón de la cadera. Cual odalisca, llamando al pecado y la potencia sexual. ¿Sino que más llevaría a una humilde rubia curvilínea a inspeccionar las entradas profanadas de rateros y comerciantes ilícitos?

Pero no, Meridos no era atraído ni por las vueltas graciosas de una doncella, ni por las migajas de pan en el suelo, o por cualquier otra invitación expectante de ser conforme aceptada. Meridos era simplemente un alma despotricada en mitad del frío afilado. A oídos sordos, con paso galante y mirada negativa. O al menos, eso recordaba desde hace unas horas atrás.

Viento cortante, suturar áspero en la garganta. Presión sanguínea elevada y transpiración acumulada. Siento las gotas desprenderse de mi frente, quedarse muy atrás en el camino que mis pies ya no pueden soportar. Suelas poco apropiadas para una caminata larga, inútiles frente a un trotar cual luz a una ampolleta. Mi vena yugular externa parece apretada, y el mareo comienza a nublarme la mente. Un salto, una valla que sirve de bloqueo. ¡Lo tengo! Mis manos se adhieren con fuerza, con justo agarre a lo que parece ser la saliente de una ventana. Un balanceo corto, un cálculo apropiado… ¡ya está! Las techumbres parecen convertirse ahora en mi nuevo obstáculo. Sé que no es momento de detenerse, de bajar la velocidad y, por mucho que el pecho siga punzando mis pies logran moverse por sí solos uno tras otro. Es excitante, lo admito: el vértigo de la altura, las estrellas como únicas testigos de la manada de engendros que parecen querer darme muerte. Y… ¡Mierda! ¿Cómo no pensar en los putos arquitectos?, ¿florentinos, venecianos, alemanes o galenos? ¡¿Que mierda tenían en la cabeza esos infames? El odio comienza a nacer en mi interior, eso está claro, lo siento, una frustración atareada.

Creo mover las manos con desdicha, temblarme la mandíbula y abrir con sorpresa los orbes platinadas. ¿Dentro de que cávales estaría para lanzarme contra otro edificio? Arquitectos de pacotilla, con que dejar espacio sin uso ¡eh! ¿pretenden que este humilde sirviente de las aventuras recorte la distancia de tres metros con un solo par de piernas mortales?

La respiración sigue palpitándome en el pecho. Y la boca abierta mostrando las piezas perfectamente alineadas, a falta de molares para completar la belleza. Escupo, la sangre parece estar haciendo lo suyo al interior de mi estomago, y mi músculo serrato parece estar cubierto de un justo hematoma. ¡Oh, Meridos! ¿En qué momento las palabras se convirtieron, se transformaron fuera de tu cabeza? ¿Qué discurso tan inepto llegaste a soltar, para terminar huyendo de una buena cantidad de policías? Sin duda, algo poco inteligente. Si tan solo pudiera recordarlo.

–A la mierda, y ni siquiera he obtenido algo que valga la pena o ¿sí?


Lo recuerdo, claro, a pesar del dolor. Retorcidos entre risas, buen ambiente y diversión. Nada que envidiar a las caritativas fiestas de los acaudalados. Licor, cerveza, tabaco, excelentes negocios y grata compañía. No hubo manera de negarse a la invitación de un prudente compañero de callejas. Llevaba unas monedas encima, requería rellenar mi petaca y los niños lucían bien dormidos en sus camas al momento de marcharme. Sería tan solo un trago, y luego, una revisión de rutina: alguna joven pérdida o un ebrio para asaltar. Lo que fuese, las puertas de aquella taberna endemoniada parecían dispuestas a ser penetradas.

Y como se pensó, se hizo. Procedí perfecto. Una mirada humilde acompañó la petición del primer vaso, una risa melancólica el segundo, una palabra cordial el tercero, y el cuarto, un llanto poco expresivo. Malditas bebidas. Logran opacar el buen ánimo de un hombre en instantes, y llevarlo a la más bendita felicidad en otro chasquear de dedos. ¿Cómo no? Cuantos recuerdos, cuantas interesantes historias que compartir al mundo. Tan prontas calladas por el gatillo del amenazante anonimato. Ni siquiera recuerdo porque lo hice.

Estaba ese hombre joven, no bordearía más de treinta años. Con traje de teniente, las cartas dispuestas sobre la mesa. Fumaba un buen puro que hacía temblar entre los labios. Movía el bigote. Apostaría que ese detalle era cual daba vejez a su aspecto. Escuché al hombre alabar a su esposa y comerse a una puta. Golpea la mesa y avanza con los dedos por sobre las cartas, lanzándolas a la canasta y abusando de la idiotez ignorante de algunos otros. Bueno Meridos, ¿qué de malo tendría tentar un momento a la suerte?

Movimientos rápidos, miradas petrificadas, cartas en las manos y las apuestas llovían despacio. Trago tras otro, risas, y mi buena suerte que siempre lleva la delantera. Podía distinguir su arteria temporal evidenciando la furia. Era sabroso reencontrarse con una noche de intriga. Claro Meridos ¿Qué podría obtener hoy? ¿Una bonita flambert?, ¿Un mosquete, una medalla? ¡Es teniente! Hasta tal vez una propiedad si apretaba más. Pero lo que hace a un hombre severo no es su piadosa conciencia. Todos sabemos e imaginamos a estas alturas que la respuesta única a un premio justo, un obsequio al pobre sería tan solo… un golpe.

–Cierto, así es como he perdido mi tercer molar ¡Hijo de puta será ese coronel! O lo que sea.


Si, poderoso botellón sobre mi cabeza. Una ceja cortada. ¡Paremos de contar! La jugada se había hecho y en cierta forma fue grato soportar algunos puños sobre el abdomen. ¿Me he fracturado la mandíbula? No, espero que no. Solo quiero terminar esta carrera con las autoridades.

Lo que fue ignorado entre tanta trifulca está bien resguardado en mi bolso marrón. ¿Quieren saber que hay dentro? Pues permítanme decirles queridos que solo necesito resguardarme para contemplar su brillo, con la mano alzada al cielo. Claro, cuando logre aprender a saltar ocho metros sin desnucarme en los adoquines que me saludan más abajo.

Trago saliva. Ese justo instante que las imágenes se desprenden una a una. Responsabilidades Meridos, responsabilidades. ¿Quieres ser arrestado una vez más? Te cortaran las alas, lo sabes.

Medito, un cálculo. Parece haber una esperanza. Siento las respiraciones agotadas de los policías tocarme la nuca. ¡Maldito hijo de perra! Si tan solo de acercarme unos centímetros a tu rostro, si tan solo no me hubierais lanzado a tus putos matones encima…

–¡Ah! Que sea lo que Alá quiera.


Y me lancé. Se me revolvieron los órganos dentro, y el alcohol logró darme la fuerza suficiente para hacer tal deficiencia. Me agarré firme de las sogas corredizas, tendidas entre cada pared de ladrillos tostados. ¿Soportaría mi peso? Claro que no. Caí desde una altura ya de cuatro metros.

¡Pues recémosle hasta a la virgen por tal hazaña! Porque aunque mi espalda esté lastimada y no pueda levantarme, pero está bien. He quedado oculto en un poco de paja, me siento libre y … ¡vaya! ¿Quién es esa mujer que parece extrañarse de mi “resbalón”?

–Si preciosa, los ángeles esta noche están de estúpidos, tanto que uno ha bajado para recogerle. Claro, cuatro metros, algo más… Buenas noches.


¡ Oh Thorna, mi querida Thorna!, ¡siempre tan magnífica, siempre tan oportuna! ¿Qué me diríais ahora, si yo os dijese que no llené la maldita botella? Porque lo noté, cuando levanté mi mano para mojarme los labios de Ginebra. Vacía.


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Mensaje por Thorna Shapplin1 Mar Feb 21, 2012 12:08 am



MERIDOS MIO...

Afortunada soy yo de tener a la plateada Luna como confidente. Adonde fuese, ella siempre está ahí para mí. Estática, enigmática y bella, como la dama más deseada. Sonrío cada vez que pienso en que si ésta hablara, tendría sobre sí la elección de darme muerte cuando se le antojase. Hasta se otorgaría el gusto de vislumbrar opaca y silente mi ejecución. La Luna sabía todo. Cada paso, cada acción, cada susurro y cada traición de mi parte hacia la Iglesia y Dios. Y nada hacía, nada decía. Solo atestiguaba mi compleja misión en la vida sin reproche alguno.

Fui recogida en una de las tantas calles de la ciudad. En una de esas que mantienen aún sus adoquines casi iguales al día en que fueron ensamblados en el suelo uno junto a otro, ya que ningún carruaje pasa por encima de ellos. Uno de esos espacios olvidados por las personas, excelente punto para no ser vista por ojos curiosos.
Subí al cómodo transporte con ayuda de su chofer y tras tomar asiento finalmente vislumbre frente a mí a quien ha solicitado nuevamente mi visita tras un largo período de silencio.
Quitó su refinada galera dejando a la vista sus atrayentes orbes pardos, su remarcada estructura ósea en el rostro y su piel cual hoja de pergamino. También se destacaba aquel carnoso labio superior deformado por la presencia de aquellos caninos más desarrollados.
Seguía intacto físicamente. Nada había cambiado en él desde nuestro último encuentro, dos años atrás y en circunstancias mucho más hostiles que ésta. En esos días yo le perseguía con intención de saber quien le había convertido. Y él escapó airosamente sin confesarlo nunca.

Silenciosos ambos, mirándonos fijamente. Más en el instante en que mis ojos se nublaron, perdiendo nitidez precisa mi mente no pudo evitar proyectar una peculiar escena.
Exactamente como en la realidad ambos yacíamos en aquel refinado transporte. Mis manos, ambas atrapadas por la fuerza sobre humana de aquel abalanzado sobre mi cuerpo evitando cualquier tipo de defensa o movimiento. El notorio contraste de nuestras temperaturas corporales generaba en el reflejo su rostro lo disfrutable y emocionante de aquella repentina cacería. Fugaz cuan flecha sus marfilados se clavaron en la piel de mi cuello y así engullía extasiado la templada sangre rubí que brotaba sin cesar de mi yugular mientras mi cuerpo lentamente recaía sobre el cuero del asiento, notando como aquel grito mudo proferido no cambiaría nada. Y él reía. Bebía, alimentándose fieramente de mí y reía. Su rostro comenzaba a tomar color nuevamente por unos instantes y su desalmado ser danzaba en el regocijo de escuchar por unos momentos el nuevo latir de su reseco corazón.

Me sonríe a medias tras observar aquella escena en mi cabeza gracias a las antañas habilidades adquiridas como inmortal. Pero sin duda ya es consciente de que aquel espectáculo plasmado psíquicamente es solo una fantasía, no puede ser llevada a cabo por dos razones de las cuales se percata antes de actuar. La primera; necesita información de mi parte, pues la Inquisición le busca sin descanso alguno por el atestiguado asesinato a una monja, vislumbrado con claridad por un joven monaguillo que le ha descrito sin error alguno. La segunda; notó desde hacer un par de instantes el brillo del vértice de la daga que se asoma bajo la manga de mi vestido y la cual sabe, no dudaría en utilizar al mínimo movimiento en falso de su parte hacia mi persona. No moriría en aquel arrebato, pero seguramente le jodería lo suficiente como para huir sin problema alguno.

*
El dialogo comenzó y las horas transcurrieron con él. Mi mente, mecanizada de una forma poco habitual para aquella entrevista trataba de absorber cada detalle y grabarlo en mi memoria, ya que no se me había dado el permiso para documentar lo hablado.
Pude enterarme de cómo había sobrevivido estos dos años en Rumania, donde fue refugiado por una familia de granjeros, a los que no tardo en asesinar por el maldito instinto animal que decía abordarle cuando no se alimentaba por largos periodos de tiempo. Volvió a Paris tras escapar a su ejecución por las muertes causadas, esperando su eterno amor, aquel que le había convertido le diera refugio y protección para así tener una temporada de paz. Pero las puertas estaban cerradas para su llegada y gracias a eso, ahora me entregaba el nombre del vampiro. Jamás olvidaría ese nombre, me lo prometí. Ansiaba conocerle desde hace mucho, pues estaba segura de que su longevidad se extendía por muchos periodos de la historia que todos conocemos a través de los libros. Él lo había vivido y mi interior moría por escucharle, más supe esconder esa ansiedad frente su hijo despechado para no crearme inconvenientes.

Cumplí con mi parte y advertí en donde le buscarían. Y hasta me atreví a confesarle la residencia de un miembro de la Inquisición solamente para que lo sacase de mi camino. Me había prometido a mi misma que todo aquel que estorbase en mis planes sería ofrendado como alimento para aquellos que cooperaban en mi avance.
Tras un intercambio fructífero para ambas partes solicite marcharme y no ser contactada por un buen tiempo. Mi petición fue amablemente aceptada entre augurios de éxito y bienestar.

Pose mis tacones nuevamente en el suelo y noté como la Luna seguía allí, vigilando mi regreso a casa, más justo antes de bajar la vista hacia las calles una sorpresiva aparición me saco de sí, alterándome levemente.
A toda marcha se dirigían numerosos agentes de la policía en busca de alguien, agitados entre zancadas y gritos de aviso para no perder de vista a su objetivo. Fruncí los labios, entrecerrando la vista, como suplicando concentración en medio de aquel barullo en una zona inesperada.
“ Casiopea, Héctor, Sophitia, Helena, John, Danil, Fresia y hasta el pequeño Dervos están durmiendo serenamente ahora, con las mejillas lavadas y arropados por las frazadas” sentencie en mi mente recordando a cada uno de aquellos ángeles huérfanos y sus sonrisas siempre presentes sin importar lo difícil de su día a día.
Muerdo mi lengua molesta y sin pensarlo dos veces salgo en veloz carrera tras aquellos policías. Tratando de ser algo disimulada les sigo desde la acera de enfrente, mas su completo abocamiento en tratar de alcanzar a su presa no les deja espacio siquiera para notarme a mí, corriendo y sujetando con ambas manos la pesada tela de mi falda a fines de no caerme ridículamente.

Miraban hacia arriba y no contemplaban el cielo ¿Su prófugo volaba acaso? La respuesta me la dio él mismo, cuando mis ojos le vieron alzarse en el aire cuan ave etérea y mágica desplegando sus alas, arropado por la misma luz plateada que me acompaña. Todo aquel grupo de músculos tensos hacia sin duda de aquel hombre un ser imposible de alcanzar por aquellos agentes ahogados en su propio aliento, poseedores de más experiencias y conocimiento en cuanto cateo de vinos que en persecuciones.

Solo Meridos podría ser capaz de aquella hazaña suicida por unos cuantos francos que le dejasen comer algo a la mañana junto a los niños.
Comencé preocupada a meterme entre las angostas calles buscando rastro de ese hombre sin igual.
En pleno movimiento sonrío al pensar que si no le conociese tanto así como para haber escuchado el latir de su corazón tantas veces recostada sobre su desarrollado pecho, creería que él es otra alma inmortal. Y que ahora escapa de su último crimen, tras haber desangrado a su víctima frente a los ojos de aquellos policías. Sin temor, sin remordimiento alguno.
¡Ay! Pero aquello era muy distante a la realidad de aquel admirado hombre que tanto aprecio, que tanto amo secretamente. Su inmenso corazón jamás podría comparársele con un alma vacía y egoísta. Meridos es todo de sí para los demás y solamente un poco para él.

-¡Adoración mía! ¿En qué lio te has sumergido ahora?- le pregunto acercándome a la pila de alfalfa donde le vislumbro agotado y herido, pronunciado mi nombre. En gesto ingenuo tomo mi pañuelo para limpiarle el hinchado rostro y observarle. Le abrazo fuerte y agradezco que esté vivo aun, que respire. Mi olfato se inunda en aquel sudor impregnado de emoción y aventura. Le miro nuevamente agobiada por no saber el dónde empezar. Está hecho un desastre. Pero ahí estoy para ayudarle, para protegerle. Para hacerle recuerdo que todo estará bien.

Con ambos brazos extendidos le invito a ayudarle a reincorporarse. Notó la botella que le acompaña y muerdo mi labio inferior para no insultarlo “¿Acaso la maldita nostalgia te ha dejado así? Ay mi preciado Meridos ¿Acaso no alcanza acarrear tu dolido corazón cada noche para no desearte más castigos?” pensé sabiendo que nunca me contestaría aquellas palabras con la respuesta que deseaba. Ahora solo queda ayudarle, sanar sus heridas y verle descansar entre mis brazos. Y hacerle recuerdo que nada se desmoronará. Que todo estará bien.


Thorna Shapplin1
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