Victorian Vampires
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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Invitado Vie Mayo 04, 2012 12:42 am

Ya No by La Bien Querida on Grooveshark
Día 1

«Te estuve esperando,
toda la tarde,
toda la noche,
tú no aparecías
y yo no sabía qué hacer,
te estuve llamando,
buscando sin descanso
pero nunca te encontré.»

-La Bien Querida, "Ya no" (del álbum "Romancero")

Era de un tono claro, enrarecido por las ondas del agua. No podía ver nada con claridad, y mucho menos escuchar, el sonido no viaja de igual forma bajo el agua que en la superficie, Física elemental. Observaba el techo a través del agua que lo cubría, una superficie de un color suave y sin mayores adornos, iluminada a penas por un par de velas al pie de la tina. Daniil se encontraba sumergido pensando, la bañera era suficiente como para que pudiera acostarse sin ningún problema y sólo miraba un punto en el techo. La agonía de la falta de aire era similar a la que pudo haber sentido estando vivo, pero con la diferencia que esta vez le era imposible morir. Y pensaba, a pesar que la experiencia le había enseñado que pensar le hacía daño, le sentaba mal, darle vueltas a las cosas le recordaba una y otra vez el agujero que tenía en el pecho, un inmenso vacío, un sitio en donde alguna vez embonó una pieza más del cristal roto que era, pero esa pieza hacía mucho que estaba extraviada.

Una bocanada de aire necesaria, salió del agua a penas para capturar oxígeno salpicando a su alrededor, y se quedó sentado en la tina, vio las velas al frente consumirse de a poco, como él se consumía. Lentamente, su agonía se prolongaba por la eternidad, moría, pero nunca terminaba de hacerlo. Cerró los ojos y dejó escapar el aire que había atrapado tras haber salido a la superficie. Terrible, se sintió mal en ese instante, toda esa energía que estaba usando en pos de una mujer debía estarla usando en su nueva labor de Zar. No descuidaba su posición, jamás, se movía con discreción, era cierto, pero trataba de no dejar cabos sueltos, a su lado siempre Matvey e Indro, sus hombres de confianza, sobre todo el segundo, su amigo, el único consejo que escuchaba, porque a pesar de su personalidad afable todo el tiempo, era terco también, y la única opinión que realmente le importaba. Sin embargo, no había dicho nada a nadie sobre ella, sobre Eve, ni a Indro. Nadie sabía sobre cómo se habían conocido, el encuentro accidentado en el burdel, las cartas que intercambiaron en dónde él, tontamente, se creyó con derecho de reclamarle algo. Nadie sabía que ella había entrado a su vida –su no-vida- con intempestivo ardor y ahora lo marcaba. Durante su largo, larguísimo viaje, Daniil tenía momentos que lo definían, pocos, muy pocos para un trayecto tan largo, y ese encuentro, “su gran evento” seguía creyéndolo, era uno de esos.

Normalmente esos momentos lo hacían tomar dos tipos de decisión, ambas absolutamente extremas y contundentes: querer vivir o querer morir. Por azares del destino, cada vez que tomaba la segunda algo salía mal (ingenuo, tonto, ¿cómo creía que si todo le había salido mal, eso, precisamente eso le saldría bien?), la primera, en cambio, era más rara, sólo se había dado una vez antes, cuando en su camino se cruzó Mihai Koval, hoy Indro Galeotti y lo salvó justo cuando acababa de tomar la determinación contraria, la de morir. De eso hacía unos 300 años aproximadamente y ahora volvía a toparse con una persona que lo hacía desear quedarse sobre el plano terrenal, que lo hacía preguntarse cómo sería mañana. Era difícil, normalmente Daniil sólo pensaba en el mañana como un nuevo escenario para su muerte, para dejar de existir finalmente, no cómo una posibilidad de construir algo. Era extraño también, al observarlo, al escucharlo, al verlo actuar, jamás uno imaginaría la capacidad de autodestrucción que poseía.

Por un segundo barajeó la posibilidad de no ir, de no presentarse al encuentro que tanto le rogó a Eve le fuese concedido. De nueva cuenta la experiencia hablaba, dictando que iba a perder, que iba a salir perdiendo, que iba a salir herido y se preguntó si sería capaz de soportarlo una vez más. Qué más daba.

Aún con los ojos cerrados la imagen de Freya vino a él. Ojos azules del Vóljov congelado, piel láctea, cabello rubio, rostro perfecto, hermosa. Cerró los puños fuerte, muy fuerte dentro del agua tratando de convertir esa incontrolable atracción que sentía en odio. Quiso odiarla, lo deseó con vehemencia, por ser tan jodidamente hermosa, nadie debía tener permitido ser así de bella, porque entonces pobres diablos sufrían y agonizaban como él lo estaba haciendo. Quiso odiarla por el deseo desbocado que sentía por ella, de besarla sí, de hacerla suya también, por la fuerza si era necesario. Y lo imaginó, cómo la volvía a obligar a girarse como hiciera en el burdel, tomándola con decisión de un brazo, besándola contra su voluntad, desnudándola igual, llevándola contra el suelo, acariciando cada centímetro de su inmaculada piel y lamiendo, mordiendo, haciéndole un poco de daño, el suficiente como para no lastimarla en serio, saciándose de ella y estuvo seguro que de ser capaz, en ese instante estaría sonrojado y se avergonzó y agradeció de estar solo en el baño de su habitación. Y también se dio cuenta del poder de ese anhelo por su cuerpo, por ella, físicamente, pero también ansiaba palpar su alma. Entonces se sintió un adolescente incapaz de controlar sus propios impulsos.

Hacía mucho tiempo que no se detenía a observarse a sí mismo, mucho menos de aquel modo, y en ese momento lo hizo aunque el agua no dejaba que viera su cuerpo con claridad. Tragó saliva y pensó en lo estúpido que seguramente se veía en ese instante. Posó una mano en el borde de la tina como para sostenerse y con la otra atrapó la erección que para entonces ya tenía, cerró los ojos y comenzó a hacer algo que no hacía desde que descubrió que en los prostíbulos podía encontrar desahogo. Su respiración comenzó a agitarse y echó la cabeza hacía atrás, quiso terminar pronto con esa humillación.

-Te odio, te odio –repetía en voz baja y afectada, combinada con gemidos que él trataba de reprimir, sin detenerse, frunciendo el entrecejo y cada vez sosteniendo con más fuerza la orilla de la bañera-, yo no tengo necesidad de esto, no eres nadie para tenerme así –hablaba solo, hablaba porque necesitaba descargar la furia que lo invadía. Aumentó el ritmo del sube y baja de su mano. Cada vez más rápido, más, más y más, se movía con cierto frenesí aunque trataba de no hacerlo demasiado, de no hacer ruido, de no provocar mucho movimiento, pero aun así el agua se desbordaba por las orillas del mueble, siguió hasta que sintió una fuerte descarga eléctrica en la columna vertebral, la otra mano, la que se sostenía de la tina apretó aquel borde y un crack se escuchó combinado con la respiración agitada del vampiro, por ese instante no le dio importancia y finalmente sintió un líquido más caliente y espeso que el agua que lo rodeaba inundar su mano.

No abrió los ojos de inmediato, relajó la posición y ahora inclinó la cabeza al frente. Se dio cuenta que seguía asido de la orilla de la tina como si eso le impidiera caer a algún precipicio y poco a poco soltó el agarre mientras trataba de enjuagarse la otra mano en el agua. Se cubrió la parte superior al ojo izquierdo con el seno distal de la muñeca y entonces no pudo más. Los dientes rechinaron unos contra otros, volvió a tensar el cuerpo y las lágrimas corrieron por su rostro, confundiéndose con el agua y el sudor. No entendía nada ya. Una vez más, había depositado mucho, demasiado poder en una mujer y… una vez más, esto lo estaba acabando.

Tardó un par de segundos más antes de ponerse de pie, desnudo como estaba, el llanto y la abyección de su propia obscenidad habían dado una tregua, la suficiente como para que pudiera hacer aquello y salió de la tina. Tomó una toalla de fino algodón y la colocó alrededor de su cintura, entonces se acercó al lavabo donde un recipiente plateado lo esperaba con agua limpia, llevó ambas manos para tratar de atrapar algo de líquido, pero este pronto escapó regresando a su recipiente original. Como el tiempo, pensó. Se lavó las manos y luego la cara, era un perdedor, quedaba demostrado, pero no quería verse tan patético frente a ella con los rastros de la vergüenza y las lágrimas. Giró el rostro y observó su tina, una antigüedad valiosa echada a perder por la fuerza que no pudo controlar, así lo dejaría, dejaría esa marca, la marca de sus dedos que se asieron a la tina, no permitiría que nadie la restaurara, sólo para recordar su estupidez. Otra vez sopesó las opciones, ir y que lo matara, o terminar de morir ahí.

-No –habló con firmeza, casi tan fuerte como si de hecho alguien más lo estuviese escuchando-, iré –se dijo con decisión recargado en el lavabo del baño-, yo no voy a terminar su trabajo sucio –recordó una de las tantas barbaridades que le había escrito en el intercambio de correspondencia, una que seguía creyendo. No entendía, sin embargo, de dónde surgía ese enojo y esa desesperación, quizá de haber estado navegando en una utópica ensoñación entre su primer y segundo encuentro, de haber creído cosas que no eran. La culpa era de él… como siempre.

Terminó de secarse, tomó la ropa que ya tenía lista, una de sus mejores camisas con su traje favorito, no necesitaba corbata. Se vistió con calma y esmero, cada cosa en su sitio, nada fuera de lugar, ni un hilo suelto, ningún botón fuera de un ojal, zapatos negros perfectamente boleados, peinado impecable. Ese que iba a salir esa noche era el Doctor Daniil Stravinsky, pulcro y perfecto, la imagen que daba al mundo, de hombre correcto, de médico respetado, de Emperador de todas las Rusias, y por dentro era un completo desastre, un niño confundido, un solitario, un arriesgado suicida; pero eso, claro, el mundo no tenía por qué saberlo. Alguna vez había escrito en su diario que estaba dispuesto a quebrarse, a mostrase como era, a llorar como el harapo de hombre que era, sólo frente a ella. Iba a verla, sí, pero para terminar de desengañarse, no para hacer todo aquello.

Hizo acopio de todo su valor y finalmente dejó la casa, el viento le golpeó el rostro y caminó sin mirar atrás. Quemaba sus naves, no había cómo regresar. Un condenado caminando por el pabellón que lo conduciría a la horca, tuvo esa sensación y apresuró el paso. No le gustaba prolongar demasiado los momentos que le provocaban tanta congoja, era una pena que todo, absolutamente todo tuviera ese efecto en él. Dobló la esquina y ahí estuvo, en el sitio, un lugar público para arrancar de raíz toda sospecha, donde, tras muchos argumentos y discusiones escritas –aún no entendía como ella había contestado todas sus misivas, si decía no saber leer ni escribir- habían acordado para ese encuentro. El último, quizá.

Pensó que tal vez todo aquello, provocado por él, no iba a negarlo, era sólo un último y triste intento de querer salvarse, de ver en alguien a ese ángel vengador que lo sacara del sitio donde estaba, donde siempre había estado. Y lo que sintió al conocerla, al tocarla, al hablar con ella era lo más parecido que había encontrado a felicidad en siglos, quizá en todos los siglos que llevaba deambulando como alma en pena sobre la tierra. Tal vez así era mejor, si esa noche Freya decidía, con su poder divino, que él no merecía seguir viviendo, lo aceptaría, iba a hacerlo justo cuando acababa de conocer lo que era ser feliz, lo más cerca que jamás había estado, y eso, supuso, era algo bueno, aunque en ese mismo instante la aturdidora melancolía invadiera su pecho y sus ojos de nuevo. Se llevó una mano a la frente y agachó la cabeza tratando de controlarse.

Alzó la vista para ver el reloj de una capilla cercana, era tarde. Rio con amargura pensando que tal vez al final ella había decidido no ir, por un lado le agradaba la idea de que así fuera, pero la verdad era que ansiaba, como ninguna otra cosa en su miserable vida y no-vida, verla una vez más. Si hubiera sabido que aquella vez en el burdel iba a ser su última vez, no la hubiese jaloneado y mejor hubiera memorizado cada rasgo de aquel rostro para quedarse con esa imagen. Aguardó con las manos en los bolsillos mirando un punto en la nada, una pared, era de un tono claro.


Última edición por Daniil Stravinsky el Dom Mayo 20, 2012 3:00 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Invitado Vie Mayo 18, 2012 1:21 am

Pocas veces en su vida había sentido su cuerpo tan pesado y su andar tan lento. Había procurado terminar todos sus pendientes temprano, llegar a la casa, asearse y salir con bastante tiempo de anticipación y lo había conseguido, no sabía cómo, porque su mente no estaba en las labores que realizaba, en ellas no había mucha ciencia sólo mecánica. Sin embargo habían pasado varios minutos de la hora acordada y ella todavía no llegaba al lugar de la cita. Daba tres pasos y retrocedía otros tantos, se detenía como si aquello fuera un tremendo error. ¿Qué extraño motivo le había impulsado para aceptar aquella cita, y en ese momento le impulsaba para asistir a la misma? Tal vez la respuesta residía en aquella extraña opresión que sentía en la base del estomago y de vez en cuando hacia que tuviera que sujetarse ambas manos para calmarse el tremor que le ocasionaban los nervios.

¿Iba para que dejara de enviarle cartas? Era cierto que agradecía que estas ya no llegaran más, ya había importunado bastante a Pablo. Aquel amigo que hace tan sólo unos meses no era más que un desconocido, el hombre que le había abierto las puertas de su casa, que había depositado en ella la confianza necesaria para develarle sus secretos y al cual ella no tenía más que contarle sus penas, alguien que la entendía, alguien como ella. Más allá de su naturaleza, él se había convertido en su mejor amigo y a partir del incidente del burdel, se habían acercado tanto que en ese momento compartían la humilde casa que él habitaba. Pablo estaba al tanto de todo, de aquel primer encuentro que ella se había encargado de desdibujar, de no hacerle honor con palabras, por que era recelosa hasta de sus propios recuerdos. Él era su confidente, un hombro en el cual apoyar la frente y quedarse en silencio, ocultando detrás de los parpados cerrados los dolorosos pensamientos que es capaz de fabricar una mente que gusta de atormentar un alma insegura. Ella nunca había aprendido a leer, y mucho menos francés. Él había sido su intérprete en aquel vaivén de cartas, un confidente bastante paciente pero, tal vez fueran ideas suyas, le comenzó a notar un poco molesto, en nadie más podía depositar el significado de aquellas letras y aunque él era su amigo seguramente ya estaba cansado de ser el mediador invisible entre dos personas insensatas.

Los motivos de Daniil Stravinsky habían quedado bastante claros a través de las misivas que habían intercambiado, estos eran casi tangibles, abrumadores. Realmente a lo que Eve Heikkinen le temía era a sus propias respuestas, sus reacciones ante las intenciones de él, intenciones desnudas, en bruto, sin ningún disfraz, intenciones que ella misma se encargaba de ignorar.

¿Iba para aclarar mal entendido y poder continuar con sus vidas? Estaba claro que lo que ella alguna vez pensó que sería lo mejor, no lo fue. Aquella noche en que le conoció, “mentir y salir huyendo” habían sido sus peores errores, al principio la ausencia de tal necesario desconocido le había parecido el mejor castigo sin saber que el castigo más cruel lo conociera a manos de él y sus palabras. Se disculparía por que no podía hacer más, el pasado no se puede borrar.

¿Iba para acabar con aquello y no verlo más? No, aunque esta sería su primera intención hasta el final de los tiempos. Ella sería capaz de negar mil veces sus sentimientos y citarlo y seguir huyendo, una y otra vez para atormentarlo a él, para lastimarse ella misma, podría correr millones de veces por aquel circuito y jamás se detendría por que algo tenía él, el poseedor de una mirada demasiado triste y demasiado profunda, poseedor unos labios que formaban una sonrisa demasiado taimada y que eran capaces de formular las más tiernas, y ahora sabía también, las más hirientes palabras, poseedor un tacto demasiado suave para la frialdad que transmitía. Un hombre por el que sentía miedo, no por lo que hubiera dicho y hecho, un temor distinto, aquel que se siente cuando uno descubre que no es invencible y tiene un punto débil, el temor a sentirse vulnerable.

Le observó de espaldas con la vista hacia la capilla y supo que el momento había llegado, no podía dar marcha atrás por que él no se lo merecía y ella en ese momento, no se conformaba con verle de lejos. Tragó saliva y reuniendo todas sus fuerzas se acercó a él para tomar lugar a su lado.

-Lamento llegar tarde- dijo con la voz un poco pastosa, era la primera vez que hablaba desde que había salido de casa. Entrelazó las manos a su espalda y ella también observó el reloj sin poner verdadera atención a la hora que indicaba. No sabía por donde empezar, se mordió los labios y se removió impaciente, mirando de un lado a otro, esquivando su mirada, buscando un lugar donde platicar.

Irónicamente, a su lado desaparecía esa sensación de pesadez que anclaba sus huesos al suelo, su presencia le hacía ligera, tan ligera que tenía que contener el impulso de atrapar uno de sus brazos y asirse de él para no salir flotando. Aquello debía ser una enfermedad y la estaba acabando. Respiró profundamente, dos o tres veces.
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Mensaje por Invitado Mar Mayo 22, 2012 3:24 am

¿Cómo alguien tan roto como él podía continuar? Y sobre todo, continuar por tanto tiempo, era una pregunta a la que simplemente carecía de respuesta. Él debió estar aquel día en que sus padres y hermana murieron, aquel día en el que fueron asesinados. Alguien alguna vez le peguntó que si creía que estando ahí los pudo haber salvado, la respuesta era contundente; evidentemente no pudo haberlos salvado, lo que él deseaba era haber muerto junto con ellos, acabando así con la zozobra que lo había acompañado desde que lloró al llegar a esta tierra. Un hombre sabio, pero acongojado con él, alguna vez había dicho que lloramos al llegar a este mundo porque arribamos a un escenario de tontos, era lo más cierto que Daniil había escuchado jamás. Vivir, y ahora existir, siempre había significado un calvario para él, la muerte: el único descanso a su sopor. Los sujetos como él (sabía que no era el único, no se sentía tan especial) sólo encontraban descanso con el sueño eterno. Él podía confirmarlo, porque la única vez que había sentido alivio fue durante ese breve momento en el que su corazón dejó de latir y todo se detuvo, para luego despertar a la vida eterna.

O casi… Aquella noche en el campanario de Saint-Denis sintió algo parecido, una tregua a la batalla que día y noche libraba en su interior, un armisticio a su alma que, a falta de una mejor palabra, podía ser etiquetada de atormentada. Cliché quizá, pero el propio Daniil alegaba que él era un cliché en sí mismo, caballeroso y correcto, contenido y anteponiendo el deber y a otros por sobre su persona, caminando de puntitas todo el tiempo para no romper la cristalería que era la gente que lo rodeaba, y por dentro, un absoluto caos, que no sabe hacia dónde mirar y sin embargo mantiene la vista firme, que no sabe qué hacer cuando las cosas se le presentan, y sin embargo, corre a ellas y las busca. Un vampiro demasiado humano, y no sólo eso, demasiado ingenuo, y un humano maldito y marcado, con las manos manchadas de demasiada sangre, con un camino recorrido largo, cuyas huellas ya no podían ser rastreadas. Sí, la noche en Saint-Denis, cuando la conoció, a ella, a Freya, a Eve Heikkinen, sintió esa paz y ese sosiego tan necesario antes de que la tristeza aniquilara por completo su cordura, sin embargo, comparada con aquella noche en la que recibió la inmortalidad de manos y de labios de Raina Hristova, esa velada era diferente en puntos esenciales.

Mientras que en aquella noche 460 años atrás quiso quedarse para siempre dormido, con los ojos clausurados a la realidad funesta que le esperaba, la noche hacía unos meses en el campanario de una iglesia opacada por la soberbia de Notre Dame, aunque no desmereciendo en belleza y en compañía de una desconocida que desde el primer segundo le robó el corazón (sus caminos se cruzaron como se cruzan las estrellas, estaban predestinados y sin embargo, obstaculizados, los ingleses tienen un término para eso: starcrossed), quiso quedarse despierto para siempre, quiso, por primera vez en todo su vagar por el mundo, empezar a vivir, quedarse a su lado, no morir, ni dejarse morir. Más grande que eso incluso, quiso no ser derrotado, no derrotarse. Él era el perdedor por antonomasia, siempre lo había sido, pero junto a ella era el rey del mundo.

Eve, sin saberlo, sin proponérselo, lo hacía fuerte, y sí, era ridículo porque sólo se habían visto dos veces y la segunda en muy malos términos, sin embargo, para el vampiro nacido en Veliki Nóvgorod, la Gran Ciudad Nueva, eso había bastado y el recuerdo de su tacto, de sus ojos del Vóljov congelado, de su perfección nórdica y de su dulce, dulce aroma lo mantuvieron durante meses. Meses que dedicó a buscarla como el maldito loco que era, meses en los que a veces quería desistir, porque él siempre quería desistir y la imagen inmaculada de una diosa rubia, alta y hermosa surgía en su mente y eso… eso bastaba para no hacerlo. Para seguir, seguir porque tenía que verla de nuevo.

Y quería odiarla, quería odiarla con un anhelo insano, porque no era justo que una vez más su caída sería marcada por una mujer. Quería odiarla y no podía. Era imposible porque ¿cómo iba a odiar a la mujer que lo mantuvo anclado a una realidad que siempre se había dedicado a menospreciar prefiriendo el dejar de existir para siempre? No era tan fácil, y menos para él, experto en complicar todo.

Entonces su voz lo llamó, de inmediato supo que era ella porque esa melodía había estado clavada en su pecho como una estaca maldita que lo mismo lo amedrentaba con un dolor inútil que le daba alivio. Volteó para verla, ahí la tenía, ¡ahí estaba! «¡Hela ahí, Daniil Stravinsky! Ódiala como prometiste, déjala que te mate» Y no pudo. Sus piernas de pronto le parecieron demasiado débiles para sostener su propio peso y el corazón, que no latía y estaba muerto, le dio un vuelco, y la quiso y la deseó de nuevo, no debería, no era correcto, pero también era imposible para alguien tan débil como él, luchar. Parpadeó como para comprobar que sus ojos no lo engañaban y quizá tardó demasiado tiempo en pronunciar palabra, embebiéndose en esa belleza que lo ahogaba, que lo aplastaba, porque tal vez sería la última vez que la vería.

-No… -su voz sonó ronca, afectada, carraspeó-, no se preocupe –soltó en medio de un suspiro, quiso esbozar una sonrisa pero el gesto que consiguió fue una mueca llanamente triste. Acortó la distancia entre ambos y sin pedir permiso tomó la mano ajena. Qué diferente ese toque y ese agarre al último que le había proferido, allá en el burdel, donde la jaloneó y la maltrató. Se tomó su tiempo para palpar su piel y luego la acercó a sus labios donde besó el dorso de la mano, acompañado de una reverencia protocolaria-, creí que no vendría –formalidad que no venía al caso, corrección que siempre estaba ahí. Soltó la mano y sintió desde ya que caía, que perdía, que la extrañaba y de ser de otro modo –quizá si no estuviera en la vía pública- le hubiese rogado de rodillas que le concediera de nuevo el privilegio de tocar esa mano inmaculada. Se contuvo.

-Me gustaría hablar en un sitio más… -su voz era tan estudiada que sonaba fingida, temía que a la primera inflexión incorrecta ella se fuera y por eso medía no sólo sus palabras, sino su tono también. Miró al otro lado de la plaza donde un café sencillo prendía las lámparas de aceite al ya no contar con luz natural –me gustaría hablar en un sitio más privado –retomó la frase, esta vez con más fluidez y hasta cierto aplomo, señaló al otro lado donde el local recibía clientes. La miró, aún no se acostumbraba a mirarla, como si un sueño, el más preciado, de pronto tomara forma y estuviera ahí por sólo un rato, alzó ambas cejas, pobladas y expresivas, esperando una respuesta, se debatió un segundo y luego, creyendo que había tomado la decisión equivocada, ofreció su brazo para caminar de ese modo. El lacayo escoltando a su reina, el mortal –qué ironía- guiando a la diosa Freya, la más bella de los Vanir.
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Mensaje por Invitado Miér Jul 18, 2012 4:16 pm

¿Debía huir? ¿Salir corriendo? En su mente resonaban esas preguntas una y otra vez de manera imperiosa, escalofriante, seguramente se estaba volviendo loca o aquel hombre causaba ese efecto en ella y la sumía en aquel estado de locura. Sabía que era demasiado tarde para hacer caso a aquella insistente voz. Cerró el puño contra la tela de su falda, apretando, apretando hasta que sus nudillos comenzaron a ponerse blancos cubiertos y ocultos por la tela.

-Me alegra no haberlo hecho esperar- su voz era ronca y un tanto atropellada, ella también carraspeó para tratar de aclararla. –No, jamás lo dejaría esperando. Esta vez quiero hacer las cosas bien.- Sonrió con timidez y relajó su mano, a tan sólo un par de segundos de que el la tomara con la suya para llevarla hasta a la altura de sus labios y besarla, estaba segura que sus dedos habían recuperado su color pero no la totalidad de su temperatura y aun así, con cierta insensibilidad a flor de piel, su toque la perturbaba y sin duda aquella sensación la golpeo a medida que la sangre comenzaba a circular libremente por las venaciones de sus manos. Abrió los ojos en toda su extensión, se dejó hacer porque estaba congelada, y poco tenía que ver con que la piel de él estuviera, al parecer, perpetuamente helada.

En aquel momento era incapaz de ver aquellos detalles en su acompañante, estaba demasiado apenada, demasiado ocupada pensando en detalles, acciones pasadas que tal vez no valían la pena de aquel esfuerzo. Su tacto helado, inclusive sus labios carecían de calidez, sin embargo al presionarlos contra su piel parecían arder.

-Claro, Claro- asintió un par de veces, cómo saliendo de un estado de somnolencia, no quería parecer una tonta pero ella estaba incomoda, no con la situación, no con él, estaba incomoda consigo misma, con sus acciones, con sus reacciones. -Lo entiendo perfectamente, a mi me gustaría que habláramos en otro lugar, sentarme.- sonrió con cierta vergüenza, evitando mirarlo directamente. Sentarse, una mesa de por medio… pensaba que sería un alivio, sentía que la distancia y aquel obstáculo sería un tormento.

Levantó ligeramente la vista y observó el brazo que le era ofrecido, frunció ligeramente el ceño. No quería tocarlo porque sabía que era como una droga, su tacto era adictivo, su tacto se sentía bien, su tacto se sentía correcto, se sentía pero pensándolo con detenimiento, con ahínco, con demente perseverancia, estaba mal. Sus decisiones arrebatadas ya le habían ocasionado problemas, por una decisión no meditada, había huido con un muchacho que estaba de paso en su ciudad natal y ahora yacía en aquella ciudad, sola y algunas veces debía aceptar que extrañaba el paisaje congelado de Porvoo decorado minuciosamente con sus casas de madera. Otra decisión relámpago, debido a no sabía cual razón, le había llevado a dejarse sorprender por él hombre que tenía a un lado, le había seguido hasta el campanario de St. Denis, había mentido y había provocado todo lo que sucedido en el burdel, gracias a eso habían llegado todas aquellas cartas, gracias a sus malas decisiones estaba ahí. Algo estaba mal en ella, estaba mal por pensarlo tanto, porque se torturaba y en esta ocasión, esa simple decisión de sujetar o no el brazo de aquel caballero, decidió asirse de él, rodear el brazo del medico con el suyo, no en busca de calor, en parte porque sería una muestra de mala educación pero principalmente porque de antemano se sentía bien, se sentía cómo dos piezas de rompecabezas con encaje perfecto, ambas azules, ambas parte de la misma onda de agua o de la misma voluta de aire en el cielo.

-No sé que decirle- dijo con la vista en el suelo, en el camino empedrado de la plaza, en esa línea imaginaria que llevaba al café que había señalado. El tacto se sentía bien pero el silencio que se desarrollaba a cada paso que daban era incomodo, tenía culpas y reservas por las cuales ya se había disculpado pero aun así sentía temerosa, se sentía cómo cuando era niña y llevaba a sus hermanos al río congelado, se sentía como caminar sobre una capa de hielo muy delgado, la sensación era exactamente la misma, tanto que se sujetaba del brazo de aquel hombre como si fuera a caer. -Ahora veo que responder aquellas cartas no era tan difícil después de todo.- rio suavemente sin terminar la frase “era más fácil que este silencio” porque no creyó necesario y adecuado hacerlo dado a que se podía prestar para interpretaciones erróneas, ella misma podía darle mil interpetaciones, todo era más fácil sin tenerlo en frente, más fácil pero carente de sentido.

El café parecía tan lejano, de haber podido hubiera corrido hasta aquel local, en cambio sus pasos se habían acompasado con los de él. Al final llegaron a su destino y lo jaló hasta la mesa más alejada de la entrada y del clima exterior, un rincón acogedor.
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Mensaje por Invitado Sáb Ago 04, 2012 2:49 am

Los chinos tenían una leyenda, el cuento del hilo rojo que rezaba: «Un hilo rojo invisible conecta a aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar tiempo, lugar o circunstancias. El hilo se puede estirar o contraer, pero nunca romper.» Daniil miró la mano que llevaba libre para tratar de encontrar ese lazo carmesí, ese que lo unía a la mujer que iba a su lado, desde luego, la ilusión se rompió tan pronto se dio cuenta que tal cosa no existía, la miró de soslayo, su sola presencia le arañaba las entrañas, le dolía, y a su vez, le hacía creer que eso que tanto le había birlado el destino existía, cualquier cosa que eso fuera. La melodía de su voz retumbaba como un gran derrumbe en su mente, un devastador sonido que proviene del cielo, que castiga, su voz era una divinidad lejana e inalcanzable, como toda ella. Daniil frunció el ceño seguro que no lo veía, se sentía tan indigno que era absurdo el ahínco con el que buscó ese encuentro. Eso era porque sí, se sentía nimio al lado de una beldad como la de Eve, pero por primera vez a sus quinientos años, quería atreverse aunque fallara. En su pesimismo pertinaz estuvo seguro de ello, que fallaría en tan enrevesada empresa. Suspiró, una, dos, tres veces, quería tranquilizar el ansia que lo consumía, podía jugar en su contra, podía precipitarse –sí, de nuevo- y echarlo a perder. Tenerla caminando de su brazo ese trayecto que de pronto le pareció infinito, era un gran paso, no podía dar marcha atrás.

Giró el rostro ante el sonido de ese martillazo esculpido del hielo del Valhala, la voz cristalina y contundente como un flechazo certero del Eros más vengativo, la voz que los finos y perfectos labios de Eve emanaba. La observó y una sonrisa a penas perceptible se dibujó en el rostro del vampiro, aunque era un gesto discreto, casi invisible, casi como si no lo hubiese cometido, aquella sonrisa era el más sincero gesto de felicidad que Daniil había mostrado en años, y no era lo que le decía, sino darse cuenta súbitamente que a su lado caminaba la mujer de sus más locos sueños, de sus más tiernas fantasías, la mujer que había anhelado toda su vida sin saberlo, la mujer que estaba atada de su mano a su propia mano con un hilo rojo, que se estira y contrae, pero no se rompe. Predestinados a encontrarse en ese espacio de tiempo, en ese preciso lugar, starcrossed como Píramo y Tisbe.

En un acto que le pareció en extremo atrevido, posó la mano libre sobre la de ella que se asía de su brazo y negó con la cabeza ampliando el gesto, haciendo evidente la sonrisa, cerró los ojos y negó con la cabeza. Ese que le dedicaba aquel ademán no parecía el mismo que, iracundo, la maltrató en el burdel, o ese que completamente desesperado se encargó de humillarla por medio de misivas, quería olvidar todos esos tragos amargos aunque sabía que era imposible, y sabía también que, él en especial, recordaría todo aquello con reiterado tesón.

-No hablemos por ahora –sugirió a pocos metros de alcanzar aquella puerta que parecía ansiada por ambos, como si dentro del café un descanso a la turbulencia aguardara por ellos. Apresuró el paso, aunque siempre cuidando de no parecer demasiado ávido por llegar, porque le gustaba la sensación y la imagen de ella prendada de su brazo, y porque así podía cuidar el hecho de que su pie izquierdo se acoplaba al pie izquierdo de Eve, lo mismo con el derecho. Pero ahí estuvieron, en la entrada y antes de que él pudiera decir o hacer algo ella se adelantaba hasta la mesa más arrinconada del lugar, la siguió sin chistar, se apresuró para jalar una silla y que ella tomara asiento, una vez que ella lo hizo, él la imitó al otro lado de la mesa, entrelazó los dedos por sobre la superficie de madera, volvió a suspirar y quizá esta vez fue más notorio, más sonoro, más violento. Miró a un lado, a la ventana, los peatones parecían tan despreocupados, ignorantes que el Zar de Todas las Rusias se encontraba al interior de ese anónimo café en las calles de París, regresó su vista a ella, aunque verla de nuevo fue como verla por primera vez, ese impacto, ese momento poético en el que una belleza más allá de tu entendimiento te sobrecoge.

-Antes de comenzar –habló con una solemnidad más propia del monarca que era que del hombre insignificante que se presentaba ante esa mujer –me gustaría… me gustaría disculparme –tartamudeó un poco, la seguridad inicial se desvaneció rápidamente como huellas dejadas a orillas del océano, agachó la mirada, se concentró en sus dedos pulgares –jamás debí… jamás debí de haber hecho nada de lo que hice, me siento terrible –más de lo usual, aunque no venía al caso la aclaración –tú no merecías nada de lo que pasó –volvió a clavar su mirada castaña en los ojos azules de ella, del Vóljov congelado, tenía que mantenerse así, con la vista en alto, le costó trabajo, pero lo consiguió-. Me gustaría, como te dije en mis cartas, que me dieras una oportunidad –y se dio cuenta de lo ridículo que sonaba y de lo ridículo que posiblemente se veía, como un niño tonto que carece de cualquier tacto y habilidad para cortejar mujeres. ¿Una oportunidad de qué? Ni él mismo sabía qué demonios estaba pidiendo.

Antes de poder seguir disculpándose, con esa imperiosa necesidad que Daniil tenía por complacer a todos y a ella por encima de cualquiera, un joven mesero se acercó a la mesa y preguntó qué pedirían.

-Un té de canela con miel –dijo él. Siempre tomaba lo mismo, porque era tradicional en Rusia y le gustaba recordar la patria de la que ahora era soberano no por méritos o por gusto, sino por el incierto azar que jugaba malas bromas, como la de posarlo en el trono ruso a él, se giró a Eve –pide lo que quieras –aunque la frase era coloquial, contextualizada en ese sitio como una sencilla invitación, la realidad que estaba detrás era mayor, esas cuatro palabras resumieron sin querer todo, absolutamente todo lo que Daniil sentía en ese momento, ella podía pedir lo que quisiera, y él se lo daría, ella podía pedir el Imperio que el vampiro dirigía y con los ojos cerrados, Daniil se lo entregaría.
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Mensaje por Invitado Vie Oct 26, 2012 9:40 pm

En realidad pocos metros fueron los que recorrieron hasta finalmente alcanzar el sito donde se encontraba aquel café. El andar de ambos se había acompasado, un paso cada segundo o tal vez se trataba de un paso acompasado con alguna medida de tiempo aún no descrita, ella no lo sabía pero se sentía bien, le daba tiempo para respirar cómodamente pero no el suficiente para comenzar a pensar cosas que no debía, futuros que le de alguna u otra forma le provocaban gran angustia. En ese momento, sabía que desde el instante en el que llegó a la cita o tal vez, lo presentía desde aquella vez que chocó con él a dar vuelta en una esquina, sabía que todos aquellos sucesos que habían girado alrededor de ellos sólo los llevaban a un destino, al que ansiaba y temía por igual; destino que confirmó con cada una de las cartas enviadas, uno del que no había vuelta atrás.

-No sé que decirte pero sé que debemos hablar, quiero que hablemos- dijo y luego callada hasta llegar a la mesa donde se desarrollaría aquella conversación, tomó a siento y le observó atentamente cuando habló de nuevo.

Por un momento recordó la escena del burdel, en aquella ocasión lo que más había surtido impacto en ella era el hecho de que él había aparecido ahí, en un lugar en el que ella no esperaba encontrárselo, un lugar que sabía él no frecuentaría o al menos no parecía ser de esos hombres pero claro está él era como los demás y en el preciso momento en el que la imagen del Daniil idealizado se rompía, ella quiso gritar no por que él hubiera caído de algún pedestal, quiso gritar porque había sido capturada dentro de su propia mentira, él se enteraba de la peor de las maneras de su gran mentira y a pesar de que ella trató de actuar sin el menos atisbo de condescendencia y remordimiento, ella sabía en el fondo que todo lo que él le hizo o le dijo en aquel momento, todo lo tenía bien merecido.

El hablar con él le causaba conflicto, hasta por las cosas más insignificantes, ella misma entraba en una disputa interna con el simple hecho de si dirigirse a él como “Usted” o simplemente tratarlo de una manera más coloquial, menos acartonada, tal y cómo él le había pedido un sin numero de veces.

-No te disculpes, yo te mentí.- se decantó por la segunda; su voz fue clara pero pareció desvanecerse como su vista que al terminar la frase se perdió en la textura de la mesa.

Sonrió apenada cuando el terminó de hablar, aquel era el destino final de toda esa concatenación de hechos, todo había sucedido para que se dieran una oportunidad.

-¿Y es que hay alguna otra opción?- preguntó y enseguida su mirada se posó sobre el mesero recién llegado.

Cuando su acompañante se dirigió hacía ella, parpadeó un par de veces y luego le pidió al muchacho uno más de lo mismo, cierto era que tenía el estomago vacío pero la bebida caliente le ayudaría a sobrellevar un poco el hambre y el frío de la noche que comenzaba a cernirse sobre ellos.

-Me refiero a que… - dijo una vez que el muchacho se marchó hacia la cocina; las ideas se le quebraron, al enredarse unas con otras a causa de los nervios. - quiero decir, que no veo otra salida más que dar…- “darme” pensó que sería más correcto para ella, sería una oportunidad a la que ella misma se empujaría porque desde que había llegado a París aquello era una puerta que pensó había cerrado definitivamente. - darte ese oportunidad.-

No sabía con exactitud que era lo que se hallaba en detrás de aquella puerta, o que significaba aquella oportunidad, simplemente no quería definirla del todo porque sabía que saldría huyendo de la misma.

-Quiero decir, no me obligas… quiero dártela.- quiso decirle sin tanta torpeza que deseaba conocerlo, que quería comenzar de nuevo y que esta vez no le diría ninguna mentira pero los nervios no se lo permitieron.
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Mensaje por Invitado Lun Oct 29, 2012 1:44 am

«Al día siguiente
con una sonrisa
y alas de plata,
llegaste cansada
con otro cuento para hoy,
con flores y besos
y justo antes de irte
te pusiste a hablar de amor.»

-La Bien Querida, "Ya no" (del álbum "Romancero")

Podían entonces pasar la noche entera disculpándose el uno con el otro, Daniil sentía, o sintió, una traición gigantesca al enterarse que el nombre de la mujer que representaba su razón de ser y estar en París era otro (y ahora encontraba en su nombre Eve una hermosa ironía; Eva, como la primera de las mujeres, como la madre de todo, Eve, capicúa y su irrefutable significado poético), pero su culpa siempre era más grande y aunque en realidad no le había hecho gran daño, de milagro controlando su fuerza superior por su condición de vampiro, se sentía ejecutor de un castigo horrible, uno que, como había dicho, ella no merecía. Qué estúpido había sido, había jurado desde que la había visto cuidar de esa magnífica belleza y luego, con falsía, él mismo había posado sus sucias manos sobre ella. Pudo haberse disculpado una vez más, pero le interesaba más avanzar en lo que hablaban y no estancarse en su miseria, que estancado en ese sitio ya estaba de por sí. La escuchó hablar, su mirada fija en sus perfectos labios, y las palabras llegaban a él como sonidos lejanos pero a la vez nítidos. No creía que estuviese de aquel modo en su compañía, era abyecto de ella.

Entonces levantó la mirada para clavar sus ojos castaños en los azules de ella, alzó ese par de cejas pobladas y gruesas y abrió la boca, pero no supo qué decir, prefirió comprobar que lo que había dicho era verdad, que le daría esa oportunidad que se había convertido en su obsesión y su lance, esa por la que luchó con todas sus armas, que no eran muchas de todos modos, y se daba cuenta lo mucho que Eve era superior a él, después del amargo pasaje en el burdel, después de haberla maltratado, después de todo, ella tenía corazón para darle una oportunidad. Quizá porque lo veía tan patético y necesitado, quizá o quizá porque en verdad lo quería, en cualquiera de los casos, se juró en ese instante no desaprovechar la oportunidad, por primera vez en su menesterosa existencia quería tratar aunque fallara y sabía que esta vez, si no salía airoso, sería un golpe muy duro, demasiado como para soportarlo, pero ella, Eve, valía la pena todo sacrificio. Se apresuró a tomarla de ambas manos, su tacto frío contra el de ella que era mucho más cálido, las tomó con firmeza aunque sus movimientos eran torpes causa del nerviosismo y sonrió, sonrió tanto que incluso una leve risa se le escapó, una risa taimada e insegura.

-Yo… -su rostro cambió radicalmente, hacía años, siglos, desde que era mortal, que no vestía una expresión parecida, una expresión que en él, era lo más cercano a la absoluta felicidad y luego soltó un suspiro cansado y melancólico, pero en su mirada seguía reflejada esa alegría inocente, demasiado si se consideraban sus años, tanto los aparentes como los reales –tal vez no la merezco –ahí iba de nuevo, a sobajarse, pero se detuvo –pero voy a hacer que valga la pena, ya lo verás… -y sonó a una promesa, pero no sólo a una promesa eterna, sino a una que ha de cumplirse llegado el momento.

Antes de continuar, el mesero regresó con su pedido y el Zar agradeció al joven, luego alzó la taza despostillada por el uso (¡un rey tomando en tan humilde recipiente!) y dio un sorbo, le sonrió a su acompañante.

-Mi madre solía hacer este mismo té cuando el invierno en Rusia encrudecía –comentó, dijo con aire cotidiano, para hacer menos tensa la relación entre ambos, quería que esa noche fuera como la noche en el campanario y no como el incidente del burdel-. Yo tampoco quiero obligarte a nada –negó con la cabeza retomando la conversación –a veces siento que obligo a toda la gente a estar conmigo cuando soy la persona menos interesante del mundo, lo siento si a veces soy insufriblemente aburrido –se disculpó –una vez más- y esta vez por algo que aún no sucedía, sacudió la cabeza, debía enfocarse en el momento, no andar buscando salidas de emergencia –desde la última vez que nos vimos, sin contar el penoso desencuentro que tuvimos, me gustaría saber cómo has estado –cada vez que se dirigía a ella era como su tocara cristal, temía romperla, porque si ella se rompía, él lo hacía y él… él ya estaba roto-, yo te veo más hermosa, no lo creí posible, pero así es –volvió a sonreír con ademán apocado, mirándola como si hacerlo fuese un delito, casi sin hacerlo, cohibido.
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