Condéname [PRIVADO]

- Se declara culpable a la rea.- sentenció el inquisidor, asintiendo bruscamente con la cabeza hacia el verdugo de rostro oculto bajo un capuchón negro que, al haber sido procesada ya la orden del juez, me acostó bocabajo sobre la báscula posterior y me empujó al trangallo, dónde mi cuello quedó aprisionado.

Había sorteado a la Muerte desde que vi la luz del día por primera vez, siempre zafándome de sus garras, siempre riendo al creer dejarla atrás. Y ahora, casi pude sentir su respiración sobre mi sudorosa nuca.

El sol del mediodía me asfixiaba más incluso que el propio cepo. Las ropas se me pegaban a la piel y una sensación claustrofóbica me invadió de repente, empezando a mover mis piernas y mis manos para liberarme de aquella presión, sin conseguir moverme ni un ápice dado que me habían amarrado con cuerdas tanto los tobillos como las manos tras mi espalda, sin opción alguna a removerme. La brisa soplaba con desgana y algunos de mis alborotados cabellos me hacían cosquillas al rozarme la nariz, estornudando en alguna ocasión para el goce de todo el gentío que ante mí, esperaba el desenlace de tan divertido circo. Ellos eran el público que presenciaría mi muerte. Y tragué saliva ruidosamente, haciendo una mueca cuando ese ordinario gesto me produjo dolor ante la incomodidad de mi cuerpo.

Cerré los ojos. Imagina un lugar feliz, me dije, escapándoseme una sonrisa que curvó mis labios. Y lo hice.

Y cuando volví a abrir mis párpados, ya no me encontraba en una guillotina expuesta ante el pueblo de París, con mi vida pendiendo de un engranaje que el verdugo accionaría y que pondría fin a mi insulsa vida terrenal. No, ya no. Ahora, estaba sola. Sola en un inmenso campo de trigo bañado por un tostado color ámbar procedente del atardecer que sutilmente doraba mi piel. Y la brisa abanicaba mi pelo suelto, meciéndolo con dulzura, casi temerosa a poder romperme si soplaba entre azotes. Me sentía viva, por lo que extendí mis brazos e inspiré los recuerdos que el viento me traía de las colinas de mi memoria. Me sentía bien conmigo misma, en paz. Y entonces, yo empecé a caminar entre los altos tallos de trigo, acariciando con las yemas de mis dedos cada uno de ellos, riendo sin que nada me hiciera gracia realmente, solamente por el placer de sentirme libre y feliz, completamente plena. Mis pies descalzos se detuvieron al encontrar junto a ellos una amapola. Y yo me acuclillé ante ella, admirando su fortaleza de crecer aun sintiéndose sola en medio de aquél campo de cereales, abierta de par en par sin miedo a marchitarse con la llegada del otoño. No la arranqué. La dejé allí, ahora tras las huellas que marcaban mi camino sin rumbo, anhelando volver a encontrarla si alguna vez podía regresar a aquél inhóspito lugar de mi mente. Y entonces, tras vagar por aquellos senderos sin fin, un colosal sicómoro se alzaba frente una pequeña laguna de aguas cristalinas que ahora reflejaban el nacimiento de la luna más allá de las verdes colinas. Sin darme cuenta, mis pasos se habían detenido entre el árbol y el lago, girándome lentamente, casi con terror, como si quisiera volver por la senda que ya había trazado. Pero entonces, al ladearme, una figura recostada con la espalda contra el sicómoro me detuvo y un tenue rayo de luz iluminó su semblante risueño, llevándose una mano a su boca para apartar un tajo que mordisqueaba cuál pastor entretenido. No dijo nada, no fue necesario. Él, simplemente se acercó a mí, tomó una de mis manos entrelazando sus dedos con los míos y, sin perder aquella sonrisa que me hacía desmoronar el alma, me guió hacia las profundidades de la laguna, cuya agua abrazó primero nuestros pies con cierta frialdad que me hizo estremecer, gesto que él supo interpretar y me abrazó por la espalda con fuerza, instándome a seguir sin detenernos hasta que finalmente, sin tomar oxígeno, ambos fuimos engullidos y sólo nos restó la oscuridad. La oscuridad y el saber que ya no estábamos solos...



Y con esa imagen grabada a fuego en mis pupilas, escuché cómo la cuchilla de la guillotina empezaba a descender hacia la cuarta vértebra de mi cuello.

Tres... Dos... Uno...

Lleve las maletas a la puerta y las deje allí, mientras los chicos bajaban corriendo las escaleras, entre risas y comentarios sobre el viaje.
¿Lleváis todas vuestras cosas?...
¿Los planos, la ropa, patines de hielo? vale, vale. No me miréis así. Indique alzando los brazos en son de paz. Mientras Elle y Biél negaban con la cabeza, acomodándose los abrigos antes de salir, no sin que antes les tomara de las colas de los mismos, tirándoles hacia mí.

Carraspee.

Ya se que sois adultos, independientes, modernos, chicos cosmopolitas y guapos, con salvajes melenas pelirrojas al viento…Pero…
Hice una mueca y sonreí sin poderlo remediar.
¡Os vais tres meses! ¡Abrazadme de una vez! voy a echaros de menos.
Ellos rieron, y yo aproveche para apretujarles bien contra mi, meciéndoles y soltando un suspiro.
A veces olvidaba que eran adultos, que hacían sus vidas, que ya no eran mis pequeños revoltosos, aquellos que no sabían llevar ropa nueva cinco minutos, sin ensuciarla de lodo…Porque, supongo que en el fondo, eso significaba que cada día que pasaba, mas pronto llegaría el día en que ambos marcharían y yo tendría que hacerme a la idea…de que el castillo era un tanto grande para mí.
Les despedí con una mano y cerré tras de mí, dispuesto a no pensar en que me estaba haciendo viejo al menos durante…
Quince minutos.

Por lo que me fui a mi habitación, me puse un chaleco de lana y un pantalón cómodo, mientras descalzo, arremangaba mis mangas y caminaba hacia mi estudio.
Y una vez alli, intente leer, luego escribir, luego leí mi correspondencia, luego empecé a darme cuenta de que necesitaba una biblioteca nueva ya que la antigua estaba a rebosar, luego me puse a jugar con el abre cartas, después comencé a pasear por mi despacho, luego por la pared, luego por el techo, y cuando finalmente me aburrí de verlo todo cabeza abajo, volví al suelo….mire la hora…y tan solo habían pasado catorce minutos y cinco segundos, seis segundos, siete segundos…
Habría molestado a Sám, pero aquel día había dado libre a todo el servicio; después de todo, sin los niños la casa apenas necesitaba gran cosa.
Lleve mi mano a mis labios cuando el primer bostezo vino a mí. Y entonces baje las escaleras y me fui al salón a tocar el piano.
Sol-sol-fa-re… -No-
Re-sol-sol-fa… -Mmmm No.-
Sol-fa-sol…. fa-fa- fa-fa- fa-fa- fa-fa- fa-fa- fa-fa-fa.
¿Mmmm? Arquee una ceja mientras tocaba una sola tecla.
Chan chan chan chaaaaan….
estoooy solooo en caaaasaaaa….
Chan chan chan chaaaaan….
esto eeees un aburrimiieeentooo… Canturreé con voz grave para después reírme en soledad.
Jajajajajaa… vale. Seriedad.
Ordene las partituras y después de tachar páginas enteras, las situé frente a mí, y me puse a tocar, con la esperanza de que una melodía tranquila me diera aun mas sueño, pues seguramente o estaba amaneciendo o ya era de dia.



Pero entonces, cuando acababa de tocar, el golpe de un mueble cayendo y haciéndose trizas me hizo levantar la mirada y parpadear.
Si hubiese tenido un gato, un loro, un perro, o incluso a mis seis hijos dando vueltas por la casa, seguro que no habrían creado semejante estruendo.
¿Y si eran ladrones?
Sonreí de oreja a oreja, no es que me entusiasmara la idea de que alguien se colara en casa, pero si que me intrigaba la idea de ir a investigar. Por lo que me levante, cogí el candelabro y comencé a caminar en puntapiés hacia la escalera como si fuera yo el intruso.
No lo podía evitar, me intrigaba la idea, ¿ habría sido alguien? ¿o habria sido solo algo mal apilado?
Daba igual, al fin parecía haber algo divertido que hacer…

Con el pie derecho situado sobre mi lecho y con el otro procurando mantener el equilibrio de mi cuerpo fui deslizando las medias por mis muslos, subiendo hasta mi cadera, soltando la prenda para incorporar el pie junto al otro, mirándome de refilón en aquél sucio espejo de la habitación, haciendo una ligera mueca antes de desviar la vista y darle la espalda, buscando entre los cajones mi corsé de cuero negro que encontré al fin, después de unos minutos de angustia.

- ¡Euphrosyne!- vociferé, soltando jadeante aquellas cuerdas que se resistían a entrelazarse entre ellas.-¿Puedes...?

La pequeña rió y asintió, corriendo hacia mí para tomar un taburete cercano al que se subió, indicándome que me diera la vuelta para proceder a atarme el corsé mientras yo estrechaba los ojos al verme reflejada en aquél espejo. Sin darme cuenta, la pequeña ya me había atado incluso el liguero incorporado al corsé, por lo que todo parecía indicar que ya me encontraba lista para la misión de aquella madrugada.

Sin embargo, la pequeña -muda-, me detuvo cuando hice ademán de salir de la sala, meneando la cabeza. Tras dar un brinco hasta situarse frente a mí y a menor altura que antes, me tomó de la mano y me llevó frente al tocador, ayudándome a poner unos guantes de látex negros y una pequeña daga que escondí en el liguero, sólo por si las cosas se ponían feas, por supuesto. Recogí entonces mi larga cabellera en una cola de caballo y deposité un cariñoso beso en la frente de Euphrosyne, quién pareció sonrojarse entre risas antes de volver con los demás niños, prometiéndome que cuidaría de ellos durante mi ausencia, algo que realmente me tranquilizaba aunque no me agradara dejarles solos en aquella casa, sabiendo que en cualquier momento podrían desahuciarnos y los niños, terminar de nuevo en la calle o peor aun... Meneé la cabeza para expulsar aquellos negativos pensamientos de mi mente, buscando en ellos las fuerzas para seguir adelante con lo planeado.

Tomé el arrugado mapa de la morada que aquella madrugada se convertiría en mi nueva presa y, tras despedirme de los niños, me abrigué con mi capa azabache y deslicé la capucha para que ocultara mi rostro antes de salir y cerrar con llave, guardándola en mi escote.

El camino hasta la mansión Délvheen era largo y tortuoso, pues se encontraba en las afueras y dificultaba su acceso, algo por lo que fui maldiciendo -al ir descalza se me fueron clavando todas piedras y malas hierbas que iba pisando al caminar- hasta llegar ante la verja que delimitaba las propiedades de aquella adinerada y famosa familia.

La imponente residencia se alzaba como un auténtico castillo digno de las princesas de los cuentos de hadas y me hubiera quedado boquiabierta contemplando su extasiante belleza arquitectónica, si no fuera porque mis tripas rugieron y me recordaron el motivo por el que había ido hasta allí. Por ello, recorrí el perímetro oeste de la casa, con el mapa en mano y guiándome por él hasta encontrar la tercera ventana que según lo estipulado, debía permanecer sin pestillo, dado que según una de las sirvientas que había conocido hacía tiempo, así era, al menos, para la ventana que daba a la cocina.

Cuando la encontré, tuve que escalar un poco para llegar al alféizar, dónde apoyé una de mis rodillas mientras que mis manos se empeñaban a abrir la ventana -un tanto atascada- que poco a poco fue cediendo entre chirridos. En cuanto consideré que el hueco era suficiente para que mi cuerpo pasara por él, lancé la capa que cayó sutilmente sobre el césped y entré primero una pierna por la ventana hasta que mi pie tocó suelo firme, momento en el que repetí la operación con mi otra extremidad. Aun sentada en el alféizar pero ya con la mitad de mi cuerpo dentro de la oscura morada, me permití el lujo de contemplar la cocina en su amplitud, buscando aquello que había ido buscando aquella noche que cabe decir, empezaba a clarear tras las colinas. Se me acababa el tiempo y debía actuar inteligentemente.

Di un último brinco y guardé el mapa en el otro liguero -en el que no guardaba la daga-, empezando así a buscar entre cajones y armarios toda clase de comida, cargando en una bolsa de cuero que encontré junto al cuarto de los trastos varias raciones de queso, tomates, cereales, dos botellas de leche, aceite, azúcar, sal, fruta, pan, langostinos, chocolate... Oh sí, estaba convencida que en cuanto los niños me vieran llegar con aquella enorme tablita de chocolate sus ojos centellearían con un brillo propio de la locura y la gratitud.

Cuando la cesta estuvo llena a rebosar la deposité sobre el alféizar de la ventana por la que había entrado y por la que pensaba escapar en no más de un par de minutos, abandonando la cocina con sigilo para adentrarme ahora en un lujoso y fabuloso vestíbulo engullido prácticamente por una magnificente escalinata adornada con una estupenda alfombra roja. Pero algo más que aquella belleza decorativa llamó mi atención...

Allí, situado en lo alto de una columna, sobre un capitel corintio y descansando sobre un cojín de bordados plateados, se encontraba la joya más cara y hermosa que jamás han visto mis ojos. Un huevo imperial.


Sin dudarlo, me encaminé hacia la columna y me aventuré a trepar por ella, alargando mi mano hacia el huevo sin llegar a rozarlo cuando, de pronto, la columna se desestabilizó y con ella, el huevo y yo caímos al suelo en un fuerte estruendo provocado por las miles de piezas de mármol desperdigadas por doquier. Y bajo todos aquellos escombros, tosiendo polvo blanco y aquejada por el golpe recibido en mi costado izquierdo, fui descubierta por un lunático armado nada más y nada menos, que con un candelabro.

Subí por las escaleras , divertido ante lo que me podría encontrar, pero entonces, la polvareda me hizo parpadear y ladear la cabeza un tanto sorprendido.

¿?

¿Que esperaba?...
Esperaba a un jovenzuelo, o un ladrón adulto, o quizás dos, con sus antifaces negros y sus explosivos caseros o quizas raterillos inexpertos, esperaba incluso alguna broma casera por parte de alguno de los chicos...pero...no lo que vi.

¿Una mujer?

La joven tosió casi dejándose los pulmones ante la polvareda, mientras me miraba con los ojos aterrados.
Deje el candelabro sobre una de las mesas auxiliares y me cruce de brazos torciendo una mueca.

Vaya por dios...si es una joven....¿Ahm...se encuentra bien?...
No tuve respuesta obviamente, por lo que negué.
Para una vez que viene una dama a robar y no un ladrón y yo con estas pintas.
indique tranquilo a la joven, como si nada, como si hablara con alguien a quien conocia desde hacia ya largos años.

entonces camine hacia ella, que se hallaba recostada en el suelo y me puse de cuclillas delante suyo, notando como ella intentaba alejarse aunque algo se lo impidió.
Oiga, así entre nosotros...No podía haber ido a casa de los vecinos?. Esa gente no se entera de nada, son mayores y roncan como si no hubiera mañana, seguro que ni se enteraban si hacia usted estruendo alguno. Claro que, con la sordera nadie se entera de nada, ¿verdad?

Definitivamente la joven iba a pillar lo primero que tuviera a mano para lanzarmelo y salir huyendo al pensar que hablaba con algun demente, no tenia que leer su mente para saberlo, por lo que quise adelantarme y ponerme en pie, rodeando su cuerpo recostado, para apreciar que a su espalda, un pedrusco de los que se acababan de desprender con la columna caída, se hallaba sobre la cola de su vestido impidiendo que se alejara o se levantara. Por lo me incline, sujete el pedrusco y lo hice a un lado, sin darme cuenta que al hacerlo, habia hecho a un lado el vestido de la chica tambien, rasgandolo hasta que su piel blanca quedo a la vista, por lo que volvi a situarla donde estaba rapidamente, desviando la mirada enseguida...

Ouch...

acababa de dejar la retaguardia de la joven al descubierto. por lo que volví a rodear a la joven y me senté delante de ella, a un metro aproximado, con las piernas cruzadas.

Tendrá que disculparme...Le he roto su...uniforme de trabajo o como se llamen sus vestimentas.
No era mi intención, se lo juro. Indique posando una mano sobre mi pecho, realmente arrepentido, una cosa era bromear con los ladrones y otra hacerles pasar vergüenza.

¿ Dígame, le llevo yo ante la policía, o querrá que les llame y vengan ellos a por usted?

Adolorida a penas me percaté del arañazo que su zarpa se había llevado parte de mi atuendo, levantándome al instante en cuanto su amenaza llegó a mis oídos, momento en el que busqué la primera piedra que encontré y con todas las fuerzas que dispuse, le planté un fuerte bofetón, esperando que éste cayera inconsciente a mis pies para así poder zafar.

Así que, dándolo por sentado, estiré mi mano para tomar aquél brillante huevo y empecé a correr escaleras arriba, girándome hacia el propietario una sola vez, escapándoseme un grito cuando comprobé cómo la herida de su mejilla sanaba a una velocidad anormal y su porte seguía firme y derecho plantado a los pies de la escalera con una ceja alzada y el semblante descompuesto quizás por mi actitud.

¿Qué sucedía en aquella casa? ¿Desde cuándo un propietario le aburría la idea de tener ladrones en casa? ¿Desde cuándo tras un fuerte golpe con una piedra en mano no dejaba inconsciente al sujeto? ¿Desde cuándo la herida de la que había brotado sangre se cerraba en escasos segundos? ¿Desde cuándo no perseguía a la ladrona en busca de aquello que se llevaba?

Lancé la piedra que aun aferraba con fuerza escaleras abajo y seguí corriendo hacia arriba, con los pálpitos desbocados y la respiración agitada, preguntándome en voz alta si aquello era una pesadilla o si realmente, existían los fantasmas. ¿Sería uno de ellos, aquél pelirrojo? Tragué saliva justo cuando, entre las prisas, tropecé con una grada y caí de cabeza, dando algunas volteretas hasta que algo me detuvo. Asustada intenté retroceder para alzar la vista temerosa de haber despertado a los residentes de aquella casa, a que algún cuerdo me diera la paliza de mi vida o que otro de aquellos fantasmas que ya imaginaba en mi mente decidiera hacer acto de presencia junto a su colega. La sorpresa fue mayúscula cuando descubrí que la figura pertenecía al mismo propietario de la casa, al pelirrojo, al fantasma que ahora confirmaba mi teoría. ¿Cómo diablos había subido hasta allí tan deprisa?

Ahogué un grito ensordecedor y retrocedí a tientas, agarrando un candelabro para amenazarle si se acercaba demasiado, mirando a lado y lado en busca de una salida. Pero no veía más que un oscuro pasillo. ¿Debía arriesgarme? Le miré fugazmente una vez más, coincidiendo en que aquél hombre no podía ser humano, y si bien no lo era, todo lo que fuera humano no le afectaría del mismo modo, ¿cierto? Y si por lo contrario aquello era una pesadilla, ¿qué más daba? Así que, con el corazón empequeñecido por el temor, arrojé el candelabro de velas encendidas hacia él, contemplando cómo el fuego se iniciaba cerca de su figura, en aquella alfombra roja. Sólo cuando la humareda subió y el pelirrojo ya no era visible, empecé a correr hacia el final del pasadizo, probando todos y cada uno de los pomos de las puertas que iba encontrando, pero ninguno cedía, hasta que al fin...

Cerré la puerta con brusquedad y apoyé mi espalda contra ésta, respirando con dificultad, manteniéndome hierática durante varios segundos. Cuando al fin recobré el aliento y me serené, giré mi cabeza lentamente y ante aquellos ojos fijos y claros, di un respingo que me hizo caer de espaldas a una confortable cama deshecha, contemplando ahora despavorida el semblante severo de aquél joven que sostenía en alto un bate de béisbol amenazador mientras caminaba hacia mí con la mirada fija en aquél reluciente huevo que aun poseía.

Tragué saliva y simplemente... grité.