AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Espectros en vida {Emerick Boussingaut}
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Espectros en vida {Emerick Boussingaut}
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Última edición por Astrid De Couserans el Dom Nov 25, 2012 3:03 pm, editado 4 veces
Astrid De Couserans- Humano Clase Media
- Mensajes : 6
Fecha de inscripción : 16/07/2012
Re: Espectros en vida {Emerick Boussingaut}
"Benevolencia no quiere decir tolerancia de lo ruin, o conformidad con lo inepto, sino voluntad de bien."
Antonio Machado
Antonio Machado
Si ya se han imaginado ese lado de París tan inhóspito e indeseable, lleno de pecados y llantos, como sucias las conciencias de sus habitantes y las calles de sus avenidas enlodadas, yo les invito a ver la otra realidad, una especie de dimensión paralela, la otra cara del espejo, aquella llena de lujos y riquezas, de aromas hipnóticos, de pisos relucientes, trajes costosos y también de sonrisas cínicas y palabras engreídas. Esa París de ensueño, de poder, de deseo, libertad y lujuria traicionera. Es la París de la realeza, de los duques —licántropos—, de riquezas, de sueños inalcanzables, de ambiciones asesinas, esposas engañadas y amantes soñadoras, a donde les quiero llevar, aquélla donde gobiernan las enormes mansiones y lustrosos carruajes de fina madera.
El carruaje negro corría abriéndose paso a través de los caminos como si sus caballos hubiesen sido alimentados por el mismo demonio; el viento silbaba siseante a través de las ventanas cerradas y las cortinas se ondeaban con soltura. No hacía mucho tiempo que había cambiado a su cochero humano por uno de los cambiaformas de la Alianza; el pobre hombre ya estaba comenzando a sospechar de tanta salida extraña y de que no siempre se le permitiera llevar a su amo hasta el mismo lugar de destino, no se imaginaba siquiera que la gran mayoría de las veces era por la conservación de su propia vida, pues para muchas de las nuevas amistades del duque no sería más que un vil bocadillo, así que Emerick le había reubicado y trabajaba ahora rescatando indigentes de las calles para llevarlos a la corporación. Por otro lado, la ventaja de nuevo cochero, es que además de su función, cumplía también las labores de guardaespaldas y aliado, aun cuando sólo actuaba en caso de ser necesario, ya que el licántropo solía arreglárselas bastante bien por sus propios medios.
Venía desde la costa, acababa de reunirse con un clan de licántropos sobre el cual tenía puesto el ojo para convencerlos de unirse a la alianza, y como era usual, éstos también terminaban intrigándose de su vida solitaria y nómada, lo que contribuyó a que las horas volaran y el día se le escabullera de sus manos tan rápido como agua entre los dedos. Nadie entendía, de buenas a primeras, el pensamiento liberal e idealista del escocés, sólo al cabo de una hora comprendían por fin esa pequeña fracción de su idealismo en la que hablaba de jamás ser parte de un clan ya que no contaba con la humildad y obediencia necesarias para someterse a los deseos de un alfa. Jamás había despreciado la idea de una manada en la que se protegieran los unos a los otros, pero sí despreciaba la idea de la privación de su libertad, él amaba la suya.
La reducción de velocidad y el hedor de los suburbios parisinos, anunciaron súbitamente la pronta llegada a París. Siempre había odiado tener que pasar por aquellos lugares para tener que entrar o salir de una gran ciudad. La riqueza en el centro, la pobreza afuera y la excentricidad en la lejanía, todas las urbes de importancia repetían aquel mismo patrón clasista y sumamente marcado.
Avanzaban precavidos, aunque aún a velocidad considerable y es que también era una buena estrategia para no ser asaltados. Era sabido que en aquellos lugares, si se arrollaba a alguien se le arrollaba, o al menos eso es lo que hacía la mayoría de los carruajes, pues Emerick siempre rogaba por un poco de más precaución, después de todo, eran ahora los mismos indigentes aquellos encargados de enmascarar sus coartadas: Nutrición y salud para todos.
Miraba al exterior a través de la ventanilla, sorprendido y horrorizado por igual. A pesar de la oscuridad de las calles, las fogatas distantes y las farolas del carruaje, iluminaban lo suficiente para espantar a cualquiera, incluso a un sobrenatural. Suspiró con pesar, de pronto le gustaría dejarlo todo y vivir como uno ellos, compartir lo que tenía, dar hasta que duela, pero aún así no sería suficiente. Nadie en el mundo tenía la riqueza necesaria para acabar con la pobreza, y aunque lo hubiera, la pobreza volvería a renacer porque muchos malgastarían lo ofrendado. Así que apoyó la frente en el cristal con un deje de frustración que se traspasaba a través de su mirada perdida en el sufrimiento callejero; niños robando, perros devorándose entre ellos, prostitutas ejerciendo en plena vía pública, hombres peleando a cuchillos y una mujer gritando desgarradoramente a punto de ser violada...
— No os riáis o la echaré con vos — le amenazó con una sonrisa torcida que se dibujaba sobre su rostro ya no tan sólo imaginar su expresión, sino verla directamente de desde la perspectiva de los ojos del cambia-formas.
Cerró la puerta del carruaje y dejó a la mujer sobre uno de los sillones, más no golpeó la muralla para que el carruaje retomase su marcha hasta que le tuvo totalmente segura. Se sentó frente a ella y le observó por un momento antes de fruncir el ceño y abrir ambas ventanas. Jamás había estado en situación como aquella y no sabía que hacer con exactitud, por tanto sólo por instintos más que cualquier otra cosa, volvió a acercarse a ella y le acomodó entre en sus brazos para mantenerla firme pese al traqueteo del carruaje que ahora corría con urgencia. Sacó un pañuelo de tela y comenzó a limpiar su rostro, observó sus heridas y puso especial cuidado en la limpieza de aquellas zonas.
Probablemente se trataba de una de las indigentes del sector, por tanto no había mejor idea que llevarle a la corporación, ahí le atenderían de la mejor manera y sabrían como tratar sus heridas, por tanto ahora debía preocuparse de mantenerla viva ya que su apariencia poco hablaba de vida. Tomó su pulso y puso su dedo por debajo de su nariz, ambas pruebas resultaron positivas, así que suspiró con alivio y ahora estaba en la duda de si hablarle o no para averiguar si acaso volvía a estar consciente. Tal vez sería una buena idea.
— Buenas... noches... Bueno, para vos no han sido buenas en lo absoluto, pero... al menos estáis con vida ¿sabéis? — le habló sin la esperanza de recibir respuesta e incluso sintiéndose un tanto estúpido al hablar con un ser inanimado y desconocido — No soy bueno hablando con inconscientes... No soy bueno hablando en general... sólo... no os muráis y os prometo que cerraré la boca, porque si os llegáis a morir yo... me pondré a cantaros y eso sería peor... mucho peor — dijo con la intención de relajar un poco el ambiente del que sólo él era consiente.
Bajó la mirada a través de sus finos rasgos y cayó en cuenta de las joyas que engalanaban su cuello; no eran alhajas que concordasen con lo que llevaba de vestimenta, ni mucho menos con aquel callejón en donde le había encontrado. Frunció el ceño, comenzaba a sentir la puntada fina de la sospecha, por lo que deslizó su mirar de manera inquisitiva a través de su extremidad derecha hasta llegar al saquito que colgaba de la muñeca inanimada. Curioso, estiró su propia mano para despojarle del talego y husmear dentro de él. Grande fue su sorpresa al encontrarse con esmeraldas y rubíes, que una vez más, nada guardaban relación con la apariencia de su portadora: “Ladrona” fue lo que pensó de ella, a pesar de ser una persona que procuraba no juzgar por las apariencias.
Desprendió el collar de su cuello, y tras limpiarlo con algún rincón de tela limpio del vestido de la lavandera, lo recaudó en el saquito de piedras preciosas y éste en el bolsillo interior de su fino y costoso abrigo. Volvió a posar los ojos sobre aquella desconocida, mirándole esta vez de diferente manera, ya no tan sólo como una pobre víctima del ultraje, sino también como una maleante y una ramera. Ya no le llevaría justo a los otros que necesitaban, no le permitiría contagiar a los buenos, le trasladaría hasta sus propios aposentos hasta que saliera de su inconsciencia y estuviese en condiciones de declarar su propia culpa ¿Quien sabía si aquellas joyas no habían sido obtenidas a precio de sangre? ¿Quién sabía si sus manos no se manchaban con el costo del asesinato? Suspiró.
El carruaje finalmente llegó a destino y uno de los criados le abrió la puerta, el duque bajó y señaló al mismo criado que bajase a la mujer para llevarla a una de sus habitaciones y a su regreso se encargara de hacer limpiar su carruaje. A su paso, ordenó también a una de las criadas, que les acompañase para encargarse del aseo de la ladrona y de vestirle también con alguna ropa limpia, bajo la orden de no entregar ningún tipo de información en caso de que la joven despertara.
El carruaje negro corría abriéndose paso a través de los caminos como si sus caballos hubiesen sido alimentados por el mismo demonio; el viento silbaba siseante a través de las ventanas cerradas y las cortinas se ondeaban con soltura. No hacía mucho tiempo que había cambiado a su cochero humano por uno de los cambiaformas de la Alianza; el pobre hombre ya estaba comenzando a sospechar de tanta salida extraña y de que no siempre se le permitiera llevar a su amo hasta el mismo lugar de destino, no se imaginaba siquiera que la gran mayoría de las veces era por la conservación de su propia vida, pues para muchas de las nuevas amistades del duque no sería más que un vil bocadillo, así que Emerick le había reubicado y trabajaba ahora rescatando indigentes de las calles para llevarlos a la corporación. Por otro lado, la ventaja de nuevo cochero, es que además de su función, cumplía también las labores de guardaespaldas y aliado, aun cuando sólo actuaba en caso de ser necesario, ya que el licántropo solía arreglárselas bastante bien por sus propios medios.
Venía desde la costa, acababa de reunirse con un clan de licántropos sobre el cual tenía puesto el ojo para convencerlos de unirse a la alianza, y como era usual, éstos también terminaban intrigándose de su vida solitaria y nómada, lo que contribuyó a que las horas volaran y el día se le escabullera de sus manos tan rápido como agua entre los dedos. Nadie entendía, de buenas a primeras, el pensamiento liberal e idealista del escocés, sólo al cabo de una hora comprendían por fin esa pequeña fracción de su idealismo en la que hablaba de jamás ser parte de un clan ya que no contaba con la humildad y obediencia necesarias para someterse a los deseos de un alfa. Jamás había despreciado la idea de una manada en la que se protegieran los unos a los otros, pero sí despreciaba la idea de la privación de su libertad, él amaba la suya.
La reducción de velocidad y el hedor de los suburbios parisinos, anunciaron súbitamente la pronta llegada a París. Siempre había odiado tener que pasar por aquellos lugares para tener que entrar o salir de una gran ciudad. La riqueza en el centro, la pobreza afuera y la excentricidad en la lejanía, todas las urbes de importancia repetían aquel mismo patrón clasista y sumamente marcado.
Avanzaban precavidos, aunque aún a velocidad considerable y es que también era una buena estrategia para no ser asaltados. Era sabido que en aquellos lugares, si se arrollaba a alguien se le arrollaba, o al menos eso es lo que hacía la mayoría de los carruajes, pues Emerick siempre rogaba por un poco de más precaución, después de todo, eran ahora los mismos indigentes aquellos encargados de enmascarar sus coartadas: Nutrición y salud para todos.
Miraba al exterior a través de la ventanilla, sorprendido y horrorizado por igual. A pesar de la oscuridad de las calles, las fogatas distantes y las farolas del carruaje, iluminaban lo suficiente para espantar a cualquiera, incluso a un sobrenatural. Suspiró con pesar, de pronto le gustaría dejarlo todo y vivir como uno ellos, compartir lo que tenía, dar hasta que duela, pero aún así no sería suficiente. Nadie en el mundo tenía la riqueza necesaria para acabar con la pobreza, y aunque lo hubiera, la pobreza volvería a renacer porque muchos malgastarían lo ofrendado. Así que apoyó la frente en el cristal con un deje de frustración que se traspasaba a través de su mirada perdida en el sufrimiento callejero; niños robando, perros devorándose entre ellos, prostitutas ejerciendo en plena vía pública, hombres peleando a cuchillos y una mujer gritando desgarradoramente a punto de ser violada...
— No os riáis o la echaré con vos — le amenazó con una sonrisa torcida que se dibujaba sobre su rostro ya no tan sólo imaginar su expresión, sino verla directamente de desde la perspectiva de los ojos del cambia-formas.
Cerró la puerta del carruaje y dejó a la mujer sobre uno de los sillones, más no golpeó la muralla para que el carruaje retomase su marcha hasta que le tuvo totalmente segura. Se sentó frente a ella y le observó por un momento antes de fruncir el ceño y abrir ambas ventanas. Jamás había estado en situación como aquella y no sabía que hacer con exactitud, por tanto sólo por instintos más que cualquier otra cosa, volvió a acercarse a ella y le acomodó entre en sus brazos para mantenerla firme pese al traqueteo del carruaje que ahora corría con urgencia. Sacó un pañuelo de tela y comenzó a limpiar su rostro, observó sus heridas y puso especial cuidado en la limpieza de aquellas zonas.
Probablemente se trataba de una de las indigentes del sector, por tanto no había mejor idea que llevarle a la corporación, ahí le atenderían de la mejor manera y sabrían como tratar sus heridas, por tanto ahora debía preocuparse de mantenerla viva ya que su apariencia poco hablaba de vida. Tomó su pulso y puso su dedo por debajo de su nariz, ambas pruebas resultaron positivas, así que suspiró con alivio y ahora estaba en la duda de si hablarle o no para averiguar si acaso volvía a estar consciente. Tal vez sería una buena idea.
— Buenas... noches... Bueno, para vos no han sido buenas en lo absoluto, pero... al menos estáis con vida ¿sabéis? — le habló sin la esperanza de recibir respuesta e incluso sintiéndose un tanto estúpido al hablar con un ser inanimado y desconocido — No soy bueno hablando con inconscientes... No soy bueno hablando en general... sólo... no os muráis y os prometo que cerraré la boca, porque si os llegáis a morir yo... me pondré a cantaros y eso sería peor... mucho peor — dijo con la intención de relajar un poco el ambiente del que sólo él era consiente.
Bajó la mirada a través de sus finos rasgos y cayó en cuenta de las joyas que engalanaban su cuello; no eran alhajas que concordasen con lo que llevaba de vestimenta, ni mucho menos con aquel callejón en donde le había encontrado. Frunció el ceño, comenzaba a sentir la puntada fina de la sospecha, por lo que deslizó su mirar de manera inquisitiva a través de su extremidad derecha hasta llegar al saquito que colgaba de la muñeca inanimada. Curioso, estiró su propia mano para despojarle del talego y husmear dentro de él. Grande fue su sorpresa al encontrarse con esmeraldas y rubíes, que una vez más, nada guardaban relación con la apariencia de su portadora: “Ladrona” fue lo que pensó de ella, a pesar de ser una persona que procuraba no juzgar por las apariencias.
Desprendió el collar de su cuello, y tras limpiarlo con algún rincón de tela limpio del vestido de la lavandera, lo recaudó en el saquito de piedras preciosas y éste en el bolsillo interior de su fino y costoso abrigo. Volvió a posar los ojos sobre aquella desconocida, mirándole esta vez de diferente manera, ya no tan sólo como una pobre víctima del ultraje, sino también como una maleante y una ramera. Ya no le llevaría justo a los otros que necesitaban, no le permitiría contagiar a los buenos, le trasladaría hasta sus propios aposentos hasta que saliera de su inconsciencia y estuviese en condiciones de declarar su propia culpa ¿Quien sabía si aquellas joyas no habían sido obtenidas a precio de sangre? ¿Quién sabía si sus manos no se manchaban con el costo del asesinato? Suspiró.
El carruaje finalmente llegó a destino y uno de los criados le abrió la puerta, el duque bajó y señaló al mismo criado que bajase a la mujer para llevarla a una de sus habitaciones y a su regreso se encargara de hacer limpiar su carruaje. A su paso, ordenó también a una de las criadas, que les acompañase para encargarse del aseo de la ladrona y de vestirle también con alguna ropa limpia, bajo la orden de no entregar ningún tipo de información en caso de que la joven despertara.
Última edición por Emerick Boussingaut el Jue Ene 10, 2013 7:20 am, editado 6 veces
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: Espectros en vida {Emerick Boussingaut}
"El alma tiende siempre a juzgar a los otros por lo que piensa de sí misma."
Giacomo Leopardi
Giacomo Leopardi
Al igual que como ocurría en el caso de la joven ladrona, otro de los criados había preparado el cuarto de baño de su amo, no obstante se había retirado antes de que él comenzara a sacarse la ropa. Jamás permitía que estuvieran presentes cuando se desnudaba, sin importar que fuesen hombres de su misma tendencia sexual, pues no era por pudor o cualquiera de las habladurías que solía inventar el conventillo de criados, aun cuando de todas las historias, alguna podría acercarse a la peligrosa verdad. Emerick guardaba celosamente la mordida maldita de su antebrazo derecho, aquella que le recordaba día a día lo que era realmente, y a pesar de que ya lo tenía más que aceptado, le hacía revivir el martirio de saberse el asesino de los suyos.
Frío, dolor, habían sido las sensaciones iniciales al despertar aquella primera madrugada de transformación. Una sensación tortuosa de que alguna criatura de enormes dimensiones, le hubiese desarmado por completo y estirado todos sus músculos para que, una vez ya aburrido de jugar, hubiese vuelto a armarle malamente haciéndole sentir todo ese dolor de un cuerpo ultrajado y desarmado.
Abrió los ojos y la sangre esparcida en el piso le hizo percibir su característico sabor a oxido que aún entremezclaba en su boca. Escupió y miró al rededor, ahogando su propio grito aterrado; los vestigios de algún cuerpo humano se esparcían por toda la cocina haciendo que se le entrecortara la respiración.
— Isobelle — susurró con preocupación, pensando en la única persona que realmente le interesaba de aquel enorme castillo.
Dificultosamente se puso de pie y cayó en cuenta de su desnudez; se tocó a sí mismo como si quisiese corroborar que sus ojos no le engañaban. Corrió hasta su propio cuarto matrimonial encontrándose con un espectáculo aún más desgarrador que el de la misma cocina. Tuvo que sujetarse de la puerta para ayudarse a contener el peso de su propio cuerpo, ya que las piernas le traicionaban maliciosamente para hacerle caer. Se quedó en el lugar, observando aterrorizado y dolido, mientras un par de lagrimas resbalaban pendencieras por la textura lisa de sus mejillas. Nadie necesitaba decirle lo que acababa de ocurrir, por primera vez en aquel mes de tumultuosas sospechas, todo le calzaba en una enorme mano que le golpeaba incansablemente con el peso de la verdad. Definitivamente se había convertido en uno de ellos, aún a pesar de todas sus negaciones, orgullo y tozudez... era un licántropo, un licántropo asesino de su propia esposa y su hijo no nato.
Ya estaba completamente vestido y listo para cenar cuando un grito desgarrador le hizo alzar la mirada hacia la puerta, frunció el ceño y por un par de segundos esperó mientras le escuchaba, no era un grito de miedo, ni tampoco de dolor, pero aún así le provocó la creciente preocupación por averiguar de que se trataba. Salió a los pasillos y ahí un par de criados, con el mismo rostro de desconcierto, señalaron hacia la habitación de la muchacha por lo que Emerick asintió en una mezcla de reverencia cortes y de agradecimiento, antes de entrar al cuarto y ver ahí a la mujer siendo sacada de la tina por la criada que le había bañado. Dio vuelta la cara para evitar el verle desnuda y esperó a que le tuviesen lista para moverse por fin y acercarse a la mujer a quien preguntó por lo ocurrido.
Miraba a la recogida con una mezcla de sentimientos encontrados, por un lado podía sentir su lástima y por otro el martirio de saber que las joyas requisadas podrían haber sido obtenidas a costo de sangre. No sabía realmente que pensar y por ello optó finalmente por basarse en los hechos recientes para convencerse de que ni siquiera una ladrona asesina mereciera la pena y el tormento que ella parecía vivir.
Pidió a la matrona que les dejase a solas y que trajeran la cena al cuarto, más no se movió de su sitio hasta pocos segundos después de que la puerta se hubo cerrado. Suspiró armándose de fuerzas y tolerancia, y quiso hablar con ella pero dudaba que en condiciones como aquella, la mujer le entendiera. Así que se agachó a su lado y volvió a sujetarle de debajo de los brazos para ayudarle a ponerse de pie y llevarle hasta la cama que ya se encontraba abierta y con un camisón cuidadosamente plegado en su superficie. Le ayudó a sentarse en uno de los costados del colchón y se sentó también a su lado.
— Sé que no estáis pasando por un buen momento, y sé que probablemente no queráis hablar de ello, pero necesito saber como obtuvisteis aquellas joyas que evidentemente no son vuestras, o me veré obligado de entregaros a la ley.
*****
Frío, dolor, habían sido las sensaciones iniciales al despertar aquella primera madrugada de transformación. Una sensación tortuosa de que alguna criatura de enormes dimensiones, le hubiese desarmado por completo y estirado todos sus músculos para que, una vez ya aburrido de jugar, hubiese vuelto a armarle malamente haciéndole sentir todo ese dolor de un cuerpo ultrajado y desarmado.
Abrió los ojos y la sangre esparcida en el piso le hizo percibir su característico sabor a oxido que aún entremezclaba en su boca. Escupió y miró al rededor, ahogando su propio grito aterrado; los vestigios de algún cuerpo humano se esparcían por toda la cocina haciendo que se le entrecortara la respiración.
— Isobelle — susurró con preocupación, pensando en la única persona que realmente le interesaba de aquel enorme castillo.
Dificultosamente se puso de pie y cayó en cuenta de su desnudez; se tocó a sí mismo como si quisiese corroborar que sus ojos no le engañaban. Corrió hasta su propio cuarto matrimonial encontrándose con un espectáculo aún más desgarrador que el de la misma cocina. Tuvo que sujetarse de la puerta para ayudarse a contener el peso de su propio cuerpo, ya que las piernas le traicionaban maliciosamente para hacerle caer. Se quedó en el lugar, observando aterrorizado y dolido, mientras un par de lagrimas resbalaban pendencieras por la textura lisa de sus mejillas. Nadie necesitaba decirle lo que acababa de ocurrir, por primera vez en aquel mes de tumultuosas sospechas, todo le calzaba en una enorme mano que le golpeaba incansablemente con el peso de la verdad. Definitivamente se había convertido en uno de ellos, aún a pesar de todas sus negaciones, orgullo y tozudez... era un licántropo, un licántropo asesino de su propia esposa y su hijo no nato.
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Ya estaba completamente vestido y listo para cenar cuando un grito desgarrador le hizo alzar la mirada hacia la puerta, frunció el ceño y por un par de segundos esperó mientras le escuchaba, no era un grito de miedo, ni tampoco de dolor, pero aún así le provocó la creciente preocupación por averiguar de que se trataba. Salió a los pasillos y ahí un par de criados, con el mismo rostro de desconcierto, señalaron hacia la habitación de la muchacha por lo que Emerick asintió en una mezcla de reverencia cortes y de agradecimiento, antes de entrar al cuarto y ver ahí a la mujer siendo sacada de la tina por la criada que le había bañado. Dio vuelta la cara para evitar el verle desnuda y esperó a que le tuviesen lista para moverse por fin y acercarse a la mujer a quien preguntó por lo ocurrido.
Miraba a la recogida con una mezcla de sentimientos encontrados, por un lado podía sentir su lástima y por otro el martirio de saber que las joyas requisadas podrían haber sido obtenidas a costo de sangre. No sabía realmente que pensar y por ello optó finalmente por basarse en los hechos recientes para convencerse de que ni siquiera una ladrona asesina mereciera la pena y el tormento que ella parecía vivir.
Pidió a la matrona que les dejase a solas y que trajeran la cena al cuarto, más no se movió de su sitio hasta pocos segundos después de que la puerta se hubo cerrado. Suspiró armándose de fuerzas y tolerancia, y quiso hablar con ella pero dudaba que en condiciones como aquella, la mujer le entendiera. Así que se agachó a su lado y volvió a sujetarle de debajo de los brazos para ayudarle a ponerse de pie y llevarle hasta la cama que ya se encontraba abierta y con un camisón cuidadosamente plegado en su superficie. Le ayudó a sentarse en uno de los costados del colchón y se sentó también a su lado.
— Sé que no estáis pasando por un buen momento, y sé que probablemente no queráis hablar de ello, pero necesito saber como obtuvisteis aquellas joyas que evidentemente no son vuestras, o me veré obligado de entregaros a la ley.
Última edición por Emerick Boussingaut el Jue Ene 10, 2013 7:21 am, editado 3 veces
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: Espectros en vida {Emerick Boussingaut}
"De una confidencia a una indiscreción no hay más distancia que la del odio a la boca."
Jean Antoine Petit-senn
Jean Antoine Petit-senn
Para él los segundos pasaban con tanta importancia como la que tenían las partículas de polvo que flotaban en la atmósfera, invisibles al ojo humano e insignificantes para cualquier actividad, pues no era sino parte de su tiempo de descanso, lo que perdía a esas horas y en su propia casa. El día había sido lo suficientemente productivo para se permitiese acabarlo sin hacer nada, aunque no había contado, hasta hace poco rato, el encontrarse con una damisela en apuros que, de un momento a otro, se transformase en una ladrona mal educada y agresiva.
La mujer, tan apagada como un cerillo consumido por el fuego; inútil, resquebrajadizo, calcinado y ya sin posibilidad de volver a encenderse, se movió de pronto, cobrando nueva vida. Pareciera como si en un solo segundo hubiese encontrado la fórmula, siempre oculta y codiciada, para regresar atrás en el tiempo y volver a prenderse de forma traicionera para quemar cuanto hubiera a su paso. Su mirada tan afilada como su lengua que al fin demostraba funcionalidad de manera cortante, mortal y abrasadora.
— ¿Que esas joyas NO me pertenecen? — susurró ella en lo que él le sonó más como una especie de siseo confuso que inmediatamente le hizo tambalear en sus propias teorías y en todo lo que había pensado de aquella mujer desde que le había visto en el piso cubierta de mierda y con un rufián abusador encima — ¿Vos me amenazáis a mí? ¡¿A MÍ?!!! — comenzó ella a alterarse y él ya fruncía el ceño para mirarle con desagrado, mas lo que vino a continuación ya fue aún peor, mucho peor — ¡Miradme! ¡MIRADME BIEN, OS HE DICHO!!! — escuchó sus gritos, y al verle ponerse de pie sacándose la toalla para desnudarse por completo en su presencia, Emerick desvió la mirada, procurando aferrarse a los últimos vestigios que le quedaban de caballero ante tal incitador comportamiento que no hacía más que despertar a su carácter explosivo y animal que llevaba por debajo de su falsa piel de aristócrata.
— ¡Miradme y juzgad si acaso soy una pordiosera! ¡Mi cuerpo no conoce el mordisco de látigo alguno! ¡Mi piel no ha sido herida por los rayos del sol! ¡Soy digna del alabastro y del oro y de las esmeraldas!!! — apretó la mandíbula, en su último esfuerzo por contener su rabia y le miró de soslayo y de forma fugaz, ya que aún cuando intentaba ver lo que aquella mujerzuela exigía que mirase, seguía incomodándole su desnudez — ¡¿POR QUÉ NO ME MIRÁIS?! — fue aquella la gota que rebalsó su vaso y se puso de pie tan rápido como se volvió a sentar al ver que la puerta se abría para dar paso a uno de los criados, que sumamente sumiso y silencioso, dejó el carrito con ambas cenas junto a la puerta y se retiró. Probablemente ella ni siquiera le había visto al estar desnuda frente a él, pero internamente agradeció que, probablemente por mera casualidad, ella se hubiera cubierto nuevamente y hubiese retomado su compostura, ya que con criados o sin criados en la habitación, él hubiese respondido a sus gritos.
Suspiró y volvió a mirarle a ella y a la puerta ya cerrada, cuando ella continuó con su sermón de la alta sociedad, amenazándole a él de acusarle de robo y secuestro. Emerick rió brevemente y desvió la mirada como si le apenase ver semejante decadencia de mujer — ¡Pero qué cosas tan disparatadas decís! — exclamó, volviendo a posar en ella sus ojos azules, y entonces de puso de pie para, incluso de la forma física, demostrar que le superaba en altura.
— ¿Por qué no sois vos la que os miráis, eh? Con vuestra “piel que no ha sido herida por los rayos de sol”, digna de la mierda que teníais metida hasta por los poros y que me traía soportando las ganas de vomitar por vuestra única, ruin y asquerosa presencia... ¿Pero quién os creéis, Astrid Eloïse Ulrika De Couserans & Carcasona? ¿De verdad pensáis que sólo un nombre respetable, NO POR VOS, sino por vuestros ancestros, va a venir a daros el derecho de gritarme así en mi propia casa? A mi — se apuntó a sí mismo — Duque de Escocia e importante accionista de empresas francesas y otras corporaciones — volvió a reír y negó con su cabeza antes de tomarle de los hombros y ejercer la presión necesaria sobre ella para obligarle a sentarse nuevamente — Quedaos ahí, abajo, donde os corresponde.
Si Astrid se decía ser la serpiente venenosa, era probablemente porque aún no se había enfrentado al Duque de Boussingaut en una competencia de egos, después de todo, Emerick es un hombre de corazón noble, y aunque no se creyera realmente su grandeza, JAMÁS se dejaría pisotear.
La mujer, tan apagada como un cerillo consumido por el fuego; inútil, resquebrajadizo, calcinado y ya sin posibilidad de volver a encenderse, se movió de pronto, cobrando nueva vida. Pareciera como si en un solo segundo hubiese encontrado la fórmula, siempre oculta y codiciada, para regresar atrás en el tiempo y volver a prenderse de forma traicionera para quemar cuanto hubiera a su paso. Su mirada tan afilada como su lengua que al fin demostraba funcionalidad de manera cortante, mortal y abrasadora.
— ¿Que esas joyas NO me pertenecen? — susurró ella en lo que él le sonó más como una especie de siseo confuso que inmediatamente le hizo tambalear en sus propias teorías y en todo lo que había pensado de aquella mujer desde que le había visto en el piso cubierta de mierda y con un rufián abusador encima — ¿Vos me amenazáis a mí? ¡¿A MÍ?!!! — comenzó ella a alterarse y él ya fruncía el ceño para mirarle con desagrado, mas lo que vino a continuación ya fue aún peor, mucho peor — ¡Miradme! ¡MIRADME BIEN, OS HE DICHO!!! — escuchó sus gritos, y al verle ponerse de pie sacándose la toalla para desnudarse por completo en su presencia, Emerick desvió la mirada, procurando aferrarse a los últimos vestigios que le quedaban de caballero ante tal incitador comportamiento que no hacía más que despertar a su carácter explosivo y animal que llevaba por debajo de su falsa piel de aristócrata.
— ¡Miradme y juzgad si acaso soy una pordiosera! ¡Mi cuerpo no conoce el mordisco de látigo alguno! ¡Mi piel no ha sido herida por los rayos del sol! ¡Soy digna del alabastro y del oro y de las esmeraldas!!! — apretó la mandíbula, en su último esfuerzo por contener su rabia y le miró de soslayo y de forma fugaz, ya que aún cuando intentaba ver lo que aquella mujerzuela exigía que mirase, seguía incomodándole su desnudez — ¡¿POR QUÉ NO ME MIRÁIS?! — fue aquella la gota que rebalsó su vaso y se puso de pie tan rápido como se volvió a sentar al ver que la puerta se abría para dar paso a uno de los criados, que sumamente sumiso y silencioso, dejó el carrito con ambas cenas junto a la puerta y se retiró. Probablemente ella ni siquiera le había visto al estar desnuda frente a él, pero internamente agradeció que, probablemente por mera casualidad, ella se hubiera cubierto nuevamente y hubiese retomado su compostura, ya que con criados o sin criados en la habitación, él hubiese respondido a sus gritos.
Suspiró y volvió a mirarle a ella y a la puerta ya cerrada, cuando ella continuó con su sermón de la alta sociedad, amenazándole a él de acusarle de robo y secuestro. Emerick rió brevemente y desvió la mirada como si le apenase ver semejante decadencia de mujer — ¡Pero qué cosas tan disparatadas decís! — exclamó, volviendo a posar en ella sus ojos azules, y entonces de puso de pie para, incluso de la forma física, demostrar que le superaba en altura.
— ¿Por qué no sois vos la que os miráis, eh? Con vuestra “piel que no ha sido herida por los rayos de sol”, digna de la mierda que teníais metida hasta por los poros y que me traía soportando las ganas de vomitar por vuestra única, ruin y asquerosa presencia... ¿Pero quién os creéis, Astrid Eloïse Ulrika De Couserans & Carcasona? ¿De verdad pensáis que sólo un nombre respetable, NO POR VOS, sino por vuestros ancestros, va a venir a daros el derecho de gritarme así en mi propia casa? A mi — se apuntó a sí mismo — Duque de Escocia e importante accionista de empresas francesas y otras corporaciones — volvió a reír y negó con su cabeza antes de tomarle de los hombros y ejercer la presión necesaria sobre ella para obligarle a sentarse nuevamente — Quedaos ahí, abajo, donde os corresponde.
Si Astrid se decía ser la serpiente venenosa, era probablemente porque aún no se había enfrentado al Duque de Boussingaut en una competencia de egos, después de todo, Emerick es un hombre de corazón noble, y aunque no se creyera realmente su grandeza, JAMÁS se dejaría pisotear.
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Re: Espectros en vida {Emerick Boussingaut}
"Dios nos ha dado la lengua para que podamos decir cosas amables a nuestros amigos y duras verdades a nuestros enemigos."
Heinrich Heine
Heinrich Heine
En el momento en que aquella ultima palabra suya escapó de su boca, en el instante en que él mismo remarcó la diferencia de posiciones como estacas filosas y dentadas, supo que había ganado a un costo demasiado alto, incluso para él. Quiso desplomarse cuan largo era y dejarse caer como una gruesa columna de cemento, incapaz de soportar todo el peso que el mismo se había echado sobre los hombros. No era necesario haber mirado la expresión de la rubia para saber lo que venía a continuación; lo esperaba, lo había deseado en el instante en el que ella le había gritado a la cara, pero ya no...
Quiso echar atrás el tiempo, quiso recoger todas sus palabras y echarlas a un balde, quiso sujetar sus piezas para no sentirle caer, quiso lamer las heridas provocadas por su propia mordida, quiso deshacer lo indestructible y borrar lo imborrable. Quiso tantas cosas, con el mismo objetivo y ninguna de ellas era posible; estaba en un punto sin retorno en donde ya sólo podía asumir y esperar las consecuencias que no tardaron en llegar.
Le vio arrebujarse en la toalla, como si quisiera agrandar la tela hasta hacerla tan grande que le permitiese esconderse bajo ella con la desesperación de no poder desaparecer. Le observó apretar los párpados en un intento vano por contener las lagrimas que salían de sus ya rebalsados ojos, incapaces de contener las emociones a pesar de su anterior altivez. Pudo ser el testigo obligado de como todo en ella expresaba la derrota; como sus mejillas perfectas eran marcadas por el sollozo, como sus palabras vencidas se arrastraban sin fuerzas hasta tocarle en forma de suplica y como toda ella, entera, se reducía a un ovillo humano, tirado sobre su cama.
Se odió a sí mismo, tanto como ella debía odiarle en ese momento, tanto como la vergüenza que sentía de su propia infracción, de hablarle de ese modo tan demoledor que en vano había deseado pudiese ella rebatirle. Se aborreció por el hecho de hacer llorar a una mujer a costo de palabras, pues sabía que éstas dejaban marcas invisibles pero menos hirientes que las de los golpes. Se maldijo también, por el propio recuerdo de las mujeres que había querido (su madre y esposa) y de como había odiado a quienes les habían hecho llorar, pues ahora se convertía en uno de ellos.
— Por favor, dadme un traje que pueda vestir y dejad que me vaya a casa, os lo ruego... Haced lo que os plazca, pero, os lo suplico, dejad que me vaya... — dijo Astrid, con la voz apagada, vacía y sin fuerzas, y se dejó caer ante sus ojos como un ser quien sólo quiere que se le vaya la vida.
Emerick suspiró pesadamente y se acercó a paso lento y dudoso hasta la cama, quería acercarse a pesar del miedo, quería intentar remediar el daño. Finalmente, también se subió al catre para quedar de rodillas junto a ese pequeño bulto casi sin vida y de rubia cabellera. Abrió la boca para hablar, para decirle que lo sentía, pero el nudo de su garganta le amenazó de una voz quebrada, la que no quería dar a conocer aún. Así que estiró su mano hasta ella y apenas rozó la piel de sus hombros con la yema de sus dedos, antes de llevarlos hasta sus cabellos y despejarle el rostro para que ella pudiese mirarle si así lo quería. Entonces se disculpó.
— Lo siento... y digo que “Lo siento” porque de verdad es así, y no es lastima... no de ti, sino de mi... yo no soy así... no soy como tú...
Sabía que hubiese podido ahorrarse aquello último, sabía que si sólo hubiese querido que dejase de llorar y sentirse bien consigo mismo, hubiese bastado hasta el “Yo no soy así”, pero sabía también, que si no decía ahora la frase completa, seguiría dándole cabida a ser la misma niñita irrespetuosa que le había gritado a la cara, minutos atrás. Y, a pesar de todo lo mal que se sintiese, era algo que aún no le dejaría pasar, no sin una disculpa.
— La cena está servida — agregó entonces, como un mero informativo para poder desviar su atención a otro horizonte y brindarle la calma necesaria para pensar un poco más cosas.
Quiso echar atrás el tiempo, quiso recoger todas sus palabras y echarlas a un balde, quiso sujetar sus piezas para no sentirle caer, quiso lamer las heridas provocadas por su propia mordida, quiso deshacer lo indestructible y borrar lo imborrable. Quiso tantas cosas, con el mismo objetivo y ninguna de ellas era posible; estaba en un punto sin retorno en donde ya sólo podía asumir y esperar las consecuencias que no tardaron en llegar.
Le vio arrebujarse en la toalla, como si quisiera agrandar la tela hasta hacerla tan grande que le permitiese esconderse bajo ella con la desesperación de no poder desaparecer. Le observó apretar los párpados en un intento vano por contener las lagrimas que salían de sus ya rebalsados ojos, incapaces de contener las emociones a pesar de su anterior altivez. Pudo ser el testigo obligado de como todo en ella expresaba la derrota; como sus mejillas perfectas eran marcadas por el sollozo, como sus palabras vencidas se arrastraban sin fuerzas hasta tocarle en forma de suplica y como toda ella, entera, se reducía a un ovillo humano, tirado sobre su cama.
Se odió a sí mismo, tanto como ella debía odiarle en ese momento, tanto como la vergüenza que sentía de su propia infracción, de hablarle de ese modo tan demoledor que en vano había deseado pudiese ella rebatirle. Se aborreció por el hecho de hacer llorar a una mujer a costo de palabras, pues sabía que éstas dejaban marcas invisibles pero menos hirientes que las de los golpes. Se maldijo también, por el propio recuerdo de las mujeres que había querido (su madre y esposa) y de como había odiado a quienes les habían hecho llorar, pues ahora se convertía en uno de ellos.
— Por favor, dadme un traje que pueda vestir y dejad que me vaya a casa, os lo ruego... Haced lo que os plazca, pero, os lo suplico, dejad que me vaya... — dijo Astrid, con la voz apagada, vacía y sin fuerzas, y se dejó caer ante sus ojos como un ser quien sólo quiere que se le vaya la vida.
Emerick suspiró pesadamente y se acercó a paso lento y dudoso hasta la cama, quería acercarse a pesar del miedo, quería intentar remediar el daño. Finalmente, también se subió al catre para quedar de rodillas junto a ese pequeño bulto casi sin vida y de rubia cabellera. Abrió la boca para hablar, para decirle que lo sentía, pero el nudo de su garganta le amenazó de una voz quebrada, la que no quería dar a conocer aún. Así que estiró su mano hasta ella y apenas rozó la piel de sus hombros con la yema de sus dedos, antes de llevarlos hasta sus cabellos y despejarle el rostro para que ella pudiese mirarle si así lo quería. Entonces se disculpó.
— Lo siento... y digo que “Lo siento” porque de verdad es así, y no es lastima... no de ti, sino de mi... yo no soy así... no soy como tú...
Sabía que hubiese podido ahorrarse aquello último, sabía que si sólo hubiese querido que dejase de llorar y sentirse bien consigo mismo, hubiese bastado hasta el “Yo no soy así”, pero sabía también, que si no decía ahora la frase completa, seguiría dándole cabida a ser la misma niñita irrespetuosa que le había gritado a la cara, minutos atrás. Y, a pesar de todo lo mal que se sintiese, era algo que aún no le dejaría pasar, no sin una disculpa.
— La cena está servida — agregó entonces, como un mero informativo para poder desviar su atención a otro horizonte y brindarle la calma necesaria para pensar un poco más cosas.
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Re: Espectros en vida {Emerick Boussingaut}
"La educación permite que a la gente se le pueda dirigir con facilidad, pero no se le pueda obligar. La gente educada es fácil de gobernar, pero difícil de esclavizar."
Henry Brougham
Henry Brougham
Apenas se hubo callado la boca, sintió el vacío en su estomago, como el vértigo de una caída repentina. Se arrepentía y no, de lo ya dicho; por uno de los lados, quería darle esa lección que tanto se merecía, pero por el otro no podía evitar el sentirse culpable de su sufrimiento, aun a pesar de saber que no debería. Algo le decía que la chica necesitaba de una mano dura, pues no parecía entender con la blanda y, a pesar de todo lo ya hablado, seguía sin cambiar su actitud como una verdadera niñata malcriada que se negaba a aceptar las palabras de su maestro, a quien reconocía con mayor educación pero también con menos estatus, aunque en su caso fuese probablemente al revés.
Toda esa lucha de sentimientos, sirvió también, para que miles de cuestionamientos acudieran a su cabeza y, entre ellos le hicieran preguntarse si acaso él también sería así de altivo e hipócrita para los ojos del resto, y entonces temió porque así fuera. Se sabía una persona orgullosa pero ¿de verdad lo sería hasta el grado de ser insolente y mal educado? ¿Qué pasaba entonces si de verdad eran lo mismo, la misma calaña de personas? Negó con la cabeza, no quería ni siquiera pensarlo.
Y la mujer se incorporó de golpe, como si las palabras del Duque hubiesen sido bofetadas para hacerle reaccionar. Una vez más, volvía a aflorar su carácter mal agradecido y austero del cual Emerick no era admirador, por lo que suspiró con resignación y se puso también de pie para mirarle con forzada paciencia hasta que la mujer caminó hasta la salida desde donde él no le obligaría a regresar.
— No olvidéis el pequeño... pequeñísimo detalle... de que aún tengo vuestras joyas, que no tenéis idea en donde estáis y que además os he salvado la vida — mencionó alzando un ceja, y acercándose con parsimonia junto a la puerta — Si en verdad sois quien decís ser ¿No deberíais mostrar un poco más de educación de vuestra parte? — le preguntó frunciendo el ceño con extrañeza, deteniéndose frente a ella — Realmente me gustaría saber que al menos queda un poco de honorabilidad en vuestra familia, Misses De Couserans & Carcasona — agregó con una pequeña reverencia.
Intentaba ser inteligente y ofrecer un intercambio bastante sutil de respeto mutuo, a ver si de ese modo lograban una especie de tregua y la mujer comía algo para vestir después con mejores prendas para dejarle marchar sin culpas. Quería ayudarla, pero no quería que fuera gratis, y por mucho que le pesara después la conciencia, no alentaría a su mal carácter con la ayuda a cambio de gritos y mal miramientos.
— Os agradecería que comierais un poco antes de marchar, pero si de verdad ya no queda rastro de la nobleza de vuestra sangre pues... podéis buscar a alguno de los criados para decirle que os preste algún atuendo para vestir y os indique el camino a casa.
Le aconsejó dejando en claro en lo que consistía su sencilla oferta y que era decisión absolutamente suya el aceptarla o no. No le obligaría a quedarse y tampoco se forzaría a él a seguir aguantando sus insolencias. El trato era sencillo, ambos cederían un poco, lo tomaba o lo dejaba. Y mientras ella lo pensaba, él se giró hasta el carro de la cena, la cual destapó para dejar salir el aroma de una comida exquisitamente bien preparada, aquella que sólo se servía en una muy buena mesa y era capaz de deleitar finos paladares y narices sofisticadas. Un verdadero banquete para todos los sentidos.
Toda esa lucha de sentimientos, sirvió también, para que miles de cuestionamientos acudieran a su cabeza y, entre ellos le hicieran preguntarse si acaso él también sería así de altivo e hipócrita para los ojos del resto, y entonces temió porque así fuera. Se sabía una persona orgullosa pero ¿de verdad lo sería hasta el grado de ser insolente y mal educado? ¿Qué pasaba entonces si de verdad eran lo mismo, la misma calaña de personas? Negó con la cabeza, no quería ni siquiera pensarlo.
Y la mujer se incorporó de golpe, como si las palabras del Duque hubiesen sido bofetadas para hacerle reaccionar. Una vez más, volvía a aflorar su carácter mal agradecido y austero del cual Emerick no era admirador, por lo que suspiró con resignación y se puso también de pie para mirarle con forzada paciencia hasta que la mujer caminó hasta la salida desde donde él no le obligaría a regresar.
— No olvidéis el pequeño... pequeñísimo detalle... de que aún tengo vuestras joyas, que no tenéis idea en donde estáis y que además os he salvado la vida — mencionó alzando un ceja, y acercándose con parsimonia junto a la puerta — Si en verdad sois quien decís ser ¿No deberíais mostrar un poco más de educación de vuestra parte? — le preguntó frunciendo el ceño con extrañeza, deteniéndose frente a ella — Realmente me gustaría saber que al menos queda un poco de honorabilidad en vuestra familia, Misses De Couserans & Carcasona — agregó con una pequeña reverencia.
Intentaba ser inteligente y ofrecer un intercambio bastante sutil de respeto mutuo, a ver si de ese modo lograban una especie de tregua y la mujer comía algo para vestir después con mejores prendas para dejarle marchar sin culpas. Quería ayudarla, pero no quería que fuera gratis, y por mucho que le pesara después la conciencia, no alentaría a su mal carácter con la ayuda a cambio de gritos y mal miramientos.
— Os agradecería que comierais un poco antes de marchar, pero si de verdad ya no queda rastro de la nobleza de vuestra sangre pues... podéis buscar a alguno de los criados para decirle que os preste algún atuendo para vestir y os indique el camino a casa.
Le aconsejó dejando en claro en lo que consistía su sencilla oferta y que era decisión absolutamente suya el aceptarla o no. No le obligaría a quedarse y tampoco se forzaría a él a seguir aguantando sus insolencias. El trato era sencillo, ambos cederían un poco, lo tomaba o lo dejaba. Y mientras ella lo pensaba, él se giró hasta el carro de la cena, la cual destapó para dejar salir el aroma de una comida exquisitamente bien preparada, aquella que sólo se servía en una muy buena mesa y era capaz de deleitar finos paladares y narices sofisticadas. Un verdadero banquete para todos los sentidos.
Última edición por Emerick Boussingaut el Jue Ene 10, 2013 7:22 am, editado 1 vez
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: Espectros en vida {Emerick Boussingaut}
"El que hace una bestia de sí mismo se deshace del dolor de ser hombre."
Samuel Johnson
Samuel Johnson
Aspiró el aroma de la comida con real satisfacción, hasta ese momento no había sentido lo que verdaderamente puede llamarse como hambre, pero el aroma de la cena inundaba sus sentidos, era como si el cuerpo se convirtiera en un repentino diccionario de lengua y quisiera enseñarle en carne propia el significado de aquella palabra y, según acababan de informarle sus propios oídos, no era el único de la habitación que se encontraba en esas condiciones. Una sonrisa se dibujó en sus labios, curvándole tan sólo una de sus comisuras. Era un sonrisa de medio burla, de medio triunfo, de aquellas que afloran solas cuando niñatas como ella intentan en vano vivir de las apariencias, resistiéndose incluso a las necesidades delatoras de su cuerpo.
De cierto modo no le sorprendió, sabía que con su actitud demostrada hasta ahora, no le daría siquiera importancia a la comida, más le hubiera sorprendido de que lo hubiera hecho y quizás incluso se hubiese hecho sangrar la propia lengua pedirle unas buenas disculpas, pero no, ella actuaba como una muchacha más de aquellas que había conocido siempre, de esas mismas aristócratas de su entorno quienes en verdad se creían las verdaderas dueñas del mundo cuando en verdad todo lo que tenían era gracias a sus padres o también sus maridos y eso le dejaba en claro de que en verdad tenía razón y que había pertenecido aquella facción social, pues su arrogante comportamiento le delataba; era eso, o en verdad era una muy buena actriz.
Escuchó todo lo que ella tenía que decirle y por eso dejó la tapa de la cena a un lado, para girarse y mirarle a la cara mientras ella hablaba, pero sus palabras eran realmente ridículas «¿Acaso esperaba que cruzara volando?» se preguntó en su cabeza al escuchar sus dudas de porque se encontraba en aquellos lugares y que por tanto tenía tanto derecho a juzgarle como él mismo lo había hecho.
— Yo no soy un aristócrata francés — le interrumpió de inmediato, pero se calló la boca para dejarle seguir hablando. Realmente odiaba que le pusieran en algún otro país diferente al cual había sido su propia cuna, adoraba Escocia, tanto como adoraba y amaba sus raíces, su familia, pues si estaba viviendo ahora donde estaba, era única y exclusivamente por los asuntos de la Alianza que, esperaba que acabasen sólo al cabo de un par de años para regresar a su patria a cumplir con sus labores de Duque y envejecer en sus propias tierras sin tener que salir más que se paseo o por conocer lugares diferentes de manera solitaria, pues si bien ansiaba el volver a formar una familia, dudaba mucho de que ella realmente pudiese hacer posible, pero claro, el destino muchas veces deja de lado su tortura para hacernos favorable el camino de lo inesperado.
Entrecerró los ojos cuando le oyó hablar de sus joyas, por un momento pensó en regresárselas, ya que como bien había penado antes, se había dado cuenta de que en verdad no mentía, que se trataba de una verdadera aristócrata de cuna de oro que quien sabe quizás porque motivo había quedado en la ruina. Quizás su mismo insoportable carácter había ayudado ello y alentado el abandono de quien fuera que le brindara el sustento, quizás su marido, quizás su padre o incluso ambos ¿Quién sabía? La mujer tenía toda la apariencia de ser una solterona amargada, una de esas mujeres de quienes se quejan hasta sus propios empleados, si es que alguna vez los había tenido, tampoco se hubiera sorprendido ahora sus abandonos y repentinamente sintió hasta un poco de lastima. Pero bueno, regresando al asunto de las joyas, si ella misma decía que era mejor el no recuperarlas pues... que se las repartieran entre sus propias empleadas, él no deseaba joyas, ni tampoco le gustaban, excepto aquellas que brindaban valores sentimentales, como las herencias familiares; el anillo de matrimonio de su madre, pasado de generación en generación desde la propia edad media hasta las épocas actuales, o ese colgante de oro blanco que indicaba su nacimiento, así como también los finos grilletes de las camisas almidonadas de su padre. Todas eran cosas que en verdad defendería aún cuando le llamaran pordiosero, pero al parecer no era el caso de la dama, pues no sólo pensaba en venderlas sino además acababa de decir que prefería perderlas.
Alzó los hombros, ya no le insistiría más con la comida, aquella era solo una muestra de ayuda y la ayuda jamás se obliga, si ella deseaba tanto irse, que se fuera, pues no estaba en posición de obligarla, ya que si bien en un principio se había sentido culpable de sus palabras, había sido ella misma quien le había enseñado que no debía estarlo, por tanto sólo se limitó a responder su reverencia y volver a tapar la cena, permitiéndole la salida, no obstante él también salió con ella.
— Seguidme — le indicó adelantándose a sus paso — Os enseñaré el camino a la cocina, pues dudo que además de mal educada seáis también adivina, y no desearía tampoco que una ladrona como vos deambulase sola por toda mi casa, haciéndose de mis pertenencias por cuanto la gana le diera — sonrió de medió lado, sabedor de que ella ni siquiera tenía la posibilidad de mirarle a la cara, pues caminaba por delante de ella, claro está, al pendiente del sonido se sus pasos para asegurarse de que en verdad le siguiera.
Debía reconocerlo, el Duque era un hombre de buen corazón, pero de poca paciencia y, cuando ésta se agotaba, no había nada ni nadie quien le hiciera recuperarla, excepto quizás, las propias acciones de remisión de las que ella seguramente ni siquiera conocería su significado, y era entonces, como el príncipe en verdad se convertía en la bestia.
De cierto modo no le sorprendió, sabía que con su actitud demostrada hasta ahora, no le daría siquiera importancia a la comida, más le hubiera sorprendido de que lo hubiera hecho y quizás incluso se hubiese hecho sangrar la propia lengua pedirle unas buenas disculpas, pero no, ella actuaba como una muchacha más de aquellas que había conocido siempre, de esas mismas aristócratas de su entorno quienes en verdad se creían las verdaderas dueñas del mundo cuando en verdad todo lo que tenían era gracias a sus padres o también sus maridos y eso le dejaba en claro de que en verdad tenía razón y que había pertenecido aquella facción social, pues su arrogante comportamiento le delataba; era eso, o en verdad era una muy buena actriz.
Escuchó todo lo que ella tenía que decirle y por eso dejó la tapa de la cena a un lado, para girarse y mirarle a la cara mientras ella hablaba, pero sus palabras eran realmente ridículas «¿Acaso esperaba que cruzara volando?» se preguntó en su cabeza al escuchar sus dudas de porque se encontraba en aquellos lugares y que por tanto tenía tanto derecho a juzgarle como él mismo lo había hecho.
— Yo no soy un aristócrata francés — le interrumpió de inmediato, pero se calló la boca para dejarle seguir hablando. Realmente odiaba que le pusieran en algún otro país diferente al cual había sido su propia cuna, adoraba Escocia, tanto como adoraba y amaba sus raíces, su familia, pues si estaba viviendo ahora donde estaba, era única y exclusivamente por los asuntos de la Alianza que, esperaba que acabasen sólo al cabo de un par de años para regresar a su patria a cumplir con sus labores de Duque y envejecer en sus propias tierras sin tener que salir más que se paseo o por conocer lugares diferentes de manera solitaria, pues si bien ansiaba el volver a formar una familia, dudaba mucho de que ella realmente pudiese hacer posible, pero claro, el destino muchas veces deja de lado su tortura para hacernos favorable el camino de lo inesperado.
Entrecerró los ojos cuando le oyó hablar de sus joyas, por un momento pensó en regresárselas, ya que como bien había penado antes, se había dado cuenta de que en verdad no mentía, que se trataba de una verdadera aristócrata de cuna de oro que quien sabe quizás porque motivo había quedado en la ruina. Quizás su mismo insoportable carácter había ayudado ello y alentado el abandono de quien fuera que le brindara el sustento, quizás su marido, quizás su padre o incluso ambos ¿Quién sabía? La mujer tenía toda la apariencia de ser una solterona amargada, una de esas mujeres de quienes se quejan hasta sus propios empleados, si es que alguna vez los había tenido, tampoco se hubiera sorprendido ahora sus abandonos y repentinamente sintió hasta un poco de lastima. Pero bueno, regresando al asunto de las joyas, si ella misma decía que era mejor el no recuperarlas pues... que se las repartieran entre sus propias empleadas, él no deseaba joyas, ni tampoco le gustaban, excepto aquellas que brindaban valores sentimentales, como las herencias familiares; el anillo de matrimonio de su madre, pasado de generación en generación desde la propia edad media hasta las épocas actuales, o ese colgante de oro blanco que indicaba su nacimiento, así como también los finos grilletes de las camisas almidonadas de su padre. Todas eran cosas que en verdad defendería aún cuando le llamaran pordiosero, pero al parecer no era el caso de la dama, pues no sólo pensaba en venderlas sino además acababa de decir que prefería perderlas.
Alzó los hombros, ya no le insistiría más con la comida, aquella era solo una muestra de ayuda y la ayuda jamás se obliga, si ella deseaba tanto irse, que se fuera, pues no estaba en posición de obligarla, ya que si bien en un principio se había sentido culpable de sus palabras, había sido ella misma quien le había enseñado que no debía estarlo, por tanto sólo se limitó a responder su reverencia y volver a tapar la cena, permitiéndole la salida, no obstante él también salió con ella.
— Seguidme — le indicó adelantándose a sus paso — Os enseñaré el camino a la cocina, pues dudo que además de mal educada seáis también adivina, y no desearía tampoco que una ladrona como vos deambulase sola por toda mi casa, haciéndose de mis pertenencias por cuanto la gana le diera — sonrió de medió lado, sabedor de que ella ni siquiera tenía la posibilidad de mirarle a la cara, pues caminaba por delante de ella, claro está, al pendiente del sonido se sus pasos para asegurarse de que en verdad le siguiera.
Debía reconocerlo, el Duque era un hombre de buen corazón, pero de poca paciencia y, cuando ésta se agotaba, no había nada ni nadie quien le hiciera recuperarla, excepto quizás, las propias acciones de remisión de las que ella seguramente ni siquiera conocería su significado, y era entonces, como el príncipe en verdad se convertía en la bestia.
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