AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Opio para los sentidos {Privado}
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Opio para los sentidos {Privado}
Dulcie estaba agotada, hacía una semana que trabajaba incansablemente en el burdel, atendiendo a hombres y seres sobrenaturales por igual. Le dolía el cuerpo y tenía algunas magulladuras en la cara interna de sus muslos y todavía conservaba alguna que otra marca de los colmillos de algún vampiro en su cuello. Se había bañado, perfumado, y ataviado con un corsé de color azul con puntillas blancas, y las medias de lycra, también blancas, le llegaban encima de la rodilla, donde finalizaban con un tejido de encaje de cuatro dedos de alto. Llevaba el cabello rubio suelto, y los bucles le acariciaban la cintura. No le gustaba maquillarse, pero cuando estaba en ese lugar, debía hacerlo, por lo que colocó carmín en sus labios, que resaltaban en la blancura de su piel. Otra cortesana entró y la ayudó a delinearse los ojos en color negro y a arquear sus pestañas. Le dejó un mensaje de la madame, que decía que tenía una hora libre, que descansara que luego trabajaría varias horas corridas. Apretó el papel y deseó llorar, pero había aprendido que de nada valía hacerlo, debía aprovechar ese tiempo que tendría. Ya había cambiado las sábanas anteriores por unas rosa pálido que cubrían la cama y había rociado con perfume. Se acercó a un placard y tomó a sus seis muñecas que la acompañaban, y las sentó sobre el colchón en hilera, y ella se cruzó de piernas frente a éstas. “Monique, tú serás la primera” pensó mientras la colocaba en su regazo y comenzaba a peinarla, tarareando una canción de cuna que no recordaba de dónde sabía, pero que, simplemente, salía de su garganta, como si alguna vez alguien se la hubiera cantado. La llenó de nostalgia y se preguntó si alguna vez la nodriza que ella y su hermano tuvieron, se las habría tarareado tal y como ella hacía en ese instante con sus muñecas. Les colocó lazos de colores en el cabello, también florcitas campestres que había en un jarrón y les cambió sus vestiditos, cualquiera que la observara pensaría que era una niña jugando, su rostro, a pesar del maquillaje, era el de una, su actitud también. Dulcie era una niña, una niña triste a la cual le habían arrebatado la vida, la vergüenza, la dignidad, pero que se había aferrado al último vestigio de ingenuidad que le quedada en un remoto lugar de su mente, un sitio al que nadie tendría acceso, nunca lo permitiría, un pequeño rincón que ni ella sabía que seguía estando allí.
Se preguntó por Strider, hacía varias semanas que no tenía noticias suyas, y la última vez que se habían visto las circunstancias y las consecuencias habían sido funestas. La sacó de sus pensamientos la conversación coloquial de dos hombres del otro lado de la puerta, se preguntó si serían los clientes, y rogó para que no, no quería atender a dos al mismo tiempo. Contuvo la respiración hasta que sintió que las voces comenzaban a alejarse, y soltó el aire con tal vehemencia que voló las florecillas del cabello de la muñeca pelirroja, de nombre Stella, que tenía entre sus manos. Quien sí entró, fue una joven que trabaja en el lugar pero no como prostituta, si no, como mensajera. Le entregó una caja de terciopelo verde, que abrió ante la insistencia de la muchacha, y descubrió un bello collar de zafiros y una nota que rezaba “Más tarde estaré contigo, quiero que lo uses. Tuyo, Gral. H”. Cerró el empaque y lo guardó dentro del cajón de la mesa de luz que estaba a su lado izquierdo y saludó a la chica que se retiraba felicitándola por el regalo. El Gral. H. como se hacía llamar con ella, era un militar retirado, de unos sesenta años y que, hacía varios meses, acudía sólo a sus servicios. A ella no le agradaba, el tipo la trataba como a un trapo, pero Dulcie se veía obligada a complacer todos sus caprichos, el hombre, en ocasiones, creía que todavía era un adolescente y pretendía algunas cosas que para su cuerpo, algo arruinado por los años y por unos kilos de más, eran verdaderamente nocivas. Una vez casi perece en medio del acto, y la rubia rió al recordarlo pidiendo por su madre.
Dieron un golpe en la puerta, sabía que eso significaba que el descanso estaba terminando. El tiempo era tan escaso cuando de buenos momentos se trataba… Se apresuró a guardar a Monique y a las demás y volvió a perfumarse. Alisó la cama y luego, extrajo de una bolsita una pizca de opio, que diluyó en agua y luego puso, en una especie de horno pequeño en forma de rosa a calentar, el vapor no tardaría en llenar el ambiente. Dulcie había aprendido aquello de manos de una cortesana experimentada, que conocía su situación y sabía todas las técnicas para soportar esa vida. Le enseñó que el opio podía producir alucinaciones si era utilizado en gran cantidad, pero aquella medida tan minúscula, podía exacerbar el placer y ayudarla a ella a distenderse sin la necesidad de beber tres whiskys. En ocasiones, la inglesa era presa de la desesperación, y había intentado aquello y había dado resultado. El narcótico no tenía efecto en los seres sobrenaturales, pero sí en los humanos, y ella misma había comprobado que éstos solían ser mucho más crueles y retorcidos que algunos vampiros, claro, no tanto como él, de hecho, no había ninguno como Argeneau, y nadie le generaba ese magnetismo y al mismo tiempo resentimiento que le producía su captor, simplemente, era único, por eso se había enamorado alguna vez de ese ser y, actualmente, se sentía sumamente confundida con respecto a sus sentimientos; ya no lo amaba, por supuesto que no, pero tampoco tenía aquel deseo lógico de perjudicarlo, si no, todo lo contrario, deseaba que encontrara sosiego, por más macabros que fueran sus juegos. Dulcie se miró al espejo y se sonrió, aquel alucinógeno ya empezaba a hacer sus efectos en la joven, que podía sentirse más liberada. Un hombre, el encargado del mantenimiento, entró con una botella de champagne, una de vino y dos copas de cristal, que colocó en la mesa que había al lado de la cama. Se acercó a la muchacha y le sonrió, mostrando sus encías oscuras y carentes de algunos dientes, y le preguntó cuándo lo atendería a él. Ella contestó que hablara con la madame, que esas no eran decisiones que tuviera autorización de tomar. Aquel tipo siempre le había causado cierto resquemor a la cortesana, que se apuró a despacharlo. Se sentó cruzada de piernas en el borde del colchón, esperando al próximo cliente, y como cada vez que lo hacía, le pidió a Dios que la tratara bien, aunque no siempre daba resultado.
Se preguntó por Strider, hacía varias semanas que no tenía noticias suyas, y la última vez que se habían visto las circunstancias y las consecuencias habían sido funestas. La sacó de sus pensamientos la conversación coloquial de dos hombres del otro lado de la puerta, se preguntó si serían los clientes, y rogó para que no, no quería atender a dos al mismo tiempo. Contuvo la respiración hasta que sintió que las voces comenzaban a alejarse, y soltó el aire con tal vehemencia que voló las florecillas del cabello de la muñeca pelirroja, de nombre Stella, que tenía entre sus manos. Quien sí entró, fue una joven que trabaja en el lugar pero no como prostituta, si no, como mensajera. Le entregó una caja de terciopelo verde, que abrió ante la insistencia de la muchacha, y descubrió un bello collar de zafiros y una nota que rezaba “Más tarde estaré contigo, quiero que lo uses. Tuyo, Gral. H”. Cerró el empaque y lo guardó dentro del cajón de la mesa de luz que estaba a su lado izquierdo y saludó a la chica que se retiraba felicitándola por el regalo. El Gral. H. como se hacía llamar con ella, era un militar retirado, de unos sesenta años y que, hacía varios meses, acudía sólo a sus servicios. A ella no le agradaba, el tipo la trataba como a un trapo, pero Dulcie se veía obligada a complacer todos sus caprichos, el hombre, en ocasiones, creía que todavía era un adolescente y pretendía algunas cosas que para su cuerpo, algo arruinado por los años y por unos kilos de más, eran verdaderamente nocivas. Una vez casi perece en medio del acto, y la rubia rió al recordarlo pidiendo por su madre.
Dieron un golpe en la puerta, sabía que eso significaba que el descanso estaba terminando. El tiempo era tan escaso cuando de buenos momentos se trataba… Se apresuró a guardar a Monique y a las demás y volvió a perfumarse. Alisó la cama y luego, extrajo de una bolsita una pizca de opio, que diluyó en agua y luego puso, en una especie de horno pequeño en forma de rosa a calentar, el vapor no tardaría en llenar el ambiente. Dulcie había aprendido aquello de manos de una cortesana experimentada, que conocía su situación y sabía todas las técnicas para soportar esa vida. Le enseñó que el opio podía producir alucinaciones si era utilizado en gran cantidad, pero aquella medida tan minúscula, podía exacerbar el placer y ayudarla a ella a distenderse sin la necesidad de beber tres whiskys. En ocasiones, la inglesa era presa de la desesperación, y había intentado aquello y había dado resultado. El narcótico no tenía efecto en los seres sobrenaturales, pero sí en los humanos, y ella misma había comprobado que éstos solían ser mucho más crueles y retorcidos que algunos vampiros, claro, no tanto como él, de hecho, no había ninguno como Argeneau, y nadie le generaba ese magnetismo y al mismo tiempo resentimiento que le producía su captor, simplemente, era único, por eso se había enamorado alguna vez de ese ser y, actualmente, se sentía sumamente confundida con respecto a sus sentimientos; ya no lo amaba, por supuesto que no, pero tampoco tenía aquel deseo lógico de perjudicarlo, si no, todo lo contrario, deseaba que encontrara sosiego, por más macabros que fueran sus juegos. Dulcie se miró al espejo y se sonrió, aquel alucinógeno ya empezaba a hacer sus efectos en la joven, que podía sentirse más liberada. Un hombre, el encargado del mantenimiento, entró con una botella de champagne, una de vino y dos copas de cristal, que colocó en la mesa que había al lado de la cama. Se acercó a la muchacha y le sonrió, mostrando sus encías oscuras y carentes de algunos dientes, y le preguntó cuándo lo atendería a él. Ella contestó que hablara con la madame, que esas no eran decisiones que tuviera autorización de tomar. Aquel tipo siempre le había causado cierto resquemor a la cortesana, que se apuró a despacharlo. Se sentó cruzada de piernas en el borde del colchón, esperando al próximo cliente, y como cada vez que lo hacía, le pidió a Dios que la tratara bien, aunque no siempre daba resultado.
Dulcie Sterling- Mensajes : 48
Fecha de inscripción : 31/05/2012
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