AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Zenobia [Privado]
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Zenobia [Privado]
La elegancia, los excesos, los aromas, los olores, los colores, las excentricidades, todos aunados en un mismo sitio, convergiendo en lo más popular y a la vez más excluyente de la sociedad europea: el teatro. La obra de renombre que había debutado en el Haymarcket de Londres causaba revoluciones en la noche de estreno en París. “Zenobia”, era una obra escrita por un viejo miembro de la corte del Emperador de Austria y que había sido llevada al plano teatral en forma de ópera por Richard Edgcumbe. Se trataba de una trágica historia de amor en la que la princesa Zenobia, enamorada de Tridate, contrae matrimonio con quien su padre había elegido para ella, Radamisto. Durante la boda, el rey es asesinado y Radamisto acusado de asesinato, junto a su esposa huyen, sin embargo, fatigados por la persecución, Zenobia le pide a su esposo que la mate para no quedar a merced de sus perseguidores, él acepta su mandato, no obstante, el golpe que le asesta no causa el efecto deseado, lo mismo que sucede con el que se atiza a sí mismo. Empero, Radamisto logra esconderse y luego es ayudado por un amigo, mientras que Zenobia es arrastrada por un rio y salvada por una pastorcilla. Tridate, sorprendido y conmovido por la actitud de su amada, decide dejar en libertad a los cónyuges y los restablece en el trono.
El programa de la obra dejaba entrever que sería una representación emotiva y soberbia, la textura del papel era suave, al pie de cada página la frase “Théâtre Feydeau” alusiva al lugar se dejaba notar en una cursiva exagerada. Bárbara había llegado temprano, detestaba tener que saludar a los encumbrados que arribaban sobre la hora, aborrecía los empujones y el exceso de contacto con los demás, a esa clase de eventos asistían todos, era un entierro social el faltar; en su caso, muy poco le interesaban esas convenciones, estaba allí porque admiraba el talento y era una seguidora del arte. Desde niña había acudido a las óperas, acompañando a su padre o a sus abuelos en los palcos privados que tenían los Destutt de Tracy en los teatros de Europa. Esa noche, le habían preguntado si tenía algún inconveniente en compartir el reservado junto a una persona, y a pesar de haber querido expresar una negativa, aceptó con la condición de que no sean más de dos quienes le hicieran compañía. Estaba junto a un par de doncellas, que le retocaban el peinado y acomodaban sus ropajes.
Siempre enfundada en el luto, esa noche llevaba el vestido que había enviado a confeccionar especialmente para la velada. El satén negro con su brillo propio y despampanante, realzaba la blancura de su piel, el escote cuadrado –que resultaba ser el último grito de la moda- resaltaba su esbelto cuello del cual pendía un sobrio aderezo de esmeraldas en conjunto con los pendientes. Una de las jóvenes se acercó a Bárbara para acomodarle el peinado, una trenza colocada sobre su hombro que en su final estaba atada con una pequeña prensa de diamantes, y la sacó de la abstracción en la que la había sumergido la descripción de la ópera que se relataba en el programa.
—Señora, unos amigos de su padre quieren saludarle —comentó la otra muchacha.
—Mon Dieu... —dijo en un susurro casi inaudible— ¿Son ancianos, jóvenes..? —preguntó con cierto resquemor.
—Ancianos, milady —respondió solícita.
—Ayúdame con el vestido, Chloe —le pidió a la doncella que se encargaba de su cabello mientras se ponía de pie, ésta, rápidamente acomodó el faldón— Ambas saben lo que deben hacer.
Bárbara cruzó el cortinado rojo escoltada por las dos jóvenes, una se ubicó a la derecho, la otra a la izquierda, tenían órdenes explícitas de no separarse de su lado y no permitir que la tocaran. Jamás preguntaron el motivo, su patrona era muy buena y obedecían sin si quiera sentir curiosidad por algunos deseos de esa envergadura. La pareja de ancianos la saludó con una sonrisa. En contra de su voluntad, se vio obligada a estirar su mano enguantada hacia el caballero, que con delicadeza la tomó y depositó un beso en el dorso. Fue un saludo rápido, algo que agradeció enormemente. Para su mala fortuna, unas cuantas personas más, al verla en el pasillo, se acercaron e intentaron entablar alguna conversación, de las cuales se desembarazó con gran elegancia y cortesía.
Volvieron al sitio en el palco, abrió su abanicó de marfil y encaje negro, y se dio viento en la cara. Tenía las mejillas acaloradas y tanto la piel de su pecho, como la de su garganta y la de su rostro, había adquirido una tonalidad rojiza que no le gustaba. Su blancura era tan propensa a las marcas y a esas exteriorizaciones de calor, que solía darle vergüenza. Un camarero, engalanado en un traje color bordó y muy bien presentado, le ofreció una copa de champagne que aceptó gustosa. Le dio la propina al hombre, que se retiró, no sin antes dispensarle una mirada a una de las señoritas que la acompañaban. Cierto vestigio de ansiedad le provocó recordar que debía compartir un espacio tan reducido con desconocidos. Las luces se atenuaron, la exaltación y los vítores de los presentes inundaron la sala, que se preparaba para el despliegue en el escenario. Bárbara respiró profundo, se acomodó en la silla, se percató que sus empleadas se retiraban y se entregó a la expectación.
El programa de la obra dejaba entrever que sería una representación emotiva y soberbia, la textura del papel era suave, al pie de cada página la frase “Théâtre Feydeau” alusiva al lugar se dejaba notar en una cursiva exagerada. Bárbara había llegado temprano, detestaba tener que saludar a los encumbrados que arribaban sobre la hora, aborrecía los empujones y el exceso de contacto con los demás, a esa clase de eventos asistían todos, era un entierro social el faltar; en su caso, muy poco le interesaban esas convenciones, estaba allí porque admiraba el talento y era una seguidora del arte. Desde niña había acudido a las óperas, acompañando a su padre o a sus abuelos en los palcos privados que tenían los Destutt de Tracy en los teatros de Europa. Esa noche, le habían preguntado si tenía algún inconveniente en compartir el reservado junto a una persona, y a pesar de haber querido expresar una negativa, aceptó con la condición de que no sean más de dos quienes le hicieran compañía. Estaba junto a un par de doncellas, que le retocaban el peinado y acomodaban sus ropajes.
Siempre enfundada en el luto, esa noche llevaba el vestido que había enviado a confeccionar especialmente para la velada. El satén negro con su brillo propio y despampanante, realzaba la blancura de su piel, el escote cuadrado –que resultaba ser el último grito de la moda- resaltaba su esbelto cuello del cual pendía un sobrio aderezo de esmeraldas en conjunto con los pendientes. Una de las jóvenes se acercó a Bárbara para acomodarle el peinado, una trenza colocada sobre su hombro que en su final estaba atada con una pequeña prensa de diamantes, y la sacó de la abstracción en la que la había sumergido la descripción de la ópera que se relataba en el programa.
—Señora, unos amigos de su padre quieren saludarle —comentó la otra muchacha.
—Mon Dieu... —dijo en un susurro casi inaudible— ¿Son ancianos, jóvenes..? —preguntó con cierto resquemor.
—Ancianos, milady —respondió solícita.
—Ayúdame con el vestido, Chloe —le pidió a la doncella que se encargaba de su cabello mientras se ponía de pie, ésta, rápidamente acomodó el faldón— Ambas saben lo que deben hacer.
Bárbara cruzó el cortinado rojo escoltada por las dos jóvenes, una se ubicó a la derecho, la otra a la izquierda, tenían órdenes explícitas de no separarse de su lado y no permitir que la tocaran. Jamás preguntaron el motivo, su patrona era muy buena y obedecían sin si quiera sentir curiosidad por algunos deseos de esa envergadura. La pareja de ancianos la saludó con una sonrisa. En contra de su voluntad, se vio obligada a estirar su mano enguantada hacia el caballero, que con delicadeza la tomó y depositó un beso en el dorso. Fue un saludo rápido, algo que agradeció enormemente. Para su mala fortuna, unas cuantas personas más, al verla en el pasillo, se acercaron e intentaron entablar alguna conversación, de las cuales se desembarazó con gran elegancia y cortesía.
Volvieron al sitio en el palco, abrió su abanicó de marfil y encaje negro, y se dio viento en la cara. Tenía las mejillas acaloradas y tanto la piel de su pecho, como la de su garganta y la de su rostro, había adquirido una tonalidad rojiza que no le gustaba. Su blancura era tan propensa a las marcas y a esas exteriorizaciones de calor, que solía darle vergüenza. Un camarero, engalanado en un traje color bordó y muy bien presentado, le ofreció una copa de champagne que aceptó gustosa. Le dio la propina al hombre, que se retiró, no sin antes dispensarle una mirada a una de las señoritas que la acompañaban. Cierto vestigio de ansiedad le provocó recordar que debía compartir un espacio tan reducido con desconocidos. Las luces se atenuaron, la exaltación y los vítores de los presentes inundaron la sala, que se preparaba para el despliegue en el escenario. Bárbara respiró profundo, se acomodó en la silla, se percató que sus empleadas se retiraban y se entregó a la expectación.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Zenobia [Privado]
Llevaba siglos, literalmente, sin interesarme el teatro. Había vivido en la Grecia del esplendor de Esparta y, posteriormente, la del desarrollo de Atenas; había asistido al proceso mismo de creación de todas esas tragedias y comedias que habían moldeado la institución teatral posterior hasta el punto en el que se encontraba ahora, en la época que vivía, la del París dieciochesco, ese que creía que habían creado toda su “cultura” ex novo sin tener en cuenta que la mayoría provenía de mi época y de mi propio contexto socio-cultural... Patético.
Los humanos, en sí, eran patéticos. Se creían de una naturaleza superior a la que en realidad poseían; pensaban que eran mejores que apenas polvo en la superficie de nuestro mundo, más importantes que la comida de aquellos que estaban por encima en la cadena alimenticia, más duraderos que apenas un parpadeo, que era lo que ocupaban sus vidas comparadas con las de aquellos que vivíamos para siempre. Además, eran tan fáciles...
Sus mentes eran tan fáciles de leer como los textos que recitaban en mi época, de la Ilíada y la Odisea, para que los niños aprendieran a leer, más incluso si se me apura, porque bastaba apenas una observación detallada y atenta para ser capaz de entrever todos los detalles que ocultaban y que eran determinantes para conformar aquellos planos tan sencillos. En comparación, y utilizando términos artísticos, la mente de un vampiro era como un lienzo (la mía, en particular, el más exquisito y complejo de todos) y la de los humanos simples garabatos que hace un niño, carentes de todo talento.
A las pruebas me remitía. Había sido tan sencillo saber lo que aquella joven de clase alta anhelaba (lo que todas: libertad, aventuras, conseguir aquellas aventuras que los folletines para las jóvenes de la época les introducían en sus vacías cabezas...) que me había resultado incluso aburrido seducirla, utilizar aquellas palabras totalmente huecas que no significaban nada salvo lo que ella quería oír para asegurarme la cena de aquella noche y, al revisar su cadáver, el permiso para acudir a una representación teatral, algo que en condiciones normales no me habría atraído lo más mínimo pero que, después de un banquete como el que me acababa de dar, de una sangre que olía a jazmín y azahar, se presentaba como, incluso, apetitoso.
Esa fue la razón por la que, pese a mi reticencia habitual, me cubrí de los más finos ropajes, propios de una nobleza extranjera que iba a aparentar en el teatro de la existencia mortal de los asistentes a Zenobia, y acudí al teatro. No necesité hacer gala de demasiado encanto sobrenatural para que me dejaran pasar; ¿cómo, si mi porte en sí mismo ya hacía suspirar a las mujeres y envidiarme a los hombres? Bajo las ropas de barón o duque se escondía un auténtico rey, cuya actitud regia, firme y en cierto modo animal atraía las miradas y ablandaba las ya escasas defensas naturales que poseían los mortales contra los encantos de mi raza, cuyo máximo exponente era yo.
De aquella manera, apenas necesité hacer acto de presencia en el edificio donde tendría lugar la representación para que me abrieran paso como ya lo habían hecho hacía más de dos milenios, cuando aún era humano y, con todo, superior a cualquiera de los presentes en aquella institución. No necesité que me acompañaran al palco, pues conocía lo suficiente la organización de aquella construcción para saber moverme hasta mi destino de aquella noche: un palco de los mejor situados frente al escenario, uno que actuaría como mi trono simbólico frente a mis súbditos reales, una simbología perfecta.
Cuando llegué, aún nadie se encontraba allí; el aire estaba vacío en aquel pequeño cubículo de los aromas propios de los humanos: perfumes, sangre, sudor, afeites y cosméticos, así como de fondo el de la propia suciedad que se esforzaban, como podían, en cubrir, aunque en la mayoría de los casos sus esfuerzos fueran en vano porque a mi olfato sobrenatural no se le escapaba ni un solo matiz de los que componían las estructuras de mis potenciales postres.
Así, en una soledad sólo rota por los ojos admirados, envidiosos y siempre atentos de mis espectadores, en el patio de butacas y en los demás palcos, representé para ellos la obra de despojarme de mi fino abrigo y tomar posesión de mi trono... ¿he dicho trono? Quería decir silla, aunque también podía llamársele trono por la reverencia que mostraban hacia mí, la misma que hacia el rey que era frente a aquellos insectos.
Medio sonreí, divertido por la situación, e indolentemente hice un gesto a uno de los criados para que se me acercara, con la divertida sorpresa de que quien lo hizo fue una joven, apenas recién salida de la infancia y con las mejillas apetitosamente sonrojadas en el contexto de una piel rosada y apetitosa que casi me hizo relamerme. El proceso anterior había vuelto a comenzar: palabras huecas, conversación vacía, un alarde de mis capacidades de seducción innatas e intactas – incluso aumentadas – con el paso de los años y ella fue mía... por supuesto, no en el palco.
En una de las estancias del pasillo que daba acceso a esa parte del teatro, ella se sometió a mí; me ofreció su blanco cuello y las venas que bajo él palpitaban al ritmo frenético de su joven corazón y se consagró como mi postre de aquella velada, tras el que, con aún más fluidez que antes, me deslicé hasta el palco, donde ya no estaba solo sino que gozaba de la compañía de una joven de cabellos oscuros y ojos claros, mi combinación favorita.
Mi entrada, casi al tiempo del comienzo de la obra, despertó de nuevo más expectación que esta, y como el actor consagrado que efectivamente era me comporté como correspondía a la situación: siguiéndoles el juego. Con la misma actitud regia de antes me senté en la silla; con un gesto elegantemente descuidado llamé a un sirviente para que me sirviera una copa de vino, rojo como la sangre, que sostuve entre mis manos curtidas, fuertes y pálidas, pero más similares en su tono a de un humano por haberme alimentado.
Desvié la mirada hacia la joven – sin duda, pues apenas sobrepasaba a simple vista la veintena – y, con estudiada sutileza, que hasta para un observador atento podría pasar desapercibida, la observé en detalle: el movimiento de su pecho al respirar, el pálpito de sus venas en su cuello, la caída de su pelo, el escote de su vestido, el tono moreno de su piel. Todo. Y sólo cuando hice de mi observación algo perceptible pudo ella darse cuenta de que mis ojos azules, divertidos, estaban clavados en los suyos, así como que una media sonrisa se había dibujado en mis labios finos.
Alcé mi copa en el aire, como brindis, justo en el momento en el que las luces se terminaban de apagar y la obra daba oficialmente comienzo, y con los primeros acordes de la orquesta di yo mi primer trago al vino, mucho más pendiente de mi acompañante que de lo que estaba a punto de representarse porque, seguramente, la historia ya la conocería por venir de mi época... Típico.
Los humanos, en sí, eran patéticos. Se creían de una naturaleza superior a la que en realidad poseían; pensaban que eran mejores que apenas polvo en la superficie de nuestro mundo, más importantes que la comida de aquellos que estaban por encima en la cadena alimenticia, más duraderos que apenas un parpadeo, que era lo que ocupaban sus vidas comparadas con las de aquellos que vivíamos para siempre. Además, eran tan fáciles...
Sus mentes eran tan fáciles de leer como los textos que recitaban en mi época, de la Ilíada y la Odisea, para que los niños aprendieran a leer, más incluso si se me apura, porque bastaba apenas una observación detallada y atenta para ser capaz de entrever todos los detalles que ocultaban y que eran determinantes para conformar aquellos planos tan sencillos. En comparación, y utilizando términos artísticos, la mente de un vampiro era como un lienzo (la mía, en particular, el más exquisito y complejo de todos) y la de los humanos simples garabatos que hace un niño, carentes de todo talento.
A las pruebas me remitía. Había sido tan sencillo saber lo que aquella joven de clase alta anhelaba (lo que todas: libertad, aventuras, conseguir aquellas aventuras que los folletines para las jóvenes de la época les introducían en sus vacías cabezas...) que me había resultado incluso aburrido seducirla, utilizar aquellas palabras totalmente huecas que no significaban nada salvo lo que ella quería oír para asegurarme la cena de aquella noche y, al revisar su cadáver, el permiso para acudir a una representación teatral, algo que en condiciones normales no me habría atraído lo más mínimo pero que, después de un banquete como el que me acababa de dar, de una sangre que olía a jazmín y azahar, se presentaba como, incluso, apetitoso.
Esa fue la razón por la que, pese a mi reticencia habitual, me cubrí de los más finos ropajes, propios de una nobleza extranjera que iba a aparentar en el teatro de la existencia mortal de los asistentes a Zenobia, y acudí al teatro. No necesité hacer gala de demasiado encanto sobrenatural para que me dejaran pasar; ¿cómo, si mi porte en sí mismo ya hacía suspirar a las mujeres y envidiarme a los hombres? Bajo las ropas de barón o duque se escondía un auténtico rey, cuya actitud regia, firme y en cierto modo animal atraía las miradas y ablandaba las ya escasas defensas naturales que poseían los mortales contra los encantos de mi raza, cuyo máximo exponente era yo.
De aquella manera, apenas necesité hacer acto de presencia en el edificio donde tendría lugar la representación para que me abrieran paso como ya lo habían hecho hacía más de dos milenios, cuando aún era humano y, con todo, superior a cualquiera de los presentes en aquella institución. No necesité que me acompañaran al palco, pues conocía lo suficiente la organización de aquella construcción para saber moverme hasta mi destino de aquella noche: un palco de los mejor situados frente al escenario, uno que actuaría como mi trono simbólico frente a mis súbditos reales, una simbología perfecta.
Cuando llegué, aún nadie se encontraba allí; el aire estaba vacío en aquel pequeño cubículo de los aromas propios de los humanos: perfumes, sangre, sudor, afeites y cosméticos, así como de fondo el de la propia suciedad que se esforzaban, como podían, en cubrir, aunque en la mayoría de los casos sus esfuerzos fueran en vano porque a mi olfato sobrenatural no se le escapaba ni un solo matiz de los que componían las estructuras de mis potenciales postres.
Así, en una soledad sólo rota por los ojos admirados, envidiosos y siempre atentos de mis espectadores, en el patio de butacas y en los demás palcos, representé para ellos la obra de despojarme de mi fino abrigo y tomar posesión de mi trono... ¿he dicho trono? Quería decir silla, aunque también podía llamársele trono por la reverencia que mostraban hacia mí, la misma que hacia el rey que era frente a aquellos insectos.
Medio sonreí, divertido por la situación, e indolentemente hice un gesto a uno de los criados para que se me acercara, con la divertida sorpresa de que quien lo hizo fue una joven, apenas recién salida de la infancia y con las mejillas apetitosamente sonrojadas en el contexto de una piel rosada y apetitosa que casi me hizo relamerme. El proceso anterior había vuelto a comenzar: palabras huecas, conversación vacía, un alarde de mis capacidades de seducción innatas e intactas – incluso aumentadas – con el paso de los años y ella fue mía... por supuesto, no en el palco.
En una de las estancias del pasillo que daba acceso a esa parte del teatro, ella se sometió a mí; me ofreció su blanco cuello y las venas que bajo él palpitaban al ritmo frenético de su joven corazón y se consagró como mi postre de aquella velada, tras el que, con aún más fluidez que antes, me deslicé hasta el palco, donde ya no estaba solo sino que gozaba de la compañía de una joven de cabellos oscuros y ojos claros, mi combinación favorita.
Mi entrada, casi al tiempo del comienzo de la obra, despertó de nuevo más expectación que esta, y como el actor consagrado que efectivamente era me comporté como correspondía a la situación: siguiéndoles el juego. Con la misma actitud regia de antes me senté en la silla; con un gesto elegantemente descuidado llamé a un sirviente para que me sirviera una copa de vino, rojo como la sangre, que sostuve entre mis manos curtidas, fuertes y pálidas, pero más similares en su tono a de un humano por haberme alimentado.
Desvié la mirada hacia la joven – sin duda, pues apenas sobrepasaba a simple vista la veintena – y, con estudiada sutileza, que hasta para un observador atento podría pasar desapercibida, la observé en detalle: el movimiento de su pecho al respirar, el pálpito de sus venas en su cuello, la caída de su pelo, el escote de su vestido, el tono moreno de su piel. Todo. Y sólo cuando hice de mi observación algo perceptible pudo ella darse cuenta de que mis ojos azules, divertidos, estaban clavados en los suyos, así como que una media sonrisa se había dibujado en mis labios finos.
Alcé mi copa en el aire, como brindis, justo en el momento en el que las luces se terminaban de apagar y la obra daba oficialmente comienzo, y con los primeros acordes de la orquesta di yo mi primer trago al vino, mucho más pendiente de mi acompañante que de lo que estaba a punto de representarse porque, seguramente, la historia ya la conocería por venir de mi época... Típico.
Invitado- Invitado
Re: Zenobia [Privado]
Un sutil cambio en el aire, un nuevo aroma que llegó a sus fosas nasales con el coletazo de brisa que desprendieron las cortinas de terciopelo al zarandearse, un casi imperceptible escalofrío que la obligó a erguirse un poco más. Entre el bullicio, un leve sonido de pasos que se frenaron detrás de sí, no eran los de sus empleadas, los distinguía a leguas, había aprendido a aguzar el instinto; todo en una fracción de segundos. Ya no podía refugiarse en la soledad de su palco, estaba acompañada, era un hombre, no le hacía falta voltearse para darse cuenta, su instinto de supervivencia se lo dictaba. Hacía tiempo que no compartía un pequeño espacio con el sexo opuesto, era de aquellas situaciones que se esforzaba por evitar. Estaba en público, sin embargo, se sentía más sola que nunca. ¿Y si quería hacerle daño? ¿Sus doncellas la escucharían? ¿Podría pedir auxilio a una audiencia atrapada por la obra? La paranoia en que solía sumergirse le agitaba la respiración, que se obligaba a controlar. Se instó a tranquilizarse, si no, saldría corriendo como una desquiciada, lo que mancharía su buen nombre y su reputación.
Podía sentir la energía masculina a pesar de encontrarse de espaldas, juraba que él la observaba sin remilgos, que sus ojos se habían posado en ella, hasta era capaz de percibir la caricia de su mirada, que, sin dudas, era intensa. Giró levemente su cabeza, y se encontró siendo observada, de forma tal que emanaba una potencia que pocas veces había visto en otros. A pesar de que las luces ya habían dejado el teatro casi a oscuras, se percató del azul profundo de sus pupilas, que la atravesaron. Hubiera querido disimular su asombro, no esperaba a un hombre tan joven, tampoco tan apuesto, pensamiento que la tomó por sorpresa, puesto que difícilmente se fijaba en ese último detalle, simplemente, porque no le interesaba. Aunque le costase, debía admitir el atractivo enigmático del caballero, podía notarse delineado por las sombras su porte aristocrático, la anchura de sus hombros, la elegancia de sus ropas, ¿quizá era un miembro de la realeza? Algo que no concordaba con que le hubieran pedido compartir su palco privado. Quizá un miembro del ejército, opción que cuadraba más, había algo en él que le recordaba el andar soberbio de su padre.
Respondió a la sonrisa de su acompañante con un asentimiento de cabeza, muy suave, bajando sus párpados por un segundo y frunciendo sus labios en lo más parecido a una sonrisa que logró ensayar. Lejos de ella estaba romper las normas de buena educación. También pudo levantar la copa de champagne que descansaba en la mano en que no tenía el abanico. La penumbra los envolvió, excusándola de evadir la vista y concentrarla en el acto que comenzaba. Los primeros acordes sonaron armoniosos, y al escenario salió una bella mujer de cabellos rubios, figura armoniosa y proporcionada, vestida con una túnica de color blanco, y su voz sonó estrepitosa, cargada de fuerza, que arrancó suspiros de asombro en todos los presentes a medida que la escena avanzaba. Quizá no todos comprendían el italiano, empero, el sentimiento que transmitía la interpretación tocaba el alma de aquellos que entendían el idioma –tal era el caso de Bárbara-, como de aquellos que sólo estaban allí por mero protocolo o mera diversión.
A pesar de encontrarse enajenada por el embrujo de la famosa soprano Brigida Giorgi Banti en su papel de Zenobia, una pequeña llama de alerta se mantenía encendida dentro de ella, que hubiera preferido apagar, ya que la aparición pomposa de los tenores Giuseppe Viganoni y Antonio Benelli en los papeles de Tiridate y Radamisto, respectivamente, causaron asombro con su talento entre la multitud, que a pesar de que debían mantenerse en silencio, rompieron en aplausos, que obligaron a los actores a detener un instante sus papeles, para dejar que la sala se calmase. Bárbara juzgó desatinada la reacción de los presentes, y un rictus de descontento se dibujó en la comisura de sus labios. Aprovechó la pausa para quitarse los guantes, las manos comenzaban a acalorarse y no quería llegar a que le transpiraran, su piel era extremadamente sensible y se irritaba al instante, los apoyó en su regazo, y encima, colocó el abanico. En ese momento, ingresó el mozo para ofrecerle más champagne, que ella rechazó con cortesía y en un susurro, además, le devolvió la copa casi vacía. No se enteró si el hombre con el que compartía el lugar había aceptado o no más vino.
El primer acto se desarrollaba apasionadamente, los tres principales brillaban con sus vestimentas, voces privilegiadas, escenografía impactante, y los músicos que desplegaban un encantamiento arrollador. No había espectador que no hubiera abstraído sus sentidos y se hubiera arrojado a la total atención. El momento del casamiento entre Zenobia y Radamisto arrancó lágrimas entre las damas, salvo en Bárbara, que jamás lloraba, era una de las tantas expresiones y emociones que le había sido arrebatada; no podía negar que la conmovía, en un remoto rincón de su alma, allí donde todavía quedaba una ínfima y minúscula partícula de mujer, sentía el oculto deseo de identificar esa boda con la suya, sin embargo, a pesar de que los contrayentes no sentían amor el uno por el otro, estaban cómodos y se notaba en sus rostros la satisfacción del deber cumplido, aquello que ella jamás sentiría, porque estaba en deuda con la única persona que la amó, su madre, y porque estaba en deuda consigo misma, que había visto el matrimonio como una salida al calvario que era su vida, no sólo fue su frustrante boda, si no, su viudez tan precoz lo que la terminó ahogando en las impenetrables mareas de la soledad, la culpa, la vergüenza, el miedo y el rencor, convirtiéndola en ese despojo de persona que era. Tenía belleza, tenía riqueza, inteligencia, independencia, pretendientes, tenía todo aquello por lo que muchas jóvenes casamenteras se hubieran arrancado los cabellos de raíz, sin embargo, en Bárbara esas eran frivolidades que le servían para esconderse, para negarse. Algún día debía aceptar que sentía pena de sí misma, pero, aquel diminuto rastro de orgullo, que era lo que todavía la hacía mantenerse erguida en su postura, le impedía reconocerlo.
Sus pensamientos divagaron, sus oídos dejaron de escuchar, su respiración se mantenía absolutamente serena, ya la obra no formaba parte de esa dimensión, ¿o ella era la que se encontraba fuera de sí? Por inercia, como cada vez que una imagen, un sonido o un aroma la trasladaban a la época oscura de su pubertad y posterior adolescencia, terminaba reviviendo el terror de aquellos días en los que moría lentamente, en los que cada milímetro de su inocencia era extirpado con miradas, con palabras, con insultos, con caricias –si podía llamarse de esa manera al repugnante modo en que el padre de su padre la tocaba en las partes prohibidas-, con frases cargadas de lascivia. Ese viejo infeliz, ese…fils de pute, como se permitía pensarlo, merecía una muerte lenta y dolorosa, era lo que más deseaba en su joven existencia, no creía en la Justicia por mano propia, pero sabía que algún día pagaría el daño que le había provocado.
Bárbara no era consciente de la manera en que se mordía el labio inferior, ni que los dedos de sus pies se contraían dentro de los chapines de raso color negro, ni mucho menos, que había comenzado un histérico juego con uno de sus guantes, al cual estrujaba con disimulo y sin piedad. Volvió a la realidad por el dolor y porque se percató del momento en que su abanico de marfil se deslizaba por su falda, caía al piso, y tras unas piruetas en el suelo, a causa de las cuales volaron algunos pequeños trozos e la pieza, se arrastró hacia llegar a escasos centímetros de los pies del caballero que se encontraba casi a sus espaldas. Bendita jugarreta del destino. Giró con lentitud, con la boca hinchada y los pómulos sonrosados, deseando que el acompañante no hubiera sido testigo de sus momentos de tensión. Su vista alternó dos veces entre el objeto y el rostro del hombre, que envuelto por la penumbra del théâtre y a penas delineado por la luz del escenario, se volvía aún más misterioso. Si se apuraba en su escrutinio, podía reconocer que algo en él no era humano. Desconcertada, no sabía si levantarse y recogerlo, o esperar un gesto de cortesía por parte del extraño.
Podía sentir la energía masculina a pesar de encontrarse de espaldas, juraba que él la observaba sin remilgos, que sus ojos se habían posado en ella, hasta era capaz de percibir la caricia de su mirada, que, sin dudas, era intensa. Giró levemente su cabeza, y se encontró siendo observada, de forma tal que emanaba una potencia que pocas veces había visto en otros. A pesar de que las luces ya habían dejado el teatro casi a oscuras, se percató del azul profundo de sus pupilas, que la atravesaron. Hubiera querido disimular su asombro, no esperaba a un hombre tan joven, tampoco tan apuesto, pensamiento que la tomó por sorpresa, puesto que difícilmente se fijaba en ese último detalle, simplemente, porque no le interesaba. Aunque le costase, debía admitir el atractivo enigmático del caballero, podía notarse delineado por las sombras su porte aristocrático, la anchura de sus hombros, la elegancia de sus ropas, ¿quizá era un miembro de la realeza? Algo que no concordaba con que le hubieran pedido compartir su palco privado. Quizá un miembro del ejército, opción que cuadraba más, había algo en él que le recordaba el andar soberbio de su padre.
Respondió a la sonrisa de su acompañante con un asentimiento de cabeza, muy suave, bajando sus párpados por un segundo y frunciendo sus labios en lo más parecido a una sonrisa que logró ensayar. Lejos de ella estaba romper las normas de buena educación. También pudo levantar la copa de champagne que descansaba en la mano en que no tenía el abanico. La penumbra los envolvió, excusándola de evadir la vista y concentrarla en el acto que comenzaba. Los primeros acordes sonaron armoniosos, y al escenario salió una bella mujer de cabellos rubios, figura armoniosa y proporcionada, vestida con una túnica de color blanco, y su voz sonó estrepitosa, cargada de fuerza, que arrancó suspiros de asombro en todos los presentes a medida que la escena avanzaba. Quizá no todos comprendían el italiano, empero, el sentimiento que transmitía la interpretación tocaba el alma de aquellos que entendían el idioma –tal era el caso de Bárbara-, como de aquellos que sólo estaban allí por mero protocolo o mera diversión.
A pesar de encontrarse enajenada por el embrujo de la famosa soprano Brigida Giorgi Banti en su papel de Zenobia, una pequeña llama de alerta se mantenía encendida dentro de ella, que hubiera preferido apagar, ya que la aparición pomposa de los tenores Giuseppe Viganoni y Antonio Benelli en los papeles de Tiridate y Radamisto, respectivamente, causaron asombro con su talento entre la multitud, que a pesar de que debían mantenerse en silencio, rompieron en aplausos, que obligaron a los actores a detener un instante sus papeles, para dejar que la sala se calmase. Bárbara juzgó desatinada la reacción de los presentes, y un rictus de descontento se dibujó en la comisura de sus labios. Aprovechó la pausa para quitarse los guantes, las manos comenzaban a acalorarse y no quería llegar a que le transpiraran, su piel era extremadamente sensible y se irritaba al instante, los apoyó en su regazo, y encima, colocó el abanico. En ese momento, ingresó el mozo para ofrecerle más champagne, que ella rechazó con cortesía y en un susurro, además, le devolvió la copa casi vacía. No se enteró si el hombre con el que compartía el lugar había aceptado o no más vino.
El primer acto se desarrollaba apasionadamente, los tres principales brillaban con sus vestimentas, voces privilegiadas, escenografía impactante, y los músicos que desplegaban un encantamiento arrollador. No había espectador que no hubiera abstraído sus sentidos y se hubiera arrojado a la total atención. El momento del casamiento entre Zenobia y Radamisto arrancó lágrimas entre las damas, salvo en Bárbara, que jamás lloraba, era una de las tantas expresiones y emociones que le había sido arrebatada; no podía negar que la conmovía, en un remoto rincón de su alma, allí donde todavía quedaba una ínfima y minúscula partícula de mujer, sentía el oculto deseo de identificar esa boda con la suya, sin embargo, a pesar de que los contrayentes no sentían amor el uno por el otro, estaban cómodos y se notaba en sus rostros la satisfacción del deber cumplido, aquello que ella jamás sentiría, porque estaba en deuda con la única persona que la amó, su madre, y porque estaba en deuda consigo misma, que había visto el matrimonio como una salida al calvario que era su vida, no sólo fue su frustrante boda, si no, su viudez tan precoz lo que la terminó ahogando en las impenetrables mareas de la soledad, la culpa, la vergüenza, el miedo y el rencor, convirtiéndola en ese despojo de persona que era. Tenía belleza, tenía riqueza, inteligencia, independencia, pretendientes, tenía todo aquello por lo que muchas jóvenes casamenteras se hubieran arrancado los cabellos de raíz, sin embargo, en Bárbara esas eran frivolidades que le servían para esconderse, para negarse. Algún día debía aceptar que sentía pena de sí misma, pero, aquel diminuto rastro de orgullo, que era lo que todavía la hacía mantenerse erguida en su postura, le impedía reconocerlo.
Sus pensamientos divagaron, sus oídos dejaron de escuchar, su respiración se mantenía absolutamente serena, ya la obra no formaba parte de esa dimensión, ¿o ella era la que se encontraba fuera de sí? Por inercia, como cada vez que una imagen, un sonido o un aroma la trasladaban a la época oscura de su pubertad y posterior adolescencia, terminaba reviviendo el terror de aquellos días en los que moría lentamente, en los que cada milímetro de su inocencia era extirpado con miradas, con palabras, con insultos, con caricias –si podía llamarse de esa manera al repugnante modo en que el padre de su padre la tocaba en las partes prohibidas-, con frases cargadas de lascivia. Ese viejo infeliz, ese…fils de pute, como se permitía pensarlo, merecía una muerte lenta y dolorosa, era lo que más deseaba en su joven existencia, no creía en la Justicia por mano propia, pero sabía que algún día pagaría el daño que le había provocado.
Bárbara no era consciente de la manera en que se mordía el labio inferior, ni que los dedos de sus pies se contraían dentro de los chapines de raso color negro, ni mucho menos, que había comenzado un histérico juego con uno de sus guantes, al cual estrujaba con disimulo y sin piedad. Volvió a la realidad por el dolor y porque se percató del momento en que su abanico de marfil se deslizaba por su falda, caía al piso, y tras unas piruetas en el suelo, a causa de las cuales volaron algunos pequeños trozos e la pieza, se arrastró hacia llegar a escasos centímetros de los pies del caballero que se encontraba casi a sus espaldas. Bendita jugarreta del destino. Giró con lentitud, con la boca hinchada y los pómulos sonrosados, deseando que el acompañante no hubiera sido testigo de sus momentos de tensión. Su vista alternó dos veces entre el objeto y el rostro del hombre, que envuelto por la penumbra del théâtre y a penas delineado por la luz del escenario, se volvía aún más misterioso. Si se apuraba en su escrutinio, podía reconocer que algo en él no era humano. Desconcertada, no sabía si levantarse y recogerlo, o esperar un gesto de cortesía por parte del extraño.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Zenobia [Privado]
Las obras de teatro eran obras de ficción que representaban valores morales a los que los seres humanos querían aspirar, historias que querían vivir, personalidades que querían poseer; eran obras de ficción basadas en ideales errados e imperfectos pero que, aún así, cosechaban un éxito totalmente ilógico e inexplicable en la casta humana, que con actos como aquellos dejaba aún más claro lo patético de su existencia y que, además de para su uso, para poco más servían.
Aquella, en cuestión, era una como las mil que a lo largo de los siglos me había tocado presenciar. Al principio, cuando mis compatriotas habían creado el género, aún tenían algo de interesante, obviando claro está el valor religioso y moral que querían ofrecerle al público y que había permitido su nacimiento; después, cuando los romanos habían adaptado las obras de mi cultura, habían empezado a perder valor, y ya cuando tuvo que llegar el cristianismo a inundarlo todo fue cuando el género demostró su mayor fecha de caducidad, como la mayoría de los aspectos de la sociedad tan profundamente devota en la que vivía.
Me daba asco. Los humanos, tan en teoría racionales –al menos los así llamados ilustrados, que tenían de racionales lo mismo que yo de mujer: nada– pero tan sumamente anclados en costumbres míticas en la práctica, demostraban ser unos estúpidos con cada pequeño aspecto de su cultura que aceptaban sin pensarlo dos veces, sobre todo cuando su origen era una religión que, en sus primeros años, se había cobrado tantas víctimas como cualquier campaña militar hoplita de mis tiempos.
Todo giraba alrededor de la religión; absolutamente todo era hijo de ella, ya fuera el más simple pellizco del pensamiento de esos seres de carne y sangre (lo único que solían poseer con algo de valor) o su concepción teleológica de la realidad... Incluso la moral que promulgaban, y que se veía en aquella obra, daba auténtica risa, porque todo se supeditaba a las buenas costumbres, al saber estar, a algo que no tenía cabida en la realidad de los burdos animales que eran los mortales.
Sin embargo, era necesario mantener esa apariencia, representar la obra de teatro constante que era la vida entre aquellas hormigas cuya vida duraba lo mismo que un parpadeo para alguien eterno como lo era yo, y en el fondo resultaba incluso divertido... Los humanos estaban tan pagados de sí mismos que nunca esperaban que alguien a todas luces extranjero fuera capaz de mantener e incluso superar los modales que ellos se habían visto a aprender desde que eran criaturas, y sorprender a las víctimas siempre era el paso previo a seducirlas.
Con la sorpresa se creaba un caldo de cultivo favorable a aceptar más fácilmente mis encantos, que desplegaba en la medida exacta, como no podía ser de otra manera, para cumplir mis objetivos. Así, participaba para cumplir mis propios intereses en la obra de teatro que se representaba a diario, por muy paradójico que resultara que lo hiciera incluso en la presentación de otra, rodeado de personas de la alta sociedad (otro convencionalismo vacío, pues ninguno de ellos había hecho nada por merecer su posición, no como yo, que llevaba milenios demostrando mi valía) que no sabían que eran el reparto de actores secundarios de mi obra.
Por eso, por mantener esas apariencias que yo tanto repudiaba al ser mucho mejor que ellas, acepté una nueva copa de vino cuando el criado pasó y le retiró la copa a mi acompañante; por eso clavé la mirada en la representación, al menos aparentemente, pues mi atención estaba puesta más en la dama que compartía palco conmigo que en lo que los actores del escenario estaban haciendo. A fin de cuentas, ¿qué me importaba a mí que me contaran una historia cuyo final ya conocía cuando, a mi lado, reposaba una mujer humana de ojos penetrantemente azules y olor exquisito? Bien poco.
Mis prioridades estaban claras: antes iba ella que la obra. No era tanto porque la valorara o pensara que podía tener una posibilidad de ser mejor que el resto de los presentes (estaba atada a las mismas normas sociales, como había visto en su gesto de rechazo ante los espontáneos aplausos de la masa aborregada que conformaba el público), sino más bien por su olor, que alentaba mi instinto de depredador pese a que mi sed ya hubiera sido satisfecha. Bueno, siempre quedaba espacio para un buen postre.
Físicamente también me atraía. Quizá era la combinación de sus rasgos, que encajaba a la perfección con lo que la experiencia había revelado como mis gustos; quizá era esa actitud elegante, la manera de moverse en el reducido cubículo del que disponía o la manera en que se deslizaba en el espacio a su alrededor; quizá, la forma de su cuerpo, revelada por aquel vestido que si se me preguntaba a mí (y esto tenía que hacerse si se quería la mejor opinión posible), le sobraba, quizá. La cuestión era que me atraía, y por eso mismo la observaba.
La veía en tensión, mordiéndose los labios y estrechando un guante entre sus finos dedos. La veía con actitud llena de fuerza contenida, de rabia quizá, de algo que era sin duda la reacción a los recuerdos que dentro de su mente estaba viendo, pues su mirada de ojos perdidos no encajaba con alguien que presta atención a lo que tiene delante. La veía aumentar la rojez de sus labios y hacerlos más deseables; la veía aumentar la sangre que depositaban sus venas en ellos, y eso me abría de nuevo el apetito. La veía sonrojarse, pese a que tuviera que hacer acopio de mi vista vampíricamente desarrollada para hacerlo por las penumbras del teatro.
Medio sonreí. No había hecho aún nada para ponerla en semejante estado de tensión, que sin embargo resultaba tan atractivo como verla relativamente en calma; no había tenido tiempo de generar en ella el suficiente temor por su vida para que la reacción que me mostraba fuera consecuencia de dicha causa; no había sido yo quien la ponía en tensión, pero lo sería... Me gustaban los retos, especialmente por la parte en la que siempre consigo lo que quiero.
Y, como no podía ser de otra manera, algo sucedió. Ese algo fue la caída de su abanico, que de sus manos acabó volando hasta mis pies. Su mirada por fin se clavó en la mía, pese a que la alternara entre mis ojos y el objeto marfileño del suelo, y en aquel momento una nueva sonrisa se abrió paso entre mis labios, una sin un atisbo de nada que no fuera diversión elegante, la misma de la que había estado haciendo gala hasta aquel preciso instante.
En un movimiento deliberadamente lento para lo que yo podía hacer – por favor, era un depredador: podía moverme tan rápido como quisiera, tanto que mis presas ni siquiera sabían que lo eran – y que tenía como objeto mantener la calma antinatural que se respiraba en el palco, me agaché para coger el abanico, que con la textura pulida del marfil con el que estaba hecho casi fluyó entre mis dedos en un movimiento que parecía naturalmente apropiado, igual que el del resto de mi cuerpo, hasta los suyos, donde lo deposité.
– Su abanico, mademoiselle. No querría que su pérdida os perjudicara en vuestro visionado de esta obra de teatro. – le dije, en un susurro ronco y grave en el que, como me sucedía a veces, se podía percibir la cadencia de otros tiempos, la manera, no exactamente un acento, que tenía de pronunciar las palabras como si me resultaran ajenas y siguiera el ritmo de otro idioma mezclado con el que había utilizado. Puro exotismo, sin duda.
Con más rapidez que antes, cogí la copa que reposaba frente a mí y di un trago, apenas un sorbo al vino rojo como la sangre y que podría llegar a confundirse con ella, antes de volver a depositarlo donde había estado hasta aquel momento.
– El vino es excelente, por cierto... Creo que mejor que el champagne que habéis estado tomando hasta ahora, pero eso no es asunto mío, sólo es una simple opinión. No os molestaré más, ¿mademoiselle...? – añadí, con el tono de interrogación haciendo juego con mi ceja alzada, que junto al resto de mi expresión la impelía a que me dijera, al menos su nombre. Era lo mínimo que quería saber sobre mi diversión de aquella noche.
Aquella, en cuestión, era una como las mil que a lo largo de los siglos me había tocado presenciar. Al principio, cuando mis compatriotas habían creado el género, aún tenían algo de interesante, obviando claro está el valor religioso y moral que querían ofrecerle al público y que había permitido su nacimiento; después, cuando los romanos habían adaptado las obras de mi cultura, habían empezado a perder valor, y ya cuando tuvo que llegar el cristianismo a inundarlo todo fue cuando el género demostró su mayor fecha de caducidad, como la mayoría de los aspectos de la sociedad tan profundamente devota en la que vivía.
Me daba asco. Los humanos, tan en teoría racionales –al menos los así llamados ilustrados, que tenían de racionales lo mismo que yo de mujer: nada– pero tan sumamente anclados en costumbres míticas en la práctica, demostraban ser unos estúpidos con cada pequeño aspecto de su cultura que aceptaban sin pensarlo dos veces, sobre todo cuando su origen era una religión que, en sus primeros años, se había cobrado tantas víctimas como cualquier campaña militar hoplita de mis tiempos.
Todo giraba alrededor de la religión; absolutamente todo era hijo de ella, ya fuera el más simple pellizco del pensamiento de esos seres de carne y sangre (lo único que solían poseer con algo de valor) o su concepción teleológica de la realidad... Incluso la moral que promulgaban, y que se veía en aquella obra, daba auténtica risa, porque todo se supeditaba a las buenas costumbres, al saber estar, a algo que no tenía cabida en la realidad de los burdos animales que eran los mortales.
Sin embargo, era necesario mantener esa apariencia, representar la obra de teatro constante que era la vida entre aquellas hormigas cuya vida duraba lo mismo que un parpadeo para alguien eterno como lo era yo, y en el fondo resultaba incluso divertido... Los humanos estaban tan pagados de sí mismos que nunca esperaban que alguien a todas luces extranjero fuera capaz de mantener e incluso superar los modales que ellos se habían visto a aprender desde que eran criaturas, y sorprender a las víctimas siempre era el paso previo a seducirlas.
Con la sorpresa se creaba un caldo de cultivo favorable a aceptar más fácilmente mis encantos, que desplegaba en la medida exacta, como no podía ser de otra manera, para cumplir mis objetivos. Así, participaba para cumplir mis propios intereses en la obra de teatro que se representaba a diario, por muy paradójico que resultara que lo hiciera incluso en la presentación de otra, rodeado de personas de la alta sociedad (otro convencionalismo vacío, pues ninguno de ellos había hecho nada por merecer su posición, no como yo, que llevaba milenios demostrando mi valía) que no sabían que eran el reparto de actores secundarios de mi obra.
Por eso, por mantener esas apariencias que yo tanto repudiaba al ser mucho mejor que ellas, acepté una nueva copa de vino cuando el criado pasó y le retiró la copa a mi acompañante; por eso clavé la mirada en la representación, al menos aparentemente, pues mi atención estaba puesta más en la dama que compartía palco conmigo que en lo que los actores del escenario estaban haciendo. A fin de cuentas, ¿qué me importaba a mí que me contaran una historia cuyo final ya conocía cuando, a mi lado, reposaba una mujer humana de ojos penetrantemente azules y olor exquisito? Bien poco.
Mis prioridades estaban claras: antes iba ella que la obra. No era tanto porque la valorara o pensara que podía tener una posibilidad de ser mejor que el resto de los presentes (estaba atada a las mismas normas sociales, como había visto en su gesto de rechazo ante los espontáneos aplausos de la masa aborregada que conformaba el público), sino más bien por su olor, que alentaba mi instinto de depredador pese a que mi sed ya hubiera sido satisfecha. Bueno, siempre quedaba espacio para un buen postre.
Físicamente también me atraía. Quizá era la combinación de sus rasgos, que encajaba a la perfección con lo que la experiencia había revelado como mis gustos; quizá era esa actitud elegante, la manera de moverse en el reducido cubículo del que disponía o la manera en que se deslizaba en el espacio a su alrededor; quizá, la forma de su cuerpo, revelada por aquel vestido que si se me preguntaba a mí (y esto tenía que hacerse si se quería la mejor opinión posible), le sobraba, quizá. La cuestión era que me atraía, y por eso mismo la observaba.
La veía en tensión, mordiéndose los labios y estrechando un guante entre sus finos dedos. La veía con actitud llena de fuerza contenida, de rabia quizá, de algo que era sin duda la reacción a los recuerdos que dentro de su mente estaba viendo, pues su mirada de ojos perdidos no encajaba con alguien que presta atención a lo que tiene delante. La veía aumentar la rojez de sus labios y hacerlos más deseables; la veía aumentar la sangre que depositaban sus venas en ellos, y eso me abría de nuevo el apetito. La veía sonrojarse, pese a que tuviera que hacer acopio de mi vista vampíricamente desarrollada para hacerlo por las penumbras del teatro.
Medio sonreí. No había hecho aún nada para ponerla en semejante estado de tensión, que sin embargo resultaba tan atractivo como verla relativamente en calma; no había tenido tiempo de generar en ella el suficiente temor por su vida para que la reacción que me mostraba fuera consecuencia de dicha causa; no había sido yo quien la ponía en tensión, pero lo sería... Me gustaban los retos, especialmente por la parte en la que siempre consigo lo que quiero.
Y, como no podía ser de otra manera, algo sucedió. Ese algo fue la caída de su abanico, que de sus manos acabó volando hasta mis pies. Su mirada por fin se clavó en la mía, pese a que la alternara entre mis ojos y el objeto marfileño del suelo, y en aquel momento una nueva sonrisa se abrió paso entre mis labios, una sin un atisbo de nada que no fuera diversión elegante, la misma de la que había estado haciendo gala hasta aquel preciso instante.
En un movimiento deliberadamente lento para lo que yo podía hacer – por favor, era un depredador: podía moverme tan rápido como quisiera, tanto que mis presas ni siquiera sabían que lo eran – y que tenía como objeto mantener la calma antinatural que se respiraba en el palco, me agaché para coger el abanico, que con la textura pulida del marfil con el que estaba hecho casi fluyó entre mis dedos en un movimiento que parecía naturalmente apropiado, igual que el del resto de mi cuerpo, hasta los suyos, donde lo deposité.
– Su abanico, mademoiselle. No querría que su pérdida os perjudicara en vuestro visionado de esta obra de teatro. – le dije, en un susurro ronco y grave en el que, como me sucedía a veces, se podía percibir la cadencia de otros tiempos, la manera, no exactamente un acento, que tenía de pronunciar las palabras como si me resultaran ajenas y siguiera el ritmo de otro idioma mezclado con el que había utilizado. Puro exotismo, sin duda.
Con más rapidez que antes, cogí la copa que reposaba frente a mí y di un trago, apenas un sorbo al vino rojo como la sangre y que podría llegar a confundirse con ella, antes de volver a depositarlo donde había estado hasta aquel momento.
– El vino es excelente, por cierto... Creo que mejor que el champagne que habéis estado tomando hasta ahora, pero eso no es asunto mío, sólo es una simple opinión. No os molestaré más, ¿mademoiselle...? – añadí, con el tono de interrogación haciendo juego con mi ceja alzada, que junto al resto de mi expresión la impelía a que me dijera, al menos su nombre. Era lo mínimo que quería saber sobre mi diversión de aquella noche.
Invitado- Invitado
Re: Zenobia [Privado]
El perfume masculino la agobió, él estaba más cerca de lo que imaginaba o de lo que hubiera querido. Bárbara prefería que en ese mismo instante el teatro se incendiara y un trozo de pared callera en su nuca, a tener que cruzar palabras con el extraño. Observó cada movimiento con atención, y comprendió que hubiera sido más fácil que el hombre ignorara lo ocurrido, que fuera un grosero, a ese gesto tan aceptable. La enorme, imponente y lujosa estructura, con su parafernalia y presentes, se había reducido a ese espacio tan estrecho, a ese palco que era lo más parecido al infierno de La Divina Comedia, con sus círculos para cada uno de los pecados capitales, con sus torturas extremas, con su eternidad repleta de castigos. A medida que las palabras retumbaban en sus oídos, se sumergía más y más en el cono, recibiendo los suplicios merecidos. Uno…dos…tres…cuatro…cinco…seis…siete…ocho, hasta llegar al castillo en el que Lucifer se alimentaba infinitamente de Judas, Bruto y Casio; y al ronda se volvía a repetir.
Pero por sobre todos sus miedos, era una dama y se comportaba como tal. Juntó aquello que le costaba tanto y se llamaba coraje, para que su gesto de agradecimiento fuera lo más natural posible. El caballero parecía amable, no la devoraría como ella creía, y se repetía en su cabeza que tan sólo era un hombre –nada más, ni nada menos-, no era un depredador, no estaba allí para atormentarla, si no, para disfrutar de una obra de teatro que para ella ya había perdido sentido, ya no existía, sólo vagamente alcanzaba a oír las voces de los intérpretes. Tomó el abanico entre sus manos, simulando el huracán que se había desatado en los escombros de su alma.
—Merci beaucoup, monsieur —susurró, tocando la corteza de marfil que en sectores había perdido la suavidad y había sido reemplazada por unos bordes cortantes.
Sin dudas, el hombre era extranjero. A pesar de la excelente pronunciación, había algo en la cadencia del francés que sólo aquellos que lo llevan en la sangre son capaces de captar y plasmarlo en su hablar. Volvió a su posición inicial, sin embargo, por el rabillo de su ojo izquierdo veía al caballero, que bebió su vino con elegancia, con una elegancia que Bárbara no había visto en años, pocos hombres tenían esa seguridad en sí mismos, un atisbo de curiosidad se plantó en su mente y comenzó a germinar con el correr de los segundos. La voz del extraño la tomó por sorpresa, no esperaba que él siguiera la conversación, su corazón dio un vuelco, pero con naturalidad fingida, giró levente para escucharlo. Quiso reír -pero jamás lo hacía- ante el comentario, el champagne siempre le había gustado más que el vino, las burbujas se le antojaban simpáticas y su gusto carente de dulzura, le regocijaba el paladar. Comprendió la intención de conocer su nombre, había sido descortés al no presentarse.
—Bárbara Destutt de Tracy viuda de Turner —respondió sin soberbia pero con altivez, una vez que se hubo acomodado. Vaciló, pero le estiró su mano derecha, como indicaba el protocolo. Detestó no tener puesto sus guantes, el roce de las pieles se le hacía insoportable —No creo que un vino, por más exótico y excelente que sea, supere al champagne, Monsieur… —era el momento que él se presentara. Le costó demostrar simpatía, pero sonó segura, y se alegró por ello.
Desde esa posición, y con sus sentidos no tan exaltados como al principio, tuvo la licencia para estudiar a su acompañante. Su cabello abundante le dio la nota de ser joven, ningún hombre de más de treinta y cinco años era capaz de conservarlo así, igual que su rostro, su piel lozana no tenía un defecto. Le agradó la armonía de sus facciones masculinas, no eran toscas, pero estaban cargadas de virilidad. En el aire no había tensión, había despojado sus fantasmas a medida que estabilizaba sus pensamientos, hasta su rostro había retomado sus rasgos naturales. No estaba gozando de estar con un hombre, pero no podía decir que se sintiera abrumada. Del Infierno, había pasado al Purgatorio, sin dudas.
Los aplausos llamaron su atención, y giró su cabeza para observar lo que pasaba. La trenza que había descansado sobre un hombro, quedó sobre su espalda. Era el fin del primer acto, la boda había finalizado. El telón se había cerrado. Los músicos, instantáneamente, comenzaron con una melodía trágica, hasta algunos acordes estaban cargados de violencia, hasta que volvió a abrirse, con los actores ataviados en ropas oscuras. El asesinato del rey, padre de Zenobia, era la escena que empezaba a desarrollarse. El homicidio se cometía a traición, por un enmascarado, que lo envolvía con palabras halagadoras, lo arrastraba hacia su terreno, un campo minado de engaño, que se terminaría tiñendo de la sangre real. A Bárbara, le arrancó un suspiro profundo el preciso instante en que una daga traspasaba los pulmones del progenitor de la protagonista, algunas damas se cubrieron los ojos, otras se llevaron las manos a la boca, a ella, sólo una mueca fugaz de dolor le surcó el rostro. Lo cierto era que había parecido muy real.
Los recuerdos de aquel acto aberrante que había cometido su padre, irrumpieron sin permiso en su memoria. Ese día tan trágico había sido borrado por la tiranía del tiempo, por los hechos paupérrimos que vivió en la casa de sus abuelos, pero en aquellas pesadillas de los últimos años de su infancia, era ella quien asesinaba a su progenitor, de la misma manera que él había acabado con la vida de su madre. Eso era algo que no le provocaba culpa, no porque fuera capaz de cometer un parricidio a sangre fría y con total impunidad, si no, por todo lo contrario, era algo que aunque fuera un deseo completamente reprimido, jamás lo llevaría a los hechos. Por una milésima de segundo, los rostros de los personajes que estaban sobre el escenario, cambiaron, el regicida era ella, y el rey, su padre.
—Sublime… —murmuró, más para sí, que para hacer partícipe al hombre.
Se percató que su pensamiento había sido expresado en voz alta, y lo miró con interrogación, esperando que el caballero hiciera su apreciación. En sus ojos no veía el interés de otros, se preguntó si ya había visto el debut en Londres y deseaba repetir la experiencia, puesto que la expresión que tenía era de quien conocía de memoria el libreto. Pocas veces le ocurría que dejara de darle importancia a un suceso que la tuviera entusiasmada, había contado los días en secreta ansiedad, pero ese extranjero tenía un embrujo especial, un misticismo más propio de un emperador sobrenatural que de un ser humano común y corriente. Estaba acostumbrada a tratar con todo tipo de personas, formaba parte de su trabajo, pero ese halo oscuro sólo lo había visto en esas criaturas que la sociedad se negaba a aceptar que existían. Bárbara no les temía, pero los respetaba.
Pero por sobre todos sus miedos, era una dama y se comportaba como tal. Juntó aquello que le costaba tanto y se llamaba coraje, para que su gesto de agradecimiento fuera lo más natural posible. El caballero parecía amable, no la devoraría como ella creía, y se repetía en su cabeza que tan sólo era un hombre –nada más, ni nada menos-, no era un depredador, no estaba allí para atormentarla, si no, para disfrutar de una obra de teatro que para ella ya había perdido sentido, ya no existía, sólo vagamente alcanzaba a oír las voces de los intérpretes. Tomó el abanico entre sus manos, simulando el huracán que se había desatado en los escombros de su alma.
—Merci beaucoup, monsieur —susurró, tocando la corteza de marfil que en sectores había perdido la suavidad y había sido reemplazada por unos bordes cortantes.
Sin dudas, el hombre era extranjero. A pesar de la excelente pronunciación, había algo en la cadencia del francés que sólo aquellos que lo llevan en la sangre son capaces de captar y plasmarlo en su hablar. Volvió a su posición inicial, sin embargo, por el rabillo de su ojo izquierdo veía al caballero, que bebió su vino con elegancia, con una elegancia que Bárbara no había visto en años, pocos hombres tenían esa seguridad en sí mismos, un atisbo de curiosidad se plantó en su mente y comenzó a germinar con el correr de los segundos. La voz del extraño la tomó por sorpresa, no esperaba que él siguiera la conversación, su corazón dio un vuelco, pero con naturalidad fingida, giró levente para escucharlo. Quiso reír -pero jamás lo hacía- ante el comentario, el champagne siempre le había gustado más que el vino, las burbujas se le antojaban simpáticas y su gusto carente de dulzura, le regocijaba el paladar. Comprendió la intención de conocer su nombre, había sido descortés al no presentarse.
—Bárbara Destutt de Tracy viuda de Turner —respondió sin soberbia pero con altivez, una vez que se hubo acomodado. Vaciló, pero le estiró su mano derecha, como indicaba el protocolo. Detestó no tener puesto sus guantes, el roce de las pieles se le hacía insoportable —No creo que un vino, por más exótico y excelente que sea, supere al champagne, Monsieur… —era el momento que él se presentara. Le costó demostrar simpatía, pero sonó segura, y se alegró por ello.
Desde esa posición, y con sus sentidos no tan exaltados como al principio, tuvo la licencia para estudiar a su acompañante. Su cabello abundante le dio la nota de ser joven, ningún hombre de más de treinta y cinco años era capaz de conservarlo así, igual que su rostro, su piel lozana no tenía un defecto. Le agradó la armonía de sus facciones masculinas, no eran toscas, pero estaban cargadas de virilidad. En el aire no había tensión, había despojado sus fantasmas a medida que estabilizaba sus pensamientos, hasta su rostro había retomado sus rasgos naturales. No estaba gozando de estar con un hombre, pero no podía decir que se sintiera abrumada. Del Infierno, había pasado al Purgatorio, sin dudas.
Los aplausos llamaron su atención, y giró su cabeza para observar lo que pasaba. La trenza que había descansado sobre un hombro, quedó sobre su espalda. Era el fin del primer acto, la boda había finalizado. El telón se había cerrado. Los músicos, instantáneamente, comenzaron con una melodía trágica, hasta algunos acordes estaban cargados de violencia, hasta que volvió a abrirse, con los actores ataviados en ropas oscuras. El asesinato del rey, padre de Zenobia, era la escena que empezaba a desarrollarse. El homicidio se cometía a traición, por un enmascarado, que lo envolvía con palabras halagadoras, lo arrastraba hacia su terreno, un campo minado de engaño, que se terminaría tiñendo de la sangre real. A Bárbara, le arrancó un suspiro profundo el preciso instante en que una daga traspasaba los pulmones del progenitor de la protagonista, algunas damas se cubrieron los ojos, otras se llevaron las manos a la boca, a ella, sólo una mueca fugaz de dolor le surcó el rostro. Lo cierto era que había parecido muy real.
Los recuerdos de aquel acto aberrante que había cometido su padre, irrumpieron sin permiso en su memoria. Ese día tan trágico había sido borrado por la tiranía del tiempo, por los hechos paupérrimos que vivió en la casa de sus abuelos, pero en aquellas pesadillas de los últimos años de su infancia, era ella quien asesinaba a su progenitor, de la misma manera que él había acabado con la vida de su madre. Eso era algo que no le provocaba culpa, no porque fuera capaz de cometer un parricidio a sangre fría y con total impunidad, si no, por todo lo contrario, era algo que aunque fuera un deseo completamente reprimido, jamás lo llevaría a los hechos. Por una milésima de segundo, los rostros de los personajes que estaban sobre el escenario, cambiaron, el regicida era ella, y el rey, su padre.
—Sublime… —murmuró, más para sí, que para hacer partícipe al hombre.
Se percató que su pensamiento había sido expresado en voz alta, y lo miró con interrogación, esperando que el caballero hiciera su apreciación. En sus ojos no veía el interés de otros, se preguntó si ya había visto el debut en Londres y deseaba repetir la experiencia, puesto que la expresión que tenía era de quien conocía de memoria el libreto. Pocas veces le ocurría que dejara de darle importancia a un suceso que la tuviera entusiasmada, había contado los días en secreta ansiedad, pero ese extranjero tenía un embrujo especial, un misticismo más propio de un emperador sobrenatural que de un ser humano común y corriente. Estaba acostumbrada a tratar con todo tipo de personas, formaba parte de su trabajo, pero ese halo oscuro sólo lo había visto en esas criaturas que la sociedad se negaba a aceptar que existían. Bárbara no les temía, pero los respetaba.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Zenobia [Privado]
Aquella dama era, cuando menos, educada, algo que en condiciones normales me haría arrugar la nariz y el ceño de puro disgusto porque significaba que estaba tan atada como cualquier otro a las convenciones sociales (ergo, diversión potencial brutalmente reducida). En aquel momento, no obstante, su sublime educación, exquisita si se tenía en cuenta que seguía al pie de la letra cada una de las palabras que venían en los libros de buenos modales, me obligaba a mantener una fría máscara de cordialidad y cinismo que ocultaba que, en el fondo, me riera de las convenciones sociales.
Y todo aquello ¿por qué?, podía preguntarse alguien. La respuesta era sencilla hasta rallar lo absurdo: por el potencial que tenía aquella hermosa desconocida, que físicamente al menos resultaba un plato perfecto para mi gusto y que intelectualmente probablemente fuera todo un caso de estudio, a juzgar por la tensión que sus propios pensamientos, y no la obra –pues los actores no eran malos, pero tampoco buenos, sino más bien mediocres– le habían generado.
Aquello era lo que me atraía, la posibilidad de encontrar algún humano excepcional en la masa aburrida, gris y anodina que resultaban los mortales en general, con la obvia salvedad de alguna chispa aquí y allí que brillaba con luz propia y que, además, se merecía que no los matara... tan rápido como a los demás, al menos. A lo que me iba a dedicar aquella noche, por tanto, y con todas mis armas de depredador nato que se ha criado en lo más alto de la cadena alimenticia, era a juzgar con mis propios métodos si ella era merecedora de que la dejara viva o si, por el contrario, merecía pasar a engrosar los habitantes del reino de Hades.
Incluso Caronte tendría sus dudas a la hora de dejarla pasar al Inframundo o no, eso tenía que admitirlo. Su exquisitamente inútil educación dejaba ver a la perfección su belleza, su pudor (ese sobrevalorado pudor del que muchas hacían gala en apariencia pero que moría al tiempo que sus ropas caían al suelo) y la mirada inteligente de sus ojos, que ocultaban mucho más de lo que parecía a simple vista. Ah, secretos... La parte más divertida de conocer a un humano era, siempre, saber lo que le atormentaba.
Eso podía servir como un arma potencialmente peligrosa o catastróficamente destructiva si se utilizaba con la debida habilidad, y en ese sentido a mí no me ganaba absolutamente nadie. Llevaba demasiados años manipulando a los demás en mi favor, dándoles exactamente el trato que se merecían (subordinados a mí, ¿cuál si no?) como para que encima cualquiera dudara de mí, ¡de Ciro! La sola idea me daba risa, me provocaba una hilaridad que se grababa en mi rostro como una sonrisa divertida en un sentido peligroso, aunque seguramente ella, Bárbara Destutt de Tracy viuda de Turner, no fuera capaz de entender hasta qué punto dependía de mi humor para seguir con vida o, por el contrario, perecer.
Una leve reverencia de cabeza, que en palabras habría sonado como un “de nada, encantado”, fue lo que vino antes de que cogiera su mano y la rozara con los labios casi imperceptiblemente, provocando no obstante que volviera la tensión a su cuerpo, por mucho que se esforzara por ignorarla. ¿Qué la alteraba? ¿Mi naturaleza como vampiro o mi naturaleza como hombre? Aquella era una buena pregunta, que alimentaba mi curiosidad igual que el aceite de una vela al fuego.
– Podéis llamarme Ciro, aunque lamentablemente no posea un apellido tan largo como el vuestro por cuestiones de la cultura de mi tierra ni tampoco tenga un cónyuge al que incluir en mi presentación. – me presenté, acariciando el cristal de la copa con uno de mis dedos y mirándola con atenta curiosidad, que parecía simplemente la clase de mirada que se dedica a alguien a quien te acabas de presentar.
Con su comentario acerca del champagne se me escapó una risotada del fondo de la garganta, apenas audible por los aplausos del público pero existente de todas maneras. Ella, sin duda, era una luchadora, alguien que desde el palco de su educación defendería sus puntos de vista y no se dejaría avasallar. Qué diferente era eso de la mujer común de aquella época... y qué divertido podía llegar a resultar conocer a una fierecilla rabiosa que se escondía tras una apariencia de manso perro.
Fue su apreciación posterior respecto a la obra lo que ya me impidió permanecer en silencio y guardarme mis pensamientos para mí mismo, pues sin duda por mucho que pareciera tan bien cultivada como educada debía de tener una carencia considerable de cultura clásica para que aquella obra no le pareciera, cuando menos, repetitiva... Y es que todos los giros trágicos que había habido en la representación eran lugares comunes de la literatura desde los grandes autores de mi época.
– Sublime... No, no la calificaría yo exactamente de sublime, y eso que es la primera vez que mis ojos se posan sobre esta representación en particular, pero tiene el tufillo de lo ya utilizado previamente en otras obras de teatro, como si fuera una tela confeccionada a base de recortes de otras ya existentes y, para embellecerla, se disimulan los parches con bordados de calidad visual sorprendente y calidad real dudosa. – comenté, encogiéndome de hombros teatralmente y volviendo a desviar la mirada hacia los ojos azules de mi acompañante.
Resultaban tan distintos de los míos como podían serlo la noche y el día, pues si bien los suyos estaban llenos de sentimientos que le producía la obra, los míos estaban vacíos salvo por la capa de aburrimiento que me producía la obra representada ante mí, una que en sus partes ya había visto no una, sino muchas veces, y que en su conjunto no tenía mayor efecto sobre mí que una mosca revoloteando a mi alrededor, quizá molesta, pero desde luego totalmente carente de importancia.
Al ver que ella quizá no había comprendido a lo que me había referido antes con la exactitud que sí habría tenido alguien más versado en la materia, procedí a ahogar un suspiro teatral de exasperación por el hecho de que la apariencia de cultura pareciera no corresponderse, en Bárbara, con una formación auténticamente bien llevada en el campo de la historia del teatro y de los mitos que, quisiera o no, habían forjado su cultura.
– Lo que os ha parecido sublime, el asesinato del padre de Zenobia, es una clara adaptación de lo acontecido entre Agamenón y Clitemnestra. ¿Conocéis el mito? Cuando el monarca volvió, victorioso, de la guerra de Troya, su esposa lo estaba esperando en el palacio junto a su amante y se dice que dicho amante, encapuchado, lo asesinó. ¿Un asesinato de un monarca por una figura encapuchada y misteriosa y que sucede a traición? Me suena a demasiada coincidencia. – expliqué, mirándola a los ojos con una ceja alzada para ver si tenía algo que objetar, aunque en realidad no tenía por qué tenerlo dado que yo tenía, como era habitual, razón.
– La inmensa mayoría de obras de teatro que se representan últimamente se basan en adaptar lo que los helenos escribieron allá por el siglo V antes de que naciera Jesucristo, y ni siquiera se esfuerzan en disimularlo ante los ojos de quienes somos duchos en esa cultura. Como comprenderéis, una obra de estas características sólo podría producirme... ¿cómo decirlo? Hastío, aburrimiento. No supone nada nuevo. – finalicé, encogiéndome de hombros y volviendo a conducir la mirada a la obra que, en un italiano que comprendía perfectamente por su parecido al latín vulgar, seguía desarrollándose frente a nosotros.
Y todo aquello ¿por qué?, podía preguntarse alguien. La respuesta era sencilla hasta rallar lo absurdo: por el potencial que tenía aquella hermosa desconocida, que físicamente al menos resultaba un plato perfecto para mi gusto y que intelectualmente probablemente fuera todo un caso de estudio, a juzgar por la tensión que sus propios pensamientos, y no la obra –pues los actores no eran malos, pero tampoco buenos, sino más bien mediocres– le habían generado.
Aquello era lo que me atraía, la posibilidad de encontrar algún humano excepcional en la masa aburrida, gris y anodina que resultaban los mortales en general, con la obvia salvedad de alguna chispa aquí y allí que brillaba con luz propia y que, además, se merecía que no los matara... tan rápido como a los demás, al menos. A lo que me iba a dedicar aquella noche, por tanto, y con todas mis armas de depredador nato que se ha criado en lo más alto de la cadena alimenticia, era a juzgar con mis propios métodos si ella era merecedora de que la dejara viva o si, por el contrario, merecía pasar a engrosar los habitantes del reino de Hades.
Incluso Caronte tendría sus dudas a la hora de dejarla pasar al Inframundo o no, eso tenía que admitirlo. Su exquisitamente inútil educación dejaba ver a la perfección su belleza, su pudor (ese sobrevalorado pudor del que muchas hacían gala en apariencia pero que moría al tiempo que sus ropas caían al suelo) y la mirada inteligente de sus ojos, que ocultaban mucho más de lo que parecía a simple vista. Ah, secretos... La parte más divertida de conocer a un humano era, siempre, saber lo que le atormentaba.
Eso podía servir como un arma potencialmente peligrosa o catastróficamente destructiva si se utilizaba con la debida habilidad, y en ese sentido a mí no me ganaba absolutamente nadie. Llevaba demasiados años manipulando a los demás en mi favor, dándoles exactamente el trato que se merecían (subordinados a mí, ¿cuál si no?) como para que encima cualquiera dudara de mí, ¡de Ciro! La sola idea me daba risa, me provocaba una hilaridad que se grababa en mi rostro como una sonrisa divertida en un sentido peligroso, aunque seguramente ella, Bárbara Destutt de Tracy viuda de Turner, no fuera capaz de entender hasta qué punto dependía de mi humor para seguir con vida o, por el contrario, perecer.
Una leve reverencia de cabeza, que en palabras habría sonado como un “de nada, encantado”, fue lo que vino antes de que cogiera su mano y la rozara con los labios casi imperceptiblemente, provocando no obstante que volviera la tensión a su cuerpo, por mucho que se esforzara por ignorarla. ¿Qué la alteraba? ¿Mi naturaleza como vampiro o mi naturaleza como hombre? Aquella era una buena pregunta, que alimentaba mi curiosidad igual que el aceite de una vela al fuego.
– Podéis llamarme Ciro, aunque lamentablemente no posea un apellido tan largo como el vuestro por cuestiones de la cultura de mi tierra ni tampoco tenga un cónyuge al que incluir en mi presentación. – me presenté, acariciando el cristal de la copa con uno de mis dedos y mirándola con atenta curiosidad, que parecía simplemente la clase de mirada que se dedica a alguien a quien te acabas de presentar.
Con su comentario acerca del champagne se me escapó una risotada del fondo de la garganta, apenas audible por los aplausos del público pero existente de todas maneras. Ella, sin duda, era una luchadora, alguien que desde el palco de su educación defendería sus puntos de vista y no se dejaría avasallar. Qué diferente era eso de la mujer común de aquella época... y qué divertido podía llegar a resultar conocer a una fierecilla rabiosa que se escondía tras una apariencia de manso perro.
Fue su apreciación posterior respecto a la obra lo que ya me impidió permanecer en silencio y guardarme mis pensamientos para mí mismo, pues sin duda por mucho que pareciera tan bien cultivada como educada debía de tener una carencia considerable de cultura clásica para que aquella obra no le pareciera, cuando menos, repetitiva... Y es que todos los giros trágicos que había habido en la representación eran lugares comunes de la literatura desde los grandes autores de mi época.
– Sublime... No, no la calificaría yo exactamente de sublime, y eso que es la primera vez que mis ojos se posan sobre esta representación en particular, pero tiene el tufillo de lo ya utilizado previamente en otras obras de teatro, como si fuera una tela confeccionada a base de recortes de otras ya existentes y, para embellecerla, se disimulan los parches con bordados de calidad visual sorprendente y calidad real dudosa. – comenté, encogiéndome de hombros teatralmente y volviendo a desviar la mirada hacia los ojos azules de mi acompañante.
Resultaban tan distintos de los míos como podían serlo la noche y el día, pues si bien los suyos estaban llenos de sentimientos que le producía la obra, los míos estaban vacíos salvo por la capa de aburrimiento que me producía la obra representada ante mí, una que en sus partes ya había visto no una, sino muchas veces, y que en su conjunto no tenía mayor efecto sobre mí que una mosca revoloteando a mi alrededor, quizá molesta, pero desde luego totalmente carente de importancia.
Al ver que ella quizá no había comprendido a lo que me había referido antes con la exactitud que sí habría tenido alguien más versado en la materia, procedí a ahogar un suspiro teatral de exasperación por el hecho de que la apariencia de cultura pareciera no corresponderse, en Bárbara, con una formación auténticamente bien llevada en el campo de la historia del teatro y de los mitos que, quisiera o no, habían forjado su cultura.
– Lo que os ha parecido sublime, el asesinato del padre de Zenobia, es una clara adaptación de lo acontecido entre Agamenón y Clitemnestra. ¿Conocéis el mito? Cuando el monarca volvió, victorioso, de la guerra de Troya, su esposa lo estaba esperando en el palacio junto a su amante y se dice que dicho amante, encapuchado, lo asesinó. ¿Un asesinato de un monarca por una figura encapuchada y misteriosa y que sucede a traición? Me suena a demasiada coincidencia. – expliqué, mirándola a los ojos con una ceja alzada para ver si tenía algo que objetar, aunque en realidad no tenía por qué tenerlo dado que yo tenía, como era habitual, razón.
– La inmensa mayoría de obras de teatro que se representan últimamente se basan en adaptar lo que los helenos escribieron allá por el siglo V antes de que naciera Jesucristo, y ni siquiera se esfuerzan en disimularlo ante los ojos de quienes somos duchos en esa cultura. Como comprenderéis, una obra de estas características sólo podría producirme... ¿cómo decirlo? Hastío, aburrimiento. No supone nada nuevo. – finalicé, encogiéndome de hombros y volviendo a conducir la mirada a la obra que, en un italiano que comprendía perfectamente por su parecido al latín vulgar, seguía desarrollándose frente a nosotros.
Invitado- Invitado
Re: Zenobia [Privado]
Existía una línea muy fina que delimitaba las palabras de Ciro –nombre con el cual el osado caballero se había presentado- con lo irrespetuoso, a su parecer. Si bien no había una ferviente pasión en el tono con el cual se expresaba, a Bárbara no le había agradado la manera en que había corregido sus palabras, no por soberbia, siempre eran bienvenidos los nuevos aprendizajes, si no, porque en lo profundo de sus cavilaciones, sintió que él había roto ese encantamiento en el cual la sumergía la imaginación. Si bien podría haberse interpretado su expresión “sublime” con una caracterización de la obra, la murmuración era consecuencia de aquellas imágenes irreproducibles e inconfesables que su inconsciente había expulsado en ese arranque de ira que simulaba a la perfección. En esas ocasiones, en que las intensas emociones se hacían eco en su cabeza, las palabras de su abuela cuando le enseñaba a usar el corsé de ballenas más apretado, venían a su mente: “Recta, Bárbara, ¡recta! Mantén la postura. Así me gusta, mon chérie, ni un gesto de dolor”, y luego tamborileaba sus dedos en la mesa, para explicarle cómo respirar. Habían sido duras las lecciones, pero dieron sus frutos, para convertirla en una dama de maneras exquisitas algo que, como le repetía la mujer, no hubiera ocurrido si era malcriada por su madre. A pesar de eso, Bárbara sabía que Francesca había sido una mujer de modales maravillosos, sólo que en su familia, se esmeraban en crear una imagen equívoca de ella, subestimando aquellos escasos pero amorosos recuerdos que la joven conservaba de su difunta progenitora.
Terminó encantada por el timbre de voz del hombre, por la forma en que él se expresaba y por su inteligencia, si había algo que la subyugaba de las personas, era ésta última cualidad. Se concentró en el movimiento de sus labios, que no eran gruesos, aunque tampoco delgados, como los de la mayoría de los hombres, pudo notar que el movimiento era deliberado, que todo en él era producto de una premeditación racional, supo, sin ahondar en la personalidad del emisor, que se trataba de una persona que no sólo se sentía superior si no que, en cierto modo, lo era. Algo emanaba de él, una energía envolvente, que obligaba a quien lo acompañara, a prestar total y absoluta atención a su decir, a su expresión. A pesar de su tendencia a la misantropía, la heredera de la fortuna del aclamado político, filósofo y militar Antoine Destutt de Tracy, había desarrollado una capacidad para estudiar a la gente, que pese de sus esfuerzos, el impulso que la obligaba a desconfiar, a analizar desde afuera, como una observadora ajena a las situaciones, era casi imposible de detener, y así era como se veía concentrada en Ciro –le molestaba pensarlo con un simple nombre, aunque ese simple nombre denotaba la fuerte e inolvidable personalidad de su poseedor-, con su mirada intensa posada en cada gesto, en cada ademán, en la degustación de ese discurso que le enriquecía el intelecto y le cultivaba el pensamiento. Era obvio el descaro con que lo observaba, y se dijo a sí misma, que le importaba un ardite, con la escasa iluminación, en la penumbra de ese íntimo habitáculo, la impunidad se hacía un festín. De pronto, ese desconocido, logró dejarla sin palabras.
—b]Admito que su conocimiento sobre la cultura griega es muy vasto, pocas han sido las ocasiones en que me he topado con personas que sepan tanto de ella. Hay quienes están más interesados por resolver asuntos de índole contemporáneo, que remitirse a las raíces de la cultura occidental, que tanto le debe a los grandes filósofos y literatos de la Grecia Antigua[/b]—habló sin afán de adulación. Como siempre, Bárbara fue mesurada y correcta a la hora de replicar, hasta logró cuidarse de no devolverle directamente la mirada, aunque era inevitable no posarse en aquellos ojos fríos y calculadores. La joven se dijo que, aunque dedicara su vida en tal misión, jamás lograría averiguar las intenciones del caballero. —Si bien usted está en lo correcto, me permito tomar cierta defensa por una obra que, lamentablemente —y puso énfasis en ésta última palabra—, ya ha perdido cierto interés —en clara alusión a que la atención sobre la representación se había desviado a un diálogo—, pero la interpretación de los actores me parece emocional y correcta, y aunque he tenido la suerte de ver espectáculos de mejor calidad, creo que éstos profesional han conseguido atrapar a un público muy exigente, como lo es el francés (aunque muchos juzguen a mis compatriotas como mundanos), diría que aún más exigente que el inglés —conocidos por su perfeccionismo acérrimo. Sabía que la frase podía volverse en su contra, ya que tanto ella como Ciro, o por lo menos ella, había perdido el hilo de “Zenobia”.
De pronto, se percató en que había entablado un diálogo con un completo desconocido, un completo desconocido del sexo opuesto, un completo desconocido del sexo opuesto del cual conocía sólo su nombre, del cual jamás había escuchado, y del cual no tenía un mísero antecedente. Rogó que la razón no la abandonara, aunque le fue inevitable, que esa veta de su construcción psicológica, se empecinara en tomar forma, y terminara aflorando. Y de esa manera, Bárbara se veía a junto a otra persona, como si de una representación teatral se tratase, y no se reconocía. No reconocía a esa muchacha que a pesar de ser circunspecta, se manejaba con soltura frente a su mayor temor. La madurez que Bárbara había alcanzado, la había ayudado a comprender que su miedo al sexo masculino, se debía a que detestaba la mirada ajena, veía en ello, a quien le había arruinado la vida. A pesar de la incomodidad con que había iniciado el diálogo con Ciro, había terminado serenándose y encontrándose en ese espacio, sin embargo, no se quitaba la idea de que era él el causante, de que era él quien la arrastraba, se negaba a aceptar su propio mérito en todo aquello. ¿Por qué no podía parecer una mujer interesante? A lo mejor, el caballero , sólo quería departir, y veía en ella alguien con quien hacerlo. Debía dejar la paranoia, una vez más…
—Espero no juzgue inapropiado mi comentario —se apresuró a aclarar— Aquí el avezado en la materia es usted, Ciro, yo soy una simple espectadora. Lejos estoy de ser una crítica teatral —finalizó, sin falsa modestia.
Abrió su abanico, lamentando la rotura del mismo, aunque eso no le había quitado belleza a la pieza. La suave y fresca brisa que le acariciaba el rostro, la garganta, y la base del cuello, le hicieron percatarse de que sus mejillas se habían acalorado, pensó, con pesar, que debía verse terrible con los carrillos enrojecidos. Frívola sí, en ocasiones muy segura de sí misma, se preocupada en extremo por su imagen, era casi una obsesiva de ello, su perfeccionismo se esparcía por cada gota se su sangre, por cada extremo de su cuerpo. Aunque se vio tentada de llamar a una de las criadas para que le ayudara a mejorar su aspecto, lo descartó por completo, las doncellas, nunca estaban cuando se las necesitaba realmente. Y no dependería de dos muchachas cualquiera, por más que las apreciara, eso lo daba por hecho.
Terminó encantada por el timbre de voz del hombre, por la forma en que él se expresaba y por su inteligencia, si había algo que la subyugaba de las personas, era ésta última cualidad. Se concentró en el movimiento de sus labios, que no eran gruesos, aunque tampoco delgados, como los de la mayoría de los hombres, pudo notar que el movimiento era deliberado, que todo en él era producto de una premeditación racional, supo, sin ahondar en la personalidad del emisor, que se trataba de una persona que no sólo se sentía superior si no que, en cierto modo, lo era. Algo emanaba de él, una energía envolvente, que obligaba a quien lo acompañara, a prestar total y absoluta atención a su decir, a su expresión. A pesar de su tendencia a la misantropía, la heredera de la fortuna del aclamado político, filósofo y militar Antoine Destutt de Tracy, había desarrollado una capacidad para estudiar a la gente, que pese de sus esfuerzos, el impulso que la obligaba a desconfiar, a analizar desde afuera, como una observadora ajena a las situaciones, era casi imposible de detener, y así era como se veía concentrada en Ciro –le molestaba pensarlo con un simple nombre, aunque ese simple nombre denotaba la fuerte e inolvidable personalidad de su poseedor-, con su mirada intensa posada en cada gesto, en cada ademán, en la degustación de ese discurso que le enriquecía el intelecto y le cultivaba el pensamiento. Era obvio el descaro con que lo observaba, y se dijo a sí misma, que le importaba un ardite, con la escasa iluminación, en la penumbra de ese íntimo habitáculo, la impunidad se hacía un festín. De pronto, ese desconocido, logró dejarla sin palabras.
—b]Admito que su conocimiento sobre la cultura griega es muy vasto, pocas han sido las ocasiones en que me he topado con personas que sepan tanto de ella. Hay quienes están más interesados por resolver asuntos de índole contemporáneo, que remitirse a las raíces de la cultura occidental, que tanto le debe a los grandes filósofos y literatos de la Grecia Antigua[/b]—habló sin afán de adulación. Como siempre, Bárbara fue mesurada y correcta a la hora de replicar, hasta logró cuidarse de no devolverle directamente la mirada, aunque era inevitable no posarse en aquellos ojos fríos y calculadores. La joven se dijo que, aunque dedicara su vida en tal misión, jamás lograría averiguar las intenciones del caballero. —Si bien usted está en lo correcto, me permito tomar cierta defensa por una obra que, lamentablemente —y puso énfasis en ésta última palabra—, ya ha perdido cierto interés —en clara alusión a que la atención sobre la representación se había desviado a un diálogo—, pero la interpretación de los actores me parece emocional y correcta, y aunque he tenido la suerte de ver espectáculos de mejor calidad, creo que éstos profesional han conseguido atrapar a un público muy exigente, como lo es el francés (aunque muchos juzguen a mis compatriotas como mundanos), diría que aún más exigente que el inglés —conocidos por su perfeccionismo acérrimo. Sabía que la frase podía volverse en su contra, ya que tanto ella como Ciro, o por lo menos ella, había perdido el hilo de “Zenobia”.
De pronto, se percató en que había entablado un diálogo con un completo desconocido, un completo desconocido del sexo opuesto, un completo desconocido del sexo opuesto del cual conocía sólo su nombre, del cual jamás había escuchado, y del cual no tenía un mísero antecedente. Rogó que la razón no la abandonara, aunque le fue inevitable, que esa veta de su construcción psicológica, se empecinara en tomar forma, y terminara aflorando. Y de esa manera, Bárbara se veía a junto a otra persona, como si de una representación teatral se tratase, y no se reconocía. No reconocía a esa muchacha que a pesar de ser circunspecta, se manejaba con soltura frente a su mayor temor. La madurez que Bárbara había alcanzado, la había ayudado a comprender que su miedo al sexo masculino, se debía a que detestaba la mirada ajena, veía en ello, a quien le había arruinado la vida. A pesar de la incomodidad con que había iniciado el diálogo con Ciro, había terminado serenándose y encontrándose en ese espacio, sin embargo, no se quitaba la idea de que era él el causante, de que era él quien la arrastraba, se negaba a aceptar su propio mérito en todo aquello. ¿Por qué no podía parecer una mujer interesante? A lo mejor, el caballero , sólo quería departir, y veía en ella alguien con quien hacerlo. Debía dejar la paranoia, una vez más…
—Espero no juzgue inapropiado mi comentario —se apresuró a aclarar— Aquí el avezado en la materia es usted, Ciro, yo soy una simple espectadora. Lejos estoy de ser una crítica teatral —finalizó, sin falsa modestia.
Abrió su abanico, lamentando la rotura del mismo, aunque eso no le había quitado belleza a la pieza. La suave y fresca brisa que le acariciaba el rostro, la garganta, y la base del cuello, le hicieron percatarse de que sus mejillas se habían acalorado, pensó, con pesar, que debía verse terrible con los carrillos enrojecidos. Frívola sí, en ocasiones muy segura de sí misma, se preocupada en extremo por su imagen, era casi una obsesiva de ello, su perfeccionismo se esparcía por cada gota se su sangre, por cada extremo de su cuerpo. Aunque se vio tentada de llamar a una de las criadas para que le ayudara a mejorar su aspecto, lo descartó por completo, las doncellas, nunca estaban cuando se las necesitaba realmente. Y no dependería de dos muchachas cualquiera, por más que las apreciara, eso lo daba por hecho.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Zenobia [Privado]
No esperaba que una simple humana fuera a comprender la realidad implícita tras mis palabras, los siglos de creaciones literarias que reutilizaban una base común que yo conocía y que lograba su objetivo de impresionar en el público suficientemente inculto para ignorar sus orígenes, la farsa imitación y reutilización de otras obras que suponía aquella: Zenobia. No lo esperaba, y mucho menos cuando esa humana era la tal Bárbara.
Todo en su aspecto olía a una representación teatral, desde la manera de su pelo de estar atado en su cabeza de una manera acorde a la moda del período hasta la caída de la tela de su vestido por su cuerpo, que no necesitaba demasiada exposición para mostrarse escultural; toda ella era como un escenario en el que cada detalle estaba estudiado hasta la saciedad con el objeto de despertar exactamente las reacciones que ella buscaba crear: respeto, seguramente; lejanía, quizá; elegancia, sin duda. El problema era que a mí no me despertaba exactamente esa clase de impresiones.
Siempre me había caracterizado por tener un gusto diferente –y superior, aunque eso huelga decirlo– al de los demás; siempre había sido alguien que no se podía encajar exactamente en ningún tipo de generalización porque mi manera de ser único no permitía compartir todas mis características con un grupo predeterminado, y por eso cuando alguien quería causar en mí un efecto en particular solía causarme exactamente el contrario... y eso pasaba con Bárbara.
Si quería provocar una observación platónica, lejana e ideal de ella en la que sólo se realzaran atributos de mujer totalmente acorde a su época, iba de cráneo con alguien que veía sus formas exuberantes, sus ojos azules que casi brillaban en la oscuridad, su piel dorada, sus labios rojos, su pelo oscuro. Si quería provocar que la admiraran como a la reliquia que yace en un museo, sin tocarla, conmigo veía exactamente lo contrario, porque tocarla era exactamente lo que más me apetecía... Y no era mi culpa, sino suya.
Suya por su sangre, por tener ese olor tan apetitoso en un cuerpo tan escultural, por mostrarse tan difícil y distante que conseguía no que le siguiera el juego, sino que quisiera llevarlo a mi terreno; suya, en fin, por ser Bárbara y por ser exactamente tal como se mostraba de sensual, sin quererlo siquiera seguramente, ya que no era esa la impresión que daba, la de una sensualidad estudiada hasta el último detalle, sino que más bien la suya era una sensualidad reprimida bajo la capa de mujer correcta que quería mostrar... Y a mí me encantaba romper esa clase de máscaras.
– Estar versado en las culturas que ahora se llaman clásicas no es un privilegio, a mi parecer, sino un deber que se descuida por un interés en lo actual que borra la importancia de lo pasado. A fin de cuentas, sin lo de entonces no habría podido ser lo de ahora, y esta era es deudora de la antigua en más aspectos de los que probablemente se le puedan ocurrir sin pensárselo demasiado a alguien, así que considero que ese desdén por lo heleno no es sino fruto de la ignorancia más vil. – repliqué, encogiéndome de hombros y quitando importancia a mis palabras sin, al mismo tiempo, restarles valor en su significado.
Aquello, que en sus labios había sido un halago, no era más que una realidad, una muestra de que evidentemente y por motivos obvios estaba versado en la cultura en la que había vivido y que en tantas cosas me parecía superior a la cultura que nos había permitido a Bárbara y a mí coincidir y no solamente eso, sino también ponerla bajo el foco de mi atención, de tal manera que si alguna vez había sido lo suficientemente idiota para querer librarse de mi presencia, ahora lo tendría aún más claro dado que no lo haría.
En cualquier caso, que se aferrara a la defensa de una obra vulgarmente copiada como lo era Zenobia me defraudaba, y que finalizara su alegato con una justificación tan triste como lo era aquella disculpa me hizo alzar una ceja por lo osado, si se juzgaba con los prismas de la época que compartíamos, que era aquella clase de comentario por parte de alguien que ni siquiera entendía lo suficiente de teatro... o, al menos, del teatro histórico que había dado como fruto aquel.
– La interpretación de los actores es superficial, frívola y barata. Buscan que los espectadores sientan empatía por los personajes que interpretan a través de hacerlos exagerados, con una moral muy básica que sólo admite lo bueno y lo malo, lo blanco y lo negro sin grises intermedios. Obvian si en algún momento estos personajes han tenido profundidad de cualquier tipo para convertirlos simplemente en figurines subordinados a una historia, cuando debería ser al contrario: la historia debería estar subordinada a los personajes. Así es como ha sido siempre, a fin de cuentas. – añadí, medio sonriendo y buscando con mis palabras provocarla, que abandonara la corrección para abrazar la pasión, que despertara.
En cualquier caso, y fueran cuales fuesen mis intenciones, había sido sincero. La historia era la creación de los seres, y no al contrario, y de esa masa de seres que conformaban las sociedades siempre había uno, al menos, que destacaba sobre los demás... Y aquel siempre solía ser yo, desde que había aparecido en el mundo hasta el momento en el que me encontraba, en una sociedad hipócrita y débil que debía aprender más de la Esparta de mi humanidad si es que quería avanzar algo, aunque dudaba que aquel fuera su objetivo al ver cómo se afanaban en actitudes infantiles y estúpidas.
La obra estaba ya cerca de su clímax, y sin embargo ni mi acompañante ni yo le prestábamos ya atención. Estábamos mucho más interesados en la conversación que de manera aparentemente accidental habíamos entablado que en la farsa de unos actorzuelos sobre un escenario de madera y que sólo servía para satisfacer los gustos de gente que se conformaba con apenas nada... patético, algo que para suerte de mi acompañante yo no era y la salvaría de aquel tedio.
– Yo no calificaría vuestro comentario de inapropiado, chérie. Como mucho de atrevido, pero eso únicamente si desconociera el significado auténtico de esa palabra, así que simplemente lo llamaré desafortunado. – finalicé, apoyándome sobre uno de los reposabrazos de la butaca y acercándome, de aquella manera, más a Bárbara, aunque no de una manera en la que la tocaba, sino que aún ciertamente distante.
La ironía de mis palabras respecto a mis actos recayó en mi mirada, que abandonado todo el pudor (falso) que había estado exhibiendo de manera más o menos fiel al significado de la palabra se tornó verdaderamente atrevida, descarada, quizá invasiva sobre la de ella, como si buscara invadir el territorio de su mente y no escatimara en recursos para hacerlo. Aquello sí que fue atrevido, y no su comentario de antes, que era un aprendiz al lado de alguien que no había llegado nunca a tener pudor.
Todo en su aspecto olía a una representación teatral, desde la manera de su pelo de estar atado en su cabeza de una manera acorde a la moda del período hasta la caída de la tela de su vestido por su cuerpo, que no necesitaba demasiada exposición para mostrarse escultural; toda ella era como un escenario en el que cada detalle estaba estudiado hasta la saciedad con el objeto de despertar exactamente las reacciones que ella buscaba crear: respeto, seguramente; lejanía, quizá; elegancia, sin duda. El problema era que a mí no me despertaba exactamente esa clase de impresiones.
Siempre me había caracterizado por tener un gusto diferente –y superior, aunque eso huelga decirlo– al de los demás; siempre había sido alguien que no se podía encajar exactamente en ningún tipo de generalización porque mi manera de ser único no permitía compartir todas mis características con un grupo predeterminado, y por eso cuando alguien quería causar en mí un efecto en particular solía causarme exactamente el contrario... y eso pasaba con Bárbara.
Si quería provocar una observación platónica, lejana e ideal de ella en la que sólo se realzaran atributos de mujer totalmente acorde a su época, iba de cráneo con alguien que veía sus formas exuberantes, sus ojos azules que casi brillaban en la oscuridad, su piel dorada, sus labios rojos, su pelo oscuro. Si quería provocar que la admiraran como a la reliquia que yace en un museo, sin tocarla, conmigo veía exactamente lo contrario, porque tocarla era exactamente lo que más me apetecía... Y no era mi culpa, sino suya.
Suya por su sangre, por tener ese olor tan apetitoso en un cuerpo tan escultural, por mostrarse tan difícil y distante que conseguía no que le siguiera el juego, sino que quisiera llevarlo a mi terreno; suya, en fin, por ser Bárbara y por ser exactamente tal como se mostraba de sensual, sin quererlo siquiera seguramente, ya que no era esa la impresión que daba, la de una sensualidad estudiada hasta el último detalle, sino que más bien la suya era una sensualidad reprimida bajo la capa de mujer correcta que quería mostrar... Y a mí me encantaba romper esa clase de máscaras.
– Estar versado en las culturas que ahora se llaman clásicas no es un privilegio, a mi parecer, sino un deber que se descuida por un interés en lo actual que borra la importancia de lo pasado. A fin de cuentas, sin lo de entonces no habría podido ser lo de ahora, y esta era es deudora de la antigua en más aspectos de los que probablemente se le puedan ocurrir sin pensárselo demasiado a alguien, así que considero que ese desdén por lo heleno no es sino fruto de la ignorancia más vil. – repliqué, encogiéndome de hombros y quitando importancia a mis palabras sin, al mismo tiempo, restarles valor en su significado.
Aquello, que en sus labios había sido un halago, no era más que una realidad, una muestra de que evidentemente y por motivos obvios estaba versado en la cultura en la que había vivido y que en tantas cosas me parecía superior a la cultura que nos había permitido a Bárbara y a mí coincidir y no solamente eso, sino también ponerla bajo el foco de mi atención, de tal manera que si alguna vez había sido lo suficientemente idiota para querer librarse de mi presencia, ahora lo tendría aún más claro dado que no lo haría.
En cualquier caso, que se aferrara a la defensa de una obra vulgarmente copiada como lo era Zenobia me defraudaba, y que finalizara su alegato con una justificación tan triste como lo era aquella disculpa me hizo alzar una ceja por lo osado, si se juzgaba con los prismas de la época que compartíamos, que era aquella clase de comentario por parte de alguien que ni siquiera entendía lo suficiente de teatro... o, al menos, del teatro histórico que había dado como fruto aquel.
– La interpretación de los actores es superficial, frívola y barata. Buscan que los espectadores sientan empatía por los personajes que interpretan a través de hacerlos exagerados, con una moral muy básica que sólo admite lo bueno y lo malo, lo blanco y lo negro sin grises intermedios. Obvian si en algún momento estos personajes han tenido profundidad de cualquier tipo para convertirlos simplemente en figurines subordinados a una historia, cuando debería ser al contrario: la historia debería estar subordinada a los personajes. Así es como ha sido siempre, a fin de cuentas. – añadí, medio sonriendo y buscando con mis palabras provocarla, que abandonara la corrección para abrazar la pasión, que despertara.
En cualquier caso, y fueran cuales fuesen mis intenciones, había sido sincero. La historia era la creación de los seres, y no al contrario, y de esa masa de seres que conformaban las sociedades siempre había uno, al menos, que destacaba sobre los demás... Y aquel siempre solía ser yo, desde que había aparecido en el mundo hasta el momento en el que me encontraba, en una sociedad hipócrita y débil que debía aprender más de la Esparta de mi humanidad si es que quería avanzar algo, aunque dudaba que aquel fuera su objetivo al ver cómo se afanaban en actitudes infantiles y estúpidas.
La obra estaba ya cerca de su clímax, y sin embargo ni mi acompañante ni yo le prestábamos ya atención. Estábamos mucho más interesados en la conversación que de manera aparentemente accidental habíamos entablado que en la farsa de unos actorzuelos sobre un escenario de madera y que sólo servía para satisfacer los gustos de gente que se conformaba con apenas nada... patético, algo que para suerte de mi acompañante yo no era y la salvaría de aquel tedio.
– Yo no calificaría vuestro comentario de inapropiado, chérie. Como mucho de atrevido, pero eso únicamente si desconociera el significado auténtico de esa palabra, así que simplemente lo llamaré desafortunado. – finalicé, apoyándome sobre uno de los reposabrazos de la butaca y acercándome, de aquella manera, más a Bárbara, aunque no de una manera en la que la tocaba, sino que aún ciertamente distante.
La ironía de mis palabras respecto a mis actos recayó en mi mirada, que abandonado todo el pudor (falso) que había estado exhibiendo de manera más o menos fiel al significado de la palabra se tornó verdaderamente atrevida, descarada, quizá invasiva sobre la de ella, como si buscara invadir el territorio de su mente y no escatimara en recursos para hacerlo. Aquello sí que fue atrevido, y no su comentario de antes, que era un aprendiz al lado de alguien que no había llegado nunca a tener pudor.
Invitado- Invitado
Re: Zenobia [Privado]
Lo había escuchado sin inmutarse, aunque por dentro bullía en la desesperación de demostrarle que ella no era ninguna ignorante. Desde que sus miradas se habían cruzado por primera vez, una lucha interna se descarnaba dentro de ella, dos frentes, como alguna de las batallas de los macedonios a cargo de Alejandro contra los persas del rey Ciro; su deseo de alejarse y su deseo de acercarse. Si bien el hombre ya no la intimidaba, algo en el brillo perspicaz de sus ojos, le decía que tuviera cuidado, que no se dejara arrastrar por la forma en que hablaba o por sus modos masculinos, aunque no era, claramente, un lord inglés, había un aire épico a su alrededor que lo volvía tan terrenal como etéreo. No parecía una criatura real, y al mismo tiempo parecía tan de carne y hueso como ella misma. Pensó que se debía a su personalidad, a la seguridad innata que emanaba. Lo tenía todo calculado, analizó que ese hombre no actuaba ni decía nada sin pensarlo, que todo estaba cavilado en detalle y de manera fría, no le gustaban las sorpresas. Lo admiró, aunque también, le temió. Era la clase de persona con las cuales evitaba compartir, puesto que tenía la sensación de que llegarían al fondo de su alma, a esos rincones que ella se empecinaba en ensombrecer y encadenar, para que nadie tuviera acceso. Sin embargo, él tenía un modo extraño de relacionarse, la charla era superficial, no tocaban temas íntimos, pero Bárbara podía jurar que Ciro penetraba en su cabeza, que inquiría e inspeccionaba su mente, y no era la mera paranoia inicial, era algo tan inexplicable que aunque quisiera descartarlo, no lo conseguiría, aunque quisiera restarle importancia, no lo lograría.
—Si vamos a hablar de originalidad, ¿cuál relato lo es? —no se imaginó que le costaría tanto esfuerzo seguir hablando —La leyenda de Rómulo y Remo es un mero mito, además, un anacronismo histórico enorme, los mitos han regido las culturas para darles a las personas algo en qué creer, para justificar las acciones del poder, para crear identidades de cada pueblo, de cada nación, de cada estado. No hay nada malo en absorber las actuaciones, aquí las personas vienen a mero divertimento, a interactuar con sus pares, a cortejar a damas casamenteras, a cerrar tratos. Obsérvelos —miró rápidamente hacia la sala, para luego volver a su acompañante, que se había acercado, invadiendo ese límite espacial que la joven ponía entre todos aquellos que la rodeaban y ella misma. Se hubiera hecho hacia atrás si no hubiera tenido el respaldar de la silla atenazándole la espalda—, ¿cuántos de ellos realizan un verdadero y profundo análisis de lo que está frente a sus narices? —cerró el abanico y lo depositó en sus piernas al tiempo que pensaba que alguien debía ser feliz— Sólo nosotros dos. Si, sólo nosotros estamos con nuestra atención alejada del escenario —alzó una ceja casi automáticamente, negó con su cabeza y esbozó lo más parecido a una sonrisa que podía dibujarse en sus labios — Le daré la derecha. La actuación no es nada buena, si no, nos hubiéramos distraído en la charla.
Las luces bajaron casi por completo, y hasta los mismos actores quedaron sorprendidos. La oscuridad se había cernido sobre el opulento teatro y comenzaba a despertar murmuraciones en los espectadores cuando notaron que habían detenido la actuación. No formaba parte de la puesta en escena, seguramente un desperfecto sería el que estaba provocando aquello. Una verdadera vergüenza que ante tanto despilfarro de publicidad que hicieron en los días anteriores, y el día del estreno de la obra, ocurriera aquello. Agradeció que rápidamente sus doncellas entraran al palco y no la dejaran sola en la penumbra. Murmuró una disculpa y salió rápidamente al corredor escoltada por las dos jóvenes. Una de ellas se apuró a traerle una copa de vino. Champagne, exigió, pero le comentó que ya no había. Otra irregularidad más, bebería el vino, sentía los labios secos y la garganta rasposa. Había tomado consciencia del estado en que el caballero —si así podía llamársele— la había puesto. No podía dilucidar claramente las razones, y ante eso, nada podía hacer, salvo volver a ser Bárbara Destutt de Tracy y recubrirse nuevamente en su coraza. Un hombre alto y muy elegante se acercó y le informó sobre el inconveniente en la iluminación, que debía volver a su sitio para evitar algún problema o malentendido, ya que temían por la seguridad de los presentes. La muchacha pensó que eso no debería decírselo a cualquiera, puesto que podía generar un terror general y el caos comenzaría a reinar, la gente saldría corriendo despavorida, y, lo peor, por nada, sólo por los decires desatinados del encargado. Agradeció el gesto y se dispuso a volver al palco. La idea de seguir junto a Ciro no era de su agrado, pero nada podía hacer para evitarlo. Las dos señoritas la ayudaron a acomodar su aspecto, y tras un largo suspiro, corrió el cortinado y regresó.
Realmente no sabía cómo manejarse. Si sentarse e intentar seguir con la conversación o quedarse callada. Optó por la segunda opción y se sentó en su silla, acomodando su vestido para que mantuviera la forma. Desde abajo y desde los costados le llegaban las risas y las conversaciones. ¡Cómo la agotaba aquel ajetreo! En su niñez habría disfrutado mucho de ese tipo de veladas, y más cuando un fenómeno generaba cierto revuelo. Evocó fugazmente el escándalo en el cumpleaños de una tía abuela cuando encontraron al esposo de ésta besándose en el estudio con una joven viuda. Había sido la comidilla de los salones toda la temporada. No anhelaba aquellos tiempos, pero anhelaba la frescura de la inocencia. Había logrado dejar de prestar atención a Ciro, y aunque era sumamente consciente de su presencia, el cambio de aire le había sentado, le había devuelto las defensas. De pronto, la oscuridad fue total, ni siquiera aquellos pocos centros de luz habían logrado mantenerse, y la multitud acalló por unos minutos. Seguramente estaban haciendo lo que ella, intentando distinguir alguna figura y esperando que alguien diera una explicación coherente al respecto. A los pocos segundos, muy pocas luces volvieron, y amenazaban con volver a apagarse. Un señor regordete se hizo presente en el escenario y pidió disculpas y paciencia, y luego se retiró, algo abucheado por algunos espectadores ubicados en el paraíso. Una doncella entró con paso vacilante y le entregó una copa de vino, se retiró rápidamente. Bárbara se preguntó si Ciro era una especie de adivino, ya que vaticinó la —evidente— mediocridad de la obra y, aunque no con esas palabras, había hecho los comentarios apropiados sobre el vino que reposaba en la copa que estaba entre sus dedos. El cuerpo del mismo era suave y consistente, y su aroma era intenso y su gusto algo dulce, se notaba que le faltaba añejamiento. Seguía prefiriendo el champagne, a pesar del maravilloso tónico, se lo diría a su acompañante con el afán de disgustarlo, pero rápidamente reflexionó que no era la clase de persona con la cual quería tener una entredicho. Esperaba que el hombre se hubiera cansado de su timbre de voz y optara por el silencio, que no le dirigiera más la palabra, que dejara de mirarla con aquel desparpajo que le cortaba la respiración y la hacía revivir aquellas imágenes tormentosas que la habían marcado como un carimbo a los esclavos. Sin dudas, ella era la sierva de aquellos recuerdos.
—Si vamos a hablar de originalidad, ¿cuál relato lo es? —no se imaginó que le costaría tanto esfuerzo seguir hablando —La leyenda de Rómulo y Remo es un mero mito, además, un anacronismo histórico enorme, los mitos han regido las culturas para darles a las personas algo en qué creer, para justificar las acciones del poder, para crear identidades de cada pueblo, de cada nación, de cada estado. No hay nada malo en absorber las actuaciones, aquí las personas vienen a mero divertimento, a interactuar con sus pares, a cortejar a damas casamenteras, a cerrar tratos. Obsérvelos —miró rápidamente hacia la sala, para luego volver a su acompañante, que se había acercado, invadiendo ese límite espacial que la joven ponía entre todos aquellos que la rodeaban y ella misma. Se hubiera hecho hacia atrás si no hubiera tenido el respaldar de la silla atenazándole la espalda—, ¿cuántos de ellos realizan un verdadero y profundo análisis de lo que está frente a sus narices? —cerró el abanico y lo depositó en sus piernas al tiempo que pensaba que alguien debía ser feliz— Sólo nosotros dos. Si, sólo nosotros estamos con nuestra atención alejada del escenario —alzó una ceja casi automáticamente, negó con su cabeza y esbozó lo más parecido a una sonrisa que podía dibujarse en sus labios — Le daré la derecha. La actuación no es nada buena, si no, nos hubiéramos distraído en la charla.
Las luces bajaron casi por completo, y hasta los mismos actores quedaron sorprendidos. La oscuridad se había cernido sobre el opulento teatro y comenzaba a despertar murmuraciones en los espectadores cuando notaron que habían detenido la actuación. No formaba parte de la puesta en escena, seguramente un desperfecto sería el que estaba provocando aquello. Una verdadera vergüenza que ante tanto despilfarro de publicidad que hicieron en los días anteriores, y el día del estreno de la obra, ocurriera aquello. Agradeció que rápidamente sus doncellas entraran al palco y no la dejaran sola en la penumbra. Murmuró una disculpa y salió rápidamente al corredor escoltada por las dos jóvenes. Una de ellas se apuró a traerle una copa de vino. Champagne, exigió, pero le comentó que ya no había. Otra irregularidad más, bebería el vino, sentía los labios secos y la garganta rasposa. Había tomado consciencia del estado en que el caballero —si así podía llamársele— la había puesto. No podía dilucidar claramente las razones, y ante eso, nada podía hacer, salvo volver a ser Bárbara Destutt de Tracy y recubrirse nuevamente en su coraza. Un hombre alto y muy elegante se acercó y le informó sobre el inconveniente en la iluminación, que debía volver a su sitio para evitar algún problema o malentendido, ya que temían por la seguridad de los presentes. La muchacha pensó que eso no debería decírselo a cualquiera, puesto que podía generar un terror general y el caos comenzaría a reinar, la gente saldría corriendo despavorida, y, lo peor, por nada, sólo por los decires desatinados del encargado. Agradeció el gesto y se dispuso a volver al palco. La idea de seguir junto a Ciro no era de su agrado, pero nada podía hacer para evitarlo. Las dos señoritas la ayudaron a acomodar su aspecto, y tras un largo suspiro, corrió el cortinado y regresó.
Realmente no sabía cómo manejarse. Si sentarse e intentar seguir con la conversación o quedarse callada. Optó por la segunda opción y se sentó en su silla, acomodando su vestido para que mantuviera la forma. Desde abajo y desde los costados le llegaban las risas y las conversaciones. ¡Cómo la agotaba aquel ajetreo! En su niñez habría disfrutado mucho de ese tipo de veladas, y más cuando un fenómeno generaba cierto revuelo. Evocó fugazmente el escándalo en el cumpleaños de una tía abuela cuando encontraron al esposo de ésta besándose en el estudio con una joven viuda. Había sido la comidilla de los salones toda la temporada. No anhelaba aquellos tiempos, pero anhelaba la frescura de la inocencia. Había logrado dejar de prestar atención a Ciro, y aunque era sumamente consciente de su presencia, el cambio de aire le había sentado, le había devuelto las defensas. De pronto, la oscuridad fue total, ni siquiera aquellos pocos centros de luz habían logrado mantenerse, y la multitud acalló por unos minutos. Seguramente estaban haciendo lo que ella, intentando distinguir alguna figura y esperando que alguien diera una explicación coherente al respecto. A los pocos segundos, muy pocas luces volvieron, y amenazaban con volver a apagarse. Un señor regordete se hizo presente en el escenario y pidió disculpas y paciencia, y luego se retiró, algo abucheado por algunos espectadores ubicados en el paraíso. Una doncella entró con paso vacilante y le entregó una copa de vino, se retiró rápidamente. Bárbara se preguntó si Ciro era una especie de adivino, ya que vaticinó la —evidente— mediocridad de la obra y, aunque no con esas palabras, había hecho los comentarios apropiados sobre el vino que reposaba en la copa que estaba entre sus dedos. El cuerpo del mismo era suave y consistente, y su aroma era intenso y su gusto algo dulce, se notaba que le faltaba añejamiento. Seguía prefiriendo el champagne, a pesar del maravilloso tónico, se lo diría a su acompañante con el afán de disgustarlo, pero rápidamente reflexionó que no era la clase de persona con la cual quería tener una entredicho. Esperaba que el hombre se hubiera cansado de su timbre de voz y optara por el silencio, que no le dirigiera más la palabra, que dejara de mirarla con aquel desparpajo que le cortaba la respiración y la hacía revivir aquellas imágenes tormentosas que la habían marcado como un carimbo a los esclavos. Sin dudas, ella era la sierva de aquellos recuerdos.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Zenobia [Privado]
Era evidente que ella tenía mucho que aprender de la vida, que su juventud era tal comparada con mi amplísima experiencia que sus vivencias no habían hecho más que empezar y que no tenía nada de lo que enorgullecerse, en ese sentido, sino que debería envidiarme a mí por ser el maestro a cuyo nivel ella nunca negaría. Eso era lo que debería hacer, claro, pero en lugar de seguir la evidentemente correcta senda que yo representaba su osadía era tal que iba a seguir una vía distinta. Interesante...
Entorné los ojos, sin replicar a su comentario, ni siquiera cuando las luces se apagaron y sumieron al teatro en la más absoluta oscuridad. Aquello, que era fruto de la más pura casualidad, parecía casi una consecuencia de mi sentencia anterior acerca de lo mala que era la obra, y ¿quién era yo para decir que no lo era? Como todos los que había a mi alrededor, paletos ansiosos de que les diera mi aprobación, la misma obra había mutado hasta un nuevo nivel de patetismo para ajustarse lo más posible a las palabras de su único dios, yo.
Nadie en el teatro podía soportar mi presencia sin sentir el deseo de humillarse o sin que hubiera consecuencias, eso lo tenía más que claro porque era la tónica que llevaba acompañándome desde que era un simple humano... aunque ni de humano había sido simple, sino todo lo contrario. ¿Quién osa llamar a Pausanias el grande simple? Alguien ignorante, que no conozca las gestas clásicas, ni tampoco el nombre de los generales que llevaron hasta su punto de mayor brillantez a la potencia militar más importante de la historia de los humanos: Esparta.
Aquellas experiencias humanas me habían forjado de manera brillante, tanto que incluso en el vampirismo arrastraba la gloria que había acuñado siendo humano, pero me la había ganado porque me la merecía, así que no iba a ignorarla ni a fingir una falsa modestia diciendo que la sumisión de todos los que se me acercaban no era lo que correspondía... Sí lo era, y ni siquiera la mujer que me acompañaba era una excepción.
Mi presencia alteró tanto a Bárbara Destutt de Tracy que se vio obligada a abandonar la habitación, lo cual me hizo medio sonreír y adelantarme en mi asiento, de tal manera que apoyé los codos sobre los muslos y la barbilla sobre las manos entrelazadas, con la vista clavada en la muchedumbre. Por descontado, mi vista vampírica estaba tan agudizada que pese a la oscuridad veía la mayoría de las cosas que se escapaban de las percepciones del común de los mortales, y eso me divertía, porque es cuando creen que nadie los ve cuando los humanos se muestran tal y como son, sin recatos ni convenciones.
Algunos estaban asustados, intuían la presencia de alguna criatura de la noche o tal vez sus traumas tomaban fuerza y los obligaba a ponerse nerviosos y a hacer movimientos espasmódicos que trataban de disimular para no llamar la atención; otros, por el contrario, exigían saber qué pasaba, trataban de imponerse a los demás con total egoísmo y tratando la oscuridad como una coyuntura favorable, igual que si el dominio fuera en negocio. Tampoco podía olvidar a los típicos amantes descarados que, en esas circunstancias, daban rienda suelta a su pasión; esos eran, sin duda alguna, los más entretenidos de todos, que sin excepción tenían algo que ocultar.
Medio sonreí, totalmente divertido por aquella muestra desnuda de la naturaleza humana que trataban de ocultar, y aún más cuando unas tenues luces se encendieron. No presté especial atención al momento en el que mi acompañante volvió a hacerme compañía, puesto que estaba ocupado examinando, como el rey que nunca había dejado de ser, a aquel hormiguero rabioso y lleno de vida que eran los asistentes al teatro, no tan diferentes de la clase baja a la que sus pertenencias y posesiones les habían impedido descender.
Ah, los humanos... Tan patéticos y tan necesarios. Tenían su encanto, eso tenía que reconocerlo, pero sólo lo hacía uno de cada muchos que merecían la muerte porque no valían absolutamente nada, y encontrar esas gemas que brillaban con una intensidad algo mayor que la del resto, aunque siempre mucho más mustia que la mía, era una tarea que requería una increíble atención a los más pequeños detalles, como la que yo siempre ponía en práctica con todo el mundo, incluida Bárbara.
Por eso sabía que mi presencia la alteraba y la incomodaba; por eso, y porque esa era la reacción normal en un humano que no se deja someter fácilmente cuando se encuentran con un poder superior que, obviamente, tiene la capacidad de hacerlo sin pestañear ni despeinarse. Ella, por mucho que en ciertos aspectos pudiera parecer alguien excepcional, y por mucho que quizá lo fuera, también tenía ese algo tan profundamente humano que la igualaba a los demás, así que no me sorprendía su actitud en absoluto.
– Cierto. El ser humano tiende a asimilar las culturas anteriores a la suya para enriquecer la que trata de crear, pero en su enorme osadía trata de encumbrar como propia a la que no es sino una copia modificada de lo anterior, casi un calco. La originalidad dejó de existir hace siglos, mademoiselle; todo es una copia de una copia de una copia, y se pierde el mérito cuando ni siquiera se sabe qué es el origen de lo que se maneja a diario porque se piensa como propio. – comenté, sin mirarla a ella directamente porque aún tenía los ojos clavados en el patio de butacas, debajo de mí, pero retomando la conversación que habíamos estado teniendo antes de la infortunada pausa en la que ella se había ido.
Mantenía mi posición pensativa, parecida a la de los antiguos filósofos cuando se dedicaban a la contemplación de sus mundos ideales y a tratar de descubrir el porqué del mundo y de las cosas que les rodeaban. Ellos absorbían de otras culturas, sí, ese proceso de evolución se había dado desde tiempos inmemoriales, pero habían sabido hacer de lo aprendido algo diferente, original, y esa capacidad se perdió cuando el último habitante del Imperio Romano murió y, con él, la esencia de una institución cada vez más corrompida y alejada de lo que buscaba en origen.
– Se recurre a los mitos para explicar lo que no se comprende. Se busca una explicación sobrenatural para algo que, en la mayor parte de las veces, tiene un origen natural. El problema viene cuando, como os he dicho, se asimila lo que no pertenece a uno y se cree que es algo propio. Ahí es donde se produce el anacronismo, porque algo que tenía sentido en un momento determinado deja de tenerlo cuando se cambia su contexto. Eso es exactamente lo que pasa con esta obra, al menos a las mentes aventajadas que somos capaces de ver los puntos en los que flaquea, no necesariamente en su mediocre puesta en escena. – añadí, y fue entonces cuando la miré.
Como antes, no hubo ni un ápice de recato en mi mirada. Abandoné la posición contemplativa y apoyé la espalda en el respaldo de la silla, totalmente recto e incluso regio, pero al mismo tiempo con la atención puesta en ella y su réplica. A falta de una obra a la que criticar, siempre podía servir para lo mismo una conversación con una humana que, pese a estar afectada por los mismos defectos que el resto, al menos no era tan intelectualmente estúpida como para no ser capaz de intuir algo que a mí me resultaba meridianamente claro.
Entorné los ojos, sin replicar a su comentario, ni siquiera cuando las luces se apagaron y sumieron al teatro en la más absoluta oscuridad. Aquello, que era fruto de la más pura casualidad, parecía casi una consecuencia de mi sentencia anterior acerca de lo mala que era la obra, y ¿quién era yo para decir que no lo era? Como todos los que había a mi alrededor, paletos ansiosos de que les diera mi aprobación, la misma obra había mutado hasta un nuevo nivel de patetismo para ajustarse lo más posible a las palabras de su único dios, yo.
Nadie en el teatro podía soportar mi presencia sin sentir el deseo de humillarse o sin que hubiera consecuencias, eso lo tenía más que claro porque era la tónica que llevaba acompañándome desde que era un simple humano... aunque ni de humano había sido simple, sino todo lo contrario. ¿Quién osa llamar a Pausanias el grande simple? Alguien ignorante, que no conozca las gestas clásicas, ni tampoco el nombre de los generales que llevaron hasta su punto de mayor brillantez a la potencia militar más importante de la historia de los humanos: Esparta.
Aquellas experiencias humanas me habían forjado de manera brillante, tanto que incluso en el vampirismo arrastraba la gloria que había acuñado siendo humano, pero me la había ganado porque me la merecía, así que no iba a ignorarla ni a fingir una falsa modestia diciendo que la sumisión de todos los que se me acercaban no era lo que correspondía... Sí lo era, y ni siquiera la mujer que me acompañaba era una excepción.
Mi presencia alteró tanto a Bárbara Destutt de Tracy que se vio obligada a abandonar la habitación, lo cual me hizo medio sonreír y adelantarme en mi asiento, de tal manera que apoyé los codos sobre los muslos y la barbilla sobre las manos entrelazadas, con la vista clavada en la muchedumbre. Por descontado, mi vista vampírica estaba tan agudizada que pese a la oscuridad veía la mayoría de las cosas que se escapaban de las percepciones del común de los mortales, y eso me divertía, porque es cuando creen que nadie los ve cuando los humanos se muestran tal y como son, sin recatos ni convenciones.
Algunos estaban asustados, intuían la presencia de alguna criatura de la noche o tal vez sus traumas tomaban fuerza y los obligaba a ponerse nerviosos y a hacer movimientos espasmódicos que trataban de disimular para no llamar la atención; otros, por el contrario, exigían saber qué pasaba, trataban de imponerse a los demás con total egoísmo y tratando la oscuridad como una coyuntura favorable, igual que si el dominio fuera en negocio. Tampoco podía olvidar a los típicos amantes descarados que, en esas circunstancias, daban rienda suelta a su pasión; esos eran, sin duda alguna, los más entretenidos de todos, que sin excepción tenían algo que ocultar.
Medio sonreí, totalmente divertido por aquella muestra desnuda de la naturaleza humana que trataban de ocultar, y aún más cuando unas tenues luces se encendieron. No presté especial atención al momento en el que mi acompañante volvió a hacerme compañía, puesto que estaba ocupado examinando, como el rey que nunca había dejado de ser, a aquel hormiguero rabioso y lleno de vida que eran los asistentes al teatro, no tan diferentes de la clase baja a la que sus pertenencias y posesiones les habían impedido descender.
Ah, los humanos... Tan patéticos y tan necesarios. Tenían su encanto, eso tenía que reconocerlo, pero sólo lo hacía uno de cada muchos que merecían la muerte porque no valían absolutamente nada, y encontrar esas gemas que brillaban con una intensidad algo mayor que la del resto, aunque siempre mucho más mustia que la mía, era una tarea que requería una increíble atención a los más pequeños detalles, como la que yo siempre ponía en práctica con todo el mundo, incluida Bárbara.
Por eso sabía que mi presencia la alteraba y la incomodaba; por eso, y porque esa era la reacción normal en un humano que no se deja someter fácilmente cuando se encuentran con un poder superior que, obviamente, tiene la capacidad de hacerlo sin pestañear ni despeinarse. Ella, por mucho que en ciertos aspectos pudiera parecer alguien excepcional, y por mucho que quizá lo fuera, también tenía ese algo tan profundamente humano que la igualaba a los demás, así que no me sorprendía su actitud en absoluto.
– Cierto. El ser humano tiende a asimilar las culturas anteriores a la suya para enriquecer la que trata de crear, pero en su enorme osadía trata de encumbrar como propia a la que no es sino una copia modificada de lo anterior, casi un calco. La originalidad dejó de existir hace siglos, mademoiselle; todo es una copia de una copia de una copia, y se pierde el mérito cuando ni siquiera se sabe qué es el origen de lo que se maneja a diario porque se piensa como propio. – comenté, sin mirarla a ella directamente porque aún tenía los ojos clavados en el patio de butacas, debajo de mí, pero retomando la conversación que habíamos estado teniendo antes de la infortunada pausa en la que ella se había ido.
Mantenía mi posición pensativa, parecida a la de los antiguos filósofos cuando se dedicaban a la contemplación de sus mundos ideales y a tratar de descubrir el porqué del mundo y de las cosas que les rodeaban. Ellos absorbían de otras culturas, sí, ese proceso de evolución se había dado desde tiempos inmemoriales, pero habían sabido hacer de lo aprendido algo diferente, original, y esa capacidad se perdió cuando el último habitante del Imperio Romano murió y, con él, la esencia de una institución cada vez más corrompida y alejada de lo que buscaba en origen.
– Se recurre a los mitos para explicar lo que no se comprende. Se busca una explicación sobrenatural para algo que, en la mayor parte de las veces, tiene un origen natural. El problema viene cuando, como os he dicho, se asimila lo que no pertenece a uno y se cree que es algo propio. Ahí es donde se produce el anacronismo, porque algo que tenía sentido en un momento determinado deja de tenerlo cuando se cambia su contexto. Eso es exactamente lo que pasa con esta obra, al menos a las mentes aventajadas que somos capaces de ver los puntos en los que flaquea, no necesariamente en su mediocre puesta en escena. – añadí, y fue entonces cuando la miré.
Como antes, no hubo ni un ápice de recato en mi mirada. Abandoné la posición contemplativa y apoyé la espalda en el respaldo de la silla, totalmente recto e incluso regio, pero al mismo tiempo con la atención puesta en ella y su réplica. A falta de una obra a la que criticar, siempre podía servir para lo mismo una conversación con una humana que, pese a estar afectada por los mismos defectos que el resto, al menos no era tan intelectualmente estúpida como para no ser capaz de intuir algo que a mí me resultaba meridianamente claro.
Invitado- Invitado
Re: Zenobia [Privado]
Lo que en un principio le parecía una mala impresión, se fue justificando con el correr de los minutos. El caballero con el cual compartía el palco observaba a todos como si él se encontrase en un plano superior, como si hubiera sido dotado de una naturaleza suprema que lo elevaba y lo convertía en alguien digno de admiración. Bárbara podía sentirse de mil maneras ante él, hasta podía intimidarla, pero no inferior, eso era algo que ni siquiera se planteaba; quizá por eso continuaba con la charla, no parecía ser la clase de persona que mantenía una conversación con alguien que le resultase tedioso. Y aunque hubiera preferido que él callara y mantuviera su distancia lo más lejos posible, ya los hechos se habían desarrollado de una manera inevitable, hasta parecía una mera fantasía el rumbo de los mismos. Terminó aceptando que le agradaba que su opinión se tomara en cuenta, estaba acostumbrada a las mentes obtusas con las cuales tratar, que un ser tan entramado, como no disimulaba en ser el caballero, se decantara en prestarle su somera atención, en cierto modo le daba seguridad. Aquella alquimia de temor y respeto que infundía Ciro, lentamente, la arrastraba hacia lo más parecido a una situación de comodidad, donde el emisor y el receptor se medían sin comentarios punzantes, y, a pesar de sentirse evaluada tanto psíquica como intelectualmente, era su educación privilegiada y su mente prodigiosa, la que la hacían digna de atención, y no sólo su apariencia pulcra y su porte distinguido. Aquel particular ¿hombre? tenía la extraña capacidad de generarle la sensación de que podía meterse en sus pensamientos y hacer una lectocomprensión de ellos, de tejer con sus propios hilos un telar de desconcierto y acierto a la vez. Si tenía dudas sobre su cercanía a la locura, aquellas ideas estrepitosas eran la confirmación de que estaba o teniendo mucho tiempo libre y su imaginación dejaba de tocar las cuerdas de la razón, o, simplemente, ésta última la había abandonado por completo.
Claramente estaba ante alguien con una inteligencia fuera de lo común. Y eso la estimulaba, la atracción intelectual no había sido vetada de su alma, y aprehendía todo cuanto le transmitían personas del calibre de Ciro. Sus miradas sin decoro alguno ya no le afectaban como al principio, y dedujo que la seducción era natural en la personalidad del desconocido, claro que a ella no le provocaba un deseo sexual, pero sí la curiosidad porque él le abriera las puertas del conocimiento se pronunciaba cada vez más con el transcurso de los segundos. No estaba segura si la envolvía con su voz, con lo que decía, o era su mera presencia la que lo posibilitaba de aquella fascinación hasta etérea que generaba en la joven. Sus orbes lo escrutaban, a pesar de que su visión era escasa, y cayó en la cuenta de que la penumbra en la que estaban sumergidos le sentaba bien, como si perteneciera a ella y no a un mundo sin tinieblas, y se preguntó si había alguien en el universo que viviera en la luz y no tuviera un ápice de sombra. Sobre él y sus palabras había un halo de inmunidad, como si sus decires fueran irrefutables, el modo en que su voz se impostaba y la manera en que se movía, lo hacían parecer un personaje de cuentos, un héroe, y no un simple mortal que había recurrido a una obra de teatro. Bárbara prestaba atención, había entrecerrado sus ojos como si ello le ayudara a mejorar su visual, tenía ganas de analizar en detalle el movimiento de los músculos de su rostro, la actividad de su mandíbula al hablar y la forma en que sus pestañas subían y bajaban al parpadear, era un conjunto que había aprendido a admirar, desde niña se esmeraba en aquellos pormenores, lo había hecho con sus padres, con sus abuelos, con los sirvientes, y la costumbre le había quedado para su vida adulta, en la que la especulación estaba a la orden del día y la observación se convertía en un as bajo la manga, cuando todos se esmeraban en ocultar sus verdaderas intenciones. Claro que pocos eran los que verdaderamente conseguían camuflar la esencia misma de sus almas.
Por acto reflejo, jugaba con el pedacito de guante del dedo índice de su mano derecha. Lo apretaba y estiraba. La mayor parte de las risas se habían apagado, y era el malestar lo que cargaba el ambiente. Claramente, la impaciencia comenzaba a jugar su papel rudimentario. Desde el palco izquierdo llegaban algunas quejas, pero Bárbara estaba inmersa en un diálogo que justificaba el precio que había pagado por la entrada mucho más que la misma obra, con defectos que Ciro le había marcado con una pericia extraordinaria, y que hasta la habían hecho sentir ridícula de no haberlos notado. Quizá había sido su lado benevolente lo que la había influenciado, más no quería creer que era mera ignorancia, pues había visto suficientes obras teatrales desde muy temprana edad, como para considerarse tal. Por supuesto no tenía la experiencia que el acompañante parecía poseer, y a pesar de que en un principio creía estar junto a alguien joven, con el correr del tiempo se fue percatando de que era mucho mayor a su apariencia, como si hubiera sobre él siglos de tránsito vital y no poco más de veinte años. La posibilidad latente desde el primer cruce de miradas de que él fuera de una naturaleza diferente había mutado casi hasta la convicción, empero no preguntaría sobre ella, no le interesaba, y tampoco encontraría las palabras, “¿Es usted un vampiro, señor?”, el sólo hecho de pensarlo la avergonzaba, ¿habría gente capaz de tales cuestionamientos cara a cara? Seguramente sí, lo impredecible del género humano se destacaba más en aquellos que no habían recibido la educación básica, y había cosas que el dinero no compraría nunca, motivo por el cual, ni lo más alto de las castas sociales, estaba exento de tal rotulación.
—Es propio del ser humano empapar su cultura con las ajenas. Se desconoce el origen de muchos pueblos que fueron pioneros de grandes civilizaciones. Siguiendo el hilo de los romanos, los primeros reyes que fueron etruscos, aunque se desconoce su procedencia, y su idioma es indescifrable para los historiadores. Se sabe que unificaron la región y que junto a otros reyes latinos fueron conformando lo que luego sería la gran Roma, conquistando pueblos vecinos que conformaban la Península Itálica—aseguró y se giró levemente— Está más que claro el hecho de que el anacronismo se produce por necesidad, Rómulo y Remo jamás podrían haber sido etruscos, pero se crea sobre ellos una figura para formar identidad, como ya le he dicho. Lo mismo ha pasado y seguirá pasando —hizo una pausa y se mojó los labios con el vino—, pero es función de los eruditos demostrar la verdad, por más que esa verdad condene al género humano. Me ha ocurrido de escuchar mitos sobre la muerte de Alejandro Magno —sonrió con sorna al recordar la discusión que su padre había tenido con un senador, que carecía de la preparación necesaria para ocupar puesto de tal envergadura—, a él lo mató una enfermedad que contrajo, seguramente, en su campaña en la India, nadie ha sido capaz de comprobar la tesis sobre un homicidio. Estaba débil por las penurias que había pasado, su ejército se había sublevado obligándolo a regresar, habían asesinado a su mano derecha y todo lo que su padre, Filipo II, se había esforzado en construir, Alejandro lo destruyó con su ambición y falta de tacto a la hora de mantener reforzada la vida política y económica de Macedonia —se acomodó en su silla—, claro que es más cómodo y más atractivo expresar que el gran conquistador fue asesinado, y convertir en mártir es un mala costumbre de los pueblos católicos —reconocía eso, por más que profesara la religión.
Hacía tiempo que no se daba el gusto de departir de aquella manera. La amplia biblioteca que había sido de su propiedad en tiempos pasados, le había abastecido su ávida sed de conocimiento. Recordaba, con cierta dificultad, cuando se sentaba en las rodillas de su progenitor y éste le explicaba aspectos que no formaban parte de la educación que recibía una dama. Su abuela se enojaba con su hijo porque consideraba que influenciaba mal a Bárbara, pero él no había dejado de hacerlo nunca. La joven sabía que, en el fondo, se debía al deseo frustrado de un hijo varón, pero le estaba agradecida. La instrucción que recibió la ayudaba en su presente a manejarse en círculos que, muchachas idiotas y casamenteras, veían como aburridos, quizá por eso era que prefería la soledad de su despacho entre altas columnas de documentos o la compañía de un buen libro antes de dormir, que las tertulias frívolas e inocuas, asistía a ellas por obligación y porque siempre eran una buena ocasión para codearse con importantes figuras del plano político y económico, y atraerlas para su propio beneficio. Ciro, sin dudas, si no tenía intenciones de matarla –ya daba por sentado que era un ser sobrenatural-, contribuiría a sus arcas no económicas, pero si intelectuales, las que consideraba su mayor riqueza. ¿Y si su deseo era asesinarla? Bárbara a algo que no le temía, era a la muerte.
Claramente estaba ante alguien con una inteligencia fuera de lo común. Y eso la estimulaba, la atracción intelectual no había sido vetada de su alma, y aprehendía todo cuanto le transmitían personas del calibre de Ciro. Sus miradas sin decoro alguno ya no le afectaban como al principio, y dedujo que la seducción era natural en la personalidad del desconocido, claro que a ella no le provocaba un deseo sexual, pero sí la curiosidad porque él le abriera las puertas del conocimiento se pronunciaba cada vez más con el transcurso de los segundos. No estaba segura si la envolvía con su voz, con lo que decía, o era su mera presencia la que lo posibilitaba de aquella fascinación hasta etérea que generaba en la joven. Sus orbes lo escrutaban, a pesar de que su visión era escasa, y cayó en la cuenta de que la penumbra en la que estaban sumergidos le sentaba bien, como si perteneciera a ella y no a un mundo sin tinieblas, y se preguntó si había alguien en el universo que viviera en la luz y no tuviera un ápice de sombra. Sobre él y sus palabras había un halo de inmunidad, como si sus decires fueran irrefutables, el modo en que su voz se impostaba y la manera en que se movía, lo hacían parecer un personaje de cuentos, un héroe, y no un simple mortal que había recurrido a una obra de teatro. Bárbara prestaba atención, había entrecerrado sus ojos como si ello le ayudara a mejorar su visual, tenía ganas de analizar en detalle el movimiento de los músculos de su rostro, la actividad de su mandíbula al hablar y la forma en que sus pestañas subían y bajaban al parpadear, era un conjunto que había aprendido a admirar, desde niña se esmeraba en aquellos pormenores, lo había hecho con sus padres, con sus abuelos, con los sirvientes, y la costumbre le había quedado para su vida adulta, en la que la especulación estaba a la orden del día y la observación se convertía en un as bajo la manga, cuando todos se esmeraban en ocultar sus verdaderas intenciones. Claro que pocos eran los que verdaderamente conseguían camuflar la esencia misma de sus almas.
Por acto reflejo, jugaba con el pedacito de guante del dedo índice de su mano derecha. Lo apretaba y estiraba. La mayor parte de las risas se habían apagado, y era el malestar lo que cargaba el ambiente. Claramente, la impaciencia comenzaba a jugar su papel rudimentario. Desde el palco izquierdo llegaban algunas quejas, pero Bárbara estaba inmersa en un diálogo que justificaba el precio que había pagado por la entrada mucho más que la misma obra, con defectos que Ciro le había marcado con una pericia extraordinaria, y que hasta la habían hecho sentir ridícula de no haberlos notado. Quizá había sido su lado benevolente lo que la había influenciado, más no quería creer que era mera ignorancia, pues había visto suficientes obras teatrales desde muy temprana edad, como para considerarse tal. Por supuesto no tenía la experiencia que el acompañante parecía poseer, y a pesar de que en un principio creía estar junto a alguien joven, con el correr del tiempo se fue percatando de que era mucho mayor a su apariencia, como si hubiera sobre él siglos de tránsito vital y no poco más de veinte años. La posibilidad latente desde el primer cruce de miradas de que él fuera de una naturaleza diferente había mutado casi hasta la convicción, empero no preguntaría sobre ella, no le interesaba, y tampoco encontraría las palabras, “¿Es usted un vampiro, señor?”, el sólo hecho de pensarlo la avergonzaba, ¿habría gente capaz de tales cuestionamientos cara a cara? Seguramente sí, lo impredecible del género humano se destacaba más en aquellos que no habían recibido la educación básica, y había cosas que el dinero no compraría nunca, motivo por el cual, ni lo más alto de las castas sociales, estaba exento de tal rotulación.
—Es propio del ser humano empapar su cultura con las ajenas. Se desconoce el origen de muchos pueblos que fueron pioneros de grandes civilizaciones. Siguiendo el hilo de los romanos, los primeros reyes que fueron etruscos, aunque se desconoce su procedencia, y su idioma es indescifrable para los historiadores. Se sabe que unificaron la región y que junto a otros reyes latinos fueron conformando lo que luego sería la gran Roma, conquistando pueblos vecinos que conformaban la Península Itálica—aseguró y se giró levemente— Está más que claro el hecho de que el anacronismo se produce por necesidad, Rómulo y Remo jamás podrían haber sido etruscos, pero se crea sobre ellos una figura para formar identidad, como ya le he dicho. Lo mismo ha pasado y seguirá pasando —hizo una pausa y se mojó los labios con el vino—, pero es función de los eruditos demostrar la verdad, por más que esa verdad condene al género humano. Me ha ocurrido de escuchar mitos sobre la muerte de Alejandro Magno —sonrió con sorna al recordar la discusión que su padre había tenido con un senador, que carecía de la preparación necesaria para ocupar puesto de tal envergadura—, a él lo mató una enfermedad que contrajo, seguramente, en su campaña en la India, nadie ha sido capaz de comprobar la tesis sobre un homicidio. Estaba débil por las penurias que había pasado, su ejército se había sublevado obligándolo a regresar, habían asesinado a su mano derecha y todo lo que su padre, Filipo II, se había esforzado en construir, Alejandro lo destruyó con su ambición y falta de tacto a la hora de mantener reforzada la vida política y económica de Macedonia —se acomodó en su silla—, claro que es más cómodo y más atractivo expresar que el gran conquistador fue asesinado, y convertir en mártir es un mala costumbre de los pueblos católicos —reconocía eso, por más que profesara la religión.
Hacía tiempo que no se daba el gusto de departir de aquella manera. La amplia biblioteca que había sido de su propiedad en tiempos pasados, le había abastecido su ávida sed de conocimiento. Recordaba, con cierta dificultad, cuando se sentaba en las rodillas de su progenitor y éste le explicaba aspectos que no formaban parte de la educación que recibía una dama. Su abuela se enojaba con su hijo porque consideraba que influenciaba mal a Bárbara, pero él no había dejado de hacerlo nunca. La joven sabía que, en el fondo, se debía al deseo frustrado de un hijo varón, pero le estaba agradecida. La instrucción que recibió la ayudaba en su presente a manejarse en círculos que, muchachas idiotas y casamenteras, veían como aburridos, quizá por eso era que prefería la soledad de su despacho entre altas columnas de documentos o la compañía de un buen libro antes de dormir, que las tertulias frívolas e inocuas, asistía a ellas por obligación y porque siempre eran una buena ocasión para codearse con importantes figuras del plano político y económico, y atraerlas para su propio beneficio. Ciro, sin dudas, si no tenía intenciones de matarla –ya daba por sentado que era un ser sobrenatural-, contribuiría a sus arcas no económicas, pero si intelectuales, las que consideraba su mayor riqueza. ¿Y si su deseo era asesinarla? Bárbara a algo que no le temía, era a la muerte.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Zenobia [Privado]
Nada era original en la humanidad, ya no. Hacía ya bastante tiempo que los humanos habían perdido su potencial innovador y se limitaban a reutilizar lo que les venía de antes, una tendencia que habían ampliado desde mi propia época, en la que también se hacía, pero en vez de copias descaradas nosotros tomábamos influencias que, después, modificábamos a nuestro antojo para generar algo totalmente nuevo. ¿Qué habían creado ellos, que se creían la mejor época de la historia? Nada. Ni siquiera su tan alabada democracia era tal, puesto que era una copia del sistema ateniense con los mismos fallos que este...
Todo el mundo sabe, o debería saber, que los seres inferiores están hechos para que los gobiernen los seres superiores. Es una realidad tácita en el mundo, visible en la naturaleza y en la historia, y los ejemplos rebosan hasta un punto en el que están por doquier, pero aún así los humanos creían escapar de esa realidad o, no, mejor aún: creían que eran ellos quienes estaban en la cumbre de la pirámide de la cadena alimenticia y de dominio.
Sus pretensiones me hacían carcajearme, verdaderamente, por el punto injustificado al que podían llegar sus pequeñas y estrechas mentes alimentadas por los avances de la técnica. Llegaban a pensar que eran mejores que los demás, ¡mejores incluso que yo!, cuando quedaba demasiado claro simplemente viendo la escena que tenía lugar en aquel teatro que era yo, y no ellos, quien portaba la corona del dominio sobre la cabeza, una que tal vez no estuviera hecha de oro y piedras preciosas pero que, sin embargo, me permitía hacer mi voluntad allá donde fuera y que nadie se preguntara por qué lo hacía, ya que era algo natural en mí.
Bárbara escapaba sólo en parte a esa mayoría de humanos que se creían mejores que los demás y que, en realidad, ni siquiera sabían que había otras razas más aventajadas. Los depredadores que éramos los vampiros preferíamos muchas veces mantener el secreto, no por nada en especial sino más bien por lo satisfactorio que es romper las ilusiones de un mortal con el primer mordisco y aniquilar su determinación y sus creencias firmemente arraigadas con cada gota de sangre que iba cayendo en nuestras gargantas, rápida o lentamente en función de la vena escogida para la alimentación.
Y de entre todos los humanos, además, los católicos, como ella había mencionado, se llevaban la palma en cuanto a mentir para convertir a la gente en mártir y eliminar todo lo que era distinto a sus creencias, arraigadas total y absolutamente en lo que se pensaba en el medievo y de lo que, en realidad, tampoco habían llegado a desprenderse por mucho que pensaran que estaban avanzados y que la oscura Edad Media era eso, fuente de tinieblas frente a la claridad del París en el que nos encontrábamos. Que no me hicieran reír...
Los católicos eran como el máximo exponente de los aspectos negativos de los humanos, pero había algo en ellos que los hacía no tan malos como el resto de humanos, ya que al menos no lo trataban de ocultar bajo una capa de fingida racionalidad, algo que en la realidad no existía porque era una pretendida creación humana desde que los estúpidos atenienses habían tenido la brillante idea de dejar que Sócrates pensara y transmitiera lo que se le pasaba por la cabeza. Cosas de atenienses... El caso de los protestantes era peor, porque ellos decían estar por encima de los católicos y, al final, eran exactamente iguales, aunque lo ocultaran y se engañaran... Patético.
– Toda religión ha intentado modificar la realidad para adaptarla a sus dogmas, no es sólo cosa del catolicismo, por muy viciado que esté. No soy especial amigo de ninguna doctrina que obligue a creer en un ser superior cuya existencia es más que dudosa, y eso pone por igual a todo el cristianismo pero no solamente a esa religión occidental, sino también a la infinidad de religiones orientales que existen y de las que tengo noticia. – comenté, quitándole importancia a mis palabras con un gesto de la mano pero, interiormente, totalmente divertido.
Cuando decía aquella clase de cosas enfrente de un católico, y no había que olvidar que la mayor parte de Francia lo era tanto en las capas más altas como lo era la de Bárbara como en la de los simples campesinos, normalmente se escandalizaban. Era parte de su religión defender la ortodoxia y sobre todo no tolerar ninguna desviación, ya fuera hacia otra religión (¿o tenía que recordarle a alguien la mentalidad de las primeras Cruzadas...? Eso por no hablar de las Guerras de Religión) o hacia ninguna, como lo era mi caso. ¿Por qué iba a creer en un ser superior a mí cuando yo era el ser superior por excelencia? Yo era un dios, no había otro aparte de mí, y creer lo contrario sería la mayor herejía que podría cometer.
Por eso me consideraba a mí mismo ateo, y totalmente declarado, porque poco me importaba escandalizar el pudor de damas y caballeros autodenominados que no podían estar más equivocados... Además, me divertía ver las expresiones de los creyentes cuando me pasaba su religión por la suela del zapato, y eso era darle demasiada importancia incluso, así que todo apuntaba a que seguiría haciéndolo durante mucho tiempo.
– Pero tengo que reconocer que el catolicismo tiene un talento especial a la hora de tergiversar lo que sucede para convertir a la gente en creyentes. Un par de trucos de manos y ya has conseguido un milagro en el que la gente vierte su devoción; el robo de un par de tumbas y, ¡sorpresa!, ha aparecido la reliquia de San Pedro en la mismísima Roma... Es muy sencillo alimentar la necesidad de la gente de creer en algo superior si se posee la suficiente habilidad para hacerlo, y una vez sembrada la semilla de la creencia lo único que hay que hacer es reforzar la causa. ¿Cómo? Creando mártires que la sustenten... y eso llevan haciéndolo desde que los romanos perseguían a los cristianos y los obligaban a ser una religión proscrita, no es nada nuevo pese a que hace un par de siglos el proceso se haya intensificado. – añadí, girándome de nuevo para mirarla al tiempo que la luz volvía al teatro y regalaba claridad a su rostro.
Sus pupilas, como las de un gato, se contrajeron cuando la electricidad, ese maravilloso invento del que se reverenciaban los humanos pese a que siempre hubiera estado ahí de una manera o de otra, volvió a la sala. El azul de sus ojos, y de los míos también, se hizo muchísimo más intenso en apenas un momento, y eso sólo contribuyó a que mi mirada pareciera aún más divertida ante lo que acababa de argumentar, seguramente demasiado para que una mente tan anclada en la época como lo era la suya lo aceptara de buenas a primeras.
– En ese sentido el protestantismo ha avanzado mucho, y también supone una diferencia increíble con el catolicismo, pero no hay que conducirse a engaño: la base es la misma... No crean santos, pero tienen a sus ídolos alzados en la lucha contra la doctrina de San Pedro; se jactan de ser más tolerantes que los católicos, más abiertos, pero las quemas de brujas del Nuevo Mundo o sin ir más lejos las purgas de católicos en las zonas luteranas y calvinistas, entre otras, superan con mucho a cualquier cosa que la Inquisición haya podido llevar a cabo en los Estados en los que mejor funciona... Mismo perro, distinto collar. No se merecen nada de mi respeto ninguna de las dos vertientes, igual que tampoco lo hacen las otras religiones, pero dudo mucho que deseéis adentraros en este tema ahora que la maravillosa Zenobia ha vuelto a escena, ¿no? – finalicé, con claro sarcasmo en la voz al referirme a las alabanzas de la obra que, bajo el clamor popular, se estaba llevando de nuevo a cabo.
Captar los matices entre las distintas creencias religiosas era tarea de los teólogos, que se dedicaban a estudiar a los diferentes dioses hasta la saciedad, pero también lo era de quienes tenían la mente despierta y habían visto germinar la semilla de distintas religiones... ¿El catolicismo? Lo había vivido, e incluso el Concilio de Nicea que lo había definido como lo vivíamos en ese período. ¿El Islam...? ¿Bromeas? Casi había conocido a Mahoma en persona, y así con cada religión de las importantes, porque de las minoritarias sólo había escuchado hablar, así que estaba en la posición de juzgarlas y de criticarlas para incurrir en sus errores, que eran la base de todas ellas.
– Mirad, ya han vuelto los actores a su pantomima. Qué deliciosa sobreactuación... – comenté, con una media sonrisa pícara que terminó en mí llevando mi mirada, de nuevo, al escenario, donde como vacas sin cencerro se movían los actores de una manera que resultaba hasta divertida, si querías verlo así, aunque dada la naturaleza dramática de la obra no era lo que el público estaba esperando ver, y eso hacía que, por fin (con, como siempre, mucho tiempo de retraso), los más avispados empezaran a darse cuenta de lo patético de la obra de teatro llevada a escena.
Todo el mundo sabe, o debería saber, que los seres inferiores están hechos para que los gobiernen los seres superiores. Es una realidad tácita en el mundo, visible en la naturaleza y en la historia, y los ejemplos rebosan hasta un punto en el que están por doquier, pero aún así los humanos creían escapar de esa realidad o, no, mejor aún: creían que eran ellos quienes estaban en la cumbre de la pirámide de la cadena alimenticia y de dominio.
Sus pretensiones me hacían carcajearme, verdaderamente, por el punto injustificado al que podían llegar sus pequeñas y estrechas mentes alimentadas por los avances de la técnica. Llegaban a pensar que eran mejores que los demás, ¡mejores incluso que yo!, cuando quedaba demasiado claro simplemente viendo la escena que tenía lugar en aquel teatro que era yo, y no ellos, quien portaba la corona del dominio sobre la cabeza, una que tal vez no estuviera hecha de oro y piedras preciosas pero que, sin embargo, me permitía hacer mi voluntad allá donde fuera y que nadie se preguntara por qué lo hacía, ya que era algo natural en mí.
Bárbara escapaba sólo en parte a esa mayoría de humanos que se creían mejores que los demás y que, en realidad, ni siquiera sabían que había otras razas más aventajadas. Los depredadores que éramos los vampiros preferíamos muchas veces mantener el secreto, no por nada en especial sino más bien por lo satisfactorio que es romper las ilusiones de un mortal con el primer mordisco y aniquilar su determinación y sus creencias firmemente arraigadas con cada gota de sangre que iba cayendo en nuestras gargantas, rápida o lentamente en función de la vena escogida para la alimentación.
Y de entre todos los humanos, además, los católicos, como ella había mencionado, se llevaban la palma en cuanto a mentir para convertir a la gente en mártir y eliminar todo lo que era distinto a sus creencias, arraigadas total y absolutamente en lo que se pensaba en el medievo y de lo que, en realidad, tampoco habían llegado a desprenderse por mucho que pensaran que estaban avanzados y que la oscura Edad Media era eso, fuente de tinieblas frente a la claridad del París en el que nos encontrábamos. Que no me hicieran reír...
Los católicos eran como el máximo exponente de los aspectos negativos de los humanos, pero había algo en ellos que los hacía no tan malos como el resto de humanos, ya que al menos no lo trataban de ocultar bajo una capa de fingida racionalidad, algo que en la realidad no existía porque era una pretendida creación humana desde que los estúpidos atenienses habían tenido la brillante idea de dejar que Sócrates pensara y transmitiera lo que se le pasaba por la cabeza. Cosas de atenienses... El caso de los protestantes era peor, porque ellos decían estar por encima de los católicos y, al final, eran exactamente iguales, aunque lo ocultaran y se engañaran... Patético.
– Toda religión ha intentado modificar la realidad para adaptarla a sus dogmas, no es sólo cosa del catolicismo, por muy viciado que esté. No soy especial amigo de ninguna doctrina que obligue a creer en un ser superior cuya existencia es más que dudosa, y eso pone por igual a todo el cristianismo pero no solamente a esa religión occidental, sino también a la infinidad de religiones orientales que existen y de las que tengo noticia. – comenté, quitándole importancia a mis palabras con un gesto de la mano pero, interiormente, totalmente divertido.
Cuando decía aquella clase de cosas enfrente de un católico, y no había que olvidar que la mayor parte de Francia lo era tanto en las capas más altas como lo era la de Bárbara como en la de los simples campesinos, normalmente se escandalizaban. Era parte de su religión defender la ortodoxia y sobre todo no tolerar ninguna desviación, ya fuera hacia otra religión (¿o tenía que recordarle a alguien la mentalidad de las primeras Cruzadas...? Eso por no hablar de las Guerras de Religión) o hacia ninguna, como lo era mi caso. ¿Por qué iba a creer en un ser superior a mí cuando yo era el ser superior por excelencia? Yo era un dios, no había otro aparte de mí, y creer lo contrario sería la mayor herejía que podría cometer.
Por eso me consideraba a mí mismo ateo, y totalmente declarado, porque poco me importaba escandalizar el pudor de damas y caballeros autodenominados que no podían estar más equivocados... Además, me divertía ver las expresiones de los creyentes cuando me pasaba su religión por la suela del zapato, y eso era darle demasiada importancia incluso, así que todo apuntaba a que seguiría haciéndolo durante mucho tiempo.
– Pero tengo que reconocer que el catolicismo tiene un talento especial a la hora de tergiversar lo que sucede para convertir a la gente en creyentes. Un par de trucos de manos y ya has conseguido un milagro en el que la gente vierte su devoción; el robo de un par de tumbas y, ¡sorpresa!, ha aparecido la reliquia de San Pedro en la mismísima Roma... Es muy sencillo alimentar la necesidad de la gente de creer en algo superior si se posee la suficiente habilidad para hacerlo, y una vez sembrada la semilla de la creencia lo único que hay que hacer es reforzar la causa. ¿Cómo? Creando mártires que la sustenten... y eso llevan haciéndolo desde que los romanos perseguían a los cristianos y los obligaban a ser una religión proscrita, no es nada nuevo pese a que hace un par de siglos el proceso se haya intensificado. – añadí, girándome de nuevo para mirarla al tiempo que la luz volvía al teatro y regalaba claridad a su rostro.
Sus pupilas, como las de un gato, se contrajeron cuando la electricidad, ese maravilloso invento del que se reverenciaban los humanos pese a que siempre hubiera estado ahí de una manera o de otra, volvió a la sala. El azul de sus ojos, y de los míos también, se hizo muchísimo más intenso en apenas un momento, y eso sólo contribuyó a que mi mirada pareciera aún más divertida ante lo que acababa de argumentar, seguramente demasiado para que una mente tan anclada en la época como lo era la suya lo aceptara de buenas a primeras.
– En ese sentido el protestantismo ha avanzado mucho, y también supone una diferencia increíble con el catolicismo, pero no hay que conducirse a engaño: la base es la misma... No crean santos, pero tienen a sus ídolos alzados en la lucha contra la doctrina de San Pedro; se jactan de ser más tolerantes que los católicos, más abiertos, pero las quemas de brujas del Nuevo Mundo o sin ir más lejos las purgas de católicos en las zonas luteranas y calvinistas, entre otras, superan con mucho a cualquier cosa que la Inquisición haya podido llevar a cabo en los Estados en los que mejor funciona... Mismo perro, distinto collar. No se merecen nada de mi respeto ninguna de las dos vertientes, igual que tampoco lo hacen las otras religiones, pero dudo mucho que deseéis adentraros en este tema ahora que la maravillosa Zenobia ha vuelto a escena, ¿no? – finalicé, con claro sarcasmo en la voz al referirme a las alabanzas de la obra que, bajo el clamor popular, se estaba llevando de nuevo a cabo.
Captar los matices entre las distintas creencias religiosas era tarea de los teólogos, que se dedicaban a estudiar a los diferentes dioses hasta la saciedad, pero también lo era de quienes tenían la mente despierta y habían visto germinar la semilla de distintas religiones... ¿El catolicismo? Lo había vivido, e incluso el Concilio de Nicea que lo había definido como lo vivíamos en ese período. ¿El Islam...? ¿Bromeas? Casi había conocido a Mahoma en persona, y así con cada religión de las importantes, porque de las minoritarias sólo había escuchado hablar, así que estaba en la posición de juzgarlas y de criticarlas para incurrir en sus errores, que eran la base de todas ellas.
– Mirad, ya han vuelto los actores a su pantomima. Qué deliciosa sobreactuación... – comenté, con una media sonrisa pícara que terminó en mí llevando mi mirada, de nuevo, al escenario, donde como vacas sin cencerro se movían los actores de una manera que resultaba hasta divertida, si querías verlo así, aunque dada la naturaleza dramática de la obra no era lo que el público estaba esperando ver, y eso hacía que, por fin (con, como siempre, mucho tiempo de retraso), los más avispados empezaran a darse cuenta de lo patético de la obra de teatro llevada a escena.
Invitado- Invitado
Re: Zenobia [Privado]
¿Por qué considerar que todo era un vil plagio de tiempos pasados? Las culturas, desde tiempo remotos, habían pasado por una fusión de tradiciones. El mismo paso de la Edad Antigua a la Medieval tenía sus conjeturas profundas, la aparición de los reinos romano-germánicos se había dado en un mismo proceso gradual de asimilación de contenidos, en los que las costumbres del caído Imperio Romano se fusionaban con las de los mal llamados bárbaros que habían penetrado las fronteras romanas con facilidad. No había sido una empresa violenta, clara visión etnocentrista que se esmeraban en remarcar los romanistas, si no, que los germanos y los romanos convivían desde tiempos anteriores como federados, y aquellas invasiones no fueron más que revueltas que desataron el caos que llevó a la caída del desgastado Imperio. Durante los siglos siguientes, el modelo del princeps persistiría y se sostendría como una entelequia, aunque jamás lograrían el esplendor y la importancia. ¿No podría haber pasado esa misma síntesis en todas las civilizaciones hasta llegar a la actual? Bárbara, por las enseñanzas de su padre y por propias conclusiones, sabía que todas las grandes estructuras políticas estaban destinadas a caer, que tenían su comienzo, su auge, su decadencia y su extinción; luego, sus predecesoras, tomaban modelos, aspectos, vestigios, costumbres, leyes, y las incorporaban con el afán de perfección, afán que jamás lograba anclarse, pues el círculo jamás se cierra, y el ciclo vuelve a repetirse. Lo mismo sucedía con las personas, nacían, crecían y luego morían, todo estaba destinado a perecer, en ocasiones con fatalismo, en otras con gloria, y la mayoría habiendo pasado desapercibido. La misma Iglesia católica, a la cual ella se aferraba con fe aunque no con fanatismo, para su pesar, estaba escrito que algún día su final llegaría, se extinguiría y una estructura milenaria sería sólo un fenómeno que estudiar, aunque claro, movía demasiado poder para que ese ultimátum se concretara con rapidez, y no era necesario hacer futurismo para saber que mientras el cristianismo retuviera masas y dinero, podría perdurar. A veces se había puesto del lado correcto, en otras del equivocado, pero había logrado mantenerse a pesar de los cismas que la sacudieron, de las guerras, de las rupturas, y en casi todas las ocasiones había tenido una cabeza pensante que la guiaba, y no exactamente por el camino del Señor.
Bárbara se removió un poco incómoda en su silla. La oscuridad la había dotado de cierta impunidad para permitirse hablar con aquel hombre de igual a igual, y a pesar de haber sentido el peso de su mirada, el no haber visto su intensidad la había liberado. Si pensaba escandalizarla con sus palabras, no lo lograría. No se rasgaba las vestiduras por la Iglesia Universal, ni tampoco por nadie en particular, y conocía los errores de la institución religiosa mucho mejor que otros, y los aceptaba. La creencia siempre había sido una pantalla, y lo que le ocurrió con los dichos de Ciro, era que se sentía encerrada por sus mismas adhesiones, y no era una mujer obtusa como para encadenarse a un habitáculo de nihilismo en el cual el amor por Dios la cegaba y comenzaba a negar lo que los hechos demostraban con pruebas más que fehacientes. No habría querido llevar la conversación hacia un terreno peligroso, Leonor, su abuela, siempre le recordaba que no mantuviera “intercambios inteligentes” con los hombres, pues la juzgarían de mala manera, claro, las palabras de la anciana siempre estaban destinadas a convertir a su nieta en una mujer sumisa y devota, pero fracasó en el intento cuando la dejó ir sin prestarle su abrazo cariñoso, el cual no recibió ni siendo una niña. A pesar de todo, quería a la mujer y admiraba rasgos de su personalidad que a la vez odiaba, pero se volvía una contradicción cuando ella los descubría en sí misma. La crianza estricta no había pasado sin dejar huella, y Bárbara había terminado por absorber aletas de Leonor, de su padre, y lamentablemente, de su abuelo. Pensaba que entre los mismos seres humanos y su círculo íntimo, se daba aquel proceso de fusión que se daba en las grandes civilizaciones. Pero, al fin de cuentas, a nadie le importa el origen, si no, el resultado.
Cualquier ortodoxo que escuchase el discurso de Ciro, creería que era el mismísmo Lucifer que había ascendido del Infierno y se había sentado junto a la virginal Bárbara y la intentaba llevar por el escabroso camino del ateísmo, la arrastraría hacia una hoguera repleta de muerte y dolor, y luego la crucificaría, como hicieron con Jesús, traicionado por pecadores y por su propia bondad. Observó los ojos adictivos del caballero y caviló que si tuviera que ponerle un rostro al demonio, sin dudas, sería el de Ciro. Se arrepintió de haber hecho tal comparación, no por creerlo un insulto o una injuria hacia su acompañante, si no, porque no había dudas de que el extraño se sentía muy por encima del mismísimo Diablo, y hubiera considerado hereje a Bárbara por haberlo rebajado a la categoría de un ángel expulsado del paraíso por su propia idiotez, cuando podría haber tentado a los demás con inteligencia, hasta Dios se le habría unido. Memorizaría las frases punzantes y cuando llegase a su hogar las escribiría, luego le contaría a Leonor sobre ese particular personaje con el cual había compartido el palco y disfrutaría de la respuesta represiva y amenazante que recibiría, sabía que prendería fuego la falsa moral de la anciana y, profundamente, la regocijaba, alguien debía lastimar, mínimo sea con pequeños pinchazos, aquella estructura poderosa y electrificante que conformaban los Destutt de Tracy. ¿Quería destruir su familia? Nada más alejado, pues no se puede terminar con algo que no existe. El matrimonio de sus abuelos era una pantomima idiota, que ya ni ellos se creían, su padre fue un vástago infeliz que perdió la cordura entre la sangre del ejército y el intelecto de los libros, su madre una mujer abandonada que tuvo un amante y asesinada por infiel, y ella, que jamás se ponía en víctima, consideraba que en la sangre se llevaba la hipocresía, y si bien se esmeraba con ahínco en despojarse de ella, terminaba viviendo en su postura erguida, sus vestidos de alta costura y sus joyas invaluables. Si eso no eran los Destutt de Tracy, ¿qué lo era?
—Claro, la obra… —susurró y no pudo disimular la decepción que significaba no poder replicar sus frases, quizá no consistía en refutar todas y cada una de las palabras emitidas, el fin de todo aquello no era falsear ni discutir, pero su ego alicaído se alimentaba con avidez cuando podía demostrar sus conocimientos y que los demás vieran que ella no era como el común de las jóvenes de su status, edad y condición, ella se había preparado para ser algo más que una esposa ejemplar y una madre amorosa, condiciones que jamás alcanzaría por falta de interés y no por falta de propuestas. Si hubiera sido hombre, no tendría dudas de que sería exitoso, pero le había tocado el género femenino, y se esforzaba el doble en cuestiones que, quizá, a alguien que perteneciese al género masculino les resultaban con gran facilidad. Entre ellos, los hombres, no se medían por quién tenía el miembro más largo, entonces, ¿por qué menospreciaban a las mujeres por tener otro sistema reproductor? ¿Por qué eran ellas objeto de lascivia porque de sus escotes nacían dos senos capaces de alimentar niños? Nunca lo entendería, y obligaba a su propia consciencia a no sentir remordimiento cuando se expresaba como una persona, ni como hombre ni como mujer, si no, como persona.
Sus comisuras se levantaron un ápice de segundo en lo más remotamente parecido a una sonrisa, y fue como consecuencia del comentario que había hecho Ciro sobre el no talento de los actores de "Zenobia". Para ella, la obra había pasado a un plano ajeno, y se había sentido enajenada por la inteligencia del desconocido. Sus ojos se posaron unos instantes más en el ya no extraño rostro y luego siguieron la misma dirección de los de él, para que el escenario volviera a tomar forma. Pero Bárbara ya veía a aquellos actores como figuras antropomórficas y disonantes, de movimientos sosos y pesados, de voces demasiado chillonas o graves, ya no encontraba cadencia ni fluidez, y todo se lo debía a Ciro. Él había acabado con su entusiasmo, aquel que raramente sentía, con un certero golpe de realidad. Íntimamente se lo agradeció, aunque tendría que haberlo odiado por haber corrompido su soledad y su disfrute frívolo. Notó que algunos espectadores movían sus pies o manos con impaciencia, otros se hablaban al oído, era como si el hechizo se hubiera roto y todos comenzaran a caer en las mismas conclusiones que su acompañante había sacado sin siquiera ver la mitad del primer acto. Bárbara notó que las mejillas se le había acalorado nuevamente por haber analizado cada palabra que habría emitido en caso de no haber recomenzado la obra, y sus sentidos se habían excitado por la lógica y sensatez de las frases que nunca emitiría. Abrió el abanico roto y lo sostuvo con fuerza para que no se desarmase. No se percató que el tiempo había pasado con feroz rapidez y que no había prestado atención a que el último acto había empezado, hasta que las dos doncellas ingresaron. Una le habló al oído y le recordó que ella siempre se iba antes de que el final se consumara, y la otra le preguntó si en ésta ocasión haría lo mismo. Sintió un tono sugestivo en su empleada, un tono que no le agradó, pero lo pasaría por alto en ese momento. Se puso de pie y las dos jóvenes se ubicaron una a cada lado, un paso atrás.
—Ha sido un placer conversar con usted, Monsieur —dijo Bárbara en voz baja, hablando desde su escasa estatura a Ciro, que se encontraba sentado. —Espero que la próxima ocasión que nos haga coincidir, sea una circunstancia menos lastimosas que “Zenobia” —hizo una leve reverencia y salió escoltada por las doncellas. Lo que no vio, es que una de ellas le dirigía una mirada provocativa al caballero. Sus pasos le parecían pesados a lo largo del oscuro pasillo, sus tacos no emitían un sonido fuerte, pues la alfombra lo amortiguaba. Un maître se acercó a recibir la copa de manos de una de las dependientes y le ofreció una medida de whisky para mitigar el frío de la salida. Dudó, pero terminó aceptándolo, sin hielo. Se dirigió hacia un elegante sillón color rojo de tres cuerpos forrado en terciopelo que había a un costado y se sentó, aún faltaba para el final. La bebida le dio calor, y nuevamente, abrió su abanico para darse un poco de aire, que resultó ser un gran alivio para sus pómulos, cuello y escote. Se incorporó y le devolvió el vaso al empleado, que se despidió con una reverencia de las tres señoritas. Bárbara siguió caminando por el largo pasillo hasta llegar a las escaleras y comenzar a descender.
Bárbara se removió un poco incómoda en su silla. La oscuridad la había dotado de cierta impunidad para permitirse hablar con aquel hombre de igual a igual, y a pesar de haber sentido el peso de su mirada, el no haber visto su intensidad la había liberado. Si pensaba escandalizarla con sus palabras, no lo lograría. No se rasgaba las vestiduras por la Iglesia Universal, ni tampoco por nadie en particular, y conocía los errores de la institución religiosa mucho mejor que otros, y los aceptaba. La creencia siempre había sido una pantalla, y lo que le ocurrió con los dichos de Ciro, era que se sentía encerrada por sus mismas adhesiones, y no era una mujer obtusa como para encadenarse a un habitáculo de nihilismo en el cual el amor por Dios la cegaba y comenzaba a negar lo que los hechos demostraban con pruebas más que fehacientes. No habría querido llevar la conversación hacia un terreno peligroso, Leonor, su abuela, siempre le recordaba que no mantuviera “intercambios inteligentes” con los hombres, pues la juzgarían de mala manera, claro, las palabras de la anciana siempre estaban destinadas a convertir a su nieta en una mujer sumisa y devota, pero fracasó en el intento cuando la dejó ir sin prestarle su abrazo cariñoso, el cual no recibió ni siendo una niña. A pesar de todo, quería a la mujer y admiraba rasgos de su personalidad que a la vez odiaba, pero se volvía una contradicción cuando ella los descubría en sí misma. La crianza estricta no había pasado sin dejar huella, y Bárbara había terminado por absorber aletas de Leonor, de su padre, y lamentablemente, de su abuelo. Pensaba que entre los mismos seres humanos y su círculo íntimo, se daba aquel proceso de fusión que se daba en las grandes civilizaciones. Pero, al fin de cuentas, a nadie le importa el origen, si no, el resultado.
Cualquier ortodoxo que escuchase el discurso de Ciro, creería que era el mismísmo Lucifer que había ascendido del Infierno y se había sentado junto a la virginal Bárbara y la intentaba llevar por el escabroso camino del ateísmo, la arrastraría hacia una hoguera repleta de muerte y dolor, y luego la crucificaría, como hicieron con Jesús, traicionado por pecadores y por su propia bondad. Observó los ojos adictivos del caballero y caviló que si tuviera que ponerle un rostro al demonio, sin dudas, sería el de Ciro. Se arrepintió de haber hecho tal comparación, no por creerlo un insulto o una injuria hacia su acompañante, si no, porque no había dudas de que el extraño se sentía muy por encima del mismísimo Diablo, y hubiera considerado hereje a Bárbara por haberlo rebajado a la categoría de un ángel expulsado del paraíso por su propia idiotez, cuando podría haber tentado a los demás con inteligencia, hasta Dios se le habría unido. Memorizaría las frases punzantes y cuando llegase a su hogar las escribiría, luego le contaría a Leonor sobre ese particular personaje con el cual había compartido el palco y disfrutaría de la respuesta represiva y amenazante que recibiría, sabía que prendería fuego la falsa moral de la anciana y, profundamente, la regocijaba, alguien debía lastimar, mínimo sea con pequeños pinchazos, aquella estructura poderosa y electrificante que conformaban los Destutt de Tracy. ¿Quería destruir su familia? Nada más alejado, pues no se puede terminar con algo que no existe. El matrimonio de sus abuelos era una pantomima idiota, que ya ni ellos se creían, su padre fue un vástago infeliz que perdió la cordura entre la sangre del ejército y el intelecto de los libros, su madre una mujer abandonada que tuvo un amante y asesinada por infiel, y ella, que jamás se ponía en víctima, consideraba que en la sangre se llevaba la hipocresía, y si bien se esmeraba con ahínco en despojarse de ella, terminaba viviendo en su postura erguida, sus vestidos de alta costura y sus joyas invaluables. Si eso no eran los Destutt de Tracy, ¿qué lo era?
—Claro, la obra… —susurró y no pudo disimular la decepción que significaba no poder replicar sus frases, quizá no consistía en refutar todas y cada una de las palabras emitidas, el fin de todo aquello no era falsear ni discutir, pero su ego alicaído se alimentaba con avidez cuando podía demostrar sus conocimientos y que los demás vieran que ella no era como el común de las jóvenes de su status, edad y condición, ella se había preparado para ser algo más que una esposa ejemplar y una madre amorosa, condiciones que jamás alcanzaría por falta de interés y no por falta de propuestas. Si hubiera sido hombre, no tendría dudas de que sería exitoso, pero le había tocado el género femenino, y se esforzaba el doble en cuestiones que, quizá, a alguien que perteneciese al género masculino les resultaban con gran facilidad. Entre ellos, los hombres, no se medían por quién tenía el miembro más largo, entonces, ¿por qué menospreciaban a las mujeres por tener otro sistema reproductor? ¿Por qué eran ellas objeto de lascivia porque de sus escotes nacían dos senos capaces de alimentar niños? Nunca lo entendería, y obligaba a su propia consciencia a no sentir remordimiento cuando se expresaba como una persona, ni como hombre ni como mujer, si no, como persona.
Sus comisuras se levantaron un ápice de segundo en lo más remotamente parecido a una sonrisa, y fue como consecuencia del comentario que había hecho Ciro sobre el no talento de los actores de "Zenobia". Para ella, la obra había pasado a un plano ajeno, y se había sentido enajenada por la inteligencia del desconocido. Sus ojos se posaron unos instantes más en el ya no extraño rostro y luego siguieron la misma dirección de los de él, para que el escenario volviera a tomar forma. Pero Bárbara ya veía a aquellos actores como figuras antropomórficas y disonantes, de movimientos sosos y pesados, de voces demasiado chillonas o graves, ya no encontraba cadencia ni fluidez, y todo se lo debía a Ciro. Él había acabado con su entusiasmo, aquel que raramente sentía, con un certero golpe de realidad. Íntimamente se lo agradeció, aunque tendría que haberlo odiado por haber corrompido su soledad y su disfrute frívolo. Notó que algunos espectadores movían sus pies o manos con impaciencia, otros se hablaban al oído, era como si el hechizo se hubiera roto y todos comenzaran a caer en las mismas conclusiones que su acompañante había sacado sin siquiera ver la mitad del primer acto. Bárbara notó que las mejillas se le había acalorado nuevamente por haber analizado cada palabra que habría emitido en caso de no haber recomenzado la obra, y sus sentidos se habían excitado por la lógica y sensatez de las frases que nunca emitiría. Abrió el abanico roto y lo sostuvo con fuerza para que no se desarmase. No se percató que el tiempo había pasado con feroz rapidez y que no había prestado atención a que el último acto había empezado, hasta que las dos doncellas ingresaron. Una le habló al oído y le recordó que ella siempre se iba antes de que el final se consumara, y la otra le preguntó si en ésta ocasión haría lo mismo. Sintió un tono sugestivo en su empleada, un tono que no le agradó, pero lo pasaría por alto en ese momento. Se puso de pie y las dos jóvenes se ubicaron una a cada lado, un paso atrás.
—Ha sido un placer conversar con usted, Monsieur —dijo Bárbara en voz baja, hablando desde su escasa estatura a Ciro, que se encontraba sentado. —Espero que la próxima ocasión que nos haga coincidir, sea una circunstancia menos lastimosas que “Zenobia” —hizo una leve reverencia y salió escoltada por las doncellas. Lo que no vio, es que una de ellas le dirigía una mirada provocativa al caballero. Sus pasos le parecían pesados a lo largo del oscuro pasillo, sus tacos no emitían un sonido fuerte, pues la alfombra lo amortiguaba. Un maître se acercó a recibir la copa de manos de una de las dependientes y le ofreció una medida de whisky para mitigar el frío de la salida. Dudó, pero terminó aceptándolo, sin hielo. Se dirigió hacia un elegante sillón color rojo de tres cuerpos forrado en terciopelo que había a un costado y se sentó, aún faltaba para el final. La bebida le dio calor, y nuevamente, abrió su abanico para darse un poco de aire, que resultó ser un gran alivio para sus pómulos, cuello y escote. Se incorporó y le devolvió el vaso al empleado, que se despidió con una reverencia de las tres señoritas. Bárbara siguió caminando por el largo pasillo hasta llegar a las escaleras y comenzar a descender.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Zenobia [Privado]
La conversación murió en el momento en que yo dije mis últimas palabras, que la habían dejado tan patidifusa que no podía añadir nada. Era evidente que yo tenía razón, incluso si se trataba de un creyente acérrimo en cualquier deidad, y también resulta más que obvio el hecho de que una religión había ido copiando a otra y así sucesivamente hasta conseguir crear un edificio de poder que se justificaba sobre los miedos e inseguridades humanas, pero sobre todo sobre sus imperfecciones. Era por eso que yo no creía en ningún dios: ya era perfecto, ¿para qué considerar siquiera la existencia de una criatura superior a mí cuando no la había...?
Me habían educado como politeísta, pero dentro del panteón que ahora estudiaban los historiadores como algo anecdótico todas aquellas deidades habían tenido una entidad más o menos real palpable en el misterio de la propia religión y, sobre todo, en elementos de la población que, como yo, habíamos tenido sus características. El dios de cabecera, por así decirlo, de mi polis había sido Ares, el sangriento dios de la guerra, el que ataca primero y piensa después, el que es capaz de conquistar a la mujer más bella del Olimpo con sus atributos... ¿No era evidente en quién se habían basado para redondear su figura? La principal diferencia, sin embargo, era que en mi caso yo no salía derrotado por ninguna diosa salida de la cabeza de Zeus, y siempre elegía el bando ganador en cualquier conflicto: el mío.
Por eso, ella tenía las de perder si elegía enfrentarse a mí, aunque fuera a nivel simplemente verbal, y eso fue también el motivo que explicó que después de que yo hablara se impusiera sobre nosotros un silencio casi sepulcral sólo roto por los sonidos de la obra, que ya no conseguía engañar ni siquiera a unos humanos que se contentaban con casi cualquier cosa. Después de eso, lo que se puso a prueba fue nuestro aguante a la hora de permanecer en silencio hasta que uno de los dos se fuera, y quien resultó perdedora, como no podía ser de otra manera, fue ella.
Bárbara se despidió con la corrección que correspondía a una dama de su alcurnia, con la educación cortés y vacía de cualquier dama de alta sociedad que deseaba buenas intenciones cuando, en realidad, su mente estaba en cualquier otro mundo, muy lejos del presente. Yo de eso sabía bastante porque pese a que me solía mover por los barrios más bajos de París, donde todo era muchísimo más divertido que aquella absurda pantomima de mantener unas formas artificiales y ficticias que separaban a unos humanos de otros sin ningún motivo de peso, ya que todos eran igual de patéticos, también me había tocado desarrollarme por las mejores cortes del continente, y todas se comportaban igual...
Parecía estar indicado en algún tipo de manual de la dama cortesana que debían siempre ocultar sus pensamientos y deseos verdaderos, con lo divertidos que solían ser cuando se les dejaba volar en libertad, y decir sólo lo que algún estúpido quería oír. Me había criado en una sociedad algo más igualitaria que la de mi contexto, era cierto, y estaba acostumbrado a mujeres que entrenaban con los hombres en condiciones que, pese a no ser iguales, sí eran semejantes, pero la limitación que suponían los modales de aquel nuevo siglo me parecía soberanamente aburrida, ya que al final todas actuaban de la misma manera... y Bárbara no era ninguna excepción.
En vez de responder a sus palabras, me limité a inclinar la cabeza con aire aburrido, pero igual de correcto que el suyo. Si quería jugar a la educación podía hacerlo, pero claro, luego yo no me hacía responsable de lo que tendría que hacer para quitarme de encima el tedio que suponía aquella estupidez que los humanos llamaban protocolo. Además, ella pasó a un segundo plano en cuanto capturé la mirada provocativa de una de sus doncellas, que parecía no tener demasiado interés en lo que hiciera su jefa porque yo, como era evidente, ejercía una atracción sobre ella imposible de ignorar.
El soplo de sangre fresca que comenzó a impregnar el olor del palco gracias al rubor de sus mejillas fue lo que provocó en mi rostro una media sonrisa ladina. Tenía la mirada clavada en ella, pero de reojo, de una manera que me permitía estar atento a un tiempo a la obra y a la criada. Era sólo cuestión de tiempo que picara el anzuelo, algo que estaba deseando hacer a todas luces por la expresión, anhelante ahora, de su mirada y sus labios, pero el deber la llamó y se tuvo que ir. No importaba, había arrojado el anzuelo y solamente era cuestión de tiempo que picara y cayera en mis redes.
Lo único que quedaba por ver era cuánto tardaba la doncella de Bárbara Destutt de Tracy en buscarse una excusa para separarse de la persona a la que se suponía que atendía y pasar a dedicarme su atención en pleno y la noche era joven, podía esperar un buen rato. Yo, a diferencia de ellas, sí que esperé al fin de la obra, que se dio de manera tan abrupta como sólo podía venir de algo tan sumamente malo como había sido aquella representación. Sólo entonces las luces se encendieron y el malestar general se convirtió en alivio por tener por fin la ocasión de irse del teatro.
Yo no necesitaba criados ni ninguna clase de parafernalia para parecer un caballero superior a los demás. Me puse en pie con ademán regio, como si en vez de en una silla hubiera estado descansando sobre un trono de oro macizo, y entonces me dirigí a la salida bajo la atenta mirada del patio de butacas al completo, que parecía por fin haberse dado cuenta de mi presencia y del embrujo que provocaba sobre ellos cualquier cosa, por mínima que fuera, que yo hiciera. Sin prestarles más atención de la debida, e incluso con cierta indolencia, me dirigí hacia los pasillos llenos de gente del lugar y a través de ellos, que en muchos casos se paraban para mirarme, con inclinaciones de cabeza y demás muestras de respeto en las que ya ni reparaba.
Era total y absolutamente indiferente a lo que unos humanos que habían sido capaces de disfrutar con algo tan patético como aquella obra de teatro pensaran de mí, sobre todo porque, como era habitual, me tenían en una estima tan alta que guillotinarían a su rey (otra vez) sólo para ponerme en su lugar. Ah, los franceses, ese pueblo que siempre tiene esa arma tan útil a mano... Aunque eso lo habían aprendido de los flemáticos ingleses, por mucho que nunca fueran a reconocerlo. Antes mentirían diciendo que yo era un simple humano y que no valía nada que admitir que habían tomado una idea de la Gran Bretaña con la que llevaban desde siempre en guerra, pese a lo cual también se escuchaban voces inglesas en aquel teatro. Curioso... pero totalmente predecible.
En realidad, todos los humanos terminaban siéndolo, tanto que se volvían aburridos. Por ejemplo, ¿en qué cabeza no cabría pensar que en el tiempo que había durado la obra habían preparado en la parte baja de la ópera una elegante fiesta para celebrar el estreno, pese a que había sido un fiasco considerable? Desde luego en mi privilegiada mente existía la certeza de ese acontecimiento antes incluso, seguro, de que ellos mismos pensaran en llevarlo a cabo, y por eso no necesité escuchar de fondo, con cada vez mayor resonancia, los sonidos de los instrumentos rebotando por las paredes de los pasillos entre los que me movía para saber que me dirigía a una celebración. Y voilà.
En cuanto hice acto de presencia, el público asistente a aquella especie de fiesta, aún reducido porque no todo el mundo había abandonado aún el patio de columnas y la mayoría de los palcos, contuvo la respiración por la impresión que les produjo verme atravesar el umbral de la sala. Acostumbrado como estaba a tales demostraciones de mi clara influencia sobre ellos, que eran precisamente lo que debían hacer cada vez que me veían por ser el rey que era aunque ya no llevara ninguna corona sobre la cabeza, ni siquiera me molesté en fingir que me influía, y mi indiferencia aumentó el número de miradas que estaban clavadas en mí, aunque sólo me importaba, en aquel momento, una de ellas: la de la criada de Bárbara, cuyo aroma se había visto intensificado con el del vino que ligeramente ascendía en la atmósfera de la habitación.
Poco a poco, el caudal de gente que poblaba la estancia aumentó a medida que los últimos rezagados se unían a la celebración, y tras un breve discurso que iba destinado a no enardecer los ya excitados ánimos por el fracaso de la obra de teatro los músicos dieron comienzo a una melodía que enseguida arrastró gente al centro de la sala para bailar animadamente. Aproveché ese momento para coger una copa de vino blanco francés, que siempre había tenido una justificada fama porque si algo sabían hacer en esa nación era el vino, y darle un sorbo simplemente para catar su sabor y, al mismo tiempo, darle margen a la joven criada para que se deshiciera de sus obligaciones para con su señora y viniera a mí.
Sus miradas huidizas y de reojo revelaban a todas luces, sin embargo, que la temía demasiado para escaparse de su lado, y por eso mismo apuré el contenido de la copa y la dejé sobre una mesa para, así, poder dirigirme hacia donde el extraño grupo dominado por la dama Destutt de Tracy esperaba, ajeno a todo y, por parte de las criadas, deseando formar parte de aquella masa que parecía estar pasándoselo mucho mejor que en el interior del auditorio, donde la obra había tenido sus más y sus menos (pero, sobre todo, sus menos).
– Espero que me concedáis el honor de disfrutar de la compañía de una de vuestras doncellas, Bárbara. – comenté, con una reverencia burlona que terminó cuando me incorporé pero no para mirar a la increpada, sino más bien a la doncella que tan atraída se sentía por mí, como era lógico. Ni siquiera necesitaba escuchar sus pensamientos para saber que ella iba a aceptar, y antes de dar tiempo a su señora a que respondiera y le diera o denegara el permiso que ella anhelaba con todas sus fuerzas alargó la mano para que yo se la cogiera y dio por buena mi petición.
Sostuve su mano y la besé, con ademán caballeroso, para después conducirla al centro de la pista. La música del vals dio comienzo justo en aquel momento, y en un abrir y cerrar de ojos comenzamos a girar y a girar como si no estuviéramos hechos para otra cosa. Aquel fue el momento en el que la realidad, a su alrededor, comenzó a deformarse, y en vez del rostro de los demás bailarines veía rostros poco amigables que poco a poco la obligaban a acercarse a mí. Al mismo tiempo, las visiones de todos los demás presentes en la sala la veían en la misma pudorosa separación respecto a mí que al principio, con lo que el doble juego me permitió acercarme a ella y, con su permiso, morder su cuello para beber de su sangre sin que nadie lo viera, salvo yo. Cuando terminé, apenas unos segundos después, ella se colocó mejor el pañuelo que llevaba tapándole el cuello y las marcas de mis colmillos, yo volví a la posición del inicio y la ilusión se terminó para todos como si nada hubiera sucedido.
Me habían educado como politeísta, pero dentro del panteón que ahora estudiaban los historiadores como algo anecdótico todas aquellas deidades habían tenido una entidad más o menos real palpable en el misterio de la propia religión y, sobre todo, en elementos de la población que, como yo, habíamos tenido sus características. El dios de cabecera, por así decirlo, de mi polis había sido Ares, el sangriento dios de la guerra, el que ataca primero y piensa después, el que es capaz de conquistar a la mujer más bella del Olimpo con sus atributos... ¿No era evidente en quién se habían basado para redondear su figura? La principal diferencia, sin embargo, era que en mi caso yo no salía derrotado por ninguna diosa salida de la cabeza de Zeus, y siempre elegía el bando ganador en cualquier conflicto: el mío.
Por eso, ella tenía las de perder si elegía enfrentarse a mí, aunque fuera a nivel simplemente verbal, y eso fue también el motivo que explicó que después de que yo hablara se impusiera sobre nosotros un silencio casi sepulcral sólo roto por los sonidos de la obra, que ya no conseguía engañar ni siquiera a unos humanos que se contentaban con casi cualquier cosa. Después de eso, lo que se puso a prueba fue nuestro aguante a la hora de permanecer en silencio hasta que uno de los dos se fuera, y quien resultó perdedora, como no podía ser de otra manera, fue ella.
Bárbara se despidió con la corrección que correspondía a una dama de su alcurnia, con la educación cortés y vacía de cualquier dama de alta sociedad que deseaba buenas intenciones cuando, en realidad, su mente estaba en cualquier otro mundo, muy lejos del presente. Yo de eso sabía bastante porque pese a que me solía mover por los barrios más bajos de París, donde todo era muchísimo más divertido que aquella absurda pantomima de mantener unas formas artificiales y ficticias que separaban a unos humanos de otros sin ningún motivo de peso, ya que todos eran igual de patéticos, también me había tocado desarrollarme por las mejores cortes del continente, y todas se comportaban igual...
Parecía estar indicado en algún tipo de manual de la dama cortesana que debían siempre ocultar sus pensamientos y deseos verdaderos, con lo divertidos que solían ser cuando se les dejaba volar en libertad, y decir sólo lo que algún estúpido quería oír. Me había criado en una sociedad algo más igualitaria que la de mi contexto, era cierto, y estaba acostumbrado a mujeres que entrenaban con los hombres en condiciones que, pese a no ser iguales, sí eran semejantes, pero la limitación que suponían los modales de aquel nuevo siglo me parecía soberanamente aburrida, ya que al final todas actuaban de la misma manera... y Bárbara no era ninguna excepción.
En vez de responder a sus palabras, me limité a inclinar la cabeza con aire aburrido, pero igual de correcto que el suyo. Si quería jugar a la educación podía hacerlo, pero claro, luego yo no me hacía responsable de lo que tendría que hacer para quitarme de encima el tedio que suponía aquella estupidez que los humanos llamaban protocolo. Además, ella pasó a un segundo plano en cuanto capturé la mirada provocativa de una de sus doncellas, que parecía no tener demasiado interés en lo que hiciera su jefa porque yo, como era evidente, ejercía una atracción sobre ella imposible de ignorar.
El soplo de sangre fresca que comenzó a impregnar el olor del palco gracias al rubor de sus mejillas fue lo que provocó en mi rostro una media sonrisa ladina. Tenía la mirada clavada en ella, pero de reojo, de una manera que me permitía estar atento a un tiempo a la obra y a la criada. Era sólo cuestión de tiempo que picara el anzuelo, algo que estaba deseando hacer a todas luces por la expresión, anhelante ahora, de su mirada y sus labios, pero el deber la llamó y se tuvo que ir. No importaba, había arrojado el anzuelo y solamente era cuestión de tiempo que picara y cayera en mis redes.
Lo único que quedaba por ver era cuánto tardaba la doncella de Bárbara Destutt de Tracy en buscarse una excusa para separarse de la persona a la que se suponía que atendía y pasar a dedicarme su atención en pleno y la noche era joven, podía esperar un buen rato. Yo, a diferencia de ellas, sí que esperé al fin de la obra, que se dio de manera tan abrupta como sólo podía venir de algo tan sumamente malo como había sido aquella representación. Sólo entonces las luces se encendieron y el malestar general se convirtió en alivio por tener por fin la ocasión de irse del teatro.
Yo no necesitaba criados ni ninguna clase de parafernalia para parecer un caballero superior a los demás. Me puse en pie con ademán regio, como si en vez de en una silla hubiera estado descansando sobre un trono de oro macizo, y entonces me dirigí a la salida bajo la atenta mirada del patio de butacas al completo, que parecía por fin haberse dado cuenta de mi presencia y del embrujo que provocaba sobre ellos cualquier cosa, por mínima que fuera, que yo hiciera. Sin prestarles más atención de la debida, e incluso con cierta indolencia, me dirigí hacia los pasillos llenos de gente del lugar y a través de ellos, que en muchos casos se paraban para mirarme, con inclinaciones de cabeza y demás muestras de respeto en las que ya ni reparaba.
Era total y absolutamente indiferente a lo que unos humanos que habían sido capaces de disfrutar con algo tan patético como aquella obra de teatro pensaran de mí, sobre todo porque, como era habitual, me tenían en una estima tan alta que guillotinarían a su rey (otra vez) sólo para ponerme en su lugar. Ah, los franceses, ese pueblo que siempre tiene esa arma tan útil a mano... Aunque eso lo habían aprendido de los flemáticos ingleses, por mucho que nunca fueran a reconocerlo. Antes mentirían diciendo que yo era un simple humano y que no valía nada que admitir que habían tomado una idea de la Gran Bretaña con la que llevaban desde siempre en guerra, pese a lo cual también se escuchaban voces inglesas en aquel teatro. Curioso... pero totalmente predecible.
En realidad, todos los humanos terminaban siéndolo, tanto que se volvían aburridos. Por ejemplo, ¿en qué cabeza no cabría pensar que en el tiempo que había durado la obra habían preparado en la parte baja de la ópera una elegante fiesta para celebrar el estreno, pese a que había sido un fiasco considerable? Desde luego en mi privilegiada mente existía la certeza de ese acontecimiento antes incluso, seguro, de que ellos mismos pensaran en llevarlo a cabo, y por eso no necesité escuchar de fondo, con cada vez mayor resonancia, los sonidos de los instrumentos rebotando por las paredes de los pasillos entre los que me movía para saber que me dirigía a una celebración. Y voilà.
En cuanto hice acto de presencia, el público asistente a aquella especie de fiesta, aún reducido porque no todo el mundo había abandonado aún el patio de columnas y la mayoría de los palcos, contuvo la respiración por la impresión que les produjo verme atravesar el umbral de la sala. Acostumbrado como estaba a tales demostraciones de mi clara influencia sobre ellos, que eran precisamente lo que debían hacer cada vez que me veían por ser el rey que era aunque ya no llevara ninguna corona sobre la cabeza, ni siquiera me molesté en fingir que me influía, y mi indiferencia aumentó el número de miradas que estaban clavadas en mí, aunque sólo me importaba, en aquel momento, una de ellas: la de la criada de Bárbara, cuyo aroma se había visto intensificado con el del vino que ligeramente ascendía en la atmósfera de la habitación.
Poco a poco, el caudal de gente que poblaba la estancia aumentó a medida que los últimos rezagados se unían a la celebración, y tras un breve discurso que iba destinado a no enardecer los ya excitados ánimos por el fracaso de la obra de teatro los músicos dieron comienzo a una melodía que enseguida arrastró gente al centro de la sala para bailar animadamente. Aproveché ese momento para coger una copa de vino blanco francés, que siempre había tenido una justificada fama porque si algo sabían hacer en esa nación era el vino, y darle un sorbo simplemente para catar su sabor y, al mismo tiempo, darle margen a la joven criada para que se deshiciera de sus obligaciones para con su señora y viniera a mí.
Sus miradas huidizas y de reojo revelaban a todas luces, sin embargo, que la temía demasiado para escaparse de su lado, y por eso mismo apuré el contenido de la copa y la dejé sobre una mesa para, así, poder dirigirme hacia donde el extraño grupo dominado por la dama Destutt de Tracy esperaba, ajeno a todo y, por parte de las criadas, deseando formar parte de aquella masa que parecía estar pasándoselo mucho mejor que en el interior del auditorio, donde la obra había tenido sus más y sus menos (pero, sobre todo, sus menos).
– Espero que me concedáis el honor de disfrutar de la compañía de una de vuestras doncellas, Bárbara. – comenté, con una reverencia burlona que terminó cuando me incorporé pero no para mirar a la increpada, sino más bien a la doncella que tan atraída se sentía por mí, como era lógico. Ni siquiera necesitaba escuchar sus pensamientos para saber que ella iba a aceptar, y antes de dar tiempo a su señora a que respondiera y le diera o denegara el permiso que ella anhelaba con todas sus fuerzas alargó la mano para que yo se la cogiera y dio por buena mi petición.
Sostuve su mano y la besé, con ademán caballeroso, para después conducirla al centro de la pista. La música del vals dio comienzo justo en aquel momento, y en un abrir y cerrar de ojos comenzamos a girar y a girar como si no estuviéramos hechos para otra cosa. Aquel fue el momento en el que la realidad, a su alrededor, comenzó a deformarse, y en vez del rostro de los demás bailarines veía rostros poco amigables que poco a poco la obligaban a acercarse a mí. Al mismo tiempo, las visiones de todos los demás presentes en la sala la veían en la misma pudorosa separación respecto a mí que al principio, con lo que el doble juego me permitió acercarme a ella y, con su permiso, morder su cuello para beber de su sangre sin que nadie lo viera, salvo yo. Cuando terminé, apenas unos segundos después, ella se colocó mejor el pañuelo que llevaba tapándole el cuello y las marcas de mis colmillos, yo volví a la posición del inicio y la ilusión se terminó para todos como si nada hubiera sucedido.
Invitado- Invitado
Re: Zenobia [Privado]
La habían interceptado en el pasillo las típicas señoras de la high society que no aceptaban un “no” como respuesta. Habían sido tan insistentes que a Bárbara no se le ocurrieron excusas para seguir dando su negativa a la invitación que vertían sobre ella y sus doncellas. La escoltaron hacia un salón exclusivo que había tras una altísima puerta de madera oscura y manijas de oro. Al ingresar, el brillo y el esplendor de la decoración, podían encandilar a cualquiera, salvo a Bárbara, que era una mujer que no se obnubilaba ante el lujo, y a la cual el exceso, en cualquier aspecto, le parecía vulgar. Y si bien no era austera, tenía gustos refinados y no ostentosos. Le bastaba con su persona, ella sabía que al ingresar a un sitio todos la observaban, y ese momento no fue la excepción. No había muchas personas, porque la obra acababa de finalizar y el grueso de los espectadores se haría presente en pocos minutos. Prefirió los espacios vacíos, se podría acomodar con facilidad. Pero como todo, desde que había puesto un pie en ese bendito teatro, no salió como lo esperaba. Las mismas ancianas de instantes antes, la tomaron de un brazo cada una y la llevaron hacia un círculo de siete mujeres de diversas edades que iban desde los treinta hasta los setenta. Saludó con cordialidad a cada una de ellas, y les dio la venia a sus doncellas para que se colocasen a un costado junto a otras jóvenes de su misma condición. Un maître se acercó al grupúsculo de damas y les ofreció champagne, y Bárbara se abstuvo de hacer un comentario al respecto, pues ella había pedido esa bebida en su palco y le habían dicho que ya no había reserva de la misma. Se limitó a tomar su copa y agradecer al empleado que, al fin de cuentas, no tenía responsabilidad alguna en esa decisión. Elevaría una queja con las autoridades pertinentes. Regresó a la absurda conversación con leves asentimientos, no tenía noción de lo que aquellas mujeres hablaban, y tampoco le interesaba.
El flujo de concurrentes comenzó a incrementar conforme pasaban los minutos. Era hora de irse. No tenía deseos de verse envuelta en un evento tan masivo. Los conocía de memoria y siempre que podía, los evitaba. Se disculpó con las señoras y fue donde estaban sus empleadas. Una de ellas la ayudó a colocarse los guantes y la otra la capa de piel para apalear el frío que con crueldad se cernía sobre París. La doncella que ataba, a la altura de su garganta, el cordoncillo del abrigo, levantó su mirada, y Bárbara la reprendió. Ella parecía no haberla escuchado. Un murmullo acompañado de risitas femeninas ridículas le llegó a los oídos, era indicio de que algún elegante, encumbrado y apuesto caballero había ingresado al salón, y, claramente, había captado la atención de su empleada. ¡Desfachatada! A leguas se notaba la llama del deseo que se encendía en los oscuros ojos de la muchacha. Bárbara exclamó en voz baja su nombre, y la trajo nuevamente a la realidad. La coloración de los pómulos de la doncella fue tan evidente que la viuda la reprendió. ¿Es que no sabía disimular? Destutt de Tracy no veía las horas de irse de allí, entre la anfitriona, sus invitadas y la empleada, habían colaborado para que su mal humor se acentuase conforme pasaban las milésimas de segundos. Ni siquiera tenía deseos de mantener su buen humor, y pronto le daría una bofetada a su empleada, por descarada. ¿No era consciente de que estaba frente a su jefa y que debía guardar su lugar? Como si un caballero de la elite europea tuviera el afán de posar su mirada en una simple doncella como aquella, que si bien era bella, era un verdadero desafío, hacia todos los presentes y posibles invitados, una empresa como aquella. Bárbara detestó el matiz peyorativo que habían tomado sus pensamientos. Debía –y deseaba- irse de ese sitio inmediatamente.
Giró y se topó con cuatro de las anteriores partícipes del grupo que la había tenido encarcelada en una charla banal sobre la crianza de niños, que a ella le interesaba poco y nada, de hecho, era una veta de la personalidad femenina que no explotaría ni en mil siglos. Una de ellas, la rubia de vestido verde esmeralda –acompañado de unos accesorios demasiado extravagantes, a criterio de la viuda- le preguntó si se sentía indispuesta y por ello partía, otra, la señora de cabello entrecano, inmediatamente le ofreció un médico de confianza de su familia. Bárbara sentía que cientos de manos se cerraban en su cuello y comenzaban a apretarlo lentamente, ejerciendo cada vez más presión. Los interrogatorios de aquel tipo los dejaba para la institución en boga, la bendita Inquisición, que obtendría a grandes torturadoras si se decidía a contratar los servicios de ciertas damas de renombre como aquellas. Hizo uso de toda su paciencia y buenos modales para explicarles que tenía demasiado trabajo que realizar. Una de las que se había mantenido callada le sugirió que contratara a un secretario, que las mujeres no estaban hechas para las tareas comerciales y del tipo que ella realizaba, si no, para gastar el dinero de sus maridos o de las herencias que recibían, “como en tu caso, querida”, agregó con malicia y su mirada sesgada. Las claras orbes de la muchacha le devolvieron el sarcasmo a la susodicha, pero sus labios no emitieron ningún comentario destructivo, como estaba buscando la mujer. Aclaró, una vez más –no tenía idea de cuántas habían sido las ocasiones que había repetido las mismas palabras- que era su deber de esposa continuar con el legado de su difunto marido. Recibió aprobación de la rubia y la señora, a regañadientes de la otra, y la cuarta se había mantenido callada con sus pupilas fijas en un punto lejano, algo que la regordeta del grupo notó y le recriminó. Ella comentó que no podía quitar sus ojos del hombre que había entrado hacía unos minutos. Todas, incluso Bárbara, siguieron la dirección que ella indicó con un leve gesto, y allí estaba el compañero de palco de Destutt de Tracy.
Lo vio dejar su copa y encaminarse hacia donde se encontraban ellas. Ciro, parecía dispuesto a algo que Bárbara no logró dilucidar, hasta que se plantó a su lado. Lo observó con precaución, una alerta se encendió en su cabeza, y le susurró cautela. Pero lo cierto era que la frase que salió de la boca del enigmático caballero surtió el efecto de una cachetada, que de habérsela dado, no la hubiese sorprendido tanto. No supo qué responder, si decía “si”, pues poco le importaba el destino de la reputación de Ciro, iba a parecer un ama débil y podría traerle problema a sus negocios, y si decía “no”, podría parecer que fuese ella la que deseaba que él la sacase a bailar. Sin una contestación, giró y observó a su doncella, que le dirigió una mirada de disculpas, sonrió y acompañó al hombre hacia el centro de la pista. De todas las humillaciones que podían hacérsele a una persona dentro de la alta alcurnia, aquella, sin dudas, ocupaba los primeros puestos. Las cuatro cotorras comenzaron a hacer comentarios destructivos respecto a la pareja, y le pedían opiniones a Bárbara, que, simplemente, no sabía qué decir. Ella no era quién para decidir las parejas de baile, pero conocía las reglas de los cerrados círculos, no iba en contra de ellas porque estuviese de acuerdo, si no, porque no le gustaban los rumores que se creaban alrededor de las personas, suficientes tenía con las especulaciones con respecto a su viudez y la cantidad interminable de posibles amantes que le habían decorado alrededor de su existencia desde que había puesto un pie en París como la viuda de Turner. Si por lo menos el hombre hubiera resistido unos días más y la hubiera presentado en sociedad… Esos eran los momentos en los que agradecía la rigurosa educación de su abuela Leonor, y el haber heredado gran parte de sus modos.
El vals terminó y vio el triunfo en el rostro de Ciro. ¿Desafiaba a la sociedad, a ella o, simplemente, lo tenía sin cuidado “el qué dirán”? Por lo poco que había conversado con él y por lo que su intuición le decía, la tercera de las opciones era la que encajaba perfectamente con el caballero. Él no le interesaba y su doncella ya estaba despedida. No sólo porque había ido en contra de todo lo que ella les había explicitado el día que la contrató, si no, porque perdería autoridad ante los demás empleados, y si bien a todos los respetaba, se caracterizaba por ser exigente y compensar monetariamente con aumentos a los subordinados que se destacaran por sus buena conducta y por sus cualidades. Suspiró, hizo una reverencia a las mujeres, a las cuales dejó con la palabra en la boca, y caminó cruzando la pista, con su mentón levantado y con la otra empleada siguiéndole el paso rápido y con el corazón en la garganta, temía que a ella también la dejase sin empleo. Pasó por el lado de la pareja, se volvió unos pasos y notó el pañuelo en la garganta de su doncella…como lo había supuesto desde el primer momento en que vio a Ciro en la tenue luz del palco. Estuvo a punto de levantar la comisura de sus labios en una irónica sonrisa, sabía del misterio que rodeaba a ese tipo de seres y de las fantasías que despertaban en ciertas jóvenes. Le causó gracia la mentalidad soñadora de la muchacha, un patrón que se daba en las mentes ignorantes como, claramente, era la de su ex empleada.
—Espero hayan disfrutado de la pieza —aseguró— Monsieur, madeimoselle, que la velada les sea placentera —se tomó de la falda, realizó una reverencia, y antes de encaminarse le dirigió unas palabras a Ciro— Creí que alguien como usted era más…discreto —iba a utilizar la palabra "inteligente", pero se abstuvo.
Bárbara salió del salón, dejando tras de sí una estela de murmuraciones y comentarios. Todos hubieran querido saber qué palabras había emitido la viuda. Su taconeo retumbó a lo largo del pasillo, ya despejado de los asistentes a la función de Zenobia. El aire fresco que la recibió tras cruzar la salida le devolvió el sosiego. ¡Al fin estaba libre! Libre de las opresoras e inquisitivas miradas y preguntas, libre de la espantosa obra de teatro, libre de la incomodidad que le había provocado la presencia de Ciro, libre de sus cavilaciones horrorosas, libre de una empleada inútil y mediocre, libre… Un lacayo, cuando la divisó, se apuró en extender la escalerilla que unía el exterior con el carruaje, y la ayudó a subir. El interior del móvil la hizo cerrar los ojos y acomodarse en el mullido asiento. Tenía deseos de un brandy y un puro, otro de sus hábitos masculinos adquiridos en el mundo de los negocios, al cual ocultaba con recelo, pero disfrutaba con desmedida satisfacción. Ella también podía transgredir las reglas, en su hogar, ese hogar que había heredado y que construía diariamente, era ama y señora, allí se hacía lo que ella quería, mantenía el control en todos los aspectos, desde el uniforme que utilizaba el personal, el color de las sábanas, la comida, lo que se podía decir y lo que no, y no había nada que Bárbara adorara más que controlar lo que la rodeaba y a los que la rodeaban. La imagen de Ciro se cruzó por su cabeza y en sus labios se dibujó una mueca afable, suavizándole la expresión, el ininteligible caballero terminó siendo una pieza incontrolable, pero divertida al fin de cuentas, y en poco más de dos horas fue capaz de hacerle ver sus aspectos negativos y positivos entremezclados. Sin dudas, había sido un gusto conocerlo, más allá del deplorable espectáculo del cual ella había sido, indirectamente, partícipe.
El flujo de concurrentes comenzó a incrementar conforme pasaban los minutos. Era hora de irse. No tenía deseos de verse envuelta en un evento tan masivo. Los conocía de memoria y siempre que podía, los evitaba. Se disculpó con las señoras y fue donde estaban sus empleadas. Una de ellas la ayudó a colocarse los guantes y la otra la capa de piel para apalear el frío que con crueldad se cernía sobre París. La doncella que ataba, a la altura de su garganta, el cordoncillo del abrigo, levantó su mirada, y Bárbara la reprendió. Ella parecía no haberla escuchado. Un murmullo acompañado de risitas femeninas ridículas le llegó a los oídos, era indicio de que algún elegante, encumbrado y apuesto caballero había ingresado al salón, y, claramente, había captado la atención de su empleada. ¡Desfachatada! A leguas se notaba la llama del deseo que se encendía en los oscuros ojos de la muchacha. Bárbara exclamó en voz baja su nombre, y la trajo nuevamente a la realidad. La coloración de los pómulos de la doncella fue tan evidente que la viuda la reprendió. ¿Es que no sabía disimular? Destutt de Tracy no veía las horas de irse de allí, entre la anfitriona, sus invitadas y la empleada, habían colaborado para que su mal humor se acentuase conforme pasaban las milésimas de segundos. Ni siquiera tenía deseos de mantener su buen humor, y pronto le daría una bofetada a su empleada, por descarada. ¿No era consciente de que estaba frente a su jefa y que debía guardar su lugar? Como si un caballero de la elite europea tuviera el afán de posar su mirada en una simple doncella como aquella, que si bien era bella, era un verdadero desafío, hacia todos los presentes y posibles invitados, una empresa como aquella. Bárbara detestó el matiz peyorativo que habían tomado sus pensamientos. Debía –y deseaba- irse de ese sitio inmediatamente.
Giró y se topó con cuatro de las anteriores partícipes del grupo que la había tenido encarcelada en una charla banal sobre la crianza de niños, que a ella le interesaba poco y nada, de hecho, era una veta de la personalidad femenina que no explotaría ni en mil siglos. Una de ellas, la rubia de vestido verde esmeralda –acompañado de unos accesorios demasiado extravagantes, a criterio de la viuda- le preguntó si se sentía indispuesta y por ello partía, otra, la señora de cabello entrecano, inmediatamente le ofreció un médico de confianza de su familia. Bárbara sentía que cientos de manos se cerraban en su cuello y comenzaban a apretarlo lentamente, ejerciendo cada vez más presión. Los interrogatorios de aquel tipo los dejaba para la institución en boga, la bendita Inquisición, que obtendría a grandes torturadoras si se decidía a contratar los servicios de ciertas damas de renombre como aquellas. Hizo uso de toda su paciencia y buenos modales para explicarles que tenía demasiado trabajo que realizar. Una de las que se había mantenido callada le sugirió que contratara a un secretario, que las mujeres no estaban hechas para las tareas comerciales y del tipo que ella realizaba, si no, para gastar el dinero de sus maridos o de las herencias que recibían, “como en tu caso, querida”, agregó con malicia y su mirada sesgada. Las claras orbes de la muchacha le devolvieron el sarcasmo a la susodicha, pero sus labios no emitieron ningún comentario destructivo, como estaba buscando la mujer. Aclaró, una vez más –no tenía idea de cuántas habían sido las ocasiones que había repetido las mismas palabras- que era su deber de esposa continuar con el legado de su difunto marido. Recibió aprobación de la rubia y la señora, a regañadientes de la otra, y la cuarta se había mantenido callada con sus pupilas fijas en un punto lejano, algo que la regordeta del grupo notó y le recriminó. Ella comentó que no podía quitar sus ojos del hombre que había entrado hacía unos minutos. Todas, incluso Bárbara, siguieron la dirección que ella indicó con un leve gesto, y allí estaba el compañero de palco de Destutt de Tracy.
Lo vio dejar su copa y encaminarse hacia donde se encontraban ellas. Ciro, parecía dispuesto a algo que Bárbara no logró dilucidar, hasta que se plantó a su lado. Lo observó con precaución, una alerta se encendió en su cabeza, y le susurró cautela. Pero lo cierto era que la frase que salió de la boca del enigmático caballero surtió el efecto de una cachetada, que de habérsela dado, no la hubiese sorprendido tanto. No supo qué responder, si decía “si”, pues poco le importaba el destino de la reputación de Ciro, iba a parecer un ama débil y podría traerle problema a sus negocios, y si decía “no”, podría parecer que fuese ella la que deseaba que él la sacase a bailar. Sin una contestación, giró y observó a su doncella, que le dirigió una mirada de disculpas, sonrió y acompañó al hombre hacia el centro de la pista. De todas las humillaciones que podían hacérsele a una persona dentro de la alta alcurnia, aquella, sin dudas, ocupaba los primeros puestos. Las cuatro cotorras comenzaron a hacer comentarios destructivos respecto a la pareja, y le pedían opiniones a Bárbara, que, simplemente, no sabía qué decir. Ella no era quién para decidir las parejas de baile, pero conocía las reglas de los cerrados círculos, no iba en contra de ellas porque estuviese de acuerdo, si no, porque no le gustaban los rumores que se creaban alrededor de las personas, suficientes tenía con las especulaciones con respecto a su viudez y la cantidad interminable de posibles amantes que le habían decorado alrededor de su existencia desde que había puesto un pie en París como la viuda de Turner. Si por lo menos el hombre hubiera resistido unos días más y la hubiera presentado en sociedad… Esos eran los momentos en los que agradecía la rigurosa educación de su abuela Leonor, y el haber heredado gran parte de sus modos.
El vals terminó y vio el triunfo en el rostro de Ciro. ¿Desafiaba a la sociedad, a ella o, simplemente, lo tenía sin cuidado “el qué dirán”? Por lo poco que había conversado con él y por lo que su intuición le decía, la tercera de las opciones era la que encajaba perfectamente con el caballero. Él no le interesaba y su doncella ya estaba despedida. No sólo porque había ido en contra de todo lo que ella les había explicitado el día que la contrató, si no, porque perdería autoridad ante los demás empleados, y si bien a todos los respetaba, se caracterizaba por ser exigente y compensar monetariamente con aumentos a los subordinados que se destacaran por sus buena conducta y por sus cualidades. Suspiró, hizo una reverencia a las mujeres, a las cuales dejó con la palabra en la boca, y caminó cruzando la pista, con su mentón levantado y con la otra empleada siguiéndole el paso rápido y con el corazón en la garganta, temía que a ella también la dejase sin empleo. Pasó por el lado de la pareja, se volvió unos pasos y notó el pañuelo en la garganta de su doncella…como lo había supuesto desde el primer momento en que vio a Ciro en la tenue luz del palco. Estuvo a punto de levantar la comisura de sus labios en una irónica sonrisa, sabía del misterio que rodeaba a ese tipo de seres y de las fantasías que despertaban en ciertas jóvenes. Le causó gracia la mentalidad soñadora de la muchacha, un patrón que se daba en las mentes ignorantes como, claramente, era la de su ex empleada.
—Espero hayan disfrutado de la pieza —aseguró— Monsieur, madeimoselle, que la velada les sea placentera —se tomó de la falda, realizó una reverencia, y antes de encaminarse le dirigió unas palabras a Ciro— Creí que alguien como usted era más…discreto —iba a utilizar la palabra "inteligente", pero se abstuvo.
Bárbara salió del salón, dejando tras de sí una estela de murmuraciones y comentarios. Todos hubieran querido saber qué palabras había emitido la viuda. Su taconeo retumbó a lo largo del pasillo, ya despejado de los asistentes a la función de Zenobia. El aire fresco que la recibió tras cruzar la salida le devolvió el sosiego. ¡Al fin estaba libre! Libre de las opresoras e inquisitivas miradas y preguntas, libre de la espantosa obra de teatro, libre de la incomodidad que le había provocado la presencia de Ciro, libre de sus cavilaciones horrorosas, libre de una empleada inútil y mediocre, libre… Un lacayo, cuando la divisó, se apuró en extender la escalerilla que unía el exterior con el carruaje, y la ayudó a subir. El interior del móvil la hizo cerrar los ojos y acomodarse en el mullido asiento. Tenía deseos de un brandy y un puro, otro de sus hábitos masculinos adquiridos en el mundo de los negocios, al cual ocultaba con recelo, pero disfrutaba con desmedida satisfacción. Ella también podía transgredir las reglas, en su hogar, ese hogar que había heredado y que construía diariamente, era ama y señora, allí se hacía lo que ella quería, mantenía el control en todos los aspectos, desde el uniforme que utilizaba el personal, el color de las sábanas, la comida, lo que se podía decir y lo que no, y no había nada que Bárbara adorara más que controlar lo que la rodeaba y a los que la rodeaban. La imagen de Ciro se cruzó por su cabeza y en sus labios se dibujó una mueca afable, suavizándole la expresión, el ininteligible caballero terminó siendo una pieza incontrolable, pero divertida al fin de cuentas, y en poco más de dos horas fue capaz de hacerle ver sus aspectos negativos y positivos entremezclados. Sin dudas, había sido un gusto conocerlo, más allá del deplorable espectáculo del cual ella había sido, indirectamente, partícipe.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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