AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Nothing Can Come Between Us | Privado
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Nothing Can Come Between Us | Privado
“Si no juegas, nunca ganarás.”
Charles Bukowski
Charles Bukowski
Si había alguien con la capacidad de arruinarle los momentos de felicidad, ese era Aaron Townshend. Al llegar a París, había ido en busca de la correspondencia que Arabella le dejaría en el lugar acordado. Las noticias habían sido maravillosas: Sofía había aprendido a montar el pony que le había regalado en su natalicio número seis. Helena rebozaba de alegría, y arribó al hotel en el que se hospedaría junto a su compañero, con una inusual sonrisa en los labios. En la recepción, le informaron que su esposo, Monsieur Ockham, ya se encontraba en la suite. Menuda sorpresa se llevó Helena cuando descubrió que no tenía una cama para ella sola, y la discusión se había desatado al sentenciar que a él le correspondía el sillón. Claramente, Aaron, para fastidiarla, se había negado. Helena salió de la habitación hecha una tromba, y se refugió en uno de los jardines, donde leyó una y otra vez la carta de su querida amiga, intentando imaginar a su hija riendo y jugando con el regalo que ella le había hecho. Tenía en su memoria el aroma de la niña, y lo evocaba para tranquilizar su indomable carácter. Volvió a los aposentos al final de la tarde, donde tomó un baño, y agradeció que el hotel le proveyera de dos doncellas que la ayudaron a enfundarse en un escotado vestido carmesí, le peinaron el cabello rubio en una trenza convertida en rodete a la altura de la nuca y le soltaron unos bucles en la zona de las patillas y de la frente, la maquillaron sutilmente con polvo de arroz, un carboncillo para delinearle los ojos y carmín en los labios. Cuando Aaron regresó –ni siquiera se interesó por saber dónde estaba- ella ya estaba lista y olía a rosas. Despidió a las doncellas y lo apremió a que partieran al sitio que habían descubierto como una de las sedes del grupo de rebeldes.
—Sigo sin creer que hayas sido capaz de algo semejante —se quejó, una vez más, antes de tomarlo del brazo e ingresar al cabaret. Si bien no era común que las damas se adentraran en un espectáculo como aquel, solía verse a alguna que otra acompañando a su marido. Como se habían encargado de difundir el rumor de que los Ockham eran un matrimonio excéntrico, no extrañaría su presencia en aquel lugar.
Helena estampó en sus labios una sonrisa cordial, y plasmó en sus ojos una mirada de cierta fascinación por la decoración y las bailarinas con faldas de plumas que danzaban al son de una orquesta compuesta por hombres. Se dejó llevar por Aaron, que a su vez, era guiado por un elegante caballero que oficiaba de anfitrión. Cada espectador estaba absorto en el show que se brindaba, y no se percataron de la pareja que acababa de llegar. Los ubicaron en una mesa para dos, algo alejada del centro de la escena, y rápidamente les llevaron una botella del mejor champagne y dos copas. Mathilde tomó a Bernard de la mano y le sonrió como cualquier mujer enamorada lo haría a su adorado esposo. El anillo de bodas, una espectacular pieza de diamantes, brillaba en su anular izquierdo, y hacía juego con los pequeños pendientes y la gargantilla que le adornaba el escote. Le gustaba aquel lugar, especialmente, porque era fácil distinguir a aquellos que se encontraban allí por mero esparcimiento, de aquellos que estaban por cuestiones non sanctas. Agudizó su olfato, y sus orbes siguieron el rastro del olor de los cambiantes: eran cuatro, y se encontraban a cinco metros de distancia, a espaldas de Aaron. Parecían divertirse, y Helena advirtió que eran profesionales en lo suyo.
Cuando sus ojos abandonaron al pequeño grupo –los había mantenido el tiempo prudencial para no llamar su atención- volvieron a Aaron. Mal que le pesara, hacían una gran dupla, y no hacía falta hablarle, ni tampoco hacer un mínimo gesto, para que él supiera que los había divisado. Hacía tres años que trabajaban juntos, y si bien no lograban superar las rispideces iniciales, en el campo de trabajo eran infalibles, y conseguían una comunicación que, si bien no lo admitiría, jamás había logrado con ninguno de sus otros compañeros, siquiera con Donato. Y, quizá por ello, era que Townshend le provocaba tanto rechazo. Le temía al vínculo que podían generar, además de que él representaba todo lo que no soportaba en sus pares. Lo consideraba irresponsables, charlatán y poco serio, y también contradictorio, pues en la labor que llevaban a cabo, era impecable, y la cambiante nunca entendería por qué, pues parecía nunca esforzarse por nada, mientras ella se desvivía por lo que hacía.
—Señor y Señora Ockham —había percibido que se les acercaba el anfitrión, aunque simuló sorpresa, como si el caballero hubiera roto un instante de magia. —Gentileza de unos admiradores de la bella dama —colocó otra botella de champagne y unos habanos, claramente traídos desde las indias occidentales. El aroma que llegaba a las fosas nasales de la inquisidora, era embriagador. El hombre se retiró con una leve reverencia.
—Son buenos en lo suyo, no les costó mucho distinguirnos —comentó con desdén. — ¿Estás seguro que funcionará? —Aaron había diagramado aquel primer contacto con los cambiantes, y si bien Helena confiaba en su juicio –otra de las cosas que nunca sería capaz de admitir- prefería asegurarse de que su compañero se mantuviera alerta y no se confiara.
—Sigo sin creer que hayas sido capaz de algo semejante —se quejó, una vez más, antes de tomarlo del brazo e ingresar al cabaret. Si bien no era común que las damas se adentraran en un espectáculo como aquel, solía verse a alguna que otra acompañando a su marido. Como se habían encargado de difundir el rumor de que los Ockham eran un matrimonio excéntrico, no extrañaría su presencia en aquel lugar.
Helena estampó en sus labios una sonrisa cordial, y plasmó en sus ojos una mirada de cierta fascinación por la decoración y las bailarinas con faldas de plumas que danzaban al son de una orquesta compuesta por hombres. Se dejó llevar por Aaron, que a su vez, era guiado por un elegante caballero que oficiaba de anfitrión. Cada espectador estaba absorto en el show que se brindaba, y no se percataron de la pareja que acababa de llegar. Los ubicaron en una mesa para dos, algo alejada del centro de la escena, y rápidamente les llevaron una botella del mejor champagne y dos copas. Mathilde tomó a Bernard de la mano y le sonrió como cualquier mujer enamorada lo haría a su adorado esposo. El anillo de bodas, una espectacular pieza de diamantes, brillaba en su anular izquierdo, y hacía juego con los pequeños pendientes y la gargantilla que le adornaba el escote. Le gustaba aquel lugar, especialmente, porque era fácil distinguir a aquellos que se encontraban allí por mero esparcimiento, de aquellos que estaban por cuestiones non sanctas. Agudizó su olfato, y sus orbes siguieron el rastro del olor de los cambiantes: eran cuatro, y se encontraban a cinco metros de distancia, a espaldas de Aaron. Parecían divertirse, y Helena advirtió que eran profesionales en lo suyo.
Cuando sus ojos abandonaron al pequeño grupo –los había mantenido el tiempo prudencial para no llamar su atención- volvieron a Aaron. Mal que le pesara, hacían una gran dupla, y no hacía falta hablarle, ni tampoco hacer un mínimo gesto, para que él supiera que los había divisado. Hacía tres años que trabajaban juntos, y si bien no lograban superar las rispideces iniciales, en el campo de trabajo eran infalibles, y conseguían una comunicación que, si bien no lo admitiría, jamás había logrado con ninguno de sus otros compañeros, siquiera con Donato. Y, quizá por ello, era que Townshend le provocaba tanto rechazo. Le temía al vínculo que podían generar, además de que él representaba todo lo que no soportaba en sus pares. Lo consideraba irresponsables, charlatán y poco serio, y también contradictorio, pues en la labor que llevaban a cabo, era impecable, y la cambiante nunca entendería por qué, pues parecía nunca esforzarse por nada, mientras ella se desvivía por lo que hacía.
—Señor y Señora Ockham —había percibido que se les acercaba el anfitrión, aunque simuló sorpresa, como si el caballero hubiera roto un instante de magia. —Gentileza de unos admiradores de la bella dama —colocó otra botella de champagne y unos habanos, claramente traídos desde las indias occidentales. El aroma que llegaba a las fosas nasales de la inquisidora, era embriagador. El hombre se retiró con una leve reverencia.
—Son buenos en lo suyo, no les costó mucho distinguirnos —comentó con desdén. — ¿Estás seguro que funcionará? —Aaron había diagramado aquel primer contacto con los cambiantes, y si bien Helena confiaba en su juicio –otra de las cosas que nunca sería capaz de admitir- prefería asegurarse de que su compañero se mantuviera alerta y no se confiara.
Helena de Bragança- Condenado/Cambiante/Clase Alta
- Mensajes : 36
Fecha de inscripción : 22/10/2015
Re: Nothing Can Come Between Us | Privado
“See not the face…
but only the eyes,
of the poker face.”
― Toba Beta, Master of Stupidity
but only the eyes,
of the poker face.”
― Toba Beta, Master of Stupidity
Riñas y pugnas; ese era el lenguaje que siempre usaban entre ambos. Así había sido desde el principio, y se había acostumbrado. A veces, incluso, con esa naturaleza tramposa y astuta que tenía, él mismo provocaba las disputas, le gustaba cómo Helena arrugaba la nariz cuando se enfadaba y creía que unas cuantas palabras hirientes valían la pena por verla con esa expresión tan divertida. Esa tarde, fue más bien su sonrisa misteriosa la que provocó la pelea, no tanto la cama, ésta era sólo el instrumento. Le molestaba quedarse fuera de algo, sobre todo si ese algo involucraba a su compañera. Se suponía que no debían tener secretos, si querían llevarse el triunfo en su empresa; por supuesto, siendo como era, esa regla sólo aplicaba para ella y él era todo lo misterioso que se le daba la gana. Pero Aaron, aunque quisiera lo contrario, al final del camino, resultaba bastante transparente, sólo hacía falta ver con atención. Se largó poco después de que ella lo hizo; tan sólo fue al bar del hotel que les servía de refugio y bastión.
Cuando regresó, ella ya estaba lista y debía admitir que lucía espectacular. Su apariencia, sensual y elegante a partes iguales, hizo que levantara una ceja, pero no dijo nada. En el tiempo que llevaban juntos, los únicos cumplidos que alguna vez le había hecho eran «buen trabajo» y cosas por el estilo, sólo la había elogiado en el plano de su labor inquisidora. Aaron era suave con las damas y eso era bien sabido, pero con Helena prefería pelear; era más entretenido, ella era digna contrincante y no iba a reducirla a una conquista más.
Se alistó rápido y aunque fueron pocos minutos, al salir del boudoir lucía impecable. Traje negro, camisa blanca, mancuernillas de turmalina negra, todo hacía resaltar sus ojos azules; con ese toque descuidado apenas perceptible pero ideal para remarcar el encanto que poseía de manera inmanente. Al arribar al sitio, del brazo como el matrimonio Ockham y pasada la reyerta por la cama, le guiñó un ojo cuando ella expresó su sorpresa. Oteó el local de manera rápida para saber dónde había salidas y otros puntos clave, era mucho más observador de lo que su manera de ser daba a entender. De no haber ido por trabajo, estaría bastante entretenido con el show; no es que desconociera ese tipo de negocios.
Como era de suponerse, siendo él Bernard Ockham, el hombre de la relación, fue a quien los encargados se dirigieron en todo momento y él, con una educación refinada, agradeció y atendió a todos ellos. Sin embargo, sabía bien que fuera de la fachada que estaban montando, Helena no era la sumisa esposa de nadie. No sólo eso, debía admitir que era la mejor compañera que había tenido, la única capaz de aguantarlo lo suficiente y de complementarlo. Hacían un buen equipo y aunque nunca lo iba a admitir en voz alta, no valía la pena ocultarlo para sí mismo. Con una sola mirada comprendió que ella había dado con su objetivo de la velada, no le sorprendió su eficacia. Fue a abrir la boca cuando el regalo llegó. Agradeció al hombre y luego miró a Helena con una media sonrisa.
—Así como no te costó a ti distinguirlos —dijo con desenfado y se inclinó al frente para abrir la caja de cigarros. Sacó uno, le quitó la envoltura y se lo llevó a la boca. Uno de los meseros se acercó rápido para encenderlo con un mechero. Luego la miró—. ¿Qué? Es un regalo y no vamos a desperdiciarlo —dijo con falsa inocencia y dio la primera fumada, después descansó el puro en un cenicero al centro de la mesa—. Por Dios, amor… —la tomó de la mano, completamente metido en su personaje—. ¿Cuándo te he fallado? Este negocio va viento en popa —la soltó con suavidad y dio un trago a la champaña. Habló con la vaguedad que la ocasión merecía. Miró por el rabillo del ojo a los hombres que les había enviado el presente, que estaban a sus espaldas, pudo notar en el semblante de ella; no alcanzó a ver demasiado.
—¿Cuántos son? —Esta vez usó un tono de voz más quedo y aguardó hasta que una tanda de aplausos ayudaran a confundir su voz. Quiso decir más, pero el encomio se extinguió y en cambio sólo carraspeó—. Mathilde, amor… recuerda por qué venimos aquí, para avivar nuestro matrimonio, no me mires así —regresó a la actuación y se inclinó para volver a tomar el puro, aprovechando la cercanía, clavó los ojos en Helena—: Creo que deberías ir a agradecerles, yo fingiré que es otra de nuestras excentricidades —de nuevo, aquel guiño perspicaz, arrogante y cautivador.
Aaron Townshend- Inquisidor Clase Alta
- Mensajes : 46
Fecha de inscripción : 22/10/2015
Localización : París
Re: Nothing Can Come Between Us | Privado
De no haber estado en otras circunstancias, Helena habría dado muestras claras del descontento que le generaba la constante pose de conquista de Aaron. Pero, como aquella noche, era Mathilde Ockham, se limitó a asentir con devoción y a sonreír con ternura; le sonreía con aquellos ojos iluminados y sus labios apenas curvados, que le daban a su rostro una nota infantil, como si aún continuase viviendo una niña dentro de su cuerpo. Quien conociera a Sofía, daría cuenta del parecido casi calcado entre ambas. Se puso de pie, rodeó la mesa hacia donde se encontraba su supuesto esposo, apoyó el dedo índice bajo su mentón y lo obligó a alzar el rostro. Luego, unió su boca suavemente a la suya, en un beso que carecía de pasión pero denotaba la intimidad de un matrimonio.
—Como digas, querido —susurró casi sin separarse, mirándolo fijo a los ojos. No era la primera vez que se besaban, ni tampoco sería la última; ambos tenían claros los límites que nunca debían sobrepasar. La atracción innegable entre ambos, quizá por el tiempo que pasaban juntos o quizá por la peligrosidad de las misiones que siempre emprendían, jamás pasaría a un plano concreto. Era una regla implícita entre ambos. Se separó con la lentitud propia de quien acaba de compartir algo mágico con un ser amado, y prefiere hacer perdurar aquellos instantes de fantasía unos segundos más.
Dio media vuelta y se encaminó, contoneando las caderas como si fuera una bailarina más, hacia la mesa donde se encontraban los amables caballeros que debían eliminar. No le había respondido a Aaron cuántos eran, que él mismo los contara. No podía negar que estaba celosa de aquellas mujeres a las que su compañero contemplaba con deseo. Aunque, en más de una ocasión, la había visto más que radiante –aquella noche era una de esas oportunidades- jamás había vislumbrado siquiera un hálito de aquel fuego que se encendía en él ante una fémina que le gustase. Lo conocía como si fuera su madre, había estudiado todos y cada uno de sus gestos, y sabía cuándo fingía y cuándo no; cuando la belleza de una dama lo deslumbraba y cuándo era pura ficción. Si bien había un sutil coqueteo, jamás la había mirado como se mira a una mujer hermosa, y eso era lo que más extrañaba de Donato.
—Buenas noches —su voz salió melodiosa, como la de una sirena; su acento británico la hacía pasar por una londinense. Sus ojos se posaron en cada par que la contemplaba. No hubo uno que no observase primero el generoso escote, y luego le contemplase el rostro, que ella mantenía tranquilo, a pesar de la incomodidad que le generaban aquellos ocho orbes queriendo devorarla. —Mi marido y yo estamos muy agradecidos con el presente que, tan amablemente, nos hicieron llegar, y no queremos perder la oportunidad de invitarles un trago —distinguió al que demostraba autoridad; todos los miraron a él, buscando aprobación. Era el que aparentaba menor edad, con un abundante cabello rubio y la mirada negra de un depredador. El instinto le dijo que era de él de quien debían cuidarse.
—Será un placer para nosotros —contestó, finalmente, el que Helena señaló como el líder. Se levantó primero, y los otros tres lo imitaron un segundo después. Sin perder demasiado tiempo, el cambiante posó su mano en la cintura de la inquisidora; ella, por su parte, desvió su mirada cargada de promesas que, esperaba, no tuviera que cumplir. Encabezando al grupo, regresó hacia el sitio donde Aaron había permanecido expectante.
—Cariño, los caballeros accedieron a beber junto a nosotros —dicho esto, se separó del jefe y se sentó en las piernas de su supuesto marido. No era extraño, debido al sitio en el que se encontraban, que una mujer adoptase aquella actitud, y el plan era que se mostrara como una esposa infiel y lujuriosa; Aaron, o Bernard, sería un hombre calmo, que llevase la voz cantante, pero que no fuera consciente de la clase de ramera con la que se había casado. —Estamos muy contentos de que hayan decidido aceptar, ¿no es cierto, cielo? —una de las manos de Helena, se había alojado en la nuca de Aaron, y jugueteaba con su cabello; la otra, se apoyaba sobre su pecho, mientras sus dedos lo acariciaban suavemente.
—Cuéntenos, por favor, ¿cuánto hace que se encuentran en París? Nosotros estamos recién llegados y nos encontramos fascinados con la vida de ésta ciudad —la idea de una conversación banal, era distinguir el rol que cada uno de los integrantes de aquel grupo poseía. El líder, estaba claro. El resto, todavía era un misterio. El primero a atacar, sería el más débil de todos; que parecía ser uno de edad mediana, que era incapaz de quitar sus ojos del escote de la señora Ockham, que se apretaba contra el torso de su marido, otorgándole mayor volumen. La próxima jugada, le tocaba a Bernard.
—Como digas, querido —susurró casi sin separarse, mirándolo fijo a los ojos. No era la primera vez que se besaban, ni tampoco sería la última; ambos tenían claros los límites que nunca debían sobrepasar. La atracción innegable entre ambos, quizá por el tiempo que pasaban juntos o quizá por la peligrosidad de las misiones que siempre emprendían, jamás pasaría a un plano concreto. Era una regla implícita entre ambos. Se separó con la lentitud propia de quien acaba de compartir algo mágico con un ser amado, y prefiere hacer perdurar aquellos instantes de fantasía unos segundos más.
Dio media vuelta y se encaminó, contoneando las caderas como si fuera una bailarina más, hacia la mesa donde se encontraban los amables caballeros que debían eliminar. No le había respondido a Aaron cuántos eran, que él mismo los contara. No podía negar que estaba celosa de aquellas mujeres a las que su compañero contemplaba con deseo. Aunque, en más de una ocasión, la había visto más que radiante –aquella noche era una de esas oportunidades- jamás había vislumbrado siquiera un hálito de aquel fuego que se encendía en él ante una fémina que le gustase. Lo conocía como si fuera su madre, había estudiado todos y cada uno de sus gestos, y sabía cuándo fingía y cuándo no; cuando la belleza de una dama lo deslumbraba y cuándo era pura ficción. Si bien había un sutil coqueteo, jamás la había mirado como se mira a una mujer hermosa, y eso era lo que más extrañaba de Donato.
—Buenas noches —su voz salió melodiosa, como la de una sirena; su acento británico la hacía pasar por una londinense. Sus ojos se posaron en cada par que la contemplaba. No hubo uno que no observase primero el generoso escote, y luego le contemplase el rostro, que ella mantenía tranquilo, a pesar de la incomodidad que le generaban aquellos ocho orbes queriendo devorarla. —Mi marido y yo estamos muy agradecidos con el presente que, tan amablemente, nos hicieron llegar, y no queremos perder la oportunidad de invitarles un trago —distinguió al que demostraba autoridad; todos los miraron a él, buscando aprobación. Era el que aparentaba menor edad, con un abundante cabello rubio y la mirada negra de un depredador. El instinto le dijo que era de él de quien debían cuidarse.
—Será un placer para nosotros —contestó, finalmente, el que Helena señaló como el líder. Se levantó primero, y los otros tres lo imitaron un segundo después. Sin perder demasiado tiempo, el cambiante posó su mano en la cintura de la inquisidora; ella, por su parte, desvió su mirada cargada de promesas que, esperaba, no tuviera que cumplir. Encabezando al grupo, regresó hacia el sitio donde Aaron había permanecido expectante.
—Cariño, los caballeros accedieron a beber junto a nosotros —dicho esto, se separó del jefe y se sentó en las piernas de su supuesto marido. No era extraño, debido al sitio en el que se encontraban, que una mujer adoptase aquella actitud, y el plan era que se mostrara como una esposa infiel y lujuriosa; Aaron, o Bernard, sería un hombre calmo, que llevase la voz cantante, pero que no fuera consciente de la clase de ramera con la que se había casado. —Estamos muy contentos de que hayan decidido aceptar, ¿no es cierto, cielo? —una de las manos de Helena, se había alojado en la nuca de Aaron, y jugueteaba con su cabello; la otra, se apoyaba sobre su pecho, mientras sus dedos lo acariciaban suavemente.
—Cuéntenos, por favor, ¿cuánto hace que se encuentran en París? Nosotros estamos recién llegados y nos encontramos fascinados con la vida de ésta ciudad —la idea de una conversación banal, era distinguir el rol que cada uno de los integrantes de aquel grupo poseía. El líder, estaba claro. El resto, todavía era un misterio. El primero a atacar, sería el más débil de todos; que parecía ser uno de edad mediana, que era incapaz de quitar sus ojos del escote de la señora Ockham, que se apretaba contra el torso de su marido, otorgándole mayor volumen. La próxima jugada, le tocaba a Bernard.
Helena de Bragança- Condenado/Cambiante/Clase Alta
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Fecha de inscripción : 22/10/2015
Re: Nothing Can Come Between Us | Privado
“Flirting is a promise of sexual intercourse without a guarantee.”
― Milan Kundera, The Unbearable Lightness of Being
― Milan Kundera, The Unbearable Lightness of Being
No dejaba de sorprenderlo. Aunque rara fuera la ocasión en que lo externara en voz alta y con palabras claras, la infanta de Portugal era mucho más que una niña cuya corona es lejana y se conforma con nupcias convenidas. Ese fue el pensamiento que cruzó la atribulada mente de Aaron el momento previo a rozar sus labios con los ajenos, causa de ella, no de él como sería más común. El contacto siempre le había agradado, que se llevaran como perros y gatos a nivel personal (y fueran igualmente buenos a nivel profesional) no quería decir que anulara sus sentidos. Helena era hermosa y Aaron demasiado perezoso como inventarse excusas y no aceptarlo. Y si la miraba diferente… ¡ah! Ese era asunto tan oculto que ni el propio dueño lograba ver aún.
La siguió con la mirada. Figura perfecta que sólo era comparable con la letalidad de la misma. Ella lo sabía, él estaba consciente y le daba gusto que usara tan bien sus armas. Si no hace mucho que serían dos nombres tachados en los anales de la Inquisición: caídos en batalla. O bueno, al menos él. Porque lo aceptaba con los pantalones bien puestos, ella lo había sacado de más de un apuro. Trató de aguzar el oído, a la distancia y con el mar de voces entre ambas mesas, le fue complicado distinguir algo realmente importante. Se agachó para dar otra fumada al puro y otro trago al champaña y cuando volvió a erguirse, una sonrisa lo acompañó. El primer paso estaba dado, comprobó al notar a los caballeros (4, ahora podía verlo), escoltando a su hermosa esposa.
Quiso ponerse de pie para saludar como el hombre cabal, abnegado incluso, que se suponía era, casado con una libertina señora que se divierte coronándolo con astas de buey. No obstante, Helena, o Mathilde misma no lo dejó, al sentarse en sus piernas. Rio de buena gana de la gracia de su mujer y dio unas palmaditas a las caderas que ahora se acomodaban en su regazo. Sin embargo, tuvo un tropiezo, de esos que no podía permitirse a esas alturas. Se perdió al completo en la mirada que ahora tenía a un palmo. Eso convencía al público de la devoción que Bernard sentía por su esposa, pero distraía a Aaron de la misión. Parpadeó unos segundos después, como saliendo de su ensoñación.
—Eh, sí, claro… ¡claro! —Reaccionó rápido, considerando que estaba ya navegando muy lejos—. Muy contentos, y muy agradecidos por el regalo. Buenos puros, caribeños puedo distinguir en su sabor —se movió con Helena en sus piernas para volver a alcanzar el cigarro que descansaba en el cenicero. Dio senda calada y dejó escapar el denso humo.
Pero entre el velo de la bocanada, Aaron miró a sus nuevos invitados. Identificó al líder, rubio y joven, apuesto también, aunque lucía el menos interesado en Helena. Al menos, no lo demostraba de manera tan obvia como el resto. Y como en una buena manada de animales —con perdón de la mujer que reposaba en su halda— era el más viejo el eslabón más débil. Y el más hambriento. Algo en la idea de cederle a Helena le repugnó, pero no había tiempo para eso.
—Fascinados sin duda. Es una ciudad más, ¿cómo decirlo? Liberal que Londres. Pero aquí mi querida esposa, incluso así, parece aburrirse —le sonrió como si le solapara sus imprudencias y se las celebrara.
—Ah, qué conveniente —habló el que estaba marcado como líder—. Nosotros también nos aburrimos. Llevamos algo más de tiempo en la ciudad, y uno llega a hartarse de lo mismo —continuó y sonrió con gesto ladino. Fue vago en sus palabras, pero Aaron no esperaba que de buenas a primeras decidiera confesarles qué hacían ahí—. Quizá podamos hacernos un favor mutuamente, ¿verdad? —Y se dirigió a sus cofrades que asintieron entusiasmados.
—¿Me está proponiendo algún tipo de negocio? —Aaron se metió de lleno en el papel de Bernard y asió ligeramente más fuerte a Helena, o Mathilde, en su regazo.
—Eso depende, señor…
—Ockham.
—Ockham. Interesante apellido —continuó el rubio.
—En tal caso, no es conmigo con quien ustedes deben negociar, sino con mi querida esposa —continuó Aaron. Sin darse cuenta, había echado el cuerpo al frente, amenazador, sin soltar a su compañera. Alzó ambas cejas y fijó los ojos cerúleos en los oscuros de su posible nuevo socio. Rápidamente movió los ojos hacia el más viejo de los cuatro, que parecía ya estarse degustando los besos de la que se suponía era su esposa.
Aaron Townshend- Inquisidor Clase Alta
- Mensajes : 46
Fecha de inscripción : 22/10/2015
Localización : París
Re: Nothing Can Come Between Us | Privado
Mathilde Ockham era una dama en actitud de prostituta. Todo en ella indicaba que era una mujer de armas tomar, que andaba sin rodeo y que no le importaba la presencia de su esposo. Seductora y provocativa, no escatimaba miradas sesgadas cargadas de impertinencia, que se clavaban en los cuatro hombres, obligándolos a fantasear. Su sonrisa de dientes blancos, era una incitación. Helena sentía el olor de sus cuerpos urgentes, que la deseaban, que correspondían a sus promesas, promesas que ella no iba a cumplir, salvo que la situación lo requiriese. El plan de Aaron estaba funcionando, habían mordido el anzuelo, y le agradaba que su compañero no se equivocase. Al fin de cuentas, reflexionó, entre libertinos se entendían…
Escuchó atentamente la conversación, mientras acariciaba la barba de Bernard, sin quitar sus orbes clarísimas de los caballeros. Analizaba los gestos y buscaba en ellos algo que les dictara que no habían caído en la trampa que, tan meticulosamente, Townshend había trazado. Todo iba a la perfección; los inquisidores estaban metidos en sus papeles de manera recelosa, y los cuatro cambiantes creían en esa pareja que, supuestamente, los ayudaría a llevar adelante sus planes. Lo único que salía de lo hablado, eran ciertos momentos en los que Aaron, más que ofrecerla, parecía que la protegía, y se veía obligada a aflojar la presión de la mano que la sostenía. No sabía qué significado darle a ello, y terminó desestimándolo, ya que la desconcentraba. Necesitaba estar con sus sentidos puestos en Mathilde. No había lugar para Helena aquella noche.
—Sí, tal como mi marido les dice, es conmigo con quien, mis estimados caballeros, deben tratar —con suavidad, colocó una mano en el pecho de Aaron y lo ubicó en una posición menos amenazante. Bernard, se suponía, era un papanatas. — ¿Hay algún problema en ello? —utilizó un tono de voz algo aniñado.
— ¿Por qué lo habría, señora Ockham? —preguntó, inclinándose hacia ella, el líder.
—Dime Mathilde —lo instó.
—Entonces, Mathilde —pronunció su nombre con solemnidad, y mirando directo a los ojos a Bernard. Estaba disputándole su esposa, y Helena rogó que Aaron no se saliera, ni por un segundo, de su papel. Confiaba en él, pero los hombres solían ser demasiado territoriales— ¿eres quien lleva las riendas de esto? —sin permiso, tomó uno de los puros. Helena se inclinó para ayudarlo a encenderlo. —Es interesante, no hay muchas mujeres como tú.
—No hay ninguna como yo. ¿O no, amor? —giró levemente su rostro hacia Bernard, y nuevamente lo besó, ésta vez con menos castidad. Se suponía, eran una pareja fogosa, ella lo mantenía constantemente ocupado, para que no hiciera demasiadas preguntas. No había sido difícil hacer correr aquel rumor; todos enloquecían ante un matrimonio tan disparejo, y no tardaban en volverlos la comidilla del lugar. —Pero no nos has dicho tu nombre, ¡qué descortés de tu parte! —exclamó divertida.
—Egon Honecker —respondió antes de darle una pitada al cigarro. Lanzó el humo, haciendo figuras de aros. A Helena comenzaba a irritarle la actitud displicente del cambiante. Estaba jugando con ellos, se creía mucho más listo, y también se percató de que no negociaría con una mujer. Maldito machista.
—Creo que Egon no está de muy buenos ánimos para conversar, querido —se puso de pie y tomó la mano de Aaron, obligándolo a levantarse. —Bailemos y dejemos que los caballeros piensen si nos hacen perder el tiempo o nos toman seriamente —había dejado de lado a la dama libertina y un gesto adusto se había acentuado en su rostro.
Arrastró a su compañero hacia un rincón, dejando desconcertados a los cuatro hombres. Un espectáculo con bailarinas de poca ropa, que danzaban al son del cancán, atrajo la atención de los presentes, que comenzaron a vitorear de pie, dándole tiempo de guiarlo a un lugar más apartado y oscuro.
—Me cansaron —susurró, cerca del oído de Aaron. —Lo único que quieren es llevarme a la cama. ¿Esto estaba en tus planes? —lo tomó de las manos y lo obligó a que se aferrase a su cintura. —Si no me tocas más, pensarán que somos hermanos —se quejó, mientras llevaba sus dedos a la nuca y le acariciaba el abundante cabello. Siempre le había gustado la suavidad del pelo a Townshend, pero no lo admitiría ni bajo tortura. —No me acostaré con ese viejo, Aaron. Así que improvisa algo rápido, o todo se va al demonio —estaba segura que no la escucharían, a pesar de la agudeza del oído que poseían los sobrenaturales. Cayó en la cuenta de lo cerca que estaba del inglés, pero intentó concentrarse, una vez más, en el papel de Mathilde Ockham.
Escuchó atentamente la conversación, mientras acariciaba la barba de Bernard, sin quitar sus orbes clarísimas de los caballeros. Analizaba los gestos y buscaba en ellos algo que les dictara que no habían caído en la trampa que, tan meticulosamente, Townshend había trazado. Todo iba a la perfección; los inquisidores estaban metidos en sus papeles de manera recelosa, y los cuatro cambiantes creían en esa pareja que, supuestamente, los ayudaría a llevar adelante sus planes. Lo único que salía de lo hablado, eran ciertos momentos en los que Aaron, más que ofrecerla, parecía que la protegía, y se veía obligada a aflojar la presión de la mano que la sostenía. No sabía qué significado darle a ello, y terminó desestimándolo, ya que la desconcentraba. Necesitaba estar con sus sentidos puestos en Mathilde. No había lugar para Helena aquella noche.
—Sí, tal como mi marido les dice, es conmigo con quien, mis estimados caballeros, deben tratar —con suavidad, colocó una mano en el pecho de Aaron y lo ubicó en una posición menos amenazante. Bernard, se suponía, era un papanatas. — ¿Hay algún problema en ello? —utilizó un tono de voz algo aniñado.
— ¿Por qué lo habría, señora Ockham? —preguntó, inclinándose hacia ella, el líder.
—Dime Mathilde —lo instó.
—Entonces, Mathilde —pronunció su nombre con solemnidad, y mirando directo a los ojos a Bernard. Estaba disputándole su esposa, y Helena rogó que Aaron no se saliera, ni por un segundo, de su papel. Confiaba en él, pero los hombres solían ser demasiado territoriales— ¿eres quien lleva las riendas de esto? —sin permiso, tomó uno de los puros. Helena se inclinó para ayudarlo a encenderlo. —Es interesante, no hay muchas mujeres como tú.
—No hay ninguna como yo. ¿O no, amor? —giró levemente su rostro hacia Bernard, y nuevamente lo besó, ésta vez con menos castidad. Se suponía, eran una pareja fogosa, ella lo mantenía constantemente ocupado, para que no hiciera demasiadas preguntas. No había sido difícil hacer correr aquel rumor; todos enloquecían ante un matrimonio tan disparejo, y no tardaban en volverlos la comidilla del lugar. —Pero no nos has dicho tu nombre, ¡qué descortés de tu parte! —exclamó divertida.
—Egon Honecker —respondió antes de darle una pitada al cigarro. Lanzó el humo, haciendo figuras de aros. A Helena comenzaba a irritarle la actitud displicente del cambiante. Estaba jugando con ellos, se creía mucho más listo, y también se percató de que no negociaría con una mujer. Maldito machista.
—Creo que Egon no está de muy buenos ánimos para conversar, querido —se puso de pie y tomó la mano de Aaron, obligándolo a levantarse. —Bailemos y dejemos que los caballeros piensen si nos hacen perder el tiempo o nos toman seriamente —había dejado de lado a la dama libertina y un gesto adusto se había acentuado en su rostro.
Arrastró a su compañero hacia un rincón, dejando desconcertados a los cuatro hombres. Un espectáculo con bailarinas de poca ropa, que danzaban al son del cancán, atrajo la atención de los presentes, que comenzaron a vitorear de pie, dándole tiempo de guiarlo a un lugar más apartado y oscuro.
—Me cansaron —susurró, cerca del oído de Aaron. —Lo único que quieren es llevarme a la cama. ¿Esto estaba en tus planes? —lo tomó de las manos y lo obligó a que se aferrase a su cintura. —Si no me tocas más, pensarán que somos hermanos —se quejó, mientras llevaba sus dedos a la nuca y le acariciaba el abundante cabello. Siempre le había gustado la suavidad del pelo a Townshend, pero no lo admitiría ni bajo tortura. —No me acostaré con ese viejo, Aaron. Así que improvisa algo rápido, o todo se va al demonio —estaba segura que no la escucharían, a pesar de la agudeza del oído que poseían los sobrenaturales. Cayó en la cuenta de lo cerca que estaba del inglés, pero intentó concentrarse, una vez más, en el papel de Mathilde Ockham.
Helena de Bragança- Condenado/Cambiante/Clase Alta
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Fecha de inscripción : 22/10/2015
Re: Nothing Can Come Between Us | Privado
“Mark me.
So when I leave you
and when I fall asleep.
I wake with the marks.
I wake with you.”
So when I leave you
and when I fall asleep.
I wake with the marks.
I wake with you.”
Maldita mujer. Cada movimiento que hacía lo distraía. Aunque en su fuero interno, Aaron lo atribuía al lugar. Estaba en un jodido cabaret y sólo había ido a trabajar. Juró por todos los dioses en los que no creía, que una vez zanjado el asunto, regresaría y gastaría a manos llenas. Para que eso sucediera, claro, debían salir airosos de ésta. Eso lo hizo regresar de nuevo a la conversación. Esperaba que Helena no notara su constante ir y venir entre el presente y ese lugar remoto parecido a la alucinación. No quería, no porque creyera que se iba a sentir decepcionada, sino porque lidiar con la reprimenda no le apetecía nada.
—Créame, señor Honecker, como ella no hay ninguna —agregó a la conversación, mareado por el beso que Helena acababa de darle, que había subido de intensidad y el muy idiota había estado despistado como para apreciarlo bien. Y aunque algo abstraído, aún poseía un olfato que daba miedo para ese tipo de intervenciones. Sonrió, orgulloso de su mujer que, de ser real la relación, sería una esposa trofeo. Cada uno haciendo lo que les viniera en gana, acallando sus escándalos con el poder más grande conocido por el hombre: el dinero.
Fue a agregar algo más, sin embargo, Helena, o Mathilde, lo hizo ponerse de pie. Al principio, descolocado completamente frunció el cejo y la miró como preguntando qué demonios pretendía. Fue fugaz, luego se dejó hacer, rio incluso con una de esas risas estudiadas que tiene la aristocracia. Aunque no había nacido en la realeza como su compañera, su educación no desmerecía. Otra cosa muy distinta era que él se hubiera encargado de echar todos los esfuerzos por la borda. Esa era una de las armas más letales de Aaron; no lo tomabas en serio, porque él parecía no tomarse en serio nada, sin embargo, cuando llegaba el momento de la verdad, te sorprendía.
Miró por sobre su hombro a los sujetos que dejaron atrás y regresó su atención a su supuesta esposa cuando ésta habló. Estuvo a punto de reír de una manera muy distinta, de una forma más natural y sincera, porque Helena estaba arrugando la nariz de ese modo adorable que sólo ella era capaz y que seguramente desconocía. Por su propia seguridad, se calló. La sostuvo de las caderas —la volvió a maldecir, tenía una figura exquisita— cuando ella tomó sus manos para que lo hiciera. Se encogió de un hombro como si no importara, de ese modo le fue más sencillo disimular el escalofrío que le trepó por la espalda cuando jugó con su cabello.
—Tranquila, su majestad. No tenía contemplado que siendo tan licencioso fuese tan machista. Y ya que te mueres porque te toque más, no te culpo… —continuó con esa arrogancia usual—, y quieres que improvise algo para que esto no pase a mayores, pues eso haré, Genoveva —solía llamarla con sus diferentes nombres a placer, sólo porque sabía lo mucho que le molestaba.
—No sé qué te han dicho de mí —se acercó a ella, le habló al oído. La música de cancán restallaba en el lugar y era imposible que alguien los escuchara. En ese instante era otro totalmente, ese Aaron no era la máscara de Bernard, era el Aaron de siempre, el que Helena rara vez veía. El mujeriego y jugador, encantador, amante y astuto—, pero todo lo que hayas escuchado, bueno, o malo, soy mil veces peor… o mejor —olió el cabello de la mujer, perfumado para la ocasión. Se conocían, de hecho lo hacían mejor que muchas otras duplas de la Inquisición, sin embargo a él le gustaba jugar de ese modo.
—Y si sé de algo, es de mujeres. Y de cómo los hombres nos comportamos alrededor de ustedes, brujas… —pausó—. En fin, tú lo pediste —sonó resignado, soltó un leve hálito de champaña y puro y sin darle oportunidad, sosteniéndola con fuerza de las caderas, la giró de modo que la tuvo contra la pared, ahí la aprisionó y la besó con tanta pasión que muchos a su alrededor dejaron de aplaudir a las bailarinas y los miraron a ellos, como si fueran un show mucho más digno de verse.
A Egon Honecker no le atraía la Mathilde puesta en bandeja de plata, esa sólo interesaba a sus secuaces. Como había dicho, si de algo sabía, era de cómo reaccionaban los hombres. Como él, todos eran territoriales y cuando notara que esa mujer llevaba la marca de Bernard, la desearía. De los otros era mucho más fácil deshacerse. El que importaba era el líder, y hasta el momento era el más desinteresado. Se separó cuando el aliento hizo falta y la miró. Parecía muy satisfecho.
—No te preocupes, Clementina. No voy a dejar que te toquen —aunque falto de aire y con la frente descansando en la ajena, tuvo fuerza todavía de molestarla un poco, aunque su declaración iba muy en serio. Giró ligeramente para ver las reacciones de sus objetivos. Honecker, de brazos cruzados, mantenía los ojos fijos en ellos—. Vamos, querida. Lo único que necesitas es acceder a él, no me dirás que no puedes manejarlo sola llegado el momento —aunque era un reto, en realidad escondido estaba el mensaje de lo mucho que Aaron confiaba en Helena y sus habilidades.
Aaron Townshend- Inquisidor Clase Alta
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Localización : París
Re: Nothing Can Come Between Us | Privado
En ocasiones como esa, podía llegar a comprender el poder que Aaron Townshend ejercía sobre las mujeres. Estar así, aprisionada, sintiendo la solidez de su cuerpo, el calor que desprendía, la suavidad de su tacto; era víctima de esa mirada que sobre ella jamás posaba, como si estuviera deseándola. Helena se sintió deseada, y al mismo tiempo que la recorrió una ola de excitación que no esperaba, también la abrumó que le gustase aquello, que esa situación tan contraria a su cotidianeidad le resultase, de cierta forma, encantadora. La cambiante no había tenido amantes desde la muerte del padre de Sofía, y si había ido a la cama con un hombre, había sido porque las circunstancias lo habían requerido; pero nada había sentido. Hacía demasiado tiempo que no experimentaba aquellas sensaciones, como si la arrastrasen hacia el abismo y ella se dejase llevar, simplemente, porque lo quería. Sí, allí radicaba la cuestión: ya no recordaba la última vez que había hecho lo que quería. Se preguntó qué era lo que quería en ese momento, y la respuesta que recibió de su propia consciencia, la aterrorizó.
Podría haberle reprochado que usase sus otros nombres, lo que hacía habitualmente. Había estado a punto de hacerlo, pero Aaron tenía aquella capacidad para encenderla y apagarla al mismo tiempo. Correspondió a su beso; por un instante, insegura, porque jamás la había besado de aquella manera tan…entregada. Eso era, a pesar del papel que llevaban adelante, Helena percibió algo diferente en la manera en que los labios de su compañero la había tomado, en la forma en que su lengua serpenteaba con la propia, como si se conocieran de siglos… Las manos de Aaron, es decir, de Barnard, la recorrían con intimidad. Helena sentía que la había tocado cientos de veces, sin embargo, era la primera vez que lo hacía en esas circunstancias y con aquella lascivia. Le habría rogado que continuara infundiéndole vida, porque eso había hecho. Helena había vuelto a sentirse viva luego del dolor, y aquello resultaba demasiado peligroso para ambos. Mantuvo los ojos cerrado por un segundo, aún embriagada del beso del inquisidor, pero los abrió rápidamente, instándose a recobrar la compostura, y esperando que él no hubiese notado lo afectada que se encontraba.
—Gracias —susurró, aún agitada. —Aunque podrías haberlo hecho mucho mejor —lo aguijoneó, con una sonrisa pícara pespuntándole en las comisuras. Le mordió suavemente el labio inferior y le dio una suave palmada en el trasero. Siempre le habían gustado sus glúteos firmes, a pesar de que ya no era un jovencito. —Pero para ser Bernard Ockham, estuviste bastante bien —acotó, antes de separarse de él. Ya había percibido que Egon Honecker se les acercaba, pero hasta que éste no carraspeó, no se atrevió a quitar la mirada de Aaron. Luego, posó sus orbes en el cambiante, plagada de condescendencia y ya sin vestigios de la pasión de segundos atrás.
—Creo que podríamos empezar de nuevo —dijo, inseguro.
— ¿De verdad cree eso? —soltó una pequeña carcajada. — ¿Escuchaste, querido? Monsieur Honecker quiere que recomencemos nuestra charla —se aferró al brazo de Bernard. — ¿No le parece que nos ha hecho perder suficiente tiempo? —inquirió, seria. Tenían que hablar fuerte, ya que los presentes se habían puesto de pie para aplaudir y vitorear el fin de uno de los cuadros del espectáculo.
—Tiene que haber alguna manera de enmendar mi error, Mathilde —y no disimuló la intimidad con la que pronunció su nombre. Desafió a Ockham con la mirada y la regresó a la inquisidora. — ¿No le molesta que la llame de esa manera, verdad?
— ¿Por qué habría de hacerlo? —respondió, coqueta. Se desembarazó del brazo de su supuesto marido. —Querido, Monsieur Honecker y yo tenemos asuntos que tratar. ¿Acompañas a sus amigos, por favor? —rápidamente, estuvo aferrada al codo del rebelde. —Hasta luego, cariño.
Lo guió hacia una parte alejada de la barra, donde se sentaron en unas butacas altas. El cambiante pidió un whisky para cada uno, que él acabo de un solo trago. Helena se mojó escasamente los labios, mientras seguía el movimiento de la mano izquierda de su acompañante, que le acariciaba los dedos, sin importarle estar a la vista de su marido. La actitud le pareció repulsiva, pero no se inmutó. Tampoco lo hizo cuando Egon acortó la distancia entre ambos y con la nariz le acarició la oreja.
— ¿Qué hace una mujer como tú con un hombre como él?
—Lo mismo que haré contigo. Negocios —respondió, sin miramientos. La incomodó que le apoyara los labios en el cuello y le depositara un beso. Simuló un imperceptible ronroneo.
—No te andas con vueltas —dijo, divertido. Helena negó con la cabeza. —Yo tampoco —la tomó de la muñeca y la apretó hasta provocarle dolor. —Eres como yo —masculló. —Vamos a otro sitio y haremos negocios.
—No me iré de aquí —Helena no había esperado una reacción de ese tipo, pero tampoco la sorprendió. Se notaba que detrás de su frialdad existía un espíritu violento. —Lo que nos compete puede arreglarse ahora mismo, y estoy segura que averiguaste muy bien que soy la única que te dará lo que necesitas —contuvo la respiración, hasta que el agarre fue cediendo.
—Tú ganas… —sonaba derrotado. —Dentro de dos semanas necesito el suroeste del bosque despejado y un cargamento de armas para doce hombres.
—No te saldrá barato. ¿Cómo harás para pagarme? —notó la duda en los ojos del cambiante. —Lo imaginé… No tienes con qué. En ese caso… —le hizo un además a Aaron, para que se acercase.
Podría haberle reprochado que usase sus otros nombres, lo que hacía habitualmente. Había estado a punto de hacerlo, pero Aaron tenía aquella capacidad para encenderla y apagarla al mismo tiempo. Correspondió a su beso; por un instante, insegura, porque jamás la había besado de aquella manera tan…entregada. Eso era, a pesar del papel que llevaban adelante, Helena percibió algo diferente en la manera en que los labios de su compañero la había tomado, en la forma en que su lengua serpenteaba con la propia, como si se conocieran de siglos… Las manos de Aaron, es decir, de Barnard, la recorrían con intimidad. Helena sentía que la había tocado cientos de veces, sin embargo, era la primera vez que lo hacía en esas circunstancias y con aquella lascivia. Le habría rogado que continuara infundiéndole vida, porque eso había hecho. Helena había vuelto a sentirse viva luego del dolor, y aquello resultaba demasiado peligroso para ambos. Mantuvo los ojos cerrado por un segundo, aún embriagada del beso del inquisidor, pero los abrió rápidamente, instándose a recobrar la compostura, y esperando que él no hubiese notado lo afectada que se encontraba.
—Gracias —susurró, aún agitada. —Aunque podrías haberlo hecho mucho mejor —lo aguijoneó, con una sonrisa pícara pespuntándole en las comisuras. Le mordió suavemente el labio inferior y le dio una suave palmada en el trasero. Siempre le habían gustado sus glúteos firmes, a pesar de que ya no era un jovencito. —Pero para ser Bernard Ockham, estuviste bastante bien —acotó, antes de separarse de él. Ya había percibido que Egon Honecker se les acercaba, pero hasta que éste no carraspeó, no se atrevió a quitar la mirada de Aaron. Luego, posó sus orbes en el cambiante, plagada de condescendencia y ya sin vestigios de la pasión de segundos atrás.
—Creo que podríamos empezar de nuevo —dijo, inseguro.
— ¿De verdad cree eso? —soltó una pequeña carcajada. — ¿Escuchaste, querido? Monsieur Honecker quiere que recomencemos nuestra charla —se aferró al brazo de Bernard. — ¿No le parece que nos ha hecho perder suficiente tiempo? —inquirió, seria. Tenían que hablar fuerte, ya que los presentes se habían puesto de pie para aplaudir y vitorear el fin de uno de los cuadros del espectáculo.
—Tiene que haber alguna manera de enmendar mi error, Mathilde —y no disimuló la intimidad con la que pronunció su nombre. Desafió a Ockham con la mirada y la regresó a la inquisidora. — ¿No le molesta que la llame de esa manera, verdad?
— ¿Por qué habría de hacerlo? —respondió, coqueta. Se desembarazó del brazo de su supuesto marido. —Querido, Monsieur Honecker y yo tenemos asuntos que tratar. ¿Acompañas a sus amigos, por favor? —rápidamente, estuvo aferrada al codo del rebelde. —Hasta luego, cariño.
Lo guió hacia una parte alejada de la barra, donde se sentaron en unas butacas altas. El cambiante pidió un whisky para cada uno, que él acabo de un solo trago. Helena se mojó escasamente los labios, mientras seguía el movimiento de la mano izquierda de su acompañante, que le acariciaba los dedos, sin importarle estar a la vista de su marido. La actitud le pareció repulsiva, pero no se inmutó. Tampoco lo hizo cuando Egon acortó la distancia entre ambos y con la nariz le acarició la oreja.
— ¿Qué hace una mujer como tú con un hombre como él?
—Lo mismo que haré contigo. Negocios —respondió, sin miramientos. La incomodó que le apoyara los labios en el cuello y le depositara un beso. Simuló un imperceptible ronroneo.
—No te andas con vueltas —dijo, divertido. Helena negó con la cabeza. —Yo tampoco —la tomó de la muñeca y la apretó hasta provocarle dolor. —Eres como yo —masculló. —Vamos a otro sitio y haremos negocios.
—No me iré de aquí —Helena no había esperado una reacción de ese tipo, pero tampoco la sorprendió. Se notaba que detrás de su frialdad existía un espíritu violento. —Lo que nos compete puede arreglarse ahora mismo, y estoy segura que averiguaste muy bien que soy la única que te dará lo que necesitas —contuvo la respiración, hasta que el agarre fue cediendo.
—Tú ganas… —sonaba derrotado. —Dentro de dos semanas necesito el suroeste del bosque despejado y un cargamento de armas para doce hombres.
—No te saldrá barato. ¿Cómo harás para pagarme? —notó la duda en los ojos del cambiante. —Lo imaginé… No tienes con qué. En ese caso… —le hizo un además a Aaron, para que se acercase.
Helena de Bragança- Condenado/Cambiante/Clase Alta
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Fecha de inscripción : 22/10/2015
Re: Nothing Can Come Between Us | Privado
"Every crisis offers you extra desired power.”
— William Moulton Marston
— William Moulton Marston
Ellos hablaban el lenguaje de la guerra. Su relación era una constante lid, sin vencedores y que sólo los dejaba agotados. Aaron no podía decir que estaba del todo incómodo con ello; estaba acostumbrado a que las mujeres vinieran a él, y que por una vez alguien lo recibiera con el canto de una daga en el cuello y una palabra mordaz, era un buen cambio. Arqueó una ceja pero consciente que pronto ya no estarían solos, guardó silencio. Una vez más, demostró porqué era bueno en lo que hacía. Tenía tacto para esas cosas. Sabía luchar, quizá hubiera hecho un soldado digno, pero sabía más ser escurridizo, eso lo hacía el espía perfecto.
Había resultado, aunque en su terrible arrogancia, no se encontraba sorprendido. Miró a Helena, bajo el disfraz de Mathilde y sonrió apenas perceptible antes de girarse y encarar a Honecker con la cara de tonto que se supondría debía tener Bernard. Los dejó interactuar, después de todo, él era el ingenuo marido que deja que su mujer le ponga tremenda cresta bajo sus narices. Hizo una reverencia cuando ella se marchó con su enemigo. Y en ese instante se sintió más de ese modo: su enemigo, que le arrebataba de su lado a su esposa. Sacudió la cabeza, debía dejar de pensar en tremendas tonterías, aún cuando, una vez que se alejó, comenzó a extrañar la cercanía.
Fue a con el resto de la caterva, el séquito de Honecker. Aunque en apariencia distraído, furtivamente comprobaba que Helena estuviera bien, no es que la mujer lo necesitara, simplemente lo atribuyó a un acto reflejo, y a ratos sumaba la camaradería; pasando por alto que entre ambos no existía tal cosa. Aaron era un experto mentiroso, pero asustaba cuando lograba embaucarse tan convincentemente a sí mismo.
—Discúlpenme —dijo al ponerse de pie. Había estado escuchando el intercambio con aire distraído, aunque pudo notar patrones en sus comportamientos. Lo daban por un hombre común y corriente, además de ser bastante zopencos, y no medían el alcance de sus palabras, por lo que hablaron de sus planes en la ciudad con cierta desfachatez que rayaba en la imprudencia.
Caminó, obediente de su supuesta esposa. Pensó por un momento que las cosas se pondrían feas, sin embargo pudo verlos ahí, sentados en la barra, en aparente calma. Al pararse junto a Helena, o Mathilde, deslizó su mano y su brazo por su cintura, que debido a lo alto del banco, quedaba a una altura conveniente. Aquel movimiento, a todas luces, indicaba sólo una cosa: esta mujer es mía. Saber si el refinado arte de la actuación en Aaron estaba haciendo gala de presencia resultaba imposible.
—¿Y bien? —Sonrió a ambos—. ¿Pudieron llegar a un acuerdo? —Nunca iba a aceptarlo, pero envidiaba muchas de las habilidades que Helena poseía, como la de poder escuchar mejor y a distancia. No sabía qué caminos había tomado la conversación, pero al alternar su atención entre Egon y Helena, notó la tensión.
—¿Qué le parece mi esposa, monsieur Honecker? Monsieur… ¿lo he pronunciado bien? —Navegar con bandera de inepto era parte de la puesta en escena. Era el inglés de abolengo que trata de caer bien en un país extranjero. Un turista. Odioso incluso—. Es todo un reto, ¿no es así? Espero le guste ser desafiado, ¿cerraremos el trato? —Mismo que, hasta entonces, era más bien vago. Estaban atenidos a lo que Egon Honecker dispusiera y eso era algo frustrante. No obstante, por algo los habían mandado a ellos; si alguien podía completar la tarea, era esa peculiar sociedad que habían formado.
Aaron no había perdido el tiempo con los compinches de aquel hombre, había averiguado algunas cosas, pero sin duda la información más importante ahora mismo estaba en posesión de Helena. Se inclinó para besarla en la mejilla, asiéndose más a ella. Con fuerza.
De soslayo observó a Egon, qué reacción tendría. Era un juego peligroso. Lamentó como pocas veces, usar a Helena como divisa de intercambio, que va de sus manos a las ajenas, y quien la poseyera era quien estaba en ventaja. En ese momento era él, pero estuvo seguro que su oponente no lo permitiría por demasiado tiempo. Y lo dicho, en ese instante Honecker estiró la mano para tomar la de la mujer, como si quisiera arrebatársela.
—Veo que ha tomado una decisión —habló con total calma, aunque su agarre en la cintura de su falsa esposa, se afianzó.
Aaron Townshend- Inquisidor Clase Alta
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Localización : París
Re: Nothing Can Come Between Us | Privado
Helena creía que los años comenzaban a pesarle. A pesar de que su apariencia era la de una mujer relativamente joven, ya era una sexagenaria, que había pasado gran parte de su vida en un campo de batalla, curtiéndose. Si buscaban detenidamente, tenía algunas cicatrices, marcas de aquellas torturas que padeció, de las luchas en las que se entreveró, de ese camino tan difícil que había elegido, o que le había tocado en el momento que se repartieron los destinos. Sus hermanos mayores conformaban la corte portuguesa; podía imaginarlos apoltronados en sus hogares, rodeados de hijos y nietos, venerando a un padre desamorado. Ser la menor y ser mujer, había sido una gran desgracia y, al mismo tiempo, una enorme ventaja. Le había otorgado una independencia de la que ninguno gozaría, pero también la había condenado a estar atada a la Inquisición hasta la muerte. Eso significaba que nunca podría disfrutar a Sofía, que debía conformarse con verla de lejos o en escasos momentos, en los que la niña la consideraba su tía.
Sofía. No sabía por qué la recordaba en ese momento que debía estar enfocada en su objetivo. Agradeció la mano de Aaron aferrándose a su cintura, acercándola a su cuerpo. Nunca, hasta ese momento, había valorado tanto la presencia de su compañero, que, no importaba cuán mal se llevaran, estaba a su lado apoyándola, a cada instante. No conocían mucho el uno del otro, quizá porque no era necesario o, tal vez, porque ni ellos mismos, que habían vivido tanto, no lograban disociar cuál de todos los fragmentos era real y cuál formaba parte de ese mundo paralelo que trazaban para su trabajo. Su mano pequeña cubrió el dorso de la de su supuesto esposo, entrelazó los dedos, y el calor que emanaba su piel la tranquilizó. No podía quitarse a su hija de su mente, y se preguntó si estaría bien, si algo le había ocurrido. Se dijo que, seguramente, estaba evocándola para escapar de la realidad tan sólo unos segundos, y ello le pareció desleal. <<Concéntrate>> se instó con furia. No podía permitirse aquellos instantes de debilidad. Le prestó poca atención al diálogo, y cuando finalmente retomó el hilo, no entendía demasiado el intercambio, por lo que se limitó a continuar con una sonrisa en su rostro.
—Obtendrán lo que quieran —terció el cambiaformas. —Dejen las instrucciones escritas en el mismo lugar donde fijaron la cita de hoy —estaba molesto. Había pensado que iba a poder negociar, pero se dio cuenta que no sacaría nada de todo aquello. —Ahora debo irme —se puso de pie y con total desparpajo tomó la mano de Mathilde y la besó, demorando más de lo que las buenas costumbres demandaban. —Ha sido un placer, un verdadero placer —sus labios pespuntaron una sonrisa galante. El saludo a Aaron fue mucho más frío. Se encaminó hacia la mesa y sus compañeros lo siguieron, para desaparecer en la multitud.
—Finalmente se largaron —Helena exhaló profundamente, como si se quitase un gran peso de encima. —No lo toleraba más —se quejó, y en un acto que, de haberlo pensado, no lo habría llevado a cabo, apoyó su cabeza en el brazo de Townshend. —Creo que estoy envejeciendo y lentamente convirtiéndome en una odiosa anciana —bromeó consigo misma, inmediatamente arrepentida por haber hecho aquel comentario, pues sabía que Aaron lo utilizaría para mofarse de ella hasta el último día que estuvieran juntos.
—Estuviste brillante ésta noche. Voy a comenzar a creer que eres un marido idiota —se apresuró a interrumpir cualquier intento de chiste que él pudiese llevar a cabo. Se separó escasos centímetros de él pero, por algún motivo que no se atrevía a asumir, lo necesitaba cerca, tenía la honda necesidad de continuar unida al inquisidor. —Al final, no fue tan complicado como creíamos que sería. Imaginé que estaríamos aquí metidos hasta el amanecer. No veo las horas de irme de aquí. Gracias por el apoyo de ésta noche, querido esposo —con el índice le dio tres golpecitos suaves en el mentón y le sonrió con sinceridad, como pocas veces era capaz de hacerlo. —Tenemos mucho trabajo por hacer, ¿nos vamos? —se puso de pie, separándose completamente de Aaron. No le agradó la sensación que la recorrió palmo a palmo pero, como siempre hacía con lo que él le generaba, le restó importancia y lo volvió un punto oscuro en su consciencia.
Sofía. No sabía por qué la recordaba en ese momento que debía estar enfocada en su objetivo. Agradeció la mano de Aaron aferrándose a su cintura, acercándola a su cuerpo. Nunca, hasta ese momento, había valorado tanto la presencia de su compañero, que, no importaba cuán mal se llevaran, estaba a su lado apoyándola, a cada instante. No conocían mucho el uno del otro, quizá porque no era necesario o, tal vez, porque ni ellos mismos, que habían vivido tanto, no lograban disociar cuál de todos los fragmentos era real y cuál formaba parte de ese mundo paralelo que trazaban para su trabajo. Su mano pequeña cubrió el dorso de la de su supuesto esposo, entrelazó los dedos, y el calor que emanaba su piel la tranquilizó. No podía quitarse a su hija de su mente, y se preguntó si estaría bien, si algo le había ocurrido. Se dijo que, seguramente, estaba evocándola para escapar de la realidad tan sólo unos segundos, y ello le pareció desleal. <<Concéntrate>> se instó con furia. No podía permitirse aquellos instantes de debilidad. Le prestó poca atención al diálogo, y cuando finalmente retomó el hilo, no entendía demasiado el intercambio, por lo que se limitó a continuar con una sonrisa en su rostro.
—Obtendrán lo que quieran —terció el cambiaformas. —Dejen las instrucciones escritas en el mismo lugar donde fijaron la cita de hoy —estaba molesto. Había pensado que iba a poder negociar, pero se dio cuenta que no sacaría nada de todo aquello. —Ahora debo irme —se puso de pie y con total desparpajo tomó la mano de Mathilde y la besó, demorando más de lo que las buenas costumbres demandaban. —Ha sido un placer, un verdadero placer —sus labios pespuntaron una sonrisa galante. El saludo a Aaron fue mucho más frío. Se encaminó hacia la mesa y sus compañeros lo siguieron, para desaparecer en la multitud.
—Finalmente se largaron —Helena exhaló profundamente, como si se quitase un gran peso de encima. —No lo toleraba más —se quejó, y en un acto que, de haberlo pensado, no lo habría llevado a cabo, apoyó su cabeza en el brazo de Townshend. —Creo que estoy envejeciendo y lentamente convirtiéndome en una odiosa anciana —bromeó consigo misma, inmediatamente arrepentida por haber hecho aquel comentario, pues sabía que Aaron lo utilizaría para mofarse de ella hasta el último día que estuvieran juntos.
—Estuviste brillante ésta noche. Voy a comenzar a creer que eres un marido idiota —se apresuró a interrumpir cualquier intento de chiste que él pudiese llevar a cabo. Se separó escasos centímetros de él pero, por algún motivo que no se atrevía a asumir, lo necesitaba cerca, tenía la honda necesidad de continuar unida al inquisidor. —Al final, no fue tan complicado como creíamos que sería. Imaginé que estaríamos aquí metidos hasta el amanecer. No veo las horas de irme de aquí. Gracias por el apoyo de ésta noche, querido esposo —con el índice le dio tres golpecitos suaves en el mentón y le sonrió con sinceridad, como pocas veces era capaz de hacerlo. —Tenemos mucho trabajo por hacer, ¿nos vamos? —se puso de pie, separándose completamente de Aaron. No le agradó la sensación que la recorrió palmo a palmo pero, como siempre hacía con lo que él le generaba, le restó importancia y lo volvió un punto oscuro en su consciencia.
Helena de Bragança- Condenado/Cambiante/Clase Alta
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Fecha de inscripción : 22/10/2015
Re: Nothing Can Come Between Us | Privado
“She made broken look beautiful
and strong look invincible.
She walked with the Universe
on her shoulders and made it
look like a pair of wings.”
― Ariana Dancu
and strong look invincible.
She walked with the Universe
on her shoulders and made it
look like a pair of wings.”
― Ariana Dancu
La situación era como una cuerda de violín. Tensa y cada vez lo era más. La tirantez lo estaba afectado a él también, que sentía entumecidos los músculos de la espalda, aunque extrañamente, junto a Helena, se sentía más seguro; invencible incluso. A esas alturas esperaba cualquier reacción por parte de Honecker, quien ya había demostrado ser algo impredecible. Si era como su compañera, seguramente tendría más años de los que aparentaba, sin embargo, le pareció notar una juvenil explosividad en su mirada y en sus modos que resultaba peligrosa. Aguantó la respiración cuando su enemigo comenzó a hablar y al final, viendo que él no era tanto de su interés como lo era su falsa esposa, simplemente movió la cabeza en una leve reverencia de entendimiento a modo de despedida.
Se quedó muy quieto, sin embargo no quitó el brazo que rodeaba la cintura de Helena. Cuando anunció que se habían ido, descansó y logró relajar la posición, sin mover la mano del sitio donde estaba. Ni siquiera estaba consciente que la tenía ahí. De hecho, pudo reaccionar hasta que la sintió recargándose en él. Aquello fue una sensación tan… extraña a falta de una mejor palabras. Por fortuna —o por desgracia—, ella tuvo el mal tino de hacer ese último comentario, que sirvió para terminar de disipar la presión. Abrió la boca para soltar una de sus insolentes acotaciones, pero ella se le adelantó. Sonrió de una manera discreta y real. Era buena en lo que hacía porque era rápida de mente, concluyó para sus adentros.
Debido a la posición, tenía que mirarla de lado, lo que provocaba que su expresión fuera más con la de un galán de cuarta que la de un habilidoso inquisidor.
—Quizá si llego a casarme eso resulte al final, un marido idiota —se encogió de hombros; la sola idea de casarse le pareció ridícula—. Y tú… ¡vamos! Has estado espectacular también, te queda el papel de zorra, y no lo digo de mala manera —aunque la frase sonara horrible, en verdad lo decía con buena intención—. Hacemos mejor pareja de lo que hubiera creído —soltó con imprudencia digna de un adolescente. Para su fortuna, Helena rompió el contacto y eso sirvió de distracción.
La miró y asintió; estaba cansado, había sido un desgaste mental que no se esperaba. Había invertido más fuerzas de las previstas en la constante lucha con Egon Honecker por tener a Mathilde.
Carraspeó e hizo una pronunciada y teatral reverencia. Al erguirse, en lugar de encaminarse a la puerta, estiró la mano para tomar la ajena y volvió a halarla hacia él. La tomó como si estuvieran a punto de bailar una sensual balada. La expresión de Aaron era divertida. Esa misma que le grajeaba enemigos al por mayor.
—Oh, pero querida esposa, la noche es joven, ¿acaso estás muy vieja para eso también? —Claro, no podía irse sin hacer mención a ello. Simplemente no podía, debía sacarlo de su sistema. Se rio con una de esas risas elegantes, graves y altivas que tan bien le salían. Al final la soltó y sacudió la cabeza—. No me hagas caso. Vámonos, que tenemos que hacer mucho a partir de ahora —rompió cualquier contacto físico con ella. Pero no pareció repelerla, más bien mantuvo una natural cercanía, cómoda y que le funcionaba.
Avanzó un par de pasos pero se detuvo, como si recordara de repente algo importante. Giró sobre sus talones y la miró directo a los ojos. Tan claros y tan sabios.
—Gracias —le dijo con la sencillez digna de un bardo—. La gente no se explica cómo lo hago. A veces ni yo mismo lo sé, ¿cómo salgo airoso de algunas situaciones? Sólo Dios lo sabe, al menos eso fue antes de que me pusieran a tu lado; ahora lo tengo un poco más claro… es gracias a ti, a tu habilidad, a tu astucia, así que… ¿qué dices si le damos prisa a esto y regresamos triunfales de nuestra misión? —Arqueó una ceja arrogante pero encantador. Era la primera vez que halagaba a Helena como se debía, con todas sus palabras. Y a pesar de ello, hubo algo que le supo amargo en su discurso.
Cuando acabaran con aquello, ¿serían separados?
Aaron Townshend- Inquisidor Clase Alta
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Localización : París
Re: Nothing Can Come Between Us | Privado
Esa noche, bajo esas circunstancias, Aaron le pareció encantador. Estúpidamente encantador. Debía ser así siempre, porque Helena no entendía que sólo fuera su atractivo lo que atrajera a las mujeres como el Sol a Ícaro. Todas se quemaban; incluso ella, en su papel de esposa. Pero la cambiante luchaba; luchaba incansablemente contra aquella sensación de querer estar cerca, de no querer romper el contacto, con el flagrante deseo de que la mirase como a sus conquistas, de que la sedujese, de que la besase con pasión, una pasión sincera, una pasión que no fuese la que sus papeles les demandaban. Algún día debía aceptar que ella era una tonta más que había caído en las redes que Townshend tejía, quizá de manera consciente, quizá no. Sentía una profunda culpa, porque al morir su gran amor, había jurado que nunca más un hombre despertaría en ella aquella marea de sentimientos. La desestabilizaba, y a Helena no le gustaba nada que la quitase de su eje. Ella debía estar centrada, nunca podía exaltarse, la razón debía dominar cualquier emoción, cualquier reacción de su cuerpo. ¡Pero le costaba tanto!
Simplemente sonrió cuando él bromeó con su edad. No existía ni la más remota posibilidad de que Aaron desaprovechase esa oportunidad que le había servido en bandeja de plata. Así era él, un niño en el cuerpo de un hombre. ¿Alguna vez maduraría? Conocía poco y nada de su pasado, y viceversa. Ambos eran reservados, aunque pareciera que el inquisidor fuese el más sincero y abierto de los dos. En esos veinticuatro meses juntos, no habían logrado nunca la confianza necesaria para desnudarse las almas. Vivían demasiado inmersos en sus misiones, cuidándose las espaldas, en peligro constante. Eso los obligaba a mantener el hermetismo, o quizá a no encariñarse el uno con el otro, porque sabían que podían morir en cualquier momento. El peligro que los circundaba, lejos de haberlos unido, había trazado una distancia entre ellos que, en ese momento, Helena creyó que se había achicado. Rió, divertida, y mantuvo el gesto alegre cuando él rompió el contacto y se quedó cerca. Helena entendió que no quería que se fuera, ni Aaron quería irse. Luego, su agradecimiento la tomó por sorpresa. Realmente no esperaba tal demostración de su compañero, a pesar de que sabía que juntos explotaban las cualidades del otro.
—Oh…querido esposo, sí que puedes ponerte emotivo cuando te lo propones —bromeó. No podía tomar seriamente la situación, era un mecanismo de defensa. Estaba protegiéndose a sí misma. —No has dicho nada que no sepa. Y, permíteme acotar —apoyó el índice en su pecho— que el sentimiento es mutuo, cariño. La agradecida soy yo. Me sentí muy protegida, a pesar de que no lo necesito —le guiñó un ojo.
Helena se quedó muda, contemplándolo. Caía en la cuenta de que Aaron le cuidaba las espaldas desde hacía dos años, que habían tenido la vida de uno en las manos del otro, desde que se habían conocido. Era la tercer misión juntos, ¿habría una cuarta? La Inquisición no se caracterizaba por separar a los equipos que funcionaban, pero podían requerir sus habilidades de forma separada y, contra eso, no podían hacer nada. La cambiante comprendió que no quería que la alejasen de Townshend, que con él, a pesar de la tensión constante, los caprichos y las pelas, se sentía cómoda y había encontrado lo más parecido a un hogar. Aaron jamás había pretendido cambiarla, la había aceptado con su mal humor y su rigidez, y había logrado, en más de una oportunidad, romper con sus barreras y hacerla reír, algo que ella creyó que no volvería a ocurrir. Los escasos centímetros que los separan, los acortó con un simple paso. Extendió una de sus manos y le acarició la mejilla con el dorso; su barba incipiente le provocó cosquillas.
—Bésame, Aaron. Bésame y vámonos —le pidió, con total sinceridad. Debía escuchar aquel impulso que la obligaba a rogarle. Se lo atribuyó a lo difícil de la negociación, a la soledad que la había acompañado, a la camaradería que habían logrado esa noche. No importaban las causas. Helena sólo quería que Aaron la besase y no dijese más. Luego, volverían a ser los mismos de siempre; luego, la misión seguiría su curso y ellos asestarían el golpe final. Para la cambiante, sin embargo, ese instante, era menester.
Simplemente sonrió cuando él bromeó con su edad. No existía ni la más remota posibilidad de que Aaron desaprovechase esa oportunidad que le había servido en bandeja de plata. Así era él, un niño en el cuerpo de un hombre. ¿Alguna vez maduraría? Conocía poco y nada de su pasado, y viceversa. Ambos eran reservados, aunque pareciera que el inquisidor fuese el más sincero y abierto de los dos. En esos veinticuatro meses juntos, no habían logrado nunca la confianza necesaria para desnudarse las almas. Vivían demasiado inmersos en sus misiones, cuidándose las espaldas, en peligro constante. Eso los obligaba a mantener el hermetismo, o quizá a no encariñarse el uno con el otro, porque sabían que podían morir en cualquier momento. El peligro que los circundaba, lejos de haberlos unido, había trazado una distancia entre ellos que, en ese momento, Helena creyó que se había achicado. Rió, divertida, y mantuvo el gesto alegre cuando él rompió el contacto y se quedó cerca. Helena entendió que no quería que se fuera, ni Aaron quería irse. Luego, su agradecimiento la tomó por sorpresa. Realmente no esperaba tal demostración de su compañero, a pesar de que sabía que juntos explotaban las cualidades del otro.
—Oh…querido esposo, sí que puedes ponerte emotivo cuando te lo propones —bromeó. No podía tomar seriamente la situación, era un mecanismo de defensa. Estaba protegiéndose a sí misma. —No has dicho nada que no sepa. Y, permíteme acotar —apoyó el índice en su pecho— que el sentimiento es mutuo, cariño. La agradecida soy yo. Me sentí muy protegida, a pesar de que no lo necesito —le guiñó un ojo.
Helena se quedó muda, contemplándolo. Caía en la cuenta de que Aaron le cuidaba las espaldas desde hacía dos años, que habían tenido la vida de uno en las manos del otro, desde que se habían conocido. Era la tercer misión juntos, ¿habría una cuarta? La Inquisición no se caracterizaba por separar a los equipos que funcionaban, pero podían requerir sus habilidades de forma separada y, contra eso, no podían hacer nada. La cambiante comprendió que no quería que la alejasen de Townshend, que con él, a pesar de la tensión constante, los caprichos y las pelas, se sentía cómoda y había encontrado lo más parecido a un hogar. Aaron jamás había pretendido cambiarla, la había aceptado con su mal humor y su rigidez, y había logrado, en más de una oportunidad, romper con sus barreras y hacerla reír, algo que ella creyó que no volvería a ocurrir. Los escasos centímetros que los separan, los acortó con un simple paso. Extendió una de sus manos y le acarició la mejilla con el dorso; su barba incipiente le provocó cosquillas.
—Bésame, Aaron. Bésame y vámonos —le pidió, con total sinceridad. Debía escuchar aquel impulso que la obligaba a rogarle. Se lo atribuyó a lo difícil de la negociación, a la soledad que la había acompañado, a la camaradería que habían logrado esa noche. No importaban las causas. Helena sólo quería que Aaron la besase y no dijese más. Luego, volverían a ser los mismos de siempre; luego, la misión seguiría su curso y ellos asestarían el golpe final. Para la cambiante, sin embargo, ese instante, era menester.
Helena de Bragança- Condenado/Cambiante/Clase Alta
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Re: Nothing Can Come Between Us | Privado
“The mouth is made for communication, and nothing is more articulate than a kiss.”
— Jarod Kintz, It Occurred to Me
— Jarod Kintz, It Occurred to Me
Hacer de todo un chiste era el modo que tenía él de defenderse. De defenderse en serio, no con los puños, y no con la astucia que requerían su trabajo, sino de eso que verdaderamente podía dañarlo y romperlo, eso que dentro se volvía una tempestad y el apaciguaba en boca de la mujer en turno enredada en sus sábanas, mientras él lo estaba en sus piernas. Eso era lo que verdaderamente estaba protegiendo todo el tiempo con su forma de ser, tan única y tan abrasiva.
Sonrió ante las palabras de Helena. Era casi como si hubiera bajado su defensa, tan sólo un poco, pero fue refrescante. Entre ambos no indagaban uno en la vida del otro y quizá por eso funcionaban tan bien; eso no quería decir que Aaron no sintiera curiosidad, podía aparentar ser ese hombre descuidado y con poco tacto, porque era hábil en proyectar lo que él quería que otros vieran, sin embargo, la realidad era que se trataba de un sujeto sumamente cauteloso. En parte porque no le gustaba que se entrometieran en su vida, y a cambio, creía, era su deber pagar con la misma moneda. Tal vez algún día le preguntaría algo a la infanta, pero no esa noche. No iba a arruinarlo.
Fue a agregar algo más, cuando era hizo esa petición que no se esperaba. Alzó ambas cejas sorprendido. Muy pocas cosas sorprendían a un hombre como él, sin embargo, ahí estaba ahora, completamente estupefacto. Era tal vez la adrenalina de la noche, una continuación a su actuación como una metonimia a una metáfora. Pero nada de eso quitaba el hecho que había sido tomado desprevenido. Carraspeó y salvó la distancia entre ambos. La tomó de la cintura como lo haría con quiera de sus conquistas, no obstante, eso se sentía esencialmente diferente.
No dijo nada, porque cualquier cosa que dijera echaría a perder todo y simplemente la besó, como se lo había pedido. Fue un beso incluso tierno. Suave y pausado. Sin embargo, en ese acto pudo sentir como el disfraz de Bernard Ockham se venía abajo y era él, Aaron Townshend y nada más. ¿Era ella Helena o Mathilde? Quiso con vehemencia, de manera casi egoísta, correspondencia. Que si él se estaba vulnerando, ella lo hiciera también y ese pensamiento que cruzó su cabeza como un trueno, provocó que impregnara de más pasión al beso.
Se separó y la miró directo a los ojos claros. ¡Qué hermosa era! ¡Qué fuerte! ¡Qué única! Le sonrió. Pero el gesto de Aaron fue distinto. No era esa sonrisa arrogante usual en su rostro anguloso. Esta era una de esas raras sonrisas sinceras que parecía que había olvidado como ejecutar. La tomó de la mano y la jaló hacia la puerta. Era mejor guardar silencio, no decir nada, ¿qué iba a decirle, de todos modos? Cualquier cosa, en ese momento, le sonaba ridícula.
Atrás dejaron el lugar, la música y el ambiente de fiesta. No tenían tiempo qué perder, su siguiente movimiento en la misión debía ser hecho con prontitud. Con suerte, pensó, no volverían a tocar el tema de ese beso.
TEMA FINALIZADO.
Aaron Townshend- Inquisidor Clase Alta
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