AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Rosas para un caballero
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Rosas para un caballero
Aunque tuviese carruaje propio para trasladarse, aunque fuese advertida de los numerosos peligros que yacían ocultos en las calles por la noche, ella gustaba de ir al encuentro con su amado a pie.
Un par de minutos donde su mente se despejara por completo de pensamientos que nada tenían que ver con Emmeran le hacía bien.
Recibir la brisa nocturna directamente sobre su rostro, vislumbrar el brillo de las estrellas en el cielo, escuchar la despedida de aquellos que partían a sus hogares. Todas aquellas minuciosidades purificaban de alguna forma u otra la atiborrada cabeza de una Regina que día a día y en completo silencio debía organizar los diferentes planos de su vida, prometiéndose jamás mezclarlos, pues dicho suceso sin dudas seria un infierno del que no era capaz siquiera de imaginarse.
Llevaba el cabello suelto, siendo así que sus delicados bucles tenían la libertad de mecerse grácilmente en el aire. Ciertos protocolos se desvanecían con la noche, donde pareciese haber cierta permisión para dejarse ser, liberando algunas de aquellas rígidas enseñanzas con las que se vivía casi todo el día.
Para Regina su momento de exención se daba solamente entre los brazos de Emmeran. Aquel refugio cálido, fuerte y acogedor transportaba la mente de la italiana a un espacio donde nada importaba salvo ellos dos. La fragancia perceptible, viril de su compañero le aseguraba que todo estaría bien incluso cuando éste no era consciente de algunos secretos que resguardaba su damisela.
¿Cómo reaccionaria el rumano si conociese la naturaleza de quien yacía incondicionalmente a su lado? No había respuestas confeccionadas aún respecto a este tema en el reflexionar de la Duquesa por la simple razón de que no se atrevía a hacerlo. Tenía pavor a que su imaginación le llevase a un plano del que no se había percatado nunca. No se hacía en el mundo sin la compañía del único hombre que realmente sentía fue creado para ella. El destino le había susurrado que el señor Moldovan era aquel con quien debía compartir su vida y ella no tenía intención alguna de descarrilar aquel designio, aunque esto le obligase a ocultar parte de su realidad.
Todo era por un bien mayor. Las mentiras, los secretos, los experimentos y hasta los encuentros clandestinos con expertos en la materia… Todo era por el bien de la humanidad, de una raza que estaba siendo maldecida y que no encontraba solución ni salvación a la desgracia que recorría la sangre de algunos. De aquellos que como ella, debían sumergirse en las sombras de la tristeza y el rechazo por algo que nunca desearon ser. Por algo que les fue implantado sin consentimiento… Por algo que sabían era anormal y repudiado.
Pero Regina encontraría la forma de disipar toda oscuridad, todo aborrecimiento. Se haría con la cura para toda una sociedad ahogada en el secreto y la vergüenza.
Volvió la atención a su andar, procurando resguardar aquellos pensamientos en su sector de su mente que nada tenía que hacer ahora. Su dulzura y simpatía típica eran quienes gustaban de abordar los momentos junto a su pareja. Regina daba todo lo bueno de sí hacia su caballero y no escatimaba en demostrárselo. Arribar a su casa por sorpresa era uno de aquellos detalles que hacían a la joven una dama singular.
Su mano izquierda, pequeña y delicada no tardó en hacerse con la pulida aldaba, exagerando un poco el número de golpeteos sobre el pórtico, solo con intención de no generar sospechas en cuanto a la sorpresa. La mano derecha, por otra parte, se ocultaba tras su espalda, sosteniendo un frágil obsequio que sin dudas sorprendería a su adorado.
Movía sus ojos de un lado a otro, inquieta cuan niña pequeña sin poder ocultar su sonrisa, la que algo aprisionada dibujaba unos tiernos hoyuelos a los lados de su terso rostro.
- “Ojala esté en la casa” - anhelo, notando como no se había percatado antes de ese pequeño pero gran detalle; saber con certeza si esa noche Emmeran estaría en su hogar.
Oprimió sus parpados y se atrevió a chocar la aldaba contra la puerta un par de veces más. Tal vez su insistencia le generase la recompensa deseada; hacerse con la presencia de su amor.
Un par de minutos donde su mente se despejara por completo de pensamientos que nada tenían que ver con Emmeran le hacía bien.
Recibir la brisa nocturna directamente sobre su rostro, vislumbrar el brillo de las estrellas en el cielo, escuchar la despedida de aquellos que partían a sus hogares. Todas aquellas minuciosidades purificaban de alguna forma u otra la atiborrada cabeza de una Regina que día a día y en completo silencio debía organizar los diferentes planos de su vida, prometiéndose jamás mezclarlos, pues dicho suceso sin dudas seria un infierno del que no era capaz siquiera de imaginarse.
Llevaba el cabello suelto, siendo así que sus delicados bucles tenían la libertad de mecerse grácilmente en el aire. Ciertos protocolos se desvanecían con la noche, donde pareciese haber cierta permisión para dejarse ser, liberando algunas de aquellas rígidas enseñanzas con las que se vivía casi todo el día.
Para Regina su momento de exención se daba solamente entre los brazos de Emmeran. Aquel refugio cálido, fuerte y acogedor transportaba la mente de la italiana a un espacio donde nada importaba salvo ellos dos. La fragancia perceptible, viril de su compañero le aseguraba que todo estaría bien incluso cuando éste no era consciente de algunos secretos que resguardaba su damisela.
¿Cómo reaccionaria el rumano si conociese la naturaleza de quien yacía incondicionalmente a su lado? No había respuestas confeccionadas aún respecto a este tema en el reflexionar de la Duquesa por la simple razón de que no se atrevía a hacerlo. Tenía pavor a que su imaginación le llevase a un plano del que no se había percatado nunca. No se hacía en el mundo sin la compañía del único hombre que realmente sentía fue creado para ella. El destino le había susurrado que el señor Moldovan era aquel con quien debía compartir su vida y ella no tenía intención alguna de descarrilar aquel designio, aunque esto le obligase a ocultar parte de su realidad.
Todo era por un bien mayor. Las mentiras, los secretos, los experimentos y hasta los encuentros clandestinos con expertos en la materia… Todo era por el bien de la humanidad, de una raza que estaba siendo maldecida y que no encontraba solución ni salvación a la desgracia que recorría la sangre de algunos. De aquellos que como ella, debían sumergirse en las sombras de la tristeza y el rechazo por algo que nunca desearon ser. Por algo que les fue implantado sin consentimiento… Por algo que sabían era anormal y repudiado.
Pero Regina encontraría la forma de disipar toda oscuridad, todo aborrecimiento. Se haría con la cura para toda una sociedad ahogada en el secreto y la vergüenza.
Volvió la atención a su andar, procurando resguardar aquellos pensamientos en su sector de su mente que nada tenía que hacer ahora. Su dulzura y simpatía típica eran quienes gustaban de abordar los momentos junto a su pareja. Regina daba todo lo bueno de sí hacia su caballero y no escatimaba en demostrárselo. Arribar a su casa por sorpresa era uno de aquellos detalles que hacían a la joven una dama singular.
Su mano izquierda, pequeña y delicada no tardó en hacerse con la pulida aldaba, exagerando un poco el número de golpeteos sobre el pórtico, solo con intención de no generar sospechas en cuanto a la sorpresa. La mano derecha, por otra parte, se ocultaba tras su espalda, sosteniendo un frágil obsequio que sin dudas sorprendería a su adorado.
Movía sus ojos de un lado a otro, inquieta cuan niña pequeña sin poder ocultar su sonrisa, la que algo aprisionada dibujaba unos tiernos hoyuelos a los lados de su terso rostro.
- “Ojala esté en la casa” - anhelo, notando como no se había percatado antes de ese pequeño pero gran detalle; saber con certeza si esa noche Emmeran estaría en su hogar.
Oprimió sus parpados y se atrevió a chocar la aldaba contra la puerta un par de veces más. Tal vez su insistencia le generase la recompensa deseada; hacerse con la presencia de su amor.
Regina Visconti*- Cambiante/Realeza
- Mensajes : 17
Fecha de inscripción : 07/06/2012
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Re: Rosas para un caballero
El cansancio pesaba sobre su espalda como carga de esclavos. Después de un largo día de trabajo en el restaurante como cocinero, había alcanzado el vestíbulo de su propia residencia hecho poco más que escombros. Sin saber cómo, se había entregado al sueño sobre el sofá del sencillo salón contiguo al mismo vestíbulo.
Dormía profundamente, como piedra aferrada al fondo de un lago. Para el momento en el que el golpeteo insistente sobre la puerta sonó por primera vez, su sueño se perturbó y sus párpados, resistentes a abrirse, se fruncieron. Un segundo golpeteo y su respiración se agitó en cuanto la consciencia volvía, de regreso a la vigilia.
Le tomó varios segundos, quizás minutos, reconocer el lugar en el que se encontraba. A pesar de los meses que habían transcurrido desde su llegada a París, no conseguía acostumbrarse a su nueva vivienda. Como recuerdo lejano de experiencias infantiles, solía despertar con el peso de la ausencia de su madre.
Se reincorporó forzosamente. Restregó sus párpados con las palmas de sus manos y respiró profundo. El cansancio, de nuevo, pesaba sobre su espalda como carga de esclavos.
Ya casi, Emmeran, ¡ya casi!
¡Faltaba poco! Unos pocos meses más de trabajo, de rutinas agotadoras, y podría adquirir finalmente su propio restaurante. Los breves segundos en los que pudo imaginar el lugar, para el cual aún no tenía pensado un nombre, resultaron profundamente alentadores. Allí bajo su nariz, tímidos y desacostumbrados, sus labios se curvaban en una sonrisa.
Se levantó con la firme intención de acudir al llamado de la puerta. Aún aletargado, no advirtió las circunstancias extrañas en las que recibía la visita. La noche había caído hacía un par de horas y afuera, frías, las calles permanecían solitarias. Cuando traspasó el vestíbulo notó su deplorable estado: el uniforme del restaurante, por zonas manchado y en general víctima del ajetreo propio del oficio, y un rostro que estaba seguro reflejaba fielmente su fatiga. En cualquier caso, no había tiempo para remediar la situación. Ya la curiosidad le acompañaba y entonces decidió abrir la puerta, apresurado por su retraso.
Tú.
Sus cejas se arquearon con fuerza. Sus ojos brillaron, como devueltos a la vida. No daba crédito a lo que veía frente a sí. Una mujer de sonrisa radiante, cabello ensortijado en caída sobre sus hombros y una mirada de embrujo: era Regina.
La inesperada sorpresa le avivó el corazón. Sus labios no soportaron la lucha y volvieron a curvarse, ya no tímidos, en una sonrisa amplia y sincera. ¿Podría ser posible? A su alrededor tenía pistas suficientes para afirmar sin miedo a la duda que todo aquello se trataba de un sueño. El peso del cansancio ya no estaba, se había ido; las penas triviales a las que estaba sometido le habían abandonado súbitamente, dejándole en intimidad con una felicidad abrumadora.
Devoró la distancia que les separaba y le abrazó con fuerza, aferrándose a ella. La acogió entre sus brazos, apoyando su mentón en su cabeza, y cerró sus ojos. Aspiraba su aroma y con ello se convencía de que todo era real. La mujer, él y lo que mantenían era innegablemente real.
- Te extrañé - le susurró, inmóvil y reacio a ceder en el abrazo. Sólo después de largos segundos, liberó su cuerpo e incluso entonces fue doloroso.
- ¿Qué haces aquí? Pensé que no te vería hoy. ¿Viniste hasta acá sola?
Tantas preguntas respondían a inquietudes que no supo manejar. ¡Cómo le hubiera gustado llevarla dentro, pasar llave a la puerta y jamás dejarla salir! No soportaba su ausencia y cada reencuentro que sucedía entre ambos le servía para comprobarlo. Al final, sin embargo, su entrecejo se frunció. La idea de la mujer desprotegida por calles sombrías e inseguras le encogía el corazón.
- Entremos - invitó, cediéndole paso hacia el interior de la residencia - Es una noche fría y no quiero que enfermes.
Dormía profundamente, como piedra aferrada al fondo de un lago. Para el momento en el que el golpeteo insistente sobre la puerta sonó por primera vez, su sueño se perturbó y sus párpados, resistentes a abrirse, se fruncieron. Un segundo golpeteo y su respiración se agitó en cuanto la consciencia volvía, de regreso a la vigilia.
Le tomó varios segundos, quizás minutos, reconocer el lugar en el que se encontraba. A pesar de los meses que habían transcurrido desde su llegada a París, no conseguía acostumbrarse a su nueva vivienda. Como recuerdo lejano de experiencias infantiles, solía despertar con el peso de la ausencia de su madre.
Se reincorporó forzosamente. Restregó sus párpados con las palmas de sus manos y respiró profundo. El cansancio, de nuevo, pesaba sobre su espalda como carga de esclavos.
Ya casi, Emmeran, ¡ya casi!
¡Faltaba poco! Unos pocos meses más de trabajo, de rutinas agotadoras, y podría adquirir finalmente su propio restaurante. Los breves segundos en los que pudo imaginar el lugar, para el cual aún no tenía pensado un nombre, resultaron profundamente alentadores. Allí bajo su nariz, tímidos y desacostumbrados, sus labios se curvaban en una sonrisa.
Se levantó con la firme intención de acudir al llamado de la puerta. Aún aletargado, no advirtió las circunstancias extrañas en las que recibía la visita. La noche había caído hacía un par de horas y afuera, frías, las calles permanecían solitarias. Cuando traspasó el vestíbulo notó su deplorable estado: el uniforme del restaurante, por zonas manchado y en general víctima del ajetreo propio del oficio, y un rostro que estaba seguro reflejaba fielmente su fatiga. En cualquier caso, no había tiempo para remediar la situación. Ya la curiosidad le acompañaba y entonces decidió abrir la puerta, apresurado por su retraso.
Tú.
Sus cejas se arquearon con fuerza. Sus ojos brillaron, como devueltos a la vida. No daba crédito a lo que veía frente a sí. Una mujer de sonrisa radiante, cabello ensortijado en caída sobre sus hombros y una mirada de embrujo: era Regina.
La inesperada sorpresa le avivó el corazón. Sus labios no soportaron la lucha y volvieron a curvarse, ya no tímidos, en una sonrisa amplia y sincera. ¿Podría ser posible? A su alrededor tenía pistas suficientes para afirmar sin miedo a la duda que todo aquello se trataba de un sueño. El peso del cansancio ya no estaba, se había ido; las penas triviales a las que estaba sometido le habían abandonado súbitamente, dejándole en intimidad con una felicidad abrumadora.
Devoró la distancia que les separaba y le abrazó con fuerza, aferrándose a ella. La acogió entre sus brazos, apoyando su mentón en su cabeza, y cerró sus ojos. Aspiraba su aroma y con ello se convencía de que todo era real. La mujer, él y lo que mantenían era innegablemente real.
- Te extrañé - le susurró, inmóvil y reacio a ceder en el abrazo. Sólo después de largos segundos, liberó su cuerpo e incluso entonces fue doloroso.
- ¿Qué haces aquí? Pensé que no te vería hoy. ¿Viniste hasta acá sola?
Tantas preguntas respondían a inquietudes que no supo manejar. ¡Cómo le hubiera gustado llevarla dentro, pasar llave a la puerta y jamás dejarla salir! No soportaba su ausencia y cada reencuentro que sucedía entre ambos le servía para comprobarlo. Al final, sin embargo, su entrecejo se frunció. La idea de la mujer desprotegida por calles sombrías e inseguras le encogía el corazón.
- Entremos - invitó, cediéndole paso hacia el interior de la residencia - Es una noche fría y no quiero que enfermes.
Emmeran Moldovan- Humano Clase Media
- Mensajes : 8
Fecha de inscripción : 13/06/2012
Re: Rosas para un caballero
Nunca se había cuestionado si su adorado Emmeran era consciente del impacto, del efecto que tenía sobre ella.
Cada recoveco, cada partícula de su ser se impregnaban en completo regocijo y serenidad cuando él estaba cerca. Su calidez y su mirada. Su abrazo. Todos pequeños gestos pero a su vez inmensos tesoros que alimentaban el alma y corazón de una Regina que dejaba atrás toda preocupación cotidiana, permitiéndose así el ahondamiento en un mar de sensaciones acogedoras que venían de la mano de su amado chef.
Aún con los harapos sucios del trabajo y el cansancio silente en sus ojeras, lucía maravilloso y su abrazo se sentía reconfortante, como cada vez que le encerraban en aquella prisión de cariño de la que ella jamás pensaría huir.
Su fragancia masculina mezclada con las fuertes especias que destacaban sus platos en la cocina, mismas que se impregnaban a su rígida piel le hacían inconfundible al olfato. Sus vocablos profundos, su mirada serena y sus labios risueños le hacían especialmente exquisito a la vista. Y el inmenso amor que ella había resguardado en su corazón a nombre de los dos le hacía el hombre de sus sueños, el único existente para todos sus sentidos.
Aún con su mano derecha tras la espalda recta, se adentro al vestíbulo de la residencia. Cerrándose el pórtico y quedando la soledad de las calles y el frio de la noche afuera como invitados no deseados, la segunda sorpresa del encuentro se hacía visible frente a los ojos de aquellos dos enamorados.
- Son para usted. Quiero ser la primera dama que le regale flores, porque es muy merecedor de ellas y muchas atenciones más… -una frase sincera y llamativa tanto como las hermosas y fragantes rosas rojas que en forma de ramo ahora se evidenciaban como regalo de la damisela hacia su estimado caballero. Regina adoraba salirse de las tradiciones de vez en cuando, sobre todo en gestos tiernos y significativos para con aquellos que apreciaba. Y como bien sus palabras lo habían expresado, él era merecedor de un bouquet de rosas y muchísimas cosas más que ella no tendría vergüenza alguna en ofrecerle. Así como el rumano se preocupaba de mantenerla alegre bajo una innumerable cantidad de atenciones y cortejos, ella sentía debía estar a la par de la situación, aunque eso significase dejar a las personas mas conservadores de boca abierta.
-… Pero hoy solo me propuse sorprenderte con mi visita y tal vez con una cena que anime su espíritu y que usted no tenga que cocinar - adhirió con esa sonrisa brillante y pura que generalmente solo su hombre le robaba por el mero hecho de existir. Extendió su mano para hacerle con el ramo de rosas y posteriormente comenzar su nueva avanzar hacia a un espacio más cómodo. Era consciente de que él había trabajado arduamente por muchas horas y no era su intención mantenerle estático en un sitio que solo servía para recibir a las personas, acto que ya estaba por mas que hecho.
Dejó su abrigo sobre el respaldo de una de las tres sillas presentes en la mesa principal de la sala, no sin antes observar a los ojos de Emmeran y con un gesto de su cabeza darse el permiso para realizar aquella acción. No era necesario expresar la confianza que había entre ellos dos, más Regina gustaba de sentirse como una invitada más cada vez que visitaba la residencia de su pareja. Para ella era una forma de respetar su espacio, de manifestar que ese era su entorno y ella no accionaria en el mismo sin su consentimiento.
Aunque en el fondo, deseaba hacerse con la presencia del caballero cada día, a cada momento, en un sitio conformado por los dos. Pero para todo existía un momento y la realidad también le decía que había muchas cosas para solucionar antes de dar un paso como ése.
Cosas para solucionar y la proposición pertinente, asunto en el cual Regina no pensaba romper la costumbre en absoluto.
Cada recoveco, cada partícula de su ser se impregnaban en completo regocijo y serenidad cuando él estaba cerca. Su calidez y su mirada. Su abrazo. Todos pequeños gestos pero a su vez inmensos tesoros que alimentaban el alma y corazón de una Regina que dejaba atrás toda preocupación cotidiana, permitiéndose así el ahondamiento en un mar de sensaciones acogedoras que venían de la mano de su amado chef.
Aún con los harapos sucios del trabajo y el cansancio silente en sus ojeras, lucía maravilloso y su abrazo se sentía reconfortante, como cada vez que le encerraban en aquella prisión de cariño de la que ella jamás pensaría huir.
Su fragancia masculina mezclada con las fuertes especias que destacaban sus platos en la cocina, mismas que se impregnaban a su rígida piel le hacían inconfundible al olfato. Sus vocablos profundos, su mirada serena y sus labios risueños le hacían especialmente exquisito a la vista. Y el inmenso amor que ella había resguardado en su corazón a nombre de los dos le hacía el hombre de sus sueños, el único existente para todos sus sentidos.
Aún con su mano derecha tras la espalda recta, se adentro al vestíbulo de la residencia. Cerrándose el pórtico y quedando la soledad de las calles y el frio de la noche afuera como invitados no deseados, la segunda sorpresa del encuentro se hacía visible frente a los ojos de aquellos dos enamorados.
- Son para usted. Quiero ser la primera dama que le regale flores, porque es muy merecedor de ellas y muchas atenciones más… -una frase sincera y llamativa tanto como las hermosas y fragantes rosas rojas que en forma de ramo ahora se evidenciaban como regalo de la damisela hacia su estimado caballero. Regina adoraba salirse de las tradiciones de vez en cuando, sobre todo en gestos tiernos y significativos para con aquellos que apreciaba. Y como bien sus palabras lo habían expresado, él era merecedor de un bouquet de rosas y muchísimas cosas más que ella no tendría vergüenza alguna en ofrecerle. Así como el rumano se preocupaba de mantenerla alegre bajo una innumerable cantidad de atenciones y cortejos, ella sentía debía estar a la par de la situación, aunque eso significase dejar a las personas mas conservadores de boca abierta.
-… Pero hoy solo me propuse sorprenderte con mi visita y tal vez con una cena que anime su espíritu y que usted no tenga que cocinar - adhirió con esa sonrisa brillante y pura que generalmente solo su hombre le robaba por el mero hecho de existir. Extendió su mano para hacerle con el ramo de rosas y posteriormente comenzar su nueva avanzar hacia a un espacio más cómodo. Era consciente de que él había trabajado arduamente por muchas horas y no era su intención mantenerle estático en un sitio que solo servía para recibir a las personas, acto que ya estaba por mas que hecho.
Dejó su abrigo sobre el respaldo de una de las tres sillas presentes en la mesa principal de la sala, no sin antes observar a los ojos de Emmeran y con un gesto de su cabeza darse el permiso para realizar aquella acción. No era necesario expresar la confianza que había entre ellos dos, más Regina gustaba de sentirse como una invitada más cada vez que visitaba la residencia de su pareja. Para ella era una forma de respetar su espacio, de manifestar que ese era su entorno y ella no accionaria en el mismo sin su consentimiento.
Aunque en el fondo, deseaba hacerse con la presencia del caballero cada día, a cada momento, en un sitio conformado por los dos. Pero para todo existía un momento y la realidad también le decía que había muchas cosas para solucionar antes de dar un paso como ése.
Cosas para solucionar y la proposición pertinente, asunto en el cual Regina no pensaba romper la costumbre en absoluto.
Regina Visconti*- Cambiante/Realeza
- Mensajes : 17
Fecha de inscripción : 07/06/2012
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Re: Rosas para un caballero
Se aseguró Regina estuviera dentro y entonces cerró la puerta. La sensación de seguridad, aunque relativa, le reconfortó. Ya no temía por la seguridad de Regina, antes solitaria e indefensa, y no porque su residencia fuera precisamente algún fuerte infranqueable ni mucho menos, sino porque, a su lado, jamás permitiría ningún mal le alcanzara.
Siguió sus pasos, aún encendido en alegría por el encuentro. El camino le servía como evidencia de que aquello era definitivamente real. Y de no serlo, si de pronto todo se tratara de alguna ilusión pérfida, no restaba más que disfrutarla tanto como podía, tanto como lo hacía.
Un racimo de rosas saltaron a su vista, imprevistas, de pétalos rojos y curvos que, superpuestos unos a otros, escondían su núcleo. Emmeran arqueó sus cejas una vez más, descolocado por el gesto. ¿A qué venía aquello? Aunque jamás pensara en Regina como objeto de suspicacia, no pudo evitar sorprenderse. La explicación no tardó, sin embargo, y el rumano sólo atinó a reír, profundamente conmovido. Sintió la necesidad de tomarla entre sus brazos y robarle el aliento con un beso también hurtado. Y lo hubiera hecho, sin duda, de no ser porque la chica se había adelantado a él, ofreciéndole una cena en su compañía que se sintió incapaz de rechazar.
- Gracias, preciosa - le susurró, tomando el obsequio y detallando, entretenido, las rosas perfumadas. Tuvo el capricho inofensivo de comparar la belleza de las flores con la de su amada. Aunque pocas veces había visto rosas tan hermosas, la conclusión fue evidente.
Traspasó el vestíbulo y le alcanzó en el salón que antes usara de dormitorio. Descubrió que los cojines que utilizó como improvisadas almohadas se encontraban aún desperdigados, al igual que la antigua correspondencia sobre la superficie de la mesa. Lamentó el desorden con un chasquido de su lengua, colocó diligente el racimo sobre un florero decorativo, intercambiándolo por otro ya marchito, y se apresuró, apenado, a corregir la situación.
- Estás en tu casa - le dijo, más como recordatorio que como auténtica información.
Ni bien terminó con su labor, volvió a acercarse a la chica, envolviendo su cintura con sus manos, las que entrelazó por detrás de la espalda.
- ¿Así que una cena en la que yo no cocinaré? ¡Eso sí sería una novedad en este día!- dijo, entre carcajadas -. No te molestes. No estoy tan agotado como sé que luzco.
El área de la cocina era la excepción. Emmeran acostumbraba a mantenerla siempre limpia y minuciosamente ordenada. Como cocinero, era algo que no podía permitirse. Tomando la mano de la italiana, la condujo hacia el pequeño espacio, cercado por mesones y gabinetes, y sobre el borde de los primeros recostó su torso, atrayéndola con suavidad. Buscó sus labios con los suyos, los unió en un beso fugaz y se mantuvo allí, observándola por segundos, en silencio, descubriendo en los ojos ajenos lo mucho que le amaba.
- ¿Qué te apetece? - su voz grave solía dirigirse a ella de forma muy suave, arrulladora. Aunque había mentido sobre su fatiga, le era inevitable no mimarla, consentir cada uno de sus caprichos o deseos. Más allá de su título nobiliario, Regina era merecedora de tantas y más atenciones.
Siguió sus pasos, aún encendido en alegría por el encuentro. El camino le servía como evidencia de que aquello era definitivamente real. Y de no serlo, si de pronto todo se tratara de alguna ilusión pérfida, no restaba más que disfrutarla tanto como podía, tanto como lo hacía.
Un racimo de rosas saltaron a su vista, imprevistas, de pétalos rojos y curvos que, superpuestos unos a otros, escondían su núcleo. Emmeran arqueó sus cejas una vez más, descolocado por el gesto. ¿A qué venía aquello? Aunque jamás pensara en Regina como objeto de suspicacia, no pudo evitar sorprenderse. La explicación no tardó, sin embargo, y el rumano sólo atinó a reír, profundamente conmovido. Sintió la necesidad de tomarla entre sus brazos y robarle el aliento con un beso también hurtado. Y lo hubiera hecho, sin duda, de no ser porque la chica se había adelantado a él, ofreciéndole una cena en su compañía que se sintió incapaz de rechazar.
- Gracias, preciosa - le susurró, tomando el obsequio y detallando, entretenido, las rosas perfumadas. Tuvo el capricho inofensivo de comparar la belleza de las flores con la de su amada. Aunque pocas veces había visto rosas tan hermosas, la conclusión fue evidente.
Traspasó el vestíbulo y le alcanzó en el salón que antes usara de dormitorio. Descubrió que los cojines que utilizó como improvisadas almohadas se encontraban aún desperdigados, al igual que la antigua correspondencia sobre la superficie de la mesa. Lamentó el desorden con un chasquido de su lengua, colocó diligente el racimo sobre un florero decorativo, intercambiándolo por otro ya marchito, y se apresuró, apenado, a corregir la situación.
- Estás en tu casa - le dijo, más como recordatorio que como auténtica información.
Ni bien terminó con su labor, volvió a acercarse a la chica, envolviendo su cintura con sus manos, las que entrelazó por detrás de la espalda.
- ¿Así que una cena en la que yo no cocinaré? ¡Eso sí sería una novedad en este día!- dijo, entre carcajadas -. No te molestes. No estoy tan agotado como sé que luzco.
El área de la cocina era la excepción. Emmeran acostumbraba a mantenerla siempre limpia y minuciosamente ordenada. Como cocinero, era algo que no podía permitirse. Tomando la mano de la italiana, la condujo hacia el pequeño espacio, cercado por mesones y gabinetes, y sobre el borde de los primeros recostó su torso, atrayéndola con suavidad. Buscó sus labios con los suyos, los unió en un beso fugaz y se mantuvo allí, observándola por segundos, en silencio, descubriendo en los ojos ajenos lo mucho que le amaba.
- ¿Qué te apetece? - su voz grave solía dirigirse a ella de forma muy suave, arrulladora. Aunque había mentido sobre su fatiga, le era inevitable no mimarla, consentir cada uno de sus caprichos o deseos. Más allá de su título nobiliario, Regina era merecedora de tantas y más atenciones.
Emmeran Moldovan- Humano Clase Media
- Mensajes : 8
Fecha de inscripción : 13/06/2012
Re: Rosas para un caballero
Tenía presente que la sinceridad de Emmeran era una de las tantas características que le hacían un hombre especial entre el resto, pero en aquel momento ni siquiera sus palabras podían camuflar el cansancio presente en sus ojos, en su rostro y hasta en su particular forma de mantenerse en pie.
Aunque ciertamente nunca sintió en piel propia el cansancio producido tras generar determinada labor por muchas horas debido al título que le ofrecía innumerables comodidades y privilegios con respecto a los de una persona sin sangre azul, Regina era sumamente consciente del esfuerzo físico que su amado entregaba cada día con la finalidad de hacerse con cada jornada un paso más cercano a su anhelado sueño; un restaurante propio.
Incontables veces fue las que se ofreció en darle una mano a su pareja en cuanto a los costes del negocio que deseaba llevar a acabo, e incontables veces fue las que él, sin deseo de ofenderle se negó rotundamente a aceptar tal ofrecimiento. Regina entendía lo que significaba para Emmeran y su madre que fuese él mismo quien a base de sudor, penosas distancias y variados sacrificios el que se hiciera único y completo dueño del futuro restaurante.
Pero para ella era totalmente inevitable hacer manifiesto de estar siempre dispuesta a colaborar en todo aquello que fuese necesario si la finalidad era ni más ni menos que ver a su amado haciendo realidad uno de sus principales sueños en la vida.
Regina deseaba tanto como él, la llegada del día en que las puertas de su anhelado restaurante se abriesen al público, es más, hasta ya había planeado buscar la forma de contactarse con la señora Moldovan aproximadas las fechas para que ésta estuviese presente en un momento que se grabaría por siempre en la memoria de ambos. Sabía que no podía dejar pasar por alto ese detalle que sería sumamente especial para su compañero de vida.
Siguió los pasos del hombre, guiada por la áspera y varonil mano que hacia parecer a la suya más pequeña de lo normal. Se hizo con la modesta cocina donde él solía deleitarla con degustaciones incomparables, mismas que implementaba tiempo después en el restaurante donde trabajaba, siendo uno de los chefs más destacados del establecimiento comensal tanto por los clientes, así por los contentos dueños del negocio, que desde la llegada de Emmeran cada vez se hacían con muchísimos mas consumidores que en otras épocas.
Recibió el sutil y delicado beso de su hombre. Cerró los ojos y se permitió disfrutar aquel fugaz instante en que sus labios se fundían tiernamente con los de él. La calidez ajena se mezclaba con la propia confeccionando aquel pequeño instante en algo digno de recordar para ella. En el fondo, todo momento junto a su amado era digno de perpetuo recuerdo.
Sus ocelos claros, serenos y deleitados con la captura del rostro del rumano se negaban al acto involuntario de parpadear por miedo a que en un simple pestañeo toda la magia entorno a su persona y la de su acompañante se desvaneciera. Pero sabía que eso no sucedería, ni en ese momento ni en ningún otro.
- Solo me apetecía verle, saber que se encuentra bien y recordarle que es una persona muy especial para mí - le confesó, mirándolo directamente a los ojos y sonriéndole dulcemente, porque ese era el único gesto que podía ofrecerle a alguien como él.
- Pero deme el gusto de saber que procurara descansar. Me apena verle agotado, pese a saber que la razón por la cual tal estado es inmensamente valido… - su mano izquierda acarició con la yema de los dedos el rostro de su adoración, de su extenuado caballero. Suavemente recorrió su mejilla, rosó con gracia aquella demarcada mandíbula y finalmente los dedos se deslizaron sigilosamente por aquel estilizado cuello. La mano detuvo su delicado recorrido en el centro del pecho musculado, elevado.
- Pero no olvide que le necesito fuerte y sano, de lo contrario ¿Con quién compartiría mis alegrías? - añadió bajando un poco la nariz y viéndole con las cejas alzadas en una proyección infantil y angelical adoptada por su semblante, con la simple intención que de aquella solicitud no fuese pasa por alto sin más.
Se permitió dar un paso hacia atrás, liberándose del encantador aprisionamiento que las manos de su acompañante le proporcionaban, y sujetando éstas con las suyas continúo observándole por unos momentos más como si sus ojos no deseasen hacerse con otra imagen salvo la de él.
- Será mejor me marche, no deseo robarle horas de sueño - sabía que era lo más conveniente en esa instancia, sobre todo para el caballero. Y no podía darse el gusto de contradecir o interceder con su presencia en la misma petición que le había realizado momentos antes.
Después de todo su cometido del día ya estaba cumplido; había hecho a su pareja con un regalo jamás pensando para un caballero, un bouquet de rosas.
Aunque ciertamente nunca sintió en piel propia el cansancio producido tras generar determinada labor por muchas horas debido al título que le ofrecía innumerables comodidades y privilegios con respecto a los de una persona sin sangre azul, Regina era sumamente consciente del esfuerzo físico que su amado entregaba cada día con la finalidad de hacerse con cada jornada un paso más cercano a su anhelado sueño; un restaurante propio.
Incontables veces fue las que se ofreció en darle una mano a su pareja en cuanto a los costes del negocio que deseaba llevar a acabo, e incontables veces fue las que él, sin deseo de ofenderle se negó rotundamente a aceptar tal ofrecimiento. Regina entendía lo que significaba para Emmeran y su madre que fuese él mismo quien a base de sudor, penosas distancias y variados sacrificios el que se hiciera único y completo dueño del futuro restaurante.
Pero para ella era totalmente inevitable hacer manifiesto de estar siempre dispuesta a colaborar en todo aquello que fuese necesario si la finalidad era ni más ni menos que ver a su amado haciendo realidad uno de sus principales sueños en la vida.
Regina deseaba tanto como él, la llegada del día en que las puertas de su anhelado restaurante se abriesen al público, es más, hasta ya había planeado buscar la forma de contactarse con la señora Moldovan aproximadas las fechas para que ésta estuviese presente en un momento que se grabaría por siempre en la memoria de ambos. Sabía que no podía dejar pasar por alto ese detalle que sería sumamente especial para su compañero de vida.
Siguió los pasos del hombre, guiada por la áspera y varonil mano que hacia parecer a la suya más pequeña de lo normal. Se hizo con la modesta cocina donde él solía deleitarla con degustaciones incomparables, mismas que implementaba tiempo después en el restaurante donde trabajaba, siendo uno de los chefs más destacados del establecimiento comensal tanto por los clientes, así por los contentos dueños del negocio, que desde la llegada de Emmeran cada vez se hacían con muchísimos mas consumidores que en otras épocas.
Recibió el sutil y delicado beso de su hombre. Cerró los ojos y se permitió disfrutar aquel fugaz instante en que sus labios se fundían tiernamente con los de él. La calidez ajena se mezclaba con la propia confeccionando aquel pequeño instante en algo digno de recordar para ella. En el fondo, todo momento junto a su amado era digno de perpetuo recuerdo.
Sus ocelos claros, serenos y deleitados con la captura del rostro del rumano se negaban al acto involuntario de parpadear por miedo a que en un simple pestañeo toda la magia entorno a su persona y la de su acompañante se desvaneciera. Pero sabía que eso no sucedería, ni en ese momento ni en ningún otro.
- Solo me apetecía verle, saber que se encuentra bien y recordarle que es una persona muy especial para mí - le confesó, mirándolo directamente a los ojos y sonriéndole dulcemente, porque ese era el único gesto que podía ofrecerle a alguien como él.
- Pero deme el gusto de saber que procurara descansar. Me apena verle agotado, pese a saber que la razón por la cual tal estado es inmensamente valido… - su mano izquierda acarició con la yema de los dedos el rostro de su adoración, de su extenuado caballero. Suavemente recorrió su mejilla, rosó con gracia aquella demarcada mandíbula y finalmente los dedos se deslizaron sigilosamente por aquel estilizado cuello. La mano detuvo su delicado recorrido en el centro del pecho musculado, elevado.
- Pero no olvide que le necesito fuerte y sano, de lo contrario ¿Con quién compartiría mis alegrías? - añadió bajando un poco la nariz y viéndole con las cejas alzadas en una proyección infantil y angelical adoptada por su semblante, con la simple intención que de aquella solicitud no fuese pasa por alto sin más.
Se permitió dar un paso hacia atrás, liberándose del encantador aprisionamiento que las manos de su acompañante le proporcionaban, y sujetando éstas con las suyas continúo observándole por unos momentos más como si sus ojos no deseasen hacerse con otra imagen salvo la de él.
- Será mejor me marche, no deseo robarle horas de sueño - sabía que era lo más conveniente en esa instancia, sobre todo para el caballero. Y no podía darse el gusto de contradecir o interceder con su presencia en la misma petición que le había realizado momentos antes.
Después de todo su cometido del día ya estaba cumplido; había hecho a su pareja con un regalo jamás pensando para un caballero, un bouquet de rosas.
Regina Visconti*- Cambiante/Realeza
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Fecha de inscripción : 07/06/2012
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Re: Rosas para un caballero
Sostenía la mirada como objeto frágil, como hilo de telaraña que al mínimo movimiento se rompería. El amor que se guardaban, estaba seguro, se componía de fuerzas más resistentes. Sin embargo, los pequeños momentos, detalles, solía abordarlos con tal delicadeza, con miedo a que de pronto se desvanecieran como recuerdos efímeros.
Los dedos de Regina trazaban sobre su piel como pincel sobre lienzo. A menudo tenía la sensación de que no era más que un retrato a blanco y negro y ella, con tacto gentil, le teñía de colores. Satisfecho con la metáfora, sonreía al pensar que la italiana era la responsable de aquella precisa encomienda: dar color a una vida que, por definición, era gris.
¡Y de nuevo iba! De nuevo preocupándose por él. Le mimaba como lo hacía su madre en días de infancia, velando por su bienestar por sobre todo lo demás. Lo agradecía en cuanto, en un espacio de honestidad consigo mismo, descubría que no era capaz de medir sus propios límites; no los conocía. Emmeran era capaz de ir más allá, cruzar fronteras hasta la destrucción de su cuerpo y alma, si con ello conseguía sus objetivos.
- Ya habrá tiempo para descansar, preciosa - le aseguró, precipitando su nariz sobre la ajena, sacudiendo su cabeza en algún tipo de caricia que, aunque absurda, disfrutaba -. ¡Ya lo habrá!
La mantuvo tan cercana como su corazón lo demandaba. Allí, entre sus brazos, podía reconocerla enteramente suya. A menudo disfrutaba estrecharla con fuerza, como niño aferrado a objeto de propiedad que jamás lograrían arrebatarle.
- No pensarás que con un sencillo trabajo te desharás de mí, ¿o sí? - bromeó, pues él no iría a ninguna parte. Seguiría allí, fuerte y sano, mientras la chica se lo permitiera -. Deja de preocuparte. Estoy bien.
Si ella había adoptado el rol de niña que exigía algún capricho, él lo había hecho con el del padre, o al menos eso intentó. Le miró fijamente, con expresión neutra, durante breves segundos, y entonces el esfuerzo se derrumbó entre ligeras risas. No era capaz, lo supo, de sostener una postura autoritaria ante semejante dulzura, y su pequeño fracaso lo compensó con un nuevo beso tan fugaz como el anterior.
Resintió la distancia que tomaba la italiana. Sus dedos se habían tensado, aferrados a los suyos, reacios a liberarla por completo, y en cuanto escuchó palabras con sabor a despedida, se apresuró a retenerla nuevamente, como inmovilizándola estratégicamente, de nuevo entre sus brazos.
- ¿Eh? ¿Qué dices? ¿Tan pronto? - fruncía el entrecejo, incrédulo -. ¿No pensabas quedarte a cenar? Lo que haces es mostrar pan a un hambriento al que sólo darás migajas. ¡Nada de eso! Me prometiste una cena y por Dios, preciosa, que la voy a exigir.
No cedería. No importaba cuál argumento utilizara en su contra; no cedería. Le miró con severidad, haciéndole saber que no tenía otra opción más que resignarse, y volvió a besarle, sellando el acuerdo silencioso.
- Vamos, ponte cómoda. Puedo preparar la cena, pero antes me desharé de este uniforme- dijo, atrapando la nariz de la chica entre dos de sus dedos, presionándola ligeramente. Sin mediar más palabra, abandonó el área de la cocina y se apresuró hacia su habitación.
Era sencilla, como el resto de la vivienda. La cama, enfrentada a la puerta, se encontraba aún deshecha y a su lado descansaba una pequeña mesa con una lámpara. Emmeran cruzó hacia el baño contiguo, donde se desnudó y limpió su cuerpo con la ayuda de una toalla previamente humedecida. Posteriormente intercambió el uniforme por prendas más casuales, pantalón negro y camisa blanca, desabotonada sobre el pecho, que mantenía en los cajones de la cómoda, ubicada a un lado de la puerta.
Cuando regresó al área de la cocina, lucía más despejado. Se sorprendía a sí mismo con una sensación de liberación y descanso. Se propuso alcanzar a Regina silencioso, intentando no ser advertido, para al final tomar su cintura desde su espalda, refugiando él su cabeza en el hombro frágil.
- ¿Cómo ha estado tu día hoy, eh? ¿Tienes hambre? - preguntó al soltarle, entreteniéndose entre gabinetes y cajones de los que seleccionaba distintos utensilios de cocina.
Los dedos de Regina trazaban sobre su piel como pincel sobre lienzo. A menudo tenía la sensación de que no era más que un retrato a blanco y negro y ella, con tacto gentil, le teñía de colores. Satisfecho con la metáfora, sonreía al pensar que la italiana era la responsable de aquella precisa encomienda: dar color a una vida que, por definición, era gris.
¡Y de nuevo iba! De nuevo preocupándose por él. Le mimaba como lo hacía su madre en días de infancia, velando por su bienestar por sobre todo lo demás. Lo agradecía en cuanto, en un espacio de honestidad consigo mismo, descubría que no era capaz de medir sus propios límites; no los conocía. Emmeran era capaz de ir más allá, cruzar fronteras hasta la destrucción de su cuerpo y alma, si con ello conseguía sus objetivos.
- Ya habrá tiempo para descansar, preciosa - le aseguró, precipitando su nariz sobre la ajena, sacudiendo su cabeza en algún tipo de caricia que, aunque absurda, disfrutaba -. ¡Ya lo habrá!
La mantuvo tan cercana como su corazón lo demandaba. Allí, entre sus brazos, podía reconocerla enteramente suya. A menudo disfrutaba estrecharla con fuerza, como niño aferrado a objeto de propiedad que jamás lograrían arrebatarle.
- No pensarás que con un sencillo trabajo te desharás de mí, ¿o sí? - bromeó, pues él no iría a ninguna parte. Seguiría allí, fuerte y sano, mientras la chica se lo permitiera -. Deja de preocuparte. Estoy bien.
Si ella había adoptado el rol de niña que exigía algún capricho, él lo había hecho con el del padre, o al menos eso intentó. Le miró fijamente, con expresión neutra, durante breves segundos, y entonces el esfuerzo se derrumbó entre ligeras risas. No era capaz, lo supo, de sostener una postura autoritaria ante semejante dulzura, y su pequeño fracaso lo compensó con un nuevo beso tan fugaz como el anterior.
Resintió la distancia que tomaba la italiana. Sus dedos se habían tensado, aferrados a los suyos, reacios a liberarla por completo, y en cuanto escuchó palabras con sabor a despedida, se apresuró a retenerla nuevamente, como inmovilizándola estratégicamente, de nuevo entre sus brazos.
- ¿Eh? ¿Qué dices? ¿Tan pronto? - fruncía el entrecejo, incrédulo -. ¿No pensabas quedarte a cenar? Lo que haces es mostrar pan a un hambriento al que sólo darás migajas. ¡Nada de eso! Me prometiste una cena y por Dios, preciosa, que la voy a exigir.
No cedería. No importaba cuál argumento utilizara en su contra; no cedería. Le miró con severidad, haciéndole saber que no tenía otra opción más que resignarse, y volvió a besarle, sellando el acuerdo silencioso.
- Vamos, ponte cómoda. Puedo preparar la cena, pero antes me desharé de este uniforme- dijo, atrapando la nariz de la chica entre dos de sus dedos, presionándola ligeramente. Sin mediar más palabra, abandonó el área de la cocina y se apresuró hacia su habitación.
Era sencilla, como el resto de la vivienda. La cama, enfrentada a la puerta, se encontraba aún deshecha y a su lado descansaba una pequeña mesa con una lámpara. Emmeran cruzó hacia el baño contiguo, donde se desnudó y limpió su cuerpo con la ayuda de una toalla previamente humedecida. Posteriormente intercambió el uniforme por prendas más casuales, pantalón negro y camisa blanca, desabotonada sobre el pecho, que mantenía en los cajones de la cómoda, ubicada a un lado de la puerta.
Cuando regresó al área de la cocina, lucía más despejado. Se sorprendía a sí mismo con una sensación de liberación y descanso. Se propuso alcanzar a Regina silencioso, intentando no ser advertido, para al final tomar su cintura desde su espalda, refugiando él su cabeza en el hombro frágil.
- ¿Cómo ha estado tu día hoy, eh? ¿Tienes hambre? - preguntó al soltarle, entreteniéndose entre gabinetes y cajones de los que seleccionaba distintos utensilios de cocina.
Emmeran Moldovan- Humano Clase Media
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Fecha de inscripción : 13/06/2012
Re: Rosas para un caballero
Jamás encontraba la forma exacta de negarse ante los pedidos de Emmeran, posiblemente porque él nunca se negaba a los suyos. Sin embargo, cuando el tema los ponía en aquella dulce disputa, tenia muy presente que el rumano siempre terminaba ganando la partida, ya fuese por su exquisita retorica con voz serena y envolvente o por sus acaramelados besos de ensueño; él siempre se hacía con la victoria, por eso en aquella ocasión no tuvo más que asentir con la cabeza y guardar risueño silencio.
Aquel beso había sellado la promesa y ya no existía forma de retractarse. Siempre cumplía con su palabra y esa no sería la excepción.
Sintió los dedos de su amado sobre la nariz efectuando aquel tonto juego y le dejo partir, volteándose para verle en dirección a su habitación con intención de ponerse cómodo ya que no había tenido tiempo ni de abandonar sus ropajes del trabajo.
Sola por unos momentos, deslizaba suavemente los dedos de su mano derecha sobre la fría y reluciente mesada de mármol, mientras su mente divagaba en los sueños propios que una enamorada despierta tiene con todo lo respectivo al hogar en común, la cocina, los niños y mil cosas más.
¿Podría formar una vida de ese tipo con Emmeran? Aunque internamente lo anhelada, también no gustaba de hacerse la ilusión. Sin dudas el chef sería un excelente padre, un incomparable esposo y por sobre todo un compañero de vida excepcional ¿Pero ella? Hasta el momento y pese a reflejarse sus mas sinceros sentimientos, le ocultaba una inmensa realidad que no sabia hasta que momento podría ocultar. Ojala la cura a su maldita condición fuese encontrada antes de verse en la obligación de compartirle a su pareja aquella pena que residía en lo mas oscuro y profundo de su ser.
Para aquellas horas mientras aguardaba a su adorado, un grupo de científicos en otro extremo de la ciudad continuaban con sus incansables experimentos y formulaciones, demarcando cada vez con más precisión el camino que les dirigiría a hallar el extirpador absoluto de la condición sobrenatural en los humanos.
Sonrió levemente al saber que pese su estancia en la residencia de Emmeran, los avances en las investigaciones referidas a la experimentación no se veían pausados en absoluto, pues supo como hacerse de un conjunto de personas exquisitamente calificadas para que llevasen a cabo las responsabilidades necesarias para que no hubiese ninguna traba o perdida de tiempo en la búsqueda de aquella solución que Regina tanto deseaba.
Dio sigilosamente un par de pasos dentro de la pequeña cocina, observando la lustrada madera de las gavetas ¿Cómo era posible que un espacio tan pequeño generase tantas alegrías en un hombre? Valerse de la majestuosidad de las cosas simples era una de las características que Regina amaba más de su compañero. Junto a Emmeran podía darse el gusto de dejar atrás todas las superfluas preocupaciones por las que la nobleza se dejaba alterar. Frente al rumano no había necesidad de ser la mejor vestida, la más elocuente o quien destacase por ostentar más propiedades que otros. Con él lo que valía era ser ella misma. Cada recoveco de su mundanidad podía revelarse sin temor a ser rechazada. La expresión no era sancionada por el caballero, sino abrazada cariñosamente.
Con una buena y solida base educacional generada por su propia madre, Emmeran seguramente contaba con sus límites, pero Regina jamás se había hecho con ellos. Aunque la presencia del rumano fuese un disparador a su plena libertad, la Duquesa nunca se atrevió a testear los parámetros morales de su pareja. Le amaba indescriptiblemente, pero antes de eso le respetaba como a todos.
Su entera anatomía se sacudió cómicamente al ser sorprendida por las cálidas manos ajenas sobre su cintura. Pensó en voltearse, pero antes de realizarlo ya tenía sobre su hombro el definido mentón del caballero.
- Todos mis días son buenos, así me gusta creerlo. Pero no ocultaré que son aún mejores cuando le veo – promovió con una leve sonrisa y si típico dejo optimista, mientras sus ojos se hacían curiosos viendo las habilidosas acciones del cocinero, quien parecía tener una fresca memoria en cuanto lo referido a la ubicación de todos aquellos utensilios culinarios que necesitaba para realizar la prometida cena.
Entre el sonido de los diferentes hierros y los cristales golpeteándose, giro su cuerpo apoyada en su tacondos talones y apoyo su cintura contra la marmoleada mesada. Cruzó sus manos, una encima de la otra a la altura de su pelvis mientras continuaba ojeando la ágil actividad que se daba frente a sí.
- Pero vine aquí a saber de usted ¿Cómo esta yendo todo en el Restaurante? Llegaron a mis atentos oídos un par de comentarios donde pareciese ser que un conocido rumano esta catalogado como el cocinero estrella del zona - sus palabras más que misterio irradiaban dulzura y contento que no podía evadir por mas que quisiese.
- ¿Sabe algo al respecto? - cuestionó con esa inexistente y falsa proyección de intriga. Cada logro que Emmeran consiguiese era sin ninguna duda merecedor de ser felicitado una y otra vez, sobre todo por ella, quien tenia completa noción del esfuerzo, dedicación y gusto que su adorado entregaba en toda labor que realizase, más aun en aquella que le apasionaba inmensamente; el arte de transportar a las personas a través del paladar.
Aquel beso había sellado la promesa y ya no existía forma de retractarse. Siempre cumplía con su palabra y esa no sería la excepción.
Sintió los dedos de su amado sobre la nariz efectuando aquel tonto juego y le dejo partir, volteándose para verle en dirección a su habitación con intención de ponerse cómodo ya que no había tenido tiempo ni de abandonar sus ropajes del trabajo.
Sola por unos momentos, deslizaba suavemente los dedos de su mano derecha sobre la fría y reluciente mesada de mármol, mientras su mente divagaba en los sueños propios que una enamorada despierta tiene con todo lo respectivo al hogar en común, la cocina, los niños y mil cosas más.
¿Podría formar una vida de ese tipo con Emmeran? Aunque internamente lo anhelada, también no gustaba de hacerse la ilusión. Sin dudas el chef sería un excelente padre, un incomparable esposo y por sobre todo un compañero de vida excepcional ¿Pero ella? Hasta el momento y pese a reflejarse sus mas sinceros sentimientos, le ocultaba una inmensa realidad que no sabia hasta que momento podría ocultar. Ojala la cura a su maldita condición fuese encontrada antes de verse en la obligación de compartirle a su pareja aquella pena que residía en lo mas oscuro y profundo de su ser.
Para aquellas horas mientras aguardaba a su adorado, un grupo de científicos en otro extremo de la ciudad continuaban con sus incansables experimentos y formulaciones, demarcando cada vez con más precisión el camino que les dirigiría a hallar el extirpador absoluto de la condición sobrenatural en los humanos.
Sonrió levemente al saber que pese su estancia en la residencia de Emmeran, los avances en las investigaciones referidas a la experimentación no se veían pausados en absoluto, pues supo como hacerse de un conjunto de personas exquisitamente calificadas para que llevasen a cabo las responsabilidades necesarias para que no hubiese ninguna traba o perdida de tiempo en la búsqueda de aquella solución que Regina tanto deseaba.
Dio sigilosamente un par de pasos dentro de la pequeña cocina, observando la lustrada madera de las gavetas ¿Cómo era posible que un espacio tan pequeño generase tantas alegrías en un hombre? Valerse de la majestuosidad de las cosas simples era una de las características que Regina amaba más de su compañero. Junto a Emmeran podía darse el gusto de dejar atrás todas las superfluas preocupaciones por las que la nobleza se dejaba alterar. Frente al rumano no había necesidad de ser la mejor vestida, la más elocuente o quien destacase por ostentar más propiedades que otros. Con él lo que valía era ser ella misma. Cada recoveco de su mundanidad podía revelarse sin temor a ser rechazada. La expresión no era sancionada por el caballero, sino abrazada cariñosamente.
Con una buena y solida base educacional generada por su propia madre, Emmeran seguramente contaba con sus límites, pero Regina jamás se había hecho con ellos. Aunque la presencia del rumano fuese un disparador a su plena libertad, la Duquesa nunca se atrevió a testear los parámetros morales de su pareja. Le amaba indescriptiblemente, pero antes de eso le respetaba como a todos.
Su entera anatomía se sacudió cómicamente al ser sorprendida por las cálidas manos ajenas sobre su cintura. Pensó en voltearse, pero antes de realizarlo ya tenía sobre su hombro el definido mentón del caballero.
- Todos mis días son buenos, así me gusta creerlo. Pero no ocultaré que son aún mejores cuando le veo – promovió con una leve sonrisa y si típico dejo optimista, mientras sus ojos se hacían curiosos viendo las habilidosas acciones del cocinero, quien parecía tener una fresca memoria en cuanto lo referido a la ubicación de todos aquellos utensilios culinarios que necesitaba para realizar la prometida cena.
Entre el sonido de los diferentes hierros y los cristales golpeteándose, giro su cuerpo apoyada en su tacondos talones y apoyo su cintura contra la marmoleada mesada. Cruzó sus manos, una encima de la otra a la altura de su pelvis mientras continuaba ojeando la ágil actividad que se daba frente a sí.
- Pero vine aquí a saber de usted ¿Cómo esta yendo todo en el Restaurante? Llegaron a mis atentos oídos un par de comentarios donde pareciese ser que un conocido rumano esta catalogado como el cocinero estrella del zona - sus palabras más que misterio irradiaban dulzura y contento que no podía evadir por mas que quisiese.
- ¿Sabe algo al respecto? - cuestionó con esa inexistente y falsa proyección de intriga. Cada logro que Emmeran consiguiese era sin ninguna duda merecedor de ser felicitado una y otra vez, sobre todo por ella, quien tenia completa noción del esfuerzo, dedicación y gusto que su adorado entregaba en toda labor que realizase, más aun en aquella que le apasionaba inmensamente; el arte de transportar a las personas a través del paladar.
Regina Visconti*- Cambiante/Realeza
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Re: Rosas para un caballero
Una vez que iniciaba, le costaba detenerse. Se movía como lince en praderas llanas, veloz y sagaz. De aquí para allá, se hacía con tantos ingredientes como requería e iba reuniéndolos en el mesón próximo a la cocina cuadrangular.
"Dragostea trece prin stomac"*
Cocinar era remitirse a su infancia. ¡Cuántas veces no había visto a su madre hacer lo que él ahora! Moverse tan hábilmente entre ingredientes y fuego, cuchillos y otros utensilios, como auténtico truco de magia en el que, sin saber cómo, aparecía de pronto un plato exquisito por el que se agradecía eternamente. Aunque el mecanismo preciso de su elaboración era intrincado, quizás incomprensible, de niño sólo podía reír y disfrutar de aquella magia.
El repollo hervía sobre la cazuela. La zanahoria, cebolla, pimiento y tomate se convertían en tiras finas con movimientos precisos del cuchillo en manos de Emmeran. Pronto arderían sobre el fuego y, en conjunto con otras especias, desprenderían el aroma característico, antes de ser mezclados con la carne, previamente picada en trozos.
Como lince en praderas llanas, el rumano se entretenía en su labor. Atendía con especial diligencia a cuanto concernía a la preparación del platillo. No obstante, prestaba igual o mayor atención a las palabras de Regina. Cuando comprendió la naturaleza de sus intenciones, rió, entre vergüenza y orgullo. Si bien era cierto que había ganado cierta reputación en el oficio, aún restaba un largo trecho antes de poder medirse a la par de grandes chefs en París.
- No podría fijar una fecha exacta, por mucho que me gustaría - respondió, envolviendo la carne preparada en las hojas de repollo, minucioso -. Supongo que en unos cuantos meses más podré hacer la oferta formal del espacio que tengo pensado.
Organizó los pequeños rollos en el fondo de otra cazuela, trazando su circunferencia. Le completó con agua y le dejó allí, calentándose hasta ebullición. Faltaría poco más de una hora antes de que estuviesen cocidos. Tiempo suficiente para alejarse de la cocina y atender su otra pasión: Regina.
Abrió un gabinete del que sacó dos copas y una botella de vino tinto. Sirvió cantidades generosas y, tendiéndole una a la chica, alzó su copa, convocando el brindis.
- ¡Por el éxito cercano! - dijo, sonriente, antes de dar un sorbo -. ¿Qué hay de ti, eh, preciosa? No me has respondido la pregunta que te hice sobre tu día. ¿En qué te has mantenido ocupada?
Emmeran sentía a Regina como estrechamente relacionada a él y su vida. A los pocos meses del inicio formal de su relación, sintió cómo su individualidad iba perdiendo importancia. Sus sueños y metas seguían ahí, claro está, pero la presencia de la duquesa les concedía un brillo especial. Cada momento de éxito y fracaso los visualizaba en su compañía. No obstante, era poco lo que sabía sobre ella. ¿Sus ambiciones, aspiraciones? ¿Qué se proponía con su vida? Emmeran había notado ya en otras oportunidades la actitud ligeramente evasiva que tomaba la mujer. Él, por su parte, no se decidía a presionar. Confiaba en que, llegado el momento, tendría la oportunidad de ser los oídos que la escucharan, aunque no mentiría si dijera que a veces era víctima de la curiosidad. Saber sobre Regina era una intriga inevitable, quizás impulsada por el firme deseo de apoyarla incondicionalmente, fuera lo que fuera.
Apoyó su torso en el mesón paralelo al que se encontraba su acompañante. Le observaba, entre sorbos a su copa, con el entrecejo ligeramente fruncido, con concentración. En momentos como aquellos se enfrentaba al gran enigma que representaba la mujer. Creía verla como en una habitación oscura: no apreciaba los detalles, pero aún así la abrazaba entera.
¿Qué pasa por tu mente, preciosa? Déjame conocerte.
Una mirada desatenta se cruzó con el anular de Regina. Brillaba el anillo alrededor del dedo. Aún recordaba el momento del regalo; un pequeño ritual en el que formalizaban los sentimientos que abrigaban el uno hacia el otro.
Sonrió. ¡No importaba! Podría no saber su nombre siquiera y aún así la amaría. Aunque el amor era en su caso una venda traslúcida a través de la cual sólo distinguía siluetas sombrías, su corazón, jamás ciego, le aseguraba no se estrellaría contra ningún muro. A su lado, él también estaba seguro.
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*Proverbio rumano culinario que se traduce como: "El amor pasa a través del estómago".
"Dragostea trece prin stomac"*
Cocinar era remitirse a su infancia. ¡Cuántas veces no había visto a su madre hacer lo que él ahora! Moverse tan hábilmente entre ingredientes y fuego, cuchillos y otros utensilios, como auténtico truco de magia en el que, sin saber cómo, aparecía de pronto un plato exquisito por el que se agradecía eternamente. Aunque el mecanismo preciso de su elaboración era intrincado, quizás incomprensible, de niño sólo podía reír y disfrutar de aquella magia.
El repollo hervía sobre la cazuela. La zanahoria, cebolla, pimiento y tomate se convertían en tiras finas con movimientos precisos del cuchillo en manos de Emmeran. Pronto arderían sobre el fuego y, en conjunto con otras especias, desprenderían el aroma característico, antes de ser mezclados con la carne, previamente picada en trozos.
Como lince en praderas llanas, el rumano se entretenía en su labor. Atendía con especial diligencia a cuanto concernía a la preparación del platillo. No obstante, prestaba igual o mayor atención a las palabras de Regina. Cuando comprendió la naturaleza de sus intenciones, rió, entre vergüenza y orgullo. Si bien era cierto que había ganado cierta reputación en el oficio, aún restaba un largo trecho antes de poder medirse a la par de grandes chefs en París.
- No podría fijar una fecha exacta, por mucho que me gustaría - respondió, envolviendo la carne preparada en las hojas de repollo, minucioso -. Supongo que en unos cuantos meses más podré hacer la oferta formal del espacio que tengo pensado.
Organizó los pequeños rollos en el fondo de otra cazuela, trazando su circunferencia. Le completó con agua y le dejó allí, calentándose hasta ebullición. Faltaría poco más de una hora antes de que estuviesen cocidos. Tiempo suficiente para alejarse de la cocina y atender su otra pasión: Regina.
Abrió un gabinete del que sacó dos copas y una botella de vino tinto. Sirvió cantidades generosas y, tendiéndole una a la chica, alzó su copa, convocando el brindis.
- ¡Por el éxito cercano! - dijo, sonriente, antes de dar un sorbo -. ¿Qué hay de ti, eh, preciosa? No me has respondido la pregunta que te hice sobre tu día. ¿En qué te has mantenido ocupada?
Emmeran sentía a Regina como estrechamente relacionada a él y su vida. A los pocos meses del inicio formal de su relación, sintió cómo su individualidad iba perdiendo importancia. Sus sueños y metas seguían ahí, claro está, pero la presencia de la duquesa les concedía un brillo especial. Cada momento de éxito y fracaso los visualizaba en su compañía. No obstante, era poco lo que sabía sobre ella. ¿Sus ambiciones, aspiraciones? ¿Qué se proponía con su vida? Emmeran había notado ya en otras oportunidades la actitud ligeramente evasiva que tomaba la mujer. Él, por su parte, no se decidía a presionar. Confiaba en que, llegado el momento, tendría la oportunidad de ser los oídos que la escucharan, aunque no mentiría si dijera que a veces era víctima de la curiosidad. Saber sobre Regina era una intriga inevitable, quizás impulsada por el firme deseo de apoyarla incondicionalmente, fuera lo que fuera.
Apoyó su torso en el mesón paralelo al que se encontraba su acompañante. Le observaba, entre sorbos a su copa, con el entrecejo ligeramente fruncido, con concentración. En momentos como aquellos se enfrentaba al gran enigma que representaba la mujer. Creía verla como en una habitación oscura: no apreciaba los detalles, pero aún así la abrazaba entera.
¿Qué pasa por tu mente, preciosa? Déjame conocerte.
Una mirada desatenta se cruzó con el anular de Regina. Brillaba el anillo alrededor del dedo. Aún recordaba el momento del regalo; un pequeño ritual en el que formalizaban los sentimientos que abrigaban el uno hacia el otro.
Sonrió. ¡No importaba! Podría no saber su nombre siquiera y aún así la amaría. Aunque el amor era en su caso una venda traslúcida a través de la cual sólo distinguía siluetas sombrías, su corazón, jamás ciego, le aseguraba no se estrellaría contra ningún muro. A su lado, él también estaba seguro.
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*Proverbio rumano culinario que se traduce como: "El amor pasa a través del estómago".
Emmeran Moldovan- Humano Clase Media
- Mensajes : 8
Fecha de inscripción : 13/06/2012
Re: Rosas para un caballero
Una de las tantas formas de mantener a Rumania siempre consigo para Emmeran era a través de los exquisitos y transportadores aromas que sus preparaciones liberaban grácilmente al aire.
La mezcla especifica de verduras, hortalizas, especias, carnes y algún que otro toque personal del cocinero conformaban tanto visual como olfativamente un paisaje reminiscente de aquel país desconocido para ella físicamente, pero que había tenido placer de conocer mediante sus papilas gustativas gracias a las invenciones gastronómicas de su pareja, un caballero orgulloso de su procedencia y las costumbres de ésta compartía de generación en generación.
Solía mantener silencio y quietud cada vez que él se adentraba a la cocina y emprendía sus recetas, pues veía aquellas acciones como parte de un ritual que debía respetar. Eso y que no veía ninguna gracia en distraer la suma concentración que su adorado volcaba en esos instantes donde sus ojos brillaban cuan piedras preciosas, cuan niño emocionado frente algo nunca jamás antes visto.
La pregunta de sí ella en algún futuro debería de incorporar esa calidad gastronómica le aterraba, sobre todo por el hecho de que Regina jamás había sido buena en cuanto a todo lo referido al ambiente domestico, pues pese a haber nacido mujer siempre se aboco de forma completa al plano intelectual, de los estudios. Y su familia jamás le advirtió de la necesidad de hacerse con el conocimiento de tareas tan simples como las que se ocupaban mayormente las damas de la casa.
Sonrió al pensar que si veía el cocinar como el preparar de una sustancia en el laboratorio, siguiendo con precisión los pasos y adjudicando las cantidades exactas, no existiría receta con la que no pudiese lidiar. O más bien eso esperaba por su propia conveniencia, más cuando a su lado tendría a una lengua muy entrenada para testear platos ajenos.
Se alegró al pensar que en un corto plazo de tiempo ya podría ver al rumano dirigiendo su propio negocio, con sus propias reglas y sus propias recetas. Cada recoveco del lugar representaría lo que el desease. No existía mejor recompensa para un hombre tan laborioso y apasionado con lo que le hace feliz. Y para ella no había mejor regalo que verle completamente feliz, pues la sonrisa de Emmeran se había tornado el Sol que nutria alegremente el interior de una Regina que necesitaba fuerzas positivas consigo para convivir de la mejor manera con aquellos recovecos oscuros en su alma y que jamás se atrevería a sacar a la luz.
Mientras la olla despojaba un vapor danzarín y se mantenía bajo un fuego moderado, los ópalos verdosos de la italiana se posaron nuevamente en su amado y en la copa de vino que atentamente éste le ofrecía. La tomó delicadamente como la dama que era y sonriendo por el simple hecho de fijar su mirada en la del hombre que le hacía feliz, brindó ante aquel anhelo de triunfo próximo para él.
El vino se sacudió dentro del recipiente transparente y cristalino y justo antes de que los labios de la Duquesa se hicieran con aquel oscuro y fragante vino para culminar aquel acto de chinchín, fueron los vocablos de su compañero los que frenaron automáticamente cualquier movimiento en su persona y no precisamente porque aquellas palabras fueran malas, todo lo contrario, pero ya era algo imposible de disimular que Emmeran había notado que cada vez que cuestionaba sobre las ocupaciones de ella, Regina reaccionaba extrañamente, como si algo aun no dicho tensase cada milímetro de su humanidad. Y en aquella situación no había excepción alguna a tal costumbre.
- Lo de siempre… Sabes que no soy una persona muy atareada. Lectura, visitas al Orfanato y la búsqueda de una buena florería para traerte esas rosas - fue lo que más rápido y creíble que pudo confeccionar en su ágil mente, esperando su respuesta tuviese la validez suficiente como para aplacar la curiosidad ajena. La presente realidad de hacía notar a Regina que pese a ser consciente de no poder compartir sus verdaderas ocupaciones a lo largo de la jornada hacia Emmeran, tampoco podía hacerse con una mentira premeditada con éste para salirse rápido de la incomoda situación. Algo en su interior no le permitía armar castillos de arena para con su amado; si iba a mentir que fuese bajo la fastidiosa molestia de inventar algo en el momento y de esa forma asumir en su interior lo vergonzoso de su acto.
- Supongo a medida que me acostumbre más a la ciudad haré algo más productivo con mi vida - añadió astutamente, desviando el tema a la par que su pequeña y tersa mano se hacía con la de su pareja. La estrechó firme y segura más sin perder el toque femenino que le caracterizaba en cada una de sus acciones.
- Tomamos asiento mientras su manjar se prepara y me pone gustosamente al tanto de las novedades referentes a su madre ¿Ha sabido algo de ella? - la dulce invitación estaba acompañada de un semblante tierno y cálido, generalmente siempre el mismo para con él.
Se adelantó unos pasos hasta tensar tanto su brazo como el ajeno, al cual con un suave movimiento le insistió de avanzar.
Llevaba la copa de vino en su otra mano, esperando por su propio bien pudiese degustar la bebida sin ninguna otra curiosidad repentina a ser contestada.
La mezcla especifica de verduras, hortalizas, especias, carnes y algún que otro toque personal del cocinero conformaban tanto visual como olfativamente un paisaje reminiscente de aquel país desconocido para ella físicamente, pero que había tenido placer de conocer mediante sus papilas gustativas gracias a las invenciones gastronómicas de su pareja, un caballero orgulloso de su procedencia y las costumbres de ésta compartía de generación en generación.
Solía mantener silencio y quietud cada vez que él se adentraba a la cocina y emprendía sus recetas, pues veía aquellas acciones como parte de un ritual que debía respetar. Eso y que no veía ninguna gracia en distraer la suma concentración que su adorado volcaba en esos instantes donde sus ojos brillaban cuan piedras preciosas, cuan niño emocionado frente algo nunca jamás antes visto.
La pregunta de sí ella en algún futuro debería de incorporar esa calidad gastronómica le aterraba, sobre todo por el hecho de que Regina jamás había sido buena en cuanto a todo lo referido al ambiente domestico, pues pese a haber nacido mujer siempre se aboco de forma completa al plano intelectual, de los estudios. Y su familia jamás le advirtió de la necesidad de hacerse con el conocimiento de tareas tan simples como las que se ocupaban mayormente las damas de la casa.
Sonrió al pensar que si veía el cocinar como el preparar de una sustancia en el laboratorio, siguiendo con precisión los pasos y adjudicando las cantidades exactas, no existiría receta con la que no pudiese lidiar. O más bien eso esperaba por su propia conveniencia, más cuando a su lado tendría a una lengua muy entrenada para testear platos ajenos.
Se alegró al pensar que en un corto plazo de tiempo ya podría ver al rumano dirigiendo su propio negocio, con sus propias reglas y sus propias recetas. Cada recoveco del lugar representaría lo que el desease. No existía mejor recompensa para un hombre tan laborioso y apasionado con lo que le hace feliz. Y para ella no había mejor regalo que verle completamente feliz, pues la sonrisa de Emmeran se había tornado el Sol que nutria alegremente el interior de una Regina que necesitaba fuerzas positivas consigo para convivir de la mejor manera con aquellos recovecos oscuros en su alma y que jamás se atrevería a sacar a la luz.
Mientras la olla despojaba un vapor danzarín y se mantenía bajo un fuego moderado, los ópalos verdosos de la italiana se posaron nuevamente en su amado y en la copa de vino que atentamente éste le ofrecía. La tomó delicadamente como la dama que era y sonriendo por el simple hecho de fijar su mirada en la del hombre que le hacía feliz, brindó ante aquel anhelo de triunfo próximo para él.
El vino se sacudió dentro del recipiente transparente y cristalino y justo antes de que los labios de la Duquesa se hicieran con aquel oscuro y fragante vino para culminar aquel acto de chinchín, fueron los vocablos de su compañero los que frenaron automáticamente cualquier movimiento en su persona y no precisamente porque aquellas palabras fueran malas, todo lo contrario, pero ya era algo imposible de disimular que Emmeran había notado que cada vez que cuestionaba sobre las ocupaciones de ella, Regina reaccionaba extrañamente, como si algo aun no dicho tensase cada milímetro de su humanidad. Y en aquella situación no había excepción alguna a tal costumbre.
- Lo de siempre… Sabes que no soy una persona muy atareada. Lectura, visitas al Orfanato y la búsqueda de una buena florería para traerte esas rosas - fue lo que más rápido y creíble que pudo confeccionar en su ágil mente, esperando su respuesta tuviese la validez suficiente como para aplacar la curiosidad ajena. La presente realidad de hacía notar a Regina que pese a ser consciente de no poder compartir sus verdaderas ocupaciones a lo largo de la jornada hacia Emmeran, tampoco podía hacerse con una mentira premeditada con éste para salirse rápido de la incomoda situación. Algo en su interior no le permitía armar castillos de arena para con su amado; si iba a mentir que fuese bajo la fastidiosa molestia de inventar algo en el momento y de esa forma asumir en su interior lo vergonzoso de su acto.
- Supongo a medida que me acostumbre más a la ciudad haré algo más productivo con mi vida - añadió astutamente, desviando el tema a la par que su pequeña y tersa mano se hacía con la de su pareja. La estrechó firme y segura más sin perder el toque femenino que le caracterizaba en cada una de sus acciones.
- Tomamos asiento mientras su manjar se prepara y me pone gustosamente al tanto de las novedades referentes a su madre ¿Ha sabido algo de ella? - la dulce invitación estaba acompañada de un semblante tierno y cálido, generalmente siempre el mismo para con él.
Se adelantó unos pasos hasta tensar tanto su brazo como el ajeno, al cual con un suave movimiento le insistió de avanzar.
Llevaba la copa de vino en su otra mano, esperando por su propio bien pudiese degustar la bebida sin ninguna otra curiosidad repentina a ser contestada.
Regina Visconti*- Cambiante/Realeza
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Fecha de inscripción : 07/06/2012
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