AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Redención (+18). | Privado.
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Redención (+18). | Privado.
“Es difícil luchar contra un enemigo cuando el enemigo es la mujer a la que amas.”
Una intensa lluvia azotaba a París cuando Târsil decidió poner fin a ese suplicio, él no vio como impedimento el que las calles estuvieran cubiertas de lodo, o que las tuberías estuvieran tan saturadas al grado de que el agua había empezado a estancarse en las calles provocando una grave inundación en ciertos sectores de la ciudad. No tuvo precaución alguna ni le importó ver como sus pantalones se cubrían de ese barro negro que le llegaba hasta arriba del tobillo, lo que quería lo conseguiría, así estuviera desatando un diluvio universal. Se le veía andar por la calle, con su ya cotidiana gabardina negra que lucía aún más oscura a causa del agua que lo cubría por completo, sus pasos se habían convertido en zancadas y en ningún momento se le notó dudoso del camino que seguía porque estaba seguro de que era el correcto; un espía como él no podía haberse equivocado. Se dirigía hasta el sitio que supuestamente era el hogar de Jîldael, la Cambiaformas a la que se había cansado de maldecir noche y día pero a la que se moría ganas de ver aunque no pudiese aceptarlo. El rostro de Târsil parecía molesto y en efecto lo estaba, le molestaba tener que sucumbir ante sus emociones -esas que se empeñaba en no mostrar jamás-, sus pasiones, ante esa humanidad de la que no podía deshacerse; le molestaba tener que ser él quién tomara la iniciativa de buscarla cuando había sido él precisamente quién le había hablado de aquella manera, denigrándola, exigiéndole que no volviera a buscarlo e incluso amenazándola de muerte. ¿Con qué cara la buscaba ahora?, ¿qué excusa barata pondría de por medio para justificar esas ansias locas por poder verla por lo menos un instante?
Cuatro largos meses habían pasado desde aquella vez que la había visto abandonar la pequeña y humilde cabaña que estaba perdida en el bosque, miles habían sido las veces que había asistido a ese lugar con la esperanza de encontrarla, pero nulos habían sido los encuentros que se habían suscitado. Noches enteras las había pasado en vela recordando aquellos besos, aquellas caricias, aquella voz pidiéndole amarla y hasta ahora se había decidido a hacer algo al respecto. No había excusa que valiera, él había tenido siempre el poder de encontrarla, a eso se dedicaba, a espiar, a perseguir, era un maestro del acecho, pero se había reprimido a sí mismo de la manera más cruel pensada. Cada vez que había sentido el loco impulso de buscarla se había abofeteado a sí mismo hasta entrar en razón, cada vez que había sentido esa urgencia del tacto de su cuerpo la había saciado con alguna otra mujer; pero de nada había servido, a ella la tenía tatuada en la mente, en el cuerpo entero y prefería no pensar en nada hasta que hubiese llegado a su destino, de lo contrario sabía que fácilmente podía darse media vuelta y abandonar lo que planeaba.
Al llegar a su destino se quedó de pie frente a esa enorme casa que se abría paso frente a sus ojos. Una vez más supo que ese era el momento justo de anunciar la retirada, era ahora o nunca. Dio varios pasos al frente y llegó hasta la puerta, alzó la mano y cuando estuvo a punto de tocar el timbre de la puerta de sintió como un completo idiota. ¡¿Qué diablos hacía allí?!, ¡¿qué pretendía?! Se quedó inmóvil, congelado con los brazos a los costados y la lluvia empapando aún más sus ropas, su cabeza, el rostro lo tenía empapado; miles de gotas trasparentes le habían impregnado el rostro. «Hazlo, hazlo de una vez», se exigió a sí mismo pero un poder más grande que él le impedía moverse: el orgullo.
Târsil Valborg- Inquisidor Clase Media
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Fecha de inscripción : 10/10/2011
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Re: Redención (+18). | Privado.
“El hombre que nada teme es tan fuerte como el que es temido por todo el mundo.”
Otto von Bismark.
Otto von Bismark.
El antiguo de reloj de péndulo que gobernaba el rico salón de estar, se aproximaba a marcar las cinco de la mañana cuando un grito retumbó por toda la enorme casa. La silueta de una mujer atravesó presurosa la elegante escalera y se deslizó por la puerta doble de alerce que separaba la biblioteca del resto del edificio. Un sudor frío recorría el espinazo femenino, alrededor de cuyo perlado rostro, el cabello se pegaba acentuando la belleza de sus facciones, ahora comprimidas en una mueca de miedo.
Jîldael, en efecto, llevaba ya varias semanas sin poder conciliar el sueño. Agotada por la última pesadilla, se dejó caer en uno de los sillones de estilo árabe que había en la sala y se ovilló como una chiquilla, buscando dormir de nuevo. En tanto, Charles Noir, que ya se había acostumbrado a tales sucesos, se levantó con presteza y preparó una taza de leche con hojas de naranja y azúcar, que llevó rápidamente a donde ella se encontraba. La muchacha cogió la taza, la bebió y, como siempre, desde que era niña, apoyó su cabeza en el regazo de su viejo Maestro.
– Gracias por cuidarme, “Zorro”. – murmuró, antes de sumirse en un tranquilo sueño, mientras sus manos rodeaban cariñosamente su vientre.
Las horas pasaron rápidas, pero el tinte del cielo prácticamente no cambió. Los gruesos nubarrones dieron paso, a media mañana, a un temporal como pocas veces se veía en esa época del año, pero cuatro meses era demasiado tiempo y Jîldael decidió romper el encierro al que se había sometido tan voluntariamente.
Después de bañarse, se descubrió eligiendo ropa interior que la hiciera lucir hermosa, aunque nadie tuviera oportunidad de apreciarla. En esos segundos, en los que se distrajo, los recuerdos volvieron a ella violentamente y fue tan real como si él mismo estuviera allí, besándola y tocándola otra vez. Cerró los ojos, agitó la cabeza y dio un portazo a su armario, todo lo cual le permitió recuperar la poca cordura que le quedaba. Volvió a concentrarse en su salida y eligió un hermoso vestido de franela, forrado con chiporro, de un verde botella que hacía resaltar el color de sus ojos; tomó unas botas a juego y se enfundó en un largo abrigo que Charles le había traído desde Rusia que a ella le fascinaba por la capucha que tenía y que le permitía protegerse de la lluvia y el frío.
Poco después del desayuno, desapareció, sin dar mayores señales de su destino, pues ni ella misma sabía a dónde se dirigiría. Mientras dejaba que sus pies la llevaran sin rumbo fijo, dejó, por fin, que sus recuerdos aflorasen sin tapujos ni temores.
***
Corrió ese día, sin descanso, como alma que llevaba el demonio, hasta que la seguridad de su hogar la acogió, sin reproches, sin enojos y con la misma infinita paciencia que siempre le había tenido a ella. Sin embargo, las cosas no mejoraron con el paso de los días. Jîldael perdió la agresiva vivacidad que siempre la caracterizó; para ser una mujer que amaba la libertad de pronto se volvió sospechosamente casera y arisca. Perdió el apetito y unas ojeras cada vez más marcadas aparecieron bajo sus ojos, dándole un aspecto demacrado y enfermizo; el dolor muscular se hizo un estado permanente en ella y se intensificó con el paso del tiempo. Se hizo costumbre para Charles entrar en su cuarto y descubrir que se había pasado toda la noche llorando en silencio; las pocas amistades que tenía dejaron de visitarla porque Jîldael, melancólica y apagada, no mostraba ningún interés en reanudar su vida social; hasta el deseo de vengar a su padre parecía haber desaparecido... todo lo que ella era parecía haber muerto después de su encuentro con Valborg, como si, de algún modo, él hubiera descubierto cómo vencerla desde dentro de ella misma.
Dos meses después, la situación se hizo insostenible y, sin miramiento alguno, Charles la arrancó de su cama y la arrastró al único médico de confianza que tenían para que la revisara y la sacara de una vez por todas de aquel peligroso estado de melancolía al que ella se amarraba con uñas y dientes. Sir Kirke la recibió con una sonrisa de comprensión y la guió a un privado en donde la joven descubrió que le resultaba muy sencillo hablar con el médico, contarle todo lo ocurrido y dejarse revisar por él; estuvieron algo más de una hora en su revisión, pero ella apenas si notó el tiempo. Incluso se atrevió a pensar que las cosas irían mejor... hasta que el médico le entregó el diagnóstico de su malestar y su mundo terminó de derrumbarse, pero Charles se comportó como un verdadero padre y logró que Jîldael viera el inmenso tesoro que era la noticia recibida, que recuperase los deseos de vivir y que toda su voluntad regresara con el mismo ímpetu decidido que siempre la había caracterizado.
Se recuperó muy rápido, volvió a su agitada vida de siempre; de vez en cuando, se perdía con su forma felina y enloquecía a los inexpertos Cazadores que trataban de escribir “gloria” con su sangre. Siguió reuniendo pruebas para hallar a los culpables de su orfandad, se reencontró con sus pocos y leales amigos... Y su vida cambió.
***
Pero, hasta ese día en particular, siempre puso especial cuidado de no cruzarse con Târsil Valborg. Jamás, en todo ese tiempo, se le cruzó por la cabeza que la funesta advertencia pronunciada por el Inquisidor fuera una mentira que su orgullo de macho alfa esgrimió para no sucumbir ante ella. Cuatro meses atrás, salió totalmente convencida de que él la mataría si ella llegaba a buscarlo; en efecto, parecía una verdadera espada de doble filo, porque precisamente el no buscarlo casi la mató, pero ya no tenía el lujo de echarse a morir y, conforme los días y las semanas pasaron, aprendió a evitar los lugares que él frecuentaba y, sobre todo, jamás volvió a internarse en el bosque... hasta hoy.
Sin darse cuenta, mientras su cabeza se perdía en los recuerdos de cuatro largos meses, sus pies la traicionaron llevándola al lugar en donde todo había comenzado. Su corazón estuvo a punto de reventarse del solo miedo de encontrarlo allí, pero la choza estaba completamente vacía; sin embargo, no llegó a cruzar el umbral; supo que no habría soportado el violento realismo que su pasado seguía teniendo entre esas paredes y, con la misma rapidez de la vez anterior, abandonó la casucha, presurosa de volver a la seguridad de su mansión.
Evitó todo contacto con la ciudad y con los Cazadores e Inquisidores que se movían por las zonas más solitarias. Tuvo cuidado de no dejar huellas, aunque el esfuerzo era innecesario, la lluvia no sólo la empapó completamente, y el viento azotó sus cabellos una y otra vez, sino que ambos borraron todo registro de su paso; aquel día ningún perseguidor habría podido atraparla.
Ninguno, excepto Târsil Valborg, quien parecía una estatua esculpida a la entrada de su hogar. Un golpe de adrenalina le recorrió todo el cuerpo y tuvo que reprimir el impulso de transformarse en pantera; ya no se trataba solo de ella, así que se forzó a serenar sus violentos impulsos, cosa que logró por muy poco. Lo que no pudo evitar fue llevarse las manos a su vientre y rodearlo con gesto protector, pues el pequeño bultito, que ya empezaba a notarse, parecía haber percibido la presencia del Valborg y, nervioso, no dejaba de saltar; una sonrisa triste se dibujó en el semblante de Jîldael y unas cuantas lágrimas se mezclaron con el agua del temporal; se sobrepuso a sus emociones tan frágiles e inestables, y una actitud fiera la llenó de valor y la decidió a enfrentarlo:
– ¡¿Qué buscáis aquí, Inquisidor?! – le gritó furiosa – Ya tuvisteis la oportunidad de matarme y decidisteis desaprovecharla... Os aseguro que si vuestra intención es retarme a duelo, no os daré la más mínima ventaja, sabedlo bien... Hablad pronto o enfrentad a vuestra enemiga. – le advirtió y, esforzándose porque su bultito no la delatara, adoptó la posición de defensa que tan bien le había enseñado su Maestro.
Una cosa era cierta: volver a verlo fue un golpe bajo que no esperaba, pues descubrió que seguía amándolo con la misma fiera locura de cuatro meses atrás..., pero ahora ya no se trataba sólo de él.
Aunque Târsil nunca lo supiera, fue él quien le dio motivos a Jîldael para no rendirse, fue él quien le obsequió la mayor felicidad que tuvo en mucho tiempo, pero también aumentó el peligro que la rodeaba y que venía precisamente de él, el más letal y certero de todos los Inquisidores conocidos.
Era definitivo, si quería salvar la vida de su hijo, debería luchar contra el padre... que, al mismo tiempo, era el hombre que tanto amaba.
***
Jîldael, en efecto, llevaba ya varias semanas sin poder conciliar el sueño. Agotada por la última pesadilla, se dejó caer en uno de los sillones de estilo árabe que había en la sala y se ovilló como una chiquilla, buscando dormir de nuevo. En tanto, Charles Noir, que ya se había acostumbrado a tales sucesos, se levantó con presteza y preparó una taza de leche con hojas de naranja y azúcar, que llevó rápidamente a donde ella se encontraba. La muchacha cogió la taza, la bebió y, como siempre, desde que era niña, apoyó su cabeza en el regazo de su viejo Maestro.
– Gracias por cuidarme, “Zorro”. – murmuró, antes de sumirse en un tranquilo sueño, mientras sus manos rodeaban cariñosamente su vientre.
Las horas pasaron rápidas, pero el tinte del cielo prácticamente no cambió. Los gruesos nubarrones dieron paso, a media mañana, a un temporal como pocas veces se veía en esa época del año, pero cuatro meses era demasiado tiempo y Jîldael decidió romper el encierro al que se había sometido tan voluntariamente.
Después de bañarse, se descubrió eligiendo ropa interior que la hiciera lucir hermosa, aunque nadie tuviera oportunidad de apreciarla. En esos segundos, en los que se distrajo, los recuerdos volvieron a ella violentamente y fue tan real como si él mismo estuviera allí, besándola y tocándola otra vez. Cerró los ojos, agitó la cabeza y dio un portazo a su armario, todo lo cual le permitió recuperar la poca cordura que le quedaba. Volvió a concentrarse en su salida y eligió un hermoso vestido de franela, forrado con chiporro, de un verde botella que hacía resaltar el color de sus ojos; tomó unas botas a juego y se enfundó en un largo abrigo que Charles le había traído desde Rusia que a ella le fascinaba por la capucha que tenía y que le permitía protegerse de la lluvia y el frío.
Poco después del desayuno, desapareció, sin dar mayores señales de su destino, pues ni ella misma sabía a dónde se dirigiría. Mientras dejaba que sus pies la llevaran sin rumbo fijo, dejó, por fin, que sus recuerdos aflorasen sin tapujos ni temores.
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Corrió ese día, sin descanso, como alma que llevaba el demonio, hasta que la seguridad de su hogar la acogió, sin reproches, sin enojos y con la misma infinita paciencia que siempre le había tenido a ella. Sin embargo, las cosas no mejoraron con el paso de los días. Jîldael perdió la agresiva vivacidad que siempre la caracterizó; para ser una mujer que amaba la libertad de pronto se volvió sospechosamente casera y arisca. Perdió el apetito y unas ojeras cada vez más marcadas aparecieron bajo sus ojos, dándole un aspecto demacrado y enfermizo; el dolor muscular se hizo un estado permanente en ella y se intensificó con el paso del tiempo. Se hizo costumbre para Charles entrar en su cuarto y descubrir que se había pasado toda la noche llorando en silencio; las pocas amistades que tenía dejaron de visitarla porque Jîldael, melancólica y apagada, no mostraba ningún interés en reanudar su vida social; hasta el deseo de vengar a su padre parecía haber desaparecido... todo lo que ella era parecía haber muerto después de su encuentro con Valborg, como si, de algún modo, él hubiera descubierto cómo vencerla desde dentro de ella misma.
Dos meses después, la situación se hizo insostenible y, sin miramiento alguno, Charles la arrancó de su cama y la arrastró al único médico de confianza que tenían para que la revisara y la sacara de una vez por todas de aquel peligroso estado de melancolía al que ella se amarraba con uñas y dientes. Sir Kirke la recibió con una sonrisa de comprensión y la guió a un privado en donde la joven descubrió que le resultaba muy sencillo hablar con el médico, contarle todo lo ocurrido y dejarse revisar por él; estuvieron algo más de una hora en su revisión, pero ella apenas si notó el tiempo. Incluso se atrevió a pensar que las cosas irían mejor... hasta que el médico le entregó el diagnóstico de su malestar y su mundo terminó de derrumbarse, pero Charles se comportó como un verdadero padre y logró que Jîldael viera el inmenso tesoro que era la noticia recibida, que recuperase los deseos de vivir y que toda su voluntad regresara con el mismo ímpetu decidido que siempre la había caracterizado.
Se recuperó muy rápido, volvió a su agitada vida de siempre; de vez en cuando, se perdía con su forma felina y enloquecía a los inexpertos Cazadores que trataban de escribir “gloria” con su sangre. Siguió reuniendo pruebas para hallar a los culpables de su orfandad, se reencontró con sus pocos y leales amigos... Y su vida cambió.
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Pero, hasta ese día en particular, siempre puso especial cuidado de no cruzarse con Târsil Valborg. Jamás, en todo ese tiempo, se le cruzó por la cabeza que la funesta advertencia pronunciada por el Inquisidor fuera una mentira que su orgullo de macho alfa esgrimió para no sucumbir ante ella. Cuatro meses atrás, salió totalmente convencida de que él la mataría si ella llegaba a buscarlo; en efecto, parecía una verdadera espada de doble filo, porque precisamente el no buscarlo casi la mató, pero ya no tenía el lujo de echarse a morir y, conforme los días y las semanas pasaron, aprendió a evitar los lugares que él frecuentaba y, sobre todo, jamás volvió a internarse en el bosque... hasta hoy.
Sin darse cuenta, mientras su cabeza se perdía en los recuerdos de cuatro largos meses, sus pies la traicionaron llevándola al lugar en donde todo había comenzado. Su corazón estuvo a punto de reventarse del solo miedo de encontrarlo allí, pero la choza estaba completamente vacía; sin embargo, no llegó a cruzar el umbral; supo que no habría soportado el violento realismo que su pasado seguía teniendo entre esas paredes y, con la misma rapidez de la vez anterior, abandonó la casucha, presurosa de volver a la seguridad de su mansión.
Evitó todo contacto con la ciudad y con los Cazadores e Inquisidores que se movían por las zonas más solitarias. Tuvo cuidado de no dejar huellas, aunque el esfuerzo era innecesario, la lluvia no sólo la empapó completamente, y el viento azotó sus cabellos una y otra vez, sino que ambos borraron todo registro de su paso; aquel día ningún perseguidor habría podido atraparla.
Ninguno, excepto Târsil Valborg, quien parecía una estatua esculpida a la entrada de su hogar. Un golpe de adrenalina le recorrió todo el cuerpo y tuvo que reprimir el impulso de transformarse en pantera; ya no se trataba solo de ella, así que se forzó a serenar sus violentos impulsos, cosa que logró por muy poco. Lo que no pudo evitar fue llevarse las manos a su vientre y rodearlo con gesto protector, pues el pequeño bultito, que ya empezaba a notarse, parecía haber percibido la presencia del Valborg y, nervioso, no dejaba de saltar; una sonrisa triste se dibujó en el semblante de Jîldael y unas cuantas lágrimas se mezclaron con el agua del temporal; se sobrepuso a sus emociones tan frágiles e inestables, y una actitud fiera la llenó de valor y la decidió a enfrentarlo:
– ¡¿Qué buscáis aquí, Inquisidor?! – le gritó furiosa – Ya tuvisteis la oportunidad de matarme y decidisteis desaprovecharla... Os aseguro que si vuestra intención es retarme a duelo, no os daré la más mínima ventaja, sabedlo bien... Hablad pronto o enfrentad a vuestra enemiga. – le advirtió y, esforzándose porque su bultito no la delatara, adoptó la posición de defensa que tan bien le había enseñado su Maestro.
Una cosa era cierta: volver a verlo fue un golpe bajo que no esperaba, pues descubrió que seguía amándolo con la misma fiera locura de cuatro meses atrás..., pero ahora ya no se trataba sólo de él.
Aunque Târsil nunca lo supiera, fue él quien le dio motivos a Jîldael para no rendirse, fue él quien le obsequió la mayor felicidad que tuvo en mucho tiempo, pero también aumentó el peligro que la rodeaba y que venía precisamente de él, el más letal y certero de todos los Inquisidores conocidos.
Era definitivo, si quería salvar la vida de su hijo, debería luchar contra el padre... que, al mismo tiempo, era el hombre que tanto amaba.
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Última edición por Jîldael Del Balzo el Dom Nov 25, 2012 3:40 pm, editado 6 veces
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 09/09/2011
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Re: Redención (+18). | Privado.
“No hay nada que no sería capaz de hacer por ti, excepto doblegarme.
El orgullo lo tengo desde siempre, a ti apenas te conozco.”
El orgullo lo tengo desde siempre, a ti apenas te conozco.”
El cuerpo de Târsil siguió tan rígido como una roca, incapaz de moverse se limitó a observar el lugar que fungía como hogar de la Cambiaformas. Nunca antes había presenciado aquel sitio, a sus manos habían llegado datos específicos que lo hubiesen guiado hasta el lugar de haber querido visitarlo antes, pero como ya era bien conocido en él, se había negado a hacerlo, caprichoso y abnegado se había resistido a ese deseo que lo había consumido por noches enteras.
No prestó atención a la tormenta que caía sobre él, poco le importaba si sus pies se hundían en la mullida tierra o si pescaba el resfriado del siglo, la idea de estar a tan sólo unos cuantos metros de volver a verla lo hacía sentir excitado y maldito, todo al mismo tiempo. Las ganas de verla eran tan incontenibles, tan arrebatadoras que era imposible que no se sintiera temeroso y traicionado, traición que él mismo se hacía, pues había sido él quién había jurado no volver a buscarla y era él mismo quién rompía esa promesa. ¡Cuántos errores había cometido ese día! De haber tenido la oportunidad se habría arrancado la lengua, esa era la solución a su maldito problema: hablar siempre de más, jamás medir sus palabras. Ahora el destino le jugaba chueco, le daba una lección que fácilmente podía ser comparada con una patada en la entrepierna.
Se quedó helado y su corazón latió salvajemente cuando escuchó que alguien se acercaba, y sintió tanto temor de que fuese ella que no tuvo el valor de girarse para corroborarlo. Su desarrollada intuición de Inquisidor lo alertó y sacó sus conclusiones. Ahora ya no tenía escapatoria. Ahora ya no tenía oportunidad de darse media vuelta, abandonar su cometido y retirarse sin quedar como un completo imbécil. Ahora tenía que enfrentarla, atreverse a mirarla a los ojos y lidiar con la angustia de verla odiarlo. Ahora tendría que soportar escucharla echarlo de su vida como estaba seguro que haría.
— No he venido a enfrentarte. — Respondió a su acusación sin dejar de darle la espalda. En efecto, estaba actuando como un verdadero cobarde. La lluvia arreció y el viento le azotó el rostro, Târsil entrecerró los ojos y abrió la boca, lamió sus gruesos labios y buscó en su mente las palabras justas que pudieran sacarlo de aquel apuro. Pero fue en vano. No había palabras que pudieran justificar lo que había hecho, lo que estaba haciendo, lo que estaba por hacer. Tenía tantas cosas por decir y era incapaz de expresarlas. — No sé por qué estoy aquí. — Hacerse el idiota era el método más utilizado por aquellos que medrosos se niegan a enfrentar las consecuencias de actos, y Târsil no era la excepción.
Tomó aire y al fin se a atrevió a girar su cuerpo, la miró de frente como no había hecho en todo ese tiempo y su cuerpo se sacudió ante aquella mirada felina y amenazadora. Por primera vez Târsil se sintió indefenso, como un cachorro abandonado a medio de la nada; no había nada que él pudiera hacer para ignorar la forma en la que Jîldael le estaba observando; le dolía en el alma tener que descifrar los sentimientos que se hacían nudo de aquel cuerpo que había sido suyo en aquella casucha. Temía saber con exactitud a qué grado ella lo detestaba, prefería seguir con esa duda, imaginándolo, dudando, sacando tal vez conclusiones falsas.
— Yo… — La saliva recorrió su garganta y por un momento un molesto zumbido se instaló en su oído derecho, haciéndolo perder momentáneamente la audición, ambas cosas claros signos de su nerviosismo. No importaba cuánto se esforzara, jamás se atrevería a decirlo, aunque por momentos pareciera estar ganando la batalla, su propia batalla. Sintió que la cabeza comenzaba a dolerle de puro bochorno y una náusea hizo acto de presencia en su estómago. Era hora de anunciar la retirada ante esa misión que claramente era imposible. Sería la primera que dejaría a medias, la primera que abandonaría. — Olvídalo. — Se apresuró a decir y resignado se convenció de que aquello había sido el peor de los errores que había cometido en toda su vida, excluyendo aquella noche en la que había hecho suya a la mujer que veían sus ojos, por supuesto.
Sus pies se despegaron del suelo blando y se puso en marcha. Cuando pasó a un lado de la joven ni siquiera le dedicó una nueva mirada, avanzó derrotado por el mismo camino que lo había llevado hasta ella, pero mientras lo hacía algo lo hizo detenerse en seco. Se quedó de pie, con la lluvia cayéndole por el rostro, meditando sobre lo que acababa de ver y escuchar. Estaba seguro de que algo estaba pasando por alto, algo que había observado y que por distracción había dejado de lado. Sus ojos inquisidores se entrecerraron en señal de análisis y por algunos instantes se perdió en sus propios pensamientos. Su semblante cambió cuando pareció haber encontrado alguna respuesta. Se giró lentamente y sin abrir completamente los ojos la miró con un aire de preocupación y terror. Los ojos azules bajaron y se clavaron en las manos de Jîldael, que insistentemente rodeaban su vientre. Târsil no había notado ese pequeño detalle minutos antes y ahora una idea horripilante se apoderaba de él. Temía lo peor.
— Dime que no es lo que estoy pensando. — No era una amenaza, pero se notaba claramente en su forma de expresarlo que deseaba con el alma que ella lo liberara de aquella idea. Nunca antes había deseado tanto el que ella le hablara, necesitaba oír su voz, negándole aquella descabellada teoría. Pero no importaba lo que ella pudiera decirle, sabía de antemano que si se lo negaba estaría mintiendo, él sabía lo que estaba pasando: Jîldael esperaba un hijo. La náusea en su estómago se intensificó al grado de que sintió deseos de vomitar, la sola idea de imaginar que ese niño podía ser suyo no lo dejaba tranquilo. — ¿De quién es ese niño? — Preguntó con más ferocidad en la voz y en la mirada, el Târsil de siempre había vuelto. Al no obtener respuesta se apresuró a ella, acercándose la tomó de los hombros y la sacudió exigiéndole una respuesta. — ¡Habla! — Gritó demandando una explicación, una que no se merecía después de haberla tratado como había hecho, como seguía haciéndolo. Era difícil saber qué lo hacía sentir peor: la idea de que ese niño era suyo o que podía ser de alguien más.
Ni siquiera él era consciente de lo que prefería escuchar.
Târsil Valborg- Inquisidor Clase Media
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Re: Redención (+18). | Privado.
“Muchas maravillas hay en el Universo; pero la obra maestra de la Creación es el corazón de una madre.”
Ernest Bersot.
Ernest Bersot.
Estaba segura de que él la había oído perfectamente, pero no comprendía su silencio, su quietud... ¿Acaso?... ¡No! ¡Aquello era demasiado ridículo, demasiado estúpido! ¿Sería posible que Târsil Valborg realmente experimentara esa clase de emociones, tan humanas, tan intensas? No verbalizó sus pensamientos, pero bajó la guardia al no ver respuesta de su parte. Por segundos, que le parecieron eternidades, él simplemente, no se movió. Finalmente, cuando la lluvia arreciaba y le impedía mantener la capucha en su sitio, el Inquisidor pareció despertar.
Tenerlo frente a sí fue volver al caos que había sido para ella, cuatro meses atrás. La estremeció de pies a cabeza y el recuerdo de sus besos, de su olor, de su atracción sexual –si es que alguna vez parecían olvidados– volvió en todo su esplendor, con la misma fuerza de un rayo. Y sin embargo, no era el mismo que casi la matara en aquella ocasión; no podía acertar el qué, pero Valborg era diferente y sus palabras lo confirmaron. Con qué cansancio la miraba, con qué abatimiento intentaba justificar su presencia; casi parecía que también había sufrido en ese tiempo, como si ella en verdad le hubiera hecho falta, pero no tuviera la capacidad de aceptarlo.
La felina bajó los brazos y relajó el espinazo que momentos antes casi se convertía en el de una pantera y lo miró, sin poder creer en sus palabras. Era imposible que alguien que la odiaba tanto pudiera necesitarla; creció con el odio amancillado en el corazón de la única persona que debería haberla amado, así que sabía perfectamente que aquellos que odian con el corazón no dan cabida a ningún otro sentimiento, jamás. ¿Por qué entonces su cazador estaba frente a ella, sin amenazar su vida o la de su hijo? Un suspiro de alivio se escapó de sus labios cuando comprendió que él no lo había notado.
La lluvia arreció de nuevo y le trajo el olor del macho frente a ella; seguía teniendo ese poder magnético sobre Jîldael, eso era algo que no podría cambiar jamás; con solo ponerle un dedo encima, ella habría estado rendida a sus pies, con una sola palabra, la habría convertido en su amante, pero nada de eso sucedió y la Cambiaformas agradeció al Cielo la retirada pacífica de su enemigo.
Demasiado pronto, como siempre, cantaba victoria.
Lo supo en el momento en que Târsil pasó a su lado e hizo un gesto instintivo, como si algo taladrase en su subconsciente, obligándolo a detenerse unos pasos más allá, como si adquiriera un conocimiento nuevo, como si percibiera de pronto algo que no había visto y que le llamaba particularmente la atención. Ella quiso girarse y evitar el contacto visual, pero su impulso protector la delató: las manos amarradas a su vientre, cuando el Inquisidor volteó a mirarla, fueron la prueba irrefutable de aquello que tanto deseaba esconder.
Por un instante, pensó en decirle la verdad. Que era el único hombre en su vida. Que un pequeño Valborg crecía dentro de ella. Pero las intenciones murieron en cuanto vio la expresión horrorizada adueñarse del rostro de Târsil, de su cuerpo, de sus palabras; todo en el varón gritaba la súplica muda de la negación; no necesitaba decirlo para que ella supiera que deseaba despertar de esa pesadilla... como si eso fuera posible para alguno de los dos. Sus palabras, al principio nerviosas, traían de vuelta al hombre que ella había conocido y amado desde cuatro meses antes. Una parte de sí se alegró cuando el Târsil de siempre volvía a tomar el control de la situación:
– ¿De quién es ese niño? – una mueca horrible torcía su faz, mientras la ferocidad de sus actos amenazaba de nuevo a la aristócrata. En un suspiro devoró la distancia que los separaba y con violentas sacudidas la conminaba a responderle, le exigía que se lo dijera... Por un segundo, su cercanía fue avasalladora y los recuerdos se revolcaron en el placer de torturarla con ese amor violento que Jîldael deseaba ahogar en el odio.
Sin embargo, no fue necesario recurrir a un sentimiento tan agrio; bastaba de la realidad misma para hacerla reaccionar: la expresión de Târsil, insondable y cruel y la fragilidad del hijo en su vientre la hicieron despertar de ese breve trance. Podría decirle la verdad, obviamente... Pero, ¿para qué? ¿Para facilitarle las cosas? ¿Para que se jactara de matar dos pájaros de un tiro? ¡No! Ella no le daría ese gusto jamás. Un expresión de fiereza cruzó el rostro de Jîldael, quien con una fuerza inusitada se liberó de su agarre, de un manotazo, y una risa de desprecio se dibujó en sus femeninos labios:
– ¡¿Qué?! ¿Acaso pensáis que sois el único hombre con que me revuelco? No sabía que follar con una Cambiaformas contara como medalla para vos. – le dijo sin asco, sin vergüenza, ocultando en el odio iracundo aquello que jamás se atrevería a decirle – Idos por donde vinisteis. La cría no es vuestra y el padre está por llegar. No creo que deseéis morir a manos de un león africano fuera de control, Inquisidor... – plasmó cada palabra con toda la burla y desprecio que pudo, aunque no los sintiera de verdad. Aunque lo cierto fuera que se moría por decirle que lo amaba y que aquel hijo había sido su regalo la única vez que tuvieron sexo y que ella lo adoraba precisamente por ser de él, no dejó que ni el más mínimo brillo de sus ojos transmitieran otra cosa que rabia, odio y desdén. Sabía demasiado bien que era una actriz consumada, aunque ello le rompiera su frágil y estúpido corazón – ¡¿Qué esperáis, imbécil?! ¡Largaos, mientras pod...! – el aire le faltó a la mitad de la frase y una mueca de dolor la obligó a sujetarse en su enemigo.
Una patada descomunal parecía querer partirla en dos; el feto, demasiado fuerte para cuatro meses, se revelaba contra su madre delatando la mentira a través de los golpes que azotaban el vientre de la mujer, doblándola por la mitad, amenazando con matarla si no hacía su confesión. Jîldael rió con amargura, era evidente que su hijo tendría el carácter del padre; ¡cuánto deseaba, por el Dios del Cielo, poder compartir esos pequeños descubrimientos con Târsil! Pero no lo hizo. Nunca supo de dónde sacó las fuerzas para ponerse de pie y, olvidada de todo, excepto del maldito y lacerante dolor, buscar el refugio en su hogar. Apenas si miró al Inquisidor cuando logró erguirse y caminar y poco le importaba si él se quedaba o se iba; lo único que cabía en su cabeza era detener el dolor. Su hijo necesitaba entender que era por ambos. Parecía que la cabeza le iba a estallar por el esfuerzo inútil de no gritar, pues más de un rugido se le escapó, mientras la lluvia se convertía en un diluvio que empapaba su cuerpo cada vez más frío y el dolor crecía a raudales impidiendo cualquier pensamiento coherente.
Una sacudida de alivio la revitalizó brevemente cuando al fin tocó la puerta tras la cual podría ponerse a resguardo. Logró abrirla de par en par, pese a que sus manos temblorosas se negaban a obedecer las órdenes más elementales; el viento y la lluvia se abalanzaron hacia el interior de la casona, inundando parte de la sala de estar, pero a la joven ya no le daban las fuerzas para intentar cerrarlas otra vez. En un esfuerzo supremo, logró quitarse el abrigo y arrojarlo al suelo, pero no fue capaz de llegar a su cuarto; apenas unos cuantos pasos más la obligaron a derrumbarse sobre uno de los sillones individuales de la sala, sobre el cual se recogió en posición fetal, rendida al suplicio que la atormentaba: era, sin saberlo, la presa más fácil del mundo, y había hecho enojar a uno de los cazadores más certeros de la Inquisición, sin embargo, la joven Del Balzo sólo podía pensar en su hijo y en la obligación indeclinable de protegerlo a costa de su vida. Envolvió a su bultito una vez más, tiritando de frío y dolor e intentó calmar la inaudita furia del nonato:
– Te lo ruego, bebé mío... Tu padre sólo querría tu muerte... Debes entenderlo: para que puedas vivir a salvo, Târsil Valborg jamás debe saber que eres su hijo. –
Si tan solo hubiera recordado cerrar la puerta.
***
Tenerlo frente a sí fue volver al caos que había sido para ella, cuatro meses atrás. La estremeció de pies a cabeza y el recuerdo de sus besos, de su olor, de su atracción sexual –si es que alguna vez parecían olvidados– volvió en todo su esplendor, con la misma fuerza de un rayo. Y sin embargo, no era el mismo que casi la matara en aquella ocasión; no podía acertar el qué, pero Valborg era diferente y sus palabras lo confirmaron. Con qué cansancio la miraba, con qué abatimiento intentaba justificar su presencia; casi parecía que también había sufrido en ese tiempo, como si ella en verdad le hubiera hecho falta, pero no tuviera la capacidad de aceptarlo.
La felina bajó los brazos y relajó el espinazo que momentos antes casi se convertía en el de una pantera y lo miró, sin poder creer en sus palabras. Era imposible que alguien que la odiaba tanto pudiera necesitarla; creció con el odio amancillado en el corazón de la única persona que debería haberla amado, así que sabía perfectamente que aquellos que odian con el corazón no dan cabida a ningún otro sentimiento, jamás. ¿Por qué entonces su cazador estaba frente a ella, sin amenazar su vida o la de su hijo? Un suspiro de alivio se escapó de sus labios cuando comprendió que él no lo había notado.
La lluvia arreció de nuevo y le trajo el olor del macho frente a ella; seguía teniendo ese poder magnético sobre Jîldael, eso era algo que no podría cambiar jamás; con solo ponerle un dedo encima, ella habría estado rendida a sus pies, con una sola palabra, la habría convertido en su amante, pero nada de eso sucedió y la Cambiaformas agradeció al Cielo la retirada pacífica de su enemigo.
Demasiado pronto, como siempre, cantaba victoria.
Lo supo en el momento en que Târsil pasó a su lado e hizo un gesto instintivo, como si algo taladrase en su subconsciente, obligándolo a detenerse unos pasos más allá, como si adquiriera un conocimiento nuevo, como si percibiera de pronto algo que no había visto y que le llamaba particularmente la atención. Ella quiso girarse y evitar el contacto visual, pero su impulso protector la delató: las manos amarradas a su vientre, cuando el Inquisidor volteó a mirarla, fueron la prueba irrefutable de aquello que tanto deseaba esconder.
Por un instante, pensó en decirle la verdad. Que era el único hombre en su vida. Que un pequeño Valborg crecía dentro de ella. Pero las intenciones murieron en cuanto vio la expresión horrorizada adueñarse del rostro de Târsil, de su cuerpo, de sus palabras; todo en el varón gritaba la súplica muda de la negación; no necesitaba decirlo para que ella supiera que deseaba despertar de esa pesadilla... como si eso fuera posible para alguno de los dos. Sus palabras, al principio nerviosas, traían de vuelta al hombre que ella había conocido y amado desde cuatro meses antes. Una parte de sí se alegró cuando el Târsil de siempre volvía a tomar el control de la situación:
– ¿De quién es ese niño? – una mueca horrible torcía su faz, mientras la ferocidad de sus actos amenazaba de nuevo a la aristócrata. En un suspiro devoró la distancia que los separaba y con violentas sacudidas la conminaba a responderle, le exigía que se lo dijera... Por un segundo, su cercanía fue avasalladora y los recuerdos se revolcaron en el placer de torturarla con ese amor violento que Jîldael deseaba ahogar en el odio.
Sin embargo, no fue necesario recurrir a un sentimiento tan agrio; bastaba de la realidad misma para hacerla reaccionar: la expresión de Târsil, insondable y cruel y la fragilidad del hijo en su vientre la hicieron despertar de ese breve trance. Podría decirle la verdad, obviamente... Pero, ¿para qué? ¿Para facilitarle las cosas? ¿Para que se jactara de matar dos pájaros de un tiro? ¡No! Ella no le daría ese gusto jamás. Un expresión de fiereza cruzó el rostro de Jîldael, quien con una fuerza inusitada se liberó de su agarre, de un manotazo, y una risa de desprecio se dibujó en sus femeninos labios:
– ¡¿Qué?! ¿Acaso pensáis que sois el único hombre con que me revuelco? No sabía que follar con una Cambiaformas contara como medalla para vos. – le dijo sin asco, sin vergüenza, ocultando en el odio iracundo aquello que jamás se atrevería a decirle – Idos por donde vinisteis. La cría no es vuestra y el padre está por llegar. No creo que deseéis morir a manos de un león africano fuera de control, Inquisidor... – plasmó cada palabra con toda la burla y desprecio que pudo, aunque no los sintiera de verdad. Aunque lo cierto fuera que se moría por decirle que lo amaba y que aquel hijo había sido su regalo la única vez que tuvieron sexo y que ella lo adoraba precisamente por ser de él, no dejó que ni el más mínimo brillo de sus ojos transmitieran otra cosa que rabia, odio y desdén. Sabía demasiado bien que era una actriz consumada, aunque ello le rompiera su frágil y estúpido corazón – ¡¿Qué esperáis, imbécil?! ¡Largaos, mientras pod...! – el aire le faltó a la mitad de la frase y una mueca de dolor la obligó a sujetarse en su enemigo.
Una patada descomunal parecía querer partirla en dos; el feto, demasiado fuerte para cuatro meses, se revelaba contra su madre delatando la mentira a través de los golpes que azotaban el vientre de la mujer, doblándola por la mitad, amenazando con matarla si no hacía su confesión. Jîldael rió con amargura, era evidente que su hijo tendría el carácter del padre; ¡cuánto deseaba, por el Dios del Cielo, poder compartir esos pequeños descubrimientos con Târsil! Pero no lo hizo. Nunca supo de dónde sacó las fuerzas para ponerse de pie y, olvidada de todo, excepto del maldito y lacerante dolor, buscar el refugio en su hogar. Apenas si miró al Inquisidor cuando logró erguirse y caminar y poco le importaba si él se quedaba o se iba; lo único que cabía en su cabeza era detener el dolor. Su hijo necesitaba entender que era por ambos. Parecía que la cabeza le iba a estallar por el esfuerzo inútil de no gritar, pues más de un rugido se le escapó, mientras la lluvia se convertía en un diluvio que empapaba su cuerpo cada vez más frío y el dolor crecía a raudales impidiendo cualquier pensamiento coherente.
Una sacudida de alivio la revitalizó brevemente cuando al fin tocó la puerta tras la cual podría ponerse a resguardo. Logró abrirla de par en par, pese a que sus manos temblorosas se negaban a obedecer las órdenes más elementales; el viento y la lluvia se abalanzaron hacia el interior de la casona, inundando parte de la sala de estar, pero a la joven ya no le daban las fuerzas para intentar cerrarlas otra vez. En un esfuerzo supremo, logró quitarse el abrigo y arrojarlo al suelo, pero no fue capaz de llegar a su cuarto; apenas unos cuantos pasos más la obligaron a derrumbarse sobre uno de los sillones individuales de la sala, sobre el cual se recogió en posición fetal, rendida al suplicio que la atormentaba: era, sin saberlo, la presa más fácil del mundo, y había hecho enojar a uno de los cazadores más certeros de la Inquisición, sin embargo, la joven Del Balzo sólo podía pensar en su hijo y en la obligación indeclinable de protegerlo a costa de su vida. Envolvió a su bultito una vez más, tiritando de frío y dolor e intentó calmar la inaudita furia del nonato:
– Te lo ruego, bebé mío... Tu padre sólo querría tu muerte... Debes entenderlo: para que puedas vivir a salvo, Târsil Valborg jamás debe saber que eres su hijo. –
Si tan solo hubiera recordado cerrar la puerta.
***
Última edición por Jîldael Del Balzo el Dom Nov 25, 2012 3:42 pm, editado 6 veces
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Localización : Junto a mi Maestre... aquí o allá...
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Re: Redención (+18). | Privado.
“Imaginarte en los brazos de otro me ha hecho darme cuenta
de las desquiciadas ganas que tengo de tenerte nuevamente en los míos.”
de las desquiciadas ganas que tengo de tenerte nuevamente en los míos.”
El Târsil agresivo y rabioso que solía ser, había regresado. Las sacudidas se intensificaron conforme ella empezó a hablar, presa de unos celos enfermizos decidió desquitarse con ella, olvidándose de pronto que ella estaba en un estado en el que debía guardar reposo y no exponerse a emociones demasiado fuertes, sobretodo cuando se eran tan negativas como las que estaba viviendo.
Cuando la escuchó hablar de aquella manera, dándole a entender que iba por la vida follándose a cuanto hombre se le cruzaba en el camino, casi sintió deseos de propinarle un golpe en la cara, pero afortunadamente se contuvo. Târsil podía ser un idiota sin modales, pero jamás había golpeado a una mujer y menos a una a la que amaba. En ese instante la soltó. Desvió la mirada y le dio la espalda, emitió un largo y gutural sonido desde sus entrañas y como si de una bestia descontrolada se tratase, inició una serie de movimientos feroces con las manos, con las piernas, con todo su cuerpo. Se golpeó en la cabeza una y otra vez en repetidas ocasiones, en señal de lo mucho que le pesaba haber tenido que conocerla, acostarse con ella, enamorarse de ella y no conforme con eso, estar allí, frente a ella haciendo el ridículo cuando ella misma estaba asegurando que ese hijo no era suyo. ¡Quería matarla!, ahora más que nunca deseaba hacerlo, tenía que luchar contra las latentes ganas de abalanzarse sobre ella, allí mismo donde se encontraban y rodear con sus grandes y fuertes manos el pequeño y escuálido cuello de la que había creído que correspondería a su amor. Se sentía tan traicionado y era el sentimiento mas ridículo que había sentido en toda su vida, porque ella no era nada suyo, tan sólo… ¡Agh! Volvió a emitir otro sonido gutural que gracias a fuerte sonido de la lluvia no se escuchó en toda la manzana.
Entonces, ciego de celos decidió que haría exactamente lo que ella le había planteado: se quedaría, enfrentaría al imbécil que se la había arrebatado, al imbécil que la había preñado. No le tenía miedo, le arrancaría la cabeza, aunque fuera el más feroz de los leones africanos; defendería lo que era suyo…o mejor dicho, lo que ya era de alguien más, pero que él seguía considerando suyo. Intentó calmarse pero fue imposible, los truenos arreciaron en los cielos, tan fieros como los sentimientos del Insquisidor en esos instantes. La lluvia arreciaba cada vez más, anunciando que en efecto, ese sería el diluvio del siglo, pero a Târsil, que era tan terco, poco le importaba el clima, si tenía que regresar nadando a casa o incluso si se ahogaba en el intento. Ya nada le importaba, nada. Saber que el niño no era suyo no lo había tranquilizado ni había sido mejor que haber escuchado lo contrario.
Ignoró como Jîldael le exigía que se largara, la miró con odio y desprecio. Deseó con el alma poder ser tan cruel como había sido ese día en la cabaña y decirle cuánto la detestaba, que sólo deseaba su muerte y la del crío. Pero habría mentido, porque nada de eso era cierto, Târsil no deseaba la muerte de ninguno de ellos y mucho menos la de ella. ¡De verdad quería odiarla, pero oh, pero cuánto le adoraba! Sonrió con amargura por lo absurdo de la situación. En ese instante decidió hacer lo mejor para todos: irse, largarse para siempre. Dio media vuelta, no sin antes dedicarle una última mirada a la que tanto adorada. No fue una mirada llena de odio, fue una llena de dolor; era la despedida, su despedida. Se giró y comenzó a caminar por donde había llegado, pero el sonido de la mujer partiéndose de dolor le hizo alertarse y abandonar esa idea. Târsil la miró con el ceño fruncido a causa de la preocupación, se acercó a ella casi corriendo cuando la vio a punto de caer de rodillas; tuvo deseos de preguntarle si se encontraba bien, de tomarla entre sus brazos y conducirla hasta el interior de la casa, pero ella, que siempre había sido una mujer fuerte e independiente, demostró una vez más que el no le hacía falta, cuando por sí sola se arrastró hasta la puerta de la residencia y se refugió de la lluvia. Târsil la siguió en silencio, como un perro fiel habría hecho. La observó desde afuera, se sintió ajeno a todo aquello. Nada tenía que hacer ya allí, pero algo le impedía marcharse. La observó durante algunos momentos, vio como esta se aferraba con devoción a su hijo y al presenciar esa escena se sintió el hombre más sucio y vil del mundo. Dispuesto a marcharse y dejarla en paz, le dedicó una última mirada, una que ella no pudo ver, pero que seguramente le habría gustado. En ese instante, la verdad llegó a sus oídos.
— ¿Qué has dicho? — Preguntó con el alma en un hilo, irrumpiendo en la casa a la que no había sido invitado y en la que seguramente no era bienvenido. Poco le importó manchar de agua y barro la alfombra de la elegante casa. Se posó frente a ella con una expresión indescriptible en el rostro. Su voz no era feroz o agresiva, era incrédula y débil, como el hombre que derrotado encuentra una esperanza. — ¿Por qué mentiste?, ¿por qué me dijiste que no era mío? — Negó con la cabeza en repetidas ocasiones, pero mantuvo su voz sosiega; estaba consternado ante la noticia, estaba en shock. Con movimientos mecánicos, se hincó frente al sofá donde ella reposaba para quedar a su altura. No pudo evitar clavar los ojos en el vientre que Jîldael aún cubría. Gracias a la cercanía pudo observar con más claridad el bultito; sintió deseos de tocarlo, pero no se atrevió.
Târsil fue presa de muchos sentimientos encontrados en ese instante. Por un lado sentía deseos de abrazarla, de pedirle perdón por lo imbécil que había sido, de concretar, por fin y después de tanto sufrimiento, una reconciliación entre ambos y de una vez por todas ser capaz de dialogar como la gente; pero por otro lado, sentía terror, el terror más puro que jamás había sentido. Târsil Valborg le tenía más miedo a la idea de que ese niño naciera, de convertirse en padre, que al más letal de los vampiros. ¿Padre? ¡No!, ¡eso no era posible! Reaccionó de pronto y desvió la mirada incapaz de comprender lo rápido que estaba cambiando su vida a consecuencia de esa noche en la que había hecho el amor con ella.
— Jîldael, -era la primera vez que pronunciaba su nombre en voz alta- ese niño no puede nacer. Tienes que entender que lo que pasó entre nosotros esa noche fue un error. — Se atrevió a pronunciar, sabiendo de antemano lo que ella respondería a aquello. — Yo...no puedo ser padre, no nací para serlo. — Confesó levantándose del piso para sentarse en el sillón continúo. Por más crueles que fueran sus palabras, Târsil era sincero, por primera vez le hablaba de algo que era netamente cierto y lo hacía sin gritos, sin palabrotas, sin agresión de por medio. Se llevó las manos al rostro y lo cubrió con pesar. Se imaginó todo lo que estaba por venir si ese niño nacía.
Târsil Valborg- Inquisidor Clase Media
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Re: Redención (+18). | Privado.
“El que busca la verdad corre el riesgo de encontrarla”.
Manuel Vicent.
Manuel Vicent.
– ¿Qué has dicho? –
En cuanto su voz resonó en el salón, acusando el conocimiento de aquello que la joven tanto deseaba resguardar, los brutales dolores empezaron a disminuir hasta que simplemente desaparecieron, sumiéndola en un extraño sopor. Era una especie de limbo, en el cual no sentía dolor, ni cansancio, ni frío... no sentía nada...
Pero no pudo permanecer mucho tiempo aislada del mundo; el olor de Târsil atravesaba todas sus barreras y la obligaba a volver a su violenta realidad. Mientras seguía sosteniendo su vientre amarrado con amor, las palabras de él se hacían más nítidas en su cerebro... Pero una vez más, no supo qué pensar. ¿Acaso Târsil sonaba como un hombre esperanzado? ¿Acaso para él era deseable ser el padre de ese niño? Quizás, después de todo, lo había juzgado con suma dureza. No tenía las fuerzas para moverse del sillón y, por unos segundos, lo tuvo tan cerca que el deseo de besarlo casi borró todo lo demás. Por primera vez, estaban uno frente a la otra sin odiarse, sin insultarse, sin herirse. Parecía que había, a fin de cuentas, un camino que podían compartir...
Graciosa era su estupidez...
Ella nunca aprendería que, cuando del Valborg se trataba, siempre cantaba victoria demasiado pronto.
Las palabras salieron de la boca del Inquisidor sin prisa, sin rabia, sin engaños.... Y eso la demolió completamente. Quizás, si le hubiera gritado, no le habría dolido tanto; al menos, en la violencia, sabría que él mentía y que lo hacía sólo para burlarse de ella. Pero aquellas palabras habían sido del todo sinceras: Târsil realmente deseaba que ese niño no naciera. Su voz angustiada, su gesto derrotado, su silencio definitivo eran pruebas inconfundibles de ello y Jîldael ya no pudo sostener la mascarada bajo la cual se había escondido durante cuatro meses.
Con ceremonial parsimonia se sentó en el elegante sillón y, durante una fracción de tiempo, dedicó toda su más amorosa atención a su vientre y susurró una canción que Agnes solía cantar para ella; agregó otras cosas más, secretas y maravillosas, cosas que solo se dicen entre madre e hijo y, cuando sintió que tenía el valor de mirarlo, lo enfrentó, sin miedos ni culpas:
– Por eso exactamente fue que os mentí. – ya no era capaz de sostener la fachada por más tiempo; durante cuatro meses soportó acallar lo que su corazón sentía, manteniéndose lejos de él, porque siempre había sabido que si volvía a verlo, estaría perdida. Y ahora lo comprobaba, muy a su pesar – Sabía que jamás querríais un hijo de mí. Y, por eso, estaba dispuesta a esconderlo de vos..., pero ya veis que fallé de la manera más estúpida posible... –
Cerró los ojos, ante lo inevitable; una sonrisa triste se dibujó en su cara, mientras las lágrimas corrían libres por sus pálidas mejillas. Sintiéndose un poco mejor, se puso de pie y se encaminó hacia la chimenea en busca de un calor que jamás volvería a sentir. Se alegró de tener un motivo para darle la espalda a su contendor, mientras se distraía en lograr encender el fuego; solo retomó la palabra cuando una generosa hoguera entibiaba el salón. Entonces, volteó hacia Valborg y clavó su mirada en él. Era la primera vez que sus ojos le decían al hombre cuánto, pero cuánto lo amaba:
– Ese día, en esa cabaña... – la voz le tembló y las lágrimas corrieron una vez más, como si jamás fueran a dejar de correr – Os amo, Târsil... Os amo completamente... Sois y siempre seréis el único hombre con quien deseo follar... – le dijo, con el eco de una broma dolorosa, mientras otra risa estertórea y humillada escapaba de sus labios – Y os juro por Dios que no siento el menor orgullo en admitirlo ante vos... – hubiera querido que la tierra se abriera justo en ese momento, que un terremoto sacudiera París entera, que una facción completa de la Inquisición irrumpiera en la casona; cualquier cosa que evitara la humillante confesión. Pero, como suele ocurrirnos a todos, nada de eso sucedió, y la Cambiaformas tuvo que seguir adelante, porque una vez libre, no había como detener el caudal de palabras que se atoraba en su garganta – Lo que pasó entre nosotros fue un error... – rió de nuevo, con tintes de locura, de rabia, con el deseo postrer de partirle la cara – ¿Pensáis que no sé lo que creéis? ¿Pensáis que dudé de vuestra amenaza o que la tomé como un juego? ¡Jamás! Cumplí al pie de la letra lo que me impusisteis. ¿Acaso lo dudáis, después de todo este tiempo en que casi he muerto por no buscaros? – rió con amargura y desvió la mirada de él; no soportaba tenerlo frente a sí y no poder acercarse y tocarlo.
Deseaba, con su alma desgarrada en harapos, que las cosas fueran distintas. ¡Cuánto deseaba coger las manos de Târsil y ponerlas sobre su vientre! ¡Cuánto deseaba que él sintiera la fuerza de su hijo creciendo dentro de ella! Compartir los antojos de medianoche, las primeras patadas, las caricias tranquilas y amarse, amarse hasta que no hubiera ni tiempo ni espacio y despertar amarrada a él, embebida en su olor de macho alfa, atrapada en sus besos dominantes, llena de su pasión y su poder...
Pero esa fantasía solo existía en su cabeza y el choque frontal contra la realidad era demasiado doloroso, incluso para ella, que había pasado por cosas que otros niños solo viven en sus pesadillas. Pocas cosas podían igualarse al dolor de ese amor despechado, a la angustia y al vacío que sentía en su pecho, buscando una migaja de algo que la felina sentía que solo había germinado en su idiota corazón. Comprendió, en cierto modo, por qué su padre la había odiado tanto; y, en cierto modo, pudo perdonarlo: ella le había quitado a la mujer que amaba y nada compensaba un dolor así. Su propio hijo, en cambio, era la única huella palpable de lo que había vivido con Târsil. Y, si no podía amar al padre, volcaría todo su amor en el hijo.
– Tengo muy claro cuánto me odiáis... – murmuró con suficiente fuerza para que él la oyera sin derecho a confundirse – ¿Escucháis algún ruido, Valborg? ¿Visteis que alguien viniera a socorrerme hace unos momentos? No, ¿verdad?... – lo miró furiosa, humillada; deseaba tanto poder odiarlo; deseaba tanto arrancarse el corazón y dejar de sentir amor y anhelo de él; sin embargo, el Inquisidor era su “touché” personal: no importaba lo que la muchacha hiciera, siempre perdería – Es que hoy es día de paseo, ¿sabéis? Y lo será durante cuatro días más. Ni guardias, ni sirvientes, ni mayordomos. Estoy sola y a vuestra merced. ¿Queréis que este niño muera? Tendréis que luchar contra mí y matarnos a ambos, porque yo no asesinaré aquello que más amo en esta vida... – sus ojos brillaron con una fuerza renovada y se atrevió a desafiarlo una vez más – ¡Levantaos, Inquisidor! ¡Tomad vuestra arma y luchad contra mí! Es lo que habéis deseado desde que nos vimos la primera vez. Ahora no hay víboras que me salven y tenéis un arsenal completo ante vos. Elegid, y luchemos... – insistió, arrogante – Porque si no me enfrentáis, tendréis que aceptar lo que yo decida. Y yo no mataré a mi hijo, porque lo amo; así que podéis iros al carajo si lo queréis, pero no lo veréis morir por mi mano... Y si es todo lo que teníais que decir... – la voz le flaqueó, ante la idea de que él le hiciera caso, pero ya no había vuelta; nada existía entre ellos, nunca había existido – Idos por donde vinisteis. Yo... solo largaos de una vez. – exhaló, derrotada y llorosa, queriendo hundirse en su soledad y revolcarse en ese dolor sin que nadie la viera, sin que nadie la criticara por enamorarse de un hombre que siempre la despreciaría.
No lo miraría marcharse, no tenía tanta fuerza. Estaba abatida, pero con absoluta paz. Había sido del todo sincera y ya no quedaba nada más dentro de ella, nada más, sino los restos de su corazón desengañado y el hijo que le daba fuerzas para no desfallecer en la desesperanza de su primer amor no correspondido.
Suspiró, intentado contener las patéticas lágrimas que delataban cuánto quería ser correspondida, que acusaban su resignación y su abatimiento. Pero entonces, percibió sus manos amoratadas, sus pies congelados, su pelo estilando agua y se dio cuenta de la enorme fatiga que sentía. No podía continuar así, ya no era una persona, era dos y si enfermaba, su hijo también sufriría. Comprendió la urgencia del baño caliente cuando quiso moverse y una especie de agujazo le atravesó la espalda. Ignoró a Târsil, pues ya nada quedaba entre ellos y si no la atacaba de seguro se iría, así que se forzó a moverse y se encaminó al cuarto de baño para preparar la tina... hasta que recordó algo que la hizo frenar en seco y voltear violentamente hacia el Inquisidor:
– Jîldael murió hace casi tres años. Tiene una lápida conmemorativa en el Mausoleo Del Balzo, en Montmartre... – sintió que las fuerzas la abandonaban completamente y sus piernas cedían al peso muerto de su cuerpo. Tuvo que amarrarse a uno de los pilares del pasillo para no caerse – ¿Cómo?... – casi no se sentía capaz de formular la terrible pregunta: – ¿Cómo sabéis mi verdadero nombre? –
***
En cuanto su voz resonó en el salón, acusando el conocimiento de aquello que la joven tanto deseaba resguardar, los brutales dolores empezaron a disminuir hasta que simplemente desaparecieron, sumiéndola en un extraño sopor. Era una especie de limbo, en el cual no sentía dolor, ni cansancio, ni frío... no sentía nada...
Pero no pudo permanecer mucho tiempo aislada del mundo; el olor de Târsil atravesaba todas sus barreras y la obligaba a volver a su violenta realidad. Mientras seguía sosteniendo su vientre amarrado con amor, las palabras de él se hacían más nítidas en su cerebro... Pero una vez más, no supo qué pensar. ¿Acaso Târsil sonaba como un hombre esperanzado? ¿Acaso para él era deseable ser el padre de ese niño? Quizás, después de todo, lo había juzgado con suma dureza. No tenía las fuerzas para moverse del sillón y, por unos segundos, lo tuvo tan cerca que el deseo de besarlo casi borró todo lo demás. Por primera vez, estaban uno frente a la otra sin odiarse, sin insultarse, sin herirse. Parecía que había, a fin de cuentas, un camino que podían compartir...
Graciosa era su estupidez...
Ella nunca aprendería que, cuando del Valborg se trataba, siempre cantaba victoria demasiado pronto.
Las palabras salieron de la boca del Inquisidor sin prisa, sin rabia, sin engaños.... Y eso la demolió completamente. Quizás, si le hubiera gritado, no le habría dolido tanto; al menos, en la violencia, sabría que él mentía y que lo hacía sólo para burlarse de ella. Pero aquellas palabras habían sido del todo sinceras: Târsil realmente deseaba que ese niño no naciera. Su voz angustiada, su gesto derrotado, su silencio definitivo eran pruebas inconfundibles de ello y Jîldael ya no pudo sostener la mascarada bajo la cual se había escondido durante cuatro meses.
Con ceremonial parsimonia se sentó en el elegante sillón y, durante una fracción de tiempo, dedicó toda su más amorosa atención a su vientre y susurró una canción que Agnes solía cantar para ella; agregó otras cosas más, secretas y maravillosas, cosas que solo se dicen entre madre e hijo y, cuando sintió que tenía el valor de mirarlo, lo enfrentó, sin miedos ni culpas:
– Por eso exactamente fue que os mentí. – ya no era capaz de sostener la fachada por más tiempo; durante cuatro meses soportó acallar lo que su corazón sentía, manteniéndose lejos de él, porque siempre había sabido que si volvía a verlo, estaría perdida. Y ahora lo comprobaba, muy a su pesar – Sabía que jamás querríais un hijo de mí. Y, por eso, estaba dispuesta a esconderlo de vos..., pero ya veis que fallé de la manera más estúpida posible... –
Cerró los ojos, ante lo inevitable; una sonrisa triste se dibujó en su cara, mientras las lágrimas corrían libres por sus pálidas mejillas. Sintiéndose un poco mejor, se puso de pie y se encaminó hacia la chimenea en busca de un calor que jamás volvería a sentir. Se alegró de tener un motivo para darle la espalda a su contendor, mientras se distraía en lograr encender el fuego; solo retomó la palabra cuando una generosa hoguera entibiaba el salón. Entonces, volteó hacia Valborg y clavó su mirada en él. Era la primera vez que sus ojos le decían al hombre cuánto, pero cuánto lo amaba:
– Ese día, en esa cabaña... – la voz le tembló y las lágrimas corrieron una vez más, como si jamás fueran a dejar de correr – Os amo, Târsil... Os amo completamente... Sois y siempre seréis el único hombre con quien deseo follar... – le dijo, con el eco de una broma dolorosa, mientras otra risa estertórea y humillada escapaba de sus labios – Y os juro por Dios que no siento el menor orgullo en admitirlo ante vos... – hubiera querido que la tierra se abriera justo en ese momento, que un terremoto sacudiera París entera, que una facción completa de la Inquisición irrumpiera en la casona; cualquier cosa que evitara la humillante confesión. Pero, como suele ocurrirnos a todos, nada de eso sucedió, y la Cambiaformas tuvo que seguir adelante, porque una vez libre, no había como detener el caudal de palabras que se atoraba en su garganta – Lo que pasó entre nosotros fue un error... – rió de nuevo, con tintes de locura, de rabia, con el deseo postrer de partirle la cara – ¿Pensáis que no sé lo que creéis? ¿Pensáis que dudé de vuestra amenaza o que la tomé como un juego? ¡Jamás! Cumplí al pie de la letra lo que me impusisteis. ¿Acaso lo dudáis, después de todo este tiempo en que casi he muerto por no buscaros? – rió con amargura y desvió la mirada de él; no soportaba tenerlo frente a sí y no poder acercarse y tocarlo.
Deseaba, con su alma desgarrada en harapos, que las cosas fueran distintas. ¡Cuánto deseaba coger las manos de Târsil y ponerlas sobre su vientre! ¡Cuánto deseaba que él sintiera la fuerza de su hijo creciendo dentro de ella! Compartir los antojos de medianoche, las primeras patadas, las caricias tranquilas y amarse, amarse hasta que no hubiera ni tiempo ni espacio y despertar amarrada a él, embebida en su olor de macho alfa, atrapada en sus besos dominantes, llena de su pasión y su poder...
Pero esa fantasía solo existía en su cabeza y el choque frontal contra la realidad era demasiado doloroso, incluso para ella, que había pasado por cosas que otros niños solo viven en sus pesadillas. Pocas cosas podían igualarse al dolor de ese amor despechado, a la angustia y al vacío que sentía en su pecho, buscando una migaja de algo que la felina sentía que solo había germinado en su idiota corazón. Comprendió, en cierto modo, por qué su padre la había odiado tanto; y, en cierto modo, pudo perdonarlo: ella le había quitado a la mujer que amaba y nada compensaba un dolor así. Su propio hijo, en cambio, era la única huella palpable de lo que había vivido con Târsil. Y, si no podía amar al padre, volcaría todo su amor en el hijo.
– Tengo muy claro cuánto me odiáis... – murmuró con suficiente fuerza para que él la oyera sin derecho a confundirse – ¿Escucháis algún ruido, Valborg? ¿Visteis que alguien viniera a socorrerme hace unos momentos? No, ¿verdad?... – lo miró furiosa, humillada; deseaba tanto poder odiarlo; deseaba tanto arrancarse el corazón y dejar de sentir amor y anhelo de él; sin embargo, el Inquisidor era su “touché” personal: no importaba lo que la muchacha hiciera, siempre perdería – Es que hoy es día de paseo, ¿sabéis? Y lo será durante cuatro días más. Ni guardias, ni sirvientes, ni mayordomos. Estoy sola y a vuestra merced. ¿Queréis que este niño muera? Tendréis que luchar contra mí y matarnos a ambos, porque yo no asesinaré aquello que más amo en esta vida... – sus ojos brillaron con una fuerza renovada y se atrevió a desafiarlo una vez más – ¡Levantaos, Inquisidor! ¡Tomad vuestra arma y luchad contra mí! Es lo que habéis deseado desde que nos vimos la primera vez. Ahora no hay víboras que me salven y tenéis un arsenal completo ante vos. Elegid, y luchemos... – insistió, arrogante – Porque si no me enfrentáis, tendréis que aceptar lo que yo decida. Y yo no mataré a mi hijo, porque lo amo; así que podéis iros al carajo si lo queréis, pero no lo veréis morir por mi mano... Y si es todo lo que teníais que decir... – la voz le flaqueó, ante la idea de que él le hiciera caso, pero ya no había vuelta; nada existía entre ellos, nunca había existido – Idos por donde vinisteis. Yo... solo largaos de una vez. – exhaló, derrotada y llorosa, queriendo hundirse en su soledad y revolcarse en ese dolor sin que nadie la viera, sin que nadie la criticara por enamorarse de un hombre que siempre la despreciaría.
No lo miraría marcharse, no tenía tanta fuerza. Estaba abatida, pero con absoluta paz. Había sido del todo sincera y ya no quedaba nada más dentro de ella, nada más, sino los restos de su corazón desengañado y el hijo que le daba fuerzas para no desfallecer en la desesperanza de su primer amor no correspondido.
Suspiró, intentado contener las patéticas lágrimas que delataban cuánto quería ser correspondida, que acusaban su resignación y su abatimiento. Pero entonces, percibió sus manos amoratadas, sus pies congelados, su pelo estilando agua y se dio cuenta de la enorme fatiga que sentía. No podía continuar así, ya no era una persona, era dos y si enfermaba, su hijo también sufriría. Comprendió la urgencia del baño caliente cuando quiso moverse y una especie de agujazo le atravesó la espalda. Ignoró a Târsil, pues ya nada quedaba entre ellos y si no la atacaba de seguro se iría, así que se forzó a moverse y se encaminó al cuarto de baño para preparar la tina... hasta que recordó algo que la hizo frenar en seco y voltear violentamente hacia el Inquisidor:
– Jîldael murió hace casi tres años. Tiene una lápida conmemorativa en el Mausoleo Del Balzo, en Montmartre... – sintió que las fuerzas la abandonaban completamente y sus piernas cedían al peso muerto de su cuerpo. Tuvo que amarrarse a uno de los pilares del pasillo para no caerse – ¿Cómo?... – casi no se sentía capaz de formular la terrible pregunta: – ¿Cómo sabéis mi verdadero nombre? –
***
Última edición por Jîldael Del Balzo el Dom Nov 25, 2012 3:43 pm, editado 3 veces
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 09/09/2011
Localización : Junto a mi Maestre... aquí o allá...
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Re: Redención (+18). | Privado.
“Considero más valiente al que conquista sus deseos que al que conquista a sus enemigos.”
-Aristóteles.
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Verla llorar le partía el alma. Muy dentro de su socarrón y egoísta ser borboteaba con fuerza la necesidad de ponerse de pie en ese instante, de correr hacia ella para anidarla entre sus brazos y así intentar calmar todos sus temores, los de ambos. Nunca antes había sentido esa necesidad; toda esa situación era algo realmente extraño para él; Târsil Valborg era un hombre ajeno a situaciones como esas. ¿Un amor? ¿Un hijo? Hasta ese entonces ambas cosas no habían pertenecido a su vocabulario. La vida se había encargando de darle una buena lección arrojándolo de bruces ante eso en lo que nunca había creído e incluso burlado en más de una ocasión. Ahora no tenía escapatoria, debía enfrentar su realidad por más cruda esta fuese, aunque en el intento su orgullo de macho se viera aniquilado por completo. Por primera vez Târsil Valborg dejó que una persona hablara sin interrumpirle con algún comentario irónico o mordaz, tampoco intentó avergonzarla o burlarse de ella. Definitivamente la situación ameritaba que sacara a relucir esa poca madurez que muy en el fondo aún lo habitaba y que a menudo se empeñaba en camuflar con su ya conocida insoportable personalidad.
Se puso entonces de pie y avergonzado desvió la mirada para esquivar las declaraciones que Jîldael estaba ofreciéndole, como si de algún modo quisiera desligarse de toda responsabilidad en todo ese embrollo. Movió sus pies llenos de barro por el lugar, dando la impresión de que escuchaba pero sin prestar demasiada atención; solamente cuando ella abordó el tema de sus sentimientos hacia él fue que demostró estar realmente interesado. Alzó violentamente la cabeza y la miró fijamente a los ojos; la luz que proveía el fuego de la chimenea logró que los orbes azules de Târsil parecieran conmovidos, quizás un tanto tristes pero sin duda aliviados. A continuación se quedó inmóvil, incapaz de reaccionar ante la confesión de amor que la Cambiaformas le hacía; sus ropas mojadas seguían manchando la alfombra del bello salón.
Quiso gritarle que también le adoraba pero se mordió la lengua; sus labios se contrajeron incapaces de abrirse y adoptó una quietud digna de una escultura. Se sentía incapaz de llevar a cabo las acciones por las que tanto había clamado durante esos terribles cuatro meses en los que Jîldael había habitado su mente; era realmente abrumante ver hasta qué grado era capaz de llegar en su necedad y a su vez ser capaz de negarse a cumplir su deseo, el más latente de ellos: el de declararle su amor a la mujer que tanto adoraba y que ahora estaba retándolo. Su corazón le ordenaba una cosa y su mente le sentenciaba otra, y, aunque quisiera ignorar lo que su mente le pedía y hacer caso a lo que su corazón le exigía, era difícil para alguien como él romper con esa gruesa barrera que había erigido ante el mundo, una barrera construida con maestría, resistente, sólida. Alguien que ha sido siempre de un modo no puede sencillamente empezar a ser de otro completamente diferente de un día para otro, es prácticamente imposible. Pero él haría el esfuerzo...
— Lo escuché en la cabaña… — La invitación de Jîldael para iniciar una batalla entre ambos se evaporó en el aire cuando él comenzó a hablar. Decidió retomar el tema acerca de su nombre, revelarle cómo era que lo conocía. Se sentía mareado, completamente abrumado; en su rostro podía notarse una leve película de sudor que había comenzado a cubrir el cuerpo entero. Soltó de golpe el aire que había estado conteniendo en su interior cuando emitió un suspiro audible que dejaba a la vista lo difícil que se tornaba hacer aquella confesión. Por un segundo volvió a dudar, pero continúo. — Durante ese tiempo en el que estuve inconciente, escuché ese nombre: “Jîldael”. Lo pronunció un hombre que nunca supe quién era. Soñé con ese nombre, lo memoricé en medio de mi inconsciencia; mi mente lo abrazó y se adueñó de él, lo hizo sin mi consentimiento y probablemente abrí los ojos por la mera necesidad de saber a quién le pertenecía.
Hizo una larga pausa.
— Después investigué sobre ti, tenía que hacerlo. Pero no lo hice con el afán de querer cumplir mi promesa de asesinarte, lo hice porque tenía que hallar la manera de volver a verte. — Inconscientemente dio un paso al frente y acortó la distancia entre ambos. — Durante meses enteros lo único que deseé fue volver a ver tus ojos y escuchar tu voz, aunque fuese solamente para amenazarme o maldecirme. Quise hacerme el fuerte, luché contra mí mismo… Y aquí estoy. — Negó con la cabeza y se lamió los labios; un nuevo suspiro escapó de su boca. Ya era demasiado tarde para arrepentirse de seguir hablando, demasiado tarde para salir huyendo, demasiado ridículo; Târsil Valborg jamás huía…
El silencio los abrazó durante un par de minutos. Acortó un poco más la distancia.
— No he venido a matarte, Jîldael. Estoy aquí porque tu amor es correspondido; porque te llevo tatuada en la piel desde ese primer instante en que conocí la textura de tu cuerpo. — Confesarse de ese modo lo hacía sentir tan pequeño, tan insignificante, tan malditamente vulnerable. Jîldael del Balzo y Tolosa había llegado para causar una revolución en la vida del Inquisidor, su contradictoria actitud era la prueba más vigente. — ¡Y soy un imbécil por sentir todas esas cosas, por haberme enamorado de quien no debía! — Exclamó con visible frustración, levantando la voz y alzando ambas manos al cielo en un gesto de impotencia. Târsil, incapaz de concebir lo que estaba sintiendo, se dio media vuelta y talló su rostro una vez más; se tomó unos segundos para meditar sus propias palabras y nuevamente se atrevió a mirarla.
— ¿Te das cuenta de lo que he dicho? He admitido que te amo, ¿no es eso ridículo? ¡Es la cosa más absurda que he dicho! — Mientras gritaba avanzó lo suficiente hasta llegar a donde ella se encontraba de pie. La cercanía era abrumadora, embriagante. Verla a los ojos desde esa cercanía logró desarmarlo por completo; su semblante angustiado cambió y su rostro adoptó un gesto de derrota. — Pero es la verdad… — Añadió con un tono débil a su reciente confesión. — No he dejado de pensar en ti en todo este tiempo. Te tengo aquí, -con su mano señaló su pecho- metida hasta el fondo. — La voz pareció quebrársele y se llevó ambas manos a la cabeza, la presionó con fuerza en un mero acto de desesperación. Estaba seguro de que las cosas no podían ser tan fáciles, de que él tenía la razón: era una locura.
— Se que me he portado como un imbécil contigo, pero no miento al decir que es un error el permitir que ese niño nazca. ¿No te das cuenta de lo que somos tú y yo y lo que significa, de lo que ocurrirá con él? ¿Qué pasara si hereda tu condición? La inquisición irá tras él, tras de ti, los asesinaran a ambos. ¡Y yo soy un Inquisidor! ¡Juré que mataría a cualquier criatura que se cruzara en mi camino y tú y ese niño han venido a hacerme romper esa promesa! ¡Han venido a sumar problemas a mi vida! — Soltó su cabeza y atrapó la de la muchacha; sus lacios y largos cabellos se enredaron en las varoniles y rasposas manos del Inquisidor. Acercó su rostro al de la muchacha hasta lograr oler su perfume.
— Pero yo no te odio por eso… y tampoco lo odio a él. Quisiera poder hacerlo, pero no puedo. No te odio, Jîldael, y tampoco a tu hijo…a nuestro hijo. — Le susurró con dulzura, como jamás le había hablado a otra persona en toda su vida. Con sus palabras dejaba claro que asumía su responsabilidad como padre del niño, pero no sigfinicaba que estuviera aceptando su nacimiento, olvidándose de todo lo que provocaría tal suceso. Sus manos se relajaron alrededor de su cabeza y el acto se volvió un gesto cariñoso, una caricia. Los próximos tres minutos se dedicó a observarla, limpió sus lágrimas y acarició su cabello.
— ¿Por qué tuviste que cruzarte en mi vida, Cambiaformas? ¿Por qué tuviste que ser tú quien desatara en mí todo esto? ¿Por qué? — Preguntó y esperó nuevamente en silencio dejando claro que esperaba alguna respuesta por parte de ella, aunque supiera de antemano que no existía una. Sonrió con ironía y meneó una vez más la cabeza, negando sus propias palabras, rechazando la posibilidad de encontrar una solución a lo que él ya sentía. — Olvídalo… No es necesario que intentes responder o que me parta la cabeza buscando algo coherente. No importa porque haga lo que haga será en vano, no puedo controlar esto que siento por ti… — Colocó su frente junto a la de ella, ambos cuerpos se estremecieron ante en contacto.
— No soy tan fuerte cuando de ti se trata… Me has vencido, Jîldael. Tuya es la victoria. — Pronunció ya sin pesar y se rindió ante ella. Târsil acortó la poca distancia que les carcomía el alma a ambos y fue él quien se decidió a llevar a cabo ese acto que la pareja había estado deseando en ese esperado reencuentro: un beso, uno de verdad.
Târsil Valborg- Inquisidor Clase Media
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Re: Redención (+18). | Privado.
“La esperanza y el temor son inseparables y no hay temor sin esperanza, ni esperanza sin temor”.
François de la Rochefoucauld.
François de la Rochefoucauld.
– Lo escuché en la cabaña... –
Las palabras eran un arma poderosa. Demasiado poderosa. Pero Jîldael no quería oírlas. No quería creerlas...
Lo escuchaba y lo veía, pero se negaba a su confesión, desesperada por no perderse. Le había costado tanto recuperarse después de aquel encuentro en el bosque y en la casa de Sho, había sido tan difícil no buscarlo, casi una tortura meter en su cabeza que él no la amaba, que no podría reponerse nunca más si daba crédito a la declaración de Târsil y resultaba una vil mentira...
Pero era que le resultaba tan convincente...
– ... lo memoricé en medio de mi inconsciencia; mi mente lo abrazó y se adueñó de él... – ¿Cómo no creer aquello? ¿Cómo no creer que la había buscado porque la necesitaba tanto como ella a él? ¿Acaso no había hecho algo parecido antes? ¡No!
Sacudió la cabeza, tratando de mantenerse en su centro, en ese delicado equilibrio que había construido y sustentado a costa de mucha voluntad... Y entonces, lo percibió. Quizás él no lo hacía, pero ella sí lo vio.
Târsil estaba más cerca de ella... y más cerca y el silencio se apoderaba de la sala, aumentando la tensión sexual que siempre había existido entre el Inquisidor y la Cambiaformas, tan prohibida, tan excitante, tan incontenible como la primera vez. Estaba a unos cuantos centímetros de ella; era cosa de estirar la mano, acariciarle el rostro y simplemente dejarse llevar. Pero no cedió; no debía ceder. “Es mentira, es mentira... es tu enemigo... es mentira”, se repetía una y otra vez, en esa lucha inútil por no arrojarse a lo que su corazón tanto deseaba.
– Por favor... – musitó apenas, pero él no la oía... ¿Por favor qué? ¿Por favor, vete? ¿Por favor quédate? Ni ella misma sabía cómo acabar la frase.
Las palabras salieron de los labios de Valborg con tanta naturalidad que Jîldael sintió que todo se derrumbaba a su alrededor; que nada más existía sino el hombre frente a ella y su confesión. Sintió como si su pecho se encogiera tanto que no podía respirar, como si manos invisibles apretaran sus costillas sin piedad. Quiso dejarse caer en los brazos de Târsil y olvidarse de todo, pero en cambio sólo se amarró a la pared y contuvo las lágrimas tanto como su orgullo se lo permitió.
– ¿Te das cuenta de lo que he dicho? He admitido que te amo, ¿no es eso ridículo? ¡Es la cosa más absurda que he dicho!... Pero es verdad... – estaba junto a ella, ya no había distancia alguna para protegerse de su influencia, de su aroma, de sus ojos mirándola con amor. Derrotada, cerró los ojos y dejó que las lágrimas fluyeran libres, en una catarsis personal que, ella esperaba, le dieran paz... la necesitaba tanto.
Lo oyó, lo escuchó y le dio la razón. Pero, al mismo tiempo, toda esperanza moría para ellos dos. Si había existido una broma cruel, era ésa. Haber nacido enemigos. Haberse enamorado y engendrar un hijo... y que hijo y padre fueran el uno el motivo de muerte del otro... Quiso gritar de rabia, golpear a alguien, sacarse todo ese dolor que la carcomía por dentro, pero sólo las lágrimas corrían por su rostro, incontenibles y balsámicas.
Târsil la abrazó, la jaló de los cabellos y la miró con una expresión inescrutable, que la Del Balzo no sabía si le gustaba o le asustaba.
– Yo... Por favor... – susurró tan bajito que él pareció no oírla.
Lo oyó hablar de su hijo... del hijo de los dos y eso la conmovió. Y el gesto de él se convirtió en una caricia, en un inconfundible gesto de amor. La miró con amor, con devoción y le limpió el rostro, haciéndolo suyo, demostrándole que se pertenecían el uno a la otra, para siempre, sin importar qué.
– No soy tan fuerte cuando de ti se trata... – le confesó el Valborg, claudicando su batalla personal, acortando la distancia hasta que ya no existió más y un beso los unió, por fin. Un beso que había anhelado por tanto tiempo, que había deseado desde el momento en que se separaron en esa choza a medio derruir.
Nada fue tan vivificante como sentirlo envolverla entre sus brazos, acariciarle la espalda, amarrarla a él y besarla de ese modo. No con rabia, no con furia, sino con tranquilidad, con amor, con ternura, incluso... Por esos breves instantes, se dejó llevar, y no pensó en nada. El beso se esfumó, lentamente, como una ola suave que corona un atardecer perfecto. Lo miró, acarició su rostro, su cabeza casi al rape y no se permitió tener miedo.
– Te amo tanto... – musitó, renunciando para siempre a la indiferencia y seguridad que una palabra tan pequeña como el “vos” le ofrecía – Pero tienes razón, mi Amor... – sonrió otra vez, saboreando la expresión, amándolo con las palabras, encontrando el valor de seguir adelante – Jamás permitiría que te hicieran daño por mi culpa... Desapareceré de París en cuanto nuestro hijo nazca. Pondré la mayor distancia entre tú y yo... Pero, no olvides, Cariño mío, que mientras más distancia haya entre nosotros, más grande es mi amor por ti. Es lo único que me dará fuerzas para no volver... Saber que estarás a salvo... – lentamente, rompió la cálida burbuja en que Târsil los había sumergido y volvió a la cruda realidad – Ahora debes irte, Târsil... y no debes buscarme nunca más. Te amo demasiado para hacerte daño. Y mi sola existencia es un peligro para ti... Por eso debes irte. – contuvo las lágrimas y se soltó definitivamente.
No miró hacia atrás... no podía soportar la idea de perderlo apenas habiéndose reencontrado, ni tampoco podía mirarlo irse sin sentir que moría. Así que no lo miró.
Pero los otros pasos retumbaron y le hicieron saber que no se había ido. Se paró en seco y casi volteó a increparlo; tuvo la tentación de insultarlo, de golpearlo, pero sabía que no serviría de nada, así que continuó su trayecto, ignorando al Inquisidor por completo, como si él no estuviera allí. Se metió a su cuarto de baño y preparó el agua con absoluta calma, como estuviera completamente sola. Tarareó una de las tantas canciones que Agnés le enseñara en su infancia, mientras escogía las sales de baño, los jabones y los perfumes que usaría. Sabía que Târsil estaba clavado en la puerta del cuarto mirándola moverse. Ninguno dijo nada. Pero a ella se le había ocurrido algo.
Al principio, un ataque de pudor la frenó de su idea; podía parecer una mocosa deslenguada y sin escrúpulos, pero, pese a todo lo que ella misma intentaba afirmar, era solo una joven tratando de actuar como una adulta que podía tener mucha experiencia en sobrevivencia y espionaje, pero que no sabía nada del amor y sus lides. Sin embargo, era una felina, la sensualidad era parte de ella y el deseo había vuelto a reinar la atmósfera que los envolvía. Si iba a renunciar a Târsil, primero se llevaría un recuerdo que ninguno de los dos olvidara jamás.
– Te pedí que te fueras..., pero te quedaste... – dijo, con una voz ronca, anhelante, sin mirarlo – Ahora, espero que te quedes hasta el final. – agregó, siempre de espaldas a él, frente a un espejo de cuerpo entero que reflejaba ambas figuras. Sí, no olvidaría ese día jamás.
Miró al Târsil del espejo y le dedicó una suave sonrisa. Se apoyó en la pared y se quitó los zapatos; luego, dirigió sus manos hacia su espalda y desató su vestido con suma lentitud, para dejarlo caer, casi como si fuera un accidente, por sus brazos y hasta el suelo. Se mordió el labio inferior, nerviosa, mientras la enagua dibujaba el pequeño vientre apenas abultado. Se la quitó con la misma gracia de antes; cuando llegó el momento de quitarse las últimas prendas, dudó. Tenía vergüenza de sí misma y de lo descarada que estaba siendo..., pero él no se había movido y no dejaba de mirarla. Allí estaba, otra vez, esa mirada líquida que tanto deseaba sentir sobre ella, elevando la temperatura de su piel, como si él pudiera quemarla tan solo con la fuerza de sus pétreos ojos azules. Con un simple movimiento, estuvo desnuda por fin, con sus largos cabellos cayendo en su espalda, como único adorno de su belleza salvaje.
Volteó hacia él y lo miró con deseo:
– Aquí me tienes, una vez más... Suplicándote que me hagas tu mujer... – cerró los ojos y se lamió los labios – Cógeme, por favor... – susurró.
Y esperó.
***
Las palabras eran un arma poderosa. Demasiado poderosa. Pero Jîldael no quería oírlas. No quería creerlas...
Lo escuchaba y lo veía, pero se negaba a su confesión, desesperada por no perderse. Le había costado tanto recuperarse después de aquel encuentro en el bosque y en la casa de Sho, había sido tan difícil no buscarlo, casi una tortura meter en su cabeza que él no la amaba, que no podría reponerse nunca más si daba crédito a la declaración de Târsil y resultaba una vil mentira...
Pero era que le resultaba tan convincente...
– ... lo memoricé en medio de mi inconsciencia; mi mente lo abrazó y se adueñó de él... – ¿Cómo no creer aquello? ¿Cómo no creer que la había buscado porque la necesitaba tanto como ella a él? ¿Acaso no había hecho algo parecido antes? ¡No!
Sacudió la cabeza, tratando de mantenerse en su centro, en ese delicado equilibrio que había construido y sustentado a costa de mucha voluntad... Y entonces, lo percibió. Quizás él no lo hacía, pero ella sí lo vio.
Târsil estaba más cerca de ella... y más cerca y el silencio se apoderaba de la sala, aumentando la tensión sexual que siempre había existido entre el Inquisidor y la Cambiaformas, tan prohibida, tan excitante, tan incontenible como la primera vez. Estaba a unos cuantos centímetros de ella; era cosa de estirar la mano, acariciarle el rostro y simplemente dejarse llevar. Pero no cedió; no debía ceder. “Es mentira, es mentira... es tu enemigo... es mentira”, se repetía una y otra vez, en esa lucha inútil por no arrojarse a lo que su corazón tanto deseaba.
– Por favor... – musitó apenas, pero él no la oía... ¿Por favor qué? ¿Por favor, vete? ¿Por favor quédate? Ni ella misma sabía cómo acabar la frase.
Las palabras salieron de los labios de Valborg con tanta naturalidad que Jîldael sintió que todo se derrumbaba a su alrededor; que nada más existía sino el hombre frente a ella y su confesión. Sintió como si su pecho se encogiera tanto que no podía respirar, como si manos invisibles apretaran sus costillas sin piedad. Quiso dejarse caer en los brazos de Târsil y olvidarse de todo, pero en cambio sólo se amarró a la pared y contuvo las lágrimas tanto como su orgullo se lo permitió.
– ¿Te das cuenta de lo que he dicho? He admitido que te amo, ¿no es eso ridículo? ¡Es la cosa más absurda que he dicho!... Pero es verdad... – estaba junto a ella, ya no había distancia alguna para protegerse de su influencia, de su aroma, de sus ojos mirándola con amor. Derrotada, cerró los ojos y dejó que las lágrimas fluyeran libres, en una catarsis personal que, ella esperaba, le dieran paz... la necesitaba tanto.
Lo oyó, lo escuchó y le dio la razón. Pero, al mismo tiempo, toda esperanza moría para ellos dos. Si había existido una broma cruel, era ésa. Haber nacido enemigos. Haberse enamorado y engendrar un hijo... y que hijo y padre fueran el uno el motivo de muerte del otro... Quiso gritar de rabia, golpear a alguien, sacarse todo ese dolor que la carcomía por dentro, pero sólo las lágrimas corrían por su rostro, incontenibles y balsámicas.
Târsil la abrazó, la jaló de los cabellos y la miró con una expresión inescrutable, que la Del Balzo no sabía si le gustaba o le asustaba.
– Yo... Por favor... – susurró tan bajito que él pareció no oírla.
Lo oyó hablar de su hijo... del hijo de los dos y eso la conmovió. Y el gesto de él se convirtió en una caricia, en un inconfundible gesto de amor. La miró con amor, con devoción y le limpió el rostro, haciéndolo suyo, demostrándole que se pertenecían el uno a la otra, para siempre, sin importar qué.
– No soy tan fuerte cuando de ti se trata... – le confesó el Valborg, claudicando su batalla personal, acortando la distancia hasta que ya no existió más y un beso los unió, por fin. Un beso que había anhelado por tanto tiempo, que había deseado desde el momento en que se separaron en esa choza a medio derruir.
Nada fue tan vivificante como sentirlo envolverla entre sus brazos, acariciarle la espalda, amarrarla a él y besarla de ese modo. No con rabia, no con furia, sino con tranquilidad, con amor, con ternura, incluso... Por esos breves instantes, se dejó llevar, y no pensó en nada. El beso se esfumó, lentamente, como una ola suave que corona un atardecer perfecto. Lo miró, acarició su rostro, su cabeza casi al rape y no se permitió tener miedo.
– Te amo tanto... – musitó, renunciando para siempre a la indiferencia y seguridad que una palabra tan pequeña como el “vos” le ofrecía – Pero tienes razón, mi Amor... – sonrió otra vez, saboreando la expresión, amándolo con las palabras, encontrando el valor de seguir adelante – Jamás permitiría que te hicieran daño por mi culpa... Desapareceré de París en cuanto nuestro hijo nazca. Pondré la mayor distancia entre tú y yo... Pero, no olvides, Cariño mío, que mientras más distancia haya entre nosotros, más grande es mi amor por ti. Es lo único que me dará fuerzas para no volver... Saber que estarás a salvo... – lentamente, rompió la cálida burbuja en que Târsil los había sumergido y volvió a la cruda realidad – Ahora debes irte, Târsil... y no debes buscarme nunca más. Te amo demasiado para hacerte daño. Y mi sola existencia es un peligro para ti... Por eso debes irte. – contuvo las lágrimas y se soltó definitivamente.
No miró hacia atrás... no podía soportar la idea de perderlo apenas habiéndose reencontrado, ni tampoco podía mirarlo irse sin sentir que moría. Así que no lo miró.
Pero los otros pasos retumbaron y le hicieron saber que no se había ido. Se paró en seco y casi volteó a increparlo; tuvo la tentación de insultarlo, de golpearlo, pero sabía que no serviría de nada, así que continuó su trayecto, ignorando al Inquisidor por completo, como si él no estuviera allí. Se metió a su cuarto de baño y preparó el agua con absoluta calma, como estuviera completamente sola. Tarareó una de las tantas canciones que Agnés le enseñara en su infancia, mientras escogía las sales de baño, los jabones y los perfumes que usaría. Sabía que Târsil estaba clavado en la puerta del cuarto mirándola moverse. Ninguno dijo nada. Pero a ella se le había ocurrido algo.
Al principio, un ataque de pudor la frenó de su idea; podía parecer una mocosa deslenguada y sin escrúpulos, pero, pese a todo lo que ella misma intentaba afirmar, era solo una joven tratando de actuar como una adulta que podía tener mucha experiencia en sobrevivencia y espionaje, pero que no sabía nada del amor y sus lides. Sin embargo, era una felina, la sensualidad era parte de ella y el deseo había vuelto a reinar la atmósfera que los envolvía. Si iba a renunciar a Târsil, primero se llevaría un recuerdo que ninguno de los dos olvidara jamás.
– Te pedí que te fueras..., pero te quedaste... – dijo, con una voz ronca, anhelante, sin mirarlo – Ahora, espero que te quedes hasta el final. – agregó, siempre de espaldas a él, frente a un espejo de cuerpo entero que reflejaba ambas figuras. Sí, no olvidaría ese día jamás.
Miró al Târsil del espejo y le dedicó una suave sonrisa. Se apoyó en la pared y se quitó los zapatos; luego, dirigió sus manos hacia su espalda y desató su vestido con suma lentitud, para dejarlo caer, casi como si fuera un accidente, por sus brazos y hasta el suelo. Se mordió el labio inferior, nerviosa, mientras la enagua dibujaba el pequeño vientre apenas abultado. Se la quitó con la misma gracia de antes; cuando llegó el momento de quitarse las últimas prendas, dudó. Tenía vergüenza de sí misma y de lo descarada que estaba siendo..., pero él no se había movido y no dejaba de mirarla. Allí estaba, otra vez, esa mirada líquida que tanto deseaba sentir sobre ella, elevando la temperatura de su piel, como si él pudiera quemarla tan solo con la fuerza de sus pétreos ojos azules. Con un simple movimiento, estuvo desnuda por fin, con sus largos cabellos cayendo en su espalda, como único adorno de su belleza salvaje.
Volteó hacia él y lo miró con deseo:
– Aquí me tienes, una vez más... Suplicándote que me hagas tu mujer... – cerró los ojos y se lamió los labios – Cógeme, por favor... – susurró.
Y esperó.
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Re: Redención (+18). | Privado.
“Es fácil quitarse la ropa y tener relaciones, la gente lo hace todo el tiempo. Pero abrirle tu alma a alguien, dejarlo entrar en tu espíritu, pensamientos, miedos, futuro, esperanzas, sueños… Eso es estar desnudo.”
—Anónimo.
—Anónimo.
Ella correspondía a su beso, correspondía a su amor; ella lo amaba tanto como él le amaba, le pertenecía como él la sentía dueña de él. ¿Era real? Târsil no se creía merecedor de tanto; obtener de golpe y en el momento menos esperado todo lo que había estado deseando con vehemencia durante todos esos meses, era sencillamente abrumador. Se sentía desarmado con el giro tan violento que había dado la vida, la forma tan súbita en la que el destino le había golpeado en la cara. Ya no había reproches ni enfrentamientos, la rivalidad se había esfumado para dar paso a la pasión que sentía el uno por la otra, que los poseía de manera frenética; el amor había vencido una vez más. Mientras la besaba, Târsil envolvió a Jîldael entre sus brazos y por primera vez la sintió enteramente suya. Le costaba acostumbrarse a la idea de que la perdería algún día, estaba decidido a no permitir tal cosa. ¿Qué era más importante para el Inquisidor? ¿Continuar con la venganza de su familia o abandonar tal cosa para no seguir exponiendo a su amada? El destino de los tres estaba en sus manos, pero no era una decisión fácil para un hombre tan arraigado a sus creencias, a sus promesas. No había duda de que Jîldael del Balzo había llegado a complicarle la vida, o a hacerla más sencilla, a liberarlo de sus pesares, de los malos recuerdos que arrastraba a su paso; de él dependía cómo ver las cosas.
Se quedó callado cuando ella le dio la razón y fue entonces que comprendió que no era eso lo que buscaba, que de nada le servía que Jîldael aceptara sus palabras, que las respetara; lo que esperaba, lo que realmente deseaba era que ella se aferrara a lo contrario y le hiciera cambiar de opinión, que lo convenciera de quedarse a su lado, de preferirla antes que cualquier cosa. No era algo imposible, ella tenía el poder, él lo sabía. No se movió, permaneció estático cuando ella decidió alejarse para tomar un baño. No se atrevía a abandonar esa casa, a dejar una vez más a la mujer que llevaba un hijo suyo en el vientre.
Entonces Jîldael hizo una jugada maestra. Con la sensualidad natural y felina que la caracterizaBa, se desnudó frente a él, y le pidió que la hiciera suya, se lo suplico, tal y como había hecho en la cabaña cuatro meses atrás, la noche en la que habían concebido a la criatura. Tal cosa terminó por acabarlo. Obedeció a su súplica y se acercó a ella por detrás. Sus manos rodearon su cintura y aprovechando la cercanía y la posición, besó su cuello, su espalda entera. La piel de Jîldael era como el terciopelo y estaba tibia; era una hermosa criatura y era suya, completamente suya. Sus manos fueron reconociendo el cuerpo de su amante y poco a poco fue bajando hasta el vientre abultado, el cual acarició con cuidado.
— Yo también te amo, Jîldael, te amo como jamás creí llegar a amar a alguien. No es sólo pasión y deseo lo que despiertas en mí, es una necesidad. Te necesito… te necesito. ¿Qué me hiciste? ¿Cómo lograste hacerme preferirte antes que cualquier cosa? ¿Dónde estuviste todo este tiempo? ¿Dónde? — Le habló al oído. ¿Eran suficientes las caricias y las palabras para borrar todo el daño que le había hecho? No pudo evitar preguntárselo. Deseaba reparar los daños, comenzar una nueva historia, sin insultos, sin amenazas, sin desprecios, sin más mentiras. Jîldael le provocaba desear ser otro hombre, uno mejor, uno digno de ese sentimiento tan avasallador que le derretía el alma. Târsil se sentía con la suficiente confianza de actuar como siempre había sido realmente, sin esa máscara de frialdad y arrogancia que lo cobijaba todo el tiempo y que usaba con el único fin de protegerse de más decepciones, del sufrimiento. Pero ya no había razones para fingir con ella, esa era la noche de las confesiones. La tomó de los hombros y la obligó a girarse para verla fijamente a los ojos. La mirada de Târsil era diferente, pero eso era algo que sólo ella podía notar; la miraba con amor.
— Soy yo el que te suplica que me dejes amarte, que me dejes hacerte el amor. — Volvió a besarla, pero esta vez lo hizo despacio, dándose la oportunidad de gozar del momento, de todo eso que pasaba desapercibido cuando hacía las cosas apresuradamente, loco de pasión y desenfreno. Disfrutó del sabor de los labios ajenos, de la textura de su lengua y de la humedad que le invitaba a seguir bebiendo la saliva ajena; acarició el largo cuello de la mujer; masajeó con delicadeza sus senos levemente crecidos a causa del embarazo y un jadeo audible y la respiración agitada fueron los encargados de delatar lo mucho que estaba ardiendo. Dispuesto a no seguir aplazando el momento, con sus brazos la alzó y la llevó con cuidado hasta el cuarto de baño. La depositó dentro de la tina y mientras ella disfrutaba de la calidez del agua tibia, él se despojó de toda la ropa que le estorbaba para finalmente acompañarla. Se introdujo en la tina, la cual era lo suficientemente amplia como para que ambos pudieran amarse. La colocó encima de él, dejando que las piernas femeninas rodearan su pelvis, una posición que evitaría lastimarla y que le brindaría un mejor contacto visual. La miró a los ojos y posó las manos sobre sus caderas, guiándola para que estuviera cómoda.
Su miembro, que ya se encontraba en plena manifestación de poderío y con un tamaño ideal, rozó la vagina de la mujer y sintió la tibieza y humedad características de esta zona; el rostro de Jîldael le indicó que estaba lista para él. La penetró lenta pero intensamente, y jadeó de pura excitación. Su pene resbaló en el interior de la cavidad femenina y se abrió paso hasta el final, hasta que no pudo avanzar más, entonces se dedicó a ejercer movimientos ondulantes que poco a poco y a su debido tiempo, los conducirían al éxtasis. Un hombre como Târsil, que acostumbraba a ser quien dominara durante el sexo y a realizarlo casi de manera bestial, no estaba acostumbrado a hacer el amor de ese modo, pero por ella estaba dispuesto a intentarlo, a reprimir el deseo de tomarla de manera salvaje, como había hecho en la cabaña, a suplir los feroces arrebatos por sensibles caricias.
Târsil Valborg- Inquisidor Clase Media
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Re: Redención (+18). | Privado.
“Amar no es mirarse el uno al otro; es mirar juntos en la misma dirección”..
Antoine de Saint–Exupéry.
Antoine de Saint–Exupéry.
Tembló de miedo, cuando los segundos transcurrieron y él no se movió. Temió el rechazo y el abandono. Pero no fue sino su propia paranoia, asustándola innecesariamente, pues, apenas unos instantes después, él se movió lenta y ceremoniosamente alrededor suyo hasta quedar ubicado a su espalda, apenas unos centímetros separando ambos cuerpos.
Un jadeo se escapó de sus labios cuando lo sintió tocarla, amarrarla por la cintura y regarle de besos el cuello y la espalda; sus manos eran firmes y ásperas, despertando todas sus terminaciones nerviosas y provocando que la joven se arqueara casi instintivamente hacia él. La chica estiró sus manos hacia atrás y le acarició el rostro y la cabeza al rape, pero entonces Târsil le tocó el vientre y Jîldael se encogió, sorprendida y unió sus manos a las del varón, eran una sola entidad, amándose, perteneciéndose; las dulces palabras del Inquisidor acogieron su alma y la llenaron de amor y devoción; su cuerpo estremecido se sacudió en un impulso como respuesta a lo que ella estaba sintiendo:
– Te amo tanto... ¡Oh, Târsil, no me dejes nunca! – susurró, desesperada, sabiendo que, a fin de cuentas, tendría que alejarse de él. No lo soportaría... no podía ni quería vivir sin él, pero tendría que hacerlo y no sabía cómo iba a lograrlo.
El baldazo de realidad la impulsó a separarse de él, a correr lo más lejos que pudiera y esconderse en donde nunca pudiera encontrarla; todavía había tiempo de escapar de su embrujo; todavía no había hecho el amor con él... Todavía intentaba mentirse a sí misma. La verdad, irrefutable, era simple: amarlo significaba estar a su lado y punto. Giró hacia el Valborg y se amarró a él, aterrada de solo pensar en tener que separarse de él, quién le habló, sin siquiera percibir la marea de pensamientos que ahogaban a la atribulada Cambiaformas:
– Soy yo el que te suplica que me dejes amarte... – le dijo, al tiempo que le tomaba el rostro y la besaba suavemente. Poco a poco, el deseo y el amor empezaron a sobreponerse a todo lo demás y Jîldael, ansiosa y amante, no podía estarse quieta. Ella era una gata, después de todo, y su cuerpo salvaje deseaba cada vez más al hombre frente a sí. Deseaba recorrerlo entero y montarlo sin contemplación alguna, pero él, por el contrario, la obligaba a mimos dulces y caricias lentas, lo que sólo lograba excitarla todavía más.
La joven se obligó a respirar y a disfrutar del momento que compartían, pues al fin había comprendido el mensaje sin palabras de Târsil. Ella era su mujer y quería disfrutarla sin apuros ni violencias innecesarias; se embriagaría de su cuerpo con lentitud y solemnidad, porque la amaba y le pertenecía; no había prisas, ni era una pelea; era, ante todo, el momento de amarse. Jîldael le tomó el rostro y lo acarició con suma tranquilidad; dejó que sus dedos jugasen con sus labios y se metieran dentro de su boca para luego unirse en un beso intenso, cargado de fuego y de amor.
Lo sintió acariciarle los pechos llenos que ya comenzaban a llenarse de leche, tan sensibles y delicados que un gemido violento se le escapó, mientras arañaba su espalda como prueba de su pasión apenas contenida. Se apegó al oído de Târsil y le susurró suavemente, con la voz líquida del deseo:
– Bebe de ellos, por favor... Cómeme entera, soy tu mujer sin reservas... – gimió desesperada, pero el Valborg sonrió, maquiavélico, y, en lugar de ceder a sus deseos, la tomó entre sus brazos, ignorando deliberadamente su petición, para llevarla rumbo a la tina que había preparado con tanto esmero.
Sintió cómo él la depositaba con suma delicadeza, sin quitarle los candentes ojos de encima, acomodándola en la caricia del agua caliente que ella tanto necesitaba. Por unos segundos, Jîldael se olvidó del deseo que la carcomía y realmente disfrutó del agua en la que estaba sumergida, pero entonces Târsil comenzó a quitarse la ropa y la joven no pudo más que deleitarse en la belleza del cuerpo masculino. Gruñó por lo bajo, mientras él se desnudaba y se reunía con ella. El Inquisidor se introdujo por detrás de ella, jugando con sus cabellos y su espalda, pero la Cambiaformas no estaba para tales pitanzas, así que volteó hacia él y lo recibió con un beso caliente y posesivo; Valborg entendió el mensaje enseguida y, tomándola por las caderas, la colocó sobre él, pero la mantuvo a raya, lo que terminó de enloquecer a Jîldael, quién gruñó visiblemente enojada. Él le puso un dedo encima y la impelió a tener paciencia. Sólo cuando estuvieron cómodos los dos, Târsil le permitió envolverlo. Se resbaló dentro de ella, con suma calma, duro como una roca, poderoso amo y señor del cuerpo femenino que respondía fuerte y ardiente a las demandas masculinas.
Por primera vez, ambos cuerpos se movían sincronizados y tranquilos; atrás se quedaban las caricias violentas y el sexo desenfrenado, los que poco a poco daban paso al encuentro tranquilo e intenso. Él le mordió el cuello y ella le enterró las uñas en la espalda, al tiempo que el miembro masculino se endurecía dentro de ella que, estrecha y mojada, lo apretaba dentro de sí. Las lenguas se encontraron incontables veces y se reconocieron, se domesticaron y sellaron el lazo que los unía de manera definitiva; el varón por fin accedió a beber de los pechos de la joven, a medida que el ritmo aumentaba y se volvía más violento, pero sin caer en la terrible ferocidad de la primera vez.
A momentos, ella estaba encima de él recorriendo su pecho, mordiendo sus tetillas y enterrando sus uñas sobre las incontables cicatrices que, cuales tatuajes, la seducían y la excitaban todavía más. A momentos, él no resistía la tentación y terminaba encima de ella, apegándola a su cuerpo, entrelazando sus manos y metiendo sus pechos en su boca demandante. Y, por instantes, ambos estaban sentados frente a frente, envueltos en un abrazo íntimo que les permitía tocarse, verse, besarse y amarse todo al mismo tiempo. Cuando la pasión remitía, retrasando en un dolor exquisito el orgasmo, el amor la dominaba por completo y las palabras escapaban sin que ella pudiera detenerlas:
– Te amo, Târsil... Te amo tanto... Eres mío para el resto de nuestras vidas... – y cada vez que decía eso, un arañazo dejaba una marca imborrable de su dominio y un beso sellada la anunciada posesión del cuerpo masculino – Por favor, dime que soy tuya... dime que te pertenezco... dime que no dejarás que me vaya, aunque sea mentira... – entonces, la súplica desesperada se ahogaba en un indicio de llanto que ella lograba esconder con un beso feroz, sin darle tiempo a él para responder; no quería que nada rompiese esa fantasía de segundos. Quería prolongar ese sueño breve todo lo que más pudiera.
Se amarraba a él en esos instantes, llenándose de su cuerpo, de su aroma y de sus caricias posesivas, intensas y protectoras. Lo amaba tanto y ese amor no le cabía en el pecho, pero no era suficiente, ella quería más:
– Llévame a la cama... Quiero compartir mi lecho contigo, por favor... Tengo tanto aún que compartir contigo... – le suplicó mirándolo a los ojos, con la promesa tácita de todas las cosas que aún les quedaban por hacer juntos. Le prometió una noche inolvidable y estaba dispuesta a cumplirla, pero necesitaba que él también deseara seguir amándola... ojala, hasta que la muerte los separase.
***
Un jadeo se escapó de sus labios cuando lo sintió tocarla, amarrarla por la cintura y regarle de besos el cuello y la espalda; sus manos eran firmes y ásperas, despertando todas sus terminaciones nerviosas y provocando que la joven se arqueara casi instintivamente hacia él. La chica estiró sus manos hacia atrás y le acarició el rostro y la cabeza al rape, pero entonces Târsil le tocó el vientre y Jîldael se encogió, sorprendida y unió sus manos a las del varón, eran una sola entidad, amándose, perteneciéndose; las dulces palabras del Inquisidor acogieron su alma y la llenaron de amor y devoción; su cuerpo estremecido se sacudió en un impulso como respuesta a lo que ella estaba sintiendo:
– Te amo tanto... ¡Oh, Târsil, no me dejes nunca! – susurró, desesperada, sabiendo que, a fin de cuentas, tendría que alejarse de él. No lo soportaría... no podía ni quería vivir sin él, pero tendría que hacerlo y no sabía cómo iba a lograrlo.
El baldazo de realidad la impulsó a separarse de él, a correr lo más lejos que pudiera y esconderse en donde nunca pudiera encontrarla; todavía había tiempo de escapar de su embrujo; todavía no había hecho el amor con él... Todavía intentaba mentirse a sí misma. La verdad, irrefutable, era simple: amarlo significaba estar a su lado y punto. Giró hacia el Valborg y se amarró a él, aterrada de solo pensar en tener que separarse de él, quién le habló, sin siquiera percibir la marea de pensamientos que ahogaban a la atribulada Cambiaformas:
– Soy yo el que te suplica que me dejes amarte... – le dijo, al tiempo que le tomaba el rostro y la besaba suavemente. Poco a poco, el deseo y el amor empezaron a sobreponerse a todo lo demás y Jîldael, ansiosa y amante, no podía estarse quieta. Ella era una gata, después de todo, y su cuerpo salvaje deseaba cada vez más al hombre frente a sí. Deseaba recorrerlo entero y montarlo sin contemplación alguna, pero él, por el contrario, la obligaba a mimos dulces y caricias lentas, lo que sólo lograba excitarla todavía más.
La joven se obligó a respirar y a disfrutar del momento que compartían, pues al fin había comprendido el mensaje sin palabras de Târsil. Ella era su mujer y quería disfrutarla sin apuros ni violencias innecesarias; se embriagaría de su cuerpo con lentitud y solemnidad, porque la amaba y le pertenecía; no había prisas, ni era una pelea; era, ante todo, el momento de amarse. Jîldael le tomó el rostro y lo acarició con suma tranquilidad; dejó que sus dedos jugasen con sus labios y se metieran dentro de su boca para luego unirse en un beso intenso, cargado de fuego y de amor.
Lo sintió acariciarle los pechos llenos que ya comenzaban a llenarse de leche, tan sensibles y delicados que un gemido violento se le escapó, mientras arañaba su espalda como prueba de su pasión apenas contenida. Se apegó al oído de Târsil y le susurró suavemente, con la voz líquida del deseo:
– Bebe de ellos, por favor... Cómeme entera, soy tu mujer sin reservas... – gimió desesperada, pero el Valborg sonrió, maquiavélico, y, en lugar de ceder a sus deseos, la tomó entre sus brazos, ignorando deliberadamente su petición, para llevarla rumbo a la tina que había preparado con tanto esmero.
Sintió cómo él la depositaba con suma delicadeza, sin quitarle los candentes ojos de encima, acomodándola en la caricia del agua caliente que ella tanto necesitaba. Por unos segundos, Jîldael se olvidó del deseo que la carcomía y realmente disfrutó del agua en la que estaba sumergida, pero entonces Târsil comenzó a quitarse la ropa y la joven no pudo más que deleitarse en la belleza del cuerpo masculino. Gruñó por lo bajo, mientras él se desnudaba y se reunía con ella. El Inquisidor se introdujo por detrás de ella, jugando con sus cabellos y su espalda, pero la Cambiaformas no estaba para tales pitanzas, así que volteó hacia él y lo recibió con un beso caliente y posesivo; Valborg entendió el mensaje enseguida y, tomándola por las caderas, la colocó sobre él, pero la mantuvo a raya, lo que terminó de enloquecer a Jîldael, quién gruñó visiblemente enojada. Él le puso un dedo encima y la impelió a tener paciencia. Sólo cuando estuvieron cómodos los dos, Târsil le permitió envolverlo. Se resbaló dentro de ella, con suma calma, duro como una roca, poderoso amo y señor del cuerpo femenino que respondía fuerte y ardiente a las demandas masculinas.
Por primera vez, ambos cuerpos se movían sincronizados y tranquilos; atrás se quedaban las caricias violentas y el sexo desenfrenado, los que poco a poco daban paso al encuentro tranquilo e intenso. Él le mordió el cuello y ella le enterró las uñas en la espalda, al tiempo que el miembro masculino se endurecía dentro de ella que, estrecha y mojada, lo apretaba dentro de sí. Las lenguas se encontraron incontables veces y se reconocieron, se domesticaron y sellaron el lazo que los unía de manera definitiva; el varón por fin accedió a beber de los pechos de la joven, a medida que el ritmo aumentaba y se volvía más violento, pero sin caer en la terrible ferocidad de la primera vez.
A momentos, ella estaba encima de él recorriendo su pecho, mordiendo sus tetillas y enterrando sus uñas sobre las incontables cicatrices que, cuales tatuajes, la seducían y la excitaban todavía más. A momentos, él no resistía la tentación y terminaba encima de ella, apegándola a su cuerpo, entrelazando sus manos y metiendo sus pechos en su boca demandante. Y, por instantes, ambos estaban sentados frente a frente, envueltos en un abrazo íntimo que les permitía tocarse, verse, besarse y amarse todo al mismo tiempo. Cuando la pasión remitía, retrasando en un dolor exquisito el orgasmo, el amor la dominaba por completo y las palabras escapaban sin que ella pudiera detenerlas:
– Te amo, Târsil... Te amo tanto... Eres mío para el resto de nuestras vidas... – y cada vez que decía eso, un arañazo dejaba una marca imborrable de su dominio y un beso sellada la anunciada posesión del cuerpo masculino – Por favor, dime que soy tuya... dime que te pertenezco... dime que no dejarás que me vaya, aunque sea mentira... – entonces, la súplica desesperada se ahogaba en un indicio de llanto que ella lograba esconder con un beso feroz, sin darle tiempo a él para responder; no quería que nada rompiese esa fantasía de segundos. Quería prolongar ese sueño breve todo lo que más pudiera.
Se amarraba a él en esos instantes, llenándose de su cuerpo, de su aroma y de sus caricias posesivas, intensas y protectoras. Lo amaba tanto y ese amor no le cabía en el pecho, pero no era suficiente, ella quería más:
– Llévame a la cama... Quiero compartir mi lecho contigo, por favor... Tengo tanto aún que compartir contigo... – le suplicó mirándolo a los ojos, con la promesa tácita de todas las cosas que aún les quedaban por hacer juntos. Le prometió una noche inolvidable y estaba dispuesta a cumplirla, pero necesitaba que él también deseara seguir amándola... ojala, hasta que la muerte los separase.
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Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Re: Redención (+18). | Privado.
“Amar es tener al diablo en el cuerpo y a Dios en el corazón.”
—J. R. Gendra.
—J. R. Gendra.
Él obedeció al instante. La tomó entre sus brazos y con cuidado la transportó hasta la primera cama que encontró en la residencia. La colocó boca arriba y enseguida se irguió sobre ella, ayudándose con sus fuertes brazos, los cuales colocó a ambos lados del cuerpo femenino, logrando así quedar suspendido sobre ella.
—Eres mía, sólo mía, completamente mía. Y yo soy tuyo. Para siempre. —Pronunció con vehemencia, con una mirada profunda y voz efusiva, expresando vivamente sus sentimientos hacia ella y así cumplir la segunda de las peticiones que su mujer le hacía.
Después, acercó su rostro a sus senos y con la punta de su lengua trazó círculos alrededor de sus rosados pezones. Lo hizo con lentitud y precisión, con toda la calma del mundo, como si no hubiera un mañana o un presente que lo condenara a sentirse inquieto y apresurado. Sus labios de abrieron sobre la delicada piel de esa zona y con cuidado comenzó a succionar. De los duros y generosos pechos de Jîldael comenzó salir un líquido blancuzco cuyo sabor le era curiosamente familiar. Târsil, que al inicio consideró un tanto extraña la petición que la Cambiaformas le había hecho, se sintió notablemente más excitado con la situación, y, de algún modo, sintió que el acto que estaba efectuando lo unía de alguna u otra manera a su primogénito aún no nacido. Jadeó audiblemente cuando sintió la leche manchar sus labios, al escuchar el placer que le provocaba a ella cumpliendo su deseo.
Los besos, las caricias, la forma en que la miraba, fija e ininterrumpidamente, eran solamente las pruebas más irrefutables de su afán de poseerla en todos los sentidos posibles. A esas alturas, para Târsil no era suficiente poseer su cuerpo, necesitaba sentir que su alma también era suya. Su mente, cada uno de sus pensamientos y deseos, debían evocarlo solo a él.
—No cierres los ojos, mírame. Quiero que me mires todo el tiempo —le pidió, mientras sus labios seguían un recorrido desde sus pechos hasta su vientre, el cual llenó de besos y caricias. Deseaba que el contacto visual fuera permanente. Quería que ella observara cada uno de los gestos que ella y su cuerpo caliente le provocaban. Él también quería mirarla, quería escucharla y olerla, tocarla hasta el cansancio. Ella era todo lo que su cuerpo entero clamaba.
Maniobró su cuerpo hasta lograr colocarla de lado, posición que él también adoptó junto a ella. Entonces, tomó una de las piernas de la Cambiaformas y se la colocó encima de la cintura, de ese modo la pareja pudo compartir una posición cómoda en la que sus sexos, palpitantes y húmedos, tenían toda la libertad del mundo para unirse sin tener que molestar al bebé. Apoyado en su pelvis, Târsil se movió sobre la cama y volvió a penetrarla. Jadeó de placer al sentir nuevamente cómo la calidez y la humedad de la cavidad femenina, que por momentos parecía resistirse, abrazaba todo su miembro viril, apoderándose de él, recubriéndolo por completo.
Comenzó a moverse rítmicamente, adelante y atrás, aumentando el ritmo, y un ahogado lamento escapó de los entreabiertos labios de Jîldael cuando sintió aquella gran arma, dura como el hierro, presionando su matriz, y dilatándola con su gran tamaño. Târsil dejó de moverse por un segundo, como para corroborar que ella estuviera bien, y, cuando supo que todo estaba en orden, y que sólo había sido la audible manifestación del desbordante placer que estaba experimentando, continuó sus embestidas, mismas que fueron tornándose cada vez más agresivas conforme se acrecentaba su necesidad de abarcarla toda, su incontenible deseo de triplicar la deliciosa sensación producto de la constante fricción de su verga dentro del sexo de su amada. El rosado agujero, empapado de fluidos propios y ajenos, se contrajo varias veces. Târsil realmente disfrutaba escuchando los orgasmos de su hembra, sus ruidos que se le antojaron tanto fogosos como adorables.
Cuando volvió a entornar sus ojos en el rostro de la Cambiaformas, ella le devolvió la mirada. Tenía la respiración entrecortada y también lo miraba fijamente, con una expresión de dolor mezclada con el placer y la boca entreabierta. En ese preciso instante un gemido de lujuria satisfecha escapó de sus sensuales labios y Târsil se acercó para besarla, ahogando el grito con un beso.
—¡Oh, Dios! —gritó él cuando sintió que tocaba el cielo, invocando a un ser supremo al que no veneraba. Las sensaciones eran tan avasalladoras que no podía reprimir externarlas mediante sus ruidos. Por momentos sentía que no podía más, que explotaría de placer, que moriría en esa cama, pero estaba tan cerca del orgasmo que no podía dejar de moverse, tenía que alcanzar la gloria junto a ella a través de esa experiencia tan inmaculada, tan nueva para él.
Târsil Valborg- Inquisidor Clase Media
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Re: Redención (+18). | Privado.
““Si la pasión, si la locura no pasaran alguna vez por las almas… ¿Qué valdría la vida?”
Jacinto Benavente.
Jacinto Benavente.
– Eres mía, solo mía, completamente mía. Y yo soy tuyo. Para siempre. –
Era la promesa más hermosa que le habían hecho jamás..., pero...
Se amarró a él con fiereza; le mordió los labios y le haló los cabellos, como si hubieran vuelto a la cabaña y eso no fuera sino una pelea descarnada por someter al otro...
Y, entonces, sin el menor respiro, Târsil le cogía el pecho y bebía de él; Jîldael se arqueó producto del dolor y el placer que sentía, pero se obligó a resistir para no perder de vista a su hombre; se miraron entonces, como nunca antes lo habían hecho, compartiendo ese vínculo único que era el amor de su hijo, al que protegerían a costa de todo. Amó a Târsil aún más, si eso era de algún modo posible y se dejó llevar hasta el éxtasis del placer y el deseo.
Se movió rítmicamente, sintiendo como la presión crecía dentro de ella, en su cuerpo, en su alma, en todo su ser. Era, otra vez, como si un universo entero estallara dentro de ella; pero, al mismo tiempo, era como si nunca antes hubiera experimentado nada parecido. Tal vez, era que se sentía amada y protegida. Era que sentía que Târsil, por primera vez, estaba preocupado por alguien más. Había algo terrible y conmovedor en la expresión del Inquisidor: miedo, entrega, devoción... No podía decidirse porque se perdía en sus propios sentimientos: miedo, entrega, devoción, lealtad... ¿Dónde terminaban los de ella y empezaban los de él? ¿Cuánto de todo era una simple fantasía y cuánto perduraría en el tiempo? Gritó su nombre, mientras el clímax la dejaba sin aliento y sin fuerzas, pero no encontró la respuesta a esas preguntas. Y no importó porque durante unos segundos, todo a su alrededor desapareció como si no existiera nada más que ella. Estaba sola y estaba completa; no le faltaba nada; era perfecta y el mundo era perfecto así... Debía quedarse así para siempre..., pero un instante no dura una vida.
La otra voz la trajo de vuelta. Su propio nombre la ató a su cuerpo mortal y, desde aquel nirvana de su alma, poco a poco descendió hasta ser solo una mujer estremecida en los brazos de un hombre. Târsil la envolvió con suma delicadeza en un gesto tal dulce que estuvo a punto de hacerla llorar, pero ahogó como siempre sus veleidosas emociones en un beso que no permitiera tener miedo. ¿Sería Valborg capaz de ver en su alma? ¿Se daría cuenta él de lo frágil que era ella entre sus brazos? Quería tanto saber lo que pasaba por su cabeza; compartir no sólo su cuerpo, no solo sus palabras; quería tenerlo entero, en su alma, en sus miedos; quería ser la única para él y que él fuera único para ella.
El suspiro de Târsil en su hombro fue el resabio final del orgasmo que ya se desvanecía. En los instantes siguientes ninguno de los dos habló, pero eso no significaba que estuvieran quietos. Él se acomodó sobre las sábanas y ella se quedó sobre él, a horcajadas; envuelta en su abrazo; acunada en las caricias que se prodigaban mutuamente. Sentía las manos de Târsil dibujarle la espalda en suaves movimientos. Por su parte, Jîldael le acarició el cabello y escondió su rostro en el hueco del hombro y el cuello del Inquisidor. Pensó en muchas cosas; tenía tantas preguntas y tanto que decir, pero guardó silencio, pues temía perderlo todo si hablaba. Su hijo, entonces, le dio el valor que siempre parecía abandonarla
– ¡Se movió! – exclamó, sorprendida, al tiempo que se separaba de Târsil para mirarlo fijamente. Cogió la mano de él y la puso sobre su vientre – Siente... espera... ¡Ahí! Se movió otra vez. – sus ojos verde–miel se empañaron en lágrimas de emoción y no pudo contenerlas esta vez – Tengo miedo... de ti, de este amor que siento. De perderte... Creo que eso es lo peor. Podría vivir con todo lo demás, pero no podría vivir si te pierdo... ¡Y eres Inquisidor, Dios del Cielo! Todos los días puedes morir... ahora más, si alguien descubriera que... ¡Dios mío!... ¡Déjame ir contigo! – le rogó desesperada; mientras lo abrazaba de nuevo, temblando ante la imagen de él herido o muerto – He perdido a mi madre y a mi padre... Sólo me quedan Charles y tú... y ahora mi hijo, nuestro hijo... Y no puedo permitir que los lastimen, pero, así, como proscrita no puedo hacer nada... – enmarcó su rostro y lo besó – Déjame ser como tú; déjame pelear a tu lado. Soy fuerte y rápida; mis poderes me dejarían ayudarte. Enséñame a ser como tú. Quiero ser Inquisidora. Sólo así podré protegernos a todos, sólo así estarás a salvo. Uniéndome a la Inquisición. –
Y entonces, de algún modo, la burbuja de amor se rompió. Pero el amor mismo, se hizo más fuerte.
***
Era la promesa más hermosa que le habían hecho jamás..., pero...
Se amarró a él con fiereza; le mordió los labios y le haló los cabellos, como si hubieran vuelto a la cabaña y eso no fuera sino una pelea descarnada por someter al otro...
Y, entonces, sin el menor respiro, Târsil le cogía el pecho y bebía de él; Jîldael se arqueó producto del dolor y el placer que sentía, pero se obligó a resistir para no perder de vista a su hombre; se miraron entonces, como nunca antes lo habían hecho, compartiendo ese vínculo único que era el amor de su hijo, al que protegerían a costa de todo. Amó a Târsil aún más, si eso era de algún modo posible y se dejó llevar hasta el éxtasis del placer y el deseo.
Se movió rítmicamente, sintiendo como la presión crecía dentro de ella, en su cuerpo, en su alma, en todo su ser. Era, otra vez, como si un universo entero estallara dentro de ella; pero, al mismo tiempo, era como si nunca antes hubiera experimentado nada parecido. Tal vez, era que se sentía amada y protegida. Era que sentía que Târsil, por primera vez, estaba preocupado por alguien más. Había algo terrible y conmovedor en la expresión del Inquisidor: miedo, entrega, devoción... No podía decidirse porque se perdía en sus propios sentimientos: miedo, entrega, devoción, lealtad... ¿Dónde terminaban los de ella y empezaban los de él? ¿Cuánto de todo era una simple fantasía y cuánto perduraría en el tiempo? Gritó su nombre, mientras el clímax la dejaba sin aliento y sin fuerzas, pero no encontró la respuesta a esas preguntas. Y no importó porque durante unos segundos, todo a su alrededor desapareció como si no existiera nada más que ella. Estaba sola y estaba completa; no le faltaba nada; era perfecta y el mundo era perfecto así... Debía quedarse así para siempre..., pero un instante no dura una vida.
La otra voz la trajo de vuelta. Su propio nombre la ató a su cuerpo mortal y, desde aquel nirvana de su alma, poco a poco descendió hasta ser solo una mujer estremecida en los brazos de un hombre. Târsil la envolvió con suma delicadeza en un gesto tal dulce que estuvo a punto de hacerla llorar, pero ahogó como siempre sus veleidosas emociones en un beso que no permitiera tener miedo. ¿Sería Valborg capaz de ver en su alma? ¿Se daría cuenta él de lo frágil que era ella entre sus brazos? Quería tanto saber lo que pasaba por su cabeza; compartir no sólo su cuerpo, no solo sus palabras; quería tenerlo entero, en su alma, en sus miedos; quería ser la única para él y que él fuera único para ella.
El suspiro de Târsil en su hombro fue el resabio final del orgasmo que ya se desvanecía. En los instantes siguientes ninguno de los dos habló, pero eso no significaba que estuvieran quietos. Él se acomodó sobre las sábanas y ella se quedó sobre él, a horcajadas; envuelta en su abrazo; acunada en las caricias que se prodigaban mutuamente. Sentía las manos de Târsil dibujarle la espalda en suaves movimientos. Por su parte, Jîldael le acarició el cabello y escondió su rostro en el hueco del hombro y el cuello del Inquisidor. Pensó en muchas cosas; tenía tantas preguntas y tanto que decir, pero guardó silencio, pues temía perderlo todo si hablaba. Su hijo, entonces, le dio el valor que siempre parecía abandonarla
– ¡Se movió! – exclamó, sorprendida, al tiempo que se separaba de Târsil para mirarlo fijamente. Cogió la mano de él y la puso sobre su vientre – Siente... espera... ¡Ahí! Se movió otra vez. – sus ojos verde–miel se empañaron en lágrimas de emoción y no pudo contenerlas esta vez – Tengo miedo... de ti, de este amor que siento. De perderte... Creo que eso es lo peor. Podría vivir con todo lo demás, pero no podría vivir si te pierdo... ¡Y eres Inquisidor, Dios del Cielo! Todos los días puedes morir... ahora más, si alguien descubriera que... ¡Dios mío!... ¡Déjame ir contigo! – le rogó desesperada; mientras lo abrazaba de nuevo, temblando ante la imagen de él herido o muerto – He perdido a mi madre y a mi padre... Sólo me quedan Charles y tú... y ahora mi hijo, nuestro hijo... Y no puedo permitir que los lastimen, pero, así, como proscrita no puedo hacer nada... – enmarcó su rostro y lo besó – Déjame ser como tú; déjame pelear a tu lado. Soy fuerte y rápida; mis poderes me dejarían ayudarte. Enséñame a ser como tú. Quiero ser Inquisidora. Sólo así podré protegernos a todos, sólo así estarás a salvo. Uniéndome a la Inquisición. –
Y entonces, de algún modo, la burbuja de amor se rompió. Pero el amor mismo, se hizo más fuerte.
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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