AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Encuentro Fortuito [ Jean Christophe ]
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Encuentro Fortuito [ Jean Christophe ]
Lluvia. El resonar del metal, junto al relinchar de los caballos. Eso era lo único que se oía por aquel camino a esas horas de la noche, no tardarían en tocar las doce. Lo único que oiría un humano, cabe destacar. Mas aquella que iba dentro de aquella "carroza" ya había dejado su humanidad demasiados años atrás. Giselle escuchaba más de lo deseado. Voces. Gente hablando. El ambiente de los locales de alterne por los que pasaba momentáneamente, de camino a su destino final. Paulette. Su casa, mejor dicho, alejada del centro. El por qué necesitara de aquel transporte para volver. No le gustaba estar separada de "su hija" —Así es como la consideraba el mundo entero y ella misma había establecido tal vínculo, a penas verla—, no solo porque le gustaba pasar tiempo a su lado, sino porque temía que hiciera alguna de sus locuras momentáneas. Era un cielo y, a pesar de su tragedia, vivía con alegría. Sin embargo, como todos los de su especie, tenía un demonio interior que al salir a la luz no resultaba nada agradable. A la propia Giselle le había llevado centenares controlarlo, era obvio que una simple chiquilla —Tanto de apariencia como edad— no lo había conseguido en solo unos meses. Por lo menos, le había enseñado lo básico: Que los humanos eran más que comida y que debía tratarlos con respeto. Aún así, comprendía el por qué de sus escapadas y era el único motivo del que no la hubiese encerrado con llave dentro de la mansión. En el fondo, necesitaba libertad. Libertad para sacar esa parte no tan buena de su interior, en soledad. Sabía que atosigándola no conseguiría absolutamente nada.
Tan abstraída estaba pensando en la menor que hasta pasados unos minutos no se dio cuenta de que habían parado. Frunció el ceño, extrañada. ¿Ya habían llegado? No, lo dudaba, pues ningún olor le era familiar. Habría olido a Paulette incluso a kilometros de distancia y si bien cabía la posibilidad de que no estuviese en casa, también reconocía perfectamente el olor de sus doncellas. Y allí solo olía a gotas de agua, el humano que "conducía" y otros olores que se mezclaban del exterior pero que no le eran familiares.
Decidió esperar, brevemente, a que el cochero le avisara qué había ocurrido. Tal vez los caballos habían tenido algún problema o había surgido algo inesperado del camino... Pero no, allí no había ni Dios que hablase. De echo, había un sepulcral silencio que solo era interrumpido por amagos de truenos. Anunciaban la tormenta que todavía restaba por venir. Y con esa sensación de que algo extraño ocurría, aún a riesgo de empaparse, Giselle decidió salir a comprobar por si misma lo ocurrido. Sacó unos centímetros la cabeza, lo suficiente como para ver al objeto de su mayor preocupación, los caballos. Allí estaban. Parados pero sin aparentar problema alguno, de echo ella podía notar que estaban sanos. Notaba la sangre fluyendo por sus venas y podía escuchar su corazón latiendo. Definitivamente, el problema no estaba en ellos. Lo que llevaba a... El cochero. La escena era un tanto shockeante, para aquel que tuviera unos pocos —Muchos— menos años que ella. El pobre hombre, debía rondar al rededor de los cincuenta años, yacía tumbado sobre el asiento con las riendas bien agarradas. Y aunque Giselle intentó buscar un mínimo de rastro vital, en él ya no quedaba nada. Había muerto, posiblemente de un ataque al corazón, aseando de tal forma las riendas —Posiblemente, del dolor— que había echo frenar a los caballos. Oh, eso sí que suponía un contratiempo grabe. ¡Extremadamente grabe!
Y gracias a aquella incesante —Cada vez más— lluvia, por allí no había ni dios que se asomara para prestarle algo de ayuda. Ligeramente desesperada, aunque intentando no perder la calma, bajó de la carroza no sin ponerse antes la capa (Y capucha) que la protegería ligeramente de las gotas de agua. Miró al rededor, pensativa en posibles soluciones. ¿Caminar hasta casa? Observó momentáneamente un letrero que indicaba el "College" no muy lejos de allí ¡Estaban muy lejos! Tardaría toda la noche, sin mencionar que caminar bajo la lluvia no era su plan de aquella noche. ¿Ponerse ella al mando? Bueno, sabía cabalgar, pero nunca había probado a tirar de todo un engranaje de metal. Le daba la sensación de que no sería una buena idea. Y, por último, ¿Qué iba a hacer con el cuerpo? Ni siquiera servía para alimentar a Paulette, pues estaba demasiado desgastado y si bien la sangre se mantenía caliente, para cuando llegara a casa ya no serviría. Maldijo.
Y como si por alguna especie de magia fuera, vislumbró una luz que la hizo sentir algo esperanzada. Al principio pensó que se trataba de un local —A pesar de que la zona parecía puramente residencial—, sin embargo, procedía de la ventana de una de las casas. Que demonios.. No perderé nada por intentarlo, se dijo. Era la que más cerca le quedaba de la carroza y no quería alejarse demasiado, no podía dejar eso allí y marcharse sin más. Tanto así empezaba a rozar la desesperación que picó a la puerta con el picaporte sin prestar atención a si sería o no razonable, solo quería que aquello terminara rápido y volver a casa sin más complicaciones.— ¿Hay alguien ahí? Siento las molestias, pero necesito ayuda —Puede que no fuera la más indicada para pensarlo, pero ojalá no le pidieran nada a cambio.
Tan abstraída estaba pensando en la menor que hasta pasados unos minutos no se dio cuenta de que habían parado. Frunció el ceño, extrañada. ¿Ya habían llegado? No, lo dudaba, pues ningún olor le era familiar. Habría olido a Paulette incluso a kilometros de distancia y si bien cabía la posibilidad de que no estuviese en casa, también reconocía perfectamente el olor de sus doncellas. Y allí solo olía a gotas de agua, el humano que "conducía" y otros olores que se mezclaban del exterior pero que no le eran familiares.
Decidió esperar, brevemente, a que el cochero le avisara qué había ocurrido. Tal vez los caballos habían tenido algún problema o había surgido algo inesperado del camino... Pero no, allí no había ni Dios que hablase. De echo, había un sepulcral silencio que solo era interrumpido por amagos de truenos. Anunciaban la tormenta que todavía restaba por venir. Y con esa sensación de que algo extraño ocurría, aún a riesgo de empaparse, Giselle decidió salir a comprobar por si misma lo ocurrido. Sacó unos centímetros la cabeza, lo suficiente como para ver al objeto de su mayor preocupación, los caballos. Allí estaban. Parados pero sin aparentar problema alguno, de echo ella podía notar que estaban sanos. Notaba la sangre fluyendo por sus venas y podía escuchar su corazón latiendo. Definitivamente, el problema no estaba en ellos. Lo que llevaba a... El cochero. La escena era un tanto shockeante, para aquel que tuviera unos pocos —Muchos— menos años que ella. El pobre hombre, debía rondar al rededor de los cincuenta años, yacía tumbado sobre el asiento con las riendas bien agarradas. Y aunque Giselle intentó buscar un mínimo de rastro vital, en él ya no quedaba nada. Había muerto, posiblemente de un ataque al corazón, aseando de tal forma las riendas —Posiblemente, del dolor— que había echo frenar a los caballos. Oh, eso sí que suponía un contratiempo grabe. ¡Extremadamente grabe!
Y gracias a aquella incesante —Cada vez más— lluvia, por allí no había ni dios que se asomara para prestarle algo de ayuda. Ligeramente desesperada, aunque intentando no perder la calma, bajó de la carroza no sin ponerse antes la capa (Y capucha) que la protegería ligeramente de las gotas de agua. Miró al rededor, pensativa en posibles soluciones. ¿Caminar hasta casa? Observó momentáneamente un letrero que indicaba el "College" no muy lejos de allí ¡Estaban muy lejos! Tardaría toda la noche, sin mencionar que caminar bajo la lluvia no era su plan de aquella noche. ¿Ponerse ella al mando? Bueno, sabía cabalgar, pero nunca había probado a tirar de todo un engranaje de metal. Le daba la sensación de que no sería una buena idea. Y, por último, ¿Qué iba a hacer con el cuerpo? Ni siquiera servía para alimentar a Paulette, pues estaba demasiado desgastado y si bien la sangre se mantenía caliente, para cuando llegara a casa ya no serviría. Maldijo.
Y como si por alguna especie de magia fuera, vislumbró una luz que la hizo sentir algo esperanzada. Al principio pensó que se trataba de un local —A pesar de que la zona parecía puramente residencial—, sin embargo, procedía de la ventana de una de las casas. Que demonios.. No perderé nada por intentarlo, se dijo. Era la que más cerca le quedaba de la carroza y no quería alejarse demasiado, no podía dejar eso allí y marcharse sin más. Tanto así empezaba a rozar la desesperación que picó a la puerta con el picaporte sin prestar atención a si sería o no razonable, solo quería que aquello terminara rápido y volver a casa sin más complicaciones.— ¿Hay alguien ahí? Siento las molestias, pero necesito ayuda —Puede que no fuera la más indicada para pensarlo, pero ojalá no le pidieran nada a cambio.
Giselle Van Silberschatz- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 19/08/2012
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Re: Encuentro Fortuito [ Jean Christophe ]
Aquella noche llovía y París estaba hermoso bajo la capa reluciente y fina de agua que se había instaurado sobre el pavimento y los tejados de las casas. A Jean Christophe le encantaría salir a pasear justo cuando todos los demás se escondían, temerosos de mojarse como si las gotas fueran ácidas y pudieran disolverlos. Daría doscientos francos por poder ponerse el gabán y salir a dar una vuelta de apenas unos minutos, un instante de su vida, y regresar con el pelo húmedo y las mejillas arreboladas a tomar una taza de té caliente. Puede que sonara infantil pero es que debajo de esa mata de pelo rubio y fino había algo más que la mente de un gigante de los negocios, de un hombre hecho a sí mismo y de un joven precoz: había un niño que había tenido que desaparecer demasiado pronto y que todavía ahora, de vez en cuando, reclamaba su momento de protagonismo. El haber tenido que ocuparse de la casa de modas de su familia desde los once años había dejado una huella en su carácter. Todos escogemos caminos que nos apartan de otros, pero así es la vida y ninguna persona puede quedarse a la vez con todas las opciones. Jean Christophe lo sabía y estaba satisfecho con su elección, pero a veces, solo a veces... Desearía haber tenido otra infancia, y sobre todo exenta de enfermedad. Ahora sus pulmones delicados no le permitían exponerse al frío ni a la humedad, y lo segundo era algo que aquella noche abundaba en demasía en el exterior de la casa. Que su criado le informara de que había cerrado los postigos no hizo sino acrecentar su sensación de pérdida. Se aburría como una ostra.
Como si fuera una respuesta a su pensamiento en aquel mismo instante llamaron a la puerta con cierta urgencia, unos golpes rápidos con fuerza media que seguramente procedían de un hombre que llamaba sin prisa o de una mujer que andaba apurada. Por la frecuencia de tiempo transcurrida entre toque y toque Jean Christophe optó por lo segundo, y su idea inicial se vio corroborada cuando se oyó la voz femenina desde el otro lado. El rubio estaba sentado en su estudio y por eso su sirviente abrió mucho antes de que él pudiera asomarse a contemplar a la furtiva visitante. Mientras se levantaba, se adecentaba un poco la camisa y se dirigía a la entrada oyó las explicaciones del criado: "Es muy tarde, mademoiselle, pase y caliéntese mientras aviso al señor, pero ya le anticipo que no podrá salir esta noche si es que su comanda requiere de su presencia en el exterior. El señor tiene un problema..." - Al señor no le pasa nada. - Intervino Jean Christophe en aquel momento, apareciendo por detrás de su sirviente y sintiéndose algo molesto por aquella consideración casi de minusválido que le otorgaba su empleado. Sabía que el hombre lo hacía por su bien, ya que llevaban juntos tanto tiempo que casi lo podía considerar de su familia, pero no le hacía ni pizca de gracia que hablase de su precaria salud a cualquiera que se le cruzara por delante. Puede que fuera una estupidez, pero aún le molestaba más viendo que se trataba de una joven especialmente hermosa.
- Soy Jean Christophe Tallerand, mi casa es su casa. - Se presentó. Despachó al criado con unas palabras y luego invitó a la mujer a tomar asiento. - ¿Desea algo caliente de beber? La invitaría a compartir mi cena pero hace ya tiempo que la terminé, aunque si desea puedo ordenar que le preparen algo. Está muy pálida. - Incluso más blanca que él, y eso era algo que le causó verdadera sorpresa. Por un momento se sintió más acompañado en su aislamiento solo por ese detalle.
Como si fuera una respuesta a su pensamiento en aquel mismo instante llamaron a la puerta con cierta urgencia, unos golpes rápidos con fuerza media que seguramente procedían de un hombre que llamaba sin prisa o de una mujer que andaba apurada. Por la frecuencia de tiempo transcurrida entre toque y toque Jean Christophe optó por lo segundo, y su idea inicial se vio corroborada cuando se oyó la voz femenina desde el otro lado. El rubio estaba sentado en su estudio y por eso su sirviente abrió mucho antes de que él pudiera asomarse a contemplar a la furtiva visitante. Mientras se levantaba, se adecentaba un poco la camisa y se dirigía a la entrada oyó las explicaciones del criado: "Es muy tarde, mademoiselle, pase y caliéntese mientras aviso al señor, pero ya le anticipo que no podrá salir esta noche si es que su comanda requiere de su presencia en el exterior. El señor tiene un problema..." - Al señor no le pasa nada. - Intervino Jean Christophe en aquel momento, apareciendo por detrás de su sirviente y sintiéndose algo molesto por aquella consideración casi de minusválido que le otorgaba su empleado. Sabía que el hombre lo hacía por su bien, ya que llevaban juntos tanto tiempo que casi lo podía considerar de su familia, pero no le hacía ni pizca de gracia que hablase de su precaria salud a cualquiera que se le cruzara por delante. Puede que fuera una estupidez, pero aún le molestaba más viendo que se trataba de una joven especialmente hermosa.
- Soy Jean Christophe Tallerand, mi casa es su casa. - Se presentó. Despachó al criado con unas palabras y luego invitó a la mujer a tomar asiento. - ¿Desea algo caliente de beber? La invitaría a compartir mi cena pero hace ya tiempo que la terminé, aunque si desea puedo ordenar que le preparen algo. Está muy pálida. - Incluso más blanca que él, y eso era algo que le causó verdadera sorpresa. Por un momento se sintió más acompañado en su aislamiento solo por ese detalle.
Jean Christophe Tallerand- Humano Clase Alta
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Re: Encuentro Fortuito [ Jean Christophe ]
Los segundos empezaban a convertirse en minutos y Giselle estaba cada vez más excitada, de mala manera. Si hubiese tenido pulso, en ese momento estaría completamente desbocado. A pesar de todos los años que había vivido y de todos los momentos, infinitamente más descabellados que aquel, allí estaba ella cual muchachita inocente preocupada por un —Ligeramente grande— imprevisto. Su mente se debatía entre lo que hacer, y lo que no hacer. ¿Llamar una segunda vez? ¿Esperar unos minutos más y rezar para que saliera alguien de una buena vez? No quería parecer una loca desesperada picando a la puerta de un desconocido sin parar mientras gritaba histérica. Se rió para si ¡Que estúpida se vería! Además de que no tenía ningún sentido pensar en desesperarse "solo por eso", se dijo. Si bien desde encontrar a Paulette había decidido reformarse de su antigua vida y en París no quería fastidiarla, por el bien de ambas, aquello no había sido culpa suya. El destino la había rodeado de muerte una vez más. Irónico. Cuando ella había decidido vivir libre de pecado, cuando había intentado redimirse, ahí estaba una vez más con la muerte de alguien tras de sí. ¿Es que era una señal? ¿Jamás de libraría de aquel estigma de chupasangre? Puede que, después de todo, ser ella misma alguien muerto en vida atrajera la muerte de otros. Se alegró entonces de que Paulette no fuera humana, en un pensamiento tal vez demasiado egoísta. Pero no podía pensar en perderla siquiera.
El sonido de la puerta abrirse acompañado de una voz masculina ligeramente desgastada la devolvió al presente, a su presente. ¡Casi se le había olvidado que estaba allí parada! Dejar volar la mente a otros mundos siempre acababa trayéndole consecuencias, algunas peores que otras. En ese momento, le sirvió para que el tiempo pasara rápidamente, hasta tal punto que no supo cuánto habría tardado aquel hombre en abrirle. Ni tampoco era importante. En ese momento, lo que importaba era solucionar la situación sin que ella pareciese la culpable. Puede que a simple vista nadie dudara de su palabra, pero a Giselle se le hacía imposible no recordar momentos de su pasado en los que sí lo había sido. E inevitablemente le asaltaban las dudas. Fastidiar su vida cuando mejor le estaba yendo después de tanto tiempo era algo que no podía permitir.
El hombre mayor y de aspecto muy arreglado —Que a Giselle le pareció un mayordomo, o tal vez criado de alta consideración— que la atendió, empezó a excusarse sobre su señor. Y claro, ella lo entendía perfectamente. ¿Quién querría atender a un desconocido a esas horas de la noche? Con aquella llovizna y el ambiente húmedo que había, además. Era de esperar. Estuvo a punto de disculparse, decidida a ocuparse del cochero por su propia cuenta, cuando otra voz masculina los interrumpió. Esta resultó ser autoritaria y más "joven", a la que Giselle pudo dar cara mirando más allá del mayordomo. Oh, el Señor de la casa había decidido atenderla en persona. Menuda sorpresa.— De veras siento muchísimo la interrupción —No pudo evitar disculparse mientras entraba en la estancia. Una vez cerrada la puerta, la vampiresa pudo notar en seguida el cambio de temperatura. Si bien su cuerpo no lo registraba —Pues se mantenía perpetuamente frío— su olfato subdesarrollado compensaba este echo, captando lo que su piel no era capaz. Podía oler el calor y distinguirlo del frío, del mismo modo que en esa ocasión lo distinguió de la humedad.
De alguna forma, sus sentidos se alarmaron ante el breve comentario sin mala intención del muchacho. Se quitó la capucha, dejando que su cabello —Aquellas noche lacio y suelto— cayera por su espalda. Sí, claro que estaba pálida. Aquel joven era de lo más observador. Ignorando su ofrecimiento, tanto a tomar asiento como a tomar alimento, se preparó para hablar. Cuidadosamente.— No, gracias. Solo es el frío, a pesar de estar en primavera la lluvia no me sienta bien... —Ves al grano, se dijo. Estaba hablando de un tema sin importancia y si quería restar atención a su peculiar palidez, tendría que darle algo más interesante de lo que hablar.— De nuevo me disculpo por esta intromisión, pero verá, estaba de camino a mi casa cuando la carroza se paró... Y, bueno, creo que al cochero le dio un infarto. No había nadie por la zona y al ver la luz de su casa pensé que podría usted ayudarme. Él puede que tenga familia y sea importante para alguien.. No me atreví a dejarlo sin más —A medida que hablaba sentía que las palabras empezaban a volverse mudas antes de llegar a su destino. ¡Por qué le estaba afectando tanto una simple muerte! No podía entenderlo. Suspiró pesadamente y entrecerró los ojos. No le gustaba lo que estaba sintiendo.
El sonido de la puerta abrirse acompañado de una voz masculina ligeramente desgastada la devolvió al presente, a su presente. ¡Casi se le había olvidado que estaba allí parada! Dejar volar la mente a otros mundos siempre acababa trayéndole consecuencias, algunas peores que otras. En ese momento, le sirvió para que el tiempo pasara rápidamente, hasta tal punto que no supo cuánto habría tardado aquel hombre en abrirle. Ni tampoco era importante. En ese momento, lo que importaba era solucionar la situación sin que ella pareciese la culpable. Puede que a simple vista nadie dudara de su palabra, pero a Giselle se le hacía imposible no recordar momentos de su pasado en los que sí lo había sido. E inevitablemente le asaltaban las dudas. Fastidiar su vida cuando mejor le estaba yendo después de tanto tiempo era algo que no podía permitir.
El hombre mayor y de aspecto muy arreglado —Que a Giselle le pareció un mayordomo, o tal vez criado de alta consideración— que la atendió, empezó a excusarse sobre su señor. Y claro, ella lo entendía perfectamente. ¿Quién querría atender a un desconocido a esas horas de la noche? Con aquella llovizna y el ambiente húmedo que había, además. Era de esperar. Estuvo a punto de disculparse, decidida a ocuparse del cochero por su propia cuenta, cuando otra voz masculina los interrumpió. Esta resultó ser autoritaria y más "joven", a la que Giselle pudo dar cara mirando más allá del mayordomo. Oh, el Señor de la casa había decidido atenderla en persona. Menuda sorpresa.— De veras siento muchísimo la interrupción —No pudo evitar disculparse mientras entraba en la estancia. Una vez cerrada la puerta, la vampiresa pudo notar en seguida el cambio de temperatura. Si bien su cuerpo no lo registraba —Pues se mantenía perpetuamente frío— su olfato subdesarrollado compensaba este echo, captando lo que su piel no era capaz. Podía oler el calor y distinguirlo del frío, del mismo modo que en esa ocasión lo distinguió de la humedad.
De alguna forma, sus sentidos se alarmaron ante el breve comentario sin mala intención del muchacho. Se quitó la capucha, dejando que su cabello —Aquellas noche lacio y suelto— cayera por su espalda. Sí, claro que estaba pálida. Aquel joven era de lo más observador. Ignorando su ofrecimiento, tanto a tomar asiento como a tomar alimento, se preparó para hablar. Cuidadosamente.— No, gracias. Solo es el frío, a pesar de estar en primavera la lluvia no me sienta bien... —Ves al grano, se dijo. Estaba hablando de un tema sin importancia y si quería restar atención a su peculiar palidez, tendría que darle algo más interesante de lo que hablar.— De nuevo me disculpo por esta intromisión, pero verá, estaba de camino a mi casa cuando la carroza se paró... Y, bueno, creo que al cochero le dio un infarto. No había nadie por la zona y al ver la luz de su casa pensé que podría usted ayudarme. Él puede que tenga familia y sea importante para alguien.. No me atreví a dejarlo sin más —A medida que hablaba sentía que las palabras empezaban a volverse mudas antes de llegar a su destino. ¡Por qué le estaba afectando tanto una simple muerte! No podía entenderlo. Suspiró pesadamente y entrecerró los ojos. No le gustaba lo que estaba sintiendo.
Giselle Van Silberschatz- Vampiro Clase Alta
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Re: Encuentro Fortuito [ Jean Christophe ]
Jean Christophe observó la cascada de pelo oscuro de aquella mujer desparramarse sobre sus hombros como un segundo manto, y sintió una nueva nostalgia que se unió a la que lo tenía con el ánimo ensombrecido esa noche. Su nuevo anhelo tenía que ver con las muchachas, con el calor de otro cuerpo junto al suyo que posiblemente nunca sentiría y con la añoranza de aquello que nunca se ha poseído. Pero no era momento de perderse en los ojos de aquella señorita ni en su extraordinaria belleza, ella había llamado a su puerta por una razón concreta y ciertamente espeluznante. Tampoco le resultó muy difícil a Tallerand encaminar su atención hacia fines más prácticos que la contemplación de aquel encanto femenino, estaba acostumbrado a autoconvencerse de que estar solo era su sino y que era en cierto modo ventajoso. No quería tener nada que ver con chicas porque ellas solo se le acercaban por su renta, y tal vez porque sabían de su delicada salud y albergaban la esperanza de ser pronto viudas adineradas. Jean Christophe se encargó personalmente de acercarse a la recién llegada y recogerle la capa mojada para dejarla junto a la chimenea a secar. Era consciente de que esas cosas tenía que hacerlas el servicio, pero el joven señor todavía andaba disgustado con su criado por haberle dejado en evidencia frente a la dama y no quería tener que llamarlo.
Si ella no quería tomar nada no insistiría, aunque con un ademán de la mano y del brazo la invitó a entra al saloncito donde normalmente se servía el té. - Le ruego que me haga el honor de pasar adentro. - Dijo, precediéndola y tomando asiento en una de las sillas no sin antes apartarle a ella otra y asegurarse de que se instalaba. Parecía afectada y si caía redonda al suelo tendría que ocuparse de dos cuerpos, cosa realmente complicada teniendo en cuenta que entendía de medicina lo mismo que de coqueteos: nada en absoluto. Su sirviente hizo acto de presencia por allí con una actitud sumisa que daba a entender que estaba arrepentido, de haber sido un perro sus orejas se habrían mostrado gachas para acompañar a su semblante circunspecto. Jean Christophe sabía que aquel buen hombre estaría siempre de su lado y que le había intentado hablar a la joven de sus problemas de salud no por maldad, sino por protegerlo de exponerse al frío y la humedad de aquella noche parisina. No obstante le dolía que le recordaran que era un impedido, y más todavía si era delante de muchachas como aquella. No, se dijo, no hay muchachas como ésta. - El médico vive a tres manzanas de aquí, ve a buscarlo. - Envió a su sirviente. - El cochero que hay afuera sufrió un ataque al corazón. - No hacía falta ser más específico, los detalles truculentos podían perturbar más a su visitante.
El criado marchó dejándolos solos y Tallerand se vio por primera vez en compañía de una mujer y sin vigilancia, excluyendo a las doncellas del servicio. Qué extraña sensación. Se sentía torpe y sin saber qué decir, hasta juraría que el color le había subido a las mejillas tiñéndolas de rosa como si fuera una moza virgen frente al lecho de su noche de bodas. Repetirse mentalmente que estaba actuando como un estúpido no le ayudaba mucho, pero era inevitable. - ¿Está segura de que no desea usted... nada? - Carraspeó. - ¿Cómo se llama, si me permite preguntar?
Si ella no quería tomar nada no insistiría, aunque con un ademán de la mano y del brazo la invitó a entra al saloncito donde normalmente se servía el té. - Le ruego que me haga el honor de pasar adentro. - Dijo, precediéndola y tomando asiento en una de las sillas no sin antes apartarle a ella otra y asegurarse de que se instalaba. Parecía afectada y si caía redonda al suelo tendría que ocuparse de dos cuerpos, cosa realmente complicada teniendo en cuenta que entendía de medicina lo mismo que de coqueteos: nada en absoluto. Su sirviente hizo acto de presencia por allí con una actitud sumisa que daba a entender que estaba arrepentido, de haber sido un perro sus orejas se habrían mostrado gachas para acompañar a su semblante circunspecto. Jean Christophe sabía que aquel buen hombre estaría siempre de su lado y que le había intentado hablar a la joven de sus problemas de salud no por maldad, sino por protegerlo de exponerse al frío y la humedad de aquella noche parisina. No obstante le dolía que le recordaran que era un impedido, y más todavía si era delante de muchachas como aquella. No, se dijo, no hay muchachas como ésta. - El médico vive a tres manzanas de aquí, ve a buscarlo. - Envió a su sirviente. - El cochero que hay afuera sufrió un ataque al corazón. - No hacía falta ser más específico, los detalles truculentos podían perturbar más a su visitante.
El criado marchó dejándolos solos y Tallerand se vio por primera vez en compañía de una mujer y sin vigilancia, excluyendo a las doncellas del servicio. Qué extraña sensación. Se sentía torpe y sin saber qué decir, hasta juraría que el color le había subido a las mejillas tiñéndolas de rosa como si fuera una moza virgen frente al lecho de su noche de bodas. Repetirse mentalmente que estaba actuando como un estúpido no le ayudaba mucho, pero era inevitable. - ¿Está segura de que no desea usted... nada? - Carraspeó. - ¿Cómo se llama, si me permite preguntar?
Jean Christophe Tallerand- Humano Clase Alta
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Re: Encuentro Fortuito [ Jean Christophe ]
No se podía quitar ese maldito nerviosismo de encima. Tal vez fuera porque era el primer incidente desde que estaban allí, el primer incidente grave. O porque no tenía a Paulette consigo. Desde que la había encontrado, ella resultó ser un autentico amuleto para Giselle. No importaba lo que le ocurriese, con solo verla o abrazarla se le pasaba cualquier mal. Le recordaba que ya no era una perra fría y cruel. Que esa madre que había abandonado a sus hijas sin más, sin seguirles la pista, se había esfumado. Que su demonio había sido encerrado en lo más profundo de su ser para no salir. Nunca más. Sin embargo, frente a aquel muchacho, se recordó como fue antaño. Estaba sola junto a un humano. ¡Oh, qué estúpida! De repente, se dio cuenta de por qué su cuerpo actuaba de aquella manera. No tenía nada que ver con el cochero. Bueno, en parte, pero eso ya estaba en un segundo plano. ¡Tenía que ver con el humano! Estaban solos, claramente solos. Su servicio no contaba. No tenía a Paulette por ninguna parte, su salvavidas de repente se vio esfumado. ¿Y si ella salía? El solo pensamiento de ello la aterrorizaba de pies a cabeza, haciéndola temblar discretamente. No podía permitirlo.
En cierto modo se quedó parcialmente aliviada cuando escuchó la respuesta del muchacho en atención a sus problemas. Un médico a tres cuadras que se ocuparía del hombre. Bien. No es que necesitara un médico para comprobar nada, porque el cochero estaba claramente muerto, pero él se haría cargo y ella podría marcharse. Aquí el segundo problema. ¿Cómo salía de allí? No podía irse hasta que el mayordomo volviera. Hasta que todo se aclarase. Mientras tanto, allí estaban. En aquella modesta sala de estar, tomando asiento (En un sillón de lo más cómodo, cabe destacar), completamente solos. Giselle frotó sus manos en el regazo. Realmente, no le importaba mucho que la notara nerviosa ¿Quién no estaría nerviosa en una situación como la suya? De puertas para fuera, acababa de presenciar una muerte, era perfectamente comprensible. Para los de su especie que intentaran rehabilitarse como era su caso, la situación que se le planteaba al estar a solas con el humano, también explicaba sus nervios. Pero él no sabría nada. No se enteraría de su lado más oscuro ¡Juraba por Dios que no lo haría!. Carraspeó. — Giselle, mi nombre — De repente, sintió que hasta las palabras salían sin sentido. ¡Cálmate de una vez y vuelve a ser tú! Todo saldrá bien, maldita sea. — ¿Y usted? ¿Podría saber el nombre de mi salvador? — Alzó la vista entonces para mirarlo directamente a los ojos. A los ojos, no a la yugular. Se relamió los labios involuntariamente.
Antes de si quiera permitirle contestar, escupió las palabras. — Y si no es mucha molestia, me iría bien algo de.. ¿Vino? Esto me ha tomado por sorpresa, estoy bastante nerviosa — Nada nuevo, cualquiera hasta un ciego habría notado hasta en la punta de sus pestañas que estaba tremendamente nerviosa. Y se odiaba por ello. Parpadeó, bajando la vista de nuevo hacia sus manos. Lo que daría por no llevar más de una semana sin haberse alimentado adecuadamente.
Disculpa la demora, estaba ausente.
En cierto modo se quedó parcialmente aliviada cuando escuchó la respuesta del muchacho en atención a sus problemas. Un médico a tres cuadras que se ocuparía del hombre. Bien. No es que necesitara un médico para comprobar nada, porque el cochero estaba claramente muerto, pero él se haría cargo y ella podría marcharse. Aquí el segundo problema. ¿Cómo salía de allí? No podía irse hasta que el mayordomo volviera. Hasta que todo se aclarase. Mientras tanto, allí estaban. En aquella modesta sala de estar, tomando asiento (En un sillón de lo más cómodo, cabe destacar), completamente solos. Giselle frotó sus manos en el regazo. Realmente, no le importaba mucho que la notara nerviosa ¿Quién no estaría nerviosa en una situación como la suya? De puertas para fuera, acababa de presenciar una muerte, era perfectamente comprensible. Para los de su especie que intentaran rehabilitarse como era su caso, la situación que se le planteaba al estar a solas con el humano, también explicaba sus nervios. Pero él no sabría nada. No se enteraría de su lado más oscuro ¡Juraba por Dios que no lo haría!. Carraspeó. — Giselle, mi nombre — De repente, sintió que hasta las palabras salían sin sentido. ¡Cálmate de una vez y vuelve a ser tú! Todo saldrá bien, maldita sea. — ¿Y usted? ¿Podría saber el nombre de mi salvador? — Alzó la vista entonces para mirarlo directamente a los ojos. A los ojos, no a la yugular. Se relamió los labios involuntariamente.
Antes de si quiera permitirle contestar, escupió las palabras. — Y si no es mucha molestia, me iría bien algo de.. ¿Vino? Esto me ha tomado por sorpresa, estoy bastante nerviosa — Nada nuevo, cualquiera hasta un ciego habría notado hasta en la punta de sus pestañas que estaba tremendamente nerviosa. Y se odiaba por ello. Parpadeó, bajando la vista de nuevo hacia sus manos. Lo que daría por no llevar más de una semana sin haberse alimentado adecuadamente.
Disculpa la demora, estaba ausente.
Giselle Van Silberschatz- Vampiro Clase Alta
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