Cumpleaños... ¿feliz? [LIBRE]

El número trece no me gustaba para nada. Era un número impar, es decir, que no tenía ningún amigo como el dos tenía al cuatro. A demás, ¡estaba maldito! El trece siempre fue el número de la mala suerte… Y ahora, me tocaba soplar mis trece velas de la tarta de chocolate junto a mi hermano Biél, quién intentaba apagar el fuego de todas ellas sin saber que May usaba sus poderes para hacer revivir siempre la llama y no dejarla apagar, hasta que mi hermano empezó a ponerse colorado y luego de color púrpura, momento en el que papá le pidió a la pequeña bruja que dejara de jugar con el fuego. Y cuando ella hinchó sus mofletes y se cruzó de brazos, las velas se consumieron por un simple portazo producido por la marida de papá. Él meneó la cabeza y me sonrió para quitarle hierro al asunto, disculpándola con no se qué cosa de hormonas. ¿Los vampiros tenían hormonas? ¡Ni siquiera sabía lo que eran las hormonas! ¿Se comía?

Entonces vinieron los regalos de papá que nos ofreció de parte de toda la familia. A Biél le regalaron una cama con la silueta de un dinosaurio y en el interior de su cojín, encontró fascinado montones y montones de chocolatinas y golosinas. Mientras él babeaba con su nueva adquisición, y fruncí el ceño ante el tutú rosado, las muñecas de porcelana y los cuadernos y pinturas de dibujo. Corrí entonces hacia papá y tiré de sus ropas para reclamarle atención.

- ¡Papá, papá! ¡Las muñecas de porcelana me miran y me dan miedo!- confesé entre susurros, señalando las figuritas que había aparcado junto a la chimenea, en un rincón dónde no pudieran hacerme daño.

Él pareció divertirse con aquél turbio asunto, y se limitó a despeinar mis cabellos que tan costosamente había ordenado en una larga trenza. Hice un puchero infantil y salí corriendo de allí, ya que si papá no me protegía de las malas muñecas de porcelana debía escapar cuanto antes. Abrí la pesada puerta del salón con dificultades, corriendo por los pasillos sólo llevando conmigo los cuadernos y unos lápices de colores. Pedí a Jean que abriera la puerta principal y sin escuchar sus consejos sobre la tormenta que pronto descargaría sobre mí, seguí huyendo hacia el jardín, saltando la valla en cuanto estuve lejos de las miradas indiscretas de los siervos y jardineros. Fuera, amainé el paso y a lo lejos entreví la enorme figura de una mujer danzante al ritmo de la brisa del atardecer que allí soplaba, así que me infiltré entre unos arbustos y finalmente ensucié mi vestido elegantoso arrastrándome por el césped hasta llegar frente a lo que en realidad era, un bellísimo árbol que me había recordado… sí, a mamá.

Me senté bajo su copa y alcé la vista para contemplar el vaivén de las hojas naranjas que había confundido con su cabello pelirrojo, sintiendo unas lágrimas traicioneras emanar de mis ojos tristes. Suspiré y me percaté de que aun llevaba conmigo aquellos cuadernos de dibujo, por lo que tomé uno de aquellos lápices y empecé a rasgar el papel con su punta, creando formas y colores que nacían de los rincones más profundos de mi mente.